05 septiembre 2013

Bibliomanía. Karin Littau



Bibliomanía 

Karin Littau


Una de las formas de esta enfermedad es la fiebre lectora. Se trata de una adicción que lleva a leer excesivamente y de manera obsesiva, que empuja a los lectores de una novela a la siguiente. Sus manifestaciones sociales son la inactividad, la aversión al trabajo y las elevadas ideas románticas. Durante el siglo XIX sus efectos se hicieron tan alarmantes y debía ser tratada por la medicina. Entre sus síntomas se citan los siguientes: constipación, el vientre flácido, las alteraciones de la vista y el cerebro, afecciones nerviosas y enfermedades mentales. Así, el exceso de papel impreso y de lectura no sólo tenía que ver con la alimentación de los hambrientos en ficciones, sino con su sobrealimentación. Considerada un producto de consumo para ser leído rápidamente y luego descartado, la novela –como el cine más tarde– brindaba cortas ráfagas de entretenimiento, colmada de sentimiento o emociones vulgares, “torrentes de historias ociosas y vulgares” según dijo William Wordsworth.


Como ocurre como todas las adicciones, quienes la padecían exigían más y más de lo mismo: más textos para leer, más excitación, más lágrimas, más horror y más estremecimientos. Por consiguiente, la bibliomanía forma parte de un malaise cultural más vasto, vinculado específicamente a la modernidad: la sobrestimulación sensorial.


El olvido de sí mismo y la transformación en otro mientras uno está inmerso en el mundo de la ficción no son los únicos indicios de la patología de la lectura. También se puede experimentar otras reacciones, como llanto incontrolable, pasiones inflamadas y terror irracional. Todas ellas son patológicas en cuanto índice de una mente que no puede poner freno a los impulsos del cuerpo. A diferencia de lo que sucedía con la lectura mesurada, que “eleva al lector de las sensaciones del intelecto”, se temía que la lectura de novelas produjera exactamente lo contrario: que gratificara los instintos más groseros al apelar a las sensaciones del lector más que a su facultad de comprensión, y redujera o eliminara así su capacidad para la acción.


Considerada a la luz de la premisa de Friedrich Nietzsche de que el arte es embriaguez, las consecuencias de una bibliomanía grave son la negación de la autonomía del sujeto y, con ella, del ideal humanista de la agencia racional. Volviendo a Nietzsche, su observación de que “nuestros instrumentos de escritura contribuyen a nuestro pensamiento” es instructiva porque sugiere que la tecnología no es un aparato neutral ni un medio transparente sino que tiene efectos físicos sobre nosotros y no sólo modifica nuestro modo de escribir sino nuestro modo de crear. Esta redefinición de la relación entre el sujeto humano y el instrumento tecnológico plantea de nuevo el problema del determinismo tecnológico y cuestiona la premisa del humanismo, según la cual los seres humanos tienen control sobre la tecnología.


La confluencia de los tecnológico, lo fisiológico y lo médico indica que la relación entre los medios y los consumidores no se limita a la adquisición de conocimientos, sabiduría y compresión, ni a la recepción de significados. Más bien, el estudio del consumo y la recepción de la literatura dentro del marco de las culturas materiales, permite percibir de qué manera la tecnología moldea la sensibilidad y el pensamiento mismo.


Cuando Friedrich Kittler explora las relaciones entre la literatura y el cine, se pregunta qué modificaciones trajo el cine para nuestra experiencia de la literatura como lectores. El cine se sitúa en la cúspide misma de la era eléctrica; desde allí mira la cultura pretérita del papel y enuncia ya otra cultura cuyo eje es la pantalla. No se trata de que el cine haya remediatizado aspectos de la novela realista, sino que ha amplificado, electrificado incluso (metafórica y literalmente) lo que hubo de específico alguna vez en la relación con el alfabeto y lo impreso. Es decir, la nueva tecnología de representación intenta suplantar a la antigua creando ilusiones más tentadoras aún, o más peligrosas por engañosas. Actualmente, la ficción científica ya nos advierte de los riesgos de la realidad virtual, otra tecnología de representación que se vislumbra en el horizonte y que, si se perfecciona, cambiará sin duda las condiciones de consumo creando una suerte de espacio alucinatorio que, al menos en teoría, nos impedirá distinguir entre ficción y realidad, máquina y cuerpo, el “yo” y el “no yo”.


