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17 diciembre 2022

Rostros kafkianos en la obra de Hannah Arendt

 



 Rostros kafkianos 

en la obra de Hanna Arendt

 

Nicolás de Navascués


Reconstruir la figura del paria en el pensamiento de Hannah Arendt implica acceder a los escritos de un período muy amplio: los años '30 y '40. Y, en esa misma medida, obliga a adentrarse en las vivencias de una mujer que pensó al hilo de lo que vivió. Vida y pensamiento son, aquí, inseparables. Desde ese manuscrito tan autobiográfico que es Rahel Varnhagen hasta The Origins of Totalitarianism nos encontramos con una gran cantidad de escritos en los que aborda la cuestión judía. De hecho, en 1948 Hannah Arendt publica La tradición oculta, una obra en la que reúne algunos de estos textos de los años '30 y '40 cuyo común denominador es la cuestión judía, o mejor, «los hechos de nuestro tiempo» en relación con «el destino de los judíos en nuestro siglo». En esta obra, fundamental para comprender el pensamiento político arendtiano previo a la sistematización llevada a cabo en The Origins of Totalitarianism, encontramos los dos textos fundamentales para reconstruir dos de los rostros de Kafka: el del paria de buena voluntad y el del contemporáneo apolíneo. Es tentador circunscribir el artículo «La tradición oculta» a la reflexión sobre Kafka como paria de buena voluntad y «Franz Kafka: una reevaluación» a la figura del contemporáneo apolíneo de la modernidad burocrática, pero hay que destacar que el segundo texto también se incluye en La tradición oculta


Pero también en esta problemática se ve incluida la cuestión judía. Aunque aquí lo tratemos como un rostro diferente, no podemos olvidar que todos los rostros se miran entre ellos y son inescindibles. Todos ellos son Franz Kafka, aunque tomen una forma u otra. Daglind Sonolet sintetiza muy bien la temática de la citada obra cuando escribe que «trata el tema del antisemitismo y el rol del intelectual judío en la cultura europea postrevolucionaria». En este sentido, hay que reforzar la idea de que Kafka es, en todos los rostros, un judío. 


El rostro de los años '40 es un rostro profundamente judío. Arendt se había tenido que exiliar primero a Francia y luego a EE. UU. —tras pasar por el campo de internamiento de Gurs— por su condición de judía. En ese sentido, Kafka significará, en esos años, un recordatorio de lo que es ser judío. Será en la biografía de Rahel Varnhagen cuando la pensadora alemana empezará a distinguir entre el paria y el parvenu o advenedizo. Ahí critica a aquellos que ascienden «haciendo trampas en una sociedad, en un estamento o en una clase social a la que no pertenecen» y se posiciona indudablemente a favor de aquellos que toman su existencia judía de manera clara, sincera, trayéndola al mundo sin servir a los gentiles de manera arribista, porque «el paria que quiere llegar a ser alguien se esfuerza por alcanzarlo todo en una generalidad vacía, pues está excluido de todo».


Entre estas dos actitudes radicalmente diferentes tiene que escoger el judío moderno, como explica muy claramente Benhabib: 


El paria aceptó la posición del outsider, y mantuvo esa otredad que la sociedad burguesa imponía sobre él o sobre ella, mientras que el parvenu buscó superar su estatus de outsider y de otredad negando radicalmente las diferencias o buscando la identificación de manera exagerada con los valores y el comportamiento de la sociedad gentil cristiana cuyo reconocimiento buscaba.


Se encontraban en un lugar donde el pasado les empujaba y el futuro les aprisionaba. Estaban en un lugar en el que no tenían un terreno que pisar. Una situación parecida a la de Karl Rossman en América, cuando se encuentra perdido en la casa de campo de un amigo de su tío, y de noche, en medio de un pasillo, después de que la joven Clara le expulse de su cuarto, piensa desesperado: «si por lo menos pudiera verse en alguna parte del pasillo una claridad que saliese de una puerta u oírse una voz aunque apenas fuera perceptible desde la lejanía». 


Para comprender su tiempo, era necesario comprender la cuestión judía. Arendt buscó diversos personajes, desde Rahel Varnhagen hasta Charles Chaplin pasando por Heinrich Heine. Pero, entre ellos, nos interesa uno: Franz Kafka. Como los demás, forma parte de la tradición oculta, de esos judíos a los que no se ha prestado atención y que han permanecido escondidos como parias conscientes. Al final de un artículo sobre los refugiados, Arendt indica que esta es una tradición minoritaria de judíos que 


no quisieron convertirse en advenedizos, sino que prefirieron el estatus de ‘parias conscientes’. Todas las grandes cualidades judías —el ‘corazón judío’, la humanidad, el humor, la inteligencia desinteresada— son cualidades del paria. Todos los defectos judíos —la falta de tacto, la estupidez política, el complejo de inferioridad y la avaricia— son características del advenedizo.


En el ensayo cuyo nombre dio título a la obra, «La tradición oculta», Arendt exploró la noción del paria a través de los rasgos que Heine, Lazare, Chaplin y Kafka podían aportar a esta figura. En el caso concreto del escritor de Praga, se trata de «la recreación poética del destino de un ser humano que no es sino alguien de buena voluntad». Por eso hemos querido denominar a este rostro el del paria de buena voluntad: no es sólo un paria consciente, como en Lazare, que es un rebelde y entra al escenario de la política; no es tampoco el inocente ni el Schlemihl de Heine, porque afronta el mundo concreto y vivirá agónicamente en el mundo; y tampoco es el sospechoso de Chaplin. En cierto sentido posee todos esos rasgos, pero hay uno que lo define de manera especial: su buena voluntad. Exigirá lo que le corresponde como ser humano, aunque sea un extraño. Por eso Arendt dirá que «su voluntad se aplica sólo a aquello a lo que todos los seres humanos tienen derecho de manera natural». La importancia de este hecho es que el paria de buena voluntad podrá convertirse en un mensajero universal, en la figura que observe cómo la universalización del paria es algo inminente. 


