19 septiembre 2014

La construcción de Jesús. Michel Onfray




La construcción de Jesús

Michel Onfray


Jesús existió, sin duda, como Ulises y Zaratustra, de quienes importa poco saber si vivieron físicamente, en carne y hueso, en un tiempo dado y en un lugar específico. La existencia de Jesús no ha sido verificada históricamente. Ningún documento de la época, ninguna prueba arqueológica ni ninguna certeza permiten llegar a la conclusión, hoy en día, de que hubo una presencia real que intermediara entre dos mundos y que invalidara uno nombrando al otro.


No hay tumba, ni sudario, ni archivos; apenas un sepulcro que, en el año 325, inventó Santa Helena, la madre de Constantino, muy inspirada, pues le debemos igualmente el descubrimiento del Gólgota y el del titulus, el pedazo de madera que llevaba inscrito el motivo de la condena de Jesús. También hay una pieza de tela cuya fecha, por medio del carbono 14, demuestra que data del siglo XIII de nuestra era, de modo que sólo un milagro hubiese podido lograr que envolviera el cuerpo de Cristo, el supuesto cadáver, más de mil años antes. Por último, encontramos tres o cuatro vagas referencias muy imprecisas en los textos antiguos —Flavio Josefo, Suetonio y Tácito—, es cierto, pero en copias hechas algunos siglos después de la pretendida crucifixión de Jesús y sobre todo bastante después de la existencia y deseo de complacer de aquellos adulones.


Pero, en cambio, ¿cómo negar la existencia conceptual de Jesús? Con la misma validez que el Fuego de Heráclito, la Amistad de Empédocles, las Ideas platónicas o el Placer de Epicuro, Jesús funciona de maravilla como Idea, la que articula una visión del mundo, una concepción de lo real, y una teoría del pasado pecaminoso y del futuro en la salvación. Dejemos que los amantes de los debates imposibles diluciden la cuestión de la existencia de Jesús y dediquémonos a los temas que importan: ¿qué contiene la construcción llamada Jesús?, ¿para hacer qué?, ¿con qué intenciones?, ¿con el fin de servir a qué intereses?, ¿quién creó esa ficción?, ¿cómo adquirió consistencia el mito?, ¿cómo evolucionó la fábula a través de los siglos?


Las respuestas a esas preguntas exigen que demos un rodeo por un decimotercer apóstol histérico, Pablo de Tarso; por un "obispo de relaciones exteriores", como se hacía llamar Constantino, también autor de un golpe de Estado exitoso; y por sus seguidores, Justiniano, Teodosio, Valentiniano, que alentaron a los cristianos a saquear, torturar, asesinar y quemar bibliotecas. La historia coincide con la genealogía de nuestra civilización, desde el ectoplasma invisible hasta los plenos poderes del fantasma que se extendió sobre un Imperio y luego sobre el mundo. La historia comienza envuelta en brumas, en Palestina, prosigue en Roma, y después en Bizancio, entre las riquezas, el boato y la púrpura del poder cristiano; reina aún hoy en millones de espíritus formateados por esa increíble historia construida en el aire, con improbabilidades, imprecisiones y contradicciones, que la Iglesia impone desde siempre por medio de la violencia política.


Nada de lo que perdura es confiable. El archivo cristiano es el resultado de una elaboración ideológica, e incluso Flavio Josefo, Suetonio o Tácito, en cuyas obras un puñado de palabras indica la existencia de Cristo y sus fieles en el siglo I de nuestra era, responden a la ley de la falsificación intelectual. Cuando un monje anónimo vuelve a copiar las Antigüedades judaicas del historiador judío, arrestado y luego convertido en colaborador del poder romano, en el instante en que tiene ante sí un original de los Anales de Tácito o de la Vida de los doce Césares de Suetonio y se asombra de la ausencia en el texto de alguna mención de la historia en la que cree, de buena fe agrega un pasaje de su puño y letra, sin vergüenza o complejos y sin imaginarse que actúa mal o que inventa una falsedad, puesto que en esas épocas no abordaban los libros con el ojo de nuestros contemporáneos obsesionados por la verdad, el respeto a la integridad del texto y el derecho de autor... Hoy, incluso, leemos a los escritores de la Antigüedad en manuscritos varios siglos posteriores a sus autores, confeccionados por copistas cristianos que modificaron sus contenidos con el fin de que siguieran el curso de la historia.


Los ultrarracionalistas —desde Prosper Alfaric hasta Raoul Vaneigem— tienen razón, probablemente, acerca de la inexistencia histórica de Jesús. Durante decenios, se ha investigado, en todos los sentidos posibles, el corpus de textos, documentos y datos a nuestra disposición, sin que se haya podido llegar a una conclusión definitiva ni a un consenso general. Entre el Jesús ficticio y el Jesús, Hijo de Dios, hay un amplio espectro, y la cantidad de hipótesis justifica tanto el ateísmo agresivo y militante de la unión racionalista como la adhesión al Opus Dei.


