13 diciembre 2014

Esperanza y absurdo en Kafka. Albert Camus




Esperanza y absurdo en Kafka


Albert Camus


Todo el arte de Kafka consiste en obligar al lector a releer. Sus desenlaces, o la ausencia de desenlaces, sugieren explicaciones, pero que no se revelan claramente y que exigen, para que parezcan fundadas, una nueva lectura del relato desde otro ángulo. A veces hay una doble posibilidad de interpretación, de donde surge la necesidad de dos lecturas. Eso es lo que buscaba el autor. Pero sería un error querer interpretar todo detalladamente en Kafka. Un símbolo está siempre en lo general, y, por precisa que sea su traducción, un artista no puede restituirle sino el movimiento: no hay traducción literal. Por lo demás, nada es más difícil de entender que una obra simbólica. Un símbolo supera siempre a quien lo emplea y le hace decir en realidad más de lo que cree expresar. A este respecto, el medio más seguro de captarlo consiste en no provocarlo, en leer la obra con un espíritu no prevenido y en no buscar sus corrientes secretas. En cuanto a Kafka en particular, está bien consentir en su juego, y acercarse al drama por la apariencia y a la novela por la forma.


A primera vista, y para un lector desapegado, se trata de aventuras inquietantes que arrastran a personajes temblorosos y obstinados en la persecución de problemas que no formulan nunca. En El proceso es acusado José K... Pero no sabe de qué. Quiere, sin duda, defenderse, pero ignora por qué. Los abogados encuentran difícil su causa. Entre tanto, no deja de amar, de alimentarse o de leer su diario. Luego le juzgan, pero la sala del tribunal está muy oscura y no comprende gran cosa. Supone únicamente que lo condenan, pero apenas se pregunta a qué. A veces duda de ello y también sigue viviendo. Mucho tiempo después, dos señores bien vestidos y corteses van a buscarle y le invitan a que les siga. Con la mayor cortesía le llevan a un arrabal desesperado, le ponen la cabeza sobre una piedra y lo degüellan. Antes de morir, el condenado dice solamente: "Como un perro".


Es difícil, como se ve, hablar de símbolo en un relato en el que la calidad más sensible es, precisamente, lo natural. Pero lo natural es una categoría difícil de comprender. Hay obras en las cuales el acontecimiento parece natural al lector. Pero hay otras (más raras, es cierto) en las que es el personaje quien encuentra natural lo que le sucede. En virtud de una paradoja singular pero evidente, cuanto más extraordinarias sean las aventuras del personaje tanto más sensible se hará la naturalidad del relato; está en proporción con la diferencia que se puede sentir entre la rareza de una vida de hombre y la sencillez con que ese hombre la acepta. Parece que Kafka tiene esa naturalidad. Y, justamente, se advierte bien lo que quiere decir El proceso. Se ha hablado de una imagen de la condición humana. Sin duda. Pero se trata de algo a la vez más sencillo y más complicado. Quiero decir que el sentido de la novela es más particular y mas personal de Kafka. En cierta medida, es él quien habla, si bien nos confiesa a nosotros. Vive y le condenan. Se entera de ello en las primeras páginas de la novela, que él vive en este mundo, y aunque trata de remediarlo, lo hace, no obstante, sin sorpresa. Nunca se asombrará bastante de esa falta de asombro. En estas contradicciones se reconocen los primeros signos de la obra absurda. El espíritu proyecta en lo concreto su tragedia espiritual. Y no puede hacerlo sino mediante una paradoja perpetua que da a los colores el poder de expresar el vacío y a los gestos cotidianos la fuerza para traducir las ambiciones eternas.


Del mismo modo, El castillo es, quizás, una teología en acción, pero también y ante todo la aventura individual de un alma en busca de su gracia, de un hombre que reclama a los objetos de este mundo su secreto real y a las mujeres los signos del dios que duerme en ellas. La Metamorfosis, a su vez, simboliza ciertamente la horrible imaginería de una ética de la lucidez. Pero es también el producto de ese incalculable asombro que experimenta el hombre al sentir la bestia en la que se convierte sin esfuerzo. El secreto de Kafka reside en esta ambigüedad fundamental. Estas oscilaciones perpetuas entre lo natural y lo extraordinario, el individuo y lo universal, lo trágico y lo cotidiano, lo absurdo y lo lógico, vuelven a encontrarse en toda su obra y le dan a su vez su resonancia y su significación. Hay que enumerar estas paradojas y reforzar estas contradicciones para comprender la obra absurda.


En efecto, un símbolo supone dos planos, dos mundos de ideas y de sensaciones, y un diccionario de correspondencia entre uno y otro. Ese léxico es el más difícil de establecer. Pero tomar conciencia de los dos mundos puestos en presencia es ponerse en el camino de sus relaciones secretas. En Kafka esos dos mundos son el de la vida cotidiana, por una parte, y el de la inquietud sobrenatural, por la otra. Se asiste aquí, al parecer, a una interminable explotación de la frase de Nietzsche: "Los grandes problemas están en la calle".


Hay en la condición humana, y éste es el lugar común de todas las literaturas, una absurdidad fundamental al mismo tiempo que una grandeza implacable. Las dos coinciden, como es natural. Ambas se configuran, repitámoslo, en el divorcio ridículo que separa a nuestras intemperancias de alma de los goces perecederos del cuerpo. Lo absurdo es que sea el alma de ese cuerpo quien le sobrepase tan desmesuradamente. Quien quiera simbolizar esa absurdidad tendrá que darle vida mediante un juego de contrastes paralelos. Por eso Kafka expresa la tragedia mediante lo cotidiano y lo absurdo mediante lo lógico.


Un actor da más fuerza a un personaje trágico si se abstiene de exagerarlo. Si es mesurado, el horror que él cause será desmesurado. La tragedia griega abunda en enseñanzas a este respecto. En una obra trágica el destino se hace siempre sentir mejor bajo los rostros de la lógica y de lo natural. El destino de Edipo es anunciado de antemano. Se ha decidido sobrenaturalmente que cometa el asesinato y el incesto. Todo el esfuerzo del drama consiste en mostrar el sistema lógico que, de deducción en deducción, va a consumar la desgracia del protagonista. El anuncio de ese destino inusitado apenas es horrible por sí solo, porque es inverosímil. Pero si se nos demuestra su necesidad en el marco de la vida cotidiana, la sociedad, el Estado, la emoción familiar, entonces el horror se consagra. En esta rebelión que sacude al hombre y le hace decir: "Eso no es posible", hay ya la certidumbre desesperada de que "eso" es posible.



El proceso (1915) y El Castillo (1926) de Kafka.



Lo que se debe retener, en todo caso, es esta complicidad secreta que a lo trágico une lo lógico y lo cotidiano. Por eso Samsa, el protagonista de La metamorfosis, es un viajante de comercio. Por eso lo único que le preocupa en la singular aventura que lo convierte en una araña es que a su patrón le causará descontento su ausencia. Le crecen patas y antenas, su espinazo se arquea, su vientre se llena de puntos blancos, y no diré que eso no le asombre, pues fallaría el efecto, pero sólo le causa un "ligero fastidio". Todo el arte de Kafka está en este matiz. En su obra central, El castillo, son los detalles de la vida cotidiana los que vuelven a ganar terreno y, no obstante, en esta extraña novela en la que nada termina y todo recomienza, se simboliza la aventura esencial de un alma en busca de su gracia. Esta traducción del problema en el acto, esta coincidencia de lo general y lo particular, se manifiesta también en los pequeños artificios propios de todo gran creador. 


Del mismo modo, si Kafka quiere expresar lo absurdo, se sirve de la coherencia. Es conocido el chiste del loco que pescaba en una bañera; un médico que tenía cierta idea de los tratamientos psiquiátricos, le preguntó: "¿Y si mordiesen?...”, y el loco le respondió con rigor: "Pero, imbécil, ¿no ves que es una bañera?”. Este chiste es del género barroco. Pero se advierte en él de una manera sensible cuán ligado está el efecto absurdo a un exceso de lógica. El mundo de Kafka es, en verdad, un universo inefable en el que el hombre se permite el lujo torturante de pescar en una bañera sabiendo que no saldrá nada de ella.


Reconozco, por lo tanto, en esto una obra absurda en sus principios. En cuanto a El proceso, por ejemplo, puedo decir que el logro es total. La carne triunfa. Nada falta en él, ni la rebelión inexpresada (precisamente es ella la que escribe), ni la desesperación lúcida y muda (es ella la que crea), ni esa sorprendente libertad de proceder que los personajes de la novela respiran hasta la muerte final.


Sin embargo, este mundo no es tan cerrado como parece. En este universo sin progreso va a introducir Kafka la esperanza bajo una forma singular. A este respecto, El proceso y El castillo no marchan en el mismo sentido. Se completan. El insensible progreso que se puede advertir del uno al otro simboliza una conquista desmesurada en el orden de la evasión. El proceso plantea un problema que resuelve El castillo en cierta medida. El primero describe, de acuerdo con un método casi científico y sin conclusión. El segundo, en cierta medida, explica. El proceso diagnostica y El castillo imagina un tratamiento. Pero el remedio que se propone en él no cura. Lo único que hace es que la enfermedad entre en la vida normal. Ayuda a aceptarla. En cierto sentido (pensemos en Kierkegaard) la hace querer. El agrimensor K... no puede imaginar otra preocupación que la que lo roe. Aquellos mismos que le rodean se apasionan por ese vacío y ese dolor que no tiene nombre, como si el sufrimiento adquiriese en este caso un rostro privilegiado. "Cómo te necesito —le dice Frieda a K...—, cuán abandonada me siento, desde que te conozco, cuando no estás a mi lado." Este remedio sutil que nos hace amar lo que nos aplasta y que hace que nazca la esperanza en un mundo sin salida, este "salto" brusco mediante el cual todo cambia, es el secreto de la revolución existencial y de El castillo mismo.