El paria kafkiano, que amenaza con esa universalización, encuentra una tercera salida ciertamente complicada que consiste en reclamar lo universal. Las dos salidas que en el siglo XIX habían podido ejercer los parias, hacia la bohemia o hacia la salvación a través de la naturaleza y del arte, no tenían ya sentido en el tiempo del escritor de Praga. Así, Arendt afirma que la figura del paria en la obra de Kafka aparece dos veces, «una, en su primer relato, Descripción de una lucha, y otra, en su última novela, El castillo». Si hemos argumentado que la obra completa de Kafka está transida por el judaísmo, encontraremos similitudes argumentativas y temáticas en otras obras —aunque estas dos sean ciertamente interesantes para la cuestión—. 


De hecho, hemos escogido aquí un texto relativamente desconocido dentro del corpus kafkiano: un breve cuento titulado «Un cruzamiento». Comienza así: 


Tengo un animal singular, mitad gatito, mitad cordero. Es una herencia de mi padre, aunque sólo se ha desarrollado desde que está conmigo, antes era mucho más cordero que gatito y ahora, en cambio, es ambos más o menos en la misma proporción. 


Resulta sorprendente encontrar descrita en unas breves líneas la problemática de una generación entera. Por un lado, la herencia del padre unida a la importancia de la tradición y de un pasado del que no se puede huir, pero al que uno mismo no pertenece. Por otro, la situación del que se encuentra en terreno de nadie: es y no es un gato; es y no es un cordero. No tiene unos atributos ni otros, pero los tiene todos. Es el judío centroeuropeo finisecular. Un ser humano extraño, un cruzamiento. 


Y es que los personajes con los que se cruzan los protagonistas de Kafka sufren siempre la misma expresión. A los héroes kafkianos se les dice, como el primer interlocutor de «Descripción de una lucha»: «¿sabe cómo es usted? Usted es muy raro». Y eso no les resulta desagradable, no a priori, porque en ello encuentran el interés que otra persona siente por ellos. No parecen ser invisibles. Les hace tambalearse hacia una cierta existencia de identificación con los demás. Y, sin embargo, las historias concluyen siempre de otra manera. En El castillo, llegando ya casi al final y culmen de la obra, los posaderos abroncan a K., ya que no pueden más que sorprenderse y decir: «¡Qué clase de hombre tiene que ser para no respetar nada de eso!». No respetar nada de las costumbres burocráticas, los irracionales deseos y las extrañas locuras burocráticas con las que todos viven. 


Pues bien, se trata de la clase de hombre que es el paria consciente, y mejor, el hombre de buena voluntad. La clase de hombre que lucha por sus derechos como un ser humano finito y consciente de su falibilidad y su limitación. Muchas veces la tensión que nos producen los personajes de Kafka proviene de que no podemos concebir que el héroe pueda caer en la infamia de ser un parvenu, pero el escritor nos muestra que es una posibilidad: son, como nosotros, seres humanos. Nos lo muestra en el darnos a un hombre corriente, a un médico rural, a un extranjero como el K. de El castillo. Y muchas veces sospechamos que puedan acabar por «sacrificar todo lo natural, disimular toda verdad, abusar de todo amor, y no sólo reprimir toda pasión, sino, lo que es peor, utilizarla como medio para ascender». Ese es el vigor de la literatura de este autor, que, al mismo tiempo, debido al carácter abstracto de sus personajes, hace difícil su identificación como judíos. Es cierto, como dice Nuria Sánchez Madrid, que «Kafka se habría convertido, con Heine, en el bardo del pariah consciente, conocedor de las trampas del asimilacionismo perseguido por los parvenus». 


Arendt, que en su trabajo en Shocken Books quiso mostrar a su país de adopción lo que Kafka había escrito, considera que El castillo es una «novela que uno casi diría dedicada al problema judío». Pero si se puede afirmar la judeidad de esta novela, las semejanzas con El proceso deben indicar una similitud relevante. Si en la primera leemos esta conversación, 


«Ayer Schwarzer exageró, su padre no es más que subalcaide e incluso uno de los de rango inferior». En este momento a K. el posadero le pareció un niño. «¡Es un bribón!», dijo K. riendo; pero el posadero no le acompañó con su risa, en lugar de lo cual dijo: «Su padre es también alguien poderoso». «¡Vamos!», dijo K. «A cualquiera consideras poderoso. ¿Tal vez también a mí?» «A ti», dijo tímidamente pero con tono serio, «no te considero poderoso». 


En la segunda nos podemos encontrar diálogos como este: 


El pintor se inclinó sobre él y le susurró al oído para que no le oyeran afuera: «También estas muchachas pertenecen al tribunal». «¿Cómo?, preguntó K., apartó la cabeza hacia un lado y miró al pintor. Pero éste volvió a sentarse en su silla y dijo en parte en broma y en parte como explicación: «Todo pertenece al tribunal» «Aún no me he dado cuenta de eso», dijo K., sin rodeos, la observación general del pintor le quitaba a su alusión a las muchachas todo lo que tenía de inquietante. 


Es posible, por tanto, afirmar que hay una reciprocidad conceptual entre las novelas que permite destacar elementos comunes y que convierte los rasgos fundamentales de una de ellas en temas subrepticios en la otra. En las conversaciones de los K. siempre hay una estructura parecida: todos son poderosos y no poderosos, siempre hay alguien por encima que convierte al otro en no poderoso y puede dominar, pero en cualquier caso K. nunca es poderoso. Siempre es otro: la piedra de toque será, al final, cómo aceptará la otredad el héroe kafkiano. En eso se encuentra la gran batalla, porque «con Hannah Arendt, los humillados y los ofendidos se convierten en portadores de nuevos valores».