Lo que podemos decir es que en la época en que supuestamente aparece Jesús abundaban los individuos de su clase, profetas furibundos, locos iluminados, histéricos convencidos de la superioridad de sus verdades grotescas y vaticinadores de múltiples apocalipsis. La historia de aquel siglo exaltado incluye numerosos casos de esta índole; por otra parte, los filósofos gnósticos provienen de la efervescencia milenarista y de la locura delirante que teñía la época de angustia, temor e incertidumbre en un mundo desconocido para todos. La vieja mentira se agrietaba y amenazaba con el fin del mundo. La desaparición anunciada generaba miedos a los que algunos individuos respondían con proposiciones francamente irracionales.


En la primera mitad del siglo I pululaban los profetas, los mesías y los vaticinadores de la buena nueva. Algunos iban acompañados de sus fieles al desierto en busca de señales prodigiosas y manifestaciones de la divinidad. Un iluminado procedente de Egipto con cuarenta mil acólitos llegó hasta el Huerto de los Olivos, otra zona relacionada con Cristo. Este pretendía derribar, sólo con la voz, los muros de Jerusalén con el fin de abrirles paso a los sublevados. También esa vez las milicias romanas dispersaron a los rebeldes. Abundan las historias que relatan la voluntad judía de combatir el poder romano utilizando como única arma el discurso religioso, místico, milenarista, profético y vaticinador de la buena nueva, tal como lo anuncia el Antiguo Testamento.


La resistencia era legítima: desear expulsar de su tierra por la fuerza a los ejércitos de ocupación que imponían su lengua, leyes y costumbres, justificaba y justifica siempre la resistencia, la rebelión, el rechazo y la lucha, aunque fuera armada. En cambio, creer que se podía enfrentar a las tropas más aguerridas del mundo, expuestas a los combates más importantes de su tiempo, entrenadas profesionalmente, provistas de medios considerables y plenos poderes, sólo con el fervor de la fe en lo imposible, transformó esas magníficas luchas en batallas perdidas de antemano. Dios, enarbolado como un estandarte ante las legiones romanas, no cumplía con los requisitos necesarios.


Jesús representa, pues, la histeria de la época, la creencia en que basta emprender la acción sólo con buena voluntad y en nombre de Dios para poder partir victorioso y vencer. Pretender destruir murallas con la voz en lugar de arietes y armas de guerra, dividir las aguas con palabras y no con embarcaciones militares dignas de ese nombre, enfrentar a soldados expertos en campos de batalla con cánticos, rezos y amuletos, y no lanzas, armas o escuderos, era la mejor manera de no hostigar el poder romano de ocupación. Apenas unos rasguños en la piel del Imperio. El nombre de Jesús materializa las energías difusas y dispares malgastadas contra la mecánica imperial de la época.


Jesús concentra en su nombre la aspiración mesiánica de la época. Del mismo modo, sintetiza los topoi antiguos utilizados para hablar de alguien maravilloso. Pues nacer de una madre virgen a la que una figura celeste o angélica le comunica su suerte, realizar milagros, contar con un carisma que atrae a discípulos apasionados y resucitar de entre los muertos, son lugares comunes que atraviesan la literatura de la Antigüedad. El hecho de considerar los textos evangélicos como textos sagrados exime, sin duda, de un estudio comparativo que relativice lo maravilloso de los Testamentos para introducirlo en la lógica de lo maravilloso antiguo, ni más ni menos. El Jesús de Pablo de Tarso obedece a las mismas leyes de género que el Ulises de Homero, el Apolonio de Tiana de Filostrato o el Encolpio de Petronio: un héroe de película histórica.


¿Quién es el autor de Jesús? Marcos. El evangelista Marcos, primer autor del relato de aventuras maravillosas del llamado Jesús. Probable compañero de Pablo de Tarso en su travesía misionera, redactó su texto hacia el año 70. No hay pruebas de que haya conocido a Jesús en persona, ¡y con razón! El trato personal hubiese sido evidente y constaría en el texto. Pero no nos codeamos con las ficciones. A lo sumo se les otorga una existencia a la manera del espectador de un espejismo en el desierto que cree efectivamente en la verdad y en la realidad de la palmera y el oasis que percibe en medio del insoportable calor. Sumergido en la incandescencia histérica de la época, el evangelista relata esa ficción cuya verdad sostiene de buena fe.