Pocas obras son más rigurosas en su desarrollo que El castillo. A K... le nombran agrimensor del castillo y llega a la aldea. Pero desde la aldea es imposible comunicarse con el castillo. Durante centenares de páginas se obstinará K... en encontrar su camino, hará todas las diligencias posibles, empleará astucias, andará con rodeos, no se enfadará nunca y, con una fe desconcertante, se empeñará en ejercer la función que se le ha confiado. Cada capítulo es un fracaso. Y también una reanudación. No es lógica, sino perseverancia. La amplitud de esta obstinación constituye lo trágico de la obra. Cuando K... telefonea al castillo oye voces confusas y mezcladas, risas vagas, llamamientos lejanos. Eso basta para alimentar su esperanza, como esos signos que aparecen en los cielos de estío, o esas promesas del anochecer que constituyen nuestra razón de vivir. Aquí se encuentra el secreto de la melancolía particular de Kafka. Es la misma, en verdad, que se respira en la obra de Proust o en el paisaje plotiniano: la nostalgia de los paraísos perdidos. "Me pongo muy triste —dice Olga— cuando Barnabé me dice por la mañana que va al castillo: ese trayecto probablemente inútil, ese día probablemente perdido, esa esperanza probablemente vana." Este "probablemente" es el matiz sobre el cual Kafka hace girar toda su obra. Mas a pesar de todo, la búsqueda de lo eterno es en ella meticulosa. Y esos autómatas inspirados que son los personajes de Kafka nos dan la imagen de lo que seríamos nosotros privados de nuestras diversiones y entregados por completo a las humillaciones de lo divino.

En El castillo se convierte en una ética esta sumisión a lo cotidiano. La gran esperanza de K... es conseguir que el castillo le adopte. Como no puede conseguirlo solo, se esfuerza por merecer esa gracia haciéndose habitante de la aldea y perdiendo esa cualidad de forastero que todos le hacen sentir. Lo que quiere es un oficio, un hogar, una vida de hombre normal y sano. Ya no puede soportar más su locura. Quiere ser razonable. Desea librarse de la maldición particular que le hace extraño a la aldea. El episodio de Frieda al respecto es significativo. Si esta mujer que ha conocido a uno de los funcionarios del castillo se hace su querida es a causa de su pasado. Toma de ella algo que le supera, al mismo tiempo que tiene conciencia de lo que le hace para siempre indigna del castillo. Uno recuerda a este respecto el amor singular de Kierkegaard por Regina Olsen. En ciertos hombres, el fuego de eternidad que los devora es lo bastante grande como para que quemen en él el corazón mismo de quienes los rodean. El funesto error que consiste en dar a Dios lo que no es de Dios es también el tema de este episodio de El castillo. Pero parecería que para Kafka no fuera un error. Es una doctrina y un "salto". No hay nada que no sea de Dios.


Más significativo aún es el hecho de que el agrimensor se separe de Frieda para acercarse a las hermanas Barnabé. Pues la familia Barnabé es la única de la aldea que está completamente abandonada por el castillo y por la aldea misma. Amalia, la hermana mayor, ha rechazado las proposiciones vergonzosas de uno de los funcionarios del castillo. La maldición inmoral que ha seguido la ha apartado para siempre del amor de Dios. Ser incapaz de perder el honor por Dios es hacerse indigna de su gracia. Se reconoce un tema familiar de la filosofía existencial: la verdad contraría a la moral. Aquí las cosas van lejos, pues el camino que recorre el protagonista de Kafka, el que va de Frieda a las hermanas Barnabé, es el mismo que va del amor confiado a la deificación de lo absurdo. También en esto el pensamiento de Kafka coincide con el de Kierkegaard. No es sorprendente que "el relato Barnabé" se sitúe al final del libro. La última tentativa del agrimensor consiste en volver a encontrar a Dios a través de lo que lo niega, en reconocerlo, no de acuerdo con nuestras categorías de bondad y belleza, sino detrás de los rostros vacíos y horribles de su indiferencia, de su injusticia y de su odio. Ese forastero que pide al castillo que le adopte, se encuentra al final de su viaje un poco más desterrado, pues esta vez es infiel a sí mismo y abandona la moral, la lógica y las verdades del espíritu para tratar de entrar, con la única riqueza de su esperanza insensata, en el desierto de la gracia divina.


La palabra esperanza no es ridícula en este caso. Por el contrario, cuanto más trágica es la situación de que informa Kafka tanto más rígida y provocativa se hace esa esperanza. Cuanto más verdaderamente absurdo es El proceso tanto más conmovedor e ilegítimo parece el "salto" exaltado de El castillo. Pero aquí volvemos a encontrar en estado puro la paradoja del pensamiento existencial tal como lo expresa, por ejemplo, Kierkegaard: "Se debe herir mortalmente a la esperanza terrestre, pues solamente entonces nos salva la esperanza verdadera"y que se puede traducir así: "Hay que haber escrito El proceso para escribir El castillo".


La mayoría de quienes han hablado de Kafka han definido, en efecto, su obra como un grito desesperanzador en el que no se deja al hombre recurso alguno. Pero esto exige una revisión. Hay esperanzas y esperanzas. La obra optimista del señor Henri Bordeaux me parece singularmente desalentadora. Es que en ella nada se permite a los corazones un poco difíciles. El pensamiento de Malraux, por el contrario, es siempre tonificador. Pero en ambos casos no se trata de la misma esperanza ni de la misma desesperación. Veo solamente que la obra absurda misma puede conducir a la infidelidad que quiero evitar. La obra que no era más que una repetición sin alcance de una condición estéril, una exaltación clarividente de lo perecedero, se convierte aquí en una cuna de ilusiones. Explica y da una forma a la esperanza. El creador ya no puede separarse de ella. No es el juego trágico que debía ser. Da un sentido a la vida del autor.


Es singular, en todo caso, que obras de inspiración próxima como las de Kafka, Kierkegaard o Chestov, las de, para decirlo en pocas palabras, los novelistas y filósofos existenciales, completamente orientados hacia lo Absurdo y sus consecuencias, desemboquen, a fin de cuentas, en ese inmenso grito de esperanza. Abrazan al Dios que las devora. La esperanza se introduce por medio de la humildad. Pues lo absurdo de esta existencia les asegura un poco más de la realidad sobrenatural. Si el camino de esta vida va a parar a Dios, hay, pues, una salida. Y la perseverancia, la obstinación con que Kierkegaard, Chestov y los protagonistas de Kafka repiten sus itinerarios constituyen una garantía singular del poder exaltante de esta certidumbre.


Kafka niega a su dios la grandeza moral, la evidencia, la bondad, la coherencia, pero es para arrojarse mejor a sus brazos. Lo Absurdo es reconocido, aceptado, el hombre se resigna a él y desde ese instante sabemos que no es ya lo absurdo. En los límites de la condición humana, ¿qué mayor esperanza que la que permite escapar a esa condición? Veo una vez más que el pensamiento existencial a este respecto, contra la opinión corriente, está lleno de una esperanza desmesurada, la misma que, con el cristianismo primitivo y el anuncio de la buena nueva, sublevó al mundo antiguo. Pero en ese salto que caracteriza a todo el pensamiento existencial, en esa obstinación, en esa agrimensura de una divinidad sin superficie, ¿cómo no ver la señal de una lucidez que se niega? Se quiere solamente que se trate de un orgullo que abdica para salvarse. Ese renunciamiento sería fecundo. Pero lo uno nada tiene que ver con lo otro. En mi opinión, no se disminuye el valor moral de la lucidez diciendo que es estéril como todo orgullo. Pues también una verdad, por su definición misma, es estéril. Todas las evidencias lo son. En un mundo donde todo está dado y nada es explicado, la fecundidad de un valor o de una metafísica es una noción carente de sentido.


En esto se ve, en todo caso, en qué tradición de pensamiento se inscribe la obra de Kafka. En efecto, no sería inteligente considerar como rigurosa la manera de proceder que lleva de El proceso a El castillo. José K... y el agrimensor K..., son solamente los dos polos que atraen a Kafka. Yo hablaré como él y diré que su obra no es probablemente absurda. Pero que eso no nos prive de ver su grandeza y su universalidad. Estas proceden de que ha sabido simbolizar con tanta amplitud el paso cotidiano de la esperanza a la angustia y de la sensatez desesperada a la obcecación voluntaria. Su obra es universal (una obra verdaderamente absurda no es universal) en la medida en que en ella se simboliza el rostro conmovedor del hombre que huye de la humanidad, que saca de sus contradicciones razones para creer, razones para esperar en sus desesperaciones fecundas, y que llama vida a su aterrador aprendizaje de la muerte. Es universal porque tiene una inspiración religiosa. Como en todas las religiones, el hombre se libera en ella del peso de su propia vida. Pero si bien sé esto, si bien puedo también admirarla, sé, asimismo, que no busco lo universal, sino lo verdadero. Ambos pueden no coincidir.