En el proceso de llevar al mundo esos valores los parias de la filósofa judía se encuentran, precisamente, con el problema de encontrar una forma de pertenecer al mundo. En sus escritos, Arendt parece dar a entender que el único hombre de buena voluntad es el K. de El castillo, sin darse cuenta de que los Barnabases también lo son, y olvidándose de caracterizarlos como parias. Sin embargo, cuando al final Arendt afirma que lo que se desprende de la obra de Kafka es que todos podemos ser el hombre de buena voluntad, da muestras implícitas de haber comprendido que K. no está solo. Los Barnabases son auténticos parias, por eso donde K. se siente cómodo es en su casa. Por ejemplo, a K. le llama la atención la mirada de Amalia, «orgullosa y sincera en su recato». De ahí que le pregunte: «¿Eres de aquí de este pueblo? ¿Has nacido aquí?». La respuesta es afirmativa. Puede parecer extraño, pero el paria no tiene por qué venir de fuera, puede perfectamente estar asentado de alguna forma en la comunidad. He ahí el problema de los judíos. Sin embargo, podemos intuir un cierto destello de esperanza en esta novela: hay más hombres de buena voluntad además de K., y su muerte no es en vano porque ha enseñado a las personas del pueblo que se puede luchar, que se pueden exigir los universales. Ha logrado lo que esta familia no podría haber logrado jamás porque, sin ser advenedizos, eran tan profundamente rechazados que no luchaban. Solo había resistencia pasiva, como la de Amalia. Esa capacidad vital no es algo sencillo, porque los protagonistas siempre se topan con la respuesta de la posadera de El castillo a K.: 


Usted no es del castillo, usted no es del pueblo, usted no es nada. Pero por desgracia usted sí es algo, un forastero, alguien que está de más aquí, que estorba allá donde va, alguien por quien se está siempre metido en líos.


El paria, el extranjero, aquel que es nada, pero algo es. Se le conoce, pero no se le reconoce. Solo causa problemas, porque irrumpe en la cotidianidad y la normalidad del pueblo. De ahí que más adelante la posadera, indignada, espete a K. esta frase lapidaria:


Nada más que por esta razón voy a decirle que desconoce absolutamente las condiciones de trabajo que hay aquí, a uno le estalla la cabeza cuando se le escucha y cuando se compara mentalmente lo que usted dice y piensa con lo que es la realidad. 


El sueño se ha convertido en realidad, la pesadilla que leemos es la realidad. Lo que hay en la mente de K. es el sueño, la locura, la ignorancia. El mundo se ha invertido. El forastero no conoce la lengua, el lenguaje del castillo ni del pueblo: no sabe leer cartas, y no sabe leer el conjunto de significaciones lingüísticas, los códigos que constituyen el nomos, las costumbres, las formas de la comunidad que ha creado el sistema. Ahora, la auténtica rebeldía del paria debe consistir en que en ese proceso de lucha por desvelar el engaño de la creación artificial logre incluso enseñar y servir de ejemplo a los demás, como ocurre en el final de El castillo: que el héroe sea, así, un ejemplo de fabricator mundi. Y es que «la mayor herida que la sociedad ha causado desde siempre al paria que para ella es el judío ha sido dejar que éste dudase y desesperase de su propia realidad». El paria que logra superar las adversidades del mundo exterior y afirma una realidad se constituye como el héroe arendtiano. Ha ganado a esa sociedad de «absolutos nadies en frac»: ha afirmado con valentía que tiene derecho a tener derechos. Los K. algún día lograrán convertir, como quería Kafka, al pueblo judío en un «pueblo como los demás», eliminando la posición excepcional que éste tiene. 


Sólo conociendo a los dos grandes poetas de posguerra se conoce nuestro tiempo. Por un lado, está Brecht, al que Arendt dedicó también un ensayo, y cuyo poema sobre Lao Tse fue «un talismán» para la pareja Arendt- Blücher en la época de Gurs-Villemalard. Es de nuevo Young-Bruehl quien recuerda que, cuando en 1939 comienzan a llevarse a muchos exiliados a los campos de internamiento, Benjamin estaba en Dinamarca con Brecht, y éste le da un poema inédito. Benji se lo deja a sus amigos: Arendt se lo aprende de memoria y Blücher está encantado con esos versos. En el campo de Villemalard, a donde se lo llevan, «lo trató como un talismán sagrado, dotado de poderes mágicos; aquellos compañeros reclusos que, al leer el poema lo entendían, era sabido que podían convertirse en amigos». Brecht es fundamental no solo para el periodo de entreguerras, sino para el totalitarismo. Kafka, sin duda, también: cuando llegaba el final del día y Arendt tenía que volver a su barracón, debía pensar aquello que Kafka escribe en uno de sus primeros cuentos: «es extraño, ¿no?, que sólo la noche sea capaz de sumirnos por completo en los recuerdos». Sin conocerlos, no se comprende el presente. Hay parias que son, sin duda, los contemporáneos de Hannah Arendt. 


Kafka, un contemporáneo apolíneo.


En el Diario filosófico hay una breve anotación muy bella: «Sólo lo muerto —la letra muerta— sobrevive a la palabra viva». ¿Cómo puede ser, nos tenemos que preguntar una y otra vez, que Kafka sea contemporáneo de Hannah Arendt? Parece que la respuesta más evidente se encuentra en el carácter profético de sus escritos, aquellos documentos que uno puede encontrar y recuperar del olvido. Pero Franz Kafka no era profético: Franz Kafka vivía ya en un mundo mal construido. 


