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25 septiembre 2022

El rostro de la locura en nuestra cultura. Michel Foucault

 



El rostro de la locura

 en nuestra cultura


Michel Foucault


Algún día, quizás, ya no sabremos qué era la locura. Su forma se habrá cerrado sobre sí misma, y ​​las huellas que le quedarán ya no serán inteligibles. Para la mirada ignorante, ¿serán esos rastros algo más que simples marcas negras? A lo sumo, formarán parte de esas configuraciones que ahora no podemos formar, pero que serán las redes indispensables que harán legible nuestra cultura y a nosotros mismos para el futuro. Artaud pertenecerá entonces a la base de nuestro lenguaje, y no a su ruptura; las neurosis se colocarán entre las formas que son constitutivas (y no desviadas) de nuestra sociedad. Todo lo que experimentamos hoy como límites, extrañeza o intolerancia se habrá unido a la serenidad de lo positivo. Y lo que nosotros designamos como externo, podría llegar algún día, a designarnos.


Todo lo que quedará será el enigma de esa exterioridad. ¿Cuál será, se preguntarán, esa extraña delimitación que estuvo vigente desde principios de la Edad Media hasta el siglo XX, y tal vez más allá? ¿Por qué la cultura occidental expulsó a sus extremidades la misma cosa en la que podría haberse reconocido fácilmente, donde de hecho se había reconocido de manera oblicua? ¿Por qué, desde el siglo XIX, pero también desde la época clásica, había declarado claramente que la locura era la verdad desnuda del hombre, solo para colocarla en un espacio pálido y neutralizado, donde se canceló casi por completo? ¿Por qué había aceptado las palabras de Nerval y Artaud, y se había reconocido en sus palabras pero no en ellas?


De esta manera, la vívida imagen de las llamas de la razón se desvanecerá. El juego familiar de mirar lo más alejado de nosotros mismos en la locura, de prestar oído a esas voces que, desde lejos, nos dicen más claramente qué somos, ese juego, con sus reglas, sus tácticas, sus inventos, sus artimañas, sus ilegalidades toleradas, no serán más que un ritual complejo cuyos significados se habrán reducido a cenizas. Algo así como esas grandes ceremonias de intercambio y rivalidad en las sociedades arcaicas. Algo así como la atención ambigua que la razón griega prestó a sus oráculos. O esa institución gemela, desde el siglo XIV cristiano, de las prácticas y juicios de brujería. Para las civilizaciones de historiadores no habrá más que las medidas codificadas de confinamiento, las técnicas de la medicina y, por otro lado, lo repentino.


¿Cuál será el sustrato técnico de tal mutación? ¿La posibilidad de que la medicina domine las enfermedades mentales como cualquier otra condición orgánica? ¿El control farmacológico preciso de todos los síntomas psíquicos? ¿O una definición de desviaciones conductuales lo suficientemente rigurosas para que la sociedad pueda proporcionar, para cada una, el modo apropiado de neutralización? ¿O todavía otras modificaciones, ninguna de las cuales tal vez suprimirá realmente la enfermedad mental, pero cuyo significado será eliminar el rostro de la locura de nuestra cultura?


Soy muy consciente de que al formular esa última idea, estoy impugnando algo que normalmente se admite: que el progreso médico algún día podría causar la desaparición de enfermedades mentales, como la lepra y la tuberculosis; pero esa única cosa permanecerá, que es la relación entre el hombre y sus fantasías, su imposible, su dolor no corporal, su cadáver de la noche; que una vez que se anula lo patológico, la oscura pertenencia del hombre a la locura será el recuerdo eterno de un enfermo cuya forma como enfermedad ha sido borrada, pero que vive obstinadamente como infelicidad. A decir verdad, tal idea supone que lo que es más precario, mucho más precario que las constancias de lo patológico, es de hecho inalterable: la relación de una cultura con lo que excluye,


Lo que no tardará en morir, lo que ya está muriendo en nosotros (y cuya muerte lleva nuestro lenguaje actual) es el homo dialéctico, que es desde el principio, del regreso y del tiempo mismo, el animal que pierde su verdad. Ese hombre era el sujeto soberano y el objeto dominado de todos los discursos sobre el hombre, y especialmente sobre el hombre alienado, que han estado en circulación durante mucho tiempo. Afortunadamente, su charla lo está matando.


Tanto es así que ya no sabremos cómo el hombre fue capaz de proyectar a distancia esta figura de sí mismo, cómo pudo llevar más allá del límite lo que dependía de él. Ningún pensamiento podrá pensar en ese movimiento donde todavía muy recientemente el hombre occidental encontró su rumbo. Es esa relación con la locura (y no cualquier conocimiento sobre enfermedades mentales, o una cierta actitud frente al hombre alienado) lo que se perderá para siempre. Todo lo que se sabrá es que nosotros, hombres occidentales de cinco siglos de antigüedad, éramos, en la superficie de la tierra, aquellas personas que, entre muchas otras características fundamentales, tenían una que era más extraña que todas las demás: teníamos un profundo patetismo. La relación con la enfermedad mental, una que nosotros mismos encontramos difícil de formular, pero que era impenetrable para cualquier otra persona, y en el cual experimentamos el más vívido de todos nuestros peligros, y cuál fue quizás nuestra verdad más cercana. No se dirá que estábamos distante de la locura, pero que estábamos en la distancia de la locura. De la misma manera que los griegos no estaban distantes de la arrogancia porque lo condenaron, sino que estaban en el distanciamiento de ese exceso, en medio de la distancia a la que lo mantenían confinado.


Estas personas, que ya no serán nosotros, tendrán que considerar este enigma (un poco como lo hacemos nosotros, cuando tratamos de entender hoy cómo Atenas logró enamorarse y desenamorarse de la sinrazón de Alcibíades): cómo ¿Podrían los hombres haber buscado su verdad, sus palabras esenciales y sus signos en un riesgo que los hizo temblar, y de los cuales no pudieron desviar su mirada, una vez que les llamó la atención? Esto les parecerá aún más extraño que preguntarle a la muerte sobre la verdad del hombre; porque al menos la muerte dice lo que serán todos los hombres. La locura, por otro lado, es ese peligro raro, una posibilidad que pesa poco en relación con los temores que genera y las preguntas que se le hacen. ¿Cómo, en una cultura, podría una eventualidad tan delgada llegar a tener tal poder de temor revelador?


Para responder a esa pregunta, estas personas que nos mirarán por encima del hombro tendrán poco para continuar. Solo unas pocas pistas: un miedo que volvió repetidamente a lo largo de los siglos de que la locura se levantaría y hundiría al mundo; los rituales que rodean la exclusión e inclusión del loco; esa cuidadosa atención, desde el siglo XIX en adelante, que trató de sorprender en la locura algo que revelara la verdad del hombre; la misma impaciencia que rechazó y aceptó las palabras de locura, una vacilación para reconocer su estupidez o su decisión.


En cuanto al resto: ese único movimiento con el que vamos a encontrarnos con la locura de la que nos estamos distanciando, ese reconocimiento aterrado, que será para fijar el límite y compensarlo inmediatamente a través del tejido de un solo significado, todo eso quedará reducido al silencio, al igual que para nosotros hoy la trilogía griega de manía, arrogancia y alogia, o la postura de desviación chamánica en una sociedad primitiva particular, están en silencio.


Estamos en ese punto, ese pliegue en el tiempo, donde un cierto control técnico de la enfermedad oculta en lugar de designar el movimiento que cierra la experiencia de la locura en sí mismo. Pero es precisamente ese pliegue lo que nos permite desplegar lo que se ha enroscado durante siglos: enfermedad mental y locura: dos configuraciones diferentes, que se unieron y se confundieron a partir del siglo XVII, y que ahora se están separando ante nuestros ojos. o más bien dentro de nuestro idioma.


Decir que la locura está desapareciendo hoy es decir que la implicación que la incluyó tanto en el conocimiento psiquiátrico como en una especie de reflexión antropológica se está deshaciendo. Pero eso no quiere decir que la forma general de transgresión de la que la locura ha sido la cara visible durante siglos esté desapareciendo. Ni esa transgresión, justo cuando comenzamos a preguntarnos qué es la locura, no está en proceso de dar a luz una nueva experiencia.