Lo que precede habrá bastado, sin embargo, para poner de manifiesto la importancia capital de la obra de Kafka en el marco de este ensayo. Ella nos transporta a los confines del pensamiento humano. Si se da a la palabra su sentido pleno, puede decirse que todo es esencial en esta obra. En todo caso, plantea enteramente el problema de lo absurdo. Por lo tanto, si se quiere comparar estas conclusiones con nuestras observaciones iniciales, el fondo con la forma, el sentido secreto de El castillo con el arte natural por el que discurre, la búsqueda apasionada y orgullosa de K... con la apariencia cotidiana por la que camina, se comprenderá lo que puede ser su grandeza. Pues si la nostalgia es la marca de lo humano, nadie ha dado, quizá, tanta carne y tanto relieve a esos fantasmas de la añoranza. Pero se advertirá, al mismo tiempo, cuál es la singular grandeza que exige la obra absurda y que ésta no tiene acaso. Si lo propio del arte es ligar lo general con lo particular, la eternidad perecedera de una gota de agua con los juegos de sus luces, es más natural todavía valorar la grandeza del escritor absurdo por la diferencia que sabe introducir entre esos dos mundos. Su secreto consiste en saber encontrar el punto exacto en que se unen, en su mayor desproporción.



















Tomado de:
CAMUS (1985): El mito de Sísifo. Bs. As. Lozada,  p.62-68.

08 noviembre 2014

Génesis del sujeto y el objeto en El Perfume. Jorge M. Kraus




Génesis del sujeto y el objeto
 en El perfume

Jorge Marugán Kraus


En la Francia del siglo XVIII, en un puesto del mercado de París, Jean-Baptiste Grenouille fue arrojado por su madre a los pestilentes restos de pescado en el instante de nacer. Llegó como un deshecho, sin lugar, sólo el hedor lo acogió, sólo el olor para aferrarse a la vida en un desierto de estímulos. Desde entonces, su única marca, su único lazo con el mundo fue su hipertrófico sentido del olfato.En la Francia del siglo XVIII, en un puesto del mercado de París, Jean-Baptiste Grenouille fue arrojado por su madre a los pestilentes restos de pescado en el instante de nacer. Llegó como un deshecho, sin lugar, sólo el hedor lo acogió, sólo el olor para aferrarse a la vida en un desierto de estímulos. Desde entonces, su única marca, su único lazo con el mundo fue su hipertrófico sentido del olfato.


Como su vida a nadie importaba, su milagrosa supervivencia se basó en el aislamiento y en la resistencia a la privación de las necesidades más básicas, “una cantidad mínima de alimento y de ropa bastaba para su cuerpo. Para el alma no necesitaba nada”. Ya desde niño sólo infundía rechazo y su lugar en el mundo era el de un parásito que “esperaba”:


La pequeña y fea garrapata, que forma una bola con su cuerpo de color gris plomizo para ofrecer al mundo exterior la menor superficie posible; que hace su piel dura y lisa para no secretar nada, para no transpirar ni una gota de sí misma […] La solitaria garrapata que vivía en el árbol, ciega, sorda y muda […] Vivía encerrado en sí mismo como una cápsula y esperaba mejores tiempos. Sus excrementos eran todo lo que daba al mundo; ni una sonrisa, ni un grito, ni un destello en la mirada, ni siquiera su propio olor (p. 22). 


Así describe la novela de Süskind la infancia del pequeño Grenouille. Disponía de una sola forma de sentir que le impulsaba a una única acción: oler. Como una ameba, va atrapando olores, todos equivalentes, sólo de ellos se alimenta y gracias a ellos sobrevive. Parecería que el autor estuviera dando figuración al comienzo ancestral de la vida, que estuviera elaborando un mito de lo humano primigenio, un pre-sujeto en su funcionamiento más básico: almacén de marcas perceptivas diferenciadas pero equivalentes; como el bombo de la lotería que contiene todos los números antes de extraer los premiados.


En este ser mítico no habita ni siquiera la vida pulsional, no hay zonas erógenas diferenciadas, pues la nariz sólo atrapa y distingue olores como nutrientes, sin emoción, sin sentimiento. Un ser cuyo objeto es un puro objeto de la necesidad percibido bajo el principio del todo-o-nada; no es un objeto regulado, cortado, demandado, suministrado por ese lugar materno, sede de lo que Lacan denomina Otro (para distinguirlo del otro como semejante). Así las funciones de alimentar, defecar, mirar u oír son establecidas, interpretadas por el Otro con sus ritmos particulares de corte-satisfacción. El Otro recorta, separa al sujeto de los cuatro objetos primordiales aislados por Lacan a partir de Freud: pecho, heces, mirada y voz. Pero, ¿por qué no, también, el olor? El propio Süskind ofrece la clave: el olor no puede ser cortado por el Otro porque “el perfume es hermano del aliento” y “todo huele”: 


Los hombres podían cerrar los ojos ante la grandeza, ante el horror, ante la belleza y cerrar los oídos a las melodías o las palabras seductoras, pero no podían sustraerse al perfume (p. 137).


 El perfume. Historia de un asesino,
film del 2006.

El aislamiento olfativo de Grenouille marca el comienzo de la historia, el punto de partida. Pero había algo más, algo que sostenía esta existencia imposible y que Süskind puntúa enigmáticamente utilizando una sola expresión: “esperaba”. El pequeño Jean-Baptiste pronunció su primera palabra muy tarde, a los cuatro años:


Fue la palabra “pescado” […] Los verbos adjetivos y preposiciones le resultaban más difíciles. Hasta el “si” o el “no” -que por otra parte tardó mucho en pronunciar-, sólo dijo sustantivos o, mejor dicho, nombres propios de cosas concretas […] cuando le sorprendían de improviso por su olor (p. 24).


La articulación de una palabra en particular le llevó y, a la vez, le salvó del colapso:


No veía, oía, ni sentía nada, sólo el olor de la leña que le envolvía y se concentraba bajo el tejado como bajo una cofia. Aspiraba este olor, se ahogaba en él, se impregnaba de él hasta el último poro, se convertía en madera, en un muñeco de madera, en un Pinocho, sentado como muerto sobre los troncos hasta que, al cabo de mucho rato, tal vez media hora, vomitó la palabra “madera”, la arrojó por la boca como si estuviera lleno de madera hasta las orejas, como si pugnara por salir de su garganta después de invadirle la barriga, el cuello, la nariz. Y esto le hizo volver en sí y le salvó cuando la abrumadora presencia de la madera, su aroma, amenazaba con ahogarle […] Aún días después seguía muy afectado por la intensa experiencia olfatoria, y cuando su recuerdo le asaltaba con demasiada fuerza, murmuraba “madera, madera”, como si fuera un conjuro. (p. 25).

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El olor de la madera lo traspasó de tal modo que tuvo que recurrir a un sonido donado por el Otro para expulsarlo: “ma-de-ra”. Por primera vez el objeto de la necesidad se atraviesa como el hueso de aceituna en la garganta y el olor se vuelve asfixiante. Sólo el conjuro de la palabra, tal y como sucede también en nuestras terapias, permite la extracción del hueso atravesado, del objeto demasiado incrustado en el ser, de lo que se había vuelto demasiado “real”. Por eso Lacan habla de la palabra, del símbolo, como el asesinato de la cosa real. En este sentido la palabra “ejecuta” a la cosa pero, a la vez, es la condición que permite su manejo por el sujeto. Tampoco es ingenuo el ejemplo que toma Süskind: “mad[r]era”.


No obstante, las palabras resultan demasiado limitadas y escasas, “las grotescas desproporciones entre la riqueza del mundo percibido por el olfato y la pobreza del lenguaje hacían dudar al joven Grenouille del sentido de la lengua y sólo se adaptaba a su uso cuando el contacto con otras personas lo hacía imprescindible”. No fue, por tanto, el uso del lenguaje lo que alteró su aislamiento. Su prodigioso talento olfativo se desarrollaba únicamente en su interior y se fue volviendo cada vez más introvertido. Sólo le dominaba la avidez de capturar nuevos olores, “no tenía preferencias. No hacía distinciones, todavía no, entre lo que solía calificarse de buen olor o mal olor”.


Un día el viento le llevó “algo”, algo minúsculo, apenas un indicio de fragancia, pero…:


…de una sutileza y finura tan excepcionales, que no podía captarla, escapaba una y otra vez a su percepción […] Grenouille sufría un tormento. Por primera vez no era su carácter ávido el que se veía contrariado, sino su corazón el que sufría. Tuvo el extraño presentimiento de que aquella fragancia era la clave del ordenamiento de todas las demás fragancias, que no podía entender nada de ninguna si no entendía precisamente ésta y que él, Grenouille, habría desperdiciado su vida si no conseguía poseerla (p. 36).


Ahora sí, ya nada sería igual. La equivalencia del universo de olores quedaba rota. Surge un olor excepcional cuya pérdida hace sufrir a su corazón, una clave para ordenar todos los demás. Podemos definir este encuentro inesperado como identificación imaginaria, Grenouille se identifica con una imagen olfativa que, desde fuera, confiere a su propia imagen una ilusión de orden y completud. Se constituye así el fundamento del Yo para Lacan en el denominado estadio del espejo. Esa imagen le permite reconocerse y asentar su narcisismo: “soy ese olor”. 