Marcos redacta su Evangelio con el propósito de convertir. ¿Su público? Individuos que hay que convencer, personas insensibles a priori al mensaje crístico, pero a quienes pretende interesar, cautivar y seducir. El texto es una muestra clara de propaganda. No excluye el recurso al artificio capaz de complacer y lograr el asentimiento y la persuasión. De allí proviene la utilización de lo maravilloso. ¿Cómo interesar al público con el relato de una historia trivial acerca de un hombre sencillo, igual al común de los mortales? Los Evangelios reciclan los usos de escritura de la Antigüedad pagana que permiten adornar, acicalar y engalanar a un hombre al que deseamos transformar en un paladín movilizador.


Para convencernos de ello, leamos las páginas menos conocidas del Nuevo Testamento y la obra que Diógenes Laercio consagra a la vida, a las opiniones y sentencias de filósofos ilustres. Démosles a los dos textos el mismo estatuto literario, el de los escritos históricos, fechados y realizados por hombres que no estaban inspirados de ningún modo por el Espíritu Santo, pero que escribían más bien para llegar a sus lectores y compartir con ellos la convicción de que sus protagonistas eran individuos excepcionales, grandes hombres y personas destacadas. Pitágoras, Platón, Sócrates y Jesús, juzgados con los mismos ojos, los del lector de textos antiguos. ¿Qué descubrimos?


Un mundo similar, idénticas formas literarias en los autores, la misma propensión retórica a recurrir a lo mágico, lo maravilloso y lo fantástico a fin de darle al tema el relieve y el brillo necesarios para edificación de sus lectores. Marcos quiere que se ame a Jesús. Diógenes Laercio desea lo mismo con respecto a los grandes filósofos de la tradición antigua. Cuando el evangelista relata una vida llena de acontecimientos fabulosos, el doxógrafo atiborra su texto de peripecias igualmente extraordinarias en el sentido etimológico. Pues se trata de semblanzas de hombres excepcionales. ¿Cómo pueden nacer, vivir, hablar, pensar y morir como el común de los mortales?


Vayamos al detalle: María, madre de Jesús, concibe virgen por intermediación del Espíritu Santo. Nada raro: Platón nace igualmente de una madre en la flor de la edad, que conserva el himen intacto. ¿El arcángel Gabriel le anuncia a la esposa del carpintero que va a parir sin la participación de su marido, un buen hombre que consiente sin protestar? Y qué: ¡Platón se enorgullece del descenso de Apolo en persona! ¿El hijo de José es ante todo hijo de Dios? No hay problema: Pitágoras, al igual que sus discípulos, se toma por Apolo en persona, procedente de la tierra de los hiperbóreos. ¿Jesús hace milagros, devuelve la visión a los ciegos y la vida a los muertos? Como Empédocles, que —también él— resucita a un difunto. ¿Jesús se destaca en las predicciones? El mismo talento de Anaxágoras, que predice, con éxito, la caída de meteoritos.


¿Jesús habla como inspirado, prestando su voz a lo más grande, fuerte y poderoso que él? ¿Y Sócrates, obsesionado y habitado por su daimoríi ¿El futuro crucificado predica a sus discípulos, a los que convierte por medio de su talento oratorio y su retórica? Todos los filósofos antiguos, desde los cínicos hasta los epicúreos, tenían un talento similar. ¿La relación de Jesús con Juan, el discípulo favorito? La misma relación une a Epicuro con Metrodoro. El hombre de Nazaret habla con metáforas, se alimenta de símbolos y se comporta enigmáticamente... Pitágoras también... ¿Nunca ha escrito nada, salvo una vez en la arena, con un bastón, el mismo que borra de inmediato los caracteres dibujados en el suelo? Tampoco Buda o Sócrates, filósofos de la oralidad, del verbo y la palabra terapéutica. ¿Jesús muere a causa de sus ideas? También Sócrates. ¿En Getsemaní, el profeta vive una noche decisiva? Sócrates experimenta los mismos arrebatos en una oscuridad parecida en Potidaea. ¿María se entera de su destino de madre virgen en un sueño? Sócrates sueña con un cisne y encuentra a Platón al día siguiente.



Cristo Pantocrator. Pintura mural antigua
 en iglesia oscura en Goreme, Turquía.


A ojos vistas, el cuerpo de Jesús ingiere símbolos, pero no los digiere: los conceptos no se excretan. Como carne extravagante, que no se somete a los caprichos de cualquier hijo de vecino, el Mesías no tiene hambre ni sed, nunca duerme, no defeca, no copula y no se ríe. Sócrates tampoco. Recordemos la Apologíaen la que Platón describe un personaje que no sufre los efectos del alcohol, la fatiga ni el insomnio. También Pitágoras se presenta a sí mismo cubierto de un anticuerpo, de carne espiritual, materia etérea, incorruptible e indiferente a los tormentos del tiempo, lo real y la entropía.