¿Era posible reconstruir el mundo? Esta pregunta, para la generación de Kafka, tenía que ver necesariamente con la cuestión judía. Esta generación se encontró en un no-lugar, porque no podían volver al judaísmo ni a ser como los judíos que el sionismo aspiraba a crear, pero tampoco podrían ir hacia un asimilacionismo antisemita. De ahí que la categoría fundamental para estos judíos, para Franz Kafka, para Walter Benjamin, para Moritz Goldstein, sea la ambigüedad. No son sionistas como tal, de ahí la dura frase de Kafka: «mi pueblo, suponiendo que tenga uno». Se encontraban en un tiempo y un lugar donde la tradición había perdido la legitimidad, donde el pasado y el futuro eran inciertos. Un lugar donde, como canta la escritora judía en un poema sin título, «Bienaventurado aquel que no tiene patria, porque la verá en sueños». Ahora bien, ¿qué relevancia tiene el carácter judío y la importancia del tiempo en la obra de Kafka para su expresión de contemporaneidad? 


En una reseña de aquel maravilloso descubrimiento que fue La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, dice Arendt: 


En cuanto a Kafka, es nuestro contemporáneo sólo en un grado limitado. Es como si hubiese escrito desde el punto de vista de un futuro distante, como si solo se hubiese sentido o hubiese podido sentirse en casa en un mundo que ‘todavía no’ es. Esto nos sitúa a cierta distancia de él siempre que nos disponemos a leer o discutir su obra, una distancia que no disminuirá, incluso aunque sepamos que su arte es expresión de algún mundo futuro que es nuestro futuro —si es que hemos de tener alguno—.  


Hermann Broch, piensa la filósofa alemana, es el nexo perdido que conecta a Kafka y a Proust, el último un pensador del «ya no» y el primero un escritor del «todavía no». Lo relevante es que el escritor de Praga y el escritor francés son judíos, pero también lo es Broch, como ya hemos recordado en otro momento. Arendt está apuntando ya al abismo entre el «ya no» y el «todavía no», un abismo que ella misma explica que se fue abriendo sangrientamente a partir de 1914. Eso esclarecería una diferencia curiosa entre la recepción que tuvo la lectura del cuento kafkiano «En la colonia penitenciaria» en un auditorio en 1914 y en 1916. Como observa Hernández Arias, 


Kafka redactó este relato en octubre de 1914, poco después del inicio de la I Guerra Mundial. Es muy probable que en el texto se reflejen los sentimientos de Kafka ante el conflicto bélico. Kafka lo leyó en público el 10 de noviembre de 1916 en Münich, fue la única lectura pública en su vida literaria. No se sabe bien por qué eligió este relato tan problemático; según algunos informes, la lectura causó un profundo desagrado entre muchos oyentes, algunas personas se desmayaron, otros abandonaron la sala antes de que terminara la lectura. 


Es interesante contrastar esta reacción con la que comenta, muy calmadamente, Kafka en su Diario el 2 de diciembre de 1914: «Por la tarde, en casa de Werfel, con Max [Brod] y [Otto] Pick. Les he leído En la colonia penitenciaria, no descontento del todo, exceptuando los errores clarísimos, indelebles». La tempestad, que todavía no era real para muchos, se estaba fraguando en 1914, pero había que ser Franz Kafka para comprenderlo. No como profeta, sino como un hombre que conocía el tiempo en que vivía… un tiempo muy lejano, un tiempo del «todavía no». 


Probablemente por esta capacidad de alejarse de su propio tiempo consideró Arendt que había podido prever magistralmente las derivas técnicas y científicas que llegarían en el siglo XX. De esta forma, el capítulo VI de La condición humana se encabeza con una cita de Kafka: «Encontró el punto de Arquímedes, pero lo usó contra sí mismo; parece que sólo se le permitió encontrarlo con esta condición». El escritor judío, afirma Arendt, nos avisó de que no usáramos el punto de Arquímedes contra nosotros mismos, que no lo aplicáramos al hombre. Pero, como bien muestra la Historia, son pocos los que hacen caso de las indicaciones de los artistas. De haber formulado públicamente sus pensamientos sobre el punto arquimédico y cómo lo usaríamos contra nosotros mismos, los contemporáneos de Kafka se habrían reído de él. Y, sin embargo, en 1956 Arendt anota en su Diario, después de la cita con la que poco después encabezaría el capítulo de La condición humana, que 


eso es exactamente lo que hacemos hoy en las ciencias naturales. El punto arquimédico está fuera de la tierra; si lo utilizan los hombres de la tierra no pueden menos de dirigirlo contra ellos; sólo bajo la condición de que los habitantes de la tierra sean capaces de prescindir de su bienestar puede encontrarse el adecuado punto arquimédico. 


El punto clave se encuentra, como ya hemos visto en cierta manera, pero que debemos desarrollar de forma más explícita, en el horror ante la burocracia que Kafka desarrolló. En la única ocasión en que Arendt cita a Kafka en The Origins of Totalitarianism menciona este hecho, que ya había estudiado en «Franz Kafka: una reevaluación». Y, de nuevo, alude a esa especial capacidad kafkiana para mirar más allá de su propio tiempo o para ser consciente de la deriva que iba a sufrir su tiempo: 


En lugar de inspirar una sensación de patraña, la burocracia austríaca llevó a su mayor escritor moderno a convertirse en el humorista y crítico de toda la cuestión. Franz Kafka conocía lo suficientemente bien la superstición del destino que posee a las personas que viven bajo la norma continua de los accidentes, esa tendencia inevitable hacia una lectura de un significado especial sobrehumano en los acontecimientos cuyo significado racional está más allá del conocimiento de los implicados. […] Expuso el orgullo en lo necesario como tal, incluso en la necesidad del mal, y mostró esa presunción nauseabunda que identifica el mal y la desgracia con el destino. Lo sorprendente es que pudiera hacer esto en un mundo en el que los principales elementos de esta atmósfera no estaban totalmente articulados; confió en el gran poder imaginativo que tenía para sacar todas las conclusiones necesarias y, por así decirlo, para completar con su imaginación lo que la realidad había fallado en mostrar de manera completa. 


