16 diciembre 2012

Leer y escribir en un mundo cambiante. Emilia Ferreiro




Leer y escribir en un mundo cambiante

Emilia Ferreiro


A pesar de cientos de prometedoras declaraciones de compromiso nacional e internacional, la humanidad ingresa al siglo XXI con unos mil millones de analfabetos en el mundo (mientras que en 1980 eran 800 millones).


Los países pobres (ese 80%) no han superado el analfabetismo; los ricos (ese 20%) han descubierto el iletrismo. ¿En qué consiste ese fenómeno que en los años 80 puso en estado de alerta a Francia, a tal punto de movilizar al ejército en la "lucha contra el iletrismo"? El iletrismo es el nuevo nombre de una realidad muy simple: la escolaridad básica universal no asegura la práctica cotidiana de la lectura, ni el gusto por leer, ni mucho menos el placer por la lectura. O sea: hay países que tienen analfabetos (porque no aseguran un mínimo de escolaridad básica a todos sus habitantes) y países que tienen iletrados (porque a pesar de haber asegurado ese mínimo de escolaridad básica, no han producido lectores en sentido pleno).


El tiempo de escolaridad obligatoria se alarga cada vez más, pero los resultados en el "leer y escribir" siguen produciendo discursos polémicos. Cada nivel educativo reprocha al precedente que los alumnos que reciben "no saben leer y escribir", y no pocas universidades tienen "talleres de lectura y redacción". Total, que una escolaridad que va de los 4 años a bien avanzados los 20 (sin hablar de doctorado y post-doc) tampoco forma lectores en sentido pleno.


Está claro que estar "alfabetizado para seguir en el circuito escolar" no garantiza el estar alfabetizado para la vida ciudadana. Las mejores encuestas europeas distinguen cuidadosamente entre parámetros tales como: alfabetizado para la calle; alfabetizado para el periódico; alfabetizado para libros informativos; alfabetizado para la literatura (clásica o contemporánea); etc.


Pero eso es reconocer que la alfabetización escolar y la alfabetización necesaria para la vida ciudadana, el trabajo progresivamente automatizado y el uso del tiempo libre son cosas independientes. Y eso es grave. Porque si la escuela no alfabetiza para la vida y el trabajo... ¿para qué y para quién alfabetiza?


El mundo laboral está cada vez más informatizado, y la escuela (nuestra escuela pública, gratuita y obligatoria, esa gran utopía democrática del siglo XIX) está, en los países periféricos, cada vez más empobrecida, desactualizada, y con maestros mal capacitados y peor pagados.


Peor aún: la democracia, esa forma de gobierno a la cual todos apostamos, demanda, requiere, exige individuos alfabetizados. El ejercicio pleno de la democracia es incompatible con el analfabetismo de los ciudadanos. La democracia plena es imposible sin niveles de alfabetización por encima del mínimo del deletreo y la firma. No es posible seguir apostando a la democracia sin hacer los esfuerzos necesarios para aumentar el número de lectores (lectores plenos, no descifradores).


En las primeras décadas del siglo XX parecía que "entender instrucciones simples y saber firmar" podía considerarse suficiente. Pero a fines del siglo XX y principios del XXI estos requisitos son insostenibles. Hoy día los requisitos sociales y laborales son mucho más elevados y exigentes. Los navegantes de Internet son barcos a la deriva si no saben tomar decisiones rápidas y seleccionar información.


Y la escuela de los países periféricos, que aún no aprendió a alfabetizar para el periódico y las bibliotecas, debe enfrentar ahora el desafío de ver entrar Internet en las aulas, no por decisión pedagógica, sino porque "el Banco Interamericano de Desarrollo y Starmedia Network firmaron una alianza para introducir Internet en todas las escuelas públicas de América Latina y El Caribe", según noticias periodísticas ampliamente difundidas de fines de marzo 2000.(Por ej., El Financiero, de México, en la sección "Negocios" del 29 de marzo).


Sospechosamente, candidatos a la presidencia o ministros de educación recién estrenados, de México a Argentina, sostienen un discurso coincidente: "Internet en las escuelas", como si las computadoras, de por sí, pudieran ser el trampolín de acceso a niveles de alfabetización nunca alcanzados, y como si los maestros -esos maestros desactualizados y mal pagados- fueran inmediatamente reciclables (o quizás desechables).


Yo he dicho desde hace varios años en diversos foros, y continúo sosteniendo, que las nuevas tecnologías ayudarán sobremanera a la educación en su conjunto si contribuyen a enterrar debates interminables sobre temas perimidos: por ejemplo, "¿hay que comenzar a enseñar con caracteres ligados o separados?; ¿qué hacemos con los zurdos?; ¿hay que enseñar a leer por palabras o por sílabas?". Bienvenida la tecnología que elimina diestros y zurdos: ahora hay que escribir con las dos manos, sobre un teclado; bienvenida la tecnología que permite separar o juntar los caracteres, a decisión del productor; bienvenida la tecnología que enfrenta al aprendiz con textos completos desde el inicio.


Pero la tecnología, de por sí, no va a simplificar las dificultades cognitivas del proceso de alfabetización (ignoradas también por la mayoría de los métodos pedagógicos), ni es la oposición "método vs. tecnología" la que nos permitirá superar las desventuras del analfabetismo.


Estamos hablando de futuro, y los niños son parte del futuro. Esos niños (todos los niños) no necesitan ser motivados para aprender. Aprender es su oficio. Todos los objetos (materiales y/o conceptuales) a los cuales los adultos dan importancia, son objeto de atención por parte de los niños. Si perciben que las letras son importantes para los adultos (sin importar por qué y para qué son importantes) van a tratar de apropiarse de ellas.


Todas las encuestas coinciden en un hecho muy simple: si el niño ha estado en contacto con lectores antes de entrar a la escuela, aprenderá más fácilmente a escribir y leer que aquellos niños que no han tenido contacto con lectores.¿En qué consiste ese "saber" pre-escolar? Básicamente, en una primera inmersión en la "cultura letrada": haber escuchado leer en voz alta, haber visto escribir; haber tenido la oportunidad de producir marcas intencionales; haber participado en actos sociales donde leer y escribir tiene sentido; haber podido plantear preguntas y obtener algún tipo de respuesta.


La relación entre las marcas gráficas y el lenguaje es, en sus inicios, una relación mágica que pone en juego una tríada: un intérprete, un niño y un conjunto de marcas. El intérprete (que, en sentido estricto habría que llamar "interpretante" por razones imposibles de desarrollar aquí) informa al niño, al efectuar ese acto aparentemente banal que llamamos "un acto de lectura", que esas marcas tienen poderes especiales: con sólo mirarlas se produce lenguaje. ¿Qué hay en esas marcas para que el ojo incite a la boca a producir lenguaje? Ciertamente, un lenguaje peculiar, bien diferente de la comunicación cara a cara. El que lee no mira al otro, su destinatario, sino a la página. El que lee parece hablar para otro allí presente, pero lo que dice no es su propia palabra, sino la palabra de un "Otro" que puede desdoblarse en muchos "Otros", salidos de no se sabe dónde, escondidos también detrás de las marcas. El lector es, de hecho, un actor: presta su voz para que el texto se re-presente (en el sentido etimológico de "volver a presentarse". El lector habla pero no es él quien habla; el lector dice, pero lo dicho no es su propio decir sino el de fantasmas que se realizan a través de su boca.


