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15 febrero 2023

Dos conferencias sobre Góngora. José María Micó





Dos conferencias sobre Góngora


José María Micó






El catedrático de Literatura Española, poeta y traductor José María Micó analiza la creación poética de Luis de Góngora (Córdoba, 1561-1627). Para examinar la evolución de su estilo en el contexto de la poesía de los Siglos de Oro, el conferenciante lee y comenta –en orden cronológico– varios de los denominados “poemas menores” del escritor cordobés y refiere a varios de sus coetáneos y competidores, como Lope de Vega y Francisco de Quevedo. Poemas, como el soneto “De un caminante enfermo que se enamoró donde fue hospedado” (1594), preludian varios de los temas y recursos de los “poemas mayores” de Góngora.






En esta segunda conferencia, José María Micó analiza los denonimados "poemas mayores" del poeta cordobés, la "Fábula de Polifemo y Galatea" y las "Soledades", que representan la principal renovación de la lengua poética española. La obra de Góngora fue recuperada y valorada por el hispanismo internacional, primero, recibiendo los elogios de intelectuales como Alfonso Reyes, y más tarde encumbrada por la Generación del '27.

29 marzo 2022

Vivir en la diversidad. Francisco Marcos-Marín y Armando De Miguel

 



Vivir en la diversidad


Francisco Marcos-Marín y Armando De Miguel


Frente a la idea de mente colectiva o de propiedad de la comunidad de hablantes, puede valer la propuesta de Hermann Paul de que se debe estudiar la lengua como propiedad individual. Al menos es una propuesta que puede utilizarse contra las presunciones racistas o nacionalistas que rebrotan. En 1929 el círculo de Praga presentó sus célebres tesis, de las que se originaría la renovación de la Lingüística como ciencia y el nacimiento de las escuelas estructuralistas europeas. En ellas ya se planteaba el problema de la ciudad como territorio de contacto lingüístico entre hablantes de distintas colectividades, con grados diversos de cohesión social, profesional, territorial y familiar. Las comunicaciones han ampliado esa situación antes ciudadana a países enteros.


Al devolver a los individuos el protagonismo en las aplicaciones del lenguaje, se va hacia un planteamiento conceptual en el que se produce un desacuerdo individual, un conflicto lingüístico. Cuando se habla de las lenguas y las culturas y de sus acuerdos y conflictos, se trata de acuerdos y conflictos entre seres humanos, entre grupos de hablantes. Las lenguas y las culturas son sistemas y son usos; para su realización dependen de la acción humana. 


Corresponde preguntarse, por tanto, qué tipo de relaciones se establecen entre las lenguas en contacto. La respuesta tendrá en cuenta dos consideraciones, la diacrónica (un mismo espacio en dos momentos del tiempo) y la sincrónica (dos espacios en el mismo tiempo). 


Históricamente las lenguas están en contacto en situaciones de sustrato, adstrato y superestrato. El sustrato lingüístico de una lengua L lo constituyen las lenguas que se hablaban en su territorio cuando esa lengua L se implantó en él. Las lenguas de sustrato dejan algún tipo de huella en la lengua nueva. 


Cuando los romanos se instalaron en la Península Ibérica, a partir del año 218 a.C., empezó a consolidarse el latín como lengua de Hispania. Naturalmente, no se impuso con la misma profundidad ni rapidez en todas partes; pero en todas ellas se encontró con que los hablantes que aprendían latín, hablaban también otras lenguas. Esas lenguas anteriores constituían su sustrato lingüístico. Las más importantes de esas lenguas eran el celta y el ibérico, así como el vascuence. Todas ellas estaban fraccionadas en diferentes variedades; se pude decir que estaban compuestas por dialectos distintos. Se conoce mal esta etapa, porque no tenemos descripciones de esas lenguas; pero sí sabemos que el español tomó de ellas, además de palabras como perro o vega, estructuras como la muy característica de -á-a-o: páramo, relámpago, murciélago. Esas palabras tienen orígenes distintos; pero su estructura, su conformación como palabras, sigue un esquema prerromano. Estamos ante un factor de sustrato.


El adstrato implica un contacto histórico. En ciertas zonas de España y Francia el celta, primero, luego el latín y luego el español y el languedociano (que no es el francés) y, dentro de él, sobre todo las hablas gasconas, han estado en contacto con el vascuence durante siglos. Esas lenguas han ido evolucionando una al lado de la otra, por ello han ido influyéndose mutuamente. Desde la perspectiva del vascuence, ha tenido como lenguas adstráticas el celta, del que tomo la numeración vigesimal (ogei es el celta ugain, latín uiginti, ‘veinte’), el latín, del que tomó casi todo su léxico abstracto, y el español, del que siguió tomando elementos léxicos. El vascuence dio al castellano la estructura de las cinco vocales, o elementos léxicos como izquierdo, por decirlo brevemente. Las lenguas en adstrato pueden estar interinfluyéndose durante siglos, incluso ya no serán la misma lengua; pero mantendrán su relación como lenguas nuevas. El vascuence actual no es con seguridad el vasco que se hablaba en la época romana; lo que ha perdurado es el nombre, aunque se designe como eusquera. El latín ya no es latín, sino español o gascón; pero en relación permanece con nuevos elementos.


El superestrato implica una relación interrumpida de dependencia. En casi toda la Península Ibérica el árabe se impuso a las hablas descendientes del latín, románicas o romances. Desde esa posición influyó en los romances, a los que dio elementos estructurales, como la preposición hasta, un gran elenco de elementos léxicos, como préstamos léxicos, desde aceite a azotea, afectándolos durante siglos. El árabe era la lengua del poder, del dominio; pero no se mantuvo, desapareció, fue sustituida por esos romances sobre los que había actuado. Esa acción «desdearriba» de una lengua sobre la que se acabará imponiendo en su territorio es la típica acción superestrática. Es necesaria la desaparición en el territorio de esa lengua otrora dominante. La relación del inglés y el español en los Estados Unidos no es, por tanto, una acción de superestrato (para que lo fuera tendría que desaparecer el inglés de ese territorio). Es una acción adstratística, desde el punto de vista histórico, porque las dos lenguas se mantienen activas por los hablantes. 


Sincrónica o simultáneamente las lenguas en contacto participan de dos situaciones, el bilingüismo o la diglosia. Para entender mejor la situación hay que recordar que los individuos no hablan propiamente una lengua. Recordemos que la lengua es una estructura. Lo que cada individuo habla es una sección de esa lengua, con elementos que pone en común con lo que otros hablantes realizan en común (la norma) y elementos idiosincráticos que constituyen su propia variedad, su dialecto propio o idiolecto. Puede decirse que cada hablante selecciona una variedad fragmentaria de la lengua. El sistema siempre está ahí, de él los hablantes toman recursos; pero ningún hablante posee el sistema. Y, cuando se dice ningún hablante, se quiere decir también ningún territorio. Las afirmaciones del tipo «el mejor español se habla en Valladolid» o «en Santa Fe de Bogotá» son rigurosamente falsas. En Valladolid se hablará el mejor vallisoletano y en Bogotá el mejor santafecino; pero otra cosa es imposible, porque el sistema nunca se realiza en su conjunto, ni en una persona, ni en un lugar. 


También hay un bilingüismo social, es el que da origen a términos como jerga o lengua de especialidad. Se trata de selecciones de la lengua para distinguir a un grupo. Nótese otra vez cómo la lengua sirve para distinguirse. Hay jergas de maleantes, pero también jergas de médicos, de abogados, de internautas y de otras profesiones. La de maleantes recibe también el nombre específico de germanía, porque los maleantes se asociaban en germanías o hermandades, que es lo que la palabra significa. En nuestro mundo importa mucho la jerga juvenil, penetrada de anglicismos. 


El lugar común, el punto de encuentro, el consenso entre una serie de dialectos constituye la norma, lo que del sistema realizan en común los hablantes. Hay por ello una norma general, consensuada, y puede haber también una norma prescriptiva, en las lenguas que tienen una autoridad del idioma (sea una Academia, como el español, el francés, el gallego, el vasco), sean varias (como el italiano), sean las instituciones educativas o los escritores de prestigio (como el inglés). Esa norma prescriptiva es la que aparece en los diccionarios, ortografías y gramáticas escolares. Las instituciones encargadas de la norma hispánica son las veintidós Academias de la Lengua Española, que existen en todos los países hispanohablantes «oficiales», más las Filipinas y los Estados Unidos (aunque no en Guinea Ecuatorial). 


La gestión del bilingüismo.


Una vez que se sabe que lo que realmente existe son los dialectos, es más fácil entender las situaciones de contacto (y más difícil entender la cerrazón mental de ciertos hablantes). Es bilingüe todo el que habla dos lenguas distintas con plena capacidad de comprensión. Nótese que plena no significa «total». Nadie entiende totalmente una lengua. Basta con abrir un diccionario y comprobar el gran número de las palabras que cualquier hablante ignora, por no hablar de los textos de difícil o imposible interpretación unívoca. Un bilingüe compensado es el que puede utilizar cualquiera de las dos lenguas para diferentes propósitos. 


El bilingüismo compensado es más difícil de encontrar que el tipo de bilingüismo en el que el hablante utiliza una lengua para unos fines y otra para otros. Si una lengua se usa para fines de la vida diaria, domésticos, y otra para los niveles superiores de comunicación (la escuela, el trabajo, las relaciones con la Administración) se trata de una situación de diglosia. La diglosia implica que una lengua es la lengua A, la que sirve para los niveles considerados superiores y otra es la lengua B, limitada al ámbito doméstico.


Una de las tristes consecuencias de una mala gestión del bilingüismo en España es que los gobiernos nacionalistas utilizan la escuela pública (no la privada, lo cual no es inocente) para hacer que el español pase a lengua B, mientras que la lengua del partido dominante y sus seguidores se convierte en la lengua A. El cambio no es aséptico, pues el español es la lengua de difusión internacional que es común a todos los españoles. Si se consigue el objetivo, la capa dirigente de la población estará compuesta por bilingües compensados, mientras que la clase modesta, formada en la escuela pública, estará formada por diglósicos. Añádase la peculiaridad de que se habrá conseguido que los disglósicos no puedan manejar la lengua internacional para la comunicación superior, lo que constituye sin duda un tipo sutil de servidumbre cultural. Parece muy difícil convencer a las personas de que lo mejor es que cada uno utilice la lengua en la que se sienta más cómodo, tanto en la escuela como en sus relaciones con la Administración o en su propia casa o comercio. El daño que esta situación acabará haciendo a las lenguas más débiles es tremendo y no sería sorprendente que acabara en su desaparición total, cuando los oprimidos por la diglosia impuesta reaccionen al verse estafados.