No hay una sola cultura en ningún lugar del mundo donde todo esté permitido. Y se sabe desde hace algún tiempo que el hombre no comienza con la libertad, sino con los límites y la línea que no se puede cruzar. Los sistemas que los actos prohibidos obedecen son familiares, y cada cultura tiene un esquema distinto de prohibiciones de incesto. Pero la organización de las prohibiciones en el lenguaje todavía se entiende poco. Los dos sistemas de restricción no se superponen uno sobre el otro, como si uno fuera simplemente la versión verbal del otro: lo que no debe aparecer en el nivel del habla no es necesariamente lo que está prohibido en el orden de los actos. Los zuni, que prohíben el incesto de un hermano y una hermana, sin embargo lo narran, y los griegos contaron la leyenda de Edipo. Inversamente, el código de 1808 abolió las viejas leyes penales contra la sodomía, pero el lenguaje del siglo XIX era mucho más intolerante con la homosexualidad (al menos en su forma masculina) que el lenguaje de épocas anteriores. Y es bastante probable que conceptos psicológicos como la compensación y la expresión simbólica sean totalmente inadecuados para dar cuenta de tal fenómeno.


Algún día será necesario estudiar el campo de las prohibiciones en el lenguaje en toda su autonomía. Tal vez aún es demasiado pronto para saber exactamente cómo se podría realizar dicho análisis. ¿Se podrían usar las divisiones que actualmente están permitidas en el lenguaje? En primer lugar, en la frontera entre el tabú y la imposibilidad, debemos identificar las leyes que rigen el código lingüístico (las cosas que se llaman, tan claramente, fallas del lenguaje ); y luego, dentro del código, y entre las palabras o expresiones existentes, aquellas cuya articulación está prohibida (la serie religiosa, sexual, mágica de palabras blasfemas); luego las declaraciones que están autorizadas por el código, lícitas en el acto de hablar, pero cuyo significado es intolerable para la cultura en cuestión en un momento dado: aquí un desvío metafórico ya no es posible, porque es el significado en sí mismo el que es el objeto de censura. Finalmente, hay una cuarta forma de lenguaje excluido: consiste en enviar el discurso que aparentemente se ajusta al código reconocido a un código diferente, cuya clave está contenida dentro de ese discurso, de modo que el discurso se duplique dentro de sí mismo; dice lo que dice, pero agrega un excedente mudo que dice en silencio lo que dice y el código según el cual se dice. No se trata de un lenguaje codificado, sino de un lenguaje estructuralmente esotérico. Es decir que no comunica, mientras lo oculta, un significado prohibido; se establece desde el primer instante en un pliegue esencial del habla. Un pliegue que lo explota desde adentro, quizás hasta el infinito. Lo que se dice en tal lenguaje es de poca importancia, como lo son los significados que se entregan allí. Es esta oscura y central liberación del discurso en el corazón de sí misma, su vuelo incontrolable a una región siempre oscura, que ninguna cultura puede aceptar de inmediato. Tal discurso es transgresor, no en su significado, no en su materia verbal, sino en su lugar .


Es bastante probable que toda cultura, de cualquier naturaleza, sepa, practique y tolere (hasta cierto punto) pero igualmente reprima y excluya estas cuatro formas de discurso prohibido.


En la historia occidental, la experiencia de la locura ha cambiado a lo largo de esta escala. A decir verdad, durante mucho tiempo ocupó una región indecisa, que es difícil para nosotros definir, entre la prohibición de la acción y la del lenguaje: de ahí la importancia ejemplar del furor inanitas, maridaje que prácticamente organizó, según los registros de acción y discurso, el mundo de la locura hasta el final del Renacimiento. La época del Gran Confinamiento (los Hôpitaux généraux, Charenton, Saint-Lazare, que se organizaron en el siglo XVII) marca una migración de locura hacia la región de los locos: la locura en adelante guarda poco más que una relación moral con los actos prohibidos ( permanece esencialmente vinculado a tabúes sexuales), pero está incluido en el universo de las prohibiciones del lenguaje; con locura, el confinamiento clásico encierra el libertinaje del pensamiento y el habla, la obstinación en la impiedad o la heterodoxia, la blasfemia, la brujería, la alquimia, todo en resumen que caracteriza a la voz y mundo prohibido de sinrazón; la locura es el idioma excluido, el que contra el código del lenguaje pronuncia palabras sin significado (el ' loco', el ' imbéciles', el ' demente'), o el que pronuncia palabras sagradas (el ' violento', el ' frenético'), o el que pone en circulación los significados prohibidos ('libertinos', el ' obstinado'). La reforma de Pinel fue mucho más la consagración más visible de la represión de la locura como discurso prohibido que una modificación de la misma.


Esa modificación solo se produjo realmente con Freud, cuando la experiencia de la locura cambió hacia la última forma de prohibición del lenguaje mencionada anteriormente. En ese momento, dejó de ser una falla del lenguaje, una blasfemia pronunciada en voz alta o un significado intolerable (y en ese sentido, el psicoanálisis es de hecho el gran levantamiento de las prohibiciones que el mismo Freud definió); apareció como un discurso envuelto en sí mismo, diciendo, debajo de todo lo que dice, algo más, para lo cual es al mismo tiempo el único código posible: un lenguaje esotérico tal vez, ya que su lenguaje está contenido dentro de un discurso que finalmente no dice nada aparte de esta implicación.


El trabajo de Freud debe tomarse como lo que es; no descubre que la locura está atrapada en una red de significados que comparte con el lenguaje cotidiano, lo que nos autoriza a hablar de ello con los tópicos cotidianos del vocabulario psicológico. Desplaza la experiencia europea de la locura al situarla en la región peligrosa, aún transgresora (y, por lo tanto, aún prohibida, pero de una manera particular), que es la de las lenguas que se implican a sí mismas, es decir, qué estado en su declaración es la lengua con la que decirlo. Freud no descubrió la identidad perdida de un significado; identificó la figura irruptiva de un significante que es absolutamente diferente a los demás. Eso solo debería haber sido suficiente para proteger su trabajo de todas las intenciones psicologizantes que nuestro medio siglo ha empleado para sofocarlo en el nombre (el nombre irrisorio) del ' ciencias humanas' y su unidad asexual.


Por ese mismo hecho, la locura apareció, no como la artimaña de un significado oculto, sino como una prodigiosa reserva de significado. Pero " reserva" aquí debe entenderse menos como una acción que como una cifra que contiene y suspende el significado, lo que proporciona un vacío donde todo lo que se propone es la posibilidad aún no lograda de que un cierto significado pueda aparecer allí, o un segundo, o un tercero , y así hasta el infinito. La locura abre una reserva lacustre, que designa y demuestra este vacío donde el lenguaje y el habla se implican entre sí, formando uno sobre la base del otro, y hablando de nada más que su relación todavía muda. Desde Freud, la locura occidental se ha convertido en un no-idioma porque se ha convertido en un doble idioma (un idioma que solo existe en este discurso, un discurso que no dice nada más que su idioma), es decir, una matriz del idioma que, estrictamente hablando, dice nada. Un pliegue de lo hablado que es una ausencia de trabajo.


Algún día, habrá que reconocer que Freud no hizo hablar a una locura que había sido un idioma genuino durante siglos (un idioma que estaba excluido, la locura garrulosa, el habla que se extendía indefinidamente fuera del silencio reflexivo de la razón); lo que hizo fue silenciar el Logos irracional; lo secó; obligó a sus palabras a regresar a su fuente, todo el camino de regreso a esa región en blanco de auto-implicación donde nada se dice.


Percibimos cosas que actualmente están sucediendo a nuestro alrededor en una luz que aún es tenue; y, sin embargo, en nuestro idioma, se puede discernir un movimiento extraño. La literatura (y esto probablemente desde Mallarmé), a su vez, se está convirtiendo lentamente en un idioma [un idioma] cuyo discurso [ parole ] establece, al mismo tiempo que lo que dice y como parte del mismo movimiento, el idioma [la langue] que lo hace descifrable como discurso. Antes de Mallarmé, escribir era una cuestión de establecer el discurso dentro de un idioma determinado, de modo que una obra hecha del lenguaje fuera de la misma naturaleza que cualquier otro idioma, pero para los signos (y eran majestuosos) de Retórica, el Sujeto o Imágenes. A finales del siglo XIX (en el momento del descubrimiento del psicoanálisis, o sus alrededores), se había convertido en un discurso que inscribía en sí mismo el principio de su propia decodificación; o en cualquier caso, suponía, debajo de cada una de sus oraciones, cada una de sus palabras, el poder soberano para modificar los valores y significados del lenguaje al que a pesar de todo (y de hecho) pertenecía; suspendió el reinado del lenguaje en el presente de un gesto de escritura.


Una consecuencia es la necesidad de estos idiomas secundarios (lo que llamamos crítica, en resumen): ya no funcionan como adiciones externas a la literatura (juicios, mediación, retransmisiones que se consideraron útiles entre un trabajo examinado en el enigma psicológico de su creación y el acto de consumo que está leyendo). Ahora son parte, en el corazón de la literatura, del vacío que crea en su propio idioma; son el movimiento necesario, pero necesariamente inacabado, mediante el cual el habla vuelve a su lenguaje, y por el cual el lenguaje se establece en el habla.