La lectura es un gran escenario donde es preciso descubrir quienes son los actores, los "metteurs en scène" y los autores. (Sin olvidar a los traductores porque, en gran medida, la lectura es presentación de otra lengua, semejante pero diferente de la lengua cotidiana). Parte de la magia consiste en que el mismo texto (o sea, las mismas palabras, en el mismo orden) vuelven a re-presentarse una y otra vez, delante de las mismas marcas. ¿Qué hay en esas marcas que permite no solamente elicitar lenguaje, sino provocar el mismo texto oral, una y otra vez? La fascinación de los niños por la lectura y relectura del mismo cuento tiene que ver con este descubrimiento fundamental: la escritura fija la lengua, la controla de tal manera que las palabras no se dispersen, no se desvanezcan ni se sustituyan unas a otras. Las mismas palabras, una y otra vez. Gran parte del misterio reside en esta posibilidad de repetición, de reiteración, de re-presentación.


Hay niños que ingresan a la lengua escrita a través de la magia (una magia cognitivamente desafiante) y niños que entran a la lengua escrita a través de un entrenamiento consistente en "habilidades básicas". En general, los primeros se convierten en lectores; los otros, en iletrados o en analfabetos funcionales.


¿Quiénes van a tener la voluntad, el valor y el empeño para romper el círculo vicioso? En Jomtien, Thailandia, 1990, se establecieron objetivos básicos de educación para todos, para la década 1990-2000. Por primera vez, el World Bank firmó al lado de los organismos internacionales (UNESCO, UNICEF). Los diez años se cumplieron y los objetivos son decepcionantes. En abril de este mismo año, en Dakar, se acaba de reunir un Foro Mundial de la Educación para extender por 15 años más los objetivos no cumplidos. Y así seguirá siendo, mientras no se revisen las presuposiciones iniciales, mientras se siga apostando a los métodos (concebidos para formar técnicos especializados) y se olvide la cultura letrada (derecho de cualquier niño que nace en los tiempos de la inter-conexión) Mientras tanto, los niños (que no pueden dejar de aprender porque no pueden dejar de crecer) están ávidos por entrar en los mundos desconocidos. Hay escritores en potencia de 4 a 12 años que pasan desapercibidos o, peor aún, son desautorizados porque el maestro solo es capaz de ver la ortografía desviante. 


Mi función como investigadora ha sido mostrar y demostrar que los niños PIENSAN a propósito de la escritura, y que su pensamiento tiene interés, coherencia, validez y extraordinario potencial educativo. Hay que escucharlos. Hay que ser capaces de escucharlos desde los primeros balbuceos escritos (simples garabatos, según algunos, contemporáneos de los primeros dibujos que realizan).


No podemos reducir el niño a un par de ojos que ven, un par de oídos que escuchan, un aparato fonatorio que emite sonidos y una mano que aprieta con torpeza un lápiz sobre una hoja de papel. Detrás (o más allá) de los ojos, los oídos, el aparato fonatorio y la mano hay un sujeto que piensa y trata de incorporar a sus propios saberes este maravilloso medio de representar y recrear la lengua que es la escritura, todas las escrituras.


Este inicio de milenio es propicio para el cambio porque somos muchos los que tenemos algo nuevo para ofrecer. Ninguno de nosotros, actuando aisladamente, tiene capacidad para incidir en un fenómeno que ha resistido a todos los esfuerzos por aislar variables. Pero ahora tenemos: nuevas tecnologías de circulación de textos; nuevos insights (construidos a partir de minuciosas investigaciones de historiadores) sobre los modos de apropiación de la escritura por parte de diferentes actores sociales en diferentes momentos históricos; tenemos lingüistas dispuestos a recuperar la escritura (ese objeto perdido en un "no man's land". Tenemos pedagogos fatigados por la inútil disputa sobre métodos que desconocen al sujeto del aprendizaje; tenemos psicólogos, psicopedagogos y psicolingüistas con teorías suficiente válidas como para restituir al niño como ser pensante en su totalidad existencial (aunque haya psicolingüistas que insisten en retrotraer el debate a sus dimensiones técnicas más retrógradas, utilizando, por supuesto, una nueva terminología como "phonological awareness". Divisiones de este tipo no nos sorprenden, porque son inherentes a todas las disciplinas: no todos los historiadores piensan que es interesante ocuparse de las prácticas populares de lectura y escritura; no todos los lingüistas consideran que la escritura es un objeto de interés para la Lingüística, etc.


Esos niños y niñas curiosos, ávidos por saber y entender están en todas partes, en el Norte y en el Sur, en el centro y en la periferia. No los infantilicemos. Ellos se plantean, y desde muy temprano, preguntas con profundo sentido epistemológico: ¿qué es lo que la escritura representa y cómo lo representa? Reduciéndolos a aprendices de una técnica, menospreciamos su intelecto. Impidiéndoles tomar contacto con los objetos en los que la escritura se realiza, despreciamos (mal-preciamos o hacemos inútiles) sus esfuerzos cognitivos.





Tomado de:
FERREIRO, Emilia "Leer y escribir en un mundo cambiante" Conferencia. Sesiones Plenarias del 26° Congreso de la Unión Internacional de Editores. CINVESTAV. México.

14 diciembre 2012

La Seducción. Jean Baudrillard



La seducción

Jean Baudrillard



En mi opinión, el universo de la seducción era lo que se inscribe radicalmente contra el de la producción. Ya no se trataba de hacer surgir las cosas, de fabricarlas y de producirlas para un mundo del valor, sino de seducirlas, es decir, de desviarlas de ese valor, y por tanto de su identidad, de su realidad, para llevarlas al juego de las apariencias, a su intercambio simbólico. Este intercambio simbólico ha apuntado primero al mundo económico, a los bienes -como en el potlatch- y después al intercambio simbólico de la muerte. A continuación ha llegado la sexualidad, que ha estrechado un poco el campo. En mi opinión, la seducción afecta a todas las cosas, y no solamente el intercambio entre los sexos.


Es cierto que, por su diferencia, cada sexo busca y encuentra su identidad confrontándose con el otro, en una forma a un tiempo de rivalidad y de connivencia, haciendo positiva la sexualidad como función y como goce. Pero, para mí, la seducción era, fundamentalmente, una forma reversible en la que ambos sexos fisiológicos se jugaban su identidad, entraban en juego. Me interesaba una forma del devenir masculino de lo femenino, del devenir femenino de lo masculino, frente al prejuicio que afirma que lo masculino es en sí la identidad sexual. Yo entendía lo femenino como lo que contradice la oposición masculino/ femenino, la oposición valorizada por los dos sexos. Lo femenino era lo que transversalizaba esos conceptos y, en cierro modo, abolía la identidad sexual. Tengo que decir que eso ha creado algún malentendido con las feministas. Porque, a partir de ahí, el envite ya no era la liberación sexual, que, a fin de cuentas, me parecía un proyecto bastante ingenuo puesto que se basaba en el valor, en la identidad sexual ...


La seducción es un juego más fatal, y también más arriesgado, que no excluye en absoluto el placer, muy al contrario, pero que no tiene nada en común con el goce físico. La seducción es un desafío, una forma que siempre tiende a desconcertar a alguien respecto a su identidad, al sentido que puede adoptar para él. Recupera la posibilidad de una alteridad radical. Me parecía que la seducción afectaba a todas las formas que escapan a un sistema de acumulación, de producción. Ahora bien, la liberación sexual, que, al igual que la liberación del trabajo, era el gran tema de aquella época, no escapaba al esquema productivista. Se trataba de liberar de la energía cuyo modelo arquetípico era la energía material, modelo en absoluto contradictorio con el gran juego de la seducción que, por su parte, no es de tipo acumulativo.


