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23 agosto 2023

Alteridad y creación artística. Zvetan Todorov

 



Alteridad y creación artística


Zvetan Todorov



Tales son las grandes líneas de la concepción bajtiniana de la persona humana. Dicha concepción, en el momento en que surge, no es para él una meta en sí misma: simplemente le es necesaria para apuntalar mejor su teoría del acto creador. El pensamiento de Bajtín parece referirse aquí a un esteta alemán de la época, W. Worringer. Es sabido que para Worringer la actividad creadora es una Selbstentausserung, un desasimiento de sí mismo, una pérdida de sí en el mundo exterior: solo a partir del momento en que el artista confiere una realidad objetiva a su voluntad artística nace el arte.


El gozo estético es gozo objetivado de sí. Gozar estéticamente significa gozar de sí mismo en un objeto sensible, distinto de sí, sentirse en empatía (Einfuhlung) con él. 


Más exactamente, ese desasimiento conoce dos variantes: la empatía o identificación (tendencia individual), y la abstracción, tendencia universal.


Bajtín guardará de este esquema la idea de la salida de sí: en literatura, por ejemplo, el novelista crea un personaje materialmente distinto de él mismo. Pero más que postular dos variantes de esta actividad (empatía y abstracción), Bajtín afirma la necesidad de distinguir dos estadios en cualquier acto creador: primero el de la empatía o de la identificación (el novelista se pone en el lugar del personaje), luego el de un movimiento inverso por el cual el novelista se reintegra a su propia posición. A este segundo aspecto de la actividad creadora Bajtín le reserva una denominación que en ruso es neologismo: vnenakhodimost’, literalmente “el hecho de encontrarse afuera”, y que traduciré, de nuevo literalmente pero con la ayuda de una raíz griega, como exotopia


El primer momento de la actividad estética es la identificación [vzhivanie]: he de sentir —ver y conocer— lo que él siente, ponerme en su lugar, de cierta manera coincidir con él […]. ¿Pero es esa plenitud de la fusión interior el fin último de la actividad estética […]? En absoluto: propiamente hablando, la actividad estética ni siquiera ha comenzado. […] La actividad estética solo comienza propiamente cuando se regresa a sí mismo y a su lugar, fuera de la persona que sufre, y se confiere forma y acabado al material de la identificación.


Ahora sabemos por qué ese doble movimiento es necesario: el autor .solo podrá realizar, acabar, cerrar su personaje si le es exterior. Él es el otro, el portador de los elementos transgredientes, a quien el personaje necesita para ser completo (recíprocamente, la expresión de sí mismo en arte es imposible: solo se puede expresar una relación con el otro). 


Solamente el otro como tal puede ser el centro axiológico de la visión artística y, por consiguiente, personaje de la obra. Solo él puede estar esencialmente formado y acabado, ya que todos los aspectos del perfeccionamiento axiológico, ya sean espaciales, temporales o semánticos, son transgredientes en relación con la consciencia activa de sí […]. Yo es, estéticamente, irreal para sí mismo. […] En todas las formas estéticas, la fuerza organizadora es la categoría axiológica del otro, la relación con el otro, enriquecida por el excedente axiológico de la visión para llegar a un perfeccionamiento transgrediente).


Los acontecimientos estéticos son, pues, irreductibles al uno. 


Existen acontecimientos que por principio no pueden discurrir en el plano de una consciencia única y unificada, sino que presuponen dos consciencias que no se fusionan. Son acontecimientos cuyo elemento constitutivo y esencial es la relación de una consciencia con otra consciencia, precisamente en cuanto otra. Tales son todos los acontecimientos creativamente productores, innovadores, únicos e irreversibles. Todas las características y definiciones del ser presente que ponen a dicho ser en movimiento dramático, desde el antropomorfismo ingenuo del mito (cosmogonía, teogonía) hasta los procedimientos del arte contemporáneo y las categorías de la filosofía intuitiva estetizante, arden con la luz arrebatada a la alteridad [drugosti]: el principio y el fin, el nacimiento y la destrucción, el ser y el devenir, la vida, etc). 


En un texto más o menos contemporáneo (de 1924), Bajtín vuelve a encontrar el mismo problema. 


El artista no se involucra en el acontecimiento como participante directo —sería entonces un sujeto cognoscente y éticamente actuante—; ocupa una posición esencial por fuera del acontecimiento como contemplador desinteresado pero comprendiendo el sentido axiologico de lo que acontece. No lo experimenta sino que lo coexperimenta, puesto que no es posible contemplar el acontecimiento como tal a menos que en cierta medida se participe en él evaluándolo. Esa exotopia (que no es indiferencia) permite a la actividad artística unificar, formar y perfeccionar el acontecimiento desde el exterior. Launificación y  el perfeccionamiento son radicalmente imposibles desde el interior de ese conocimiento y de ese acto). 


Aquí se imponen dos comentarios. El primero es que existe un punto de incertidumbre en la concepción que para la época tenía Bajtín. Se le ha visto afirmar que el autor debe, en suma, regresar a su lugar después de una empatía inicial con su personaje. No obstante, algunas páginas atrás parece pensar lo contrario: 


En la autoobjetivación estética del hombre-autor en un personaje no se debe regresar hacia sí: la entidad del personaje debe seguir siendo para el otro-autor una totalidad última. 


Una segunda incertidumbre es aun más importante (y no está desconectada de la primera): en la reconstrucción hipotética propuesta por Bajtín del acto de creación, dos tesis podrían distinguirse. Si una concierne a la alteridad y la exotopía necesarias, la otra concierne a la transgrediencia: es preciso que el personaje sea un todo realizado y es el autor quien le proveerá los elementos indispensables para dicha realización. El autor es esa exterioridad que permitirá ver al personaje como un todo; el autor es esa consciencia que abarca íntegramente al personaje, esa unidad respecto a la cual medimos las diferencias de un personaje frente a otro. Pero estos son dos juicios de diferente naturaleza: el primero constata lo que es, pretende ser descriptivo; el segundo dice cómo hay que proceder y cuál realización es mejor que otra: se trata, por tanto, de una prescripción.


No obstante, en ese texto de juventud los dos juicios aparecen siempre juntos a pesar de que su autor los perciba como diferentes, puesto que describe casos donde la relación de transgrediencia no se realiza a la perfección. Bajtín esboza incluso una tipología de las enfermedades de la transgrediencia, cuyo primer caso es cierto desbordamiento del personaje en el autor (“el personaje se apodera del autor”). Y agrega, a título de ilustración, que “casi todos los personajes principales de Dostoievski pertenecen a este tipo”. La condena que Bajtín impone entonces a esa transgrediencia enfermiza es inapelable. 


La crisis del autor puede ir igualmente en otra dirección. La propia posición de la exotopía se ve comprometida y parece inesencial. Se impugna al autor el derecho a estar fuera de la vida y a perfeccionarla. Comienza la descomposición de todas las formas transgredientes estables (primero que todo en prosa, de Dostoievski a Bely, pues para la poesía lírica la crisis del autor siempre ha tenido un significado menor; la vida solo es comprensible y asume todo su peso desde el interior, allí donde yo siento en tanto yo, en la forma de una relación consigo mismo, en las categorías valorizadas de mi yo-parasí: comprender significa [entonces] vivir el objeto desde el interior, observarlo con los ojos de él, renunciar a la esencialidad de la exotopía en relación con él.


Y también:


La exotopía se vuelve mórbida y ética (los humillados y los ofendidos se convierten, como tales, en los personajes de la visión —que ya no es puramente artística, desde luego—). La posición segura, tranquila, inconmovible y rica de la exotopía deja de existir. 


Lo que Bajtín le reprocha aquí a Dostoievski es que haya puesto en entredicho la exotopía transgrediente, la estabilidad, el carácter tranquilizador de la consciencia del autor que permitía al lector saber siempre dónde estaba la verdad. 


En un texto firmado por Volóshinov y publicado algunos años más tarde, esa descomposición del marco ideológico estable —que ya no se le imputa solamente a Dostoievski— se integra a un discurso marxista que condena la ideología burguesa contemporánea; se trata de la última página de Marxismo y filosofia del lenguaje, que merece citarse completa:


Los indicios del sujeto, típico o individual, del enunciado adquirieron tanta autonomía en la consciencia lingüística que ocultaron y relativizaron por completo su núcleo semántico, la posición social que en ellos se asume. Es como si se hubiera dejado de atender con rigor el contenido semántico del enunciado. El discurso categórico, el discurso asumido, el discurso asertivo solo subsiste en contextos científicos. En todos los demás ámbitos de la creación verbal domina el discurso “compuesto” y no el discurso“proferido”. En ellos, toda la actividad verbal se reduce a repartir el “discurso ajeno” y el “discurso aparentemente ajeno”. Incluso en ciencias humanas se manifiesta una tendencia que consiste en reemplazar el enunciado asumido por una presentación del estado actual de las investigaciones y por la inducción del “punto de vista predominante hoy en día”, lo que a veces se toma como la “solución” más acertada del problema. En todo ello se revela la sorprendente inestabilidad e incertidumbre del discurso ideológico. El discurso literario y el discurso retórico, el de la filosofía y el de las ciencias humanas, se convierten en el reino de las “opiniones”, de las opiniones notorias, e incluso en dichas opiniones lo que ocupa el primer plano no es el que sino el como —la manera individual o típica en que la opinión ha sido concebida. Ese momento crucial del destino del discurso puede definirse, en Europa occidental como entre nosotros (casi hasta nuestros días), como la reificacion del discurso, como el deterioro de la dimensión semántica del discurso.


Podría decirse que esta página denuncia la generalización del discurso citado a expensas del discurso plenamente asumido por su sujeto. Señalemos aquí, anticipando lo que habrá de seguir, que hacia el final de su vida Bajtín retoma las mismas características para la modernidad, aunque modificando su juicio de valor.