Otra consecuencia es esa extraña proximidad entre la locura y la literatura, que no debe interpretarse como un parentesco psicológico que finalmente se ha puesto al descubierto. Descubierta como una lengua que se silencia a sí misma en su superposición sobre sí misma, la locura no demuestra ni relata el nacimiento de una obra (o algo que, por genio o por casualidad, podría haberse convertido en una obra); designa la forma vacía de la que proviene dicha obra, es decir, el lugar del que está incesantemente ausente, donde nunca se encontrará porque nunca ha estado allí. Allí, en esa región pálida, debajo de esa cubierta esencial, se revela la incompatibilidad gemela de una obra y locura; Es el punto ciego de la posibilidad de cada uno y de su exclusión mutua.


Pero desde Raymond Roussel, desde Artaud, también es el lugar donde el lenguaje se acerca más a la literatura. Pero no lo aborda como si su tarea fuera formular lo que ha encontrado. Es hora de entender que el lenguaje de la literatura no está definido por lo que dice, ni por las estructuras que lo hacen significar algo, sino que tiene un ser, y que se trata de ese ser que debe ser cuestionado. Pero, ¿qué es ese ser en la actualidad? Algo, sin duda, que está relacionado con la auto-implicación, con el doble y el vacío que está vacío dentro de él. En ese sentido, el ser de la literatura, tal como se ha creado desde Mallarmé y aún lo es hoy, alcanza la región donde, desde Freud, se ha promulgado la experiencia de la locura.


A los ojos de no sé qué cultura futura, y tal vez ya está muy cerca, seremos las personas que unieron más de cerca dos frases que nunca se pronuncian realmente, dos frases tan contradictorias e imposibles como las famosas ' ' Yo escribo' y ' Estoy delirando'. De esta manera nos encontramos junto a otras mil culturas que se agruparon ' Estoy enojado' con ' Soy un animal', o ' Soy un Dios' o ' Soy un signo', o incluso " Soy una verdad", como fue el caso durante el siglo XIX hasta Freud. Y si esa cultura tiene gusto por la historia, recordará que Nietzsche, enloqueciendo, proclamó (en 1887) que él era la verdad (por qué soy tan sabio, por qué sé tantas cosas, por qué escribo libros tan buenos, por qué soy una fatalidad); y que menos de cincuenta años después, Roussel, en vísperas de su suicidio, escribió en Comentario j'ai écrit certain de mes livres la historia, sistemáticamente hermanada, de su locura y sus técnicas de escritura. Y sin duda se sorprenderán de que hayamos podido reconocer un parentesco tan extraño entre lo que, durante tanto tiempo, fue temido como un grito, y lo que, durante tanto tiempo, fue esperado como una canción.


Pero tal vez esta mutación no parezca merecer ningún asombro. Después de todo, nosotros somos los que, hoy, nos sorprende ver que dos idiomas (el de la locura y el de la literatura) se comunican, cuando su incompatibilidad fue construida por nuestra propia historia. Desde el siglo XVII, la locura y la enfermedad mental han ocupado el mismo espacio en el campo de los idiomas excluidos (en términos generales, el de la locura). Cuando ingresa a otra región de lenguaje excluido (una que está circunscrita, se considera sagrada, se teme, se erige verticalmente sobre sí misma, reflejándose en un pliegue inútil y transgresor, y se conoce como literatura), la locura se libera de su parentesco (antiguo o reciente, según la escala que elijamos) con enfermedad mental.


Este último, con toda certeza, está listo para ingresar a una región técnica que está cada vez más bien controlada: en los hospitales, la farmacología ya ha transformado las habitaciones de los inquietos en grandes acuarios tibios. Pero por debajo del nivel de estas transformaciones, y por razones que les parecen externas (al menos para nuestra mirada actual), un desenlace está comenzando a ocurrir: la locura y la enfermedad mental están deshaciendo su pertenencia a la misma unidad antropológica. Esa unidad misma está desapareciendo, junto con el hombre, un postulado pasajero. La locura, el halo lírico de la enfermedad, atenúa sin cesar su luz. Y lejos de la patología, en el lenguaje, donde se pliega sobre sí mismo sin decir nada, una experiencia está surgiendo donde está en juego nuestro pensamiento; su inminencia, visible ya pero absolutamente vacía, aún no se puede nombrar.



Texto publicado en 1961.

Tomado de: bloguemia

06 mayo 2022

Paradigma y episteme. Raúl Gómez Marín

 



Paradigma y episteme


Raúl Gómez Marín


Para dar inicio a nuestra reflexión sobre la noción de paradigma, lo primero que queremos advertir es lo siguiente: el término «paradigma» no determina una noción univoca, clara y distinta; pues, como veremos, dicho término porta una gran diversidad de sentidos, o sea, porta en sí una abigarrada polisemia. Por esta razón, cuando el término «paradigma» se usó por primera vez con una connotación epistemológica, algunos epistemólogos inmediatamente cuestionaron su valor teórico-explicativo. Empero, esa carga crítica no logró obstruir la evolución epistemológica de la noción de paradigma, y más bien ocurrió lo contrario: se generó un gran debate, a partir del cual la noción de paradigma se densificó y adquirió un lugar privilegiado en el seno de las epistemologías de la vanguardia contemporánea.


Por otra parte, como se puede hoy en día constatar, la palabra «paradigma» cayó en la red de las «modas discursivas», lo cual enmaraño aún más su significado. Con todo, la noción de paradigma logró resistir los efectos negativos del uso y del abuso. Para sacar a flote la polisemia de la noción de paradigma, exploremos un poco la diversidad de sentidos que se le han otorgado al término «paradigma».


Al recurrir al diccionario de la real academia de la lengua podemos leer: “Paradigma (del Latín: paradigma, y del Griego: paradigma):  Ejemplo o ejemplar”. En Platón, “el significado del término “paradigma” oscila en torno a la ejemplificación del modelo o la regla. Para Aristóteles, el paradigma es el argumento que, fundado en un ejemplo, está destinado a ser generalizado”. Pero, es obvio que para dar cuenta del sentido de una palabra es preciso ir más allá del significado de diccionario e interrogar a los textos —pues, un diccionario se construye bajo el supuesto de que el significado de las palabras es algo fijo—. Esto es, si para interpretar el significado de una palabra alguien apela únicamente al significado de diccionario, inevitablemente asume que la lengua es un sistema estático de palabras y reglas de uso; lo cual, obviamente, lo pone en contradicción con la realidad. Por lo tanto, para ganar comprensión sobre el tema que nos ocupa, es de vital importancia reconocer que:


1. Los textos producidos en una determinada lengua son entidades dinámicas.

2. El sentido lo genera cada texto.

3. El significado de una palabra puede cambiar de un texto a otro, y se transforma con el uso. Esto es, las palabras no se quedan en su supuesto lugar de ‘origen’; migran de discurso en discurso y mutan su significado, incluso hasta el punto de abandonar su referente original, si lo tienen, por supuesto.

4. Si trabajamos en el análisis del discurso con la idea de que las palabras son entidades cambiantes y dinámicas, entonces podremos ver cómo el sentido o la supuesta unidad de significado de las oraciones explota en una multiplicidad de sentidos. Ahora, si el lector se diese a la tarea de revisar cuidadosamente diversos textos en los que se haga uso de la palabra ‘paradigma’ (especialmente aquellos que traten cuestiones relacionadas con el conocimiento), es muy probable que en dichos textos descubra cosas como las siguientes:


a) Que en ciertos casos, el término ‘paradigma’ se usa para designar un principio epistemológico (un principio que prescribe cómo se debe proceder para conocer en general; por ejemplo, cuando se habla del paradigma cartesiano).

b) Que a veces el término ‘paradigma’ se usa para nombrar un modelo, una regla o norma general, por ejemplo: un experimento crucial que se instituye en paradigma; o para referir el modo como se realizó o debe realizarse algo; o cuando se afirma que el modo de operar de un personaje político se ha convertido en un paradigma político, un modo de hacer política.

c) Que otras veces, la palabra ‘paradigma’ se usa para nombrar al conjunto de ideas, creencias y formas de actuar de un grupo social, el paradigma militar, por ejemplo.

d) Que en otros casos, la palabra ‘paradigma’ se usa para nombrar al conjunto de conceptos, hipótesis y métodos de una teoría: por ejemplo, algunos autores para referirse a la física moderna utilizan la expresión ‘paradigma de la física clásica’. Lo mismo ocurre con la lógica moderna, algunos autores utilizan la expresión ‘paradigma de la lógica clásica’. En tales casos lo que se busca señalar es que el método, las hipótesis, reglas lógicas etc. de tales teorías rigen el modo de pensar y plantear los problemas de investigación.