También Süskind capta aquí el nacimiento de la “conciencia de sí mismo” de Grenouille: 


Tenía la impresión de haber nacido por segunda vez, no, no por segunda, sino por primera vez, ya que hasta la fecha había existido como un animal, con sólo una nebulosa conciencia de sí mismo (p. 41). 


La identificación imaginaria otorga a la satisfacción o goce olfativo un cauce; le confiere consistencia y límite. Permite a Grenouille, por primera vez, obtener placer a través del olor. Se establece, entonces, un atisbo de pulsión, de zona erógena y goce parcial. Se constituye así un objeto particular puesto que ese olor especial no queda ahí, a su disposición, para ser atrapado como los demás, es un olor traído por el Otro y luego cortado, separado y perdido; un tormento para su corazón helado, algo que le obliga a buscar, a no seguir esperando. Este objeto será denominado por Lacan “objeto a”. 


El objeto a será el agujero presente, real, imposible de llenar, en toda imagen que identifique al yo. Esta imagen será llamada por Lacan “i(a)”, imagen de a, y equiparada al Yo-ideal freudiano. Así mismo, en todo encuentro del sujeto con su imagen i(a), la presencia del agujero, la proximidad de sus bordes, estarán señalados por una manifestación de angustia. Süskind describe ejemplarmente el carácter hueco, inclasificable, de esta imagen agujereada:


Una fragancia incomprensible, indescriptible, imposible de clasificar; de hecho, su existencia era imposible […] la fragancia le había hecho prisionero y ahora le atraía irrevocablemente hacia sí (p. 37).



Precisamente, por escapar a toda clasificación, por encerrar una imposibilidad, esta i(a) puede erigirse como principio clasificatorio del conjunto de olores, “se trataba del principio supremo, del modelo según el cual debía clasificar todos los demás. Era la belleza pura”. Además, el olor introduce al Otro sexo pues pertenece a una mujer:


Ahora olía que ella era un ser humano, olía el sudor de sus axilas, la grasa de sus cabellos, el olor a pescado de su sexo, y lo olía con el mayor placer (p. 39).


En el “a-gujero” de la imagen vendrán a ubicarse los objetos que alcanzarán el estatuto de objetos de deseo para el sujeto haciendo deseable la imagen. Al objeto de deseo así ubicado el psicoanálisis lo nombrará de forma altisonante: falo. ¿Por qué falo? porque hace referencia al atributo anatómico que, según Freud, el niño descubre como faltante en la madre. La presencia imaginaria del falo cubre el agujero angustioso de la imagen, pero otorga a ésta una completud ficticia. Por eso, la naturaleza del falo es la falta, porque nunca puede llenar el vacío que tapa. Además, la característica principal del falo es el hecho de intercambiarse, de sustituirse, de poder circular por diferentes imágenes. Y aquí se produce el primer fracaso de Grenouille: él no soporta la separación de su objeto, que éste se instaure como falo, que circule y adopte nuevas caras, reencontrarlo por otras vías, perderlo para que pueda nacer como deseo. Necesitaba poseer el olor, conservarlo puro, tal cual lo había encontrado. Por eso:


… no la miró. No vio su bonito rostro salpicado de pecas, los labios rojos, los grandes ojos verdes y centelleantes, porque mantuvo bien cerrados los propios mientras la estrangulaba, dominado por una única preocupación: no perderse absolutamente nada de su fragancia (p. 40).


El goce de Grenouille no admite sucedáneos, no se deja domesticar por el deseo sexual, por el amor o la fantasía. Su goce no pasa al lenguaje, al discurso, ya que sus palabras no portan emoción, misterio en la combinatoria, en la producción de sentidos. El lenguaje de Grenouille será puramente nominativo; no duda, no renuncia, no tiene alternativa al impulso de capturar su i(a) para siempre. Süskind describe cómo, en su búsqueda del nuevo olor, el entusiasmo de Grenouille “ardía en una llama fría”. Necesitaba arrancar el alma fragrante de las cosas, pero los atributos: “flores, hojas, cáscara, fruto, color, belleza, vida y todos los componentes secretos que en ellas se ocultaban, no le importaban nada en absoluto. Sólo eran envoltura y lastre”; resto inútil que había que tirar. Su búsqueda desafía a la muerte y está condenada al fracaso. Cuando lo descubre, enferma de una tristeza mortal. Sólo la nueva esperanza de encontrar en la ciudad de Grasse, lejos de París, una misteriosa técnica de conservación del olor le da fuerzas para continuar. 


Sin embargo, el camino a Grasse depara un encuentro diferente e inesperado. O quizá aquello que Grenouille realmente buscaba sin saberlo. Se produce en un lugar muy particular: 


…supo enseguida que ningún ser viviente había entrado jamás en esa cueva y tomó posesión de ella con una especie de temor respetuoso […] En toda su vida no se había sentido tan seguro, ni siquiera en el vientre de su madre […] Empezó a llorar en silencio. No sabía a quien agradecer tanta felicidad (p.109).


Una cueva donde el olor está casi ausente, donde el objeto no podía manifestar su volatilidad, sin corte del Otro, sin miedo a la pérdida: 


Yacía en su tumba de rocas como si fuera su propio cadáver, respirando apenas, con los latidos del corazón reducidos al mínimo y viviendo, a pesar de ello, de manera tan intensa y desenfrenada como jamás había vivido en el mundo un libertino […] El odio brotaba de él con violencia de orgasmo, estallando como una tormenta contra aquellos olores que habían osado ofender su ilustre nariz […] ¡Ah, que momento sublime! […] este acto violento de exterminación de todos los olores […] Aquí sólo mandaba su voluntad, la voluntad del grande, del magnífico, del singular Grenouille (p. 110).


En esta exaltación imaginaria sin límites, el reencuentro con un goce masivo, sin  objeto, se manifiesta como pura pulsión de muerte, como un paroxismo que lleva al retorno a cero de la tensión por las vías más cortas. La cueva podía, “debía”, haber sido su tumba puesto que “no le faltaba nada”. Pero, una vez más, surge lo inesperado, un nuevo impulso vital desde una perspectiva completamente diferente a la anterior, “una catástrofe que lo expulsó de la montaña y lo devolvió al mundo”:


Lo cruzaron como jirones fantasmales claros vestigios de un olor […] y Grenouille sabía de qué clase de olor se trataba […] El suyo, el de Greouille, su propio olor. Y lo espantoso era que Grenouille, aunque reconocía este olor como el suyo, no podía olerlo (p. 118).


Reconocía su olor pero no podía olerlo. Süskind describe así algo que va más allá de aquel encuentro que ordena y limita el goce a través de la identificación con la imagen bella e inconsistente. Ahora se trata de una caída que, desde lo real, se manifiesta en lo simbólico: “si carezco de olor que me identifique, que me distinga,  ¿quién soy?” Este encuentro supone una catástrofe porque provoca el derrumbe del teatro, la caída de las identificaciones imaginarias, de la promesa de una satisfacción plena a través de un objeto revestido de belleza, a través de i(a). Ahora el objeto a, agujero real, resurge en lo simbólico, “se trataba de una especie opuesta a la anterior, ya que de éste no podía escapar, sino que debía hacerle frente”. El objeto se atraviesa en la garganta y es necesario extraerlo:


Y su propio grito despertó a Grenouille […] si el grito no hubiera rasgado la niebla, se habría asfixiado a sí mismo: una muerte espantosa […] sabía ya una cosa con absoluta seguridad: cambiaría su vida, aunque sólo fuera porque no quería tener aquella horrible pesadilla por segunda vez […] era bueno que el mundo exterior existiese, aunque sólo le sirviera de lugar de refugio (p. 119).



La angustia de Grenouille es la de todos, ¿quién puede reconocer su propio olor? Estamos condenados a ese grito en la niebla. Y a inventar al Otro, a aquel que pueda otorgarnos nuestro lugar, nuestra consistencia simbólica, ya que sólo podemos “olernos” a nosotros mismos desde fuera: 


El hecho de que no huela mi propio olor se debe a que no he parado de oler desde mi nacimiento y por ello tengo la nariz embotada para mi propio olor. Si pudiera separarlo de mí, todo, o por lo menos en parte, y volver a él al cabo de cierto tiempo de descanso, conseguiría  olerlo muy bien y, por lo tanto, a mí mismo (p.120).


Entonces, ¿cómo, por qué vías obtenemos esa consistencia del Otro?  establezcamos tres: ser amados, que nos sea dado un sentido y ser deseados. Según Süskind, a Grenouille “el temor que ahora le atenazaba era el de ignorar algo de sí mismo”; es decir, su regreso al mundo, su nueva búsqueda pasa por el encuentro de un sentido, por la obtención de una identidad no ya imaginaria sino simbólica a través del amor:


¡Sí, deberían amarle cuando estuvieran dentro del círculo de su aroma, no sólo aceptarle como su semejante, sino amarle con locura, con abnegación, temblar de placer, gritar, llorar de gozo sin saber por qué, caer de rodillas bajo el frío incienso de Dios sólo al olerle a él, Grenouille! (p. 137).