La ironía ha entrado a todas las lenguas contemporáneas (sobre todo al francés), se ha introducido en todas las palabras y en todas las formas […]. El hombre actual no proclama sino que habla, es decir habla con restricciones. Los géneros proclamativos son preservados esencialmente como ingredientes paródicos o semiparódicos de la novela. […] Los sujetos enunciadores de los géneros proclamativos, elevados —sacerdotes, profetas, predicadores, jueces, líderes, padres-patriarcas, etc.— salieron de la vida. Fueron todos reemplazados por el escritor, por el simple escritor, quien se convirtió en el heredero de sus estilos. La búsqueda por parte del autor de un discurso que le sea propio equivale a la búsqueda del género y el estilo, de la posición de autor. Es ahora el problema más agudo de la literatura contemporánea, que lleva a numerosos autores a renunciar al género novelesco y a reemplazarlo por el montaje de documentos, por la descripción de objetos; que los lleva al letrismo y en cierta medida a la literatura del absurdo. Todo ellopodría definirse, en cierto sentido, como diferentes formas del silencio. Esas búsquedas condujeron a Dostoievski a la creación de la novela polifónica. Dostoievski no encontró discurso para la novela monológica. Camino paralelo de Tolstói hacia los cuentos populares (primitivismo), hacia la introducción de citas del Evangelio (en las partes conclusivas). Otro camino: obligar al mundo a hablar y escuchar las palabras del propio mundo (Heidegger).


Respecto a la relación de la transgrediencia con la escritura moderna, aunque el libro de juventud de donde saqué la teoría bajtiniana de la alteridad quedó inconcluso, en el primer capítulo se lee el siguiente proyecto: 


Finalmente verificaremos nuestras conclusiones mediante el análisis de la relación entre el autor y el personaje en la obra de Dostoievski, Pushkin y otros.


Dicho proyecto jamás se realizará. Por el contrario, algunos años más tarde, en 1929, ve la luz la primera publicación firmada por Bajtín —y es el libro sobre Dostoievski—. No obstante, una transformación radical se ha operado ya, digamos, entre 1924 y 1928, y es que Bajtín ha invertido el sentido de su proposición “prescriptiva” y abrazado el punto de vista de Dostoievski. Lejos de “verificar” sus tesis iniciales mediante el análisis de la obra de Dostoievski, las reemplazó por su antítesis: ahora, la mejor exotopía es precisamente la que practica Dostoievski debido a que no encierra al personaje en la consciencia del autor y pone en entredicho la noción misma del privilegio de una consciencia sobre la otra. El personaje de Dostoievski es un ser incompleto, inacabado, heterogéneo, pero es allí precisamente donde reside su superioridad ya que todos, como se ha visto, solo somos sujetos en la incompleción. En el fondo, el personaje literario antes de Dostoievski era un ser artificial a quien el autor complaciente proporcionaba una transgrediencia tranquilizadora. Los personajes de Dostoievski son como nosotros, es decir incompletos; son como otros tantos autores más que como los personajes de los antiguos autores.


Para esta interpretación de Dostoievski Bajtín se apoya en los críticos que lo antecedieron, pero desborda sistemáticamente sus afirmaciones. Grossman, por ejemplo, escribe en 1925: 


A pesar de las tradiciones inmemoriales de la estética, que exige correspondencia entre una materia y su elaboración, que presupone la unidad y, en todos los casos, la homogeneidad y el parentesco de los elementos constructivos de una creación artística particular, Dostoievski hace fusionar los contrarios. 


Bajtín retoma esta afirmación pero le da un sentido más radical. Formado en el espíritu de la estética romántica, Grossman concibe cualquier diferencia en términos de oposición; sin embargo, desde el momento en que se postulan dos contrarios ya se entrevé su fusión. Bajtín, por su parte, insiste en el carácter heterogeneo de los personajes dostoievskianos. 


A quien ve y comprende el mundo representado de manera exclusivamente monológica, a quien juzga la construcción de la novela según el canon monológico, el universo de Dostoievski puede parecer un caos y la construcción de sus novelas un conglomerado monstruoso de las materias más heterogéneas y los principios de composición más incompatibles. El héroe de Racine es igual a sí mismo; el héroe de Dostoievski no coincide ni un instante consigo mismo.


Bajtín se opondrá incluso de modo explícito a cualquier intento que apunte a absorber la dispersión dostoievskiana mediante el esquema dialéctico hegeliano, como lo había propuesto Engelgardt, otro precursor. 


El espíritu único en su devenir dialéctico, entendido en el sentido de Hegel, solo puede engendrar un monólogo filosófico. El idealismo monista es el terreno menos favorable para el florecimiento de una multiplicidad de consciencias no confundidas. Incluso como imagen, el espíritu único en devenir es orgánicamente extraño a Dostoievski. El mundo de Dostoievski es profundamente pluralista . 


Bajtín conservará siempre, por lo demás, esa desconfianza respecto a la dialéctica hegeliana, a la que reprocha querer unificarlo todo —la llama “la dialéctica monológica de Hegel” y habla del “monologismo de la Fenomenologia del espiritu de Hegel”. En otra ocasión define así la diferencia entre dialéctica y diálogo: 


Diálogo y dialéctica. Se quitan las voces del diálogo (la partición de las voces), se quitan las entonaciones (de carácter emocional y personal), se desgranan nociones y razonamientos abstractos a partir de las palabras y argumentos vivos, se ciñe el todo en una consciencia abstracta única —y resulta que se obtiene la dialéctica—.


En lugar de la “dialéctica de la naturaleza”, Bajtín pone, podría decirse, una dialógica de la cultura. Esa renuncia a la unidad del “yo” encuentra su contraparte en la afirmación de un nuevo estatus para el “tú” ajeno. El poeta Viacheslav Ivanov (no confundirlo con el semiólogo) caracterizaba la contribución de Dostoievski en estos términos: “Afirmar el yo ajeno no como un objeto sino como otro sujeto, ‘tú eres’”. Bajtín ampliará y matizará esa idea a través de todo su libro. 


Aquí [en las novelas de Dostoievski] no hay un gran número de destinos y vidas que se desarrollan en el seno de un mundo objetivo único, iluminado por la consciencia única del autor; es precisamente una pluralidad de consciencias en igualdad de derechos, poseyendo cada una su mundo, que se combinan en la unidad de un acontecimiento sin por ello confundirse. […] La consciencia del personaje está dada como una consciencia alterna, como perteneciente a otro, sin ser por ello reificada, encerrada, sin convertirse en simple objeto de la consciencia del autor. […] En sus obras aparece un personaje cuya voz se construye como, en una novela del tipo ordinario, la voz del propio autor, no la de su personaje. El discurso que el personaje sostiene sobre sí mismo y sobre el mundo tiene el mismo peso que el discurso de un autor ordinario: no está sometido a la imagen objetual del personaje como una de sus características, pero tampoco sirve de vocero del autor. Posee una independencia excepcional en la estructura de la obra, resuena en cierto modo al lado del discurso del autor, y se combina de manera particular con él así como con las vocesigualmente calificadas de los demás personajes. […] La posición a partir de la cual se puede conducir una narración, construir una representación o dar una información debe situarse en un modo nuevo en relación con ese mundo nuevo —un mundo no de objetos, sino de sujetos dotados de plenos derechos—.


O más brevemente en 1961:


Esa consciencia de los demás no está enmarcada por la consciencia del autor, se revela desde el interior como teniendo lugar afuera y al lado, y el autor entra en relaciones dialógicas con ella. El autor, como Prometeo, crea (más exactamente recrea) seres vivos independientes de él, con quienes se muestra en pie de igualdad.  


Al otorgarle al discurso del autor un estatus excepcional, el escritor anterior a Dostoievski quería hacernos creer en la posibilidad de una posición única: los personajes necesitan al autor para ser perfeccionados, pero el autor por su parte posee una posición que no requiere de ningún complemento. Sin embargo, esa singularidad no es simplemente lamentable; no existe, y ese es el punto esencial. Solamente existe determinada concepción de un ser que afirma que su estado natural consiste en estar solo y ser independiente de los demás. Esa concepción, individualista y romántica, es producto de un estado de la sociedad capitalista o burguesa (pero el ideal socialista —podría añadirse— solo es resultado de ella).


En ello Dostoievski se opone a toda la cultura decadente e idealista (individualista), a la cultura de una soledad prístina y desesperada. Afirmala imposibilidad de la soledad, el carácter ilusorio de la soledad. […] El capitalismo creó las condiciones para un tipo particular de consciencia solitaria desesperada. Dostoievski revela toda la mentira de esa consciencia, que se mueve en un círculo vicioso. […] Ningún acontecimiento humano discurre ni se decide al interior de una consciencia única. De ahí la hostilidad de Dostoievski respecto a las concepciones del mundo que ven el fin último en la fusión, en la disolución de las consciencias en una consciencia única, en el relevo de la individuación. […] Después de Dostoievski […] apareció el rol del otro, a la luz del cual se construye cualquier discurso sobre sí mismo. 


La culminación, la perfección artísticas no son en suma más que una forma sutil de violencia ejercida sobre el individuo para presentarlo como autosuficiente.


La crítica de todas las formas exteriores de la relación con —y de la acción sobre— los demás: desde la violencia hasta la autoridad; el perfeccionamiento artístico como variante de la violencia.


El término “exotopía” recupera aquí por tanto su sentido fuerte: no una exterioridad transgrediente que sirve para abarcar a los demás sino otro lugar inintegrable, irreductible. 


No la fusión con el otro sino la conservación de su posición de exotopia y del excedente de visión y de comprensión que le es correlativo. Pero la cuestión es saber cómo utiliza Dostoievski el excedente. No para objetivar ni perfeccionar. El momento más importante de ese excedente es el amor (no es posible amarse a sí mismo, es una relación concertada), luego la confesión, el perdón (la conversación de Stavroguín con Tijón) y, finalmente, una comprensión simplemente activa (que no repite), la escucha [uslyshannost’].


A menudo se ha confundido la interpretación que daba Bajtín a la obra de Dostoievski, atribuyéndole la idea según la cual en Dostoievski todas las posiciones valdrían, dado que el autor no tenía opinión propia. No; es que los personajes pueden, en sus novelas, dialogar con el autor: la estructura de la relación es lo diferente, no su contenido. 


Nuestro punto de vista no equivale en absoluto a afirmar una especie de pasividad del autor, quien solo practicaría un montaje con los puntos de vista de los demás, con las verdades de los demás, y renunciaría totalmente a su punto de vista, a su verdad. De ningún modo se trata de eso, sino de una interrelación totalmente nueva y particular entre su verdad y la verdad ajena. El autor es profundamente activo, pero su acción tiene un carácter dialogico particular. […] Dostoievski interrumpe a menudo la voz ajena pero jamás la cubre, nunca la termina a partir de “sí mismo”, es decir de una consciencia extraña (la suya).