La seducción juega menos sobre el deseo porque no es un juego con el deseo. No lo niega, y tampoco es su contrario, se limita a ponerlo en juego. Las apariencias pertenecen a la esfera de la seducción, mucho más allá de las apariencias físicas. Es la esfera donde la intervención del ser es una especie de deontología, donde permanecemos en formas flexibles y reversibles, donde ningún sexo está seguro de su fundamento ni, sobre todo, de su superioridad. Había apostado entonces por lo femenino, al igual que en el intercambio simbólico, en lugar de por la muerte. Era una especie de contraseña, "contrarrealidad", por decirlo de algún modo, de indicio de reversibilidad de la vida y la muerte. La Jemina era también la reversibilidad de lo masculino y lo femenino. 


Una puntualización, sin embargo: el término «seducción» ha sido utilizado con exceso, en una serie de acepciones como "el poder seduce las masas", "la seducción mediática", o los "grandes seductores"... Yo no entendía el término a ese nivel, extremadamente vulgar. Es cierto que, en el campo de la seducción, creía que la mujer poseía históricamente una posición privilegiada. Pero juntar la mujer y la seducción se me antojaba condenarla a las apariencias, y por lo tanto a la frivolidad. Un contrasentido total: la seducción a la que yo me refería es realmente el dominio simbólico de las formas, mientras que lo otro sólo es el dominio material del poder a través d e la estratagema.


El crimen originario es la seducción. Y nuestros intentos para hacer positivo al mundo, darle un sentido unilateral, al igual que toda la inmensa empresa de la producción, tienen sin duda la intención de eliminar, de abolir el terreno, a fin de cuentas, peligroso y maléfico de la seducción. El otro mundo de las formas -seducción, desafío, reversibilidad- es el más poderoso. El otro, el mundo de la producción, posee el poder, pero la potencia, por su parte, está del lado de la seducción. Diría que no es la primera en términos de causa y efecto, en términos de sucesión, pero es más poderosa, a la larga, que todos los sistemas de producción, de riquezas, de sentido, de placer ... Y cabe que todos los tipos de producción estén subordinados a ella. 









Tomado de:
BAUDRILLARD, Jean (2000): Contraseñas. Barcelona, Anagrama, pp. 29-33.

12 diciembre 2012

Leer lo ilegible. Jacques Derrida




Leer lo ilegible

Entrevista a Jacques Derrida


-Una vez que la deconstrucción comienza a operar ya no es posible seguir concibiendo la actividad filosófica como la búsqueda de la certeza, sino más bien como una estrategia de lectura-escritura, que tiene lugar no sobre un conjunto de problemas sino sobre textos, ¿no es así?


-Sí. Pero es preciso que nos pongamos de acuerdo en lo que significa «sobre textos». Estaría de acuerdo a condición de ampliar considerablemente y reelaborar el concepto de texto. No pretendo hacer olvidar la especificidad de lo que clásicamente se llama «texto»: algo escrito, en libros o en cintas magnéticas, en formas archivables. Pero me parece que es necesario, y he tratado de mostrar por qué, reestructurar ese concepto de texto y generalizarlo sin límite, hasta el punto de no poder seguir oponiendo, como se hace normalmente, el texto a la palabra, o bien el texto a una realidad -eso que se denomina «realidad no textual»-. Creo que esa realidad también tiene la estructura del texto; lo cual no quiere decir, como me han atribuido alguna vez, que todo lo real esté simplemente encerrado en un libro.


-La deconstrucción ¿está fuera de la filosofía, es filosofía -o la filosofía-, o bien opera sobre la filosofía, para descubrir los abismos textuales donde la filosofía se convierte en aporética?


-Afirmaría que la deconstrucción no es esencialmente filosófica, y que no se limita a un trabajo del filósofo profesional sobre un corpus filosófico. La deconstrucción está en todas partes. Hoy se la toma en consideración por el hecho de que la temática -incluso la temática explícita de la deconstrucción bajo este nombre-, se despliega en campos que no tienen ninguna relación directa con la filosofía, no sólo en campos artísticos, como la arquitectura o la pintura, sino también en otros ajenos a las bellas artes o a la literatura. En Estados Unidos se habla de ella incluso en política, en el campo de las instituciones; así que la deconstrucción ni estaría limitada a los discursos ni tampoco a los discursos filosóficos.


-Dicho esto, es preciso explicar, de todos modos, por qué se ha aplicado más bien a la tradición filosófica en los lugares que nos son más familiares. La razón es que, según creo, en la historia del Occidente la filosofía no es, evidentemente, un campo entre otros; es el ámbito donde se ha reunido la mayor pretensión de hegemonía del discurso, del sentido, la mayor concentración de sentido. El discurso filosófico es, en fin, el discurso dominante en el interior de la cultura occidental. Y así una estrategia que haga referirse la deconstrucción de entrada, por privilegio, al discurso filosófico, es una estrategia que apunta a lo que es potencialmente más decisivo. Porque lo que se llama «filosofía», el filosofema, no se limita naturalmente a lo que se puede encontrar en los libros de filosofía o en las instituciones filosóficas; ese filosofema se encuentra en todas partes: en los discursos políticos, en la evaluación de las obras de arte, en las ciencias humanas y sociales. Por tanto, dirigirse en primer lugar a la filosofía como tal se justifica, diría yo, por razones de estrategia, una estrategia que encara el papel que tradicionalmente ha desempeñado la filosofía en la organización de la cultura occidental.


-Cuando llegamos a un nuevo concepto de escritura, ¿cómo se transforma el concepto de lectura? ¿Podría decirse que el concepto de différance exige la ilegibilidad del texto?


-No es seguro que puedan oponerse y distinguirse lo legible y lo ilegible. Resulta muy difícil mostrarlo en el curso de una entrevista, pero a menudo experimentamos el hecho de que lo dado en la lectura se nos da como ilegible. Por ilegible entiendo aquí, en particular, lo que no se da como un sentido que debe ser descifrado a través de una escritura. En general, se piensa que leer es descifrar, y que descifrar es atravesar las marcas o significantes en dirección hacia el sentido o hacia un significado. Pues bien, lo que se experimenta en el trabajo deconstructivo es que a menudo, no solamente en ciertos textos en particular, sino quizá en el límite de todo texto, hay un momento en que leer consiste en experimentar que el sentido no es accesible, que no hay un sentido escondido detrás de los signos, que el concepto tradicional de lectura no resiste ante la experiencia del texto; y, en consecuencia, que lo que se lee es una cierta ilegibilidad. Mi amigo Paul de Man escribió en alguna parte que la imposibilidad de leer no debería ser tomada a la ligera; no debe tomarse a la ligera cierta ilegibilidad. Tal ilegibilidad no es, ciertamente, un límite exterior a lo legible, como si, leyendo, uno se topara con una pared, no: en la lectura es donde la ilegibilidad aparece como legible.


-Cabe decir que los propios textos deconstruccionistas pueden provocar cierta resistencia por parte del lector, precisamente a causa del estatuto paradójico de una escritura que muestra su propia desaparición.


-Creo que se puede hablar de dos niveles de resistencia. Hay una resistencia que se puede someter al análisis; por ejemplo, cierta tradición universitaria, o cierto funcionamiento social o cierta ideología pueden hacerse resistentes a tal o a cual, e incluso tratar de concretarse en un texto; éste sería un análisis clásico de «resistencia» en sentido sociológico o incluso en sentido psicoanalítico. Pero existe otra, cabría decir, necesidad de resistencia inevitable: leer es también resistir. La experiencia de la lectura, incluso si no obedece a la resistencia de la que he hablado, reactiva, negativa, la relación con un texto que supone la lectura, decía, debe, por una parte, operarse en la resistencia, y además hacer la prueba del hecho de que el texto resiste. Existe la resistencia de un texto; y se puede resistir a la resistencia.


