10 mayo 2014

Los públicos del arte. Bruce Watson



Los públicos del arte

Bruce Watson



Valor intrínseco: actitud positiva. 


Esta categoría puede definirse como la del público del "arte por el arte". Compuesto de artistas, coleccionistas, mecenas y expertos, este público es el que está más cerca del acto creador. Por otra parte, es aquel en el que la interacción tiene el carácter más íntimo, pues sus miembros a menudo se conocen muy bien, ya sea en el marco de una comunidad o bien en el plano internacional (como ocurre actualmente). Esta intimidad deriva de una profunda adhesión al arte; incluso se trata, casi siempre, de una manera de vivir. En este sentido podemos admitir, con Kenneth Clark, que "el arte es creado por una minoría para una minoría" Ya se sabe que la historia del arte muestra frecuentes casos de relaciones muy estrechas entre pintores y mecenas. En la sociedad contemporánea, el artista se ha liberado de esa dependencia tradicional respecto del mecenas, y tiende a imaginarse, con cierto romanticismo, como un puro espíritu. 


En realidad depende, como muchos otros, de la economía de mercado. A este respecto, un pintor dio una respuesta significativa, declarando que poco le importaba quién compraba sus telas: de todos modos, se trataba de alguien anónimo. En la economía de mercado, los contactos entre el artista y los directores de galerías, los conservadores de museos, los coleccionistas, los hombres de negocios y los demás artistas que pueden favorecer esos contactos no son solamente deseables desde el punto de vista artístico; también corresponden a una necesidad económica. Son, en efecto, las personas que pertenecen a esta categoría las que estimulan al artista, compran sus telas y hacen su reputación. No obstante, todos esos intereses están organizados en función del arte y volcados a él, con el fin de hacer prosperar la actividad artística.


Valor extrínseco: actitud positiva. 


Esta categoría corresponde a lo que se puede llamar el público del "arte considerado como medio de distracción". Comprende a las personas que buscan ocupar su ocio. Esa actividad no es un fin en sí, sino un medio de establecer o de mantener relaciones agradables, por ejemplo en familia o entre amigos. Frecuentemente es una pura casualidad que, para lograrlo,
se piense en visitar una exposición artística. Un museo científico, un acuario o un cine llenarían, igualmente, esa necesidad. Este carácter aleatorio contribuye a que este público sea el más difuso de todos, y a que sea el que menos posibilidades tiene de asistir al surgimiento de un sentimiento general de comunión entre sus miembros: no tienen ninguna necesidad de expresar sus sentimientos latentes, ni de emitir una opinión sobre las obras de arte. En realidad, cuando los miembros de ese público visitan una exposición, es muy posible que miren muchas obras, pero es muy poco lo que ven. Esas visitas son para ellos simplemente un pasatiempo distinguido. El carácter difuso de este público se explica asimismo por su importancia numérica. La importancia numérica de este público y el carácter efímero del contacto reducen la posibilidad de formas más íntimas de interacción y de comunicación. 


Valores intrínseco /extrínseco: actitud positiva.


Se trata, en este caso, de las personas que se interesa» en los aspectos educativos del arte. A pesar de un parentesco de actitud con el público que busca en el arte una distracción, este otro público se siente atraído por valores muy diferentes como estudiar y a instruirse; para ellos, el arte era un medio de alcanzar un objetivo de orden educativo, lo que no les impide sentirse profundamente interesados por las obras expuestas. El público del "arte considerado como medio de educación" se origina a menudo en alguna forma de asociación preexistente. Tanto los alumnos primarios como aquellos que siguen cursos de educación artística en algún establecimiento secundario o en la universidad pertenecen generalmente a esta categoría de público, cuyos miembros se recluían también entre los visitantes de museos (a menudo ;se ofrecen conferencias en estos establecimientos, en ocasión de exposiciones). Algunos museos llegan a organizar regularmente cursos consagrados al trabajo de taller, a la apreciación de las obras de arte y a elementos de la historia del arte. Es aquí donde aparecen ciertos rasgos ¿atípicos en el público del "arte considerado como medio de educación". Ese motivo puede servir para disimular otros valores y otras actitudes. Algunos, con el pretexto de estudiar la historia del arte o de cultivar el gusto, o de iniciarse en el trabajo de taller, buscan en realidad distraerse. También existen personas que preferirían pertenecer a la élite en lo referente a estética, y que no obstante, por temor a que se les impute esnobismo, se unen al público del "arte considerado como medio de educación".



The Armony Show en Nueva York



Valor intrínseco: actitud negativa. 