Incluso podría decirse que Dostoievski, al no soportar la posición excepcional en la que se ha situado, aspira a veces a la condición mediocre de Perico de los palotes, quien se expresa a través de su propia voz; lo logra en sus escritos periodístico. 


En busca de una voz propia (perteneciente al autor). Encarnarse, volverse más decidido, volverse mínimo, más limitado, más bruto. No permanecer en la tangente, introducirse en el círculo de la vida, convertirse en uno de los hombres. Rechazar las restricciones, rechazar la ironía. Cuando se entra al ámbito de los escritos periodísticos de Dostoievski, se observa un brusco encogimiento de horizonte, la universalidad de sus novelas desaparece aunque los problemas de la vida íntima de los personajes sean reemplazados por problemas sociales y políticos.


Se ha visto que no era realmente posible distinguir entre un discurso de naturaleza dialógica y el discurso monológico, ya que todo discurso es por naturaleza “dialógico”, es decir que mantiene relaciones de intertextualidad. Por el contrario, la oposición recupera su pertinencia desde el instante en que se la sitúa en el campo de las teorías del discurso o de la consciencia.


En última instancia, el monologismo niega la existencia por fuera de sí de otra consciencia que tenga los mismos derechos y que pueda responder en pie de igualdad, de otro yo igual (tu). En la aproximación monológica (en su forma extrema o pura), el otro queda íntegra y únicamente como objeto de la consciencia, y no puede formar otra consciencia. No se espera de él una respuesta que pueda modificar todo en el mundo de miconsciencia. El monólogo está consumado y es sordo a la respuesta ajena, no la espera y no le reconoce fuerza decisiva. El monólogo prescinde de los demás, es por ello que en cierta medida objetiva toda la realidad. El monólogo pretende ser la ultima palabra. 














Tomado de:

TODOROV, Tzvetan (2013): Mijail Bajtin, El principio dialógico. Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, pp. 155-167.


09 febrero 2023

Literatura y totalitarismo. George Orwell

 



Literatura y totalitarismo


George Orwell


En estas charlas semanales he estado hablando de crítica, la cual, en fin de cuentas, no forma parte de la corriente principal de la literatura. Una literatura vigorosa puede existir sin apenas crítica ni espíritu crítico, como lo hizo la Inglaterra del siglo XIX. Pero hay una razón por la cual, en este momento concreto, no se puedan ignorar los problemas que implica cualquier crítica seria. Dije al principio de mi primera charla que estos no son tiempos de crítica. Son tiempos de tomar partido, no de desapego; unos tiempos en los que resulta especialmente difícil ver los méritos literarios de un libro con cuyas conclusiones no estemos de acuerdo. La política -la política en el sentido más general- ha invadido la literatura hasta unos extremos que no acostumbramos a encontrar, y esto ha llevado hasta la superficie de nuestra conciencia la lucha constante que existe entre el individuo y la comunidad. Es en el momento en que uno considera la dificultad de escribir crítica honesta e imparcial en una época como la nuestra, cuando empieza a comprender la naturaleza de la amenaza que pende sobre el conjunto de la literatura en la época venidera.


Vivimos tiempos en los que el individuo autónomo está dejando de existir; o quizá deberíamos decir: en los que el individuo está dejando de tener la ilusión de ser autónomo. En fin, en todo lo que decimos de la literatura -y sobre todo, en lo que decimos de la crítica- damos instintivamente por sentada la noción del individuo autónomo. Toda la literatura europea moderna -hablo de la literatura de los últimos cuatrocientos años- se daba en el concepto de la honestidad intelectual o, si se prefiere, en aquella máxima de Shakespeare: "Sé sincero contigo mismo". Lo primero que le pedimos a un escritor es que no cuente mentiras, que diga lo que piensa realmente, lo que siente realmente. Lo peor que podemos afirmar de una obra de arte es que no es sincera. Y esto es aún más cierto en relación con la crítica que con la escritura creativa, en la que no importa cierta dosis de pose y artificiosidad, e incluso cierta dosis de frase pura y dura, siempre y cuando el escritor posea cierta sinceridad fundamental. La literatura moderna es en esencia algo individual. O es la fiel expresión de lo que alguien piensa y siente, o no es nada.


Como digo, damos esta idea por sentada, y, sin embargo, tan pronto como la reflejamos por escrito nos damos cuenta de cuán amenazada está la literatura. Pues esta es la época del Estado totalitario, que no permite, y probablemente no puede permitirle al individuo, ni la más mínima libertad. Cuando uno menciona el totalitarismo piensa de inmediato en Alemania, Rusia, Italia; pero creo que debemos afrontar el riesgo de que este fenómeno pase a ser mundial. Es evidente que el periodo de capitalismo liberal está tocando a su fin, y que los países, uno detrás de otro, están adoptando una economía centralizada que podemos llamar "socialismo" o "capitalismo de Estado" según se prefiera. Con ello, la libertad económica del individuo, y en gran medida la libertad para hacer lo que quiera, escoger trabajo y moverse de un lado a otro de la superficie del planeta, llega a su fin. Bueno, hasta hace poco no se habían previsto las implicaciones de esto. No se había comprendido por completo que la desaparición de la libertad económica tendría algún efecto sobre la libertad intelectual. Al socialismo se lo solía considerar una especie de liberalismo moralizado: el Estado se encargaría de nuestra vida económica y nos liberaría del miedo a la pobreza, el desempleo y demás, pero no tendría ninguna necesidad de interferir en nuestra vida intelectual privada. El arte podría prosperar tal como lo había hecho en la época capitalista liberal; un poco más, de hecho, porque el artista ya no estaría sometido a imposiciones económicas.


Pero a tenor de las evidencia, hay que admitir que estas ideas han sido falseadas. El totalitarismo ha abolido la libertad de pensamiento hasta unos límites inauditos en cualquier época anterior. Y es importante que comprendamos que este control del pensamiento no es solo de signo negativo, sino también positivo: no solo nos prohíbe expresar -e incluso tener- ciertos pensamiento; también nos dicta lo que debemos pensar, crea una ideología para nosotros, trata de gobernar nuestra vida emocional al tiempo que establece un código de conducta. Y, en la medida de lo posible, nos aísla del mundo exterior, nos encierra en un universo artificial en el que carecemos de criterios con los que comparar. El Estado totalitario trata, en todo caso, de controlar los pensamientos y las emociones de sus súbditos al menos de un modo tan absoluto como controla sus acciones.


La pregunta  que nos preocupa es: ¿puede sobrevivir la literatura en una atmósfera semejante? Creo que uno debe responder tajantemente que no. Si el totalitarismo se convierte en algo mundial y permanente, lo que conocemos como literatura desaparecerá. Y no basta con decir -como podría parecer factible en un primer momento- que lo que desaparecerá será simplemente la literatura de la Europa posterior al Renacimiento. Creo que la literatura de toda clase, desde los poemas épicos hasta los ensayos críticos, se encuentra amenazada por el intento del Estado moderno de controlar la vida emocional del individuo. La gente que lo niega acostumbra a presentar dos argumentos. Afirma, en primer lugar, que esa supuesta libertad que había existido a lo largo de los últimos siglos no era más que el reflejo de la anarquía económica y que, en cualquier caso, se trataba en gran medida de una ilusión. Y también señala que la buena literatura, mejor que nada de lo que podemos producir hoy en día, fue escrita en las épocas pasadas, cuando el pensamiento no era precisamente más libre que en la Alemania o la Rusia actuales. Esto es verdad hasta cierto punto. Es verdad, por ejemplo, que la literatura pudo existir en la Europa medieval, cuando el pensamiento estaba sometido a un férreo control  -principalmente, el de la Iglesia- y a uno podían quemarlo vivo por pronunciar una ínfima herejía. El control dogmático de la Iglesia no impidió, por ejemplo, que Chaucer escribiera  Los cuentos de Canterbury. También es cierto que la literatura medieval, y el arte medieval en general, no era tanto un asunto personal como algo más comunitario que en la actualidad. Es probable que las baladas inglesas, por ejemplo, no se puedan atribuir en absoluto a un individuo. Seguramente se componía de manera comunitaria, como he visto hace poco que se hace en los países orientales. Es obvio que la libertad anárquica que ha caracterizado a la Europa de los últimos siglos,  ese tipo de atmósfera en la que no existen criterios rígidos de ninguna clase, no es necesario, quizá no es ni siquiera beneficiosa, para la literatura. La buena literatura puede crearse dentro de un marco rígido de pensamiento.


Sin embargo, hay varias diferencias fundamentales, tanto en Europa como en Oriente. La más importante es que las ortodoxias del pasado no cambiaban, o al menos no lo hacían rápidamente. En la Europa medieval, la Iglesia dictaba lo que debíamos creer, pero al menos nos permitía conservar las mismas creencias desde el nacimiento hasta la muerte. No nos decía que creyésemos una cosa el lunes y otra distinta el martes. Y lo mismo puede decirse más o menos de cualquier ortodoxo cristiano, hindú, budista o musulmán hoy en día. En cierto modo, sus pesamientos están restringidos, pero viven toda su vida dentro del mismo marco de pensamiento. Nadie se inmiscuye en sus emociones. Pues bien, con el totalitarismo ocurre exactamente lo contrario. La peculiaridad del Estado totalitario es que, si bien controlo el pensamiento, no lo fija. Establece dogmas incuestionables y los modifica de un día para otro. Necesita dichos dogmas, pues precisa una obediciencia absoluta por parte de sus súbditos, pero no puede evitar los cambios, que vienen dictados por las necesidades de la política del poder. Se afirma infalible y, al mismo tiempo, ataca el propio concepto de verdad objetiva. Por poner un ejemplo obvio y radical, hasta septiembre de 1939 todo alemán tenía que contemplar el bolchevismo ruso con horror y aversión, y desde septiembre de 1939 tiene que contemplarlo con admiración y afecto. Si Rusia y Alemania entran en guerra, como bien podría ocurrir en los próximos años, tendrá lugar otro cambio igualmente violento. La vida emocional de los alemanes, sus afinidades y odios, tiene que revertirse de la noche a la mañana cuando ellos sea necesario. No hace falta señalar el efecto que tienen este tipo de cosas en la literatura. Y es que escribir es en gran medida una cuestión de sentimiento, lo cual no siempre se puede controlar desde afuera. Es fácil defender de boquilla la ortodoxia del momento, pero la escritura de cierta trascendencia solo es posible cuando un hombre siente la verdad de lo que está diciendo; sin eso, falta el impulso creativo. Todas las pruebas que tenemos indican que los repentinos cambios emocionales que el totalitarismo exige a sus seguidores son psicológicamente imposibles. Y ese es el motivo principal por el que sugiero que, en caso de que el totalitarismo triunfe en todo el mundo, la literatura tal como la conocemos estará a un paso del fin. Y, de hecho, parece que el totalitarismo ha tenido ya ese efecto. En Italia la literatura ha quedado imposibilitada, y en Alemania parece casi haberse detenido. La actividad más característica de los nazis es la quema de libros. E incluso en Rusia el renacimiento literario que esperábamos no ha tenido lugar, y los escritores rusos más prometedores muestran una marcada tendencia a suicidarse o a desaparecer en las prisiones.