-¿En qué consiste la resistencia de un texto? Yo situaría la palabra «resistencia» en relación con lo que en otra parte -en Glas en particular- yo llamo la permanencia [restance]: la estructura de la marca, que no es un signo, que no es algo que se deja borrar, transgredir, verter hacia el sentido; la estructura de la marca que es algo que permanece, pero es una permanencia que no es la subsistencia del cuerpo escrito -no es la permanencia de lo escrito mientras que las palabras pasan-. La estructura de la permanencia que me interesa es aquella que no es la subsistencia, que no es un ser, un existente, un objeto, una substancia. Esta permanencia de la marca hace que todo texto resista, no se deje apropiar.


-Un texto no se deja apropiar. Dice siempre más o menos de lo que habría debido decir, y se separa de su origen; en consecuencia, no pertenece ni a su autor ni al lector... Un texto es un foco de resistencia. Y la relación con ese foco de resistencia por parte de un sujeto lector no puede ser más que una forma de resistir, de vencer la resistencia, una forma de entendérselas con la propia resistencia.


-La relación con un texto no puede ser fácil; es una relación necesariamente conflictiva, polémica: una relación de fuerzas. Así pues, cuanto más se explica un texto como escritura -con esa permanencia de la escritura que es, en ese momento, una marca ni presente ni ausente-, más resistencia produce y comporta él mismo. Es ésta una resistencia irreductible, no es solamente resistencia sociológica, ideológica, académica...; es una resistencia más fundamental, más desesperante.


-Usted escribió en Espolones: «Las cuestiones del arte, del estilo, de la verdad, no se dejan disociar de la cuestión de la mujer». Si la mujer seduce a distancia, y la escritura -como la vida- es también mujer, ¿cómo opera la seducción de la escritura? 


-Es una pregunta difícil para improvisar una respuesta aquí; usted ha dicho lo esencial... Bien, lo que yo trato de hacer aparecer entre el logocentrismo y el falocentrismo es algo más que una coincidencia o algo fortuito, es una unidad esencial. El falocentrismo es un logocentrismo. Así que trato de hacer aparecer esto un poco en todas partes, de manera que la cuestión de la mujer no es una cuestión entre otras en la deconstrucción. Dicho esto, querría poner en guardia ante una esencialización de la mujer, que vendría a suponer una esencialización de la escritura -la escritura es la mujer, la mujer es la escritura, el simulacro es la mujer-. Esa sustancialización me parece que todavía repite el gesto falogocéntrico, incluso si, a veces, estos enunciados se ponen al servicio del feminismo, de la liberación de la mujer. Yo creo que ciertos enunciados feministas reproducen precisamente aquello mismo contra lo que pretenden luchar... A menudo se me ha culpado del carácter un poco complicado y equívoco de algunas de mis proposiciones, en Espolones en particular.

En cuanto a la cuestión de la seducción, sí, la escritura es siempre el lugar de una seducción posible. Y ¿qué es seducir? Seducir es prometer alguna cosa -un sentido por ejemplo, o un objeto, o una persona-, que no se da como una presencia. Cuando el hombre o la mujer se dan, ya no hay seducción. Es preciso que exista ocultamiento y promesa; y elipsis de algo que no se presenta... Así pues, la escritura es justamente esta experiencia de no presentación. La escritura no se hace nunca presente, y cuando se presenta es siempre para anunciar alguna cosa que no está aquí.


-En cierta manera, la escritura tiene al menos la forma exterior de la seducción. Cuando se piensa que no se puede separar la escritura -en ningún sentido, ni en sentido estricto ni en sentido general- del cuerpo del deseo, de la libido que corre, del deseo que corre, entonces incluso en la escritura de textos abstractos filosóficos, incluso en la escritura de textos científicos el deseo está allí. Y si hay deseo y placer, prometido pero no dado, siempre simplemente prometido, dado bajo la forma de la promesa, si hay algo que todavía no se ha desnudado, la escritura es, por naturaleza, seductora. Esto no quiere decir, por el contrario, que sea femenina -ante todo, porque la seducción no está reservada a las mujeres...-, como sostendría alguien que dijera: «sí, la belleza, la verdad es la mujer, luego la seducción es la mujer; entonces, si la escritura es seductora, la escritura es femenina». Yo pondría en guardia ante tales conexiones.


-¿Cuál ha sido, si es que la ha habido, la respuesta de las feministas a sus afirmaciones en Espolones, tales como «es el hombre quien cree en la verdad de la mujer», etc.


-No ha habido una sola respuesta sino varias. Las ha habido muy positivas, de mujeres y de mujeres comprometidas en una lucha feminista; ha habido también respuestas negativas, o equívocas, que interpretaría de la siguiente manera, si se me permite: ciertas lectoras me han atribuido enunciados que yo estaba analizando, por ejemplo, «la verdad es la mujer», y han reaccionado criticándolos, diciendo, «no, la verdad no es la mujer»; ha habido malentendidos. Pero el malentendido más frecuente me parece que ha consistido en leer este texto como si estuviese dominado todavía por una metafórica fálica -porque las hay a menudo, hay espolones, anclas, todo tipo de plumas, de estilos, todo tipo de figuras fálicas-, y en atribuirme en cierta manera esta predominancia, como si tradujera un síntoma que hablase de mí, cuando lo que yo he tratado de hacer es mostrar cómo esta figuración fálica dominaba en una cierta tradición, comprendida en ella un cierto Nietzsche -hay muchos Nietzsches-, y mostrar, creo, la reversibilidad de estas figuras. La recepción es complicada, distinta según los lugares, los individuos.


-Tratar de ser como un hombre, ¿no sería el primer movimiento en la inversión de la jerarquía que existe en la oposición hombre / mujer? ¿Es posible producir una inversión social sin participar de todas las características masculinas, falogocéntricas, en nuestra situación actual?


-Sí, no ser como un hombre, diría yo. Pero efectivamente, en la lucha política y social, el hecho de reivindicar los mismos derechos que el hombre creo que es del todo indispensable, es un movimiento en el que no se debe hacer economías. He repetido muchas veces que la deconstrucción para las mujeres, desde el punto de vista feminista, pasa por una cierta igualdad, una cierta identificación. Pero es preciso hacer este gesto y al mismo tiempo otro gesto o un gesto adicional que, siempre en el trabajo hacia el vuelco social, el cambio de una situación política, no conduciría simplemente a confirmar el falogocentrismo de manera general. Como siempre en la deconstrucción, supone un gesto doble, una estrategia doble. Lo que habría que hacer de manera general es algo muy difícil, pero pienso que concretamente en el discurso que pueden practicar las mujeres, las que están comprometidas en la lucha feminista, en la práctica, en la universidad o en el campo del trabajo social, es difícil hacer los dos a la vez, si bien es preciso intentarlo. Depende, de todos modos, de las situaciones; todo es muy variable, no sólo cambia la situación de un país a otro, sino incluso en el interior de la misma sociedad, de una clase social a otra; y una misma persona puede seguir distintas estrategias.


-¿Cuál sería, a su juicio, la función de la critica literaria feminista, es decir, leer como una mujer lee...?