Es cierto, Franz Kafka auguraba que una tormenta caería sobre Europa. Presintió que la tormenta que muchas veces él vivía como cayendo sobre sus propios hombros —con ese trágico carácter que tenía el escritor— llegaría a ser vivida por Europa en su conjunto. Y la raíz de la cuestión se encuentra en la burocracia: una fría, hostil, gris, presuntamente racional máquina que la modernidad había dado al hombre y de la que el hombre no conseguía despegarse. 


En 1945 los horrores de la racionalidad burocrática se hicieron patentes. Ese año, Kurt Blumenfeld, el amigo y maestro de Arendt en el sionismo, se va a Jerusalén. Arendt se escribe mucho en esos días con Scholem, que está en esa misma ciudad desde 1923: 


Junto con Scholem, comulga con la decepción de sus ilusiones y el desencanto del ideal sionista, en el que creyeron como fuerza espiritual, política, intelectual y cultural. Se consuelan releyendo a Kafka: él descifrando en sus obras una visión teológica del mundo, y ella reconociéndolo como el escritor de una culpabilidad que se transforma inexorablemente en destino. Desde el descubrimiento de la Shoah, Kafka es, a los ojos de Hannah, el único escritor que presintió que el universo a priori imaginario de la pesadilla se haría realidad. Kafka sigue siendo para ella una fuente, una clave para la comprensión del mundo contemporáneo, el único agitador de la conciencia europea. 


Es necesario agitar la conciencia europea para hacer flagrante el horror burocrático. Kafka descubrió que, en este sistema, sólo la máquina dota de reconocimiento y significación e importancia a las personas. Si no, no se es nadie, por eso es tan importante obedecer a los funcionarios. Se ve muy claramente con el ejemplo de Klamm, el gran funcionario, en El astillo. La posadera, antigua amante de ese funcionario —al que ni siquiera después de casarse ha podido olvidar—, le dice a K.: «Que ya no había vuelto a llamarme era una señal de que me había olvidado. A quien ya no vuelve a llamar le olvida por completo». Llamar es invocar el nombre de alguien, dotar de realidad, reconocer como un tú. Es participar del discurso y de la acción, es ser reconocido en el espacio público como ser humano. Pero si a un ser humano no se le llama, si se olvida, no se es nadie para el sistema. La existencia, en la modernidad burocrática, toma una extraña dependencia del sistema.


De ahí el afán de los individuos por realizar su función de manera perfecta, sin errores, hasta el punto de identificarse con ella. Hay una frialdad oscura porque el sistema, inhumano, pregunta lo obvio a los ojos humanos, pero que no es obvio a ojos de la burocracia. Esto, piensa Karl Rossman, es común tanto en Europa como en América, y recuerda «cuánto había tenido que irritarse su padre por las molestas e inútiles preguntas de la autoridad administrativa cuando fue a hacer el pasaporte». Kafka conocía esta realidad de primera mano a través de su trabajo, y siempre estuvo obsesionado con ella. La prueba está en que las tres novelas lo tienen inscrito en el origen, y no hacen más que dar pruebas de ello. La ausencia de vida es clara, pero los héroes siempre están sorprendidos porque se niegan a aceptar que el mundo se haya transformado en un lugar tal: «el castillo, cuya silueta comenzaba a desvanecerse, estaba quieto como siempre, nunca K. había visto en él el menor indicio de vida». 


De ahí también la continua reticencia a ser interrogados por autoridades que no les hacen saber sus delitos ni les quieren dar razones de nada. Una de las escenas más repetidas de El proceso es aquella en la que el protagonista se niega a ser interrogado porque él no ha cometido ningún delito, mientras exige que le expliquen qué está ocurriendo. También en El castillo K. se niega a ser interrogado: son héroes que ante lo irracional y sin sentido de lo burocrático creen ilusamente que no tiene importancia alguna. Pero, al final, toda conversación es, en Kafka, un interrogatorio. Todo es público, todo es conocido. 


Es evidente que El proceso es una novela guiada por la frialdad de una máquina burocrática a la que K. es sometido —y a la que él mismo se somete—. Lo inhumano de esa terrible burocracia elimina la vida; la vida es fría, es gris, y en esos espacios los personajes kafkianos siempre sufren incomprensibles mareos y pérdidas del sentido. Es decir, que hay una interrelación entre la salud de los seres humanos y la burocracia. Lo artificial se enfrenta con la naturalidad del ser humano abstracto que nos muestra Kafka, de ahí que, en El proceso, cuando K. pasa mucho tiempo en los negociados sufre mareos, incluso una especie de «transformación», que sólo terminará cuando salga: en ese momento, «su estado de salud, fortalecido por completo, no le había preparado nunca tales sorpresas». Los héroes kafkianos están acostumbrados a la humanidad y, cuando se encuentran con algo que la hace desaparecer por completo en favor de esa necesidad divina por la que funciona la máquina burocrática, se ven totalmente desamparados. 


Los personajes establecen siempre extrañas amistades. K., paradójicamente, se siente apreciado, reconocido y distinguido sólo por Barnabás, que es el único paria, como él. Y en esa misma medida podemos ver que Arendt se siente acompañada por Kafka, porque «consideraba a sus amigos el centro de su vida», y, como sus amigos eran parias, Kafka era su amigo. Las alegrías de los parias solo son reales cuando encuentran el reconocimiento de alguien como ellos. Lo vemos cuando Barnabás toca el hombro a K. y éste siente «como si ahora volviese a estar todo como antes, como entonces cuando Barnabás apareció por primera vez en su esplendor entre los campesinos que estaban en la taberna, sintió K. ese contacto, cierto que sonriendo, como una distinción». Hay un hombre real frente a lo gris de todo lo demás. Y aquí encontramos un nexo fundamental hacia la lectura previa, hacia la lectura del paria: es el paria el que da color al mundo destruido, es el paria el que puede ser fabricator mundi, el que puede destruir la máquina burocrática. 