He dicho antes que el capitalismo liberal está llegando de forma obvia a su fin y, en consecuencia, pude haber dado la impresión de que insinúo que la libertad de pensamiento está irremediable condenada. Pero no creo que sea así, y en resumen diré sencillamente que creo que la esperanza de la supervivencia de la literatura reside en aquellos países en los que el liberalismo ha echado raíces más profundas, los países no militaristas, Europa occidental y las Américas, India y China. Creo -y puede que no sea más que una vana esperanza- que, aunque es seguro que está por venir una economía colectuvizada, esos países sabrán cómo desarrollar una forma de socialismo que no sea totalitaria, en que la libertad de pensamiento puede sobrevivir a la desaparición del individualismo económico. Esa es, en todo caso, la única esperanza a la que puede aferrarse cualquiera que se preocupe por la literatura. Cualquiera que sienta el valor de la literatura, que sea consciente del papel central que desempeña en el desarrollo de la historia humana, debe ver también que una cuestión de vida o muerte oponerse al totalitarismo, tanto si nos viene impuesto desde fuera como desde dentro.


Emisión 21 de mayo de 1941.    







Tomado de:

ORWELL, George (2017): El poder y la palabra. Diez ensayos sobre lenguaje, política y verdad. Santiago de Chile, Penguin Random, pp. 61-68.


25 septiembre 2022

El rostro de la locura en nuestra cultura. Michel Foucault

 



El rostro de la locura

 en nuestra cultura


Michel Foucault


Algún día, quizás, ya no sabremos qué era la locura. Su forma se habrá cerrado sobre sí misma, y ​​las huellas que le quedarán ya no serán inteligibles. Para la mirada ignorante, ¿serán esos rastros algo más que simples marcas negras? A lo sumo, formarán parte de esas configuraciones que ahora no podemos formar, pero que serán las redes indispensables que harán legible nuestra cultura y a nosotros mismos para el futuro. Artaud pertenecerá entonces a la base de nuestro lenguaje, y no a su ruptura; las neurosis se colocarán entre las formas que son constitutivas (y no desviadas) de nuestra sociedad. Todo lo que experimentamos hoy como límites, extrañeza o intolerancia se habrá unido a la serenidad de lo positivo. Y lo que nosotros designamos como externo, podría llegar algún día, a designarnos.


Todo lo que quedará será el enigma de esa exterioridad. ¿Cuál será, se preguntarán, esa extraña delimitación que estuvo vigente desde principios de la Edad Media hasta el siglo XX, y tal vez más allá? ¿Por qué la cultura occidental expulsó a sus extremidades la misma cosa en la que podría haberse reconocido fácilmente, donde de hecho se había reconocido de manera oblicua? ¿Por qué, desde el siglo XIX, pero también desde la época clásica, había declarado claramente que la locura era la verdad desnuda del hombre, solo para colocarla en un espacio pálido y neutralizado, donde se canceló casi por completo? ¿Por qué había aceptado las palabras de Nerval y Artaud, y se había reconocido en sus palabras pero no en ellas?


De esta manera, la vívida imagen de las llamas de la razón se desvanecerá. El juego familiar de mirar lo más alejado de nosotros mismos en la locura, de prestar oído a esas voces que, desde lejos, nos dicen más claramente qué somos, ese juego, con sus reglas, sus tácticas, sus inventos, sus artimañas, sus ilegalidades toleradas, no serán más que un ritual complejo cuyos significados se habrán reducido a cenizas. Algo así como esas grandes ceremonias de intercambio y rivalidad en las sociedades arcaicas. Algo así como la atención ambigua que la razón griega prestó a sus oráculos. O esa institución gemela, desde el siglo XIV cristiano, de las prácticas y juicios de brujería. Para las civilizaciones de historiadores no habrá más que las medidas codificadas de confinamiento, las técnicas de la medicina y, por otro lado, lo repentino.


¿Cuál será el sustrato técnico de tal mutación? ¿La posibilidad de que la medicina domine las enfermedades mentales como cualquier otra condición orgánica? ¿El control farmacológico preciso de todos los síntomas psíquicos? ¿O una definición de desviaciones conductuales lo suficientemente rigurosas para que la sociedad pueda proporcionar, para cada una, el modo apropiado de neutralización? ¿O todavía otras modificaciones, ninguna de las cuales tal vez suprimirá realmente la enfermedad mental, pero cuyo significado será eliminar el rostro de la locura de nuestra cultura?


Soy muy consciente de que al formular esa última idea, estoy impugnando algo que normalmente se admite: que el progreso médico algún día podría causar la desaparición de enfermedades mentales, como la lepra y la tuberculosis; pero esa única cosa permanecerá, que es la relación entre el hombre y sus fantasías, su imposible, su dolor no corporal, su cadáver de la noche; que una vez que se anula lo patológico, la oscura pertenencia del hombre a la locura será el recuerdo eterno de un enfermo cuya forma como enfermedad ha sido borrada, pero que vive obstinadamente como infelicidad. A decir verdad, tal idea supone que lo que es más precario, mucho más precario que las constancias de lo patológico, es de hecho inalterable: la relación de una cultura con lo que excluye,


Lo que no tardará en morir, lo que ya está muriendo en nosotros (y cuya muerte lleva nuestro lenguaje actual) es el homo dialéctico, que es desde el principio, del regreso y del tiempo mismo, el animal que pierde su verdad. Ese hombre era el sujeto soberano y el objeto dominado de todos los discursos sobre el hombre, y especialmente sobre el hombre alienado, que han estado en circulación durante mucho tiempo. Afortunadamente, su charla lo está matando.


Tanto es así que ya no sabremos cómo el hombre fue capaz de proyectar a distancia esta figura de sí mismo, cómo pudo llevar más allá del límite lo que dependía de él. Ningún pensamiento podrá pensar en ese movimiento donde todavía muy recientemente el hombre occidental encontró su rumbo. Es esa relación con la locura (y no cualquier conocimiento sobre enfermedades mentales, o una cierta actitud frente al hombre alienado) lo que se perderá para siempre. Todo lo que se sabrá es que nosotros, hombres occidentales de cinco siglos de antigüedad, éramos, en la superficie de la tierra, aquellas personas que, entre muchas otras características fundamentales, tenían una que era más extraña que todas las demás: teníamos un profundo patetismo. La relación con la enfermedad mental, una que nosotros mismos encontramos difícil de formular, pero que era impenetrable para cualquier otra persona, y en el cual experimentamos el más vívido de todos nuestros peligros, y cuál fue quizás nuestra verdad más cercana. No se dirá que estábamos distante de la locura, pero que estábamos en la distancia de la locura. De la misma manera que los griegos no estaban distantes de la arrogancia porque lo condenaron, sino que estaban en el distanciamiento de ese exceso, en medio de la distancia a la que lo mantenían confinado.


Estas personas, que ya no serán nosotros, tendrán que considerar este enigma (un poco como lo hacemos nosotros, cuando tratamos de entender hoy cómo Atenas logró enamorarse y desenamorarse de la sinrazón de Alcibíades): cómo ¿Podrían los hombres haber buscado su verdad, sus palabras esenciales y sus signos en un riesgo que los hizo temblar, y de los cuales no pudieron desviar su mirada, una vez que les llamó la atención? Esto les parecerá aún más extraño que preguntarle a la muerte sobre la verdad del hombre; porque al menos la muerte dice lo que serán todos los hombres. La locura, por otro lado, es ese peligro raro, una posibilidad que pesa poco en relación con los temores que genera y las preguntas que se le hacen. ¿Cómo, en una cultura, podría una eventualidad tan delgada llegar a tener tal poder de temor revelador?


Para responder a esa pregunta, estas personas que nos mirarán por encima del hombro tendrán poco para continuar. Solo unas pocas pistas: un miedo que volvió repetidamente a lo largo de los siglos de que la locura se levantaría y hundiría al mundo; los rituales que rodean la exclusión e inclusión del loco; esa cuidadosa atención, desde el siglo XIX en adelante, que trató de sorprender en la locura algo que revelara la verdad del hombre; la misma impaciencia que rechazó y aceptó las palabras de locura, una vacilación para reconocer su estupidez o su decisión.


En cuanto al resto: ese único movimiento con el que vamos a encontrarnos con la locura de la que nos estamos distanciando, ese reconocimiento aterrado, que será para fijar el límite y compensarlo inmediatamente a través del tejido de un solo significado, todo eso quedará reducido al silencio, al igual que para nosotros hoy la trilogía griega de manía, arrogancia y alogia, o la postura de desviación chamánica en una sociedad primitiva particular, están en silencio.


Estamos en ese punto, ese pliegue en el tiempo, donde un cierto control técnico de la enfermedad oculta en lugar de designar el movimiento que cierra la experiencia de la locura en sí mismo. Pero es precisamente ese pliegue lo que nos permite desplegar lo que se ha enroscado durante siglos: enfermedad mental y locura: dos configuraciones diferentes, que se unieron y se confundieron a partir del siglo XVII, y que ahora se están separando ante nuestros ojos. o más bien dentro de nuestro idioma.


