25 diciembre 2013

El cronista y sus lectores. Roberto Retamoso


Roberto Arlt (1900-1942)


El cronista y sus lectores

Roberto Retamoso


Desde 1928 hasta el momento mismo de su muerte, en 1942, Roberto Arlt publicó en el diario El Mundo una columna diaria. Dicha columna, denominada generalmente “Aguafuertes porteñas” -aunque su título sufriera diversas modificaciones a lo largo del tiempo-, consistía en un registro descarnado e irónico de una serie de tópicos, personajes, situaciones e historias que dibujan una suerte de friso donde pueden reconocerse múltiples aspectos de la cultura urbana de la época. Desde 1928 hasta el momento mismo de su muerte, en 1942, Roberto Arlt publicó en el diario El Mundo una columna diaria. Dicha columna, denominada generalmente “Aguafuertes porteñas” -aunque su título sufriera diversas modificaciones a lo largo del tiempo-, consistía en un registro descarnado e irónico de una serie de tópicos, personajes, situaciones e historias que dibujan una suerte de friso donde pueden reconocerse múltiples aspectos de la cultura urbana de la época.  


A lo largo de ese período, las crónicas de Arlt irían modificando su temática, sus aspectos genéricos y, como se ha indicado, su mismo nombre. Esas modificaciones generalmente se hallan ligadas a los itinerarios que el propio Arlt realizaba, y que constituyen el sustento empírico donde recoge los materiales que nutren sus notas. Así, las primeras crónicas se escriben a partir de las recorridas que realiza por la ciudad de Buenos Aires, registrando diversos aspectos de la cultura urbana, particularmente de sus estratos populares. De ese modo, un conjunto de costumbres, actitudes, creencias, y sobre todo “personajes” de extracción popular, como asimismo su particular lenguaje, le brindan el material para desarrollar sus notas “costumbristas”, donde con ironía y sarcasmo pero también con una clara indulgencia compone las plásticas imágenes que los representan. 
Las primeras aguafuertes se llamarán, en consecuencia, “porteñas”, por referir, como es obvio, a la ciudad de Buenos Aires. Pero Arlt se transformará prontamente en un cronista viajero, que ampliará significativamente su horizonte. Por ello, las aguafuertes irán variando su adjetivación para dar cuenta de los nuevos itinerarios que Arlt realiza: así, en 1930 se denominarán “aguafuertes uruguayas”, en 1934 “aguafuertes patagónicas” y en 1935 “aguafuertes españolas”, con sus especificaciones como aguafuertes “madrileñas”, “africanas”, “asturianas” o “gallegas”. Por otra parte, los cambios de nombre, que claramente dan cuenta de la temática abordada en cada caso, no se limitan a esas variaciones en su adjetivación, dado que en 1933 la columna se denominará “Hospitales en la miseria” y en 1934 “Buenos Aires se queja”, cuando su autor realiza auténticas campañas de denuncia de las carencias y necesidades insatisfechas que padecen los habitantes de la ciudad; de igual manera, en 1936 la columna se titulará “Tiempos presentes” o “Al margen del cable”, cuando se aparta de la temática local para abordar cuestiones inherentes a la problemática mundial de la época. 


Como lo indican tales títulos, las crónicas de Roberto Arlt no se limitaban a esa especie de registro “antropológico” del mundo en que vivía, sino que suponían, además, verdaderas intervenciones en el orden de lo social y político. Se trataba, por cierto, de intervenciones críticas, que también se practicaban en el campo de la crítica de arte y de literatura: por tal razón, la redacción de esas notas varía asimismo su configuración discursiva y genérica, dado que, según los casos, se constituyen como relatos de viaje, crítica literaria o textos de tipo ensayístico. 


En ese decurso, la mirada de Arlt se constituye en una mirada sesgada, que soslaya los objetos privilegiados por el discurso periodístico convencional - los grandes episodios, los personajes importantes - para detenerse en aquello que nunca podría ser tema de dicho discurso: lo ínfimo de la vida social, el detalle de las formaciones culturales. Por consiguiente, en la escritura de las aguafuertes pueden reconocerse determinadas constantes y variantes. La perspectiva adoptada por el autor, su peculiar mirada, puede definirse sin duda como una constante: se trata siempre del mismo punto de vista, que se posiciona en el territorio multiforme de las culturas populares. Mientras que los lugares desde los que escribe, los hic et nunc desde donde emite sus singulares mensajes, constituyen uno de los elementos variables de sus textos, el mismo que permite trazar las formas del recorrido por el mundo que Arlt va realizando a lo largo de su vida. 


Aguafuertes Porteñas de Roberto Arlt.



Notoriamente, cuando el desplazamiento del cronista por el mundo sea mayor, su atracción por lo diferente, lo novedoso, se incrementará de manera proporcional. Como es sabido, en 1935 Arlt viaja a España, desde donde escribirá una serie de crónicas que dan cuenta de su admiración por todo lo que allí encuentra. En primer término, la arquitectura tradicional de sus antiquísimas ciudades, los monumentos y construcciones religiosas que pululan en su territorio, pero también sus habitantes, de los que una vez más, y de modo invariante, registrará sus manifestaciones y sus tipos populares. 


De manera que el horizonte europeo parece potenciar la capacidad de registro de las crónicas de Arlt. Ello es posible, entre otras razones, por la manifiesta posición de subjetividad desde la que se enuncian las aguafuertes arltianas, que opera como el soporte perceptivo y cognitivo de tal capacidad de registro. Esa modalidad de la escritura periodística de Arlt, por otra parte, siempre parece descansar sobre una suerte de anuencia o complicidad que se establece a nivel del público lector. Y esa actitud por parte de los lectores, lejos de reducirse al plano de los supuestos implícitos en cada texto, en diversos casos se manifiesta de manera explícita como contenido de las aguafuertes. Por ello, diversas notas incluyen la figura de sus destinatarios, representando las formas de comunicación que se establecen entre Arlt y sus lectores, según un procedimiento al que podría calificarse como tematización del circuito interlocutivo establecido entre el cronista y los lectores del periódico. 


De esa forma, las aguafuertes incorporan la representación de sus lectores en su textualidad, exhibiendo la diversidad de actitudes con que se posicionan en la instancia de su recepción. Ello contribuye a “verosimilizar” dicha representación, volviendo creíbles las imágenes que los inscriben en las crónicas. Independientemente de los grados de correspondencia que esas imágenes pudieran guardar con los destinatarios reales, empíricos, de las aguafuertes, su mero dibujo simboliza de manera elocuente el valor y la significación que esos destinatarios suponían para la perspectiva de su autor. Son, por así decir, el otro necesario de la escritura de Arlt, el mismo que posibilita y confiere sentido a la presencia del escritor en sus propios textos. 