Así, dado que la palabra ‘paradigma’ no tiene un único sentido, tenemos que confrontarnos con la siguiente disyuntiva radical: o bien desechamos la noción correspondiente, o bien aprendemos a sacar ventajas de su polisemia.


El problema del valor teórico-epistemológico de la noción de paradigma.


En el ámbito histórico-epistemológico, la noción de paradigma aparece por primera vez en La estructura de las revoluciones científicas, la célebre obra de Thomas S. Kuhn. Después de la publicación de ‘La estructura’ algunos epistemólogos (por cierto, inscritos en la episteme moderna) se dieron a la tarea de censar los diversos significados que adquiere el término ‘paradigma’ en dicha obra. El resultado los sorprendió: localizaron cerca de 23 significados diferentes. Obviamente, para ellos —que valoraban las cosas desde la perspectiva de la episteme moderna— dicha polisemia es inadmisible; pues, según ellos, tal polisemia hace inasible a la noción de paradigma, por lo tanto, cuestionaron su valor como categoría epistemológica. 


Empero, otros epistemólogos no aceptaron tal cuestionamiento y, por el contrario, le otorgaron un gran valor epistemológico a la noción kuhniana de paradigma. Edgar Morin, por ejemplo, considera que, justamente, es dicha polisemia la que le otorga su riqueza conceptual: “En el pensamiento de Kuhn el concepto de paradigma toma un sentido riguroso y preponderante, aunque diverso”. Así, el hecho de que la palabra ‘paradigma’ nos permita nombrar cosas tan diversas (modelos, prácticas culturales, experimentos cruciales, hipótesis y métodos de una teoría, etc.), es un señuelo de que su sentido, lo que ella nombra, no es una multiplicidad; es decir, tiene diversas dimensiones, inaprehensibles por un concepto monológico o monosémico.


Lo que ocurre con el sentido de la noción de paradigma también ocurre casi con toda noción: el sentido se actualiza de modo diferente en cada caso, según las circunstancias epistemológicas, la situación hermenéutica, las intensiones discursivas del sujeto, etc. En otras palabras, lo que se pone en juego en el discurso no es propiamente el significado (de diccionario) de las palabras, sino y sobre todo su sentido. El sentido que emerge en el discurso es siempre parcial, pues es una construcción discursiva; por consiguiente, nunca tendrá una forma cristalizada (como si la tiene el significado de diccionario). 


La dimensión teórica de la noción de paradigma.


Con todo, pese a la complejidad que se cierne sobre la noción de paradigma, en este parágrafo intentaremos circunscribirla mediante una cierta definición abierta, es decir, que sea lo más globalmente posible. La idea con tal definición global es que, según el caso, la podamos modular bien sea en el estudio de los ‘fundamentos’ epistemológicos de una determinada teoría, o bien en la construcción del «marco epistemológico» de una determinada investigación. Empezaremos nuestra tentativa de definición poniendo en alto relieve algunos de los rasgos generales de la noción de paradigma:


1) Todo paradigma contiene oculto un pequeño núcleo de postulados y de principios de conocimiento. Este primer rasgo general lo inferimos de la lectura que Morin hizo de la obra de Kuhn: “La originalidad de Kuhn consistió en detectar que debajo de los presupuestos o postulados de una teoría hay un núcleo oculto de evidencias e imperativos, núcleo que él denominó paradigma” (Morin). Así, sea cual fuere el sentido del termino paradigma que esté en cuestión, nosotros consideramos que es fundamental indagar qué postulados y qué principios paradigmáticos (principios generales de conocimiento) están ocultos en el núcleo de dicho paradigma (pues, en general, no están explicitados). Por ejemplo, una vez precisado el marco epistemológico de una investigación—marco que puede estar constituido por una o varias teorías en las que se propone un cierto modo interpretar, objetivar y explicar un determinado fenómeno o conjunto de fenómenos—, es sumamente importante realizar una dialéctica de «va y viene» para determinar el paradigma de inscripción de dicho marco, y así dilucidar los postulados, hipótesis y principios paradigmáticos que rigen el modo como se interpreta objetiva, concibe, formula, organiza, explica y valida el conocimiento en dicha teoría. 


2) Un paradigma rige y controla todo el campo cognitivo de referencia. Este segundo rasgo de la noción de paradigma nos permite comprender uno de los asuntos más vitales de cualquier investigación, a saber: un paradigma impone la lógica con la que han de operar los discursos y teorías sujetos a é l—o sea, las formas de proceder, las normas o reglas para establecer la pretensión de validez de los enunciados—. Un paradigma controla las prácticas, las formas de verificar y las formas experimentar. Es decir, desde su núcleo —postulados ontológicos, hipótesis, categorías, criterios de verdad y principios generales de conocimiento— el paradigma impone las condiciones epistemológicas que deben orientar la producción de los discursos y la producción del conocimiento de las teorías que estén inscritas en su campo, ya que todo conocimiento, científico o no, se produce de conformidad con un paradigma. En síntesis, un paradigma tiene de por sí un valor radical de orientación metódica: esto es, un paradigma traza los caminos que deben seguir las prácticas, los discursos y las teorías que él controla, y, en últimas, obedece a una voluntad de poder, tiene el poder para regir la «visión-de-mundo» que con él emerge.


3) El conjunto de creencias, imaginarios, prácticas discursivas, conceptos, ideas, valores reconocidos, técnicas, criterios de verdad que son comunes a los miembros de una comunidad constituye un paradigma, el paradigma de esa comunidad. Este otro rasgo nos permite comprender el siguiente asunto, por cierto, relacionado de modo esencial con la cuestión de la objetividad del conocimiento: el paradigma de una comunidad (científica o no) se reproduce y legitima permanentemente mediante las interacciones comunicativas de sus miembros, las cuales, junto con los criterios de verdad, determinan la interpretación, la comprensión y la explicación del conocimiento, a partir de la construcción de consensos y disensos, la vía para legitimar y consolidar las visiones y concepciones de esa comunidad. En términos hermenéuticos, la comunicación lingüística es el ámbito donde se construye permanentemente tanto la intersubjetividad como las ideas de aquellos individuos que se reconocen entre sí como legítimos otros. Es mediante la comunicación que se legitiman «las reglas metodológicas y los criterios de validez» que fundamentan la ‘objetividad’ del conocimiento producido en el marco de las teorías y discursos inscritos en un paradigma. En este sentido, el término paradigma designa a la «comunidad» y se refiere específicamente al conjunto de creencias, imaginarios, acciones, prácticas discursivas, conceptos, ideas, valores reconocidos, técnicas, criterios de verdad que son comunes a los miembros de esa comunidad.


En suma, un paradigma no sólo produce y reproduce los criterios que fundamentan las pretensiones de validez de los enunciados y la objetividad del conocimiento, sino que también organiza y sujeta en red a los individuos de una comunidad; sujeta los discursos, las teorías, las acciones y, en fin, controla las visiones de los miembros de esa comunidad. Así, este tercer rasgo global de la noción de paradigma nos advierte de la importancia de indagar, en una determinada investigación, por ejemplo, mediante qué criterios culturales, mediante qué normas, lenguajes y prácticas discursivas, etc. construyen los miembros de una comunidad el consenso y el disenso (tanto sobre sus acciones como sobre la pretensión de validez de sus enunciados).


4) El sistema de ideas, valores, creencias y prácticas de una cultura se estructura y desarrolla en virtud de una red de paradigmas subyacente a dicha cultura. Este rasgo global nos indica que los grupos o las comunidades humanas están sujetados por un determinado paradigma cultural. Los sujetos de una cultura perciben, sienten, aman, valoran, conocen, piensan, interactúan, se organizan, actúan, etc. de conformidad con los paradigmas culturalmente inscritos en ellos. En síntesis, aunque abierta a su entorno, toda sociedad está condicionada socio-culturalmente mediante una red de paradigmas o paradigma cultural.


Thomas S. Kuhn (1922-1996)
& Michel Foucault (1926-1984)


La dimensión epistemológica de la noción de paradigma.