Decir que la locura está desapareciendo hoy es decir que la implicación que la incluyó tanto en el conocimiento psiquiátrico como en una especie de reflexión antropológica se está deshaciendo. Pero eso no quiere decir que la forma general de transgresión de la que la locura ha sido la cara visible durante siglos esté desapareciendo. Ni esa transgresión, justo cuando comenzamos a preguntarnos qué es la locura, no está en proceso de dar a luz una nueva experiencia.


No hay una sola cultura en ningún lugar del mundo donde todo esté permitido. Y se sabe desde hace algún tiempo que el hombre no comienza con la libertad, sino con los límites y la línea que no se puede cruzar. Los sistemas que los actos prohibidos obedecen son familiares, y cada cultura tiene un esquema distinto de prohibiciones de incesto. Pero la organización de las prohibiciones en el lenguaje todavía se entiende poco. Los dos sistemas de restricción no se superponen uno sobre el otro, como si uno fuera simplemente la versión verbal del otro: lo que no debe aparecer en el nivel del habla no es necesariamente lo que está prohibido en el orden de los actos. Los zuni, que prohíben el incesto de un hermano y una hermana, sin embargo lo narran, y los griegos contaron la leyenda de Edipo. Inversamente, el código de 1808 abolió las viejas leyes penales contra la sodomía, pero el lenguaje del siglo XIX era mucho más intolerante con la homosexualidad (al menos en su forma masculina) que el lenguaje de épocas anteriores. Y es bastante probable que conceptos psicológicos como la compensación y la expresión simbólica sean totalmente inadecuados para dar cuenta de tal fenómeno.


Algún día será necesario estudiar el campo de las prohibiciones en el lenguaje en toda su autonomía. Tal vez aún es demasiado pronto para saber exactamente cómo se podría realizar dicho análisis. ¿Se podrían usar las divisiones que actualmente están permitidas en el lenguaje? En primer lugar, en la frontera entre el tabú y la imposibilidad, debemos identificar las leyes que rigen el código lingüístico (las cosas que se llaman, tan claramente, fallas del lenguaje ); y luego, dentro del código, y entre las palabras o expresiones existentes, aquellas cuya articulación está prohibida (la serie religiosa, sexual, mágica de palabras blasfemas); luego las declaraciones que están autorizadas por el código, lícitas en el acto de hablar, pero cuyo significado es intolerable para la cultura en cuestión en un momento dado: aquí un desvío metafórico ya no es posible, porque es el significado en sí mismo el que es el objeto de censura. Finalmente, hay una cuarta forma de lenguaje excluido: consiste en enviar el discurso que aparentemente se ajusta al código reconocido a un código diferente, cuya clave está contenida dentro de ese discurso, de modo que el discurso se duplique dentro de sí mismo; dice lo que dice, pero agrega un excedente mudo que dice en silencio lo que dice y el código según el cual se dice. No se trata de un lenguaje codificado, sino de un lenguaje estructuralmente esotérico. Es decir que no comunica, mientras lo oculta, un significado prohibido; se establece desde el primer instante en un pliegue esencial del habla. Un pliegue que lo explota desde adentro, quizás hasta el infinito. Lo que se dice en tal lenguaje es de poca importancia, como lo son los significados que se entregan allí. Es esta oscura y central liberación del discurso en el corazón de sí misma, su vuelo incontrolable a una región siempre oscura, que ninguna cultura puede aceptar de inmediato. Tal discurso es transgresor, no en su significado, no en su materia verbal, sino en su lugar .


Es bastante probable que toda cultura, de cualquier naturaleza, sepa, practique y tolere (hasta cierto punto) pero igualmente reprima y excluya estas cuatro formas de discurso prohibido.


En la historia occidental, la experiencia de la locura ha cambiado a lo largo de esta escala. A decir verdad, durante mucho tiempo ocupó una región indecisa, que es difícil para nosotros definir, entre la prohibición de la acción y la del lenguaje: de ahí la importancia ejemplar del furor inanitas, maridaje que prácticamente organizó, según los registros de acción y discurso, el mundo de la locura hasta el final del Renacimiento. La época del Gran Confinamiento (los Hôpitaux généraux, Charenton, Saint-Lazare, que se organizaron en el siglo XVII) marca una migración de locura hacia la región de los locos: la locura en adelante guarda poco más que una relación moral con los actos prohibidos ( permanece esencialmente vinculado a tabúes sexuales), pero está incluido en el universo de las prohibiciones del lenguaje; con locura, el confinamiento clásico encierra el libertinaje del pensamiento y el habla, la obstinación en la impiedad o la heterodoxia, la blasfemia, la brujería, la alquimia, todo en resumen que caracteriza a la voz y mundo prohibido de sinrazón; la locura es el idioma excluido, el que contra el código del lenguaje pronuncia palabras sin significado (el ' loco', el ' imbéciles', el ' demente'), o el que pronuncia palabras sagradas (el ' violento', el ' frenético'), o el que pone en circulación los significados prohibidos ('libertinos', el ' obstinado'). La reforma de Pinel fue mucho más la consagración más visible de la represión de la locura como discurso prohibido que una modificación de la misma.


Esa modificación solo se produjo realmente con Freud, cuando la experiencia de la locura cambió hacia la última forma de prohibición del lenguaje mencionada anteriormente. En ese momento, dejó de ser una falla del lenguaje, una blasfemia pronunciada en voz alta o un significado intolerable (y en ese sentido, el psicoanálisis es de hecho el gran levantamiento de las prohibiciones que el mismo Freud definió); apareció como un discurso envuelto en sí mismo, diciendo, debajo de todo lo que dice, algo más, para lo cual es al mismo tiempo el único código posible: un lenguaje esotérico tal vez, ya que su lenguaje está contenido dentro de un discurso que finalmente no dice nada aparte de esta implicación.


El trabajo de Freud debe tomarse como lo que es; no descubre que la locura está atrapada en una red de significados que comparte con el lenguaje cotidiano, lo que nos autoriza a hablar de ello con los tópicos cotidianos del vocabulario psicológico. Desplaza la experiencia europea de la locura al situarla en la región peligrosa, aún transgresora (y, por lo tanto, aún prohibida, pero de una manera particular), que es la de las lenguas que se implican a sí mismas, es decir, qué estado en su declaración es la lengua con la que decirlo. Freud no descubrió la identidad perdida de un significado; identificó la figura irruptiva de un significante que es absolutamente diferente a los demás. Eso solo debería haber sido suficiente para proteger su trabajo de todas las intenciones psicologizantes que nuestro medio siglo ha empleado para sofocarlo en el nombre (el nombre irrisorio) del ' ciencias humanas' y su unidad asexual.


Por ese mismo hecho, la locura apareció, no como la artimaña de un significado oculto, sino como una prodigiosa reserva de significado. Pero " reserva" aquí debe entenderse menos como una acción que como una cifra que contiene y suspende el significado, lo que proporciona un vacío donde todo lo que se propone es la posibilidad aún no lograda de que un cierto significado pueda aparecer allí, o un segundo, o un tercero , y así hasta el infinito. La locura abre una reserva lacustre, que designa y demuestra este vacío donde el lenguaje y el habla se implican entre sí, formando uno sobre la base del otro, y hablando de nada más que su relación todavía muda. Desde Freud, la locura occidental se ha convertido en un no-idioma porque se ha convertido en un doble idioma (un idioma que solo existe en este discurso, un discurso que no dice nada más que su idioma), es decir, una matriz del idioma que, estrictamente hablando, dice nada. Un pliegue de lo hablado que es una ausencia de trabajo.


Algún día, habrá que reconocer que Freud no hizo hablar a una locura que había sido un idioma genuino durante siglos (un idioma que estaba excluido, la locura garrulosa, el habla que se extendía indefinidamente fuera del silencio reflexivo de la razón); lo que hizo fue silenciar el Logos irracional; lo secó; obligó a sus palabras a regresar a su fuente, todo el camino de regreso a esa región en blanco de auto-implicación donde nada se dice.


Percibimos cosas que actualmente están sucediendo a nuestro alrededor en una luz que aún es tenue; y, sin embargo, en nuestro idioma, se puede discernir un movimiento extraño. La literatura (y esto probablemente desde Mallarmé), a su vez, se está convirtiendo lentamente en un idioma [un idioma] cuyo discurso [ parole ] establece, al mismo tiempo que lo que dice y como parte del mismo movimiento, el idioma [la langue] que lo hace descifrable como discurso. Antes de Mallarmé, escribir era una cuestión de establecer el discurso dentro de un idioma determinado, de modo que una obra hecha del lenguaje fuera de la misma naturaleza que cualquier otro idioma, pero para los signos (y eran majestuosos) de Retórica, el Sujeto o Imágenes. A finales del siglo XIX (en el momento del descubrimiento del psicoanálisis, o sus alrededores), se había convertido en un discurso que inscribía en sí mismo el principio de su propia decodificación; o en cualquier caso, suponía, debajo de cada una de sus oraciones, cada una de sus palabras, el poder soberano para modificar los valores y significados del lenguaje al que a pesar de todo (y de hecho) pertenecía; suspendió el reinado del lenguaje en el presente de un gesto de escritura.


Una consecuencia es la necesidad de estos idiomas secundarios (lo que llamamos crítica, en resumen): ya no funcionan como adiciones externas a la literatura (juicios, mediación, retransmisiones que se consideraron útiles entre un trabajo examinado en el enigma psicológico de su creación y el acto de consumo que está leyendo). Ahora son parte, en el corazón de la literatura, del vacío que crea en su propio idioma; son el movimiento necesario, pero necesariamente inacabado, mediante el cual el habla vuelve a su lenguaje, y por el cual el lenguaje se establece en el habla.


Otra consecuencia es esa extraña proximidad entre la locura y la literatura, que no debe interpretarse como un parentesco psicológico que finalmente se ha puesto al descubierto. Descubierta como una lengua que se silencia a sí misma en su superposición sobre sí misma, la locura no demuestra ni relata el nacimiento de una obra (o algo que, por genio o por casualidad, podría haberse convertido en una obra); designa la forma vacía de la que proviene dicha obra, es decir, el lugar del que está incesantemente ausente, donde nunca se encontrará porque nunca ha estado allí. Allí, en esa región pálida, debajo de esa cubierta esencial, se revela la incompatibilidad gemela de una obra y locura; Es el punto ciego de la posibilidad de cada uno y de su exclusión mutua.