Un amor sin límites. La búsqueda y conservación de su fragancia no serviría ya para la posesión y disfrute de lo bello, sino para la obtención del amor que él merecía. Al contrario que en la cueva, al trazar su plan de dominación “no sintió ninguna euforia”, no se trataba de una nueva exaltación yoica, simplemente “se dijo que lo quería porque era absolutamente malvado”. Y el asesinato de las mujeres que contenían su aroma era el medio necesario. Encontró entonces en la bella Laure, la culminación perfecta para su perfume. Ese día, “el inhumano Grenouille que nunca había sentido amor y nunca podría inspirarlo, aquel día de marzo, ante la muralla de Grasse, amó y fue invadido por la bienaventuranza de su amor”. Numerosas jóvenes son encontradas muertas, desnudas y rapadas. Todos quedan aterrorizados, sobre todo al comprobar que su virginidad está intacta. Antoine Richis, el padre viudo de Laure, intuye el propósito del asesino e intenta protegerla. Pero, aunque fuerte y lúcido, Richis es neurótico. El amor infinito que siente por su hija queda sometido a la ley edípica: 

Richis, cuando contemplaba a su hija, se daba cuenta de pronto que durante un tiempo indeterminado, un cuarto de hora o tal vez media hora, se había olvidado del mundo y de sus negocios -lo cual no le pasaba mientras dormía-, absorto por completo en la contemplación de la espléndida muchacha, y después no sabía decir qué había hecho. Y, últimamente, -lo notaba con inquietud-, cuando la acompañaba a la cama por la noche o muchas veces por la mañana, cuando iba a despertarla y ella aún estaba dormida, como colocada allí por las manos de Dios, y a través del velo del camisón se adivinaban las formas de caderas y pechos y del hueco del hombro, codo y axila mórbida, donde apoyaba el rostro, emanando un aliento cálido y tranquilo… sentía un malestar en el estómago y un nudo en la  garganta y tragaba saliva y, ¡Dios era testigo!, maldecía el hecho de ser el padre de esta mujer y no un extraño, un hombre cualquiera ante el cual ella estuviera acostada como ahora y quien sin escrúpulos pudiera yacer a su lado, encima de ella y dentro de ella con toda la avidez de su deseo. El sudor le empapaba y los miembros le temblaban mientras ahogaba en su interior tan terrible concupiscencia y se inclinaba sobre ella para despertarla con un casto beso paterno (p. 177).


La resolución de Richis fue escapar de Grasse y escapar de sus propios deseos entregando a Laure en casamiento.

Y cuando se alejan, la deja dormir sola. Pero Grenouille, libre de neurosis, no duda. Cuando la mata, Süskind sugiere la presencia de otro objeto, un sonido que sugiere un leve atisbo de culpa:

El ruido del golpe fue seco y crujiente. Lo detestaba. Lo detestaba sólo porque era un ruido en una operación por lo demás silenciosa. Sólo podía soportar este odioso ruido con los dientes apretados y cuando se hubo extinguido continuó todavía un rato inmóvil y rígido, con la mano aferrada a la maza, como si temiera que el ruido pudiese volver de alguna parte convertido en potente eco (p. 190).


La escena del asesinato es recreada por Tiwker en la versión cinematográfica de la novela introduciendo algunos matices diferentes: cuando él se dispone a golpearla, ella, absolutamente bella, gira la cabeza dispersando su cabello rojo y lo mira. Y, por un instante, él parece dudar. Se sugiere así la esperanza de que el amor brote y venza al mal. La escena, entonces, queda en suspenso. Después, en una deslumbrante mañana, el pobre Richis descubre a Laure acostada en la cama “desnuda, muerta y calva”. Más tarde, “cuando ya lo tenía todo”, Grenouille es capturado. Unos días después la muchedumbre se agolpa enardecida para contemplar su ejecución. Pero cuando desciende de la carroza que lo conduce al cadalso se obra el milagro: a las diez mil almas que esperaban y clamaban venganza “les dominó una abrumadora sensación de afecto, de ternura, de absurdo cariño infantil y sí, Dios era testigo, de amor”. Y también estalla el deseo:

Y todos se sentían reconocidos y cautivados por él en su lugar más sensible; había acertado su centro erótico. Era como si aquel hombre poseyera diez mil manos invisibles y hubiera posado cada una de ellas en el sexo de las diez mil personas que le rodeaban y se lo estuviera acariciando exactamente del modo en que cada uno de ellos, hombre o mujer, deseaba con mayor fuerza en sus fantasías más íntimas (p. 208).


El resultado fue una gran bacanal, “el aire estaba lleno del olor dulzón del sudor voluptuoso y resonaba con los gritos, gruñidos y gemidos de diez mil animales humanos”. Grenouille, con su perfume, había hecho de su imagen la imagen perfecta, había conseguido el engaño perfecto, emular el perfecto objeto de deseo: portaba el falo sin la falta. Había proporcionado a todos un objeto sexual que no sólo cubría, sino que llenaba el agujero dejado por la pérdida inaugural de objeto. Y todos respondían; sin matices, sin particularidades. Había conseguido llenar la falta intrínseca de la sexualidad humana con el objeto sexual para todos. Sin embargo, mientras todos quedaban hipnotizados por el reclamo, él, el único consciente del engaño, lloraba:

Tuvo una horrible sensación porque no podía disfrutar ni un segundo aquel triunfo […] volvió a invadirle la enorme repugnancia que le inspiraban los hombres […] Lo que siempre había anhelado, que los demás le amaran, le resultó insoportable en el momento de su triunfo, porque él no los amaba, los aborrecía (p. 210).


Grenouille, portador también de la verdad, lloraba. Y sus lágrimas muestran la impotencia del hombre en el encuentro con los otros. Y, “como aquella vez en la caverna […] sintió un miedo y una angustia terribles y creyó que se ahogaba”. Pero “aquí no le ayudaría ninguna huida hacia el mundo bueno, cálido y salvador”. Hubo alguien más que no participó de la orgía. Un hombre que se lanzó hacia él “como un ángel vengador”:

Y abrió los brazos para recibir al ángel que se precipitaba hacia él. Ya creía sentir en el pecho la magnífica punzada de la espada o el puñal y cómo penetraba la hoja en su frío corazón, atravesando todo el blindaje del perfume y las nieblas asfixiantes […] ¡Por fin, por fin algo en su corazón, algo que no fuera él mismo! Ya se sentía casi liberado […] En lugar de esto, la mejilla húmeda de lágrimas de Richis pegada contra la suya y unos labios trémulos que le susurraron:

- ¡Perdóname, hijo mío, querido hijo mío, perdóname!







Tomado de:
MARUGÁN KRAUS, Jorge (2010): "Génesis del sujeto y el objeto en El perfume de Süskind" En: Revista Clínica Contemporánea Vol 1, n°3, pp. 169-176.

02 noviembre 2014

Memoria colectiva. Joël Candau




Memoria colectiva

Joël Candau


Los “difusores” de la memoria por excelencia son los monumentos a los muertos, las necrópolis, los osarios, etc., y, de manera más general, todos los monumentos funerarios que son el soporte de una fuerte memoria afectiva.


Los monumentos le deben su aparente indestructibilidad al hecho de que se les considera “memoria mineral”, eternamente válida. Lo que hace que una colectividad decida erigir un monumento en honor de tal o cual personaje es la producción de una leyenda o, más exactamente, de una “bioleyenda” -“interpretación biográfica post-mortem”-. De manera estereotipada, la memoria colectiva convierte al héroe al que, por haberse sacrificado por la comunidad, es digno de conmemoración. Pero como señala Gardes, la memoria a través de los monumentos tiene su escala de valores y, en función de los azares  de la historia, puede deshacer lo que antes había unido. Mientras el desfasaje entre la memoria colectiva y la memoria a través de los monumentos se mantenga dentro de ciertos límites, los monumentos no están amenazados. Por el contrario en períodos de fuerte tensión social, puede suceder que el pueblo o un nuevo poder no tolere más las distancias entre la antigua memoria de los monumentos y la nueva memoria dominante o la que aspire a convertirse en ella. Entonces llega el momento de iconoclasmo, que siempre coincide con las crisis políticas y religiosas. 93


Los diferentes poderes siempre instauraron una política de monumentos porque integra a los marcos sociales de la memoria. Al crear espacios comunes de la memoria, señala James Young, “los monumentos propagan la ilusión de una memoria común” pero más allá de la ilusión, ¿cuál es la verdadera naturaleza de esta memoria? ¿El entusiasmo patrimonial contemporáneo y la profusión de monumentos no son finalmente sustituidos del trabajo de memoria que deberían efectuar la comunidad y los individuos? Para Pierre Nora “cuanto menos se vive la memoria desde el interior , más necesita apoyos externos y puntos de referencias tangibles” y agrega: la memoria de las sociedades modernas es “una memoria registradora, que delega en el archivo la preocupación de recordar por ella y multiplica los signos de los que se despoja, como la serpiente lo hace con su piel muerta”; memoria registradora pero también memoria relajada y atrapa-todo que cumple compulsiva y mecánicamente con su tarea, sin preocuparse por el sentido del acto de memoria.


La historia se esfuerza por poner distancia frente al pasado, la memoria intenta fusionarse con él. Una y la otra se vinculan con el pasado. La irrupción de la memoria en la disciplina histórica se volvió inevitable a partir del momento en que los que transmitían la memoria comenzaron a hacer historia, como sucedió con las víctimas del nazismo que se comportaron -y siguen haciéndolo- como los archivistas de la tragedia. La comparación entre memoria e historia se dificulta a causa de la polisemia de esta última palabra, que designa simultáneamente una disciplina, el contenido de una acontecimiento y una forma de conciencia colectiva e identitaria. 