El estatuto epistemológico de cualquiera de las nociones claves del pensamiento contemporáneo, y en particular el de la noción de paradigma, está muy lejos del ideal de simplicidad trazado por la modernidad (circunscrito por la episteme moderna). Como hemos visto, la noción de paradigma no se deja reducir ni cristalizar en sólo un sentido; tiene una multiplicidad de sentidos. La polisemia del término paradigma abre en el horizonte una multiplicidad de referentes; luego, aquello a lo cual ella se reporta es una multiplicidad. ¿Por qué? Porque un paradigma, cualquier paradigma, no se conecta únicamente con el lenguaje, y menos aún con una única lógica. Un paradigma tampoco se conecta de modo único con el espíritu humano, ni con la cultura, ni con el pensamiento. En síntesis, el estatuto epistemológico de la noción de paradigma es global y complejo; por ende, no es posible cristalizarlo en sólo un sentido y menos aún a referirlo a una sola entidad. 


Para apreciar un poco más la complejidad de la resbaladiza noción de paradigma, ilustrémosla, a nuestro modo, a partir del análisis que hace Morin respecto de la relación hombre–naturaleza, la cual puede ser considerada en términos de dos paradigmas dominantes. En el primer paradigma, se incluye lo humano en lo natural; por ende, cualquier discurso o teoría que obedezca a este paradigma hace del hombre un ser natural y, obviamente, allí se reconoce la ‘naturaleza animal’ de lo humano. El segundo paradigma, prescribe la disyunción entre los términos de la relación hombre-naturaleza; es decir, este paradigma determina el concepto de hombre excluyendo el concepto de naturaleza. Empero, estos dos paradigmas, aunque opuestos, tienen algo en común: uno y otro le obedecen a un paradigma mayor, un paradigma que los incluye, a saber: el paradigma de simplificación. El paradigma de simplificación— impuesto por el proyecto de reconstitución cartesiana del saber— es en verdad un macro paradigma. Él le ordena al espíritu científico que ante cualquier complejidad (conceptual o real) separe el objeto de su entorno; en consecuencia, así el sujeto de conocimiento se ve conducido a romper las solidaridades que dicho objeto guarda con su entorno, con otros objetos y con otras nociones de su episteme de inscripción; es decir, según este macro paradigma, el espíritu científico debe buscar reducir toda complejidad a lo más simple y elemental posible. 


Pero, como lo señalamos en la introducción, hoy en día el dominio del macro paradigma de simplificación se ha debilitado fuertemente. La época contemporánea se ha caracterizado por su espíritu de trasgresión. Así, a lo largo del siglo XX acontecieron diversas revoluciones paradigmáticas (por ejemplo, en física, lógica, química, biología, antropología, filosofía, teorías de la comunicación, etc.); revoluciones que, en buena parte, desmantelaron los presupuestos o postulados epistemológicos de la episteme inmediatamente anterior: la episteme moderna. Empero, a nuestro juicio, la episteme moderna continúa aún activa en diversos campos. Por ello, dado el estado actual de cosas, Morin, en casi todos sus textos, plantea y expone el porqué de la necesidad de «cambiar de paradigma»: él propone específicamente cambiar el macro paradigma de simplificación/reducción de la episteme moderna por un paradigma de complejidad. 


Según nuestro modo de pensar la pregunta por el conocimiento, nos parece que la apuesta de Morin es sumamente lúcida y sensata. La noción de paradigma nos puede ayudar a comprender algunas de las razones en las que se fundamenta tal propuesta. ¿Por qué? Porque, por un lado, como lo dijimos más arriba, pese a que la segunda revolución científica debilitó muchísimo al macro paradigma de simplificación-reducción, éste rige aún los destinos del conocimiento y del hombre en varios campos, como por ejemplo el de la Educación; y, por otro lado, porque la noción de paradigma es muy efectiva cuando se está interesado en discutir las siguientes problemáticas —por cierto, bastante álgidas en la época en que Kuhn escribe la Estructura—: ¿Hay progreso en el conocimiento? Y si hay progreso: ¿es continuo o es discontinuo? ¿El conocimiento progresa de modo acumulativo? O, ¿hay rupturas epistemológicas radicales a partir de las cuales se mutan tanto los conocimientos como las prácticas y los métodos anteriores?


Estas preguntas las podemos responder con Kuhn del siguiente modo: claro que el conocimiento sí progresa. Pero dicho progreso acontece sólo cuando en el respectivo ámbito de referencia ocurra una revolución paradigmática. Una revolución paradigmática en un determinado ámbito del saber ocurre cuando se allí se dé una ruptura epistemológica, o sea, un cambio radical en el correspondiente paradigma: cambio radical de sus postulados y principios; cambio radical en la concepción de la verdad; cambio radical de método, de criterios de objetividad. En general, ocurre una revolución paradigmática en un determinado ámbito cuando se da un cambio radical en el modo de preguntar, en el método y en la lógica; en fin, en el modo de interpretar, explicar y producir el conocimiento en ese ámbito.


Ahora, cuando una revolución paradigmática es general, o sea, afecta a todo paradigma, ocurre un cambio de episteme. Por ejemplo, la revolución paradigmática general que aconteció, según la indicación de Foucault, cuando se pasó de la episteme clásica a la episteme moderna. Una revolución paradigmática generalizada desmantela, pues, toda la episteme anterior. ¿Por qué? Porque ella cambia los postulados ontológicos, la concepción de la verdad y los macro principios de conocimiento que regían a la episteme anterior; y, por ende, con la instauración de la nueva episteme se mutan todas las preguntas y las condiciones de posibilidad del conocimiento: las condiciones de producción del conocimiento, la concepción de la verdad, los criterios de verdad y de validez, el sentido de las palabras y de las cosas, etc.


Pasemos ahora a circunscribir lo mejor posible la complejidad que se traslapa bajo el campo semántico de la noción de paradigma. Para tal efecto, haremos tres cosas: en primer lugar, formularemos una cierta definición de paradigma; una definición abierta, pero que en todo caso sea lo más global posible. En segundo lugar, reseñaremos algunas de sus implicaciones epistemológicas más notables; y, en tercer lugar, enlistaremos algunos rasgos característicos de la noción de paradigma. 


Para formular la mencionada definición de paradigma nos apoyamos en el concepto de red, como sigue: un paradigma es una red compleja. Una red cuyos nodos son «postulados o creencias básicas», «principios epistemológicos» (o principios generales de cono-cimiento), normas, criterios de verdad, nociones pilotos y categorías de inteligibilidad. Una red cuyas aristas son los métodos, las lógicas, los criterios de validez o de falsación del conocimiento y, por supuesto, las prácticas, discursos y teorías mediante los cuales se reproduce y desarrolla tal red.


La estructura de un paradigma se teje tanto discursiva como lógicamente. Entre otros, los instrumentos mediante los cuales él produce y reproduce su tejido son: las prácticas, los métodos, los discursos, los argumentos y las diversas relaciones lógicas que se establecen entre los nodos.


Desde una perspectiva aún más general, los paradigmas son redes que subyacen en el seno de una episteme. Y es, justamente mediante dichas redes que en una episteme se distribuyen las determinaciones históricas y culturales que han de condicionar la interpretación y la producción de las cosas y del conocimiento; en síntesis, mediante dichas redes se distribuyen y disponen los saberes de la episteme. Ahora, para no quedarnos en la simple metáfora de la red, pasemos a poner en alto relieve algunas de las implicaciones epistemológicas más notables de la noción de paradigma. Morin distingue en cualquier paradigma tres dimensiones, a saber: la dimensión semántica, la dimensión lógica y la dimensión ideológica.


“Semánticamente, el paradigma determina la inteligibilidad y le da sentido. Lógicamente, determina las operaciones lógicas rectoras. Ideológicamente, es el principio primero de asociación, eliminación, selección que determina las condiciones de organización de las ideas” (Morin). Creo que en virtud de estas tres implicaciones epistemológicas podemos comprender más claramente por qué:


a) Un paradigma impone y controla las reglas mediante las cuales se legitima la validez de los razonamientos y de los argumentos.

b) Un paradigma es uno de los organizadores de la percepción, la representación y la interpretación de los fenómenos, tanto en los individuos como en las comunidades.

c) Un paradigma, gobierna y controla los principios generales de conocimiento: por ejemplo, controla los principios de aso-ciación, eliminación y selección de las ideas y categorías de los discursos y teorías que le obedecen.

d) Un paradigma construye, junto con el lenguaje y con los esquemas histórico-culturales, un mundo-posible, el cual es reproducido permanentemente mediante las interacciones comunicativas que efectúan los sujetos y las comunidades que están sujetados por dicho paradigma.

e) En términos más generales, un macro-paradigma se genera siempre en el marco de una episteme, y se establece allí como una de las condiciones de posibilidad de todo conocimiento. 


Por último, cerremos el tema que nos ocupa con el siguiente listado de rasgos de la noción de paradigma:


 • Un paradigma es una entidad casi invisible, se sitúa en el orden de lo no-consciente y de lo supra-consciente. Por lo tanto, es muy difícil de criticar por aquellos estén inmersos en él.• Un paradigma no es verificable ni falsable. Es decir, si bien algunos enunciados empíricos pueden llegar a ser refutables, en cuanto tal, un paradigma está fuera del alcance de cualquier prueba o experimento que lo valide o lo refute.