La vesania de la situación es todavía más manifiesta cuando se pretende culpar a una supuesta «extrema derecha» (que corresponde en realidad a los liberales), de una persecución de las lenguas más débiles y de poner obstáculos a su desarrollo. Los nacionalistas son, en todo caso, fuerzas que se sitúan más a la derecha de los liberales, de manera que hay una voluntad de engañar a la población haciéndoles ver lo blanco negro, por un estudiado ejercicio de luces y sombras. El retorcimiento llega hasta el punto de que los nacionalistas lingüísticos acusan de «nacionalismo» a los que defienden el bilingüismo. Desgraciadamente, lo que hay detrás de esa pirueta terminológica no es ni siquiera un cálculo inteligente, ya que la verdadera inteligencia no puede actuar contra la libertad. Lo que hay es simple y pura incompetencia para gestionar la delicada trama de relaciones humanas que hay siempre detrás de una situación en la que coexisten dos lenguas.


Este mundo de todos es un mundo de todas las lenguas, lo general es la diversidad. Es normal ser bilingüe y, dentro del respeto de todos los idiomas y a todos los idiomas, es distinto el ámbito de actuación de las lenguas. Además, cuando se está en un entorno de bilingüismo como el de algunas regiones españolas, es beneficioso saber para qué sirve cada idioma que se habla y rentable, educativa y culturalmente, saber aprovecharlo. España no es diferente en esto de la mayor parte de los países europeos. El contacto de lenguas es natural, es también histórico, es garantía de diversidad cultural que vale la pena mantener, añádase, frente a cualquier energúmeno. La reflexión, por cierto, es de doble dirección. Si no se tiene derecho a imponer una lengua, tampoco se tiene a suprimirla. En las sociedades libres, los hablantes, que son los contribuyentes, deciden. Eso no implica que la tarea sea fácil. 


Lengua y cultura. 


Se dice que la lengua es una condensación de los valores de una sociedad, pero ese enunciado necesita algún matiz. Es muy difícil determinar esos valores de una manera directa, preguntando a la gente. La dificultad reside en que los informantes pueden ocultar o disimular sus verdaderos sentimientos. Pero .cuando conversan, escriben o peroran, esas mismas personas dejan entrever, sin darse cuenta, algunos de sus valores en las palabras o frases que seleccionan de forma espontánea. Ahí es donde se ve que la cultura es fundamentalmente lo heredado. La primera herencia que recibe una sociedad es la lengua, que lo es para cada persona, no tanto para un territorio. 


Cuando se combinan los parámetros lingüísticos con algunos ejes culturales, se comprenden las limitaciones de la situación, incluso en regiones en las que la situación lingüística apoya mucho más a la lengua autonómica, como en Cataluña. La escasa dedicación a la lectura afecta a todas las lenguas, pero más a las débiles y, especialmente, afecta a través de la prensa diaria. Con un bajo índice de lectura de los diarios (roto además a favor de los deportivos, claramente partidarios de la tirada en castellano), la prensa en las otras lenguas de España vive en situación de penuria y sostenida gracias a un decidido empeño oficial por mantener la lengua en ese terreno. La lengua débil podrá afianzarse en los medios que gozan de protección pública (radio, televisión) o en el dominio estrictamente oficial, pero es más difícil que lo haga en la economía de mercado.


En la dimensión económica de España no se puede producir para una sola región, y menos cuando el interés adquisitivo por ese producto es pequeño. Cataluña ha sido, durante mucho tiempo, el centro de la edición en castellano, el lugar donde se publicó a los grandes autores latinoamericanos. Son conocidas las bajas cifras de edición de libros y de lectura en España y en Latinoamérica; no aumentan cuando el objeto está en la lengua local, más bien disminuye. A veces el espejismo consiste en que el sector que compra el libro es el más comprometido con la cultura y la lengua, pero eso no supone demasiado en el conjunto de la sociedad. La edición en las lenguas débiles (como la producción de películas) sólo puede mantenerse con generosas subvenciones. 


Los datos permiten al lector descubrir la verdad y advertir el terrible peligro que supone para las lenguas débiles someterlas a la tensión de un  uso total, impuesto. Los hablantes no pueden asimilar tantas vitaminas, el resultado puede cuartearse y generar un híbrido. Claro que es difícil moderar el entusiasmo. El científico debe señalar las cosas que los políticos no quieren oír. España tiene una serie de comunidades bilingües que han demostrado algo que no era tan previsible, que los hablantes, como contribuyentes, están dispuestos a asumir un costo elevadísimo para mantener su patrimonio lingüístico. Esa realidad brillante de la vida cotidiana española debe ser reconocida, porque es cierta. Las lenguas cuestan dinero y, si su uso es limitado, ese dinero es inversión en cultura, en identidad, a diferencia de la inversión en una lengua internacional, como la española castellana, que reditúa en otros rubros.


Se llega entonces al punto crítico. Los hablantes —que son también los contribuyentes— han hecho un gran esfuerzo. La lengua minoritaria está ahí, en la escuela, en la universidad, en todas partes. Incluso hay asociaciones que, temerosas, ven a la lengua internacional en peligro y la defienden, se lamentan de sus limitaciones en una sociedad de todos. Justo en ese momento se produce una ruptura que podía estar prevista, pero que se había soslayado, porque siempre hay científicos que dicen lo que los políticos quieren oír. La sociedad absorbe las dos lenguas, las tres lenguas, las que sean, porque el hablante ha pasado a un plano de interlengua. La lengua que habla es su lengua materna, pero junta a ella están las otras lenguas aprendidas, su experiencia cultural, su identidad lingüística compleja. Si no se produce un corte defensivo abrupto, que lleve a la eliminación radical de la lengua internacional, la lengua débil irá cediendo hablantes a la interlengua. Esos hablantes creerán, durante mucho tiempo estar hablando una lengua (o, más exactamente,  dos), y lo harán, pero instalados en ese territorio interlingüístico, en el que, por otra parte, vive la mayoría de los seres humanos en todo el planeta. Las sociedades monolingües son pocas y algunas, como los Estados Unidos de América, se presentan ya con una clara definición de plurilingüismo y multicultura.


El flujo de población que tradicionalmente se dirigía de España a América, ahora ha cambiado de sentido. Millones de hispanohablantes en Iberoamérica se trasladan a España y a los Estados Unidos. En Estados Unidos entran en contacto dos lenguas de carácter internacional, el inglés y el español. Se plantea la cuestión del bilingüismo en la enseñanza. En España el bilingüismo es entre el español y las otras lenguas regionales. La defensa de esas últimas se convierte en el objetivo principal de los nacionalismos.


La máquina cultural.

 

En el universo general, los conceptos lingüísticos enlazan con el también vago concepto de cultura, para ir determinando lo que llega a ser el mundo propio de diversos pueblos o comunidades, especialmente las que se constituyen como países. Se toma prestado el título del epígrafe a la socióloga argentina Beatriz Sarlo, porque en él se recoge una clara alusión a los dos mecanismos culturales de mayor influencia: la escuela como conservación y la traducción como innovación.


Son insuficientes los planteamientos basados en la oposición de diglosia (lengua A para los usos cultos, de prestigio; lengua B para la comunicación familiar, reducida) y bilingüismo, desde un punto de vista cultural. Por un lado, la identidad lingüística no implica identidad cultural y las consecuencias de este simple aserto, incluso dentro de las grandes culturas occidentales, no pasan desapercibidas para quien observe la evolución del mundo en los últimos decenios. Por otro, las nociones de bilingüismo y diglosia no dan cuenta de los conflictos lingüísticos provocados, aquellos en los que se produce un enfrentamiento, por ejemplo, entre el aprendizaje como transmisión y la desviación de lo aprendido como innovación. El conflicto está latente por la contradicción que existe entre la esfera de actuación experimental y la esfera de actuación política. El campo cultural, incluyendo el científico, pertenece a la esfera de la experimentación, mientras que el político se apoya en lo seguro, no especula. 

 

El desarrollo de las comunicaciones actuales carece de paralelos históricos. Las culturas tienden a la homogeneización. Ante esa gravísima situación, el político no especula, se apoya en lo que conoce, en su lengua, en su pegujal, de ahí el auge de los nacionalismos, el temor al otro, a su monolingüismo, señalado por Derrida. Sin embargo, la cultura, que es comunicación de culturas, sufre cuando se limita a una lengua específica y se vigoriza con la necesidad de la traducción y la interpretación. Si el político no lo sabe y nadie se lo dice, se reforzará en su esfuerzo monolingüe y se irá empobreciendo, ajeno a la experimentación. 


Al considerar las culturas de los inmigrantes en España se presenta una variedad de situaciones, que, imperfectamente resumidas, serían: cultura aparentemente igual a la española, es decir, la cultura hispanoamericana, homologable, frente a culturas distintas, no homologables. Pero no todas las culturas distintas se enfrentan a problemas similares. La cultura china y la cultura árabe, por ejemplo, sufren un proceso de fosilización, al menos hasta épocas muy recientes, porque se apoyan en una lengua específica para la transmisión de los conocimientos, que no es la lengua hablada realmente por la población. Esta circunstancia, una típica diglosia, pesa a la hora de integrar a niños arabófonos y chinos en el sistema educativo español. 


La carencia de una lengua uniformadora de la cultura en el Occidente de finales de la Edad Media, producida por el desarrollo de las lenguas vernáculas a costa del latín, dio lugar a una nueva situación comunicativa. Se promueve un crecimiento de los elementos del conjunto que comprenden lo que se les dice en su lengua (extensión), y una necesidad de adaptar lo que se dice a niveles culturales inferiores (intensión). Toda época de renovación sufre por ello. La queja es común en los ambientes educativos de la transición XX-XXI. Al menos en todo el mundo occidental hay un acceso mucho mayor a la cultura, con un inferior nivel de conocimientos y de asimilación. Al mismo tiem-po, las posibilidades actuales de yuxtaposición, interpretación y traducción de culturas y entre ellas hace posible que cualquier cultura sea revitalizada, vigorizada, en un período de tiempo relativamente muy breve.