El trabajo de registro y representación del mundo que implican las aguafuertes arltianas supone, como uno de sus rasgos característicos, el ejercicio constante de la crítica. Ello significa que el universo de objetos y sujetos que permanentemente dibujan nunca es visto neutralmente, dado que siempre constituye una materia que se somete a notorios procesos de valoración. En tal sentido, podría decirse que para la escritura de Arlt todo debe evaluarse, asumiendo de ese modo posiciones muchas veces beligerantes y polémicas, a la manera de auténticas intervenciones políticas en el orden de lo social, lo político y lo cultural. Y si la crítica se ejerce de forma incesante sobre el universo representado, ello es posible porque lo primero que se somete a crítica es el medio o el instrumento que permite dicha representación, esto es, el lenguaje utilizado por el autor. Desde esa perspectiva, puede afirmarse que Arlt posee una clara conciencia de los medios con los que trabaja verbalmente, que lo lleva a adoptar posiciones radicales y provocativas respecto de un conjunto de opiniones y creencias impuestos socialmente acerca de los usos correctos del lenguaje. Por ello, y de modo análogo a lo que se produce en su obra de ficción, las aguafuertes adoptan formas y usos propios del habla popular como la materia verbal a partir de la cual se genera su escritura, según una operatoria discursiva que conjuga valoraciones de tipo cultural con posiciones políticas y principios éticos en la práctica textual de su autor. Así, la escritura de las aguafuertes supone una posición enunciativa que se configura como un auténtico decir popular, al que se reivindica frente a las concepciones cerradas y retrógadas de los estamentos representativos del poder político y cultural. Leídos desde esta perspectiva, los textos de Arlt parecen recoger ciertas preocupaciones propias de la época, como las que indagan por los componentes populares de la cultura nacional. Se trata, por cierto, de la preocupación por una cultura situada, o por conocimientos técnicos acerca de la materia analizada, sobre todo en el caso de las obras literarias. 


Si las aguafuertes donde Arlt ejerce la crítica cultural trasuntan casi naturalmente su condición de escritor, ello se potencia aún más cuando escribe notas que constituyen manifestaciones puntuales del género ensayístico. Porque en ellas puede reflexionar acerca del ser y del destino de la literatura actual, tanto como acerca de la naturaleza de la juventud o de lo que significa el advenimiento de la guerra, sin que ninguna de esas cuestiones deje de estar contaminada por las significaciones que generan las otras. la situación de la cultura local, que no podría entenderse desconociendo las relaciones de fuerza conflictivas que configuran dicha situación. 


Y es a partir de semejantes puntos de vista que Arlt desarrolla además su tarea de crítico cultural. Así, las aguafuertes exponen sus particulares intereses acerca de la literatura, el cine o el teatro contemporáneos, desplegando un catálogo de nombres que configuran el espectro de todo aquello que concita su interés: por ejemplo, los nombres de Enrique González Tuñón, Pondal Ríos, Armando Discépolo, o Chaplin. En esa serie de notas, Arlt se revela como un receptor atento y especializado de las obras que comenta, que puede exhibir sus 









Tomado de:
RETAMOSO, Roberto: "Vanguardias, periodismo y literatura en la Argentina de 1920 y 1930". En: La Trama de la Comunicación, vol. 7, Anuario del Departamento de Ciencias de la Comunicación, Facultad de Ciencia Política y RR. II., Universidad Nacional de Rosario. 

23 diciembre 2013

La utilidad de lo inútil. Nuccio Ordine





La utilidad de lo inútil

Nuccio Ordine


El oxímoron evocado por el título La utilidad de lo inútil merece una aclaración. La paradójica utilidad a la que me refiero no es la misma en cuyo nombre se consideran inútiles los saberes humanísticos y, más en general, todos los saberes que no producen beneficios. En una acepción muy distinta y mucho más amplia, he querido poner en el centro de mis reflexiones la idea de utilidad de aquellos saberes cuyo valor esencial es del todo ajeno a cualquier finalidad utilitarista. Existen saberes que son fines por sí mismos y que—precisamente por su naturaleza gratuita y desinteresada, alejada de todo vínculo práctico y comercial—pueden ejercer un papel fundamental en el cultivo del espíritu y en el desarrollo civil y cultural de la humanidad. En este contexto, considero útil todo aquello que nos ayuda a hacernos mejores.


Pero la lógica del beneficio mina por la base las instituciones (escuelas, universidades, centros de investigación, laboratorios, museos, bibliotecas, archivos) y las disciplinas (humanísticas y científicas) cuyo valor debería coincidir con el saber en sí, independientemente de la capacidad de producir ganancias inmediatas o beneficios prácticos. Es cierto que con mucha frecuencia los museos o los yacimientos arqueológicos pueden ser también fuentes de extraordinarios ingresos. Pero su existencia, contrariamente a lo que algunos querrían hacernos creer, no puede subordinarse al éxito económico: la vida de un museo o una excavación arqueológica, como la de un archivo o una biblioteca, es un tesoro que la colectividad debe preservar con celo a toda costa. Por este motivo no es cierto que en tiempos de crisis económica todo esté permitido. De igual manera, por las mismas razones, no es cierto que las oscilaciones de la prima de riesgo puedan justificar la sistemática destrucción de cuanto se considera inútil por medio del rodillo de la inflexibilidad y el recorte lineal del gasto. Hoy en día Europa se asemeja a un teatro en cuyo escenario se exhiben cotidianamente sobre todo acreedores y deudores. No hay reunión política o cumbre de las altas finanzas en la que la obsesión por los presupuestos no constituya el único punto del orden del día.


En un remolino que gira sobre sí mismo, las legítimas preocupaciones por la restitución de la deuda son exasperadas hasta el punto de producir efectos diametralmente opuestos a los deseados. El fármaco de la dura austeridad, como han observado varios economistas, en vez de sanar al enfermo lo está debilitando aún más de manera inexorable. Sin preguntarse por qué razón las empresas y los estados han contraído tales deudas—¡el rigor, extrañamente, no hace mella en la rampante corrupción ni en las fabulosas retribuciones de expolíticos, ejecutivos, banqueros y superconsejeros!—, los múltiples responsables de esta deriva recesiva no sienten turbación alguna por el hecho de que quienes paguen sean sobre todo la clase media y los más débiles, millones de inocentes seres humanos desposeídos de su dignidad.


No se trata de eludir neciamente la responsabilidad por las cuentas que no cuadran. Pero tampoco es posible ignorar la sistemática destrucción de toda forma de humanidad y solidaridad: los bancos y los acreedores reclaman implacablemente, como Shylock en El mercader de Venecia, la libra de carne viva de quien no puede restituir la deuda. Así, con crueldad, muchas empresas (que se han aprovechado durante décadas de la privatización de los beneficios y la socialización de las pérdidas) despiden a los trabajadores, mientras los gobiernos suprimen los empleos, la enseñanza, la asistencia social a los discapacitados y la sanidad pública. El derecho a tener derechos—para retomar un importante ensayo de Stefano Rodotà, cuyo título evoca una frase de Hannah Arendt—queda, de hecho, sometido a la hegemonía del mercado, con el riesgo progresivo de eliminar cualquier forma de respeto por la persona. Transformando a los hombres en mercancías y dinero, este perverso mecanismo económico ha dado vida a un monstruo, sin patria y sin piedad, que acabará negando también a las futuras generaciones toda forma de esperanza.


Los hipócritas esfuerzos por conjurar la salida de Grecia de Europa—pero las mismas reflexiones podrían valer para Italia o España—son fruto de un cínico cálculo (el precio a pagar sería aún mayor que el supuesto por el frustrado reembolso de la deuda misma) y no de una auténtica cultura política fundada en la idea de que Europa sería inconcebible sin Grecia porque los saberes occidentales hunden sus remotas raíces en la lengua y la civilización griegas. ¿Acaso las deudas contraídas con los bancos y las finanzas pueden tener fuerza suficiente para cancelar de un solo plumazo las más importantes deudas que, en el curso de los siglos, hemos contraído con quienes nos han hecho el regalo de un extraordinario patrimonio artístico y literario, musical y filosófico, científico y arquitectónico?