Tanto Platón como Jesús creen en una vida después de la muerte y en la existencia de un alma inmaterial e inmortal. Después de la crucifixión, el mago de Galilea se aparece entre los hombres. Pero mucho antes que él, Pitágoras actuaba según el mismo principio. Con mayor lentitud, pues Jesús aguardó tres días, pero el filósofo, vestido de lino, tuvo que esperar doscientos siete años antes de poder volver a la Gran Grecia. Y tantas otras fábulas que funcionan más allá del filósofo griego o del profeta judío, cuando el autor del mito desea persuadir al lector del carácter excepcional de su tema y del personaje que describe.


Lo maravilloso le da la espalda a la historia. No luchamos racionalmente contra lluvias de sapos o de yunques, con muertos que se levantan del sepulcro para cenar con su familia, no solemos encontrarnos con paralíticos, enfermos de hidropesía o de hemorroides que recobran la salud por medio de un toque de varita mágica. El sentido de la palabra que cura, del verbo terapéutico y del gesto inductor de milagros fisiológicos resulta incomprensible cuando permanecemos en el terreno de la razón pura. Para comprender, es necesario pensar en términos de símbolos, alegorías o figuras retóricas. La lectura de los Evangelios exige la misma actitud que la prosa novelesca antigua o los poemas homéricos: dejarse llevar por el efecto literario y renunciar al espíritu crítico. Los trabajos de Hércules significan la fuerza extraordinaria; las trampas de Ulises ponen en evidencia su ingenio y talento. Lo mismo vale para los milagros de Jesús, cuya realidad y verdad no se basan en la coincidencia con hechos comprobados, sino en lo que significan: el poder extraordinario y la fuerza considerable de un hombre que forma parte de un mundo más grande que él.


El género evangélico es performativo. Para decirlo en términos de Austin: la enunciación crea la verdad. Los relatos de los Testamentos no se ocupan en absoluto de la verdad, lo verosímil o lo verdadero. Revelan, más bien, el poder del lenguaje, el que, al afirmar, crea lo que enuncia. Prototipo de lo performativo: el cura que declara casada a la pareja. Por el hecho mismo de la pronunciación de una fórmula, el suceso coincide con las palabras que lo significan. Jesús no pertenece a la historia, sino a lo performativo propio de los Testamentos.


Los evangelistas desprecian la historia. Lo permite su opinión apologética. No hay necesidad de que las historias hayan ocurrido efectivamente; no importa que lo real coincida con la formulación o la narración, pues basta con que el discurso produzca su efecto: convencer al lector y obtener de él la aceptación de la figura del personaje y su enseñanza. ¿La creación del mito es consciente en los autores del Nuevo Testamento? No lo creo. Ni consciente, ni voluntaria, ni deliberada. Marcos, Mateo, Juan y Lucas no engañan a sabiendas. Pablo tampoco. Se engañan a sí mismos, pues afirman que es verdadero lo que creen y creen que es verdadero lo que afirman. Ninguno de ellos conoció a Jesús en persona, pero los cuatro le adjudican una existencia real a la ficción, de ningún modo simbólica o metafórica. Sin duda alguna, creen de veras en lo que cuentan. Autointoxicación intelectual, ceguera ontológica.


Todos le otorgan una ficción de realidad. Al creer en la fábula que narran, le dan cada vez mayor consistencia. La prueba de la existencia de una verdad se reduce a menudo a la suma de errores repetidos que se convierten un día en una verdad convencional. De la inexistencia probable de un individuo cuya vida pormenorizada se relata durante varios siglos, surge finalmente una mitología a la que rinden pleitesía asambleas, ciudades, naciones, imperios, un mundo entero. Los evangelistas crean una verdad al repetir sin cesar las ficciones. La agresividad militante paulina, el golpe de Estado de Constantino y la represión de las dinastías valentiniana y teodosiana hacen el resto.


La construcción del mito se lleva a cabo durante varios siglos, por medio de plumas diversas y múltiples. Se vuelve a copiar, se agrega, se suprime, se omite, se transforma y se tergiversa, a propósito o no. A fin de cuentas, se obtiene un corpus considerable de textos contradictorios. De ahí proviene el trabajo ideológico que consiste en seleccionar sólo lo que apunte a una historia unívoca. En consecuencia, se consideran verdaderos los Evangelios y se descartan los que atentan contra la hagiografía o la credibilidad del proyecto. Así surgen los sinópticos y los apócrifos, incluso los escritos intertestamentarios a los que los investigadores otorgan un estatuto extraño de ¡extraterritorialidad metafísica! ¿Quién ordena el corpus y decide el canon? La Iglesia, sus concilios y sus sínodos a fines del siglo IV.