Puede ser útil analizar el caso concreto de la Argentina como una cultura conformada por la suma de los naturales del país (criollismo) y de la inmigración. Se conocen bastante bien las circunstancias que contribuyeron a esa conformación cultural, desde el gigantesco proceso de integración de los emigrantes a partir del siglo XIX y, sobre todo, durante las tres primeras décadas del siglo XX. La heterogeneidad lingüística del inmigrante fue vista sin temor, inicialmente, por autores como Alberdi, porque no hubo una necesidad de defensa de lo propio, que es algo implícito y no explícito. Mas cuando los inmigrantes se apropian también de la modalidad lingüística local es cuando surge el rechazo. Esta nueva sociedad ya no puede asumir la heterogeneidad, mientras que su homogeneidad sólo se la dará un largo y lento proceso lingüístico, que todavía no está terminado. Durante las tres primeras décadas del siglo XX el Estado argentino realizó una firme tarea de integración de la ciudadanía a través de la escuela. El objetivo fundamental fue homogeneizar el país, especialmente a la clase trabajadora, procedente de la heterogeneidad lingüística y cultural, también en parte religiosa (musulmana), pero no racial. Quien dirigió los hilos de esta maniobra cultural fue una clase dirigente homogeneizada. 


En España, en cambio, no existe una clara conciencia de que la escuela laica y estatal es la encargada natural de la conformación de las nuevas señas de identidad que incluirán a los futuros españoles como ciudadanos iguales. Para ello es imprescindible lograr un consenso en torno a las ventajas que supone una lengua internacional como el español. Es una obligación del Estado —central y autonómico— desarrollar mecanismos que eleven el puente entre la ignorancia de la lengua del recién llegado y el dominio necesario para aprovechar el esfuerzo escolar. El fundamento de esa acción es que lo que se integra son futuros ciudadanos españoles, en primer lugar. Es cierto que un derecho del niño es el derecho a su lengua materna, pero no de manera que ese derecho se convierta en una privación de mecanismos superiores de igualdad y libertad, que en España se defienden universalmente en español.


La lengua española es hoy una realidad mundial incuestionable que, como se ha demostrado, se sostendría, en términos económicos, sólo por el movimiento dinerario que genera en los Estados Unidos. Ese movimiento sólo podría mantenerse un corto tiempo si se prescindiera de España y los restantes países hispanohablantes, porque la demanda interna se diluiría, al no contar con el soporte del español del mundo hispánico. La lengua hispana, el español, es una seña de identidad de los pueblos hispanoamericanos avalada por logros en ciencia y arte, expresados en español, bien conocidos de la comunidad internacional.


Hablar en español identifica a los miembros de esa comunidad, entre sí y ante el resto. Es característico que la conciencia de unidad lingüística, muy viva en el pensamiento de los próceres de la América hispánica, se haya visto continuamente reforzada y que el español tenga hoy una coherencia interna verdaderamente superior a la de otras lenguas de difusión internacional (árabe, chino, ruso, portugués). No se trata de algo casual, sino del resultado de una voluntad de unidad lingüística, que los medios actuales deben reforzar.


Conviene recordar que ciencia es aquello que se aprende activamente, frente a la sabiduría, que es lo que ya se ha adquirido tras el aprendizaje. La Gramática es, por lo menos, tan ciencia como la Matemática, y su proceso de aprendizaje natural nunca termina. En estas condiciones, puede ocurrir que la escuela tenga ya un problema lingüístico previo, el de una comunidad monolingüe o bilingüe. Los inmigrantes, históricamente, en todas las sociedades, se inclinan por la lengua común del país al que llegan, por la sencilla y comprensible razón de que es la que les garantiza la movilidad a otra parte del territorio. Eso es así cuando las cosas no les van tan bien como quisieran y piensan que un nuevo traslado podría mejorar su situación. La gran masa de inmigrantes no llega por razones culturales; llega buscando una mejora de su situación económica y social. El dinero es un valor preferente, como lo indica por la cuantiosa magnitud de las remesas que envían a sus países de origen. Mientras permanecen en el margen de la sociedad de llegada les importan muy poco las teorías y pasa tiempo hasta que adquieren conciencia del valor de la escuela.


Cuando se dice que hoy se vive en la diversidad se quiere indicar una variación bien definida, un orden del mundo lingüístico que arranque del bilingüismo, como parte del conocimiento y la apreciación de los valores del contexto general. Como en el caso español, en el entorno de bilingüismo norteamericano, sobre todo en los territorios del sur y el oeste, es beneficioso saber para qué sirve cada idioma que se habla y rentable educativa y culturalmente saber aprovecharlo. Los hablantes de español en los Estados Unidos de América no son tampoco muy conscientes de la existencia de una norma hispánica, que funciona perfectamente en sus países de origen, pero que muchos de ellos no identifican como elemento cultural propio.


Una norma lingüística es lo que del sistema, de la lengua como estructura abstracta, es común a un conjunto de hablantes o a todos ellos. La norma hispánica no es la norma española, ni la de ningún país o región concretos. Hay varios tipos de norma: la regional, la local, la nacional (española, mexicana, argentina, hispánica). Sus límites respectivos se definen por la adecuación a las necesidades comunicativas de los usuarios. Quien sólo habla español en casa no necesita de amplios conceptos; quien precisa hacerse entender también en Bogotá o en Rosario, sí.


La emigración hispana en los Estados Unidos ofrece enormes diferencias culturales, porque llegan gentes de gran nivel en sus profesiones hasta analfabetos o incluso hampones. Muchos mejicanos en los EUA ignoran que existe una Academia Mexicana de la Lengua y desconocen el papel coordinador y consensuado de la Asociación de Academias. No saben que el español es hoy tarea de un muy amplio conjunto de instituciones, que aceptan un diccionario, una gramática y una ortografía común y trabajan conjuntamente en su mejora.


Regla es una palabra emparentada con regir, rey, recto y también con reja. Como continuar la exposición acumulando ejemplos produciría el efecto indeseado de mezclar verdad y mentira, ha llegado el momento de ordenar lo que se piensa y expone. Para ello, por analogía con las cuatro reglas básicas de la Aritmética (dado que la lengua es, como la Matemática, un sistema formal), se darán cuatro principios o indicaciones del camino recto, que es lo que significa regla. Vienen a sintetizar lo expuesto hasta ahora y preparan los argumentos que van a continuar después. 


1. Las lenguas son estructuras, no organismos. Todo cambio, alteración o conflicto, por mucho que se adjetive como lingüístico, arranca de los hablantes, exclusivamente. Una lengua sin hablantes resulta inmutable.

2. El esfuerzo de aprendizaje de una lengua es enorme: se inicia en la infancia y dura toda la vida. Está sometido siempre a todo tipo de presiones sociales.

3. En circunstancias normales, las lenguas no están aisladas, sino que sus hablantes se hallan expuestos a otras lenguas. Ello hace que sea normal la mezcla de estructuras de varias de ellas en grados diversos. El purismo lingüístico es antinatural, no por razones lingüísticas, sino sociales. Todas las lenguas son porosas, admiten voces de otras. Ese rasgo fue muy destacado en el castellano primordial y ha sido decisivo en la expansión del inglés. Al contrario, las lenguas débiles o en retroceso suelen ser poco porosas e intentan ser puristas. 

4. El hecho de que sean los hablantes los que alteren, modifiquen y causen el cambio de las lenguas, hasta su desaparición, es perfectamente compatible con el hecho de que las lenguas se puedan planificar, reestructurar, organizar e incluso imponer por individuos o grupos con un cierto grado de poder lingüístico y social. Mas no hay propuesta lingüística que triunfe si no es asimilada por la sociedad, entendida como el conjunto de hablantes. 






Tomado de:

MARCOS-MARÍN, Francisco Y DE MIGUEL, Armando (2009): Se habla español. Madrid, Biblioteca Nueva, pp.34-48.

27 enero 2022

¿Cuál es nuestra lengua, castellano o español? Humberto López Morales

 



¿Cuál es nuestra lengua, 
castellano o español?


Humberto López Morales


Durante mucho tiempo -y hasta hoy- algunos conceptos básicos permanecen en un estado calamitoso de confusión, al menos desde el punto de vista técnico y científico. Como se trata de elementos imprescindibles para entender lo relativo al mundo hispanohablante de hoy, es preciso despejarlos. Con toda seguridad que este ejercicio no convencerá a todos; es de suponer, estando como están, estrechamente unidos a intereses y preferencias individuales, grupales y hasta nacionales. 


A pesar de que desde el punto de vista lingüístico castellano y español no son sinónimos, el uso de uno u otro término depende del ámbito geográfico, el momento histórico o la necesidad de distinguir lo que se  estima contenidos semánticos diversos. Las dos palabras conviven todavía hoy como nombres de nuestra lengua común. Para el lingüista, el único término existente para denominar la lengua general es español, en claro contraste con castellano, que como bien decía Octavio Paz, hace referencia a la forma de hablar de Castilla, al habla de los castellanos:


Yo me siento ciudadano de la lengua española y no ciudadano mexicano; por eso me molesta mucho que se hable de lengua castellana, porque el castellano es de los castellanos y yo no lo soy; yo soy mexicano y, como mexicano, hablo español y no castellano.


Es muy frecuente el uso del término español en los círculos intelectuales de Hispanoamérica, ya que lo considero heredero de los aportes que hicieron al pequeño y primitivo dialecto original lenguas y hablantes desde fuera del condado de Burgos, primero en la península misma y después en América.


También se aplica a lo que fue la lengua de épocas medievales con anterioridad al siglo XV, cuando todavía no había nacido la lengua general de los españoles, y más tarde, de los nacidos en sus posesiones. No cabe duda de que la historia de Castilla, de sus hombres y de su lengua, hizo que el castellano medieval cambiara, y mucho, su fisonomía. Su pervivencia no toma en consideración estas realidades; en cambio parecen suficientes a los que prefieren español; ya que toman en cuenta los importantes cambios en el sistema lingüístico que han contribuido a darla una nueva personalidad al viejo dialecto de Castilla.


No es casual que la palabra castellano haya sido mayoritaria en la Edad Media española, que el predominio de español sea ya un hecho en la España del siglo XVI con reinado de Carlos I, y que la sustitución sea evidente en el siglo XVIII, en que castellano queda teñida de connotación arcaizante.


Por otra parte, si se comparan los dialectos españoles actuales, se notará la clara diferenciación existente entre ellos. Si a este ejercicio se añaden las variedades americanas -para no hablar de Filipinas y Guinea Ecuatorial-, la variación aumenta sensiblemente. Parece razonable que en el caso general se prefiera una designación internacional que abarque todas las variaciones locales, y español cumple adecuadamente con esa función.