En este brutal contexto, la utilidad de los saberes inútiles se contrapone radicalmente a la utilidad dominante que, en nombre de un exclusivo interés económico, mata de forma progresiva la memoria del pasado, las disciplinas humanísticas, las lenguas clásicas, la enseñanza, la libre investigación, la fantasía, el arte, el pensamiento crítico y el horizonte civil que debería inspirar toda actividad humana. En el universo del utilitarismo, en efecto, un martillo vale más que una sinfonía, un cuchillo más que una poesía, una llave inglesa más que un cuadro: porque es fácil hacerse cargo de la eficacia de un utensilio mientras que resulta cada vez más difícil entender para qué pueden servir la música, la literatura o el arte.


Ya Rousseau había notado que los "antiguos políticos hablaban incesantemente de costumbres y de virtud; los nuestros sólo hablan de comercio y de dinero". Las cosas que no comportan beneficio se consideran, pues, como un lujo superfluo, como un peligroso obstáculo. "Se desdeña todo aquello que no es útil", observa Diderot, porque "el tiempo es demasiado precioso para perderlo en especulaciones ociosas". Basta releer los espléndidos versos de Charles Baudelaire para comprender la incomodidad del poeta-albatros, majestuoso dominador de los cielos que, una vez descendido entre los hombres, sufre las burlas de un público atraído por intereses muy distintos


Y no sin irónica desolación, Flaubert en su Diccionario de lugares comunes define la poesía como «del todo inútil» porque está «pasada de moda», y al poeta como «sinónimo de lelo» y «soñador». De nada parece haber servido el sublime verso final de un poema de Hölderlin en el que se recuerda el papel fundador del poeta: "Pero lo que permanece lo fundan los poetas". Las páginas que siguen no tienen ninguna pretensión de formar un texto orgánico. Reflejan la fragmentariedad que las ha inspirado. Por ello también el subtítulo—Manifiesto— podría parecer desproporcionado y ambicioso si no se justificara por el espíritu militante que ha animado constantemente este trabajo. Tan sólo he querido recoger, dentro de un contenedor abierto, citas y pensamientos coleccionados durante muchos años de enseñanza e investigación. Y lo he hecho con la más plena libertad, sin ninguna atadura y con la conciencia de haberme limitado a esbozar un retrato incompleto y parcial.


La ciencia tiene mucho que enseñarnos sobre la utilidad de lo inútil. Y que, junto a los humanistas, también los científicos han desempeñado y desempeñan una función importantísima en la batalla contra la dictadura del beneficio, en defensa de la libertad y la gratuidad del conocimiento y la investigación. La conciencia de la distinción entre una ciencia puramente especulativa y desinteresada y una ciencia aplicada estaba ampliamente difundida entre los antiguos, como atestiguan las reflexiones de Aristóteles y algunas anécdotas atribuidas a grandes científicos de la talla de Euclides y Arquímedes.


Se trata de cuestiones fascinantes que, sin embargo, podrían conducirnos demasiado lejos. Ahora me interesa subrayar la vital importancia de aquellos valores que no se pueden pesar y medir con instrumentos ajustados para evaluar la quantitas y no la qualitas. Y, al mismo tiempo, reivindicar el carácter fundamental de las inversiones que generan retornos no inmediatos y, sobre todo, no monetizables. El saber constituye por sí mismo un obstáculo contra el delirio de omnipotencia del dinero y el utilitarismo. Todo puede comprarse, es cierto. Desde los parlamentarios hasta los juicios, desde el poder hasta el éxito: todo tiene un precio. Pero no el conocimiento: el precio que debe pagarse por conocer es de una naturaleza muy distinta. Ni siquiera un cheque en blanco nos permitirá adquirir mecánicamente lo que sólo puede ser fruto de un esfuerzo individual y una inagotable pasión. Nadie, en definitiva, podrá realizar en nuestro lugar el fatigoso recorrido que nos permitirá aprender. Sin grandes motivaciones interiores, el más prestigioso título adquirido con dinero no nos aportará ningún conocimiento verdadero ni propiciará ninguna auténtica metamorfosis del espíritu. Ya Sócrates lo había explicado a Agatón, cuando en El Banquete se opone a la idea de que el conocimiento pueda transmitirse mecánicamente de un ser humano a otro como el agua que fluye a través de un hilo de lana desde un recipiente lleno hasta otro vacío.


Estaría bien, Agatón, que la sabiduría fuera una cosa de tal naturaleza que, al ponernos en contacto unos con otros, fluyera del más lleno al más vacío de nosotros, como fluye el agua en las copas, a través de un hilo de lana, de la más llena a la más vacía. Pero hay algo más. Sólo el saber puede desafiar una vez más las leyes del mercado. Yo puedo poner en común con los otros mis conocimientos sin empobrecerme. Puedo enseñar a un alumno la teoría de la relatividad o leer junto a él una página de Montaigne dando vida al milagro de un proceso virtuoso en el que se enriquece, al mismo tiempo, quien da y quien recibe.


Ciertamente no es fácil entender, en un mundo como el nuestro dominado por el homo economicus, la utilidad de lo inútil y, sobre todo, la inutilidad de lo útil (¿cuántos bienes de consumo innecesarios se nos venden como útiles e indispensables?). Es doloroso ver a los seres humanos, ignorantes de la cada vez mayor desertificación que ahoga el espíritu, entregados exclusivamente a acumular dinero y poder. Es doloroso ver triunfar en las televisiones y los medios nuevas representaciones del éxito más lleno al más vacío de nosotros, como fluye el agua en las copas, a través de un hilo de lana, de la más llena a la más vacía. Pero hay algo más. Sólo el saber puede desafiar una vez más las leyes del mercado. Yo puedo poner en común con los otros mis conocimientos sin empobrecerme. Puedo enseñar a un alumno la teoría de la relatividad o leer junto a él una página de Montaigne dando vida al milagro de un proceso virtuoso en el que se enriquece, al mismo tiempo, quien da y quien recibe. 


Ciertamente no es fácil entender, en un mundo como el nuestro dominado por el homo economicus, la utilidad de lo inútil y, sobre todo, la inutilidad de lo útil (¿cuántos bienes de consumo innecesarios se nos venden como útiles e indispensables?). Es doloroso ver a los seres humanos, ignorantes de la cada vez mayor desertificación que ahoga el espíritu, entregados exclusivamente a acumular dinero y poder. Es doloroso ver triunfar en las televisiones y los medios nuevas representaciones del éxito, encarnadas en el empresario que consigue crear un imperio a fuerza de estafas o en el político impune que humilla al Parlamento haciendo votar leyes ad personam. Es doloroso ver a hombres y mujeres empeñados en una insensata carrera hacia la tierra prometida del beneficio, en la que todo aquello que los rodea—la naturaleza, los objetos, los demás seres humanos—no despierta ningún interés. La mirada fija en el objetivo a alcanzar no permite ya entender la alegría de los pequeños gestos cotidianos ni descubrir la belleza que palpita en nuestras vidas: en una puesta de sol, un cielo estrellado, la ternura de un beso, la eclosión de una flor, el vuelo de una mariposa, la sonrisa de un niño. Porque, a menudo, la grandeza se percibe mejor en las cosas más simples, y no en el empresario que consigue crear un imperio a fuerza de estafas o en el político impune que humilla al Parlamento haciendo votar leyes ad personam. Es doloroso ver a hombres y mujeres empeñados en una insensata carrera hacia la tierra prometida del beneficio, en la que todo aquello que los rodea—la naturaleza, los objetos, los demás seres humanos—no despierta ningún interés. 










Tomado de:
ORDINE, Nuccio (2013): La utilidad de lo inútil. Manifiesto. Barcelona. Acantilado, pp. 9-16.