-No tengo una respuesta universal. Me parece muy necesario que en un momento dado, y creo que estamos ya en él, exista una crítica literaria, una especialización de cierta gente que, en las instituciones, se interesen por las preferencias en una temática feminista, en la literatura escrita por mujeres y en todos los problemas relacionados -por qué las mujeres escritoras estaban marginadas, etc.-. Hay todo un mundo de trabajo, apasionante y rico en muchos países. Es una fase muy necesaria, y personalmente pienso que hay que favorecerla. Ahora bien, en el momento en que esta crítica literaria feminista se convierta en un conjunto de instituciones, con sus ritos, sus modos de reproducción, sus exclusividades, su funcionarización, su rutina, sus técnicas..., eso no sería sólo un poco triste, sino políticamente sospechoso. Es decir, constituiría un ghetto, a la vez que detentaría prácticas y modos de evaluación y legitimación que reproducirían lo mismo contra lo que esta crítica feminista se ha constituido. Una vez más, es preciso permanecer atentos, ser políticos, y prestar atención a la hipertrofia institucional cuando nos amenaza.


-¿Cómo se conjuga el hecho de que la escritura se arme -de nuevo, como la mujer-, sea «un poder de afirmación» y el hecho de que haya alguien que escriba?


-Es una pregunta muy difícil. ¿Qué es «alguien»? ¿Cómo define a «alguien»? ¿Quiere decir que ese «alguien» se trata de una «persona», un « yo» , un «sujeto»? Aquí hay ya tres definiciones diferentes. ¿Es una intención? ¿Un inconsciente sexuado? De antemano hay que determinar lo que uno quiere decir con «alguien». Nunca he dicho que la escritura se afirme como una especie de poder general o abstracto, como una sustancia. Eso no es la escritura que se afirma; no, es siempre, como usted dice, «alguien». Pero yo propondría no determinar a este «alguien» bajo ninguno de los términos de la tradición metafísica: ni un alma ni un cuerpo ni un yo ni una conciencia ni un inconsciente ni una persona.


-Dirá usted: «Entonces, ¿qué queda?» Bueno, queda «alguien» que piensa y que, por ejemplo, interroga, se interroga sobre todo lo que, en su lengua, en su cultura, le obliga a pensar todavía «alguien» en términos de yo, conciencia, hombre, mujer, alma, cuerpo, etc.; ese «alguien» que piensa interroga a la historia, cómo se ha constituido, qué quiere decir «alguien», si «alguien» no se reduce a todas estas determinaciones. 


-A mí me interesa una escritura, esa escritura de «alguien» que se mide con tales preguntas. Es muy difícil, ¿no? Antes de saber si ese «alguien» es esto o lo otro, es «alguien». Lo que yo retendría de lo que usted denomina «alguien» es, en todo caso, una singularidad, una singularidad que firma esta escritura. No lo definiría demasiado aprisa en los términos que he mencionado antes -conciencia, inconsciente, yo, persona, sujeto, etc.-, «alguien». Una afirmación es siempre la afirmación de «alguien». Es decir, una firma singular, a través de un idioma singular. Naturalmente, el idioma, es decir, lo que es propio, nunca es puramente idiomático. Hay siempre en el interior del idioma, en el interior de la propiedad, una diferencia y un comienzo de expropiación, que hace que el «alguien» que escribe no pueda nunca replegarse sobre su propio idioma, y sea un «alguien» que ya está difiriendo de sí, disociándose de sí mismo en su relación con el otro. Este «alguien» es «algún otro», alguien que habla al otro, no se puede decir que simplemente sea el que es. Yo diría, pues, que si hay escritura supone una afirmación; es siempre la afirmación de algún otro para el otro, dirigida al otro, afirmando al otro, a algún otro. Siempre es algún otro quien firma.


-Según Lévi-Strauss la violencia está unida a la escritura, o, más bien, la violencia es una prefiguración de la escritura que existe ya en el comienzo de todo discurso social. ¿No hay un cierto peligro, no solamente para el poder que podría ser amenazado por cierta escritura no reprimida, sino para la misma sociedad, si el poder hiciera uso de la fuerza de cambio de la escritura? Quizá las acusaciones de escepticismo, irracionalismo, etc., que se han dirigido contra la deconstrucción, escondan una especie de miedo. Pienso, por ejemplo, en Graff, autor de Literature Against Itself, que se muestra indignado por lo que él considera evasión de los problemas de la sociedad.


-Acerca del tema de Lévi-Strauss al que alude, he tratado de mostrar que para decir que había una violencia en la escritura bastaba con referirse a un modelo de escritura que era muy tradicional, y a mis ojos muy problemático, y que, por otro lado, la violencia aparece, antes incluso que la escritura en sentido estricto. En términos generales, he intentado deconstruir este concepto; la palabra es una escritura, y así, si existe la violencia de la escritura -que sí existe-, también existe ya la violencia en la palabra. 

En cuanto a la acusación de evasión, no sé qué quiere decir eso. Evasión... ¿de qué problemas? Me parece una fórmula demasiado evasiva. Creo que, en lo que alcanza mi conocimiento sobre la deconstrucción, ésta no se evade más que otras cosas. Todo se evade un poco, claro está, pero la deconstrucción, concretamente, alcanza a la filosofía, la literatura, las ciencias sociales, la política, la arquitectura... Esa es una afirmación demasiado evasiva; creo que es falsa.








Tomado de:
DERRIDA, Jacques (1986): "Leer lo ilegible". Entrevista. Revista de Occidente, 62-63, pp. 160-182.

25 julio 2012

La lengua, el poder, la fuerza. Umberto Eco




La lengua, el poder, la fuerza

Umberto Eco



El 17 de enero de 1977, ante el público numeroso de las grandes ocasiones mundanas y culturales, Roland Barthes pronunciaba su lección inaugural en el Collége de France, donde acababa de ser designado para ocupar la cátedra de semiología literaria. Esta lección, de la que se ocuparon los periódicos de entonces (Le Monde le dedicó una página entera), aparece ahora publicada por Editions du Seuil, bajo el título humilde y orgullosísimo de Lepon, comprende poco más de cuarenta páginas y se compone de tres partes. La primera trata del lenguaje, la segunda de la función de la literatura respecto al poder del lenguaje y la tercera de la semiología y, en particular, de la semiología literaria.


La lección inaugural de Barthes, construida con una retórica espléndida, comienza con un elogio de la dignidad con la que va a ser investido. Como se sabe, los profesores del Collége de France se limitan a hablar: no realizan exámenes, no están investidos del poder de aprobar o suspender, se les va a escuchar por amor a lo que dicen. De ahí la satisfacción (una vez más humilde y muy orgullosa) de Barthes: accedo a un lugar que está fuera del poder. Hipocresía, sí, puesto que, en Francia, nada confiere mayor poder cultural que enseñar en el Collége de France, produciendo saber. Pero nos estamos anticipando. En esta lección (que como veremos versa sobre el juego con el lenguaje), Barthes, aunque sea con candor, juega:adelanta una definición de poder y presupone otra.


En realidad, Barthes es demasiado sutil para ignorar a Foucault, a quien, por el contrario, le agradece haber sido su patrocinador en el Collége: y sabe por tanto que el poder no es «uno» y que, mientras se insinúa allí donde no se le percibe en primera instancia, es «plural», una legión como los demonios. «El poder está presente en los mecanismos más sutiles del intercambio social: no sólo en el Estado, las clases, los grupos, sino también en las modas, la opinión corriente, los espectáculos, los juegos, el deporte, la información, las relaciones familiares y privadas y hasta en los impulsos liberadores que intentan contestarlo». Por lo que: «Llamo discurso de poder a todo discurso que genera la culpa, y por tanto la culpabilidad de quien lo recibe». Haced una revolución para destruir el poder y éste renacerá en el seno del nuevo estado de cosas. «El poder es el parásito de un organismo transocial, ligado a toda la historia del hombre, y no sólo a su historia política, histórica. Este objeto en el que se inscribe el poder, por toda la eternidad humana, es el lenguaje o, para ser más precisos, su expresión obligada: la lengua».