Sin embargo, esa limpieza no elimina una cantidad impresionante de contradicciones y de aspectos inverosímiles en el texto de los Evangelios sinópticos. Por ejemplo: según Juan, el pedazo de madera en el que los jueces inscribieron el motivo de la condena —el titulus— está clavado en la cruz, encima de la cabeza de Cristo; según Lucas, se encuentra alrededor del cuello del ajusticiado; Marcos, impreciso, no permite zanjar la cuestión... Sobre ese titulus, si comparamos a Marcos, Mateo, Lucas y Juan, el texto dice cuatro cosas diferentes... Yendo hacia el Gólgota, Jesús carga solo la cruz, dice Juan. ¿Por qué los otros comentan que lo ayudó Simón de Cirene? Según uno u otro Evangelio, Jesús se aparece después de muerto a una sola persona, a algunos o a un grupo... Y las apariciones ocurren en distintos lugares... Abunda ese tipo de contradicciones en el texto de los Evangelios. No obstante, la Iglesia oficial las ha suprimido con la finalidad de fabricar en forma unívoca el mismo y único mito.


Además de las contradicciones, encontramos también hechos inverosímiles. Por ejemplo, el intercambio verbal entre el condenado a muerte y Poncio Pilatos, un gobernante de alta jerarquía del Imperio romano. Aparte de que en casos similares el jefe nunca realizaba el interrogatorio sino sus subordinados, no resulta creíble que Poncio Pilatos recibiera a Jesús, que no era aún Cristo, ni lo que la historia hizo de él más adelante: una vedette universal. En ese tiempo, éste dependía estrictamente del derecho consuetudinario, como tantos otros en esas cárceles. Es poco probable, por lo tanto, que el alto funcionario se dignara a entrevistar al pequeño delincuente local. Más aun, Poncio Pilatos hablaba latín y Jesús, arameo. ¿Cómo dialogar, en los mismos términos, según lo establece el Evangelio de Juan, sin intérprete, traductor o intermediario?


Por su parte, Pilatos no pudo ser procurador, de acuerdo con el término utilizado en los Evangelios, sino prefecto de Judea, porque el título de procurador no existía antes del año 50 de nuestra era. Tampoco el funcionario romano pudo ser el hombre amable, cordial y benévolo con Jesús, como indican los evangelistas, salvo que los autores de esos textos desearan denigrar a los judíos, culpables de la muerte de su héroe, y adular el poder romano, para colaborar un poco. Pues el gobernador de Judea figura en la historia más bien por su crueldad, cinismo, ferocidad y deleite por la represión.


Otra inverosimilitud, la crucifixión. Los testimonios históricos demuestran que en esa época se lapidaba a los judíos, no se los crucificaba. ¿De qué se acusaba a Jesús? De pretender ser el Rey de los Judíos. Roma se burlaba de esa historia de mesianismo y profetismo. La crucifixión implicaba el cuestionamiento del poder imperial, lo que el crucificado nunca hizo en forma explícita. Aceptemos la crucifixión. En este caso, habrían dejado al reo en la cruz, abandonado a las aves rapaces y a los perros que hubiesen despedazado con facilidad el cadáver, pues las cruces apenas tenían dos metros de alto. Luego, habrían tirado el cuerpo a la fosa común. De todos modos, queda excluida la sepultura en una tumba. La tumba, pues. Otra inverosimilitud. Un discípulo secreto de Jesús, José de Arimatea, recibe el cuerpo de su maestro de manos de Pilatos para sepultarlo en una tumba. ¿Sin los cuidados mortuorios? Impensable para un judío. Uno de los evangelistas menciona plantas aromáticas, mirra y áloes —treinta kilos—, y vendas, la versión egipcia de la momificación; los otros tres omiten esos detalles. Pero el significado del nombre del lugar de donde proviene José —Arimatea, que significa "después de la muerte"— podría resolver las contradicciones. José de Arimatea, conforme al principio performativo, nombra lo que ocurre después de la muerte y se ocupa del cuerpo de Jesús, una especie de primer discípulo.


Qué hacer con esas contradicciones e inconsistencias: textos descartados, otros conservados pero llenos de artificios, fantasías y aproximaciones, entre otros indicios que dan prueba de la construcción posterior, lírica y militante de la historia de Jesús. Comprendemos que la Iglesia haya prohibido formalmente, durante siglos, la lectura histórica de los textos llamados sagrados. ¡Leerlos como a Platón o Tucídides, es demasiado peligroso! Jesús es, pues, un personaje conceptual. Toda su realidad se basa en esta definición. Existió, sin duda alguna, pero no como figura histórica, sino de una manera tan increíble, que poco importa que haya existido o no. Existe como la materialización de las aspiraciones proféticas de su época y de lo maravilloso propio de los autores antiguos, conforme al principio performativo que crea al nombrar.




