17 diciembre 2013

La memoria es el único paraíso. Néstor Groppa




La memoria es el único paraíso
 del que no podrán desterrarnos


Entrevista a Néstor Groppa


Néstor Groppa nació en 1928 en Laborde, Córdoba, y vive en Jujuy desde 1952, cuando obtuvo un cargo de maestro en la escuela Sarmiento de Tilcara. En esa provincia se casó y tuvo dos hijos. En aquella escuela tilcareña enseñaban también el poeta Jorge Calvetti y el pintor Medardo Pantoja. Los tres, junto a los poetas Andrés Fidalgo y Mario Busignani, fundaron la mítica Tarja. Por primera vez una revista de arte y literatura editada en el interior de la Argentina trascendía como referente cultural al resto del país.

Groppa no abandonó, desde entonces, su labor editorial. Desde 1960 dirige las páginas culturales del diario Pregón; a fines de los ’60 dirigió la publicación literaria Pliegos del Noroeste; fue secretario de Publicaciones de la Universidad Nacional de Jujuy, y bajo su propio sello, Buenamontaña, realizó cuidadas ediciones de autores norteños.

Como poeta Groppa es un testigo (crítico), un cronista minucioso del “espectáculo de la naturaleza (el hombre incluido)”. Lo es desde su primer libro, Taller de muestras, donde el escenario dramático es la ciudad de Buenos Aires, hasta sus libros jujeños, en los que desfilan, en un vastísimo, afectuoso registro de más de diez volúmenes, mineros, indios despojados del altiplano, za­freros, changarines, flo­ristas, vecinos y barrios de San Salvador, árboles, casas, plantas, mercados de bolivianos, almacenes, pueblos “pol­vosos” de la Quebrada, domingos de fútbol al pie de las montañas, ríos, banderas…

Este año, la Universidad de Jujuy y la Secretaría provincial de Cultura reeditaron su libro Indio de carga (1956). Con motivo de la presentación de la obra en la Feria Internacional del Libro, Groppa visitó Buenos Aires, donde mantuvimos con él esta conversación:

—¿Por qué Indio de carga?

—Por razones gráficas. Era el libro que cuadraba para reeditarlo en forma facsimilar. En Jujuy desapareció la imprenta donde solíamos hacer ciertos alardes gráficos, por ejemplo, con Tarja, con los libros de mi sello Buenamontaña y con las plaquettes, en las que edité Cuatro carnavales y Angeles de visillo de Manuel J. Castilla, Imágenes para un río de Mario Busignani, Canto a La Rioja de José María Paredes, Canto a Jujuy de María Laura Oyuela de Pémberton, y otras. Todas estas obras, como así también muchos de los 47 libros editados por Buenamontaña, llevaban ilustraciones impresas con los tacos originales, a veces a tres colores (Rebuffo, Pellegrini, Audivert, Pantoja, Pedro Molina, Giambiagi, etc.). Ahora son imprentas de la computadora, la impresora láser, la chapa o la duplicación. No ha quedado nada del “arte negro” de los primeros tipógrafos hasta las linotipos, cuando verdaderamente había que conocer el oficio gráfico, las interlíneas, los 12 puntos, los cuadratines, las formas atadas con hilo y las ramas de las impresoras. El libro que yo más aprecio es En el tiempo labrador, pero lleva xilografías a dos colores. No las iban a poder reproducir; se iba a perder la gracia, el valor artístico del grabado y de su impresión con el taco original.

—¿Indio de carga fue su primer libro?

—No, fue Taller de muestras. Justamente, te hago esta acotación: acaban de hacer una antología de todos los poetas editados por Botella al Mar, la legendaria, que entonces estaba dirigida por Arturo Cuadrado y Luis Seoane, quien nos hacía, a todos los que publicábamos allí, un retrato exclusivo. La editorial pasó después a manos de Alejandrina Devesconi, quien no sé por qué razón me omitió –según me han dicho– en la antología. Tal vez haya partido de una fecha posterior a Taller de muestras, que es de 1954. Ese primer libro, eminentemente porteño, nacido en los cafetines de estudiantes del barrio del Hospital de Clínicas, fue el hermano mayor de Indio de carga; los hermanos siguientes son ya todos provincianos. Los últimos poemas de Taller de muestras anticipan un poco –según lo aprecian algunos críticos de aquella época– a Indio de carga, pero en éste, a su vez, no se entra directamente al indio, sino que arrastro todavía un remanente de mi infancia, de mi estada en el pueblo, e incluso en Buenos Aires. Quiero dejar aclarado que Indio de carga es un canto al indio boliviano, más precisamente al indio de La Paz, que realiza un oficio inhallable en Jujuy.

—¿Usted pudo conocerlo en algún viaje que hizo a Bolivia?

—Sí, un viaje que hicimos con Medardo Pantoja por Oruro, La Paz, el lago Titicaca, las minas de Potosí, Huari, todo el altiplano. Pasamos experiencias muy interesantes, era una época en la que sobraban inconvenientes, desbordes de ríos, tapadas de vías, derrumbes, etc. Y allí surgió el título “indio de carga”, que es un tipo de indio con un oficio que yo no creo que exista en la Argentina. En Jujuy existe el changarín, el que se dedica a ayudar a cargar un camión o algo por el estilo, pero éste no. Este es el indio que anda en ojotas y con unas sogas amarra la carga a la espalda; hasta muebles, canastos, cualquier cosa.

—¿Y estaba en la intención de ustedes en ese viaje la indagación de esa realidad, incluso desde el punto de vista estético, o fue un descubrimiento?

—Bueno, con Pantoja éramos muy amigos y muy compenetrados en lo que buscábamos, él en pintura y yo en lo mío, y un día decidimos, con el sueldo de maestro en unas vacaciones –creo que fue en el año 52 o 53– hacernos un viaje a Bolivia. Medardo tenía un pariente que era profesor en la Universidad Mayor de Potosí y al mismo tiempo –mirá las curiosidades– era encargado en un ingenio para varios socavones de las minas. En ese tiempo al cerro de Potosí se le calculaban tres mil quinientos socavones, era un panal de abejas. Se conservaba de la época de la Colonia el Socavón Real o Pailaviri. En su entrada, una parecita de piedras ya carcomida dividía en ingreso y salida de los mineros. También había una paila –de ahí pailaviri– con grasa para que el minero cargara el mechero con que se alumbraba. Vimos allí la vida de los mineros; salir blancos después de horas de socavón cuando por entre los rieles seguía bajando el río de la copajira.

—De allí el título de aquel hermoso libro de Manuel J. Castilla, que usted, si mal no recuerdo, reeditó en Buenamontaña…

—Justamente, Manuel Castilla me decía siempre que el equivalente de Copajira era Indio de carga, y a la inversa. Bueno, recorrimos mucho por esa zona, conociendo la Casa de la Moneda, con su maquinarias de madera que troquelaron fortunas, la iglesia de San Benito, hasta la cancha de fútbol de Potosí, que en vez de pasto tenía carbonilla. Y al tiempo que íbamos conociendo nos íbamos adentrando en aquello que es necesario que todos los que quieran escribir sobre el Norte vean, porque allí está el centro de esa civilización. Como dice Juan Alfonso Carrizo en su Cancionero popular de Jujuy –y agrego yo– lo que llegó a Jujuy son los flecos del poncho incaico. En esos años, los de la recopilación del Cancionero (década del 30), era una novedad investigar esos temas, porque tal disciplina no existía ni interesaba en Jujuy, a no ser los antecedentes de Holmberg y Boman y luego Ambrosetti y Debenedetti, poco conocidos entonces. Tal vez nos tengamos que remontar al narrador Daniel Ovejero, pero él es muy posterior (murió por los 60), con su descripción de La Fontana del Santo y otras andanzas de San Francisco Solano frotando su violín milagroso para encantar a los indios…
—Es importante para usted la memoria como materia de trabajo poético, ¿no? Recién mencionaba que en Indio de carga subsistía aún el recuerdo de la infancia, pero también en libros posteriores se aprecia su interés por el paso del tiempo.