Ante una burocracia que es tan supuestamente racional que es irracional, el paria tendrá que luchar. Es inhumano, como se muestra con el frío burocrático que les rodea: 


Con el fin de preservar la habitación del enfermo del frío que penetraba con intensidad, K. no pudo más que hacerle al alcalde una ligera inclinación. Arrastrando consigo después a los ayudantes, salió corriendo de la habitación y cerró apresuradamente la puerta. 


Al final, el héroe será el que descubra la verdad escondida detrás de esa falsa necesidad divina y afirme que la burocracia es «ese embrollo ridículo que en determinadas circunstancias determina la existencia de una persona». Un héroe asombrado que no puede hacer más que reírse ante la locura irracional de una burocracia tan racional e inhumana.

 

Y es que el gran problema que subyace en las tres novelas es que siempre se trata con asuntos, papeles, casos, secciones, no con personas. No hay un rostro humano, sino una necesidad divina. La desesperación de K. le llevará a buscar quién está detrás de eso, en unos casos asumiendo la culpa —El proceso—, en otros casos luchando —El castillo— y, en ocasiones, simplemente sobreviviendo —América—. 


En cualquier caso, el gran héroe kafkiano es el que logra luchar ante lo que el mundo exterior le ofrece como una realidad que él no puede aceptar. Hay un deber moral de los héroes que, además, se corresponde con el deber moral del ser judío, del paria que debe enfrentarse al mundo para declararse orgullosamente ciudadano. De esta manera, creo que podemos reinterpretar la tan conocida historia de «Ante la Ley» en términos del Kafka contemporáneo a través de la afirmación de un polémico artículo —«Para honor y gloria del pueblo judío»—, en el que Hannah Arendt argumentaba que 


Ser judío para ella es, una vez más, ser un combatiente y por lo tanto oponerse a todo aquello que se ha aprendido e interiorizado a lo largo de los siglos: la supresión de la propia identidad y la vergüenza del estar aún ahí. La historia del judaísmo se resume en un lamento de obediencia a la Ley y de interiorización de la diferencia. El nuevo judío al que ella aspira es un judío valiente, orgulloso de serlo, un individuo que considera que ser judío es combatir en la avanzadilla de la clandestinidad por una nueva Europa. 


«Ante la Ley» nos muestra al viejo judío, un ser que expresa un lamento de obediencia y que no lucha, sino que espera. Un ser que se siente diferente al guardián y considera que debe obedecer sus órdenes y hacer caso a lo que se le dicta. Pero el nuevo judío es valiente, es el judío kafkiano, y Arendt se presenta a sí misma como otro guardián que debe ayudar al nuevo judío a aceptar esa valentía. Pero este es el «todavía no», un lugar hacia el que los judíos deben ir aceptando su judeidad, defendiéndose como judíos. 


Podemos concluir recogiendo algunas de las tesis fundamentales que hemos mostrado en este eje que es Kafka como contemporáneo apolíneo. Paradójicamente, aunque como bien indica Daiane Eccel, «en relación con la maquinaria burocrática Kafka no podía referirse a un tiempo que no fuera el suyo propio», la actualidad de sus escritos en el pensamiento de Arendt es flagrante. Lo que ocurre es que es el mismo tiempo: en Arendt simplemente ha cristalizado, se ha radicalizado, pero los elementos de The Origins of Totalitarianism ya estaban en Kafka: la ruptura con la tradición, el espacio entre el «ya no» y el «todavía no». Será acerca de las reflexiones sobre este espacio donde Kafka acompañará, a partir de ahora, a Hannah Arendt.





Tomado de:

DE NAVASCUÉS. Nicolás (2022): "Hannah Arendt lee a Kafka: una conceptualización de los rostros kafkianos a lo largo de la obra arendtiana". En  Claridades. Revista de filosofía. Asociación para la promoción de la Filosofía y la Cultura en Málaga (FICUM) pp. 11-40. 


30 agosto 2015

Eichmann cumplidor de la ley. Hannah Arendt





Eichmann cumplidor de la ley

Hannah Arendt


Sí vemos cómo Eichmann tuvo abundantes oportunidades de sentirse como un nuevo Poncio Pilatos y, a medida que pasaban los meses y pasaban los años, Eichmann superó la necesidad de sentir, en general. Las cosas eran tal como eran, así era la nueva ley común, basada en las órdenes del Führer; cualquier cosa que Eichmann hiciera la hacía, al menos así lo creía, en su condición de ciudadano fiel cumplidor de la ley. Tal como dijo una y otra vez a la policía y al tribunal, él cumplía con su deber; no solo obedecía órdenes, sino que también obedecía la ley. Eichmann presentía vagamente que la distinción entre órdenes y ley podía ser muy importante, pero ni la defensa ni los juzgadores le interrogaron al respecto. Los manidos conceptos de «órdenes superiores» y «actos de Estado» iban y venían constantemente en el aire de la sala de audiencia. Estos fueron los conceptos alrededor de los que giraron los debates sobre estas materias en el juicio de Nuremberg, por la sola razón de que producían la falsa impresión de que lo totalmente carente de precedentes podía juzgarse según unos precedentes y unas normas que los mismos hechos juzgados habían hecho desaparecer. Eichmann, con sus menguadas dotes intelectuales, era ciertamente el último hombre en la sala de justicia de quien cabía esperar que negara la validez de estos conceptos y acuñara conceptos nuevos. Además, como fuere que solamente realizó actos que él consideraba como exigencias de su deber de ciudadano cumplidor de las leyes, y, por otra parte, actuó siempre en cumplimiento de órdenes —tuvo en todo momento buen cuidado de quedar «cubierto»—, Eichmann llegó a un tremendo estado de confusión mental, y comenzó a exaltar las virtudes y a denigrar los vicios, alternativamente, de la obediencia ciega, de la «obediencia de los cadáveres», Kadavergehorsam, tal como él mismo la denominaba. 