Legible e ilegible


En la medida en que la producción de significado es el eje de sus análisis, las teorías posteriores a Roland Barthes se canalizan en dos corrientes divididas en estas dos premisas opuestas: “El texto debe ser legible” y “todos los textos son una alegoría de la imposibilidad de la lectura”. Así, la cuestión de la lectura se transforma en el problema de la legibilidad, que a su vez, plantea que su significado es determinable. Los teóricos que adoptan la primera premisa sostienen que se pueden determinar el significado y que se logrará hacerlo (aunque un texto dado pueda ser refractario al comienzo); los que adoptan la segunda premisa rechazan la posibilidad de semejante clausura. Estas orientaciones opuestas se apoyan en dos concepciones filosóficas que provienen de la hermenéutica de Hans Georg Gadamer y de la reconstrucción de Jackes Derrida. Por consiguiente, esas tendencias filosóficas marcan las diferencias entre los teóricos literarios que hacen de la comprensión y la legibilidad un principio central de las relaciones entre texto y lector y aquellos que, a la inversa, hacen hincapié en el malentendido y la ilegibilidad.


En cuanto “disciplina clásica que se ocupa del arte de comprender textos”, según dice Gadamer en Verdad y Método (1975), la hermenéutica propone que el interprete de un texto actúe como intermediario, mediador de la distancia entre lo que se dijo allí y entonces un texto históricamente distante y lo que se puede oír de él aquí y ahora. Con una relación similar a la que existe entre en texto y el lector (1989), el intérprete hermenéutico entable un diálogo entre el horizonte del texto (o el pasado) y el horizonte que Gadamer denominó en una frase célebre: Fusión de Horizontes, momento en que surge una comprensión tan armoniosa idealmente que los dos horizontes originales “desaparecen por entero” en cuanto particulares diferenciados. Así como en cualquier conversación las opiniones de cada interlocutor se modifican y se desplazan de sus puntos de vista originales “el acuerdo que emerge de la comprensión representa algo nuevo” Incluso las comprensiones del pasado necesitan “sintetizarse” así con las actuales, de modo que Gadamer no sostiene que la comprensión se consume de una vez para siempre en el aquí y el ahora. Más bien, “el verdadero significado de una obra de arte está siempre inacabado; es en realidad un proceso infinito”.


La producción de significado no es totalmente abierta. Más bien, hay una “preconcepción o anticipación de la perfecta unidad” que preside toda interpretación, como “condición formal de la comprensión”, de suerte que “sólo lo que constituye realmente una unidad de significado es inteligible”. En la medida en que esa unidad de significado es algo “preconcebido”, actúa en todos los actos de interpretación como un a priori que elimina desde el comienzo la posibilidad de incomprensión y restringe la interpretación a la producción de un significado unitario. En palabras de Gadamer: “No sólo no se presupone una unidad inmanente de sentido que orienta al lector, sino que la comprensión de éste está guiada constantemente por expectativas trascendentes de significado”. Es de crucial importancia advertir que esa expectativa no es fruto de la experiencia, pero condiciona la interpretación aun antes de que esta se inicie.


Si para Gadamer “el objetivo de todo entendimiento y toda comprensión es "el acuerdo en la cosa” (1975), para Derrida ese supuesto es problemático porque se basa en la “obligación absoluta de desear el consenso en la comprensión” (1989) Derrida cuestiona a Gadamer precisamente por imponer esa “precondición al comprender”. Según esto, someterse a la regla de la hermenéutica implica aceptar que toda comprensión debe terminar en un acuerdo. Por el contrario, la preocupación de Derrida por los límites de la inteligibilidad recupera la posibilidad de que la comunicación se desmorone, como a priori imposible de eliminar de cualquier relación con otro, o del texto con el lector. Si el otro es realmente otro y no está "fusionado con el uso", no se puede descartar de antemano la posibilidad de “relación de incomprensión”, que debe mantenerse como posibilidad de todas las relaciones. En la medida en que se pasa por alto este hecho, la hermenéutica alcanza la “fusión de horizontes”, porque no logra concebir una alteridad en el corazón mismo de la comprensión, no logra concebir la posibilidad del malentendido. Oponerse a ella, en cambio, implica que no se puede descartar la imposibilidad de comprensión.


Por lo tanto, según la lógica de la reconstrucción, leer implica un siempre arriesgarse a un malentendido y, por ende, entraña la posibilidad de leer mal. Para el deconstruccionismo, leer mal no significa no llegar a una comprensión correcta, puesto que la noción misma de leer correctamente es una falacia: precisamente porque el malentendido es una posibilidad necesaria, tiene la categoría de condición a priori de la comunicación en la misma medida que la comprensión la tenía para Gadamer.








LITTAU, Karin (2008): Teorías de la lectura: libros, cuerpos y bibliomanía. Bs. As. Manantial, pp. 23-27 y 166-169.