• Un paradigma dispone de un núcleo axiomático. Es a partir de este núcleo que él se impone.

• Un paradigma dispone en su núcleo de un principio de inclusión/exclusión: excluye todo aquello que no responda a las exigencias de sus postulados, principios de explicación y de sus métodos.

• Un paradigma es el organizador invisible del campo de visibilidad abierto por la teoría: no se puede inteligir lo que ese campo no deja ver.

• Un paradigma crea en el sujeto de conocimiento la ilusión de que sus interpretaciones obedecen a la experiencia, cuando de hecho es a él a quien responde. 

• Un paradigma condiciona la interpretación de los fenómenos y genera, conjuntamente con el lenguaje, una cierta realidad y un sentimiento de verdad.

• Un paradigma articula y está recursivamente articulado a los discursos y teorías que él genera. Por tal razón, tales discursos y teorías lo re-generan.

• Un paradigma, conjuntamente con el lenguaje, construye un cierto «mundo-de-la-vida»; por lo tanto, nutre y condiciona toda interpretación que hagamos en él, y de ese modo produce una cierta visión-de-mundo. ¿Por qué? Porque desde su episteme de inscripción, mediante sus postulados metafísicos, un paradigma nos impone ciertos criterios ontológicos; es decir, las preconcepciones y prejuicios sobre lo ente, así como una determinada concepción de la verdad. En consecuencia, de suyo, determina el sentido de la búsqueda de lo verdadero, pues, como plantea Heidegger, las ciencias no investigan la verdad, buscan lo verdadero, lo cual obviamente depende de qué concepción se tenga de la verdad.• Al cambiar de paradigma se muta la percepción de los fenómenos que son, justamente, los objetos que se disponen a nuestra consideración, y en cuya constitución interviene activamente el sujeto. Por lo tanto, al cambiar de paradigma, cambia tanto el sujeto como el horizonte de interpretación de los fenómenos y, necesariamente, se ha de mutar tanto nuestra comprensión como la descripción-explicación de los fenómenos.


La noción de episteme.


Los filósofos griegos usaron el término ‘episteme’ bien sea para referirse al conocimiento, a un saber, o bien sea para nombrar la ciencia. Pero la introducción en el vocabulario filosófico contemporáneo de la noción de episteme se le debe al filósofo francés Michel Foucault. Para él una episteme es lo que define las condiciones de posibilidad de todo saber. Así, por una parte, Foucault afirma que “en una cultura y en un momento dado nunca habrá más que una sola episteme, que define las condiciones de posibilidad de todo saber”. Y, por otra parte, al develar en el Prefacio de Las palabras y las cosas la intención de ese texto, declara: “No se tratará de conocimientos descritos en su progreso hacia una objetividad en la cual nuestra ciencia de hoy pudiese al fin reconocer; lo que se intentará sacar a la luz es el campo epistemológico, la episteme en la que los conocimientos, considerados por fuera de cualquier criterio que se refiera a su valor racional o a sus formas objetivas, hunden su positividad y manifiestan así una historia que no es propiamente la de su perfección creciente, sino más bien la de sus condiciones de posibilidad; en este relato lo que debe aparecer son, al interior de ese espacio de saber, las configuraciones que le dieron lugar a las diversas formas de conocimientos empíricos”. La episteme de una época es medio y mediación La episteme no es sinónimo de saber sino que es la expresión de un orden o, mejor dicho, del principio de un ordenamiento histórico de los saberes, principio anterior al ordenamiento del discurso efectuado por la ciencia e independiente de él. “La episteme es el orden specífico del saber, la configuración, la disposición que toma el saber en una determinada época y que le confiere una positividad en cuanto saber”.


Para ganar una mayor comprensión sobre el aspecto global de la noción de episteme, podemos recurrir a la siguiente metáfora agraria, por cierto, ideada por el mismo Foucault: una episteme es un suelo, un campo de positividades. Al igual que un suelo del agro, una episteme contiene los ‘nutrientes’ y las condiciones de posibilidad para que, cual semillas, germinen en ella sólo cierto tipo de preguntas. Así, de entrada y por sí misma una episteme condiciona tanto las preguntas como el modo de formularlas; en consecuencia, una episteme posibilita o no posibilita la aparición de una cierta clase de saberes, de ciertas tecnologías, de cierto tipo de prácticas cotidianas y, finalmente, de un cierto tipo de hombre.


Así pues, según esta línea de pensamiento, es en el marco de una episteme que se generan las preguntas, los problemas y las condiciones de posibilidad de las teorías y los saberes. Por ende, de ser así, en el estudio y diseño del marco epistemológico de una investigación debemos atender a la noción de episteme, y de suyo, hay que comprenderla lo mejor posible. Otro de los rasgos claves que singulariza a cualquier episteme, y que es de vital importancia pensar cuidadosamente es el siguiente: de un modo velado, en toda episteme se establece un tráfico de relaciones indirectas entre los saberes que allí aparecen. Este rasgo es tan decisivo que llevó al mismo Foucault a afirmar que la formación de un nuevo discurso o de una nueva teoría en el seno de una episteme tiene más que ver con este tráfico de relaciones que con los saberes que la preceden (aquellas teorías o discursos que supuestamente fungen en calidad de antecedentes). Si avalamos la existencia del tal tráfico en el seno de cualquier episteme, entonces, de ser así las cosas, al investigar nos veremos inevitablemente confrontados con el siguiente dilema:


1) Sabemos que ninguna investigación parte del vacío.

2) Pero, si aceptamos que en una episteme acontece un tráfico de relaciones indirectas entre los saberes, entonces tenemos un serio problema con uno de los asuntos más vitales de toda investigación: el recurso a la tradición (tan caro para la hermenéutica) o con la construcción de los antecedentes de investigación. Otro de los rasgos fundamentales de toda episteme es el llamado sistema de simultaneidad. Foucault llama sistema de simultaneidad al modo como se disponen y organizan las teorías o saberes en una episteme; o dicho en otros términos, los dominios con los cuales se establecen relaciones de contigüidad y de solidaridad epistemológica.


Es decir, la disposición de las teorías o saberes en una episteme no se da sólo mediante relaciones históricas o lineales directas, ni se trata de una simple yuxtaposición inconexa, ni tampoco se disponen o coexisten insularmente, sino que se disponen y organizan según un sistema de simultaneidad. Ilustremos, a nuestro modo, este asunto con la disposición de la lingüística en la episteme moderna (uno de los casos que Foucault pone en consideración en Las palabras y las cosas). La lingüística fue uno de los tantos saberes que encontró ciertas condiciones de posibilidad para su emergencia en la episteme moderna.


Si nos situamos en la perspectiva de Foucault y nos dejamos guiar por la idea de sistema de simultaneidad, entonces, para buscar los lugares de emergencia de muchas de las preguntas, conceptos y enunciados que hicieron posible la aparición de la lingüística, también tenemos que dirigir la mirada a otros ámbitos de preguntas, conceptos y métodos de investigación que poco tenían que ver en ese entonces con las gramáticas que se elaboraron en el siglo XVII, o con la gramática histórica, o con el Cratilo de Platón, supuestos antecedentes. La tesis que queremos plantear en este punto es que los dominios de emergencia de las preguntas y las hipótesis que pueden haber contribuido (en una episteme) a la aparición de un determinado saber o teoría no sólo hay que rastrearlos en los supuestos antecedentes, también hay que tener muy en cuenta la idea de sistema de simultaneidad. O sea, los dominios de las relaciones de contigüidad y de solidaridad epistemológica de una teoría o de un saber no hay que buscarlos sólo mediante retrocesos lineales. Así las cosas, consideramos que al reflexionar sobre la pregunta por el conocimiento o al emprender una investigación es de vital importancia tener en cuenta las siguientes cuestiones:


1) Todo problema de investigación tiene sus raíces en una determinada episteme.

2) En toda episteme se entroniza un cierto tipo de racionalidad. Por lo tanto, el investigador debe tratar de elucidar lo mejor posible los elementos claves del núcleo de la racionalidad de la episteme en la que se enmarca su problema de investigación. 

3) La noción de episteme nos avoca irremediablemente a confrontar el problema de la interpretación. Dicho en palabras de Gadamer: «todo esfuerzo investigativo auténtico exige elaborar una conciencia de la situación hermenéutica».

4) El azar juega un papel importante en la aparición de los saberes y teorías. ¿Por qué? Porque a nuestro juicio, el sistema de simultaneidad nos advierte que los problemas de investigación no necesariamente siguen un desarrollo lineal, y raras veces obedecen a un plan estrictamente predeterminado.