Durante el interrogatorio policial, cuando Eichmann declaró repentinamente, y con gran énfasis, que siempre había vivido en consonancia con los preceptos morales de Kant, en especial con la definición kantiana del deber, dio un primer indicio de que tenía la vaga noción de que en aquel asunto había algo más que la simple cuestión del soldado que cumple órdenes claramente criminales, tanto en su naturaleza como por la intención con que son dadas. Esta afirmación resultaba simplemente indignante, y también incomprensible, ya que la filosofía moral de Kant está tan estrechamente unida a la facultad humana de juzgar que elimina en absoluto la obediencia ciega. El policía que interrogó a Eichmann no le pidió explicaciones, pero el juez Raveh, impulsado por la curiosidad o bien por la indignación ante el hecho de que Eichmann se atreviera a invocar a Kant para justificar sus crímenes, decidió interrogar al acusado sobre este punto. Ante la general sorpresa, Eichmann dio una definición aproximadamente correcta del imperativo categórico: «Con mis palabras acerca de Kant quise decir que el principio de mi voluntad debe ser tal que pueda devenir el principio de las leyes generales» (lo cual no es de aplicar al robo y al asesinato, por ejemplo, debido a que el ladrón y el asesino no pueden desear vivir bajo un sistema jurídico que otorgue a los demás el derecho de robarles y asesinarles a ellos). A otras preguntas, Eichmann contestó añadiendo que había leído la Crítica de la razón práctica. Después, explicó que desde el momento en que recibió el encargo de llevar a la práctica la Solución Final, había dejado de vivir en consonancia con los principios kantianos, que se había dado cuenta de ello, y que se había consolado pensando que había dejado de ser «dueño de sus propios actos» y que él no podía «cambiar nada». Lo que Eichmann no explicó a sus jueces fue que, en aquel «período de crímenes legalizados por el Estado», como él mismo lo denominaba, no se había limitado a prescindir de la fórmula kantiana por haber dejado de ser aplicable, sino que la había modificado de manera que dijera: compórtate como si el principio de tus actos fuese el mismo que el de los actos del legislador o el de la ley común. O, según la fórmula del «imperativo categórico del Tercer Reich», debida a Hans Franck, que quizá Eichmann conociera: «Compórtate de tal manera, que si el Führer te viera aprobara tus actos» (Die Technik des Staates, 1942, pp. 15 -16). Kant, desde luego, jamás intentó decir nada parecido. Al contrario, para él, todo hombre se convertía en un legislador desde el instante en que comenzaba a actuar; el hombre, al servirse de su «razón práctica», encontró los principios que podían y debían ser los principios de la ley. Pero también es cierto que la inconsciente deformación que de la frase hizo Eichmann es lo que este llamaba la versión de Kant «para uso casero del hombre sin importancia». En este uso casero, todo lo que queda del espíritu de Kant es la exigencia de que el hombre haga algo más que obedecer la ley, que vaya más allá del simple deber de obediencia, que identifique su propia voluntad con el principio que hay detrás de la ley, con la fuente de la que surge la ley. En la filosofía de Kant, esta fuente era la razón práctica; en el empleo casero que Eichmann le daba, este principio era la voluntad del Führer. Gran parte de la horrible y trabajosa perfección en la ejecución de la Solución Final —una perfección que por lo general el observador considera como típicamente alemana, o bien como obra característica del perfecto burócrata— se debe a la extraña noción, muy difundida en Alemania, de que cumplir las leyes no significa únicamente obedecerlas, sino actuar como si uno fuera el autor de las leyes que obedece. De ahí la convicción de que es preciso ir más allá del mero cumplimiento del deber. 


Sea cual sea la importancia que haya tenido Kant en la formación de la mentalidad del «hombre sin importancia» alemán, no cabe la menor duda de que, en un aspecto, Eichmann siguió verdaderamente los preceptos kantianos: una ley era una ley, y no cabían excepciones. En Jerusalén, Eichmann reconoció haber hecho dos excepciones. Durante aquel período en que cada alemán, de los ochenta millones que formaban la población, tenía su «judío decente», Eichmann prestó ayuda a un primo suyo medio judío y a un matrimonio judío de Viena, en cuyo favor había intercedido su tío. Incluso en Jerusalén, estas desviaciones le hacían sentirse un tanto descontento de sí mismo, y cuando en el curso de las repreguntas le interrogaron al respecto, Eichmann adoptó una actitud de franco arrepentimiento y dijo que había «confesado sus pecados» a sus superiores. Esta impersonal actitud en el cumplimiento de sus asesinos deberes condenó a Eichmann ante sus jueces, mucho más que cualquier otra cosa, lo cual es muy comprensible, pero según él esto era precisamente lo que le justificaba, tal como anteriormente había sido lo que acalló el último eco de la voz de su conciencia. No, no hacía  excepciones. Y esto demostraba que siempre había actuado contra sus «inclinaciones», fuesen sentimentales, fuesen interesadas. En todo caso, él siempre cumplió con su deber.