En la Europa del siglo XIX, y particularmente en Francia, esta categoría de público habría estado constituida por los defensores del arte "académico". Para estos espíritus conservadores el arte es aquéllo que concuerda con las normas preestablecidas del gusto. Contra este tipo de público reaccionaron un gran número de artistas franceses, de Gourhet a Gauguin. Un dibujo realista, temas históricos o alegóricos y un estilo preciso era aquello que debía caracterizar a lo que se consideraba el gran arte: en una palabra, se suponía que el arte debía ser una imitación de la naturaleza. En nuestra tipología consideramos seudocrítica a esta ciase de actitud. Su valor es intrínseco y proviene de una profunda adhesión a cierto género de arte.


No obstante, va acompañada de una actitud negativa, porque toda obra que se aparte de esa forma de arte es considerada mala o no artística. Sería un error creer que ese tipo de publico es una supervivencia del pasado. Es posible encontrar, por lo menos en los Estados Unidos, numerosos ejemplos que denuncian regularmente todas las innovaciones artísticas. Lo que falsea la actitud crítica de esta gente es que rechazan o son incapaces de comprender la naturaleza de la experiencia artística, y tienen una concepción errónea de la historia del arte, en virtud de la cual se consideran depositarios de los cánones de la Grecia clásica, del siglo xvil francés y de la tradición neoclásica. En virtud de la intensa carga afectiva de las criticas que formulan y que se expresan en términos tan vivaces como "degenerado" y "corrompido", ese público puede concebir un sentimiento de comunión, que sólo es superado por el del público del arte por el arte. Es difícil, por ejemplo, ubicar en la misma categoría que los seudoeríticos a un crítico moderno como Clément Greenberg, que fue uno de los primeros y más firmes defensores de Jackson Pollock y del expresionismo abstracto 


Valor extrínseco: actitud negativa. 

El interés que este público siente por el arte es manifiestamente un pretexto que encubre la búsqueda de valores que nada tienen que ver con el arte. Los miembros de este público pueden desear frecuentar a los artistas, y hasta coleccionar sus obras; pero lo que en realidad les interesa no es el artista ni la obra: es el éxito mundano que pueden obtener con esas actividades y esas relaciones. Por esa razón se dice que esas personas son "buscadores de prestigio" La actitud negativa de este público proviene de su falta de interés profundo por el arte; no se preocupa más que de figurar en la vanguardia del gusto. Incapaz de fidelidad, busca incesantemente nuevos artistas y nuevos movimientos artísticos que admirar. "Actualmente —declara uno de los artistas interrogados— el coleccionista es alguien que sólo piensa en la figuración social; para él es una necesidad vital". Como dijo John Canaday, "esos compradores, en busca de la cultura del momento, encuentran satisfacción en el artículo seudoesotérico que responde a su necesidad general de prestigio".


Valores intrínseco /extrínseco: actitud negativa. 


Podemos tener una idea de esta última categoría de personas recordando la declaración de la señora Sheffield: el Armory Show hacía peligrar la moral. Se trataba, evidentemente, de una reacción negativa, muy frecuente en esa época, aun por parte de los sociólogos. Algunos años antes, E. A. Ross había escrito que el arte debería ser un faro para el personal moral, y había condenado lo que consideraba movimientos decadentes de expresión subjetiva imputables a individuos atacados de "egomanía". Este tipo de actitud no ha desaparecido completamente en nuestros días. En 1953, en Dubuque, Iowa, The pocket book of oíd masters fue retirado de las estanterías por considerárselo obsceno y perjudicial a la moralidad pública, a causa de las reproducciones de desnudos que contenía. La actitud negativa de esta categoría de público proviene de la creen cia de que el arte sólo debería representar ciertas categorías de temas. Por la adhesión de este público a esa forma de arte, los valores que defiende pueden ser considerados, en cierta medida, intrínsecos y favorables a las tendencias de lo que hemos llamado el público seudocrítico. Por otro lado, esa adhesión se ve reforzada por el valor extrínseco, que hace considerar al arte como un medio de elevar la moralidad. Por eso podemos llamar "didáctico" a esta clase de público de arte. 










Tomado de:
WATSON, Bruce: "Los públicos del arte". En: SILBERMANN, A. et. al. (1971) Sociología del arte. Bs. As. Nueva visión, p.190-195.

Boxeo. Joyce Carol Oates



Boxeo

Joyce Carol Oates


El boxeo pretende ser superior a la vida en la medida en que es, idealmente, superior a todo accidente. Nada contiene que no sea del todo intencionado. El boxeador se enfrenta a un contrincante que es una distorsión onírica de sí mismo en el sentido de que sus debilidades, posibilidad de error y de ser gravemente herido, sus desaciertos intelectuales, todo, puede ser interpretado como puntos fuertes pertenecientes al Otro; los parámetros de su ser íntimo no son más que los ilimitados asertos de la personalidad del Otro. Esto es sueño, o pesadilla: mis fuerzas no son del todo las mías, sino las debilidades de mi adversario; mi fracaso no es totalmente el mío, sino el triunfo de mi adversario. Él es mi personalidad-sombra, no mi (mera) sombra.