— Es que la memoria está asociada con el afecto, con la sensibilidad. La memoria es el ser y el estar pasando, es la pequeña historia de cada hombre. No es solamente el hecho de recordar cosas, sino los sentimientos que la memoria mantiene y acerca. “La memoria es el único paraíso del que no podrán desterrarnos”, dice un anónimo. Una de las cosas enraizadas y perdurables interiormente en mí, es la familia.

—Al punto que ha incluido fotos de familiares suyos en sus libros. Por ejemplo esta joven mujer, en la tapa de Todo lo demás es cielo…

—Sí, es mi madre cuando tenía 26 años. Mi madre se ha quedado muy grabada en mí. No se trata de ningún Edipo, simplemente resulta que la tuve y no la tuve. Ella murió poco después de esa foto, cuando yo tenía once años nada más; entonces, imaginate, es una impronta, un corte grabado, una geología en mi tiempo. Al son que la querés recordar la tenés que reconstruir, porque la has olvidado. La vengo arrastrando a mi madre para conocerla, para consolarla y consolarme, pero ya no puedo, he llegado a una edad en que me van a decir: “ya separate de la vieja”…


Néstor Groppa y su madre por calle Rivadavia,
 Bs. As. 1933.

—¿Su infancia transcurrió en Buenos Aires?

—Anduvo muy repartida. Hasta los doce años estuve en Laborde, Córdoba. A los trece, vine a Buenos Aires donde hice todo el secundario y después Bellas Artes en la Manuel Belgrano, cuando estaba en la calle Cerrito. Viví con familiares en distintos barrios de la Capital: Almagro, Patricios, Palermo, el Bajo Flores, Viamonte al 2100, a la vuelta del Clínicas. Cuando cumplí los veinte años murió mi padre, ahí ya quedé solo, guacho, no tuve hermanos. Seguí en Buenos Aires, donde tenía entrañables amigos; éramos inseparables con el pintor Domingo Onofrio, con el poeta José Luis Mangieri, con Andrés Lizarraga, autor teatral muy conocido después. También conocí en el diario Clarín a Raúl González Tuñón (que me invitaba con mate cocido en el café de Piedras y Tacuarí), a José Portogalo, a Héctor Agosti, a Lizardo Zía, en fin…Tuñón fue un buen consejero. Cuando se enteró que con Onofrio nos queríamos ir a Tucumán, porque del ’47 al ’50 la situación en Buenos Aires se había puesto espesa (ya Mangieri y Lizarraga se habían ido para Bariloche), me dijo: “Antes de irte te doy una carta para Spilimbergo, que está allá, en la Escuela de Bellas Artes. Llevale tus dibujos y poemas”. Y así empezó el viaje al Norte.

—¿Y cómo fue escribir en provincias? Ese cambio debe haber sido importante.

—Sí, claro…, si vos sos sensible a la realidad, y a lo que has asimilado en estudios y lecturas, no podés ignorarla. Yo siempre me digo: tengo que escribir para que me entienda el vecino. No puedo escribir como lo haría un su­rrealista, mi vecino me diría usted está loco. Claro que tampoco puedo escribir el libro El nene para que él me entienda. Hay una pregunta que siempre me hice: por qué el arte de vanguardia nunca nació en los pueblitos chicos de provincia, sino siempre en las grandes capitales. Como le comentaba una vez al poeta Antonio Aliberti en un reportaje muy lindo que me hizo para la revista Pájaro de Fuego: si llevo un poema de Girondo allá, a la ruta 9, mirando en el atardecer de invierno cómo se pierde el sol detrás de las montañas y cómo queda la cordillera recortada igual a una escenografía de cartón, y se lo doy a leer a un vecino, aun cuando tenga ya su iniciación literaria, no lo va a entender. El paisaje, la vida en él, te determina un tipo de poesía. Uno allí puede meditar y sacar conclusiones sobre el cancionero y las coplas populares –que dicen tremendas verdades con su filosofar sencillo pero profundo–, sobre los dichos, sobre la pronunciación, sobre sus tonos y cómo la gente suele bautizar ciertas cosas, cómo improvisa, cómo inventa términos que son curiosos y bellos aciertos. Aliberti me preguntaba cómo pienso yo que mi poesía se inserta con la poesía de Buenos Aires; yo le contesté ¿por qué me preguntás así, acaso la poesía de Buenos Aires es la poesía nacional? ¿Es referente ineludible de algo? Con el mismo criterio yo puedo preguntar cómo la poesía de Buenos Aires se inserta en la labor poética del interior del país. ¿Cómo se inserta Alberto Girri en la poética de Juan Carlos Dávalos? Porque Girri no es el módulo por el cual se tenga que reflejar Draghi Lucero o Dávalos, o Filloy (o Rojas Paz, Clementina Rosa Quenel, poetas de la prosa), o tantos otros poetas nacionales. ¿Por qué ese afán y error soberbio de que nosotros debamos aceptar como referencia la poesía de Buenos Aires? Van a tener que convenir de una buena vez en que Buenos Aires es una región del país con sus rasgos particulares, y el interior tiene otros, y entre todos hacemos la enterita Argentina en el mundo.

—Recordemos ahora las épocas de Tarja. Cuénteme, ¿de dónde tomaron el nombre para la revista?

—El vocablo es muy antiguo. Existe en Medio Oriente desde los egipcios, que designaban así a unas tabletitas utilizadas en el comercio sobre las que se trazaban marcas, unas muescas, que representaban las mercancías adeudadas. Tanto el comprador como el vendedor conservaban una mitad; después de un tiempo conveniente, se juntaban y comprobaban si las marcas coincidían para arreglar sus cuentas. Este es un antecedente. Otro, que pocos conocen, es la Tarja de Potosí, un trofeo que le regalaron a Belgrano en Bolivia con motivo de su triunfo en Suipacha. Es una copa enorme y barroca, recargada, como la que reciben los automovilistas de Fórmula 1. Por qué la llamaban tarja, no tengo la explicación, aunque sé que la da Ravignani en un folleto de Filosofía y Letras de la UBA editado por el año 17. Ahora el poeta Carlos Spinedi agrega una nueva versión de tarja, según los ingleses de la campiña. Era una ramita de avellano con la que llevaban las cuentas familiares. El poeta lo saca del cuento Ellos, de Kipling. Y después está el significado más divulgado en Jujuy y el NOA. Es similar al de las tarjetas que se usan aquí para marcar en el reloj la entrada y salida al trabajo. Allá te marcan con la tarja, que aún se utiliza y es una libreta de tapas negras, como las antiguas libretas del almacenero, donde se anota, por ejemplo: “Remigio Tastaca. Tarja día 27. Doscientos setenta kilos de caña”, vamos a suponer; “Día 29, la familia peló tantos kilos”, y así hasta final de la quincena o del mes. Al mismo tiempo, en otras páginas se anota lo que retiraron de la proveeduría del ingenio, y después viene el balance: lo consumido se resta de lo que está tarjado como trabajo y de ahí sale la liquidación para el obrero. En este sentido es que nosotros le pusimos el nombre a nuestra revista: marca de la faena del día concluido. Eso se nos ocurrió a Jorge Calvetti y a mí caminando por la Avenida Fascio, la del Río Grande. “…y qué nombre puede ser; mirá, qué lindo sería relacionarlo con la gente que trabaja, porque nosotros también trabajamos…”, etc. Y Calvetti dijo tarja y a mí me pareció muy bien, y en una reunión posterior con Busignani, Pantoja y Andrés Fidalgo, los cinco, en un restaurante que ya desapareció, frente al Automóvil Club, Jorge lo propuso y estuvimos de acuerdo. Medardo, sobre todo, que justamente anduvo mucho la zona de los cañaverales y había trabajado allí, fue peón ferroviario también –remachó los bulones del actual puente de Calilegua–, sabía en carne propia lo que era la tarja, porque te embromaban, te pesaban kilos de menos (de ahí viene lo de “meter la mula”). Y así quedó Tarja.