La noción de memoria colectiva es práctica, pues no es posible ver cómo designar de otro modo que con este término ciertas formas de conciencia del pasado (o de la inconsciencia en el caso del olvido), aparentemente compartidas por un conjunto de individuos. 


Podemos admitir que la sociedad produce “percepciones fundamentales” (Diderot) que por analogías, por reuniones entre lugares, personas e ideas, etc. provocan recuerdos que pueden ser compartidos por varios individuos, incluso por una sociedad. Incluso en este caso, aun cuando existiera un corpus de recuerdos constitutivos de la memoria colectiva de una sociedad dada, las secuencias de evocación, de estos recuerdos estarían obligatoriamente diferenciadas individualmente. 


Los mitos, las leyendas, las creencias, las diferentes religiones son construcciones de la memoria colectiva. Así, a través del mito, los miembros de una sociedad dada buscan traspasar una imagen de su pasado de acuerdo con su propia representación de lo que son, algo totalmente explícito en el mito sobre los orígenes. El contenido del mito es objeto de una regulación de la memoria colectiva que depende, como el recuerdo individual, del contexto social, y de lo que se pone en juego en el momento de la narración. 



Monumento a San Martín en San Salvador de Jujuy


Las representaciones que acarrea y provoca el mito son objeto de variaciones personales, individuales, aun cuando sean elaboradas en marcos sociales determinados y aun cuando podamos admitir que la significación que se les da a esos mitos es objeto de una focalización cultural que produce de esta manera una “memoria étnica”.


Lo que observamos en cada ocasión es el trabajo de una memoria sino la obra de memorias múltiples, a veces convergentes, con frecuencia divergentes e, incluso, antagónicas. Por consiguiente, la memoria colectiva nunca es unívoca. 


La reconstrucción de un recuerdo pasa por la de las circunstancias del acontecimiento pasado y, por consiguiente, de los marcos sociales o colectivos entre los cuales se encuentra el lenguaje, el marco social que mayores restricciones presenta: las convenciones verbales, las simples palabras que la sociedad nos propone tienen un poder evocador y proporcionan el sentido de esta evocación como, por otra parte, cualquier ideación. 


El grupo no conserva más que la estructura de las conexiones entre las diversas memorias individuales. Si el otro es necesario para recordar, esto no sucede porque “yo y el otro” nos sumergimos en un mismo pensamiento social, sino porque nuestros recuerdos personales se articulan con los recuerdos de otras personas en un juego muy regulado de imágenes recíprocas y complementarias. 


La semilla de la rememoración necesita un terreno colectivo para germinar. Es posible que cuando la germinación no se logre, porque hay incopatibilidades entre el terreno colectivo y el trabajo personal de la memoria. 


En un momento o en otro, la memoria individual necesita el eco de la memoria de los otros, y un hombre que solitario se acuerda lo que los demás no recuerdan corre riesgo de pasar por alguien con “alucinaciones”. Desde esta perspectiva, la memoria individual siempre tiene una dimensión colectiva, ya que la significación de los acontecimientos memorizados por el sujeto se mide según la vara de su cultura. Esto equivale a decir que el estatus de custodio de la memoria que parece ser una función meramente individual, es inseparable de las acciones sociales.


La noción de marcos sociales nos ayuda a comprender cómo los recuerdos individuales pueden recibir una cierta orientación propia de un grupo, pero el concepto de memoria colectiva no nos dice cómo orientaciones más o menos próximas pueden volverse idénticas al punto de fusionarse y producir una representación común del pasado que adquiere, entonces, su propia dinámica respecto de las memorias individuales 


Dado que los marcos sociales de la memoria orientan la evocación, la anamnesis de una informante dependerá de los marcos sociales contemporáneos a él y, por consiguiente, éste otorgará una visión de los acontecimientos pasados en parte modificada por el presente. El informante que quisiera revivir con fidelidad un hecho de su vida pasada tendría que ser capaz de olvidar  todas sus experiencias ulteriores, incluida la que está viviendo durante la narración.


El acto de memoria que se deja ver en los relatos de vida pone en evidencia esa aptitud específicamente humana que consiste en poder darse vuelta hacia el pasado propio para hacer un inventario con él, poner en orden y dar coherencia a los acontecimientos de la vida que se consideran significativo en el momento del relato. Al proceder de este modo, la memoria autobiográfica tiene como objetivo construir un mondo relativamente estable, verosímil y previsible, en el que los proyectos de vida adquieren sentido y en el que la sucesión de los episodios biográfico pierden su carácter aleatorio y desordenado para integrarse una continuum tan lógico como sea posible. 










Tomado de:
CANDAU, Joël (2002): Antropología de la memoria, Bs. As. Nueva Visión. pp, 93, 94, 60-68, 101.

19 septiembre 2014

La construcción de Jesús. Michel Onfray




La construcción de Jesús

Michel Onfray


Jesús existió, sin duda, como Ulises y Zaratustra, de quienes importa poco saber si vivieron físicamente, en carne y hueso, en un tiempo dado y en un lugar específico. La existencia de Jesús no ha sido verificada históricamente. Ningún documento de la época, ninguna prueba arqueológica ni ninguna certeza permiten llegar a la conclusión, hoy en día, de que hubo una presencia real que intermediara entre dos mundos y que invalidara uno nombrando al otro.


No hay tumba, ni sudario, ni archivos; apenas un sepulcro que, en el año 325, inventó Santa Helena, la madre de Constantino, muy inspirada, pues le debemos igualmente el descubrimiento del Gólgota y el del titulus, el pedazo de madera que llevaba inscrito el motivo de la condena de Jesús. También hay una pieza de tela cuya fecha, por medio del carbono 14, demuestra que data del siglo XIII de nuestra era, de modo que sólo un milagro hubiese podido lograr que envolviera el cuerpo de Cristo, el supuesto cadáver, más de mil años antes. Por último, encontramos tres o cuatro vagas referencias muy imprecisas en los textos antiguos —Flavio Josefo, Suetonio y Tácito—, es cierto, pero en copias hechas algunos siglos después de la pretendida crucifixión de Jesús y sobre todo bastante después de la existencia y deseo de complacer de aquellos adulones.


Pero, en cambio, ¿cómo negar la existencia conceptual de Jesús? Con la misma validez que el Fuego de Heráclito, la Amistad de Empédocles, las Ideas platónicas o el Placer de Epicuro, Jesús funciona de maravilla como Idea, la que articula una visión del mundo, una concepción de lo real, y una teoría del pasado pecaminoso y del futuro en la salvación. Dejemos que los amantes de los debates imposibles diluciden la cuestión de la existencia de Jesús y dediquémonos a los temas que importan: ¿qué contiene la construcción llamada Jesús?, ¿para hacer qué?, ¿con qué intenciones?, ¿con el fin de servir a qué intereses?, ¿quién creó esa ficción?, ¿cómo adquirió consistencia el mito?, ¿cómo evolucionó la fábula a través de los siglos?


Las respuestas a esas preguntas exigen que demos un rodeo por un decimotercer apóstol histérico, Pablo de Tarso; por un "obispo de relaciones exteriores", como se hacía llamar Constantino, también autor de un golpe de Estado exitoso; y por sus seguidores, Justiniano, Teodosio, Valentiniano, que alentaron a los cristianos a saquear, torturar, asesinar y quemar bibliotecas. La historia coincide con la genealogía de nuestra civilización, desde el ectoplasma invisible hasta los plenos poderes del fantasma que se extendió sobre un Imperio y luego sobre el mundo. La historia comienza envuelta en brumas, en Palestina, prosigue en Roma, y después en Bizancio, entre las riquezas, el boato y la púrpura del poder cristiano; reina aún hoy en millones de espíritus formateados por esa increíble historia construida en el aire, con improbabilidades, imprecisiones y contradicciones, que la Iglesia impone desde siempre por medio de la violencia política.


Nada de lo que perdura es confiable. El archivo cristiano es el resultado de una elaboración ideológica, e incluso Flavio Josefo, Suetonio o Tácito, en cuyas obras un puñado de palabras indica la existencia de Cristo y sus fieles en el siglo I de nuestra era, responden a la ley de la falsificación intelectual. Cuando un monje anónimo vuelve a copiar las Antigüedades judaicas del historiador judío, arrestado y luego convertido en colaborador del poder romano, en el instante en que tiene ante sí un original de los Anales de Tácito o de la Vida de los doce Césares de Suetonio y se asombra de la ausencia en el texto de alguna mención de la historia en la que cree, de buena fe agrega un pasaje de su puño y letra, sin vergüenza o complejos y sin imaginarse que actúa mal o que inventa una falsedad, puesto que en esas épocas no abordaban los libros con el ojo de nuestros contemporáneos obsesionados por la verdad, el respeto a la integridad del texto y el derecho de autor... Hoy, incluso, leemos a los escritores de la Antigüedad en manuscritos varios siglos posteriores a sus autores, confeccionados por copistas cristianos que modificaron sus contenidos con el fin de que siguieran el curso de la historia.


Los ultrarracionalistas —desde Prosper Alfaric hasta Raoul Vaneigem— tienen razón, probablemente, acerca de la inexistencia histórica de Jesús. Durante decenios, se ha investigado, en todos los sentidos posibles, el corpus de textos, documentos y datos a nuestra disposición, sin que se haya podido llegar a una conclusión definitiva ni a un consenso general. Entre el Jesús ficticio y el Jesús, Hijo de Dios, hay un amplio espectro, y la cantidad de hipótesis justifica tanto el ateísmo agresivo y militante de la unión racionalista como la adhesión al Opus Dei.