Pero desde Raymond Roussel, desde Artaud, también es el lugar donde el lenguaje se acerca más a la literatura. Pero no lo aborda como si su tarea fuera formular lo que ha encontrado. Es hora de entender que el lenguaje de la literatura no está definido por lo que dice, ni por las estructuras que lo hacen significar algo, sino que tiene un ser, y que se trata de ese ser que debe ser cuestionado. Pero, ¿qué es ese ser en la actualidad? Algo, sin duda, que está relacionado con la auto-implicación, con el doble y el vacío que está vacío dentro de él. En ese sentido, el ser de la literatura, tal como se ha creado desde Mallarmé y aún lo es hoy, alcanza la región donde, desde Freud, se ha promulgado la experiencia de la locura.


A los ojos de no sé qué cultura futura, y tal vez ya está muy cerca, seremos las personas que unieron más de cerca dos frases que nunca se pronuncian realmente, dos frases tan contradictorias e imposibles como las famosas ' ' Yo escribo' y ' Estoy delirando'. De esta manera nos encontramos junto a otras mil culturas que se agruparon ' Estoy enojado' con ' Soy un animal', o ' Soy un Dios' o ' Soy un signo', o incluso " Soy una verdad", como fue el caso durante el siglo XIX hasta Freud. Y si esa cultura tiene gusto por la historia, recordará que Nietzsche, enloqueciendo, proclamó (en 1887) que él era la verdad (por qué soy tan sabio, por qué sé tantas cosas, por qué escribo libros tan buenos, por qué soy una fatalidad); y que menos de cincuenta años después, Roussel, en vísperas de su suicidio, escribió en Comentario j'ai écrit certain de mes livres la historia, sistemáticamente hermanada, de su locura y sus técnicas de escritura. Y sin duda se sorprenderán de que hayamos podido reconocer un parentesco tan extraño entre lo que, durante tanto tiempo, fue temido como un grito, y lo que, durante tanto tiempo, fue esperado como una canción.


Pero tal vez esta mutación no parezca merecer ningún asombro. Después de todo, nosotros somos los que, hoy, nos sorprende ver que dos idiomas (el de la locura y el de la literatura) se comunican, cuando su incompatibilidad fue construida por nuestra propia historia. Desde el siglo XVII, la locura y la enfermedad mental han ocupado el mismo espacio en el campo de los idiomas excluidos (en términos generales, el de la locura). Cuando ingresa a otra región de lenguaje excluido (una que está circunscrita, se considera sagrada, se teme, se erige verticalmente sobre sí misma, reflejándose en un pliegue inútil y transgresor, y se conoce como literatura), la locura se libera de su parentesco (antiguo o reciente, según la escala que elijamos) con enfermedad mental.


Este último, con toda certeza, está listo para ingresar a una región técnica que está cada vez más bien controlada: en los hospitales, la farmacología ya ha transformado las habitaciones de los inquietos en grandes acuarios tibios. Pero por debajo del nivel de estas transformaciones, y por razones que les parecen externas (al menos para nuestra mirada actual), un desenlace está comenzando a ocurrir: la locura y la enfermedad mental están deshaciendo su pertenencia a la misma unidad antropológica. Esa unidad misma está desapareciendo, junto con el hombre, un postulado pasajero. La locura, el halo lírico de la enfermedad, atenúa sin cesar su luz. Y lejos de la patología, en el lenguaje, donde se pliega sobre sí mismo sin decir nada, una experiencia está surgiendo donde está en juego nuestro pensamiento; su inminencia, visible ya pero absolutamente vacía, aún no se puede nombrar.



Texto publicado en 1961.

Tomado de: bloguemia

29 marzo 2022

Vivir en la diversidad. Francisco Marcos-Marín y Armando De Miguel

 



Vivir en la diversidad


Francisco Marcos-Marín y Armando De Miguel


Frente a la idea de mente colectiva o de propiedad de la comunidad de hablantes, puede valer la propuesta de Hermann Paul de que se debe estudiar la lengua como propiedad individual. Al menos es una propuesta que puede utilizarse contra las presunciones racistas o nacionalistas que rebrotan. En 1929 el círculo de Praga presentó sus célebres tesis, de las que se originaría la renovación de la Lingüística como ciencia y el nacimiento de las escuelas estructuralistas europeas. En ellas ya se planteaba el problema de la ciudad como territorio de contacto lingüístico entre hablantes de distintas colectividades, con grados diversos de cohesión social, profesional, territorial y familiar. Las comunicaciones han ampliado esa situación antes ciudadana a países enteros.


Al devolver a los individuos el protagonismo en las aplicaciones del lenguaje, se va hacia un planteamiento conceptual en el que se produce un desacuerdo individual, un conflicto lingüístico. Cuando se habla de las lenguas y las culturas y de sus acuerdos y conflictos, se trata de acuerdos y conflictos entre seres humanos, entre grupos de hablantes. Las lenguas y las culturas son sistemas y son usos; para su realización dependen de la acción humana. 


Corresponde preguntarse, por tanto, qué tipo de relaciones se establecen entre las lenguas en contacto. La respuesta tendrá en cuenta dos consideraciones, la diacrónica (un mismo espacio en dos momentos del tiempo) y la sincrónica (dos espacios en el mismo tiempo). 


Históricamente las lenguas están en contacto en situaciones de sustrato, adstrato y superestrato. El sustrato lingüístico de una lengua L lo constituyen las lenguas que se hablaban en su territorio cuando esa lengua L se implantó en él. Las lenguas de sustrato dejan algún tipo de huella en la lengua nueva. 


Cuando los romanos se instalaron en la Península Ibérica, a partir del año 218 a.C., empezó a consolidarse el latín como lengua de Hispania. Naturalmente, no se impuso con la misma profundidad ni rapidez en todas partes; pero en todas ellas se encontró con que los hablantes que aprendían latín, hablaban también otras lenguas. Esas lenguas anteriores constituían su sustrato lingüístico. Las más importantes de esas lenguas eran el celta y el ibérico, así como el vascuence. Todas ellas estaban fraccionadas en diferentes variedades; se pude decir que estaban compuestas por dialectos distintos. Se conoce mal esta etapa, porque no tenemos descripciones de esas lenguas; pero sí sabemos que el español tomó de ellas, además de palabras como perro o vega, estructuras como la muy característica de -á-a-o: páramo, relámpago, murciélago. Esas palabras tienen orígenes distintos; pero su estructura, su conformación como palabras, sigue un esquema prerromano. Estamos ante un factor de sustrato.


El adstrato implica un contacto histórico. En ciertas zonas de España y Francia el celta, primero, luego el latín y luego el español y el languedociano (que no es el francés) y, dentro de él, sobre todo las hablas gasconas, han estado en contacto con el vascuence durante siglos. Esas lenguas han ido evolucionando una al lado de la otra, por ello han ido influyéndose mutuamente. Desde la perspectiva del vascuence, ha tenido como lenguas adstráticas el celta, del que tomo la numeración vigesimal (ogei es el celta ugain, latín uiginti, ‘veinte’), el latín, del que tomó casi todo su léxico abstracto, y el español, del que siguió tomando elementos léxicos. El vascuence dio al castellano la estructura de las cinco vocales, o elementos léxicos como izquierdo, por decirlo brevemente. Las lenguas en adstrato pueden estar interinfluyéndose durante siglos, incluso ya no serán la misma lengua; pero mantendrán su relación como lenguas nuevas. El vascuence actual no es con seguridad el vasco que se hablaba en la época romana; lo que ha perdurado es el nombre, aunque se designe como eusquera. El latín ya no es latín, sino español o gascón; pero en relación permanece con nuevos elementos.


El superestrato implica una relación interrumpida de dependencia. En casi toda la Península Ibérica el árabe se impuso a las hablas descendientes del latín, románicas o romances. Desde esa posición influyó en los romances, a los que dio elementos estructurales, como la preposición hasta, un gran elenco de elementos léxicos, como préstamos léxicos, desde aceite a azotea, afectándolos durante siglos. El árabe era la lengua del poder, del dominio; pero no se mantuvo, desapareció, fue sustituida por esos romances sobre los que había actuado. Esa acción «desdearriba» de una lengua sobre la que se acabará imponiendo en su territorio es la típica acción superestrática. Es necesaria la desaparición en el territorio de esa lengua otrora dominante. La relación del inglés y el español en los Estados Unidos no es, por tanto, una acción de superestrato (para que lo fuera tendría que desaparecer el inglés de ese territorio). Es una acción adstratística, desde el punto de vista histórico, porque las dos lenguas se mantienen activas por los hablantes. 


Sincrónica o simultáneamente las lenguas en contacto participan de dos situaciones, el bilingüismo o la diglosia. Para entender mejor la situación hay que recordar que los individuos no hablan propiamente una lengua. Recordemos que la lengua es una estructura. Lo que cada individuo habla es una sección de esa lengua, con elementos que pone en común con lo que otros hablantes realizan en común (la norma) y elementos idiosincráticos que constituyen su propia variedad, su dialecto propio o idiolecto. Puede decirse que cada hablante selecciona una variedad fragmentaria de la lengua. El sistema siempre está ahí, de él los hablantes toman recursos; pero ningún hablante posee el sistema. Y, cuando se dice ningún hablante, se quiere decir también ningún territorio. Las afirmaciones del tipo «el mejor español se habla en Valladolid» o «en Santa Fe de Bogotá» son rigurosamente falsas. En Valladolid se hablará el mejor vallisoletano y en Bogotá el mejor santafecino; pero otra cosa es imposible, porque el sistema nunca se realiza en su conjunto, ni en una persona, ni en un lugar. 


También hay un bilingüismo social, es el que da origen a términos como jerga o lengua de especialidad. Se trata de selecciones de la lengua para distinguir a un grupo. Nótese otra vez cómo la lengua sirve para distinguirse. Hay jergas de maleantes, pero también jergas de médicos, de abogados, de internautas y de otras profesiones. La de maleantes recibe también el nombre específico de germanía, porque los maleantes se asociaban en germanías o hermandades, que es lo que la palabra significa. En nuestro mundo importa mucho la jerga juvenil, penetrada de anglicismos. 