Así, tras un estudio exhaustivo y riguroso, Alonso explicó el asunto con gran lucidez y erudición. En este caso, castellano estaría en paralelo con el franciano de Ile de France, convertido en francés en el momento de su expansión nacional y mundial. Es decir que español estaría en línea con francés, alemán, italiano, inglés; castellano con extremeño, asturiano, andaluz y canario, por ejemplo. Por otra parte, español es el nombre propio de nuestra lengua, y así es reconocido en todo el mundo; de ahí que anglos y alemanes escriban Spanish, y Spanisch, respectivamente, pues en esas lenguas los nombres propios de lenguas se escriben con mayúsculas.


Desde tres puntos de vista, ajenos al nivel científico, otros argumentos -históricos, tradicionales y, sobre todo, políticos- han privilegiado la palabra castellano. En unos casos se trata de calcos decimonónicos, en otros, de intencionalidad política y en algún que otro país latinoamericano se debe a la necesidad de especificar entre las funciones adjetivas (historia española, idiosincrasia española) y las sustantivas, en este caso, el nombre de la lengua (el castellano).


El dictamen que Alonso expone con contundencia es: "El nombre de castellano había obedecido a un visión de paredes peninsulares adentro, el de español, miraba al mundo" Y años después, Salvador anotaba: "sobre los bienes comunes no caben decisiones particulares". Castellano se mantuvo en América durante el siglo XIX -buen ejemplo de ello es la Gramática de la lengua castellana, de Andrés Bello (1876)- pero en el siglo XX ya se va imponiendo español. Elda Lois escribía:


"Lengua castellana" y no "lengua española" pone de manifiesto un ideal lingüístico que no se corresponde con el centralismo uniformador de la política borbónica, y con "lengua española" se nombra más cabalmente el instrumento lingüístico suprarregional común a los hablantes de los distintos dialectos de España y América.


Pasado el tiempo, la dependencia política originaria era ya tan solo un recuerdo histórico: castellano como nombre  específico -sobre todo en la dialectología- de la variedad de español hablado en Castilla la Vieja "parece conferirle a tal variedad una primacía jerárquica entre las múltiples variedades, una facultad normativa, una carácter modélico, y esa posible identificación de castellano y norma es la que rechazan". El término español refleja mejor, desde la propia diversidad de la lengua en España, la correlativa diversidad americana, con algunas normas nacionales muy caracterizadas y con una creación literaria consagrada y pujante. Un campesino de la isla de la La Palma (Canarias), de la localidad de El Paso, cuando Manuel Alvar le preguntó (en una encuesta dialectal) por el nombre de la lengua que hablaba, dijo: "Aquí hablamos español, porque el castellano no lo sabemos pronunciar".


Admirable distinción, comenta Salvador: canarios, andaluces, murcianos, manchegos, extremeños, leoneses, aragoneses, navarros deben lógicamente, como el palmero, sentirse instalados más cómodamente en una lengua llamada castellana. Lo que no obsta para que estos últimos años haya ganado terreno en todas las regiones, desde la decisión constitucional, la denominación de castellano, que antes solo era predominante en las zonas bilingües, donde el español convive con las otras lenguas de España, que comprenden menos de la quinta parte del territorio nacional, porque el español es la lengua única del 82% de sus habitantes.


Sin duda, comenta Andión, la raíz de la coexistencia y predominio de un término sobre otro ha estado en que la maduración  de la nación española como estado moderno llegó después de que su poder y su lengua se hubieran extendido enormemente. Ello puede haber ocasionado que el término castellano se mantuviera durante tantos siglos y pasara a América.


Como señala esta investigadora, en ambos territorios -España y América- han existido y existen factores políticos, históricos y sociales que inclinan la tendencia hacia el uso de uno u otro término. En España las reacciones están determinadas por la posición que se tenga frente al Estado español como comunidad supranacional y la pertenencia o no a esa unidad. Tras el término español -cito- algunos han visto un exceso de un patriotismo exacerbado que alcanzó su máxima expresión en las dictaduras de Primo de Rivera y de Francisco Franco; otros, una lengua común, ajena a temas históricos, que identifica a loa ciudadanos de España.


En Hispanoamérica, donde ambos términos son heredados, las polémicas han sido menos encendidas pero, con todo, en algunos países se prefiere castellano para evitar una supuesta subordinación cultural a España. Por el contrario, los que han optado por español, nada reivindicativos, creen que se trata del nombre "moderno" natural para una lengua extensa y común que la realidad americana terminó por convertir de manera decisiva en algo más que el viejo dialecto de Castilla.


Esa misma dualidad ha llegado incluso al texto constitucional de las repúblicas americanas. Con respecto a estos textos existen dos posturas: las que no hacen mención "expresa" de la lengua nacional, y las que sí la hacen. Y en este caso los textos están divididos entras las dos etiquetas en discusión: "español" y "castellano".


Los que no mencionan la lengua nacional "expresamente" son las constituciones de Argentina, Bolivia, Chile, El Salvador, México, la República Dominicana y Uruguay. Es más que probable que esta omisión se deba a lo obvio que resulta mencionar el punto. Se ha sugerido, quizá inspirándose en el caso de España, que hubiera podido tratarse del temor a impulsar la agresión a las lenguas indígenas que conviven con el español en estos países, o en otros casos, por recelos históricos hacia la antigua metrópoli. Son afirmaciones que podrían ponerse seriamente en duda, ya que en algunos de ellos no existe un peso considerable de lenguas indígenas y porque es cierto que omiten el artículo sobre la lengua nacional, pero sí la nombran sin ambages, y de manera reiterada en el mismo texto constitucional múltiples alusiones siempre hacen referencia al español; así lo hacen también los documentos expedidos por sus ministerios de Educación y otras dependencias estatales.











Tomado de:

LÓPEZ MORALES, Humberto (2010): La andadura del español por el mundo. México, Taurus, pp. 185-191.

    

17 junio 2021

El estilo de Miguel de Cervantes. Conferencia de Jorge G. López




El estilo de Miguel de Cervantes
Contexto literario y capacidad creadora


Conferencia de Jorge García López


El Quijote se escribe contra el humanismo erasmiano, decadente hacia finales del siglo XVI, y para ello hace uso del estilo irónico, que Cervantes modula mediante la parodia, la comicidad o la sátira, para proponer nuevos marcos estéticos a los géneros de la época (libros de caballerías, novela pastoril y bizantina, abencerrajes, novela picaresca, etc.). Los orígenes de la gran novela cervantina se encuentran en los entremeses y en las Novelas ejemplares, consistentes en relatos verosímiles que exploran las categorías morales a partir de escenas de la vida cotidiana.


03 octubre 2020

Los espacios de la voz. Margit Frenk




 Los espacios de la voz


Margit Frenk


En un importante libro de 1945, From Script to Print, el inglés Henry John Chaytor decía que hoy en día casi no somos capaces de concebir el lenguaje sino en su forma escrita. Esta inextricable atadura del lenguaje con la escritura es un fenómeno tan reciente en la historia de la humanidad y tan limitado a ciertas culturas como lo es la escritura misma; pero ya lo ha dicho Walter Ong: “nosotros –los lectores de libros como éste– somos tan ‘letrados’”, que “sólo con grandes dificultades logramos imaginar cómo es una cultura de oralidad primaria, esto es, una cultura que desconoce totalmente la escritura e incluso la posibilidad de la escritura”. 


Ha hecho época el libro Orality and Literacy. The Technologizing of the Word de Walter Ong (1982), excelente investigador norteamericano que se ha ocupado ampliamente del contraste entre las culturas orales y las dotadas de escritura. A pesar, dice, de que todo lenguaje es básica, naturalmente, oral y de que la escritura es un fenómeno tardío, derivado y artificial, ella ha marcado muy a fondo a nuestras culturas y creado en nosotros nociones falsas sobre las culturas de épocas y civilizaciones carentes de escritura, las cuales, dentro de la historia de la humanidad, constituyen la inmensa mayoría.


Pero no son sólo las civilizaciones sin escritura las que están reclamando una visión no “escritocéntrica”: las culturas occidentales conocedoras de la escritura estuvieron permeadas también, durante siglos, de diversos tipos de oralidad, hecho este que no es conocido a nivel general. En la Antigüedad grecorromana, “el método común de publicación fue la recitación pública, […] incluso después de que se generalizaron los libros y el arte de la lectura” (Hadas, 1957). A partir del siglo V a.C., y sobre todo en la época helenística, la cultura griega conoció la lectura individual, pero ésta las más veces se realizaba en voz alta. También en la Roma antigua los textos eran leídos oralmente, recitados de memoria, salmodiados o cantados; su público era un público de oyentes, un “auditorio”. “Para los antiguos la palabra escrita no era otra cosa que un sucedáneo de la palabra oral” (Borges, 1960); los manuscritos servían para fijar los textos y apoyar la lectura en voz alta, la memorización, el canto. En los primeros siglos de la Roma imperial –cito a Auerbach– “la mayoría de las obras literarias no fueron conocidas primero a través de copias escritas, sino por medio de la lectura oral. Ésta se realizaba generalmente en reuniones informales y privadas de los amigos del autor”. Luego se leyó en todas partes, y “desde Adriano hubo edificios públicos que servían exclusivamente a este propósito” (Auerbach, 1969). Tan asociada estaba la letra con la voz, con el hablar y el oír, que incluso la lectura solitaria se hacía en voz alta, como lo prueba el famoso pasaje de las Confesiones (VI, iii) en que san Agustín expresa su asombro ante la capacidad y costumbre que tenía san Ambrosio de leer en silencio. 


La Edad Media bajo el imperio de la voz.


Nadie sino san Ambrosio parece haber leído silenciosamente en el siglo IV. Ni nadie más, por muchos siglos. La Regla de San Benito, capítulo 48, ordena que quien desee leer en el dormitorio debe hacerlo sin molestar a los demás: sibi sic legat ut alium non inquietet (Chaytor, 1950). La cultura de la Edad Media europea siguió estando mayoritariamente bajo el imperio de la voz, como lo ha venido a demostrar de manera definitiva el libro de Paul Zumthor, La lettre et la voix. De la “littérature” médiévale .