Tomado de:
ONFRAY, Michel (2006): Tratado de ateología. Física de la metafísica. Bs. As. De la flor, pp. 139-154.

07 septiembre 2014

La nueva era del erotismo. Lo Duca


El Marqués de Sade 
(1740-1814)
  
La nueva era del erotismo

Joseph-Marie Lo Duca


Sería presuntuoso decidir si el acceso extendido a más clases a la práctica de la libertad -que se había reservado al nacimiento- se debió a una especie de democratización de los sentimientos y de los impulsos, o si esa democratización derivó de la difusión cada vez más vasta de los elementos estéticos y filosóficos de la vida. Las prensas inundaron el mundo de reproducciones y las imprentas multiplicaron los lectores, facilitando su cultura. Que el analfabetismo haya comenzado, según mi parecer, con Gutenberg, no es para ser discutido aquí.


El erotismo desencadenado en el Renacimiento, la Reforma y la Contrarreforma, tenía evidentemente sus ilustraciones y sus textos que complementaban los penitenciales, los manuales de confesión y todos esos ensayos que, por la escritura, liberaban los apetitos sexuales inconscientemente ocultos (“reprimidos”, dijo Freud cuatro siglos más tarde); sólo que del “ejemplar único” de antaño se tiraban diez mil, y las catorce copias en pergamino de Ovidio llegaron, en papel, a cien mil. El Hermaphroditus, de Antonio Beccadelli; Voluptas, de Lorenzo; De laudibus sodomiae sen pederastiae, de Della Casa (arzobispo y secretario de Estado de Pablo IV); la Geneanthropeia, de Sinibaldo, cubrieron las bibliotecas sin que se haya pensado todavía en los “Infiernos”. Geneanthropeia es, sin duda, el primer ensayo que anuncia a la sexología, aunque contenga consejos poco científicos, por ejemplo: “Cómo reducir el miembro cuando es demasiado largo” o “Cómo desarrollar las partes”. Sinibaldo habría debido reducirse a las observaciones fecundas de problemas tales como: “¿Cuáles son los síntomas fisonómicos de la concupiscencia?” Esos libros consiguieron escandalizar aun en su época y anunciaron una profusión de textos eróticos y paraeróticos que tuvieron sus clásicos, como La vida de las mujeres galantes, en el que Brantôme da, por fin, el primer lugar al objeto, la mujer, la que toma la iniciativa también en el dominio sexual, o prepararon el terreno a las obras del género de Tis a Pity she’s a whore (Lástima que sea puta), de Ford, sin olvidar toda una literatura de producción ordinaria, tales como Quince alegrías del matrimonio o La escuela de las muchachas, de Mililot (colgado después en efigie), o las obras monosexuales como Sodom, brillante libro de Rochester.


Es para nosotros una gran ventaja que los egipcios, los griegos y los romanos hayan pasado antes que esas prosas libertinas: estamos eximidos de citarlos, pues hasta Sade no hemos tenido nada para echar diente. Pero hay todavía tal decencia en el estilo, tal inteligencia en la intriga, que ninguna de esas obras puede ser acusada de pornografía. Se diría que la época se esfuerza por aplicar anti litteram un axioma famoso: “No se trata de escapar al pecado, sino de integrar el erotismo a la vida sin que pierda la fuerza que le debía al pecado, de darle todo lo que, hasta aquí, le estaba dado al amor, de hacerlo un medio de nuestra propia revelación”.


Por el momento, el erotismo se integra en la vida por la búsqueda de perversidades caracterizadas, de las que el incesto (los Cenci), la homosexualidad femenina (Catalina de Médicis), la homosexualidad masculina (Enrique III), el gusto un poco estrepitoso de la orgía, son las evasiones extremas de un mundo desesperado en busca de placeres que se alejan a medida que se avanza en el camino de lo imprevisto. Esos excesos son una especie de vacuna que hace normales, si no aceptables, las situaciones que se habrían juzgado imposibles un siglo antes del Renacimiento.


De todos los tabúes destruidos por ese desgaste que expande cada vez más lejos sus límites, el del amor legítimo es el más tocado. Es el momento en que se perfila un personaje nuevo, hijo de la libertad de los sexos y del amor-hazaña que se opone al amor-pasión encarnado por Tristán: es Don Juan. ¿Quién es Don Juan, fuera del personaje de Don Juan Tirso de Molina, el “burlador de Sevilla”? Podría ser Felipe III, padre de treinta y dos bastardos; o Don Carlos; pero Don Juan tiene ya una vida autónoma que se exime de usar máscaras históricas.


Algunos hombres -dice admirablemente Hesnard- no pueden ser duraderamente l’homo unius mulieris. Tienen la inquietud de la fija ción erótica, cada nueva mujer despierta una promesa de satisfacción más plena, promesa ilusoria muy frecuentemente, pues se trata de individuos incapaces, por razones interiores variables, de satisfacción completa. El donjuanismo es una forma refinada de esa ineptitud para la elección durable: revela una falta de virilidad por adhesión autoerótica a objetos infantiles.