El lugar común, el punto de encuentro, el consenso entre una serie de dialectos constituye la norma, lo que del sistema realizan en común los hablantes. Hay por ello una norma general, consensuada, y puede haber también una norma prescriptiva, en las lenguas que tienen una autoridad del idioma (sea una Academia, como el español, el francés, el gallego, el vasco), sean varias (como el italiano), sean las instituciones educativas o los escritores de prestigio (como el inglés). Esa norma prescriptiva es la que aparece en los diccionarios, ortografías y gramáticas escolares. Las instituciones encargadas de la norma hispánica son las veintidós Academias de la Lengua Española, que existen en todos los países hispanohablantes «oficiales», más las Filipinas y los Estados Unidos (aunque no en Guinea Ecuatorial). 


La gestión del bilingüismo.


Una vez que se sabe que lo que realmente existe son los dialectos, es más fácil entender las situaciones de contacto (y más difícil entender la cerrazón mental de ciertos hablantes). Es bilingüe todo el que habla dos lenguas distintas con plena capacidad de comprensión. Nótese que plena no significa «total». Nadie entiende totalmente una lengua. Basta con abrir un diccionario y comprobar el gran número de las palabras que cualquier hablante ignora, por no hablar de los textos de difícil o imposible interpretación unívoca. Un bilingüe compensado es el que puede utilizar cualquiera de las dos lenguas para diferentes propósitos. 


El bilingüismo compensado es más difícil de encontrar que el tipo de bilingüismo en el que el hablante utiliza una lengua para unos fines y otra para otros. Si una lengua se usa para fines de la vida diaria, domésticos, y otra para los niveles superiores de comunicación (la escuela, el trabajo, las relaciones con la Administración) se trata de una situación de diglosia. La diglosia implica que una lengua es la lengua A, la que sirve para los niveles considerados superiores y otra es la lengua B, limitada al ámbito doméstico.


Una de las tristes consecuencias de una mala gestión del bilingüismo en España es que los gobiernos nacionalistas utilizan la escuela pública (no la privada, lo cual no es inocente) para hacer que el español pase a lengua B, mientras que la lengua del partido dominante y sus seguidores se convierte en la lengua A. El cambio no es aséptico, pues el español es la lengua de difusión internacional que es común a todos los españoles. Si se consigue el objetivo, la capa dirigente de la población estará compuesta por bilingües compensados, mientras que la clase modesta, formada en la escuela pública, estará formada por diglósicos. Añádase la peculiaridad de que se habrá conseguido que los disglósicos no puedan manejar la lengua internacional para la comunicación superior, lo que constituye sin duda un tipo sutil de servidumbre cultural. Parece muy difícil convencer a las personas de que lo mejor es que cada uno utilice la lengua en la que se sienta más cómodo, tanto en la escuela como en sus relaciones con la Administración o en su propia casa o comercio. El daño que esta situación acabará haciendo a las lenguas más débiles es tremendo y no sería sorprendente que acabara en su desaparición total, cuando los oprimidos por la diglosia impuesta reaccionen al verse estafados.


La vesania de la situación es todavía más manifiesta cuando se pretende culpar a una supuesta «extrema derecha» (que corresponde en realidad a los liberales), de una persecución de las lenguas más débiles y de poner obstáculos a su desarrollo. Los nacionalistas son, en todo caso, fuerzas que se sitúan más a la derecha de los liberales, de manera que hay una voluntad de engañar a la población haciéndoles ver lo blanco negro, por un estudiado ejercicio de luces y sombras. El retorcimiento llega hasta el punto de que los nacionalistas lingüísticos acusan de «nacionalismo» a los que defienden el bilingüismo. Desgraciadamente, lo que hay detrás de esa pirueta terminológica no es ni siquiera un cálculo inteligente, ya que la verdadera inteligencia no puede actuar contra la libertad. Lo que hay es simple y pura incompetencia para gestionar la delicada trama de relaciones humanas que hay siempre detrás de una situación en la que coexisten dos lenguas.


Este mundo de todos es un mundo de todas las lenguas, lo general es la diversidad. Es normal ser bilingüe y, dentro del respeto de todos los idiomas y a todos los idiomas, es distinto el ámbito de actuación de las lenguas. Además, cuando se está en un entorno de bilingüismo como el de algunas regiones españolas, es beneficioso saber para qué sirve cada idioma que se habla y rentable, educativa y culturalmente, saber aprovecharlo. España no es diferente en esto de la mayor parte de los países europeos. El contacto de lenguas es natural, es también histórico, es garantía de diversidad cultural que vale la pena mantener, añádase, frente a cualquier energúmeno. La reflexión, por cierto, es de doble dirección. Si no se tiene derecho a imponer una lengua, tampoco se tiene a suprimirla. En las sociedades libres, los hablantes, que son los contribuyentes, deciden. Eso no implica que la tarea sea fácil. 


Lengua y cultura. 


Se dice que la lengua es una condensación de los valores de una sociedad, pero ese enunciado necesita algún matiz. Es muy difícil determinar esos valores de una manera directa, preguntando a la gente. La dificultad reside en que los informantes pueden ocultar o disimular sus verdaderos sentimientos. Pero .cuando conversan, escriben o peroran, esas mismas personas dejan entrever, sin darse cuenta, algunos de sus valores en las palabras o frases que seleccionan de forma espontánea. Ahí es donde se ve que la cultura es fundamentalmente lo heredado. La primera herencia que recibe una sociedad es la lengua, que lo es para cada persona, no tanto para un territorio. 


Cuando se combinan los parámetros lingüísticos con algunos ejes culturales, se comprenden las limitaciones de la situación, incluso en regiones en las que la situación lingüística apoya mucho más a la lengua autonómica, como en Cataluña. La escasa dedicación a la lectura afecta a todas las lenguas, pero más a las débiles y, especialmente, afecta a través de la prensa diaria. Con un bajo índice de lectura de los diarios (roto además a favor de los deportivos, claramente partidarios de la tirada en castellano), la prensa en las otras lenguas de España vive en situación de penuria y sostenida gracias a un decidido empeño oficial por mantener la lengua en ese terreno. La lengua débil podrá afianzarse en los medios que gozan de protección pública (radio, televisión) o en el dominio estrictamente oficial, pero es más difícil que lo haga en la economía de mercado.


En la dimensión económica de España no se puede producir para una sola región, y menos cuando el interés adquisitivo por ese producto es pequeño. Cataluña ha sido, durante mucho tiempo, el centro de la edición en castellano, el lugar donde se publicó a los grandes autores latinoamericanos. Son conocidas las bajas cifras de edición de libros y de lectura en España y en Latinoamérica; no aumentan cuando el objeto está en la lengua local, más bien disminuye. A veces el espejismo consiste en que el sector que compra el libro es el más comprometido con la cultura y la lengua, pero eso no supone demasiado en el conjunto de la sociedad. La edición en las lenguas débiles (como la producción de películas) sólo puede mantenerse con generosas subvenciones. 


Los datos permiten al lector descubrir la verdad y advertir el terrible peligro que supone para las lenguas débiles someterlas a la tensión de un  uso total, impuesto. Los hablantes no pueden asimilar tantas vitaminas, el resultado puede cuartearse y generar un híbrido. Claro que es difícil moderar el entusiasmo. El científico debe señalar las cosas que los políticos no quieren oír. España tiene una serie de comunidades bilingües que han demostrado algo que no era tan previsible, que los hablantes, como contribuyentes, están dispuestos a asumir un costo elevadísimo para mantener su patrimonio lingüístico. Esa realidad brillante de la vida cotidiana española debe ser reconocida, porque es cierta. Las lenguas cuestan dinero y, si su uso es limitado, ese dinero es inversión en cultura, en identidad, a diferencia de la inversión en una lengua internacional, como la española castellana, que reditúa en otros rubros.


Se llega entonces al punto crítico. Los hablantes —que son también los contribuyentes— han hecho un gran esfuerzo. La lengua minoritaria está ahí, en la escuela, en la universidad, en todas partes. Incluso hay asociaciones que, temerosas, ven a la lengua internacional en peligro y la defienden, se lamentan de sus limitaciones en una sociedad de todos. Justo en ese momento se produce una ruptura que podía estar prevista, pero que se había soslayado, porque siempre hay científicos que dicen lo que los políticos quieren oír. La sociedad absorbe las dos lenguas, las tres lenguas, las que sean, porque el hablante ha pasado a un plano de interlengua. La lengua que habla es su lengua materna, pero junta a ella están las otras lenguas aprendidas, su experiencia cultural, su identidad lingüística compleja. Si no se produce un corte defensivo abrupto, que lleve a la eliminación radical de la lengua internacional, la lengua débil irá cediendo hablantes a la interlengua. Esos hablantes creerán, durante mucho tiempo estar hablando una lengua (o, más exactamente,  dos), y lo harán, pero instalados en ese territorio interlingüístico, en el que, por otra parte, vive la mayoría de los seres humanos en todo el planeta. Las sociedades monolingües son pocas y algunas, como los Estados Unidos de América, se presentan ya con una clara definición de plurilingüismo y multicultura.


El flujo de población que tradicionalmente se dirigía de España a América, ahora ha cambiado de sentido. Millones de hispanohablantes en Iberoamérica se trasladan a España y a los Estados Unidos. En Estados Unidos entran en contacto dos lenguas de carácter internacional, el inglés y el español. Se plantea la cuestión del bilingüismo en la enseñanza. En España el bilingüismo es entre el español y las otras lenguas regionales. La defensa de esas últimas se convierte en el objetivo principal de los nacionalismos.


La máquina cultural.

 

En el universo general, los conceptos lingüísticos enlazan con el también vago concepto de cultura, para ir determinando lo que llega a ser el mundo propio de diversos pueblos o comunidades, especialmente las que se constituyen como países. Se toma prestado el título del epígrafe a la socióloga argentina Beatriz Sarlo, porque en él se recoge una clara alusión a los dos mecanismos culturales de mayor influencia: la escuela como conservación y la traducción como innovación.


Son insuficientes los planteamientos basados en la oposición de diglosia (lengua A para los usos cultos, de prestigio; lengua B para la comunicación familiar, reducida) y bilingüismo, desde un punto de vista cultural. Por un lado, la identidad lingüística no implica identidad cultural y las consecuencias de este simple aserto, incluso dentro de las grandes culturas occidentales, no pasan desapercibidas para quien observe la evolución del mundo en los últimos decenios. Por otro, las nociones de bilingüismo y diglosia no dan cuenta de los conflictos lingüísticos provocados, aquellos en los que se produce un enfrentamiento, por ejemplo, entre el aprendizaje como transmisión y la desviación de lo aprendido como innovación. El conflicto está latente por la contradicción que existe entre la esfera de actuación experimental y la esfera de actuación política. El campo cultural, incluyendo el científico, pertenece a la esfera de la experimentación, mientras que el político se apoya en lo seguro, no especula. 