El viejo adagio del boxeo —sin duda falso— según el cual no te pueden dejar K.O. si ves venir el golpe, y si te propones que no te dejen K.O., tiene un significado más sutil e intimidador: nada de lo que le suceda al boxeador en el ring, incluso la muerte —su muerte— es ajeno a su voluntad o al fracaso de la misma. Lo que se sugiere es un modelo de mundo en el que somos humanamente responsables no sólo de nuestros propios actos sino también de aquellos ejecutados contra nosotros. Ello explica que el boxeo, aunque se desprende de la vida, no es una metáfora de ésta sino un mundo único, cerrado y autorreferencial, oblicuamente afín a esas severas religiones para las cuales el individuo es a la vez «libre» y «determinado»: en un sentido poseído por una voluntad equivalente a la de Dios, y en otro totalmente indefenso. La sensibilidad puritana habría entendido una boca que se llena de sangre, un ojo expulsado de su órbita: el castigo a un instante de negligencia. 


Se dice que la tarea más difícil de un entrenador de boxeo es convencer a un boxeador joven de que se levante y siga peleando después de haber sido derribado. Y si el boxeador ha sido derribado por un golpe que no vio venir —lo cual suele ocurrir—, ¿cómo puede abrigar la esperanza de evitar que lo derriben una y otra vez? El golpe invisible es, al fin y al cabo, invisible. 


Resultaría insoportable, profundamente vergonzoso, contemplar una conducta «normal» en el ring, pues los seres «normales» comparten con todas las criaturas vivientes el instinto de perseverar, como decía Spinoza, en su propio ser. El boxeador ha de aprender de algún modo, mediante algún esfuerzo de voluntad que los no-boxeadores seguramente no podrían intuir, a inhibir su propio instinto de supervivencia; debe aprender a ejercer su «voluntad» sobre los impulsos meramente humanos y animales, no sólo a eludir el dolor sino también a eludir lo desconocido. En términos psíquicos esto suena a magia. Levitación. La cordura puesta del revés, la «locura» revelada como una forma más elevada y pragmática de la cordura. 


En el cuadrilátero los luchadores están sujetos al tiempo —nada debe de ser tan dolorosamente largo como un asalto de tres minutos ferozmente disputado— pero la lucha en sí es atemporal. En cierto sentido se convierte en todas las luchas, del mismo modo en que los boxeadores son todos los boxeadores. A través de películas, grabaciones y fotografías todo se torna rápidamente en historia a nuestros ojos, incluso, a veces, en arte. El tiempo, al igual que la posibilidad de muerte, es el adversario invisible del cual los boxeadores —y el árbitro, los ayudantes, los espectadores— son profundamente conscientes. Cuando un boxeador es noqueado no significa, como suele pensarse, que haya quedado sin sentido, o incluso incapacitado; significa, más poéticamente, que ha sido sacado del tiempo. (La dramática cuenta hasta diez que entona el árbitro constituye una especie de paréntesis metafísico en el que el boxeador debe penetrar si pretende continuar en el tiempo.) Hay, de alguna manera, dos dimensiones del tiempo que operan abruptamente: mientras el boxeador que permanece en pie está en el tiempo, el boxeador caído está fuera del tiempo. Concluida la cuenta hasta diez, se le da «por muerto», en simbólico remedo de la antigua tradición deportiva según la cual el combatiente estaría con toda probabilidad muerto. 


Si el boxeo es un deporte, es el más trágico de todos, pues consume, más que cualquier otra actividad humana, la mismísima excelencia que saca a relucir: su drama es justamente esta consunción. Consumirse librando la pelea más grande de la carrera es iniciar, por necesidad, la curva de descenso que podría la próxima vez ser un hundimiento, una abrupta caída en el abismo. Soy el más grande, dice Muhammad Ali. Soy el más grande, dice Marvin Hagler. «Siempre piensas que vas a ganar», señaló irónicamente Jack Dempsey en su vejez, «de otro modo no podrías pelear.» El castigo —al cuerpo, al cerebro, al espíritu— que un hombre debe soportar para llegar a ser un boxeador moderadamente bueno es inconcebible para la mayoría de los que asociamos la idea del riesgo personal con el ego o lo emocional. Pero cuando el castigo empieza a revelarse, incluso en un boxeador joven, es atentamente observado por sus rivales, que esperan su descuido. 