Lo que podemos decir es que en la época en que supuestamente aparece Jesús abundaban los individuos de su clase, profetas furibundos, locos iluminados, histéricos convencidos de la superioridad de sus verdades grotescas y vaticinadores de múltiples apocalipsis. La historia de aquel siglo exaltado incluye numerosos casos de esta índole; por otra parte, los filósofos gnósticos provienen de la efervescencia milenarista y de la locura delirante que teñía la época de angustia, temor e incertidumbre en un mundo desconocido para todos. La vieja mentira se agrietaba y amenazaba con el fin del mundo. La desaparición anunciada generaba miedos a los que algunos individuos respondían con proposiciones francamente irracionales.


En la primera mitad del siglo I pululaban los profetas, los mesías y los vaticinadores de la buena nueva. Algunos iban acompañados de sus fieles al desierto en busca de señales prodigiosas y manifestaciones de la divinidad. Un iluminado procedente de Egipto con cuarenta mil acólitos llegó hasta el Huerto de los Olivos, otra zona relacionada con Cristo. Este pretendía derribar, sólo con la voz, los muros de Jerusalén con el fin de abrirles paso a los sublevados. También esa vez las milicias romanas dispersaron a los rebeldes. Abundan las historias que relatan la voluntad judía de combatir el poder romano utilizando como única arma el discurso religioso, místico, milenarista, profético y vaticinador de la buena nueva, tal como lo anuncia el Antiguo Testamento.


La resistencia era legítima: desear expulsar de su tierra por la fuerza a los ejércitos de ocupación que imponían su lengua, leyes y costumbres, justificaba y justifica siempre la resistencia, la rebelión, el rechazo y la lucha, aunque fuera armada. En cambio, creer que se podía enfrentar a las tropas más aguerridas del mundo, expuestas a los combates más importantes de su tiempo, entrenadas profesionalmente, provistas de medios considerables y plenos poderes, sólo con el fervor de la fe en lo imposible, transformó esas magníficas luchas en batallas perdidas de antemano. Dios, enarbolado como un estandarte ante las legiones romanas, no cumplía con los requisitos necesarios.


Jesús representa, pues, la histeria de la época, la creencia en que basta emprender la acción sólo con buena voluntad y en nombre de Dios para poder partir victorioso y vencer. Pretender destruir murallas con la voz en lugar de arietes y armas de guerra, dividir las aguas con palabras y no con embarcaciones militares dignas de ese nombre, enfrentar a soldados expertos en campos de batalla con cánticos, rezos y amuletos, y no lanzas, armas o escuderos, era la mejor manera de no hostigar el poder romano de ocupación. Apenas unos rasguños en la piel del Imperio. El nombre de Jesús materializa las energías difusas y dispares malgastadas contra la mecánica imperial de la época.


Jesús concentra en su nombre la aspiración mesiánica de la época. Del mismo modo, sintetiza los topoi antiguos utilizados para hablar de alguien maravilloso. Pues nacer de una madre virgen a la que una figura celeste o angélica le comunica su suerte, realizar milagros, contar con un carisma que atrae a discípulos apasionados y resucitar de entre los muertos, son lugares comunes que atraviesan la literatura de la Antigüedad. El hecho de considerar los textos evangélicos como textos sagrados exime, sin duda, de un estudio comparativo que relativice lo maravilloso de los Testamentos para introducirlo en la lógica de lo maravilloso antiguo, ni más ni menos. El Jesús de Pablo de Tarso obedece a las mismas leyes de género que el Ulises de Homero, el Apolonio de Tiana de Filostrato o el Encolpio de Petronio: un héroe de película histórica.


¿Quién es el autor de Jesús? Marcos. El evangelista Marcos, primer autor del relato de aventuras maravillosas del llamado Jesús. Probable compañero de Pablo de Tarso en su travesía misionera, redactó su texto hacia el año 70. No hay pruebas de que haya conocido a Jesús en persona, ¡y con razón! El trato personal hubiese sido evidente y constaría en el texto. Pero no nos codeamos con las ficciones. A lo sumo se les otorga una existencia a la manera del espectador de un espejismo en el desierto que cree efectivamente en la verdad y en la realidad de la palmera y el oasis que percibe en medio del insoportable calor. Sumergido en la incandescencia histérica de la época, el evangelista relata esa ficción cuya verdad sostiene de buena fe.


Marcos redacta su Evangelio con el propósito de convertir. ¿Su público? Individuos que hay que convencer, personas insensibles a priori al mensaje crístico, pero a quienes pretende interesar, cautivar y seducir. El texto es una muestra clara de propaganda. No excluye el recurso al artificio capaz de complacer y lograr el asentimiento y la persuasión. De allí proviene la utilización de lo maravilloso. ¿Cómo interesar al público con el relato de una historia trivial acerca de un hombre sencillo, igual al común de los mortales? Los Evangelios reciclan los usos de escritura de la Antigüedad pagana que permiten adornar, acicalar y engalanar a un hombre al que deseamos transformar en un paladín movilizador.


Para convencernos de ello, leamos las páginas menos conocidas del Nuevo Testamento y la obra que Diógenes Laercio consagra a la vida, a las opiniones y sentencias de filósofos ilustres. Démosles a los dos textos el mismo estatuto literario, el de los escritos históricos, fechados y realizados por hombres que no estaban inspirados de ningún modo por el Espíritu Santo, pero que escribían más bien para llegar a sus lectores y compartir con ellos la convicción de que sus protagonistas eran individuos excepcionales, grandes hombres y personas destacadas. Pitágoras, Platón, Sócrates y Jesús, juzgados con los mismos ojos, los del lector de textos antiguos. ¿Qué descubrimos?


Un mundo similar, idénticas formas literarias en los autores, la misma propensión retórica a recurrir a lo mágico, lo maravilloso y lo fantástico a fin de darle al tema el relieve y el brillo necesarios para edificación de sus lectores. Marcos quiere que se ame a Jesús. Diógenes Laercio desea lo mismo con respecto a los grandes filósofos de la tradición antigua. Cuando el evangelista relata una vida llena de acontecimientos fabulosos, el doxógrafo atiborra su texto de peripecias igualmente extraordinarias en el sentido etimológico. Pues se trata de semblanzas de hombres excepcionales. ¿Cómo pueden nacer, vivir, hablar, pensar y morir como el común de los mortales?


Vayamos al detalle: María, madre de Jesús, concibe virgen por intermediación del Espíritu Santo. Nada raro: Platón nace igualmente de una madre en la flor de la edad, que conserva el himen intacto. ¿El arcángel Gabriel le anuncia a la esposa del carpintero que va a parir sin la participación de su marido, un buen hombre que consiente sin protestar? Y qué: ¡Platón se enorgullece del descenso de Apolo en persona! ¿El hijo de José es ante todo hijo de Dios? No hay problema: Pitágoras, al igual que sus discípulos, se toma por Apolo en persona, procedente de la tierra de los hiperbóreos. ¿Jesús hace milagros, devuelve la visión a los ciegos y la vida a los muertos? Como Empédocles, que —también él— resucita a un difunto. ¿Jesús se destaca en las predicciones? El mismo talento de Anaxágoras, que predice, con éxito, la caída de meteoritos.


¿Jesús habla como inspirado, prestando su voz a lo más grande, fuerte y poderoso que él? ¿Y Sócrates, obsesionado y habitado por su daimoríi ¿El futuro crucificado predica a sus discípulos, a los que convierte por medio de su talento oratorio y su retórica? Todos los filósofos antiguos, desde los cínicos hasta los epicúreos, tenían un talento similar. ¿La relación de Jesús con Juan, el discípulo favorito? La misma relación une a Epicuro con Metrodoro. El hombre de Nazaret habla con metáforas, se alimenta de símbolos y se comporta enigmáticamente... Pitágoras también... ¿Nunca ha escrito nada, salvo una vez en la arena, con un bastón, el mismo que borra de inmediato los caracteres dibujados en el suelo? Tampoco Buda o Sócrates, filósofos de la oralidad, del verbo y la palabra terapéutica. ¿Jesús muere a causa de sus ideas? También Sócrates. ¿En Getsemaní, el profeta vive una noche decisiva? Sócrates experimenta los mismos arrebatos en una oscuridad parecida en Potidaea. ¿María se entera de su destino de madre virgen en un sueño? Sócrates sueña con un cisne y encuentra a Platón al día siguiente.



Cristo Pantocrator. Pintura mural antigua
 en iglesia oscura en Goreme, Turquía.


A ojos vistas, el cuerpo de Jesús ingiere símbolos, pero no los digiere: los conceptos no se excretan. Como carne extravagante, que no se somete a los caprichos de cualquier hijo de vecino, el Mesías no tiene hambre ni sed, nunca duerme, no defeca, no copula y no se ríe. Sócrates tampoco. Recordemos la Apologíaen la que Platón describe un personaje que no sufre los efectos del alcohol, la fatiga ni el insomnio. También Pitágoras se presenta a sí mismo cubierto de un anticuerpo, de carne espiritual, materia etérea, incorruptible e indiferente a los tormentos del tiempo, lo real y la entropía.