—¿Y qué cree usted que fue lo que le dio trascendencia a la revista? ¿Expresó a una generación, a una corriente cultural?

—No, primero creo que fue la novedad de llegar desde una provincia totalmente ignorada y postergada litera­riamente. Otro motivo fue su enfrentamiento con la realidad y manifestarse a partir de ella, no de esquemas culturales prefabricados o importados. Después, se fue incorporando gente que en cierto modo ayudó a financiarla. El primer número, de diciembre del 55, representa precisamente una libreta de tarja, que la diseñó Pantoja con el nombre escrito a mano. El segundo, salió con un dibujo de él, cuyo original vendimos y con eso financiamos parte del tercer número. No hay que olvidar a un curioso Quijote que nos “aguantó”: José Francisco Ortiz, al que todos llamaban el señor Guten­berg, porque ése era el nombre de su imprenta (Gutenberg, en alemán, es buena montaña. De ahí el nombre de mi sello editorial). En ese tiempo coincidió la creación de la Escuela de Artes Plásticas con Medardo como director. El trajo a gente del sur. A Luis Pellegrini, uno de los dibujantes de la mejor publicidad que se hacía en Buenos Aires, la agencia Walter Thompson. El, con su valiosa trayectoria como artista plástico, estaba conectado con todos los pintores de aquí: Policastro, Castagnino, Spilimbergo, Pons, Carlos Alonso 

–que recién comenzaba a notarse–, Urruchúa, Colmeiro, Soldi, quien nos mandó un cuadro para una tapa y lo vendimos, pudiendo así financiar los números 13 y 14/15. Así tuvimos varios originales de esos artistas con cuya venta financiamos otros números de la revista.

—Esos nombres contribuían al prestigio de Tarja.

—Claro. Te cuento un caso muy especial. León Benarós en esos tiempos parecía haber dejado de publicar, acaso raleado por los cambios políticos impuestos en el 55 (él había sido autor de libros de Educación Democrática). La que se animó a publicarlo fue Tarja. Yo le había hecho llegar Indio de carga y tras una respuesta elogiosa entablamos correspondencia. Al poco tiempo publicamos un fragmento de “Versos para el angelito”. Así la revista fue creciendo. Publicó él, publicaron Gastón Gori, Alfredo Veiravé, Manuel Castilla, Jaime Dávalos, Raúl Galán, Carlos Mastronardi, Gudiño Kramer, Juan L. Ortiz, Ruiz Daudet, Pisarello, Soldi (con “Una conversación sobre pintura”), Mané Bernardo, Pereira, Figueroa, Tizón, Alonso, Giannuzzi, Becco, Ger­trudis Chale, Libertad Demitrópulos, Araoz Anzoátegui, Miguel Angel Viola, Nicandro Pereyra… Larga es la lista de escritores y plásticos que colaboraron en Tarja. Julio Galer, el actual director, creo, de la Organización Internacional del Trabajo, que vivía en Córdoba, publicó en Tarja sus traducciones de Jacques Roumains y Carl Sandburg.

—Lograron armar una red nacional. ¿Se vendía en librerías?

—Sí, y hasta nos llegaban las liquidaciones. Así completamos la financiación y llegamos hasta el número 16, que no alcanzó a salir. Conservo aún los originales, donde está incluida una obra para teatro de títeres, inédita, de José Pedroni.

—¿Ustedes habían tenido vinculación con el grupo tucumano de la revista La Carpa?

—Sobre eso a mí me interesa dejar aclarado, para que no se siga arrastrando un error entre gente que se interesa por esto y realiza estudios, que nosotros no fuimos una continuación de La Carpa. Absolutamente nada que ver. La Carpa hizo uno o dos números a inicios de los años cincuenta, nada más. Y una antología. Estaban Nicandro Pereyra, María Adela Agudo, Ardiles Gray y demás gente macanuda que también publicaron libros, como nosotros, pero no tuvieron la continuidad nuestra. Recuerdo que con Raúl Galán hubo amago de polémica a propósito de una crítica que le hizo a Neruda, en páginas de La Gaceta, comentando las Odas elementales. El consideraba que la óptica ideológica disminuía la lírica de Neruda. Yo le contesté desde el número uno de Tarja, sin nombrarlo, pero diciendo qué era la poesía para mí y qué representaba ese tipo de críticas publicadas contra Neruda.

—Quisiera detenerme en esto de qué es la poesía para usted. Si bien acaba de manifestarme su recelo ante las vanguardias, encuentro en su obra parentesco con algunas corrientes latinomericanas a las que algunos, como el mexicano José Emilio Pacheco, han llamado “la otra vanguardia”: exteriorismo, coloquialismo, integración de la lengua popular… En su caso, además, el registro de oficios, la enumeración de objetos cotidianos, y sobre todo múltiples referencias extra literarias: marcas comerciales, citas periodísticas, fotos, en fin, una cantidad de recursos no convencionales que denotan una cierta actitud “vanguardista”, si cabe llamársele así.

—Todo eso depende de la formación de uno. Yo me formé aquí, en Buenos Aires; asimilé toda la evolución de las artes plásticas y de la poesía; fui profesor de Historia del Arte; he leído mucho y me he dado cuenta que ni lo uno ni lo otro: ni lo excesivamente vanguardista, a veces incomprensible, ni lo excesivamente tradicional y perimido: el medio camino entre una cultura universal y una cultura primitiva y además, local.

—En el prefacio a su libro Obrador (1988), usted afirma que la búsqueda de claridad puede hacer peligrar el poema, es una cuerda floja, o mejor –aclara entre paréntesis–, tirante: “el león que debe saltar por el aro de fuego”.

—Esa cuerda floja la concibo o exijo de esta manera: trato de ser claro, pero no a la manera de una explicación, como la de una maestra de jardín de infantes que está enseñando los palotes. Se puede ser claro sin perder la calidad poética, la calidad de la metáfora, que para mí en la poesía es en cierto modo lo fundamental. Cómo José Pedroni fue claro, comprensible, y tuvo una tremenda calidad poética… (hablo de Pedroni como podría hacerlo de Vicente Barbieri, Calvetti, Benarós y tantos más de la época –es imposible nombrarlos a todos). A eso me refiero. En cambio el que fue claro y comprensible sólo hasta cierto punto fue Juan L. Llega un momento en que Juan L. Ortiz es tan evanescente que se diluye y lo perdemos. Me extraña tanta importancia hoy a Juan L. –con ser que fuimos amigos–, y por qué –no digo la postergación– pero sí el abandono de Pedroni, Rega Molina, Mastronardi, Solá González, quienes han sido tan poéticamente comunicativos. ¿Por qué la vanguardia, la gente nueva insiste con Juan L., siendo que no creo que comprendan la quintaesencia de su discurrir en una puesta de sol en el Paraná, los sauces, el transcurrir del río y otras bucólicas…?