La vida en pareja es la conducta inmediatamente superior al vagabundaje sexual, al erotismo sin verdadera efectividad. Don Juan es otro ser y un ser nuevo, rigurosamente libre, pero que renunció por esa libertad misma a la posibilidad de amar. Es el personaje que Sade define mejor que nadie: “Posó sobre mí la mirada fría del verdadero libertino”‘. Ese libertino no puede reconocerse sino por oposición al amor de Tristán: su pasión es tan negativa como su vida.


La subjetividad de la observación de Montherland, a pesar de ser expresada con cierta misoginia, salta a los ojos: “Se dice que si Don Juan pasa de una a otra, es porque no ha recibido de ninguna lo que esperaba. Puede ser también porque ha recibido de cada una todo lo que esperaba”. El orgullo y el a priori de eso “que esperaba” apartan a Don Juan del rango de los enamorados: sabiendo qué espera, y estando seguro de antemano, ese Don Juan renuncia al carácter fundamental del amor. La pasión amorosa se cambia en neurosis pasajera e intermitente, la neurosis clásica de su siglo. Si hacemos abstracción del arte que ha “tratado”a Don Juan, desde Molière a Mozart y Byron, Don Juan es el “donjuanismo” y, por ello, el hermano de Casanova. Ambos son seductores sin pasión, expertos en la técnica astuta, viviendo con el deseo de la mujer, no de una mujer. Cuando Felicien Marceau afirma que para Don Juan “el placer no es sino un medio de tocar el alma, de vencerla, de saquearla”, en tanto que “Casanova se burla del alma”, está en un estado de pura subjetividad, o bien atribuye a Don Juan los móviles y los pensamientos de los autores de Don Juan.


Ese “libertino” esboza el pasaje entre la anarquía del Renacimiento y el individualismo integral. La anarquía del Renacimiento parece sostenida por una literatura y un arte por fin liberados, aunque aparentemente esté absorbida por la futilidad de las rondas galantes, de la poesía priápica, del virtuosismo del amor ostentado por todas partes. El individualismo integral llegó con Sade al regicidio. Con razón dice Bataille que “la libertad soberana, absoluta, fue encarada -en la literatura- tras la negación revolucionaria del principio de realeza”. El lazo psicológico es bastante evidente, pero puede ser fácilmente comprobado: es propio del donjuanismo ser todo, menos discreto.


La diferencia fundamental entre Don Juan y Casanova viene de la sangre: el español conservó en toda su marcha el gusto de lo absoluto, casi consciente por adivinación de las similitudes que se establecen entre el éxtasis y la muerte; el italiano, igualmente apasionado, no pudo librarse de un escepticismo ligado sin duda a la realidad de una historia erizada de césares y de papas, y no abandonó el brío de la comedia, con su necesaria inteligencia, pero también con sus límites.


Neurosis galante e histeria erótica no son sino calificaciones retrasadas y, sobre todo, no dan ninguna idea de esa inmensa “erotización” de la vida, durante los dos siglos que precedieron a la Revolución Francesa, o mejor, a partir precisamente de la Guerra de los Treinta años. Una filosofía de la voluptuosidad implica en primer lugar la existencia de la voluptuosidad. No tiene nada de rococó ni de barroco esa voluptuosidad, un poco acrobática y sin tiempos muertos, pero forma a los seres y los prepara -sin saberlo- a una comprensión consciente por la cual algún día renunciaremos “a la exuberancia del erotismo en favor de la razón”.


Fantasmas Vetlemitas. Adrian Bodek


Lo que el condottiero aportó al espíritu del Renacimiento, Sade lo aportó a la era moderna. Su desafío permanecerá insostenible hasta el fin de la humanidad. Extiende más allá de la imaginación normal, los límites acordados ampliamente a los personajes de la voluptuosidad. Franquea el espejo de la verdad y nos da una verdad trastornada y, por ello, espantosa. No solamente Sade toma por axioma que la vida es la búsqueda de placeres, y aun del placer, sino que introduce el principio de que el placer está ligado al sufrimiento, es decir, al ensayo de destruir la vida:


“El cuerpo (...) no es sino el instrumento que sirve para dar dolor”.


Por primera vez desde la fascinación de los sacrificios religiosos, atroces o sangrientos, según las exigencias de los pueblos que los inspiraron o los desearon, un hombre, desde lo alto de su soledad, impone la fascinación de sacrificios en estado puro, eróticos por definición, misas negras de una religión sin fe, que se desarrolla en un estadio que ya no está en contacto con la conciencia racional, que ni siquiera la toca. Eso pasa en otra parte. Sade reveló al hombre impulsos sexuales que tomaron con justo título el epíteto de sádicos; tal vez inconscientemente Sade completó nuestro conocimiento del hombre antes que las intuiciones de Freud y de Jung.