En el ring, los boxeadores viven una extraña especie de tiempo «lento» —los aficionados nunca pelean más de tres asaltos, y para la mayoría esos nueve minutos son agotadores—, mientras que fuera del cuadrilátero viven en un tiempo alarmantemente acelerado. Un boxeador de veintitrés años de edad ya no es joven en la medida en que un hombre de treinta y tres años lo es; uno de treinta y cinco años es francamente viejo. (Y es por eso que Muhammad Ali cometió un trágico error al proseguir su carrera después de haber perdido su título por segunda vez, saliendo de su retiro, a los treinta y ocho, para pelear con Larry Holmes; y por ese mismo motivo Holmes cometió un error parecido, años después, exponiéndose innecesariamente a graves lesiones, y a situaciones profesionalmente embarazosas, al enfrentarse con el campeón de los pesos semipesados Michael Spinks. La victoria de Jersey Joe Walcott, de treinta y siete años, sobre Ezzard Charles, de treinta, por el título de los pesos pesados en 1951, es sui generis. Y Archie Moore es sui generis.) Todos los atletas envejecen rápidamente, pero ninguno lo hace tan veloz y tan visiblemente como el boxeador. 


Muhammad Ali vs. Ringo Bonavena


No hay deporte más físico, más directo que el boxeo. Ningún deporte despliega tan poderoso homoerotismo: la confrontación en el cuadrilátero —desnudarse—, el combate acalorado y sudoroso que es en parte danza, cortejo, apareamiento... la persecución frecuente, urgente de un boxeador al otro en el violento y natural movimiento del combate hacia el knockout: sin duda gran parte del atractivo del boxeo deriva de su imitación de una especie de amor erótico en el que un hombre se impone al otro en una exhibición de fuerza y voluntad superiores. El pregonado celibato del boxeador en entrenamiento constituye, con mucho, parte de la tradición pugilística: en lugar de centrar sus energías y fantasías en una mujer, el boxeador las enfoca en un adversario. Donde ha sido la Mujer, ha de ser el contrincante. 


La mayoría de los combates, como quiera que se libren, terminan con un abrazo entre boxeadores una vez que ha sonado la última campana: es un gesto de respeto mutuo y aparente afecto que al observador se le antoja más que mecánico. Rocky Marciano a veces besaba a sus contrincantes en agradecimiento por el combate. Podríamos preguntarnos si el combate de boxeo conduce irresistiblemente a ese momento: el abrazo público de dos hombres que, en otras circunstancias, jamás se acercarían el uno al otro con semejante pasión. Si bien es cierto que muchos hombres se muestran profundamente despectivos con la debilidad (como urgidos a disociarse de ella: como en un combate en el que uno o ambos luchadores se niegan a pelear), la mujer se siente impresionada por la admiración —a veces elevada a temor reverente— que experimenta por el hombre que mostrara un gran coraje a pesar de estar perdiendo el combate. Y expresarán ternura por los boxeadores lesionados, aunque se limite a un comentario sobre las fotografías: la imagen de Ray Mancini tras su segunda derrota frente a Livinsgstone Bramble, por ejemplo, en la que el rostro de Mancini aparecía odiosamente golpeado (las fotos aparecidas en Sports Illustrated y en otras publicaciones eran sangrientas, casi pornográficas); la fotografía repetidamente impresa del derrotado Thomas Hearns siendo llevado hasta su rincón en brazos de un negro enorme (un guardaespaldas, es de suponer) en atuendo solemnemente formal: Hearns, el «Hombre Golpe», ahora indefenso, semi-inconsciente, con aspecto de Cristo negro bajado de la Cruz. Estas son imágenes poderosas, acuciantes, inquietantes, cruelmente hermosas, intrincadamente ligadas al atractivo primordial del boxeo. 


Con todo, sugerir que los hombres pudieran amarse y respetarse en un sentido directo, sin el violento ritual del combate, es malinterpretar la pasión más grande del hombre: por la guerra, y no la paz. El amor, si ha de haberlo, viene después. 


Sueño o pesadilla en tiempo lento.