—“¿Significan mis radares una ideología?” –se pregunta usted en el prefacio a Obrador– “o soy nada más que un «junco pensante», acusando las brisas y las crecientes y todos los desamparos?” Es muy interesante, ¿qué pudo contestarse?

—Parto de la base de que nadie está encerrado en una torre de marfil ni en una burbuja. Yo estoy en Buenos Aires, ahora; vivo en Jujuy, pero a mí me llega no sólo el acontecimiento inmediato de Jujuy, me llegan los acontecimientos del mundo. Uno medita, por caso, en la pobreza de un determinado lugar de su provincia, y al mismo tiempo ve en el Correo de la Unesco una nota titulada “El hambre en el mundo”, donde se cuenta que en Biafra vienen muriendo millones de chicos y que existe lo que llaman el “niño rojo”, que a pesar de ser negro se vuelve rojo por la falta total de vitaminas. Entonces, yo estoy en Jujuy y me conduelo de lo inmediato, pero no puedo dejar de condolerme de lo que está ocurriendo en otros lados, por eso siento el deseo enorme de informar, de registrar todo, y de ahí el collage que hago en mis últimos libros de poesía con recortes periodísticos. Como si la poesía no pudiera decirlo todo y me amparo en otros testimonios. No quiero quedarme en un localismo limitado (ni que el localismo me limite), el poeta debe abarcarlo todo. No me agrada teorizar sobre lo que debe ser y no ser el arte. El arte es producto del hombre. El hombre está en un lugar del mundo y del tiempo, rodeado de cosas y le llegan los ecos del mundo. ¿Puede ignorar todo eso, más sus sentimientos –importantísimos–, más su complejidad de hombre que lo hace ser de tal modo y no de otro, en la vida con todos? ¿Puede el hombre, que debe ejercer “el oficio de vivir”, estar ausente de la vida? El hombre quiere expresarse y compartir, comunicar. ¿Cómo logra compartir?, ¿siendo hermético o claro? Todas son preguntas innecesarias. Y las respuestas también son innecesarias. Para unos la poesía y la vida son obvias, no necesitan explicación, ¿para qué o qué vas a explicar? Creo que Picasso se preguntaba si un canario podría explicar su canto o explicárnoslo nosotros. Me disgusta la “anatomo­patología” de un poema. Además, cuando se teoriza, se corre el riesgo desalentador al comparar el resultado de lo conseguido con lo sustentado en la teoría. Ya perdí la costumbre de las inacabables polémicas del “café literario”, después de mi juventud en él. Hay tanto para decir. Que cada cual diga lo que siente. Eso sí. Si por el poema no circula sangre, linfa, savia (sentimiento, emoción, ángel) hay que velar el poema. Y es una pena. Una pena más que el hombre agrega a sus posibilidades de maravillas.











Tomado de:
BREGA, Jorge: "Néstor Groppa: 'El poeta debe abarcarlo todo' QSL. Aquí Jujuy, clamando". Entrevista publicada en La Marea, Revista de Cultura, arte e ideas n°10


04 diciembre 2013

Gusto bárbaro y gusto erudito en el arte. Pierre Bourdieu




Gusto bárbaro y gusto erudito
 en el arte


Pierre Bourdieu


Toda operación de desciframiento exige un código más o menos complejo, cuyo dominio es mas o menos total. La obra de arte, como todo objeto cultural, puede ofrecer significaciones de niveles diferentes según la clave de interpretación que se le aplica; las significaciones de nivel inferior, es decir las más superficiales, resultarán parciales y mutiladas, por lo tanto erróneas, mientras no se comprendan las significaciones de nivel superior que las engloban y las transfiguran.


La experiencia más ingenua encuentra ante todo, según Panofsky, "la capa primaria de las significaciones en las que podemos penetrar sobre la base de nuestra experiencia existencial", o, en otros términos, el "sentido fenoménico que puede subdividirse en sentido de cosas y sentido de las expresiones"; esa aprehensión se apoya en "conceptos demostrativos" que sólo designan y captan las propiedades sensibles de la obra (por ejemplo, cuando se describe un durazno como aterciopelado o un encaje como vaporoso), o la experiencia emocional que esas propiedades suscitan en el espectador (cuando se habla de colores severos o alegres). Para llegar a la "capa de los sentidos, capa secundaria, que sólo puede ser descifrada a partir de un conocimiento transmitido de manera literaria" y que podemos llamar "región del sentido del significado", debemos contar con "conceptos propiamente caracterizadores", que superan la simple designación de las cualidades sensibles y, captando las características estilísticas de la obra de arte, constituyen una verdadera "interpretación" de la obra. Dentro de esta capa secundaria, Panofsky distingue por un lado "el asunto secundario o convencional", es decir "los temas o conceptos que se manifiestan en imágenes, historias o alegorías" (por ejemplo, cuando un grupo de personajes sentado en torno a una mesa según cierta disposición representa La Cena), cuyo desciframiento incumbe a la iconografía, y por otro lado "el sentido o el contenido intrínseco", que la interpretación iconológica no puede recuperar sino a condición de tratar las significaciones iconográficas y los métodos de composición como "símbolos culturales", como expresiones de la cultura de una época, de una nación o de una clase, y de esforzarse por determinar "los principios fundamentales que sostienen la elección y la presentación de los motivos, así como la producción y la interpretación de imágenes, historias y alegorías, y que dan un sentido incluso a la composición formal y a los procedimientos técnicos".  El sentido captado por el acto primario de desciframiento es absolutamente diferente según constituya el total de la experiencia de la obra de arte o que se integre en una experiencia unitaria, que engloba los niveles superiores de significación. De este modo, sólo a partir de una interpretación iconológica las composiciones formales y expresivas adquieren su sentido completo y se revelan al mismo tiempo las insuficiencias de una interpretación preiconográfica o preiconológica. En el conocimiento adecuado de la obra, los diferentes niveles se articulan en un sistema jerarquizado, en el que lo englobante resulta a su vez englobado, y el significado se transforma a su vez en significante.


La última Cena de Juan de Juanes. 



La percepción desarmada, reducida a la captación de las significaciones primarias, es una percepción mutilada. Frente a lo que se podría llamar, retomando una expresión de Nietzsche, "el dogma de la inmaculada percepción", fundamento de la representación romántica de la experiencia artística, la "comprensión" de las cualidades "expresivas" y, si podemos decir, "fisonómicas" de la obra no es más que una forma inferior y mutilada de la experiencia estética, porque, al no estar sostenida, controlada y corregida por el conocimiento del estilo, de los tipos y de los "síntomas culturales", utiliza una cifra que no es ni adecuada ni específica. Se puede admitir, sin duda, que la experiencia interna como capacidad de respuesta emocional a la connotación (por oposición a la denotación) de la obra de arte, constituye una de las claves de la experiencia artística. Pero Raymond Ruyer tiene mucha razón al oponer la, significación, que define como "epicrítica", y la expresividad, que describe como "protopáthica, es decir, más primitiva, más tosca, de nivel inferior, ligada al diencéfalo, mientras que la significación está ligada a la corteza cerebral".


La observación sociológica permite descubrir efectivamente realizadas, las formas de percepción que corresponden a los diferentes niveles que los análisis teóricos constituyen por una distinción de razón. Todo bien cultural, desde la cocina hasta la música serial, pasando por el "western", puede ser objeto de aprehensiones que van de la simple sensación actual hasta la degustación erudita. La ideología del "ojo nuevo" ignora el hecho de que la sensación o la afección que suscita la obra de arte no tiene el mismo "valor" cuando constituye toda la experiencia estética y cuando se integra en una experiencia adecuada de la obra de arte. Se puede, pues, distinguir por abstracción dos formas opuestas y extremas del placer estético, separadas por todas las gradaciones intermedias: el goce, que acompaña la percepción estética reducida a la simple aisthesis, y el deleite, obtenido por la degustación erudita y que supone, como condición necesaria aunque no suficiente, el desciframiento adecuado. Igual que la pintura, la percepción de la pintura es cosa mental, por lo menos cuando está de acuerdo con las normas de percepción inmanentes a la obra de arte, o, en otros términos, cuando la intención estética del espectador se identifica con la intención objetiva de la obra (que no debe identificarse con la intención del artista).