Ciertamente, a lo largo de la historia, algunas observaciones se deslizaron por entre las tinieblas del alma, pero no superaron las tímidas alusiones (tímidas con relación al “corpus” de Sade) de las que Alain nos da un ejemplo, encontrado en Platón: “Un hombre sintió impulsos de ver cuerpos de torturados que estaban expuestos sobre las murallas y no pudiendo vencerse, etc...” (La República). No superaron tampoco el gusto permanente de las multitudes por los espectáculos de muerte: Crucifixión, Place de Gréve o Nuremberg. Pero los asistentes no son sino aficionados sin envergadura. Es precisamente Sade el hombre del sadismo, del sadismo total, sin debilidades, inhumano también, pero en el sentido verdadero, pues es un humano que lo ha revelado.


Georges Bataille escribió sobre Sade páginas de gran sagacidad y que estimo exhaustivas en cuanto a su pensamiento. Nadie ha sabido como él percibir la alucinante visión del mundo sadiano. Un pasaje de su análisis impresiona al lector por sus consecuencias ideales: 

La historia de las religiones condujo (...) sólo débilmente a la conciencia a reconsiderar el sadismo. La definición de sadismo, por el contrario, ha permitido considerar en los hechos religiosos algo más que una inexplicable extravagancia; son los instintos sexuales (...) los que finalmente explican los horrores artificiales”.


Más adelante Bataile le agrega: “El mérito esencial de la obra de Sade es haber descubierto y mostrado, en el desvío voluptuoso, una función de irregularidad moral”. Bataille nos da la clave inmediata, la posibilidad de captar, por ella, la intuición de Sade, pues lo contrario de la regla “da tanto la angustia, como la sensación de goce, de pasión trastornada, mitigada de angustia, que es lo propio de la actividad sexual". Sin una conciencia de trastorno angustioso, el placer erótico es imperfecto.


Sade cumplió su promesa: “Se imaginaron que hacían algo maravilloso al reducirme a una abstinencia atroz del pecado de la carne. Y bien, se han engañado, me han hecho formar fantasmas que tendré que realizar”. “Tenemos (...) en este mundo relativo de la literatura un verdadero absoluto”, pudo concluir Maurice Blanchot, en quien reconocemos el autor del primer estudio serio del sortilegio de Sade. Pero hay que volver a Bataille para encontrar la arquitectura interior de la soledad del Marqués, la coherencia de su blasfemia y la mensurabilidad intuitiva de sus abismos:


"El sistema del marqués de Sade no es menos la realización que la crítica de un método que lleva al estallido del individuo integral, por encima de una multitud fascinada”.


En la crítica comparada de Sade y del sadismo, lamentamos no poder citar todo lo que escribió Sartre, pero su lenguaje no es adecuado para el lector no iniciado en la complejidad de las palabras necesarias para la expresión de un pensamiento nuevo en sus matices tan inéditas como imperiosas. Nos arriesgaríamos, ya sea simplificándolo, a traicionarlo o, resumiéndolo, a apartarlo de su verdadera fuente. Dice Sartre: 


“El sadismo es pasión, sequedad y encarnizamiento. Es sequedad porque surge cuando el deseo se ha vaciado de su turbación (...). En la medida en que se encarniza en frío, en que es a la vez encarnizamiento y sequedad, el sádico es apasionado. Su objeto es, como el del deseo, percibir y dominar al Otro, no solamente como Otro-objeto, sino como pura trascendencia encarnada.” “No tiene otro recurso que tratar al Otro como un objetoutensilio, trata de utilizar el cuerpo del Otro como una herramienta para hacer que el Otro realice la existencia encarnada.” “Trata de descubrir la carne en la acción.” “Quiere la no reciprocidad de las relaciones sexuales, goza en ser la potencia apropiadora y libre frente a una libertad cautivada por la carne. Por eso quiere el sadismo hacer presente la carne, en forma distinta, a la conciencia de Otro, quiere hacerla presente tratando al Otro como instrumento; la hace presente por el dolor.”



Por Bataille, Sartre y Blanchot percibimos el fondo de la inteligibilidad sadiana, desencadenado del calabozo en donde se ha enterrado al “hombre de la lucidez”. La figura clásica de Satán toma frente a Sade el aspecto de una imagen piadosa. En suma, Satán no es sino un ángel caído, su negativo. Sade es solamente Sade.










Tomado de: 
LO DUCA, J. Marie (1965): Historia del erotismo. Bs. As. Siglo Veinte, pp. 72-78.