En esos momentos uno se pregunta: ¿Qué está sucediendo?, ¿por qué estamos aquí?, ¿qué significa esto?, ¿puede alguien detener esto? Mi terror al ver cómo Floyd Patterson quedaba grogui por los golpes de Sonny Liston no se vio mitigado por mi comprensión racional de que había ocurrido hacía mucho tiempo y que, en realidad, Patterson se encuentra actualmente en perfecto estado de salud, entrenando para el boxeo a un hijo adoptivo. (Liston, naturalmente, hace años que está muerto: murió por sobredosis de heroína, a los treinta y ocho años de edad y en circunstancias «sospechosas».) Tal vez más justificada estuvo mi desagradable sensación de que el boxeo es sencillamente algo malo, un error, una actividad ilegal por alguna razón bajo la protección de la ley, cuando, hace algunas semanas, en marzo de 1986, sentada entre un público de salón de las afueras de Trenton que miraba, en súbito silencio y en circuito cerrado de televisión, al peso gallo Richie Sandoval tumbado boca arriba e inmóvil... con toda probabilidad muerto a consecuencia de una paliza salvaje que el árbitro, por alguna razón, no había detenido a tiempo. Mi convicción me decía que cualquier cosa era preferible al boxeo, cualquier cosa era preferible a contemplarlo siquiera un minuto; por ejemplo, salir al estacionamiento y pasar allí el resto de la velada mirando el asfalto manchado... 


Un amigo que es periodista deportivo quedó horrorizado por el mismo combate. En una carta habló del intermitente asco que sentía por el deporte que había estado observando la mayor parte de su vida, y del que había escrito durante años: «Es un poco como un mal amor: soportar el dolor, esperando sus secuelas hasta el último buen momento. Y como en el mal amor, llega el punto del desgaste, cuando la recompensa del buen momento no parece valer la pena...». Sin embargo no renunciamos al boxeo; no es así de fácil. Quizás sea como probar la sangre. O, en términos más discretos, como el amor mezclado con el odio es más fuerte que el amor. O como el odio. 


El espectáculo de dos seres humanos que luchan entre sí por la razón que sea, incluyendo, en ciertas ocasiones bien publicitadas, insólitas cantidades de dinero, resulta sumamente inquietante porque viola un tabú de nuestra civilización. Muchos hombres y mujeres, por mucho que se endurezcan, no soportan ver un combate de boxeo porque no pueden permitirse ver qué es lo que están viendo. Se piensa, irremediablemente, que eso no puede estar sucediendo, aun cuando, y por lo general muy rutinariamente, está sucediendo. En este sentido, el boxeo como espectáculo público, es pariente de la pornografía: en ambos casos el espectador se convierte en voyeur, distanciado y sin embargo, se supone, íntimamente involucrado en un acontecimiento que no debería estar ocurriendo tal como está ocurriendo. El «drama» pornográfico —aunque tan fraudulento como la lucha libre profesional—pretende ocuparse de algo absolutamente serio, cuando no humanamente profundo: no trata tanto de sí mismo como de la violación de un tabú. Seguramente en el núcleo de la pasión de nuestra cultura por la pornografía subyace que el tabú sea espiritual más que físico o sexual, que el amor —nuestra experiencia humana más valiosa— esté siendo execrado, parodiado, burlado. En otra cultura, no definida por valores espirituales y emocionales, la pornografía no podría existir: ¿quién pagaría por verla? 


La diferencia obvia entre el boxeo y la pornografía es que el boxeo, a diferencia de la pornografía, no es teatral. No es —salvo en ocasiones tan poco frecuentes que no son relevantes— ni ensayado ni simulado. Su violación del tabú contra la violencia («No matarás» en su forma primigenia) es abierta, explícita, ritualizada y, como he dicho, costumbre, lo cual confiere al boxeo ese aire sobrenatural. A diferencia de la pornografía (y la lucha libre profesional) es por completo real: la sangre derramada, los daños sufridos, el dolor (usualmente suprimido o sublimado), no son fingidos. Desaconsejable para hemofóbicos, el boxeo es un deporte en el que la sangre se torna rápidamente insignificante. El observador experimentado entiende que el rostro sangrante del boxeador es probablemente la menor de sus preocupaciones y puede, de hecho, no significar nada; basta pensar en el rostro escandalosamente ensangrentado pero siempre triunfal de Rocky Marciano, en la frente de Marvin Hagler chorreando sangre aun cuando venció a Thomas Hearns. El boxeador profusamente sangrante y sus asistentes no están preocupados por su cara cortada sino por la posibilidad de que se suspenda el combate, lo cual implica para el adversario la victoria por K.O. técnico. Recordemos a Ray «Boom Boom» Mancini en su segundo combate contra Livingstone Bramble, cuando trataba desesperadamente de quitarse con los guantes la sangre que brotaba a chorros de los largos cortes de sus párpados: fueron necesarios veintisiete puntos de sutura. (Bramble, pragmático como todo boxeador, castigó los sufridos ojos de Mancini tanto como le fue posible. De los 674 golpes dados por Bramble, 255 fueron a la cara.) 