No es la facultad de hablar lo que establece el poder, es la facultad de hablar en la medida en que se rigidiza en un orden, en un sistema de reglas: la lengua. La lengua, dice Barthes (con un discurso que repite a grandes rasgos, no sé hasta qué punto conscientemente, las posiciones de Benjamín Lee Whorf), me obliga a enunciar una acción poniéndome como sujeto, de manera que a partir de ese momento todo lo que haga será consecuencia de lo que soy; la lengua me obliga a elegir entre masculino y femenino, y me prohíbe concebir una categoría neutra; me impone comprometerme con el otro, ya sea a través del «usted» o a través del «tú»: no tengo derecho a dejar imprecisa mi relación afectiva o social. Naturalmente, Barthes habla del francés, el inglés le restituiría las dos últimas libertades citadas, aunque (como justamente señalaría él) le sustraería otras. En conclusión: «A causa de su misma estructura, la lengua implica una relación fatal de alienación». Hablar es someterse: la lengua es una reacción generalizada. Además: «No es ni reaccionaria ni progresista, sino simplemente fascista, ya que el fascismo no es impedir decir, es obligar a decir».


Desde el punto de vista polémico, esta última afirmación es la que, desde enero de 1977, había provocado más reacciones. Las demás que siguen se derivan de ella: no nos sorprenderá, por consiguiente, oír decir que la lengua es poder porque me obliga a usar estereotipos preformados, entre ellos las mismas palabras, y que está tan fatalmente estructurado que, esclavos en su interior, no logramos liberarnos en su exterior, porque no hay nada exterior a la lengua.


El Placer del texto y Lección
 Inaugural de Roland Barthes


De ahí el esbozo de una teoría de la literatura como escritura, juego de y con palabras. Categoría que no abarca sólo las prácticas literarias, sino que también puede encontrarse operante en el texto de un científico o de un historiador. Pero, para Barthes, el modelo de esta actividad liberadora es siempre, en suma, el de las actividades llamadas «creativas» o «creadoras». La literatura pone en escena el lenguaje, trabaja sus intersticios, no se mide con los enunciados ya hechos, sino con el juego mismo del sujeto que enuncia, descubre la sal de las palabras. La literatura sabe muy bien que puede ser recuperada por la fuerza de la lengua, pero, justamente por esto, está pronta a abjurar, dice y reniega de lo que ha dicho, se obstina y se aleja con volubilidad, no destruye los signos, los hace jugar y juega con ellos. Que la literatura sea liberación del poder de la lengua depende de la naturaleza de este poder, y en este punto Barthes nos parece evasivo. Por otra parte, no sólo cita directamente a Foucault como amigo, sino también indirectamente en una especie de paráfrasis, al referirse, con unas pocas frases, a la «pluralidad» del poder. Y la noción de poder elaborada por Foucault es quizá la más convincente, si no la más provocadora, de cuantas circulan hoy. Noción que encontraremos, construida paso a paso, en toda su obra.


A través de la diferenciación que se opera de obra en obra, de las relaciones entre poder y saber, entre prácticas discursivas y prácticas no discursivas, se diseña claramente en Foucault una noción de poder que presenta por lo menos dos características que en este caso nos interesan: en primer lugar, el poder no sólo es represión e interdicción, sino también incitación al discurso y producción de saber; en segundo lugar, y como señala también Barthes, el poder no es uno, no es macizo, no es un proceso unidireccional entre una entidad que ordena y sus propios súbditos.


«Hay que admitir, en suma, que este poder se ejerce más que se posee, que no es el privilegio adquirido o conservado por la clase dominante, sino el efecto conjunto de sus posiciones estratégicas, efecto que manifiesta y quizá reconduce la posición de aquellos que son dominados. Este poder, por otra parte, no se aplica pura o simplemente, como una obligación o una interdicción, a quienes no lo tienen"; el poder les inviste, se impone por medio y a través de ellos; se apoya en ellos, exactamente como ellos mismos, en su lucha contra él, se apoyan a su vez en las presas que él ejerce sobre ellos» (Vigilar y castigar). Y sigue: «Por poder yo no entiendo tampoco un modo de sometimiento, que, por oposición a la violencia, tomaría la forma de una regla. Por último, tampoco entiendo un sistema general de dominación ejercido por un elemento o un grupo sobre otro, y cuyos efectos por sucesivas derivaciones atravesaría todo el cuerpo social. El análisis, en términos de poder, no debe postular, como datos iniciales, la soberanía del Estado, la forma de ley o la unidad global de una dominación, no siendo éstos otra cosa que formas terminales. Creo que por el término poder hay que entender ante todo la multiplicidad de relaciones de fuerzas inmanentes al campo en el que se ejercen y que constituyen su organización; el juego que a través de choques y luchas incesantes las transforma, las refuerza y las invierte; los apoyos que estas relaciones de fuerza encuentran unas en otras para formar una cadena y un sistema o, por el contrario, las diferencias, las contradicciones que las aíslan unas de otras; las estrategias, en fin, con que realizan sus efectos, y cuyo diseño general o su cristalización institucional toman cuerpo en los aparatos estatales, en la formulación de la ley, en las hegemonías sociales».


El poder no debe buscarse en un centro único de soberanía, sino como la «base móvil de las relaciones de fuerza que, por su disparidad, inducen sin pausa situaciones de poder, aunque siempre locales e inestables [ ] El poder está en todas partes, no porque lo abarque todo, sino porque viene de todos lados [ 1 El poder viene de abajo [ 1 no hay, en el origen de las relaciones de poder, y como matriz general, una oposición binaria y global entre dominadores y dominados [ 1 Hay que imaginar más bien que las múltiples relaciones de fuerza que se forman y operan en los aparatos de producción, en la familia, en los grupos restringidos, en las instituciones, sirven de soporte a amplios efectos de división que recorren el conjunto del cuerpo social» (La voluntad de saber).


Ahora bien, esta imagen del poder recuerda muy de cerca la idea de ese sistema que los lingüistas denominan lengua. La lengua es, ciertamente, coercitiva (me prohibe decir «yo queríamos un como», bajo pena de incomprensibilidad), pero su carácter coercitivo no depende de una decisión individual, ni de un centro desde donde irradian las reglas: es un producto social, nace como un aparato restrictivo justamente a causa del consenso de todos, cada uno es renuente a tener que observar la gramática, pero consiente en ello y pretende que los demás la observen porque ahí encuentra su beneficio.


No sé si podría decirse que una lengua es un dispositivo de poder (incluso cuando a causa de su carácter sistemático es constitutiva de saber), pero es cierto que es un modelo del poder. Podríamos decir que, aparato semiótica por excelencia, o (como dirían los semiólogos rusos) sistema modelizante primario, la lengua es un modelo de aquellos otros sistemas semióticos que se establecen en las diversas culturas como dispositivos de poder, y de saber (sistemas modelizantes secundarios).


En este sentido, Barthes tiene pues razón cuando define la lengua como algo vinculado con el poder, pero se equivoca al sacar de ahí dos conclusiones: que la lengua es fascista, y que es «el objeto en el que se inscribe el poder», es decir, su epifanía ominosa.


Acabemos rápidamente con el primer, y clarísimo, error: si el poder es lo que Foucault define, y si las características del poder se encuentran en la lengua, afirmar por ello que la lengua es fascista es más que una boutade, es una invitación a la confusión. Puesto que entonces el fascismo, al estar en todas partes, en toda situación de poder, y en toda lengua, desde el origen de los tiempos, no estaría en ninguna parte. Si la condición humana se pone bajo el signo del fascismo, todo el mundo es fascista y nadie lo es. Con lo cual puede verse hasta qué extremo son peligrosos los argumentos demagógicos, que vemos abundantemente usados en el periodismo cotidiano, y sin la finura de Barthes, quien por lo menos sabe usar paradojas y las emplea con fines retóricas.