Por una parte, entre grandes masas de la población, desconocedoras de la escritura, seguía existiendo una cultura plenamente oral, de vieja y arraigada tradición. Esa cultura se expresaba en los usos y costumbres cotidianos, los rituales, las festividades, etc., y se manifestaba verbalmente en muchas variedades de “literatura” oral, tanto profana como religiosa: cantares épicos, canciones narrativas y líricas para acompañar el trabajo y el baile, rimas infantiles, oraciones y conjuros versificados, cuentos, refranes. Toda esa producción, local unas veces, regional otras, trasregional otras muchas, constituía un patrimonio colectivo; se creaba y recreaba oralmente, se transmitía de boca en boca y de generación en generación y por lo común se ejecutaba públicamente. Sólo de manera excepcional llegaron a ponerse por escrito, durante la Edad Media, los productos de esas tradiciones orales.


¿Puede hablarse aquí de “oralidad primaria”? No para Walter Ong, quien limita la expresión a culturas que desconocen la escritura y quien aplica a periodos como el medieval la denominación de “residualmente oral”, por la gran cantidad de elementos, de “residuos”, orales que conserva. Por su parte, Paul Zumthor piensa que la oralidad primaria se puede dar igualmente en “grupos sociales aislados y analfabetas” y que tal “era el caso de grandes sectores del mundo campesino medieval, cuya vieja cultura, tradicional, oprimida”, debió poseer “una poesía de oralidad primaria”. Parece, sin embargo, que incluso la cultura campesina que vivía en el aislamiento solía entrar en contacto con la “otra” cultura en lengua vernácula, poseedora, ésa sí, de escritura, y tales contactos no podían sino traer consigo, en mayor o menor medida, mutuas influencias.


Esa otra cultura, escrita, que floreció en ámbitos más restringidos –medios clericales y conventuales, cortes y palacios, ciudades–, tenía en común con la de tradición oral un factor muy importante: la publicación de sus productos literarios adoptaba las más veces modalidades orales: “esas obras […] estaban destinadas a la recitación, a ser cantadas o leídas en público” (Auerbach, 1969); lo mismo sus “lectores” que sus receptores –letrados o analfabetas– estaban acostumbrados a oír el sonido de las letras, las “voces paginorum”, según el feliz título de Joseph Balogh. O sea, que para la cultura medieval que se expresaba por escrito los ojos no eran sino vehículo para una comunicación oral-auditiva; también en ella, pues, “el sentido circulaba de la boca al oído”, y “la voz detentaba el monopolio de la transmisión” (Zumthor, 1972.). Pero era una voz que, lejos de oponerse a la escritura, cooperaba con ella, complementándola. Evidentemente, no cabe hablar aquí de una literatura oral, como lo era la otra –de aplicarle este término, estaríamos extendiendo su significado hasta el punto de diluirlo–, pero sí de una literatura que podemos llamar oralizada, término que, junto con el de oralización, permite evitar malentendidos.


El legere in silentio siguió siendo excepcional durante la Edad Media, posiblemente hasta el siglo XV: la gente no sabía hacerlo, aun cuando quería. Hay a este respecto una bonita anécdota de comienzos del siglo XIII: Ricalmo, abate del monasterio cisterciense de Schönthal, en Alemania, autor del más completo manual medieval de demonología, confesó lo siguiente: Cuando estoy leyendo directamente del libro y sólo con el pensamiento, como suelo hacerlo, ellos [los diablos] me hacen leer en voz alta palabra por palabra, privándome de la comprensión interior de lo que leo y para que pueda penetrar tanto menos en la fuerza interior de la lectura cuanto más me vierto en el lenguaje externo.


Para quienes no creemos en los demonios, el problema de Ricalmo era, simplemente, que no lograba leer en silencio; deseaba mucho hacerlo, porque compartía con otros la convicción de que la lectura silenciosa propiciaba, más que la oral, la comprensión de los textos; pero no tenía la costumbre de hacerlo, como no la tenían sus contemporáneos: no era parte de su cultura. Los nobles acostumbraban oír leer, lo mismo en compañía, durante la comida, que en privado, y ambos hábitos quedaron incluso reglamentados en España desde el siglo XIII. Un pasaje de la Segunda Partida de Alfonso X dice que los antiguos ordenaron que en tiempo de paz los caballeros aprendieran hechos de armas, ya que no “por vista et por prueba”, “por oída et por entendimiento” (o sea, escuchándolos), et por eso acostumbraban los caballeros, quando comién, que les leyesen las hestorias de los grandes fechos de armas que los otros fecieran […]. Et eso mesmo facién que quando non podiesen dormir, cada uno en su posada se facié leer e retraer estas cosas sobredichas, et esto era porque oyéndolas les crescían los corazones.


Se leían en voz alta muchos otros tipos de obras. En el prólogo al Libro del caballero e del escudero, don Juan Manuel le cuenta al arzobispo de Toledo que “cada que so en algún cuydado, fago que me lean algunos libros o algunas estorias”, y añade que le envía esa obra suya “porque alguna vez, quando no pudierdes dormir, que vos lean, assý commo vos dirían una fabliella”. El hábito de escuchar los textos escritos no podía sino repercutir en la escritura misma, como veremos, y así se ha podido comprobar, precisamente en don Juan Manuel, la influencia de los cuentos orales, con ciertos rasgos típicos de composición, como las continuas repeticiones, en el Conde Lucanor y en el llamado Libro de las armas.


En toda la Europa medieval la lectura ocular conducía, pues, normalmente a la oralización de lo escrito. Los ojos alimentaban los oídos, empezando por los del propio “lector”, que también “leía” con sus oídos, pues al pronunciar lo escrito se escuchaba a sí mismo: “O tu che leggi, udirai” (Dante, Inferno, XXII). A fines del siglo XIV escribió el poeta inglés John Gower en su Confessio amantis: “Que cuando leo de amores, alimento mi oído con esas historias”.


“Si queredes oyr lo que vos quiero dezir”.


En su mayoría, las presentaciones orales de las obras se hacían colectivamente. Textos de toda índole se leían en voz alta o se recitaban –o cantaban– de memoria ante grupos de oyentes. Generalmente estaban “concebidos para funcionar en condiciones teatrales: como comunicación entre un cantante o recitador o lector y un auditorio” (Zumthor, 1972). La literatura medieval española abunda en referencias a la lectura y recitación ante muchos oyentes: “Sennores e amigos quantos aquí seedes, / si escuchar quisierdes, entenderlo podedes”, dice Berceo en la Estoria de San Millán.


Junto a tales exhortaciones encontramos muchas referencias de otros tipos, como éstas del Libro de buen amor: “que pueda de cantares un librete rimar, / que los que lo oyeren puedan solaz tomar” (Juan Ruiz, 12cd); “Buena propiedat ha [el Libro] do quier que sea, / que si lo oye alguno que tenga muger fea, / o sy muger lo oye que su marido vil sea” (1627a-c); “Qualquier ome que lo oya, si bien trobar sopiere” (1629a). Lo mismo, en las crónicas. Chaytor (1950) cita la Crónica de Jaime I de Aragón, escrita después de 1230: “A aquells qui voldrán ohir de las graces que Nostre Senyor ha fetes deixam aquest libre per memoria” (final del cap. I); “Per tal que sapigan aquells que ohirán aquest libre […]” (final del cap. LXIX). En verso y en prosa, las fórmulas tópicas para remitir de una parte del texto a otra son generalmente del tipo “como oístes dezir”, “como oiredes contar”.


Hay quienes quieren negarles sentido literal a este tipo de expresiones, y sin duda se trata de clichés que no en todos los casos tienen que tomarse al pie de la letra; pero globalmente funcionan como indicios de la omnipresencia de una voz que “participa con toda su materialidad en la significancia del texto” y de una “situación de discurso en presencia” (Zumthor, 1987); como indicio también del carácter social, grupal, de la comunicación. Toda la literatura europea medieval abunda en testimonios y fórmulas como los que hemos visto en España. En poemas franceses: “Or oez tuit coumunement”, “Or oiez un flabel courtois”, “Or escoutez, grans et menour”; “Oi avez le vers del parchemin”; en la literatura inglesa: “Lystnes, lordyings…”, “as you shall hear”, “as you have heard”. Generalmente se combinan, como en la Disputa del alma y el cuerpo, un verbo de locución (dicere, decir, dire, sagen, hablar, contar…) con uno referente a la recepción auditiva (audire, oír, ouir, hören, hear, escuchar, entender, entendre, vernemen). 


Otros indicios de oralización.


Para gran número de poemas medievales europeos, otro indicio que no deja lugar a dudas sobre su “vocalización” es, como muy bien señala Zumthor (1987), la presen las alusiones al canto y al acompañamiento instrumental. Hay que tomar en cueciade notas musicales en los manuscritos, prueba manifiesta de que se cantaban, y también nta, además, la multitud de informaciones documentales de tipo anecdótico que nos hablan de juglares, cantantes, recitadores y lectores, “portadores de voz” y de su público de oyentes. En los romans medievales franceses “quien lee no es un profesional, un juglar; son generalmente las mujeres de la nobleza”, en un ambiente doméstico, íntimo, dice Robert Marichal (1968) y recuerda una escena de Flores y Blancaflor en que una doncella lee un roman delante de su padre y su madre, recostados en tapices de seda. Misma escena, pero en un jardín, en el verso 5366 del Yvain de Chrétien de Troyes. También los textos en prosa se leían así. 


Aquí tenemos dos “figuras” esenciales de la lectura en el Medioevo, ya fuera pública, ya privada: la persona que domina la técnica de leer en voz alta, por un lado, y, por otro, su público –en este caso, un infante–, que recibe “grand plazer e gran solaz” oyéndola leer. Cuando de recitaciones se trata, entra en juego otra figura de primer rango: la memoria. Petrarca describe a los juglares como “homines non magni ingenii, magnae vero memoriae”. Grande era, en verdad, la capacidad memorística que había que tener en los siglos anteriores a la imprenta, y todavía después.


Cultura manuscrita, cultura oralizada. 


En los siglos XIII y XIV se fue expandiendo la escritura a causa del desarrollo del comercio, la intensificación de las comunicaciones y, sobre todo, la estabilización espacial, el sedentarismo –y la necesidad de llevar registros– que trajo consigo el crecimiento de las ciudades: “las ciudades son hijas del Escrito” (Zumthor, 1987). Con todo, “tantos siglos no le bastaron a la sociedad europea para interiorizar verdaderamente su conocimiento y su práctica de la escritura”. A su vez, la lectura era una cosa difícil, ejercida por pocos. Hay que ver la increíble penuria de libros en las bibliotecas todavía en el siglo XIII; la biblioteca que más libros posee, la de la Sorbona, tiene un millar de volúmenes. Apenas va iniciándose en ese mismo siglo XIII el comercio de libros. Salvo en las ciudades de Flandes y del norte de Italia, sostiene Zumthor, nada cambió realmente en Europa antes de la gran boga del humanismo, hacia 1450, que es también el momento en que Johann Gutenberg inventó la imprenta de tipos móviles. 