5) La noción de sistema de simultaneidad nos pone frente al problema de la interpretación, y por lo tanto a asumir la verdad como interpretación y no como correspondencia, lo cual conduce a una cierta relativización de la pretensión de validez de los saberes.

6) Aunque sea necesario recurrir críticamente a la tradición, también hay que trabajar en términos genealógicos. Trabajar en términos genealógicos quiere decir arqueologizar el problema de investigación; es decir, buscar sus vestigios, situar-los en una episteme e intentar descubrir las solidaridades que él guarda con otros problemas ya formulados en otras teorías de dicha episteme, por alejadas o extrañas que ellas nos parezcan. 


En suma, trabajar en términos genealógicos significa abandonar la búsqueda de un origen luminoso del conocimiento. En síntesis, al investigar, es imperativo atender a la noción de episteme y, de algún modo, confrontar el dilema planteado más arriba, pues, de otra manera no veo como realizar una aproximación rigurosa a la construcción del marco epistemológico de una investigación. Por ejemplo, si nos dejamos guiar por la noción de episteme, entonces debemos situar el problema en una episteme e investigar qué relaciones de contigüidad, solidaridad y simultaneidad guarda nuestro problema con otros problemas ya formulados en dicha episteme. Pienso que en función de los conceptos de contigüidad, simultaneidad y solidaridad: a) podemos avanzar en el desentrañamiento riguroso de buena parte de los antecedentes de investigación, b) podemos estudiar más críticamente los textos de la tradición; atendiendo, en cada caso, al paradigma en cuestión y a su inscripción en una determinada episteme. En otras palabras, podemos hacer una indagación sobre las condiciones de producción del conocimiento en el marco de la respectiva episteme y, por supuesto, sobre los criterios mediante los cuales se interpreta y se legitiman las pretensiones de validez de los enunciados. 


Por último, para dar por cerrada la reflexión sobre el tema que nos ocupa, cabe preguntar si existe algún nexo entre las nociones de episteme y paradigma. En efecto lo hay. Como lo sugiere Morin, la noción de episteme de Foucault tiene un sentido más radical y más amplio que la noción de paradigma de Kuhn. Morin considera que “la episteme de Foucault se encuentra casi en el fundamento del saber y recubre todo el campo cognitivo de una cultura”, aunque, por otra parte hace la siguiente critica: “Foucault concibió la relación cultura/episteme de forma simplificada, pues «en una cultura, en un momento dado, sólo hay una episteme…»”.  Por nuestra parte, como lo dejamos entre ver en el apartado donde pusimos en consideración la noción de paradigma, juzgamos que ambas nociones son distintas, aunque inseparables. La noción de episteme es más amplia y extensa que la noción de paradigma; en otras palabras, se nos antoja que una episteme puede ser vista como una suerte de recubrimiento del conjunto de todos los paradigmas. ¿Por qué? Porque todo paradigma germina y florece en el suelo de una determinada episteme y es, justamente la episteme la que le suministra a cada paradigma los postulados ontológicos, los macro principios de conocimiento y la concepción de la verdad que determinan su núcleo paradigmático. A partir de este núcleo, justamente, se generan y plantean los problemas, se formulan las preguntas y se establecen los puntos de partida de las teorías y de los saberes engendrados en esa episteme, a partir de una determinada red paradigmática.





Tomado de:

GÓMEZ MARÍN, Raúl (2010): "De las nociones de paradigma, episteme y obstáculo epistemológico" En: Co-herencia, vol. 7, núm. 12. Universidad EAFIT, Medellín, Colombia, enero-junio, 2010, pp. 229-255.


21 diciembre 2019

Las palabras y las cosas en tres videos.




Las palabras y las cosas en tres videos

Darin McNabb





¿Has oído hablar de "discurso" y "episteme"? ¿Qué es lo que determina cómo pensamos y experimentamos el mundo? Encontramos una fascinante respuesta en este importante libro de Michel Foucault.







La semejanza del Renacimiento da paso a la representación como episteme de la época clásica. En este video vemos cómo se manifiesta en varias ciencias de la época y cómo Las meninas de Velásquez lo ilustra.







Veremos el episteme de la época moderna y el análisis de los dobles empírico-trascendental.



07 junio 2017

¿Qué es un autor? Michel Foucault




¿Qué es un autor?

Michel Foucault


Creo que el siglo XIX en Europa produjo un tipo de autor singular que no debe ser confundido con los "grandes" autores literarios, o los autores de textos religiosos canónicos y los fundadores de las ciencias. De manera algo arbitraria, podríamos llamarlos "iniciadores de prácticas discursivas".

La contribución distintiva de estos autores es que produjeron no sólo su propia obra, sino también la posibilidad y las reglas de formación de otros textos. En este sentido, su rol difiere completamente de aquel novelista, por ejemplo, quien, básicamente, nunca es más que el autor de su propio texto. Freud no es simplemente el autor de La interpretación de los sueños o de El chiste y su Relación con lo Inconsciente, y Marx no es simplemente el autor del Manifiesto Comunista o El Capital: ambos establecieron la infinita posibilidad del discurso.

Obviamente, puede hacerse una fácil objeción. El autor de una novela puede ser responsable de algo más que su propio texto; si él adquiere alguna "importancia" en el mundo literario, su influencia puede tener ramificaciones significativas. Para tomar un ejemplo muy simple, podría decirse que Ann Radclife no escribió simplemente Los Misterios de Udolfo y algunas otras novelas, sino que también hizo posible la aparición de Romances Góticos a comienzos del siglo XIX. En esta medida, su función como autora excede los límites de su obra.

Sin embargo, esta objeción puede ser refutada por el hecho de que las posibilidades reveladas por los iniciadores de prácticas discursivas (usando los ejemplos de Marx y Freud, quienes, creo, son los primeros y los más importantes) son significativamente diferentes de aquellas sugeridas por los novelistas. Las novelas de Ann Radclife pusieron en circulación un cierto número de semejanzas y analogías pautadas en su obra, varios signos, figuras, relaciones y estructuras que podían ser integradas a otros libros. En pocas palabras, decir que Ann Radclife creó el Romance Gótico significa que hay ciertos elementos comunes a sus obras y al romance gótico del siglo XIX: la heroína arruinada por su propia inocencia, la fortaleza secreta que funciona como ciudad paralela, el héroe proscrito que jura venganza al mundo que lo ha excomulgado, etc.

Por otro lado, Marx y Freud, como "iniciadores de prácticas discursivas", no sólo hicieron posible un cierto número de analogías que podían ser adoptadas por textos futuros, sino que también, y con igual importancia, hicieron posible un cierto número de diferencias. Abrieron un espacio para la introducción de elementos ajenos a ellos, los que, sin embargo permanecen dentro del campo del discurso que ellos iniciaron.

¿No es éste el caso, sin embargo, del fundador de cualquier ciencia nueva o de cualquier autor que exitosamente transforma una ciencia existente? Después de todo, Galileo es indirectamente responsable de los textos de aquellos quienes mecánicamente aplicaron las leyes que él formuló; además de haber preparado el terreno para la producción de afirmaciones muy diferentes a las suyas.

Superficialmente entonces, la iniciación de prácticas discursivas parece similar a la fundación de cualquier empresa científica, pero creo que hay una diferencia fundamental.

En un programa científico, el acto fundacional se encuentra en pie de igualdad con sus futuras transformaciones: es meramente una entre las muchas que hace posible. Esta interdependencia puede adoptar distintas formas. En el desarrollo futuro de una ciencia, el acto fundacional puede parecer poco más que una única instancia de un fenómeno más general que ha sido descubierto. Podría ser cuestionado, en forma retrospectiva, por ser demasiado intuitivo o empírico, y sometido a los rigores de nuevas operaciones teóricas, a los efectos de situarlos en un ámbito formal.

Finalmente, podría considerarse una generalización precipitada cuya validez debería ser restringida. En otras palabras, el acto fundacional de una ciencia puede ser siempre recanalizado a través de la maquinaria de transformaciones que ha instituido. Por otro lado, la iniciación de una práctica discursiva es heterogénea con respecto a sus transformaciones ulteriores.

Ampliar la práctica sicoanalítica, tal como fuera iniciada por Freud, no es conjeturar una generalidad formal no puesta de manifiesto en su comienzo; es explorar un número de ampliaciones posibles. Limitarla es aislar en los textos originales un pequeño grupo de proposiciones o afirmaciones a las que se les reconoce un valor inaugural y que revelan a otros conceptos o teorías freudianas como derivados. Finalmente, no hay afirmaciones "falsas" en la obra de estos iniciadores; aquellas afirmaciones consideradas inesenciales o "prehistóricas", por estar asociadas con otro discurso, son simplemente ignoradas en favor de los aspectos más pertinentes de su obra.