Más sutil me parece el segundo equívoco: la lengua no es eso donde se inscribe el poder. Francamente, jamás he comprendido esta manía francesa o afrancesada de inscribirlo todo y verlo todo como inscrito: en pocas palabras, no sé muy bien qué quiere decir «inscribirse»; me parece una de esas expresiones que resuelven de modo autorizado unos problemas que no se sabe definir de otra manera. Pero, aun considerando adecuada esta expresión, yo diría que la lengua es el dispositivo a través del cual el poder se inscribe allí donde se instaura. 













Tomado de:
ECO, Umberto (1996): La estrategia de la ilusión. Barcelona, Lumen, pp. 255-268.  

Derechos imprescriptibles del lector. Daniel Pennac





Derechos imprescriptibles del lector


Daniel Pennac


El derecho a no leer


Como toda enumeración de derechos que se aprecie, la de los derechos de la lectura debe abrirse por el derecho a no utilizarlo -en este caso el derecho a no leer-, sin el cual no se trataría de una lista de derechos sino de una trampa perversa.


Para comenzar, la mayor parte de los lectores se conceden cotidianamente el derecho a no leer. Aunque afecte a nuestra reputación, entre un buen libro y un mal telefilm, el segundo vence al primero con mucho mayor frecuencia de lo que nos gustaría confesar. Y además, no leemos continuamente. Nuestros períodos de lectura se alternan muchas veces con prolongadas dietas en las que la sola visión de un libro despierta los miasmas de la indigestión.


Pero lo más importante es otra cosa.


Estamos rodeados de cantidad de personas totalmente respetables, a veces tituladas, e incluso «eminentes» -algunas de las cuales poseen bibliotecas muy interesantes-, pero que no leen jamás, o tan poco que nunca se nos ocurriría la idea de regalarles un libro. No leen. Sea porque no sienten la necesidad, sea porque tienen demasiadas cosas que hacer aparte de leer (pero eso equivale a lo mismo, es que ese aparte las colma o las obnubila), sea porque alimentan otro amor y lo viven de una manera absolutamente exclusiva. En suma, a esas personas no les gusta leer. No por ello son menos tratables, e incluso son de un trato muy agradable. Por lo menos no nos piden en cualquier momento nuestra opinión sobre el último libro que hemos leído, nos evitan sus reservas irónicas sobre nuestro novelista favorito y no nos consideran unos retrasados por no habernos precipitado sobre el último Tal, que acaba de salir en la editorial Cual y del que el crítico Enterado ha hecho los mayores elogios. Son tan «humanas» como nosotros, absolutamente sensibles a las desdichas del mundo, preocupadas de los derechos del hombre y entregadas a respetarlo en su esfera de influencia personal, lo que ya es mucho, pero hete aquí que no leen. Son muy libres de no hacerlo.


La idea de que la lectura «humaniza al hombre» es justa en su conjunto, aunque experimente algunas deprimentes excepciones. Se es sin duda algo más «humano», y entendemos por ello algo más solidario con la especie (algo menos «fiera»), después de haber leído a Chéjov que antes.


Pero evitemos acompañar este teorema con el corolario según el cual cualquier individuo que no lee debiera ser considerado a priori un bruto potencial o un cretino contumaz. Porque, si no, convertiremos la lectura en una obligación moral, y esto es el comienzo de una escalada que no tardará en llevarnos a juzgar, por ejemplo, la «moralidad» de los propios libros en función de criterios que no sentirán ningún respeto por otra libertad inalienable: la libertad de crear. A partir de entonces, el bruto seremos nosotros, por muy lector que seamos. Y bien sabe Dios que brutos de este tipo no faltan en el mundo.


En otras palabras, la libertad de escribir no puede ir acompañada del deber de leer.


En el fondo, el deber de educar consiste, al enseñar a los niños a leer, al iniciados en la Literatura, en darles los medios de juzgar libremente si sienten o no la «necesidad de los libros». Porque si bien se puede admitir perfectamente que un individuo rechace la lectura, es intolerable que sea -o se crea- rechazado por ella.


Es inmensamente triste, una soledad en la soledad, ser excluido de los libros, incluso de aquellos de los que se puede prescindir.


El derecho a releer


Releer lo que me había ahuyentado una primera vez, releer sin saltarme un párrafo, releer desde otro ángulo, releer por comprobación, nos concedemos todos estos derechos.


Pero sobre todo releemos gratuitamente, por el placer de la repetición, la alegría de los reencuentros, la comprobación de la intimidad.


«Más, más», decía el niño que fuimos. Nuestras relecturas de adultos participan de ese deseo: encantamos con lo que permanece, y encontrarlo en cada ocasión tan rico en nuevos deslumbramientos.


El derecho a hojear


Yo hojeo, nosotros hojeamos, dejémosles hojear. Es la autorización que nos concedemos para coger cualquier volumen de nuestra biblioteca, abrirlo por cualquier lugar y sumirnos en él un momento porque sólo disponemos precisamente de ese momento. Algunos libros se prestan mejor que otros a ser hojeados, por componerse de textos breves y separados: las obras completas de Alphonse Allais o de Woody Allen, las novelas cortas de Kafka o de Saki, los Papiers collés de Georges Perros, aquel buen viejo de La Rochefoucauld, y la mayoría de los poetas.


Dicho eso, se puede abrir a Proust, a Shakespeare o la correspondencia de Raymond Chandler por cualquier parte, hojear aquí y allá, sin correr el menor riesgo de sentirse decepcionado.


Cuando no se dispone ni del tiempo ni de los medios para regalarse con una semana en Venecia, ¿por qué negarse el derecho a pasar allí cinco minutos?


El derecho a callarnos


El hombre construye casas porque está vivo, pero escribe libros porque se sabe mortal. Vive en grupo porque es gregario, pero lee porque se sabe solo. Esta lectura es para él una compañía que no ocupa el lugar de ninguna otra pero que ninguna otra compañía podría sustituir. No le ofrece ninguna explicación definitiva sobre su destino pero teje una apretada red de connivencias que expresan la paradójica dicha de vivir a la vez que iluminan la absurdidad trágica de la vida. De manera que nuestras razones para leer son tan extrañas como nuestras razones para vivir. Y nadie tiene poderes para pedirnos cuentas sobre esa intimidad.











Tomado de:
PENNAC, Daniel (2001): Como una novela. Barcelona, Anagrama.

11 julio 2012

El verbo y las tinieblas. Ivonne Bordelois




El verbo y las tinieblas

Ivonne Bordelois
Las lenguas no sólo se "emplean", no son sólo valores de comunicación, expresión personal o uso colectivo: contienen la experiencia de los pueblos y nos la trans­miten, pero sólo en la medida en que estemos dispues­tos a reconocer su capacidad de poder hablarnos. La expresión "usar la lengua" reduce la lengua a un ins­trumento, cuando en realidad la lengua es un proceso que vastamente nos trasciende. Como dice Guillermo Boido: "La poesía es el intento de preguntarle a las pa­labras qué somos. Como los sueños, ellas saben mucho de nosotros, quizá más que nosotros". Si la palabra sabe más de nosotros que nosotros mismos es porque viene de una tradición de experiencia humana que nos supe­ra en el tiempo y en el espacio. Las palabras que hoy día pronunciamos son sobrevivientes de catástrofes históri­cas donde el latín pereció, pero estas palabras nos pre­ceden, nos presencian y se prolongarán mucho más allá de nosotros en el tiempo: podríamos decir que en cier­ta medida somos sus vehículos; no su fuente misma y mucho menos sus propietarios.