El predominio de la voz, de la oralidad, o la “vocalidad”, hasta el siglo XV nos está exigiendo una revisión de muchas ideas, todavía arraigadas y pertinaces, en relación con la literatura del Medioevo. Pese a cuanto se ha venido escribiendo al respecto, desde el año de 1926 (Balogh) y hasta nuestros días, sigue habiendo una dificultad generalizada de imaginar que en la Edad Media la poesía y la prosa le llegaban a la gente a través del oído, con todo lo que ello implica. Debemos culpar de ello, sin duda, al “escritocentrismo” de nuestra era, que en este caso se ha visto apoyado por la manera obvia –la única manera posible– como han llegado hasta nosotros los textos medievales: a través de manuscritos.


Lo que se está viendo con claridad cada vez mayor es que los manuscritos mismos estaban supeditados a la oralidad predominante. Dice Walter Ong: “La cultura manuscrita siguió siendo en Occidente marginalmente oral […]. La escritura servía en buena medida para reciclar los conocimientos y devolverlos al mundo de la oralidad”; antes de convertirse en un objeto, el libro era todavía an utterance, algo que “se decía”. 


También José María Díez Borque ha insistido en que en la Edad Media “lo escrito […] es sólo una forma subsidiaria derivada, auxiliar o irrelevante”. Y Paul Zumthor, en La lettre et la voix: El factor inmediato decisivo de la puesta por escrito fue la intención, ya de registrar un discurso previamente pronunciado, ya de preparar un texto destinado a la lectura pública o al canto, en tal o cual circunstancia. La escritura no era sino un relevo provisional de la voz.


Una especial organización del pensamiento y de la expresión. 


Antes de ver qué transformaciones produjo en el terreno que nos ocupa –si es que produjo– el advenimiento de la imprenta, importa asomarnos, aunque sea brevemente, a lo que puede significar, en términos generales, la oralización de los textos, ya no desde el punto de vista de la cultura en la cual se produce, sino en cuanto a los textos mismos, en cuanto a su organización interna, a su lenguaje, a su estilo. Bastante se ha mencionado ya este aspecto fundamental, como lo muestran las siguientes citas: La “verbalización oral, en forma pura, anterior a la escritura, o en forma residual, al interior de culturas con escritura, estructura tanto los procesos de pensamiento como la expresión” (Ong, 1979).


La práctica de la lectura oral “influyó poderosamente en el estilo literario, desde la Antigüedad hasta tiempos bastante recientes” (Ong, 1982). En la Antigüedad, “la práctica de la presentación oral influyó en la naturaleza de la prosa, lo mismo que en la de la poesía” (Hadas, 1957). 


El acto de audición por el cual una obra “se concreta socialmente no puede no inscribirse por anticipación en el texto” (Zumthor, 1987). Ciertamente, el autor que prevé una recitación o una lectura en voz alta de su texto frente a un grupo de oyentes escribe de manera diferente de aquel que escribe anticipando una lectura silenciosa y solitaria. Nos encontramos aquí en un terreno que aún requiere mucho estudio, pero podemos estar seguros de que ese autor escribe escuchando el efecto sonoro de sus palabras y dándoles un movimiento y una organización que correspondan a lo que un público auditor puede captar, gozar y aun memorizar. Tanto en verso como en prosa, dentro de la diversidad de los géneros y los estilos, quien escribe para ser escuchado imprimirá a su discurso un dinamismo atento a una recepción que fluye hacia delante, sin retorno posible. Privilegiando la variedad –en forma y contenido– y, cuando de narraciones se trata, la estructura lineal y episódica, no rehuirá las repeticiones y redundancias que afianzan lo ya dicho y buscará efectos capaces de mantener a los oyentes en constante estado de alerta.


La oralidad y la oralización. 


Ahora bien, resulta que varios de estos y otros rasgos que aparecen en producciones destinadas a ser oralizadas –atención al ritmo y las sonoridades, repeticiones y paralelismos, estructura episódica y división del discurso en unidades breves, apóstrofes al receptor, etc.– coinciden con algunas de las grandes leyes universales del estilo oral8. Además coinciden decididamente casi todos los factores contextuales, las modalidades de la “publicación” de los textos, como ahora veremos. Igual que en una cultura plenamente oral, en una cultura oralizadora “la comunicación […] reúne a la gente en grupos” (Ong, 1982), y la performancia –palabra, en este contexto, imprescindible– es necesaria para la plena realización de un texto, con lo cual el hic et nunc de ese evento público y colectivo adquiere suma importancia. También en los productos de esa cultura intervienen por fuerza, junto a la “figura” del compositor, otras dos igualmente indispensables: la del intérprete –lector o recitador o cantante– y la del público, que es a la vez receptor y partícipe. 


Si en una cultura oral la creación se produce en una situación de tipo teatral, una especie de representación –la performancia–, que muchas veces se da en el ámbito de una fiesta, ya en la plaza pública, ya en una iglesia, ya en un palacio, algo análogo suele ocurrir en culturas en que la escritura se convierte en voz, como también tendremos ocasión de observar. Las circunstancias concretas en las que se lee, recita o canta un poema o cualquier otro texto, quién o quiénes los presentan, quiénes escuchan, cómo participan, en qué momento, en qué lugar: todo ello es parte integrante del fenómeno. Zumthor –quien usa el término oeuvre para designar el conjunto del texto y de todas esas circunstancias– insiste, con plena razón, en la importancia del cuerpo, de los cuerpos: presencia, ademanes, gestos, voces; en la materialidad de esas voces, su fuerza, su timbre, su expresividad. Su poder, en otras palabras. Cuando en la España del siglo XVII ciertas mentes privilegiadas –Lope de Vega, Mateo Alemán– cobren conciencia de lo que significa leer a solas y en silencio, resentirán precisamente la pérdida de esa corporalidad –ademanes, gestos, voces–, de esa materialidad que sólo captamos a través de los sentidos: la pérdida de la sensorialidad-sensualidad.


Textos en movimiento: ¿Oralidad versus escritura?. 


Por su indisoluble atadura con la memoria y con la performancia, en un momento y un lugar dados, toda literatura vocalizada –sea o no oral en su modo de composición, esté o no registrada, además, en un papel– se encuentra en continuo movimiento. No hay texto fijo, sino un texto que cada vez va cambiando. Cuando un texto de esa índole se transcribe en un manuscrito (o, más tarde, en un impreso), lo que se registra es sólo una versión, versión efímera, que se pronunció en cierta ocasión y que difiere en más o en menos de las pronunciadas en otras ocasiones. De ahí, en buena parte, las muchas variantes que se encuentran generalmente entre las copias manuscritas de un mismo texto medieval; a esto se añaden, claro, las intervenciones del copista (más tarde, del cajista), porque se equivoca o porque suele tomarse con los textos libertades análogas a las de cualquier recitador o cantante. 


Quienes estudian los productos de la oralidad pura tienden a separarlos tajantemente de la literatura escrita de épocas posteriores. Así, todavía en su libro de 1986, Havelock dice que la imprenta y las editoriales vinieron a suplantar las situaciones del pasado y que desde que existen “el lector participa silenciosamente en la performancia, también silenciosa, del escritor”. Del mismo modo, los estudiosos de la literatura moderna de transmisión oral tienden a contrastarla con los textos escritos. “La apertura que caracteriza al texto de transmisión oral nos obliga a considerarlo como algo diferente a la literatura escrita, que responde a patrones e intenciones creativas propios”, dice Beatriz Mariscal (1992), siguiendo la línea del Seminario Menéndez Pidal; incluso los “géneros literarios destinados a ser leídos en voz alta no responden al proceso creativo propio de la literatura oral, no son textos ‘abiertos’, como lo son los que se apoyan en la memoria, sino cerrados, fijos e invariables”.


Es necesario someter a revisión crítica todas las ideas recibidas sobre los contrastes entre lo oral y lo escrito. Por mi parte, estoy de acuerdo con el punto de vista de Ruth Finnegan, quien a lo largo de su libro de 1977 sostiene que “no existe una frontera clara entre la literatura ‘oral’ y la ‘escrita’”. En la producción de los textos puede haber grandes diferencias entre los dos tipos de literatura, pero éstas variarán de género a género, de época en época, de lugar en lugar: dudo que pueda generalizarse. En la otra cara de la moneda, en los procesos de la comunicación y la transmisión de los textos, ya hemos visto que existen notables semejanzas, necesitadas todavía de estudios detenidos, también por género, época, lugar. Tal como podemos observarlo en la Edad Media y en los siglos posteriores, también en los textos oralizados –sobre todo los textos poéticos–, que circulaban gracias a la memoria y por medio de la voz –recitación, canto–, se producen continuas variantes, efímeras o no, con lo cual son también textos abiertos, en la terminología de Diego Catalán, y en modo alguno “cerrados, fijos e invariables”.


He dicho, adelantándome nuevamente, que “en la Edad Media y en los siglos posteriores”, y ya es hora de preguntarnos qué ocurre en los siglos que siguieron a la Edad Media. Por lo pronto, en ese periodo de transición que fue el siglo XV, como bien ha dicho Alan Deyermond (1988), la oralidad influye en casi todos los géneros literarios que nos ofrece esta época de transición […]. A veces se trata de un género tradicional –oral en sus orígenes y hasta en su esencia– que se transforma en literatura escrita […]. A veces un género culto se “oraliza”. Pero ¿y la invención de la imprenta? Se ha pensado que ella acabó de cuajo con la antigua práctica de leer en voz alta: para Chaytor, ésta “fue suprimida –was killed– por la diseminación de textos impresos”; para David Riesman, la imprenta “creó al lector silencioso y compulsivo”. Aun sin pruebas documentales, por mero sentido común, habría que cuestionar la idea de que un hábito tan antiguo y tan arraigado pudiera desaparecer de la noche a la mañana.


En tiempos de la Celestina, ha dicho Stephen Gilman (1972), la lectura todavía se concebía como una lectura en voz alta, para uno mismo o para otro […]. En otras palabras, la imprenta aún no había creado un público de lectores silenciosos; meramente había multiplicado el número de textos disponibles para leerse en voz alta Gilman situaba a la Celestina en un periodo de transición “relativamente breve” entre la cultura oral y la tipográfica. Todo parece indicar, sin embargo, que la transformación se fue dando de una manera mucho más gradual, durante varios siglos. 