Del mismo modo en que el boxeador es entrenado para luchar hasta que no pueda más, también es entrenado —o está por naturaleza dotado— para pelear de pie aun inconsciente. En mi recuerdo permanece indeleble la imagen del desventurado surcoreano peso ligero Duk Koo-Kim esforzándose por levantarse de la lona después de que un golpe de Mancini le reventara un vaso sanguíneo del cerebro, como si su cuerpo poseyera su propia voluntad demoníaca incluso en el umbral de la muerte. Se dice que Joe Louis, sumamente aturdido por Max Schmeling en su primer combate, boxeó varios asaltos en estado de inconsciencia: su cuerpo, bellamente acondicionado, ejecutó los movimientos aprendidos como un reloj mecánico. (Y fue durante ese asalto perdido cuando quedó de manifiesto el prodigioso talento de Louis para la resistencia, y por ende para el gran boxeo.) Es tan habitual esta especie de boxeo «desconocedor del miedo» que la conducta del peso pesado Jesse Ferguson en su combate contra Mike Tyson en febrero de 1986 —aferrándose, sujetando los guantes de Tyson, negándose realmente a luchar— llamó la atención como algo anormal, cuando de hecho era del todo natural, la forma en que se comportaría el hombre medio en tan desesperada situación. Pero el boxeo es contrario a la naturaleza. 


Una de las paradojas del boxeo es que el espectador habita una conciencia tan distinta a la del boxeador que sugiere un antimundo. La «libre» voluntad, la «cordura», la «racionalidad» —nuestros modos de conciencia característicos— son irrelevantes, cuando no perjudiciales, para el boxeo en sus momentos más extraordinarios. Incluso cuando se desviste ceremoniosamente en el cuadrilátero, el gran boxeador debe despojarse tanto de la razón como del instinto de precaución mientras se prepara para luchar.








Tomado de:
 OATES, Joyce Carol (2012): Del boxeo. Madrid, Alfaguara, pp.16-20, 33-35, 92-97.

01 mayo 2014

El mito como sistema semiológico. Roland Barthes




El mito como sistema semiológico

Roland Barthes


En efecto, como estudio de un habla la mitología no es más que un fragmento de esa vasta ciencia de los signos que Saussure postuló hace unos cuarenta años bajo el nombre de semiología. La semiología no está todavía constituida. Sin embargo, desde el propio Saussure y a veces independientemente de él, una buena parte de la investigación contemporánea vuelve reiteradamente al problema de la significación; el psicoanálisis, el estructuralismo, la psicología eidética, algunas nuevas tentativas de crítica literaria de las que Bachelard es el ejemplo, sólo se interesan en estudiar el hecho en la medida en que significa. Y postular una significación, es recurrir a la semiología. No quiero decir con esto que la semiología podría resolver de la misma manera todas estas investigaciones, pues cada una de ellas tiene contenidos diferentes. Pero sí, todas tienen una característica común, todas son ciencias de valores; no se limitan a encontrar el hecho sino que lo definen y lo exploran como un equivalente a.


La semiología es una ciencia de las formas, puesto que estudia las significaciones independientemente de su contenido. Quisiera decir algunas palabras sobre la necesidad y los límites de una ciencia formal de tal naturaleza. La necesidad es idéntica a la de cualquier lenguaje exacto. Zdanov solía burlarse del filósofo Alexandrov, quien hablaba de "la estructura esférica de nuestro planeta". "Hasta ahora parecía —afirma Zdanov— que sólo la forma podía ser esférica". Zdanov tenía razón. No se puede hablar de estructuras en términos de formas y a la inversa. Es posible que la "vida" sólo sea una totalidad indiscernible de estructuras y formas. Pero la ciencia es incompatible con lo inefable: necesita decir la "vida", si quiere transformarla. Contra un cierto quijotismo de la síntesis, lamentablemente, por otra parte, platónico, la crítica debe consentir la ascesis, el artificio del análisis, y en el análisis, apropiarse de métodos y lenguajes. Si la crítica histórica no se hubiera sentido tan aterrorizada por el fantasma del "formalismo", tal vez habría sido menos estéril; habría comprendido que el estudio específico de las formas no contradice en absoluto los principios necesarios de la totalidad y de la historia. Por el contrario: cuando un sistema es más específicamente definido en sus formas, más dócil se muestra a la crítica histórica. Parodiando un dicho conocido, diré que un poco de formalismo aleja de la historia; mucho, acerca. ¿Existe mejor ejemplo de una crítica total que la descripción —a la vez formal e histórica, semiológica e ideológica— de la santidad, que se encuentra en el Saint Genet de Sartre? El peligro reside en considerar las formas como objetos ambiguos, semiformas y semisustancias, en dotar a la forma de una sustancia de forma, como lo hizo el realismo zdanovista. La semiología, centrada en sus límites, no es una trampa metafísica: es una ciencia entre otras, necesaria aunque no suficiente. Lo importante es comprender que la unidad de una explicación no reside en la amputación de alguna de sus aproximaciones, sino en la coordinación dialéctica de las ciencias especiales que se implican en ella, tal como postula Engels. Esto ocurre con la mitología: forma parte de la semiología como ciencia formal y de la ideología como ciencia histórica; estudia las ideas como forma.