La iniciación de una práctica discursiva, a diferencia de la fundación de una ciencia, eclipsa y está necesariamente desligada de sus desarrollos y transformaciones posteriores. En consecuencia, definimos la validez teórica de una afirmación con respecto a la obra del iniciador, mientras que en el caso de Galileo o Newton, está basada en las normas estructurales e intrínsecas establecidas en Cosmología o Física. Dicho esquemáticamente, la obra de estos iniciadores no está situada en relación con la ciencia o en el espacio que ésta define; más bien, es la ciencia o la práctica discursiva que se relaciona con sus obras como los puntos primarios de referencia.

De acuerdo con esta definición, podemos entender por qué es inevitable que los practicantes de tales discursos deban "regresar al origen". Aquí, además, es necesario distinguir el "regreso" de los "redescubrimientos" o las "reactivaciones científicas". "Redescubrimientos" son los efectos de la analogía o el isomorfismo con formas actuales del conocimiento que permiten la percepción de figuras olvidadas u ocultas. "Reactivación" se refiere a algo muy diferente: la inserción del discurso en ámbitos totalmente nuevos de generalización, práctica y transformaciones.

La frase "regresar a", designa un movimiento con su propia especificidad, que caracteriza a la iniciación de prácticas discursivas. Si regresamos, es debido a una omisión básica y constructiva, una omisión que no es el resultado de un accidente o incomprensión.

En efecto, el acto de iniciación es tal, en su esencia, que está inevitablemente sujeto a sus propias deformaciones; aquello que expone este acto y deriva de él es, al mismo tiempo, la raíz de sus divergencias y parodias. Esta omisión deliberada debe estar regulada por operaciones precisas que pueden ser situadas, analizadas y reducidas a un regreso al acto de iniciación.


S. Freud y K. Marx. El regreso a un texto es un medio efectivo
 y necesario para transformar la práctica discursiva:. un
 reexamen de los libros de Freud o Marx puede transformar 
nuestra interpretación del psicoanálisis o del marxismo.


La barrera impuesta por la omisión no fue agregada desde el exterior; se origina en la práctica discursiva en cuestión, la que le aporta su ley. Tanto la causa de la barrera como el medio para su remoción -esta omisión- (también responsable de los obstáculos que impiden regresar al acto de iniciación) sólo pueden ser resueltos por medio de un regreso. Además, se trata siempre de un regreso al texto en sí mismo, específicamente, a un texto primario y sin ornamentos, prestando particular atención a aquellas cosas registradas en los intersticios del texto, sus espacios en blanco y sus ausencias. Regresamos a aquellos espacios vacíos que han estado cubiertos por omisión u ocultos en una plenitud falsa y engañosa.

En estos redescubrimientos de una carencia esencial, encontramos la oscilación de dos respuestas características: "Esta observación ha sido hecha, no puede evitar verla si sabe leer", o a la inversa, "No, esa observación no está hecha en ninguna de las palabras impresas en el texto, pero está expresada a través de las palabras, en sus relaciones y en la distancia que las separa". De ello resulta naturalmente que este regreso, que es una parte del mecanismo discursivo, introduce modificaciones constantemente y que el regreso a un texto no es un suplemento histórico que se adheriría a la discursividad primaria y la redoblaría bajo la forma de un ornamento que después de todo, no es esencial. Es más bien un medio efectivo y necesario para transformar la práctica discursiva. Un estudio de las obras de Galileo podría alterar nuestro conocimiento de la historia, pero no de la ciencia de la mecánica, mientras que un reexamen de los libros de Freud o Marx puede transformar nuestra interpretación del psicoanálisis o del marxismo.

Una última característica de estos regresos es que tienden a reforzar el vínculo enigmático entre un autor y sus obras. Un texto tiene un valor inaugural precisamente porque es la obra de un autor particular y nuestros regresos están condicionados por este conocimiento. El redescubrimiento de un texto desconocido de Newton o Cantor no modificará la cosmología clásica o la teoría de grupos; a lo sumo, cambiará nuestra apreciación de sus génesis históricas. Sin embargo, sacar a la luz Esquema del Psicoanálisis, a tal punto que lo reconozcamos como un libro de Freud, puede transformar no sólo nuestro conocimiento histórico sino también el campo de la teoría sicoanalítica, ya sea solamente a través de un cambio en la focalización o a nivel medular. Estos regresos, componentes importantes de las prácticas discursivas, construyen una relación entre autores "fundamentales" y mediatos, que no es idéntica a aquella que liga un texto ordinario a su autor inmediato.

Desafortunadamente, hay una decidida ausencia de proposiciones positivas en este ensayo ya que se refiere a procedimientos analíticos o directivas para investigaciones futuras, pero debo al menos dar las razones por las cuales atribuyo tanta importancia a la continuación de este trabajo. Desarrollar un análisis similar podría proveer la base para una tipología del discurso. Una tipología de esta clase no puede ser entendida adecuadamente en relación con los rasgos gramaticales, las estructuras formales y los objetos del discurso ya que indudablemente existen propiedades discursivas específicas o relaciones que son irreductibles a las reglas de la gramática y de la lógica y a las leyes que gobiernan los objetos.
Estas propiedades requieren investigación si esperamos distinguir las grandes categorías del discurso. Las diferentes formas de relaciones (o la ausencia de éstas) que un autor puede asumir son evidentemente una de estas propiedades discursivas.

Esta forma de investigación podría también permitir la introducción de un análisis histórico del discurso. tal vez ha llegado la hora de estudiar no sólo el valor expresivo y las transformaciones formales del discurso sino su modo de existencia: las modificaciones y variaciones, dentro de cualquier cultura, de los modos de circulación, valorización, atribución y apropiación. En parte a expensas de los temas y conceptos que un autor ubica en su obra, el "autor-función" podría también revelar la manera en que el discurso es articulado sobre la base de las relaciones sociales.

¿No es posible reexaminar, como una extensión legítima de este tipo de análisis, los privilegios del sujeto? Claramente, al emprender un análisis interno y arquitectónico de una obra (tanto sea un texto literario, un sistema filosófico o un trabajo científico) y al delimitar referencias sicológicas y biográficas, surgen sospechas concernientes a la naturaleza absoluta y al rol creativo del sujeto. Pero el sujeto no debería ser abandonado por completo. Debería ser reconsiderado, no para reestablecer el tema de un sujeto originador, sino para captar sus funciones, su intervención en el discurso y su sistema de dependencias. Deberíamos suspender las preguntas típicas: ¿cómo un sujeto aislado penetra la densidad de las cosas y las dota de significado? ¿Cómo cumple su propósito dando vida a las reglas del discurso desde el interior?

Más bien, deberíamos preguntar: ¿bajo qué condiciones y a través de qué formas puede una entidad como el sujeto aparecer en el orden del discurso? ¿Qué posición ocupa? ¿Qué funciones exhibe? y ¿qué reglas sigue en cada tipo de discurso? En pocas palabras, el sujeto (y sus sustitutos) debe ser despojado de su rol creativo y analizado como una función, compleja y variable.

El autor, o lo que he llamado "autor-función", es indudablemente sólo una de las posibles especificaciones del sujeto y, considerando transformaciones históricas pasadas, parece ser que la forma, la complejidad, e incluso la existencia de esta función, se encuentran muy lejos de ser inmutables. Podemos imaginar fácilmente una cultura donde el discurso circulase sin necesidad alguna de su autor. Los discursos, cualquiera sea su status, forma o valor, e independientemente de nuestra manera de manejarlos, se desarrollarían en un generalizado anonimato.

No más repeticiones agotadoras. "¿Quién es el verdadero autor?" "¿Tenemos pruebas de su autenticidad y originalidad?" "¿Qué ha revelado de su más profundo ser a través de su lenguaje?". Nuevas preguntas serán escuchadas: "¿Cuáles son los modos de existencia de este discurso?" "¿De dónde proviene? ¿Cómo se lo hace circular? ¿Quién lo controla?" "¿Qué ubicaciones están determinadas para los posibles sujetos?" "¿Quién puede cumplir estas diversas funciones del sujeto?". Detrás de todas estas preguntas escucharíamos poco más que el murmullo de indiferencia: "¿Qué importa quién está hablando?"







Tomado de:
FOUCAULT, Michel (1969): “¿Wath is an author?”. En: HAZARD, Adams y LEROY, Searle (eds.) (1966): Critical Theory since 1965,  Florida State UP, Tallahassee, pp. 138-148.