Referencias.

HADAS, M. (1957): Ancilla to Classical Reading, Nueva York, Columbia University Press. 

BORGES, J. L. (1960): “Del culto de los libros”. En: Otras inquisiciones, Buenos Aires, Emecé. 

AUERBACH, E. (1969): Lenguaje literario y público en la baja latinidad y en la Edad Media. Barcelona, Seix Barral.

CHAYTOR, H. (1950): From Script to Print. An Introduction to Medieval Vernacular Literature. Cambridge, W. Heffer Sons.

ZUMTHOR, P. (1972): Essai de poétique médiévale. París, Seuil. 

MARICHAL, R. (1968): “Naissance du roman”. En: M. DE GANDILLAC y E. JEAUNEAU, E. (coords.): Entretiens sur la renaissance du 12e siècle. París-La Haya, Mouton.  

DEYEMOND, A. (1988): “La literatura oral en la transición de la Edad Media al Renacimiento”. En: Edad de Oro. Madrid. 

GILMAN, S. (1972): The Spain of Fernando de Rojas. Princeton, University Press. 












Tomado de:

FRENK, Margit (2005): Entre la voz y el silencio. La lectura en la época de Cervantes. México, FCE, pp, 11-25. 


14 agosto 2015

Don Quijote lector: de la épica a la epopeya. Carlos Fuentes




Don Quijote lector: de la épica a la epopeya


Carlos Fuentes


Todo es posible. Todo está en duda. Sólo un hidalgo manchego sigue adhiriéndose a los códigos de la certidumbre. Como la España de la Contrarreforma, Don Quijote navega entre dos aguas y pertenece a dos mundos. Para él, nada está en duda y todo es posible: como la Invencible Armada derrotada en tiempo de Cervantes, es un anacronismo que no sabe su nombre. En el nuevo mundo de la crítica, don Quijote es un caballero de la fe. Esa fe proviene de una lectura. Y esa lectura es una locura. Don Quijote se empeña, igual que el monarca necrófilo de El Escorial, en restaurar el mundo de la certeza unitaria: se empeña, física y simbólicamente, en la lectura única de los textos e intenta trasladarla a una realidad que se ha vuelto múltiple, equívoca, ambigua. Pero porque es dueño de esa lectura, don Quijote es dueño de una identidad: la del caballero andante, la del héroe antiguo.


De ser el dueño de las lecturas previas que le secaron el seso, don Quijote pasa a ser, en un segundo nivel de lectura, dueño de las palabras del universo verbal del libro Quijote. Deja de ser el lector de novelas de caballería y se convierte en el actor de sus propias aventuras. De la misma manera que no había ruptura entre la lectura de los libros y su fe en lo que decían, ahora no hay divorcio entre los actos y las palabras de sus aventuras. Porque lo leemos y no lo vemos, nunca sabremos qué es lo que el caballero se pone en la cabeza: ¿tendrá razón don Quijote, habrá descubierto el fabuloso yelmo de Mambrino donde los demás, ciegos e ignorantes, sólo ven un bacín de barbero? Dentro de la esfera verbal, don Quijote comienza por ser invencible. El empirismo de Sancho es inútil literariamente, porque don Quijote, apenas fracasa, restablece su discurso y prosigue su carrera en el mundo de las palabras que le pertenecen.


Harry Levin compara la famosa escena del play within the play en Hamlet, con el capítulo del retablo de Maese Pedro en el Quijote. En la obra de Shakespeare (¿de quién?) el rey Claudio hace interrumpir la representación porque la imaginación empieza a parecerse peligrosamente a la realidad. En la obra de Cervantes (¿de  quién?) don Quijote se lanza contra «La titerera morisma» de Maese Pedro porque lo representado empieza a parecerse peligrosamente a la imaginación. Claudio desea que la realidad fuese una mentira: el asesinato del padre de Hamlet. Don Quijote desea que la fantasía fuese una verdad: el cautiverio de la princesa Melisendra por los moros.

La identificación de lo imaginario con lo real remite a Hamlet a la realidad, y de la realidad, naturalmente, le remite a la muerte: Hamlet es el embajador de la muerte, viene de la muerte y a ella va. La identificación de lo imaginario con lo imaginario remite a don Quijote a la lectura. Don Quijote viene de la lectura y a ella va: Don Quijote es el embajador de la lectura. Y para él, no es la realidad la que se cruza entre sus empresas y la verdad: son los encantadores que conoce por sus lecturas.


Nosotros sabemos que no es así, que es sólo la realidad la que se enfrenta a la loca lectura de don Quijote. Pero él no lo sabe, y esto crea un tercer nivel de lectura. «Mire vuestra merced, dice continuamente Sancho… Mire que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento.» Pero don Quijote no mira: don Quijote lee y su lectura dice que aquellos son gigantes. Don Quijote quiere meter al mundo entero en su lectura mientras cree que esa lectura es la de un código unitario y consagrado: el que, desde la gesta de Roncesvalles, identifica el hecho ejemplar de la historia con los hechos ejemplares de los libros. El sacrificio de Rolando defendió el ideal heroico de la caballería y la integridad política del cristianismo. Su gesta habría de convertirse en norma y forma ideales de los héroes de las ficciones de caballería. Don Quijote se sitúa a sí mismo en esta genealogía. El también cree que entre las gestas ejemplares de la historia y los gestos ejemplares de los libros no puede haber fisuras, pues por encima de ambos está el código consagrado que los rige, y por encima de éste, la visión unívoca de un mundo estructurado por Dios. Nacido de la lectura, don Quijote, cada vez que fracasa, se refugia en la lectura. Y refugiado en la lectura, seguirá viendo ejércitos donde sólo hay ovejas sin perder la razón de su lectura: será fiel a ella porque para él no hay otra lectura lícita.

El Quijote de Salvador Dalí (1945)


La sinonimia de la lectura, la locura, la verdad y la vida en don Quijote son de una evidencia llamativa cuando pide a los mercaderes que se encuentra en el camino que confiesen la belleza de Dulcinea sin haberla visto nunca, pues «lo importante es que sin haberla visto lo creyeres, confesares, jurares y defendieres». Ese lo es un acto de fe. Las fabulosas aventuras de don Quijote son impulsadas por un propósito avasallante: lo leído y lo vivido deben coincidir de nuevo, sin las dudas y oscilaciones entre la fe y la razón introducidas por el Renacimiento. Pero el siguiente nivel de la lectura empieza a minar esta ilusión. En su tercera salida don Quijote se entera, por noticias del bachiller Carrasco que Sancho le transmite, de la existencia de un libro llamado El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. «Me mientan a mí —dice Sancho con asombro— y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió.»


Cosas a solas. Antes, sólo Dios podía leerlas; sólo Dios era el conocedor y juez final de lo que sucedía en los recodos de nuestra conciencia. Ahora, cualquier lector que puede pagar el precio de cubierta de Don Quijote también puede enterarse: el lector es asimilado a Dios. Ahora, los Duques pueden preparar sus crueles farsas porque han leído la primera parte de la novela Don Quijote. Al entrar a la segunda, don Quijote ha sido tema de la relación apócrifa escrita por Avellaneda para aprovechar el éxito de la primera parte del libro de Cervantes. Los signos de la singular identidad de don Quijote se multiplican. Don Quijote critica la versión de Avellaneda; pero la existencia de otro libro sobre él mismo le hace cambiar de ruta e ir a Barcelona a «sacar a la plaza del mundo la mentira de este historiador moderno y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice».


Seguramente, ésta es la primera vez en la historia de la literatura que un personaje sabe que está siendo escrito al mismo tiempo que vive sus aventuras de ficción. Este nuevo nivel de la lectura, en el que don Quijote se sabe leído, es crucial para determinar los que siguen. Don Quijote deja de apoyarse en la épica previa para empezar a apoyarse en su propia epopeya. Pero su epopeya no es tal epopeya, y es en este punto donde Cervantes inventa la novela moderna. Don Quijote, el lector, se sabe leído, cosa que nunca supo Amadís de Gaula. Y sabe que el destino de don Quijote se ha vuelto inseparable del libro Quijote, cosa que jamás supo Aquiles con respecto a La litada. Su integridad de héroe antiguo, nacida de la lectura, a salvo en el nicho de la lectura épica previa, unívoca y denotada, es anulada, no por los galeotes o las burlas de Maritornes, no por los palos y pedradas que recibe en las ventas que imagina castillos o en los campos de pastoreo que confunde con campos de batalla. Su fe en las lecturas épicas le permite sobrellevar todas las palizas de la realidad. Su integridad es destruida por las lecturas a las que es sometido.


Y estas lecturas le convierten en el primer héroe moderno, escudriñado desde múltiples puntos de vista, leído y obligado a leerse, asimilado a los propios lectores que lo leen y, como ellos, obligado a crear en la imaginación a «Don Quijote». Doble víctima de la lectura, don Quijote pierde dos veces el juicio: primero, cuando lee; después, cuando es leído. Pues ahora, en vez de comprobar la existencia de los héroes antiguos, deberá comprobar su propia existencia. Lo cual nos conduce a otro nivel de la lectura crítica. En cuanto lector de epopeyas que obsesivamente quiere trasladar a la realidad, don Quijote fracasa. Pero en cuanto objeto de una lectura, empieza a vencer a la realidad, a contagiarla con su loca lectura: no la lectura previa de las novelas de caballería, sino la lectura actual del propio Quijote de la Mancha. Y esa nueva lectura transforma al mundo, que empieza a parecerse cada vez más al mundo del Quijote. Para burlarse de don Quijote, el mundo se disfraza de las obsesiones quijotescas. Pero, como dice Salvador Elizondo en su Teoría del disfraz, nadie se disfraza de algo peor que de sí mismo. El mundo disfrazado de quienes han leído el Quijote dentro del Quijote revela la realidad sin disfraces del mundo: su crueldad, su ignorancia, su injusticia, su estupidez. Cervantes no necesita escribir un manifiesto político para denunciar los males de ésa y de todas las épocas; no necesita recurrir al lenguaje de Esopo; no necesita romper radicalmente con las reglas de la épica tradicional a efecto de superarla: le basta entreverar la tesis épica con la antítesis realista para obtener, dentro de la lógica y la vida y la necesidad propias de su libro, la síntesis novelística. Nadie había concebido, con anterioridad a Cervantes, esta creación polivalente dentro de un libro.