Tanto Platón como Jesús creen en una vida después de la muerte y en la existencia de un alma inmaterial e inmortal. Después de la crucifixión, el mago de Galilea se aparece entre los hombres. Pero mucho antes que él, Pitágoras actuaba según el mismo principio. Con mayor lentitud, pues Jesús aguardó tres días, pero el filósofo, vestido de lino, tuvo que esperar doscientos siete años antes de poder volver a la Gran Grecia. Y tantas otras fábulas que funcionan más allá del filósofo griego o del profeta judío, cuando el autor del mito desea persuadir al lector del carácter excepcional de su tema y del personaje que describe.


Lo maravilloso le da la espalda a la historia. No luchamos racionalmente contra lluvias de sapos o de yunques, con muertos que se levantan del sepulcro para cenar con su familia, no solemos encontrarnos con paralíticos, enfermos de hidropesía o de hemorroides que recobran la salud por medio de un toque de varita mágica. El sentido de la palabra que cura, del verbo terapéutico y del gesto inductor de milagros fisiológicos resulta incomprensible cuando permanecemos en el terreno de la razón pura. Para comprender, es necesario pensar en términos de símbolos, alegorías o figuras retóricas. La lectura de los Evangelios exige la misma actitud que la prosa novelesca antigua o los poemas homéricos: dejarse llevar por el efecto literario y renunciar al espíritu crítico. Los trabajos de Hércules significan la fuerza extraordinaria; las trampas de Ulises ponen en evidencia su ingenio y talento. Lo mismo vale para los milagros de Jesús, cuya realidad y verdad no se basan en la coincidencia con hechos comprobados, sino en lo que significan: el poder extraordinario y la fuerza considerable de un hombre que forma parte de un mundo más grande que él.


El género evangélico es performativo. Para decirlo en términos de Austin: la enunciación crea la verdad. Los relatos de los Testamentos no se ocupan en absoluto de la verdad, lo verosímil o lo verdadero. Revelan, más bien, el poder del lenguaje, el que, al afirmar, crea lo que enuncia. Prototipo de lo performativo: el cura que declara casada a la pareja. Por el hecho mismo de la pronunciación de una fórmula, el suceso coincide con las palabras que lo significan. Jesús no pertenece a la historia, sino a lo performativo propio de los Testamentos.


Los evangelistas desprecian la historia. Lo permite su opinión apologética. No hay necesidad de que las historias hayan ocurrido efectivamente; no importa que lo real coincida con la formulación o la narración, pues basta con que el discurso produzca su efecto: convencer al lector y obtener de él la aceptación de la figura del personaje y su enseñanza. ¿La creación del mito es consciente en los autores del Nuevo Testamento? No lo creo. Ni consciente, ni voluntaria, ni deliberada. Marcos, Mateo, Juan y Lucas no engañan a sabiendas. Pablo tampoco. Se engañan a sí mismos, pues afirman que es verdadero lo que creen y creen que es verdadero lo que afirman. Ninguno de ellos conoció a Jesús en persona, pero los cuatro le adjudican una existencia real a la ficción, de ningún modo simbólica o metafórica. Sin duda alguna, creen de veras en lo que cuentan. Autointoxicación intelectual, ceguera ontológica.


Todos le otorgan una ficción de realidad. Al creer en la fábula que narran, le dan cada vez mayor consistencia. La prueba de la existencia de una verdad se reduce a menudo a la suma de errores repetidos que se convierten un día en una verdad convencional. De la inexistencia probable de un individuo cuya vida pormenorizada se relata durante varios siglos, surge finalmente una mitología a la que rinden pleitesía asambleas, ciudades, naciones, imperios, un mundo entero. Los evangelistas crean una verdad al repetir sin cesar las ficciones. La agresividad militante paulina, el golpe de Estado de Constantino y la represión de las dinastías valentiniana y teodosiana hacen el resto.


La construcción del mito se lleva a cabo durante varios siglos, por medio de plumas diversas y múltiples. Se vuelve a copiar, se agrega, se suprime, se omite, se transforma y se tergiversa, a propósito o no. A fin de cuentas, se obtiene un corpus considerable de textos contradictorios. De ahí proviene el trabajo ideológico que consiste en seleccionar sólo lo que apunte a una historia unívoca. En consecuencia, se consideran verdaderos los Evangelios y se descartan los que atentan contra la hagiografía o la credibilidad del proyecto. Así surgen los sinópticos y los apócrifos, incluso los escritos intertestamentarios a los que los investigadores otorgan un estatuto extraño de ¡extraterritorialidad metafísica! ¿Quién ordena el corpus y decide el canon? La Iglesia, sus concilios y sus sínodos a fines del siglo IV.


Sin embargo, esa limpieza no elimina una cantidad impresionante de contradicciones y de aspectos inverosímiles en el texto de los Evangelios sinópticos. Por ejemplo: según Juan, el pedazo de madera en el que los jueces inscribieron el motivo de la condena —el titulus— está clavado en la cruz, encima de la cabeza de Cristo; según Lucas, se encuentra alrededor del cuello del ajusticiado; Marcos, impreciso, no permite zanjar la cuestión... Sobre ese titulus, si comparamos a Marcos, Mateo, Lucas y Juan, el texto dice cuatro cosas diferentes... Yendo hacia el Gólgota, Jesús carga solo la cruz, dice Juan. ¿Por qué los otros comentan que lo ayudó Simón de Cirene? Según uno u otro Evangelio, Jesús se aparece después de muerto a una sola persona, a algunos o a un grupo... Y las apariciones ocurren en distintos lugares... Abunda ese tipo de contradicciones en el texto de los Evangelios. No obstante, la Iglesia oficial las ha suprimido con la finalidad de fabricar en forma unívoca el mismo y único mito.


Además de las contradicciones, encontramos también hechos inverosímiles. Por ejemplo, el intercambio verbal entre el condenado a muerte y Poncio Pilatos, un gobernante de alta jerarquía del Imperio romano. Aparte de que en casos similares el jefe nunca realizaba el interrogatorio sino sus subordinados, no resulta creíble que Poncio Pilatos recibiera a Jesús, que no era aún Cristo, ni lo que la historia hizo de él más adelante: una vedette universal. En ese tiempo, éste dependía estrictamente del derecho consuetudinario, como tantos otros en esas cárceles. Es poco probable, por lo tanto, que el alto funcionario se dignara a entrevistar al pequeño delincuente local. Más aun, Poncio Pilatos hablaba latín y Jesús, arameo. ¿Cómo dialogar, en los mismos términos, según lo establece el Evangelio de Juan, sin intérprete, traductor o intermediario?


Por su parte, Pilatos no pudo ser procurador, de acuerdo con el término utilizado en los Evangelios, sino prefecto de Judea, porque el título de procurador no existía antes del año 50 de nuestra era. Tampoco el funcionario romano pudo ser el hombre amable, cordial y benévolo con Jesús, como indican los evangelistas, salvo que los autores de esos textos desearan denigrar a los judíos, culpables de la muerte de su héroe, y adular el poder romano, para colaborar un poco. Pues el gobernador de Judea figura en la historia más bien por su crueldad, cinismo, ferocidad y deleite por la represión.


Otra inverosimilitud, la crucifixión. Los testimonios históricos demuestran que en esa época se lapidaba a los judíos, no se los crucificaba. ¿De qué se acusaba a Jesús? De pretender ser el Rey de los Judíos. Roma se burlaba de esa historia de mesianismo y profetismo. La crucifixión implicaba el cuestionamiento del poder imperial, lo que el crucificado nunca hizo en forma explícita. Aceptemos la crucifixión. En este caso, habrían dejado al reo en la cruz, abandonado a las aves rapaces y a los perros que hubiesen despedazado con facilidad el cadáver, pues las cruces apenas tenían dos metros de alto. Luego, habrían tirado el cuerpo a la fosa común. De todos modos, queda excluida la sepultura en una tumba. La tumba, pues. Otra inverosimilitud. Un discípulo secreto de Jesús, José de Arimatea, recibe el cuerpo de su maestro de manos de Pilatos para sepultarlo en una tumba. ¿Sin los cuidados mortuorios? Impensable para un judío. Uno de los evangelistas menciona plantas aromáticas, mirra y áloes —treinta kilos—, y vendas, la versión egipcia de la momificación; los otros tres omiten esos detalles. Pero el significado del nombre del lugar de donde proviene José —Arimatea, que significa "después de la muerte"— podría resolver las contradicciones. José de Arimatea, conforme al principio performativo, nombra lo que ocurre después de la muerte y se ocupa del cuerpo de Jesús, una especie de primer discípulo.


Qué hacer con esas contradicciones e inconsistencias: textos descartados, otros conservados pero llenos de artificios, fantasías y aproximaciones, entre otros indicios que dan prueba de la construcción posterior, lírica y militante de la historia de Jesús. Comprendemos que la Iglesia haya prohibido formalmente, durante siglos, la lectura histórica de los textos llamados sagrados. ¡Leerlos como a Platón o Tucídides, es demasiado peligroso! Jesús es, pues, un personaje conceptual. Toda su realidad se basa en esta definición. Existió, sin duda alguna, pero no como figura histórica, sino de una manera tan increíble, que poco importa que haya existido o no. Existe como la materialización de las aspiraciones proféticas de su época y de lo maravilloso propio de los autores antiguos, conforme al principio performativo que crea al nombrar.




















Tomado de:
ONFRAY, Michel (2006): Tratado de ateología. Física de la metafísica. Bs. As. De la flor, pp. 139-154.