 

El desarrollo de las comunicaciones actuales carece de paralelos históricos. Las culturas tienden a la homogeneización. Ante esa gravísima situación, el político no especula, se apoya en lo que conoce, en su lengua, en su pegujal, de ahí el auge de los nacionalismos, el temor al otro, a su monolingüismo, señalado por Derrida. Sin embargo, la cultura, que es comunicación de culturas, sufre cuando se limita a una lengua específica y se vigoriza con la necesidad de la traducción y la interpretación. Si el político no lo sabe y nadie se lo dice, se reforzará en su esfuerzo monolingüe y se irá empobreciendo, ajeno a la experimentación. 


Al considerar las culturas de los inmigrantes en España se presenta una variedad de situaciones, que, imperfectamente resumidas, serían: cultura aparentemente igual a la española, es decir, la cultura hispanoamericana, homologable, frente a culturas distintas, no homologables. Pero no todas las culturas distintas se enfrentan a problemas similares. La cultura china y la cultura árabe, por ejemplo, sufren un proceso de fosilización, al menos hasta épocas muy recientes, porque se apoyan en una lengua específica para la transmisión de los conocimientos, que no es la lengua hablada realmente por la población. Esta circunstancia, una típica diglosia, pesa a la hora de integrar a niños arabófonos y chinos en el sistema educativo español. 


La carencia de una lengua uniformadora de la cultura en el Occidente de finales de la Edad Media, producida por el desarrollo de las lenguas vernáculas a costa del latín, dio lugar a una nueva situación comunicativa. Se promueve un crecimiento de los elementos del conjunto que comprenden lo que se les dice en su lengua (extensión), y una necesidad de adaptar lo que se dice a niveles culturales inferiores (intensión). Toda época de renovación sufre por ello. La queja es común en los ambientes educativos de la transición XX-XXI. Al menos en todo el mundo occidental hay un acceso mucho mayor a la cultura, con un inferior nivel de conocimientos y de asimilación. Al mismo tiem-po, las posibilidades actuales de yuxtaposición, interpretación y traducción de culturas y entre ellas hace posible que cualquier cultura sea revitalizada, vigorizada, en un período de tiempo relativamente muy breve.


Puede ser útil analizar el caso concreto de la Argentina como una cultura conformada por la suma de los naturales del país (criollismo) y de la inmigración. Se conocen bastante bien las circunstancias que contribuyeron a esa conformación cultural, desde el gigantesco proceso de integración de los emigrantes a partir del siglo XIX y, sobre todo, durante las tres primeras décadas del siglo XX. La heterogeneidad lingüística del inmigrante fue vista sin temor, inicialmente, por autores como Alberdi, porque no hubo una necesidad de defensa de lo propio, que es algo implícito y no explícito. Mas cuando los inmigrantes se apropian también de la modalidad lingüística local es cuando surge el rechazo. Esta nueva sociedad ya no puede asumir la heterogeneidad, mientras que su homogeneidad sólo se la dará un largo y lento proceso lingüístico, que todavía no está terminado. Durante las tres primeras décadas del siglo XX el Estado argentino realizó una firme tarea de integración de la ciudadanía a través de la escuela. El objetivo fundamental fue homogeneizar el país, especialmente a la clase trabajadora, procedente de la heterogeneidad lingüística y cultural, también en parte religiosa (musulmana), pero no racial. Quien dirigió los hilos de esta maniobra cultural fue una clase dirigente homogeneizada. 


En España, en cambio, no existe una clara conciencia de que la escuela laica y estatal es la encargada natural de la conformación de las nuevas señas de identidad que incluirán a los futuros españoles como ciudadanos iguales. Para ello es imprescindible lograr un consenso en torno a las ventajas que supone una lengua internacional como el español. Es una obligación del Estado —central y autonómico— desarrollar mecanismos que eleven el puente entre la ignorancia de la lengua del recién llegado y el dominio necesario para aprovechar el esfuerzo escolar. El fundamento de esa acción es que lo que se integra son futuros ciudadanos españoles, en primer lugar. Es cierto que un derecho del niño es el derecho a su lengua materna, pero no de manera que ese derecho se convierta en una privación de mecanismos superiores de igualdad y libertad, que en España se defienden universalmente en español.


La lengua española es hoy una realidad mundial incuestionable que, como se ha demostrado, se sostendría, en términos económicos, sólo por el movimiento dinerario que genera en los Estados Unidos. Ese movimiento sólo podría mantenerse un corto tiempo si se prescindiera de España y los restantes países hispanohablantes, porque la demanda interna se diluiría, al no contar con el soporte del español del mundo hispánico. La lengua hispana, el español, es una seña de identidad de los pueblos hispanoamericanos avalada por logros en ciencia y arte, expresados en español, bien conocidos de la comunidad internacional.


Hablar en español identifica a los miembros de esa comunidad, entre sí y ante el resto. Es característico que la conciencia de unidad lingüística, muy viva en el pensamiento de los próceres de la América hispánica, se haya visto continuamente reforzada y que el español tenga hoy una coherencia interna verdaderamente superior a la de otras lenguas de difusión internacional (árabe, chino, ruso, portugués). No se trata de algo casual, sino del resultado de una voluntad de unidad lingüística, que los medios actuales deben reforzar.


Conviene recordar que ciencia es aquello que se aprende activamente, frente a la sabiduría, que es lo que ya se ha adquirido tras el aprendizaje. La Gramática es, por lo menos, tan ciencia como la Matemática, y su proceso de aprendizaje natural nunca termina. En estas condiciones, puede ocurrir que la escuela tenga ya un problema lingüístico previo, el de una comunidad monolingüe o bilingüe. Los inmigrantes, históricamente, en todas las sociedades, se inclinan por la lengua común del país al que llegan, por la sencilla y comprensible razón de que es la que les garantiza la movilidad a otra parte del territorio. Eso es así cuando las cosas no les van tan bien como quisieran y piensan que un nuevo traslado podría mejorar su situación. La gran masa de inmigrantes no llega por razones culturales; llega buscando una mejora de su situación económica y social. El dinero es un valor preferente, como lo indica por la cuantiosa magnitud de las remesas que envían a sus países de origen. Mientras permanecen en el margen de la sociedad de llegada les importan muy poco las teorías y pasa tiempo hasta que adquieren conciencia del valor de la escuela.


Cuando se dice que hoy se vive en la diversidad se quiere indicar una variación bien definida, un orden del mundo lingüístico que arranque del bilingüismo, como parte del conocimiento y la apreciación de los valores del contexto general. Como en el caso español, en el entorno de bilingüismo norteamericano, sobre todo en los territorios del sur y el oeste, es beneficioso saber para qué sirve cada idioma que se habla y rentable educativa y culturalmente saber aprovecharlo. Los hablantes de español en los Estados Unidos de América no son tampoco muy conscientes de la existencia de una norma hispánica, que funciona perfectamente en sus países de origen, pero que muchos de ellos no identifican como elemento cultural propio.


Una norma lingüística es lo que del sistema, de la lengua como estructura abstracta, es común a un conjunto de hablantes o a todos ellos. La norma hispánica no es la norma española, ni la de ningún país o región concretos. Hay varios tipos de norma: la regional, la local, la nacional (española, mexicana, argentina, hispánica). Sus límites respectivos se definen por la adecuación a las necesidades comunicativas de los usuarios. Quien sólo habla español en casa no necesita de amplios conceptos; quien precisa hacerse entender también en Bogotá o en Rosario, sí.


La emigración hispana en los Estados Unidos ofrece enormes diferencias culturales, porque llegan gentes de gran nivel en sus profesiones hasta analfabetos o incluso hampones. Muchos mejicanos en los EUA ignoran que existe una Academia Mexicana de la Lengua y desconocen el papel coordinador y consensuado de la Asociación de Academias. No saben que el español es hoy tarea de un muy amplio conjunto de instituciones, que aceptan un diccionario, una gramática y una ortografía común y trabajan conjuntamente en su mejora.


Regla es una palabra emparentada con regir, rey, recto y también con reja. Como continuar la exposición acumulando ejemplos produciría el efecto indeseado de mezclar verdad y mentira, ha llegado el momento de ordenar lo que se piensa y expone. Para ello, por analogía con las cuatro reglas básicas de la Aritmética (dado que la lengua es, como la Matemática, un sistema formal), se darán cuatro principios o indicaciones del camino recto, que es lo que significa regla. Vienen a sintetizar lo expuesto hasta ahora y preparan los argumentos que van a continuar después. 


1. Las lenguas son estructuras, no organismos. Todo cambio, alteración o conflicto, por mucho que se adjetive como lingüístico, arranca de los hablantes, exclusivamente. Una lengua sin hablantes resulta inmutable.

2. El esfuerzo de aprendizaje de una lengua es enorme: se inicia en la infancia y dura toda la vida. Está sometido siempre a todo tipo de presiones sociales.

3. En circunstancias normales, las lenguas no están aisladas, sino que sus hablantes se hallan expuestos a otras lenguas. Ello hace que sea normal la mezcla de estructuras de varias de ellas en grados diversos. El purismo lingüístico es antinatural, no por razones lingüísticas, sino sociales. Todas las lenguas son porosas, admiten voces de otras. Ese rasgo fue muy destacado en el castellano primordial y ha sido decisivo en la expansión del inglés. Al contrario, las lenguas débiles o en retroceso suelen ser poco porosas e intentan ser puristas. 

4. El hecho de que sean los hablantes los que alteren, modifiquen y causen el cambio de las lenguas, hasta su desaparición, es perfectamente compatible con el hecho de que las lenguas se puedan planificar, reestructurar, organizar e incluso imponer por individuos o grupos con un cierto grado de poder lingüístico y social. Mas no hay propuesta lingüística que triunfe si no es asimilada por la sociedad, entendida como el conjunto de hablantes. 






Tomado de:

MARCOS-MARÍN, Francisco Y DE MIGUEL, Armando (2009): Se habla español. Madrid, Biblioteca Nueva, pp.34-48.