El hombre es el ser de la palabra, según Aristóteles y la tradición griega; pero cómo llegó la palabra hasta él es un enigma que Sócrates calificó de insoluble y ante el cual toda la ciencia de nuestra época sigue estrellándose sin respuesta: sólo cabe interrogar tentativamente, admirar y seguir escuchando. Como dice Steiner: "Po­seedor del habla, poseído por ésta, cuando la palabra eligió la tosquedad y flaqueza de la condición humana como morada de su propia vida imperiosa, la persona humana se liberó del gran silencio de la materia. O, para emplear la imagen de Ibsen, golpeado por el mar­tillo, el mineral insensato se ha puesto a cantar".


En latín "he hablado" se dice "locutus sum", que morfológicamente significa "he sido hablado". Y Hei­degger decía: "El hombre no habla el lenguaje sino que el lenguaje habla al hombre". Si aceptáramos que la len­gua nos circula como la sangre que nos sustenta, o bien nos penetra como el aire que respiramos, nos encontra­ríamos más abiertos a "ser hablados" por las lenguas antes que a hablarlas, a ser inspirados y aspirados por ellas antes que a aspirarlas o inspirarlas omnipotente­mente, como en vano tratamos de hacerlo. Por alguna razón los mayas decían en su idioma que la lengua era un sentido comparable a la vista o al oído. Precisamos reencontrar un aire más libre, donde las palabras, resti­tuidas a sí mismas, a su propia personalidad, nos sor­prendan y nos iluminen, conversen y se rían de nosotros y de ellas mismas con nosotros, en vez de ser exclusiva­mente nuestras mucamas, espías o niños mensajeros.

 El lenguaje está antes y después de nosotros, pero también está, felizmente, entre nosotros. Es el tejido relacional del cual los otros dependen: un tejido fuerte y subsistente, y tan necesario a nuestras vidas como la nutrición. En otras palabras, es como el Verbo del Evan­gelio de Juan, del que se dice que "todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho". Naturalmente, la exégesis tradicional indica que Juan estaba hablando de Cristo al referirse al Verbo. Pero si Juan encuentra esta imagen para hablar de Cris­to muy bien puede ser porque al compararlo con la pa­labra, al llamarlo palabra, está diciendo también que hay una energía luminosa, universal e inagotable que Cristo -como todos los grandes maestros- comparte con el lenguaje. "El Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios": en efecto, el lenguaje representa al Eros y es el Eros, el logro del encuentro en la comunicación verbal y el sustento relacional más profundo de la vida. "El verbo es la luz verdadera que alumbra a todo ser hu­mano que viene a este mundo", dice Juan, significando que el lenguaje es, precisamente, ese don misterioso que comparte la especie y la ilumina. Y más allá: "En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece y las tinieblas no prevale­cieron contra ella".

En cuanto al sentido metafórico de las tinieblas de las que habla Juan, deberíamos disponernos a un esta­do de alerta, porque el hecho insoslayable es que estas tinieblas se ven representadas por la cultura global del capitalismo  salvaje que vivimos: una empresa destina­da a demoler nuestra conciencia del lenguaje, increíble­mente eficaz en este sentido. No estamos, por cierto, postulando la existencia de un conjunto de multinacio­nales perversas dedicadas a deteriorar el lenguaje, enarbolando programas específicos al respecto. Sí creemos que el presente sistema está claramente decidido a for­mar esclavos del trabajo, de la información y del consu­mo, y nada favorece y robustece más la esclavitud que la pérdida del lenguaje, de modo que todas las técnicas de reclutamiento y organización del trabajo, así como las de información y de la propaganda comercial apuntan, directamente o indirectamente a esa destrucción, y la implican. (Un ejemplo directo, aunque modesto, de esta situación puede ser la ofensiva estupidez de un reciente anuncio comercial que culmina machacando: "Porque lo único que importa es la cerveza")


Una cultura consumista se opone por esencia, es decir, necesita, por su propia naturaleza, oponerse a ese sistema gratuito de creación e intercambio de bienes que es el lenguaje: esa maravillosa feria libre en donde todos los días se acuñan nuevas expresiones y canciones, esa indetenible fiesta inconsciente que es el idioma colecti­vo. En esa fiesta no son los ejecutivos de las multinacio­nales ni las grandes figuras mediáticas ni los escritores consagrados, sino los niños y los adolescentes quienes ocupan anónimamente, irresistiblemente, la vanguar­dia, y lanzan, junto con las nuevas blasfemias y las nue­vas vulgaridades, como el trigo que no puede separar­se de la cizaña, las metáforas que luego ganan la calle y los medios y empapan toda nuestra vida de vigor, fres­cura y novedad.


Cuando palpamos la increíble estrechez de la fran­ja verbal de los diarios, la televisión y la literatura best-seller de nuestra época, cuando la conversación (una forma de poesía mutua si es verdadera) es desalojada violentamente de los lugares de encuentro por los alari­dos infantiles y patéticos del peor rock, cuando la letra de las canciones más populares desciende al infierno de la monotonía y la estupidez, es nuestro lenguaje (y a través del lenguaje nosotros mismos, en lo más profun­do de nuestra identidad) el que es atacado y destruido. Con razón Merleau Ponty -alguien a quien no pueden imputarse relentes de misticismo esotérico- decía: "El lenguaje, antes que un objeto, es un ser". Y este ser se degrada inevitablemente con estos ataques. Fingir que no registramos esta degradación, que es también la nuestra, pretender que no la experimentamos, es crear una suerte de costra a nuestro alrededor que acaba por separarnos de nuestros propios deseos y de nuestra propia felicidad, porque el lenguaje, en su pureza y su vitalidad, es una de las mayores y más profundas fuen­tes de gracia, dignidad y felicidad en la vida humana.


Quiero decir que hay una ecología del lenguaje que tenemos que reencontrar, y ésta no es una empresa in­accesible. No se trata de velar por el casticismo o resu­citar vetustas academias o arcaicas ortodoxias. Cada vez que abrimos paso a la reflexión sobre el sentido es­condido de las palabras o a la ponderación de la sabia arquitectura de la sintaxis, cada vez que celebramos la gracia de un chiste verbal o de una adivinanza, una copla, una frase escuchada al pasar, cada vez que incu­rrimos en el lujo de ese paseo arqueológico entre ruinas maravillosas que es la etimología, estamos reviviendo la felicidad del lenguaje y la posibilidad de la poesía, que es la criatura más excelsa del lenguaje, su corona de estrellas.


Pero si esta cultura ataca la conciencia del lenguaje es, en gran medida, porque de algún modo se adivina que en ella, además de la fuerza refrescante de la poesía, reside la raíz de toda crítica. Para un sistema consumis­ta como el que nos tiraniza, es indispensable la reduc­ción del vocabulario, el aplanamiento y aplastamiento colectivo del lenguaje, la exclusión de los matices -que muchas veces significa el olvido de los propios deseos-y sobre todo, la pérdida del sentido del goce y la luci­dez que la lengua puede llegar a proporcionarnos. Por eso, la empresa consumista es enemiga frontal de la au­téntica expresión lingüística, que exige libertad, don de aventura y originalidad y desasimiento total de pautas exteriores para desplegarse en todo su esplendor.












Tomado de:
BORDELOIS, Ivonne (2004): La palabra amenazada. Bs. As. Del Zorzal, pp.23-29.