La percepción más desarmada tiende siempre a superar el nivel de las sensaciones y de las afecciones, es decir la pura y simple aisthesis: la interpretación asimiladora que lleva a aplicar a un universo desconocido y extraño los esquemas de interpretación disponibles, es decir aquellos que permiten aprehender el universo familiar como dotado de sentido, se impone como un medio de restaurar la unidad de una percepción integrada. Aquellos para quienes las obras de la cultura erudita hablan una lengua extraña están condenados a imponer a su percepción de la obra de arte categorías y valores extrínsecos, aquellos que organizan su percepción cotidiana y orientan sus juicios prácticos. La estética de las diferentes clases sociales no es pues, salyo excepción, más que una dimensión de su ética, o mejor, de su ethos: es así como las preferencias estéticas de los pequeñoburgueses aparecen como la expresión sistemática de una disposición ascética que también se expresa en las otras dimensiones de su existencia.


La obra de arte considerada como un bien simbólico (y no como un bien económico, lo que también puede ser) sólo existe como tal para quien posee los medios de apropiársela, es decir, de descifrarla. El grado de competencia artística de un agente se mide por el grado en que domina el conjunto de instrumentos de la apropiación de la obra de arte, disponibles en un momento dado, es decir los esquemas de interpretación que son la condición de la apropiación del capital artístico o, en otros términos, la condición del desciframiento de las obras de arte ofrecidas a una sociedad dada en un momento dado.


La última Cena de Salvador Dalí. 
Representación de la
 proporción áurea.

La competencia artística puede definirse, provisionalmente, como el conocimiento previo de las posibles divisiones en clases complementarias de un universo de representación; el dominio de este tipo de sistema de clasificación permite situar a cada elemento del universo en una clase necesariamente definida respecto de otra clase, constituida por todas las representaciones artísticas, consciente o inconscientemente tomadas en consideración, que no pertenecen á la clase en cuestión. El estilo propio de una época y de un grupo social no es más que una clase tal, definida con respecto a todas las obras del mismo universo que excluye y que constituyen su complemento. El reconocimiento (o, como dicen los historiadores del eliminación sucesiva de las posibilidades efectivamente realizadas en la obra considerada. Se ve de inmediato que la incertidumbre ante las diferentes características susceptibles de ser atribuidas a la obra considerada (autores, escuelas, épocas, estilos, temas, etcétera) puede ser eliminada por la aplicación de códigos diferentes, que funcionan como sistemas de clasificación; puede tratarse tanto de un código propiamente artístico que, al permitir el desciframiento de las características específicamente estilísticas, permite asignar la obra considerada a la clase constituida por el conjunto de las obras de una época, de una sociedad, de una escuela o de un autor ("es un Cézanne" ), o del código de la vida cotidiana que, como conocimiento previo de las posibles divisiones en clases complementarias del universo de los significantes y del universo de los significados, y de las correlaciones entre las divisiones de uno y las divisiones de otro, permite asignar la representación particular, tratada como signo, a una clase de significantes y de ese modo saber, en virtud de las correlaciones con el universo de los significados, que el significado correspondiente pertenece a tal clase de significados ("es un bosque").En el primer caso el espectador se interesa por la manera de tratar las hojas o las nubes, es decir por las indicaciones estilísticas, ubicando la posibilidad realizada, característica de una clase de obras, por oposición al universo de las posibilidades estilísticas; en el otro caso trata a las hojas o las nubes como indicaciones o señales asociadas, según la lógica ya definida, a significaciones que trascienden la representación misma ("es un álamo"; "es una tormenta").


La competencia artística se define pues como el conocimiento previo de los principios de división propiamente artísticos que permiten ubicar una representación, por la clasificación de las indicaciones estilísticas que contiene, entre las posibilidades de representación que constituyen el universo artístico y no entre las posibilidades de representación que constituyen el universo de los objetos cotidianos (o, mas precisamente, de los utensilios) o el universo de los signos -lo que equivaldría a tratarla como un simple monumento, es decir como un simple medio de comunicación encargado de transmitir una significación trascendente. Percibir la obra de arte de manera propiamente estética, es decir como significante que no significa nada más que a sí mismo, no consiste, como a veces se dice, en considerarla "sin vinculación con otra cosa que ella misma, ni emocional ni intelectualmente" -en una palabra, no consiste en abandonarse a la obra aprehendida en su singularidad irreductible- sino en indicar en ella los rasgos estilísticos distintivos, relacionándola con el conjunto de las obras que constituyen la clase de la que forma parte, y solamente con esas obras. Opuestamente, el gusto de las clases populares se define, á la manera de lo que Kant describe en la Crítica del juicio con el nombre de "gusto bárbaro", por el rechazo o la imposibilidad (habría que de decir rechazo-imposibilidad) de efectuar la distinción entre "lo que gusta" y "lo que provoca placer", y, más generalmente, entre el "desinterés", único garante de la cualidad estética de la contemplación, y "el interés de los sentidos que define "lo agradable", o "el interés de la razón"; ese gusto exige que toda imagen cumpla una función, aunque fuera la de signo, de modo que esa representación "funcionalista" de la obra de arte puede fundarse en el rechazo de la gratuidad, el culto del trabajo o la valorización de "lo instructivo" (por oposición a "lo interesante"), y también en la imposibilidad de situar a cada obra particular en el universo de las representaciones, por no contar con principios de clasificación propiamente estilísticos. De lo que se deriva que una obra de arte de la cual esperan que exprese inequívocamente una significación que trascienda el significado es tanto más desconcertante para los más desprovistos cuanto más completamente cancela, como lo hacen las artes no figurativas, la función narrativa y designativa.


El grado de competencia artística no depende solamente del grado en que se domina el sistema de clasificación disponible, sino también del grado de complejidad o de refinamiento de ese sistema de clasificación, midiéndose, pues, por la actitud para efectuar un número más o menos grande de divisiones sucesivas en el universo de las representaciones y, por lo tanto, para determinar clases más o menos finas. Para quien no dispone más que del principio de división en arte románico y arte gótico, todas las catedrales góticas se encuentran ubicadas en la misma clase y, al mismo tiempo, son indistintas, mientras que una competencia mayor permite percibir las diferencias entre los estilos propios de las épocas "primitiva", "clásica" y "tardía", o incluso reconocer, dentro de cada uno de esos estilos, las obras de una misma escuela o aun de un arquitecto. De este modo, la aprehensión de los rasgos que constituyen la originalidad de las obras de una época respecto de las de otra época o, dentro de esta clase, de las obras de una escuela o incluso de las obras de un autor respecto de las demás obras de su escuela o de su época, o aun de una obra particular de un autor respecto del conjunto de su obra, esa aprehensión es indisociable de la de las redundancias, es decir de la captación de los tratamientos típicos de la materia pictórica que definen un estilo: en una palabra, la captación de las semejanzas supone la referencia implícita o explícita a las diferencias, y viceversa.

















Tomado de:
BOURDIEU, Pierre (2002): Campo de poder, campo intelectual.  Itinerario de un concepto. Bs. As. Montressor, pp. 65-72.