Don Quijote, el caballero de la fe, sale al encuentro de un mundo infiel. Y a semejanza de don Quijote, el mundo tampoco sabe ya dónde está ubicada la realidad. ¿Logran burlarse de don Quijote, Dorotea cuando se disfraza de Princesa Micomicona, Sansón Carrasco cuando le desafía disfrazado de Caballero de los Espejos, los Duques cuando escenifican las farsas de Clavileño, la Dama Adolorida con sus doce dueñas barbudas y el gobierno de Sancho en la ínsula Barataría? ¿O es don Quijote quien se ha burlado de todos ellos, obligándoles a entrar, disfrazados de sí mismos, al universo de la lectura del Quijote? Discutible materia de psicoanálisis. Lo indiscutible es que don Quijote, el hechizado, termina por hechizar al mundo. Mientras leyó, imitó al héroe épico. Al ser leído, el mundo le imita a él. Pero el precio que debe pagar es la pérdida de su propio hechizamiento. Pródigo, Cervantes nos conduce a un nivel más de lectura. Cuando el mundo se quijotiza, don Quijote, cifra de la lectura, pierde la ilusión de su ser. Cuando ingresa al castillo de los Duques, don Quijote ve que el castillo es castillo, mientras que en las ventas más humildes podía imaginar que veía un castillo. La realidad le roba su imaginación. En el mundo de los Duques, ya no será necesario que imagine un mundo irreal: los Duques se lo ofrecen en la realidad. ¿Tiene sentido la lectura si corresponde a la realidad? Entonces, ¿para qué sirven los libros? De allí en adelante, todo es tristeza y desilusión, tristeza de la realidad, desilusión de la razón. Paradójicamente, don Quijote es despojado de su fe en el instante mismo en que el mundo de sus lecturas le es ofrecido en el mundo de la realidad. El paso decisivo por el castillo de los Duques permite a Cervantes plantar tres picas en el campo de su crítica de la lectura. Una cosa, nos está diciendo, es la idea que don Quijote tiene de una coincidencia épica entre sus lecturas y su vida: una fe nacida de los libros y totalmente definida por la manera como don Quijote ha leído esos libros.


Mientras esta coincidencia mental mantiene su supremacía, don Quijote no tiene dificultades para convivir con cuanto existe fuera de su propio universo: el hecho mismo de que la realidad no coincida con sus lecturas le permite, una y otra vez, imponer la visión de sus lecturas a la realidad.


Pero cuando lo que sólo pertenece a sus lecturas unívocas encuentra equivalentes en la realidad, la ilusión cae hecha pedazos. La coherencia de la lectura épica es derrotada por la incoherencia de los hechos históricos. Don Quijote debe vivir esta realidad histórica antes de alcanzar el nivel definitivo propuesto por Cervantes: el nivel de la novela en sí, síntesis entre el pasado que don Quijote pierde y el presente que lo anula. Arrojado en brazos de la historia, la historia priva a don Quijote de toda oportunidad para su acción imaginativa. Encuentra a un tal Roque Guinart, auténtico bandolero, vivo en tiempo de Cervantes. Guinart, totalmente inscrito en la historia, fue ladrón de la plata de Indias y agente secreto de los hugonotes franceses en la época de la matanza de la noche de San Bartolomé. Al lado de Guinart y de su historicidad tangible, como cuando es testigo (pero no partícipe) de un combate naval frente a Barcelona, don Quijote se convierte en simple espectador de hechos y personajes reales. El viejo hidalgo, para siempre privado de su lectura épica del mundo, debe enfrentar su opción final: ser en la tristeza de la realidad o ser en la realidad de la literatura: esta literatura, la que Cervantes ha inventado, y no en la vieja literatura de la coincidencia unívoca de la cual surgió don Quijote.


Aventura de la desilusión. Por algo llama Dostoyevski a la obra de Cervantes «el libro más triste de todos» y en ella se inspira para figurar al «hombre bueno», al príncipe idiota, Mishkin. El caballero de la fe se ha ganado, al terminar la novela, su triste figura. Y es que, como indica Dostoyevski, don Quijote sufre una «nostalgia del realismo». Pero, ¿de cuál realismo? ¿El de las imposibles aventuras de magos, caballeros sin tacha y descomunales gigantes? Exactamente: antes, todo lo dicho era cierto… aunque fuese fantasía. No había fisura alguna entre lo dicho y lo hecho en la épica. «Para Aristóteles y la Edad Media —explica Ortega y Gasset— es posible lo que no envuelve en sí contradicción. Para Aristóteles es posible el centauro; para nosotros no, porque no lo tolera la biología.» Es este realismo coincidente, sin contradicciones, el que añora don Quijote; en su camino podrán cruzarse la nueva ciencia, la nueva duda, todos los escepticismos que anacronizan la fe del caballero de la lectura única, del embajador de la lectura lícita. Pero por encima de todo, lo que rompe ese realismo son las lecturas plurales, las lecturas ilícitas.


Don Quijote ilustrado por Gustave Doré


Don Quijote recobra la razón y esto, para él, es la suprema locura: es el suicidio, pues la realidad, como a Hamlet, le remite a la muerte. Don Quijote, gracias a la crítica de la lectura inventada por Cervantes, vivirá otra vida: no le queda más recurso que comprobar su propia existencia, no en la lectura única que le dio vida, sino en las lecturas múltiples que se la quitaron en la realidad añorada y coincidente pero se la otorgaron, para siempre, en el libro y sólo en el libro. Octavio Paz ha escrito, memorablemente, que la aventura de la novela moderna puede resumirse entre dos títulos: Las grandes esperanzas y Las ilusiones perdidas. Y Don Quijote es la primera novela de la desilusión; es la aventura de un loco maravilloso que recobra una triste razón. Nadie ni nada, ni la burla heroica de Tasso, ni el crudo realismo documental de la picaresca, ni la gargantúica, insaciable y aterradora afirmación de la energía excedente del mundo humano lanzada como una alegre maldición contra el vacío de los cielos, en Rabelais, habían concebido, antes de Cervantes, la narración de una aventura de la desilusión y la pérdida.


Quizás, por ello, Don Quijote es la más española de todas las novelas. Su esencia poética es definida por la pérdida, la imposibilidad, una ardiente búsqueda de la identidad, una triste conciencia de todo lo que pudo haber sido y nunca fue y, en contra de esta des-posesión, una afirmación de la existencia total en la realidad de la imaginación, donde todo lo que no puede ser encuentra, en virtud, precisamente, de esta negación fáctica, el más intenso nivel de la verdad. Porque la historia de España (y podríamos añadir: la historia de la América Española) ha sido lo que ha sido, su arte ha sido lo que la historia ha negado a España. El arte da vida a lo que la historia ha asesinado. El arte da voz a lo que la historia ha negado, silenciado o perseguido. El arte rescata la verdad de manos de las mentiras de la historia. 


Posiblemente, esto es lo que quiso decir Dostoyevski cuando escribió que Don Quijote es una novela donde la verdad es salvada por una mentira. La profunda observación del autor ruso va mucho más allá de la relación entre el arte y la historia de una nación. Dostoyevski nos está hablando de la más ancha relación entre lo real y lo imaginario. Hay un fascinante momento del libro de Cervantes: En Barcelona, don Quijote rompe definitivamente los amarres de la ilusión realista y hace lo que jamás hicieron Aquiles, Eneas o Roldán: visita una imprenta, entra al lugar mismo donde sus hechos se convierten en objeto, en producto legible. Don Quijote es remitido a su única realidad: la de la literatura. De la lectura salió; a las lecturas llegó. Ni la realidad de lo que leyó ni la realidad de lo que vivió fueron tales, sino espectros de papel. Y sólo liberado de su lectura pero prisionero de las lecturas que multiplican hasta el infinito los niveles de la novela, sólo desde el centro de su verdadera realidad de papel, solitariamente solo, don Quijote clama: ¡Crean en mí! ¡Mis hazañas son reales, los molinos son gigantes, los rebaños son ejércitos, las ventas son castillos y no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso! ¡crean en mí! 


La realidad puede reír o llorar al escuchar semejantes palabras. Pero la realidad misma es invadida por ellas, pierde sus propias fronteras definidas, se siente desplazada, contagiada por otra realidad de palabras y papel. ¿Dónde terminan el castillo de Dunsinane o el páramo donde Lear y su bufón viven la helada noche de la locura? ¿Dónde termina la cueva de Montesinos y empieza la realidad? Nunca más será posible saberlo porque nunca más habrá lectura única: Cervantes ha vencido a la épica en la que se apoyó, ha puesto a dialogar a Amadís de Gaula con Lazarillo de Tormes y en el proceso ha disuelto la normatividad severa de la escolástica y su lectura unívoca del mundo.


Navegante en un mar donde se alternan las tormentas de la renovación y los sargazos de la inmovilidad, Cervantes debe luchar entre lo viejo y lo nuevo con una intensidad infinitamente superior a la de los escritores transpirenaicos que, sin mayores peligros, pueden promover los reinos paralelos de la razón, el hedonismo, el capitalismo, la fe ilimitada en el progreso y el optimismo de una historia totalmente orientada hacia el futuro. Cervantes, por ejemplo, no puede encarar al mundo con la seguridad pragmática de un Defoe. Robinson Crusoe, el primer héroe capitalista, es un self-made man, que acepta la realidad objetiva y en seguida la adapta a sus necesidades mediante la ética protestante del trabajo, el sentido común, la disciplina, la tecnología y, de ser necesario, el racismo y el imperialismo. Don Quijote es el polo opuesto de Robinson. El fracaso del Caballero de la Triste Figura en materia práctica, es el más gloriosamente cómico de la historia literaria y acaso sólo encuentra equivalentes modernos en los grandes payasos del cine silencioso: Chaplin, Keaton, Laurel y Hardy… Robinson y Quijote son los símbolos antitéticos de los mundos anglosajón e hispánico. Américo Castro, en España y su historia, la llama «la historia de una inseguridad». Francia ha asimilado su pasado al costo de sacrificios máximos, mediante las categorías del racionalismo y la claridad. Inglaterra lo ha hecho a través de las categorías del empirismo y el pragmatismo. El pasado no es un problema para el francés o el inglés. Para el español, es puro problema, o problema puro.




















Tomado de:
FUENTES, Carlos (1994): Cervantes o la crítica de la lectura. Centro de Estudios Cervantinos. pp. 37-43