Sería útil recordar que la semiología postula una relación entre dos términos, un significante y un significado. Esta relación se apoya en objetos de orden diferente; por eso decimos que no se trata de una igualdad sino de una equivalencia. Mientras el lenguaje común me dice simplemente que el significante expresa el significado, en cualquier sistema semiológico no nos encontramos con dos, sino con tres términos diferentes. Lo que se capta no es un término por separado, uno y luego el otro, sino la correlación que los une: tenemos entonces el significante, el significado y el signo, que constituye el total asociativo de los dos primeros términos. Tomemos como ejemplo un ramo de rosas: yo le hago significar mi pasión. ¿Se trata de un significante y un significado, las rosas y mi pasión? No, ni siquiera eso; en realidad, lo único que tengo son rosas "pasionalizadas". Pero, en el plano del análisis existen efectivamente tres términos; esas rosas cargadas de pasión se dejan descomponer perfectamente en rosas y en pasión; unas y otra existían antes de unirse y formar ese tercer objeto que es el signo. Así como es cierto que en el plano de lo vivido no puedo disociar las rosas del mensaje que conllevan, del mismo modo en el plano del análisis no puedo confundir las rosas como significante y las rosas como signo: el significante es hueco, el signo es macizo, es un sentido. Veamos otro ejemplo: a una piedra negra puedo hacerla significar de muchas maneras, puesto que se trata de un simple significante. 


Pero si la cargo de un significado definitivo (por ejemplo, condena a muerte en un voto anónimo), se convertirá en un signo. Entre el significante, el significado y el signo existen, naturalmente, implicaciones funcionales (como de la parte al todo) tan estrechas que el análisis puede parecer inútil; sin embargo en seguida veremos que esta distinción tiene una importancia capital para el estudio del mito como esquema semiológico. Naturalmente, estos tres términos son puramente formales y se les puede adjudicar contenidos diferentes. Algunos ejemplos: para Saussure, que trabajó un sistema semiológico particular aunque metodológicamente ejemplar, la lengua, el  significado es el concepto, el significante la imagen acústica (de orden psíquico) y la relación de concepto e imagen, el signo (la palabra, por ejemplo) o entidad concreta. Para Freud, como se sabe, el psiquismo es un espesor de equivalencias, un equivale a. Un término (me abstengo de otorgarle preeminencia) está constituido por el sentido manifiesto de la conducta, otro por su sentido latente o sentido propio (por ejemplo el sustrato del sueño); el tercer término es también una correlación de los dos primeros: es el sueño en sí mismo, en su totalidad, el acto fallido o la neurosis, concebidos como compromisos, como economías operadas gracias a la unión de una forma (primer término) y de una función intencional (segundo término). Se puede observar en qué medida es necesario distinguir el signo del significante: el sueño, para Freud, ni es su dato manifiesto, ni su contenido latente; es el vínculo funcional de los dos términos. Finalmente, en la crítica sartreana (me limitaré a estos tres ejemplos conocidos) el significado está constituido por la crisis original del sujeto (la separación lejos de la madre en Baudelaire, la denominación del robo en Genet); la literatura como discurso forma el significante y la relación de la crisis y del discurso define la obra, que constituye una significación. Por cierto que este esquema tridimensional, por constante que sea en su forma, no se realiza de la misma manera: siempre es oportuno repetir que la semiología sólo puede tener unidades a nivel de las formas y no de los contenidos; su campo es limitado, se asienta sobre un lenguaje, realiza una sola operación: la lectura o el desciframiento. 


En el mito reencontramos el esquema tridimensional al que acabo de referirme: el significante, el significado y el signo. Pero el mito es un sistema particular por cuanto se edifica a partir de una cadena semiológica que existe previamente: es un sistema semiológico segundo. Lo que constituye el signo (es decir el total asociativo de un concepto y de una imagen) en el primer sistema, se vuelve simple significante en el segundo. Recordemos aquí que las materias del habla mítica (lengua propiamente dicha, fotografía, pintura, cartel, rito, objeto, etc.), por diferentes que sean en un principio y desde el momento en que son captadas por el mito, se reducen a una pura función significante: el mito encuentra la misma materia prima; su unidad consiste en que son reducidas al simple estatuto de lenguaje. Se trate de grafía de letras o de grafía pictórica, el mito sólo reconoce en ellas una suma de signos, un signo global, el término final de una primera cadena semiológica. Y es precisamente este término final el que va a convertirle en primer término o término parcial del sistema amplificado que edifica. Es como si el mito desplazara de nivel al sistema formal de las primeras unificaciones. Como esta traslación es capital para e! análisis del mito, la representaré de la manera siguiente, haciendo la salvedad de que la espacialización del esquema sólo constituye una simple metáfora:




Como se ve, existen en el mito dos sistemas semiológicos de los cuales uno está desencajado respecto al otro: un sistema lingüístico, la lengua (o los modos de representación que le son asimilados), que llamaré lenguaje objeto, porque es el lenguaje del que el mito se toma para construir su propio sistema; y el mito mismo, que llamaré metalenguaje porque es una segunda lengua en la cual se habla de la primera. Al reflexionar sobre un metalenguaje, el semiólogo ya no tiene que preguntarse sobre la composición del lenguaje objeto, ya no necesita tener en cuenta el detalle del esquema lingüístico: tendrá que conocer sólo el término total o signo global y únicamente en la medida en que este término se preste al mito. Por esta razón el semiólogo está autorizado a tratar de la misma manera la escritura y la imagen: lo que retiene de ellas es que ambas son signos, llegan al umbral del mito dotadas de la misma función significante, una y otra constituyen un lenguaje objeto.


Consideremos uno o dos ejemplos de habla mítica. El primero lo tomaré de una observación de Valéry: soy alumno de quinto en un liceo francés; abro mi gramática latina y leo una frase tomada de Esopo o de Fedra: quia ego nominar leo. Me detengo y pienso: en esta proposición hay una ambigüedad. Por una parte las palabras tienen un sentido simple: pues yo me llamo león. Por otra parte la frase está manifiestamente allí para significarme otra cosa: en la medida en que se dirige a mí, alumno de quinto, me dice claramente: soy un ejemplo de gramática destinado a ilustrar la regla de concordancia del atributo. Estoy inclusive forzado a reconocer que la frase no me significa en absoluto su sentido, busca escasamente hablarme del león y de la manera como se nombra; su significación verdadera y última es la de imponerse a mí como presencia de una particular concordancia del atributo. Mi conclusión es que estoy frente a un sistema semiológico particular, ampliado, porque es extensivo a la lengua. Existe un significante, pero ese significante está formado por una suma de signos, es en sí mismo un primer sistema semiológico (me llamo león). Por lo demás, el esquema formal se desarrolla correctamente: hay un significado (soy un ejemplo de gramática) y una significación global que es precisamente la correlación del significante y el significado; porque ni la denominación del león, ni el ejemplo de gramática me son dados separadamente.


Veamos otro ejemplo: estoy en la peluquería, me ofrecen un número de Paris-Match. En la portada, un joven negro vestido con uniforme francés hace la venia con los ojos levantados, fijos sin duda en los pliegues de la bandera tricolor. Tal el sentido de la imagen. Sin embargo, ingenuo o no, percibo correctamente lo que me significa: que Francia es un gran imperio, que todos sus hijos, sin distinción de color, sirven fielmente bajo su bandera y que no hay mejor respuesta a los detractores de un pretendido colonialismo que el celo de ese negro en servir a sus pretendidos opresores. Me encuentro, una vez más, ante un sistema semiológico amplificado: existe un significante formado a su vez, previamente, de un sistema (un soldado negro hace la venia); hay un significado (en este caso una mezcla intencional de francesidad y militaridad) y finalmente una presencia del significado a través del significante. Antes de pasar al análisis de cada término del sistema mítico, es conveniente ponerse de acuerdo sobre una terminología. Sabemos ahora que el significante en el mito puede ser considerado desde dos puntos de vista: como término final del sistema lingüístico o como término inicial del sistema mítico. Necesitamos, por lo tanto, dos nombres: en el plano de la lengua, es decir, como término final del primer sistema, al significante lo designaré sentido (me llamo león, un negro hace la venia francesa); en el plano del mito lo designaré forma. Respecto al significado, no hay ambigüedad posible: le dejaremos el nombre de concepto. El tercer término es la correlación de los dos primeros: en el sistema de la lengua es el signo. Pero no podemos retomar esta palabra sin que se produzca ambigüedad, ya que, en el mito (y ésta es su principal particularidad), el significante se encuentra formado por los signos de la lengua. Al tercer término del mito lo llamaré significación: la palabra se justifica tanto más por cuanto el mito tiene efectivamente una doble función: designa y notifica, hace comprender e impone.








Tomado de:
BARTHES, Roland (1999): Mitologías. México, Siglo XXI, pp. 109-113.