El cumplimiento del «deber» al fin le condujo a una situación claramente conflictiva con las órdenes de sus superiores. Durante el último año de la guerra, más de dos años después de la Conferencia de Wannsee, Eichmann padeció su última crisis de conciencia. A medida que la derrota se aproximaba, Eichmann tuvo que enfrentarse con hombres de su propia organización que pedían insistentemente más y más excepciones, e incluso la interrupción de la Solución Final. Este fue el momento en que abandonó las precauciones y, una vez más, se permitió tener iniciativas; por ejemplo, organizó las marchas a pie de los judíos desde Budapest hasta la frontera austríaca, después de que los bombardeos de los aliados hubieran desbaratado el sistema de transportes. Corría el otoño de 1944, y Eichmann sabía que Himmler había ordenado el desmantelamiento de las instalaciones de exterminio de Auschwitz y que la matanza de judíos iba a terminar. En esta época, Eichmann tuvo una de sus poquísimas entrevistas personales con Himmler, en el curso de la cual se dijo que este gritó a aquel: «Si hasta el presente momento se ha dedicado usted a liquidar judíos, de ahora en adelante y hasta nueva orden se dedicará usted a cuidar judíos, a ser su niñera. Debo recordarle que fui yo, y no el Gruppenführer Müller, ni tampoco usted, quien en 1933 fundó la RSHA. ¡Y aquí soy yo el único que da órdenes!». El único testigo que podía corroborar lo anterior era el muy dudoso Kurt Becher. Eichmann negó que Himmler le hubiera gritado, pero no negó la realidad de la entrevista. Probablemente Himmler no pronunció exactamente las palabras que se le atribuyen, puesto que seguramente sabía que la RSHA fue fundada en 1939, y no en 1933, y no por él sino por Heydrich, con su aprobación. Sin embargo, probablemente ocurrió algo parecido a lo relatado. Himmler, en aquel entonces, daba órdenes a diestro y siniestro en el sentido de que los judíos debían ser bien tratados —eran su más «segura inversión»— y la entrevista debió de constituir una triste experiencia para Eichmann.


La última crisis de conciencia de Eichmann comenzó en ocasión de sus misiones en Hungría, durante el mes de marzo de 1944, cuando el Ejército Rojo avanzaba por los Cárpatos hacia la frontera húngara. Hungría entró en la guerra a favor de Hitler, en 1941, con la sola finalidad de anexionarse territorios de sus vecinos, Eslovaquia, Rumania y Yugoslavia. El gobierno húngaro había sido manifiestamente antisemita antes de su entrada en la guerra, y después de este último acontecimiento se dedicó a deportar a todos los judíos apátridas de los territorios recién adquiridos. (En casi todos los países, las actividades antijudías se iniciaron teniendo por objeto a los apátridas.) Esto se encontraba totalmente fuera del marco de la Solución Final, y, en realidad, no encajaba en los complicados planes, entonces en preparación, según los cuales Europa sería «rastrillada de oeste a este», con lo cual Hungría se encontraría en un lugar bastante bajo en la lista de prioridades. La policía húngara había enviado a los judíos apátridas a las más cercanas zonas de Rusia, por lo que las autoridades alemanas de ocupación de estos territorios protestaron. Los húngaros se hicieron cargo de nuevo de unos cuantos miles de hombres que gozaban de fortaleza física, y ordenaron que el ejército, asesorado por unidades de policía alemana, fusilara a los restantes. El almirante Horthy, dictador fascista del país, no quiso llevar las cosas más lejos; sin embargo —y debido probablemente a la moderadora influencia de Mussolini y el fascismo italiano—, en los años siguientes, Hungría, al igual que Italia, se convirtió en un refugio para los judíos, al que incluso podían llegar, alguna que otra vez, refugiados de Polonia y Eslovaquia. Debido a la anexión de nuevos territorios y a la constante entrada de refugiados, en Hungría el número de judíos aumentó desde los quinientos mil allí existentes antes de que empezara la guerra hasta los ochocientos mil que había en el momento en que Eichmann llegó al país.


La misión de Eichmann era evidente. Trasladó su oficina entera a Budapest (lo cual, para su carrera, significaba un descenso), a fin de cuidar que se dieran «los pasos necesarios». Eichmann nopreveía lo que iba a suceder. Su principal temor era que los húngaros ofrecieran resistencia a la ejecución de sus planes, resistencia que él no hubiera podido vencer por cuanto carecía de personal, así como de la precisa información sobre las condiciones imperantes en el país. Sus temores resultaron infundados. La policía húngara se prestó con entusiasmo a hacer cuanto fuera necesario, y el nuevo secretario encargado de asuntos políticos (judíos), en el Ministerio del Interior húngaro, Lászlo Endre, era un hombre «impuesto en el problema judío», que llegó a trabar íntima amistad con Eichmann, en cuya compañía pasaba gran parte del tiempo que sus ocupaciones le dejaban libre. Todo se desarrolló «como en un sueño», como Eichmann decía siempre que rememoraba este episodio, y no se le presentaron dificultades de género alguno. Así era, a no ser que llamemos dificultades a ciertas discrepancias de menor importancia entre sus órdenes y los deseos de sus nuevos amigos. Por ejemplo, debido seguramente a que el Ejército Rojo avanzaba desde el este, Eichmann ordenó que el país fuera «rastrillado de este a oeste», lo cual significaba que los judíos de Budapest no serían evacuados sino semanas o quizá meses después de iniciarse la operación. Esto causó gran pesar a los húngaros, que deseaban que la capital fuese la primera ciudad en quedar judenrein. (El «sueño» de Eichmann fue una increíble pesadilla para los judíos; en ningún lugar se deportó y asesinó a tanta gente en tan poco tiempo. En menos de dos meses, 147 trenes sacaron del país a 434.351 personas, transportadas en vagones sellados, a razón de cien individuos por vagón; y las cámaras de gas de Auschwitz apenas pudieron dar abasto.) Las dificultades de Eichmann tuvieron su origen en otro punto. No era un hombre solo, sino tres, los que tenían orden de colaborar en la «solución del problema judío»; cada uno de ellos pertenecía a una organización distinta y a una línea de mando distinta. Técnicamente, Winkelmann era el superior de Eichmann, pero los altos mandos de las SS y los jefes de policía no estaban bajo la jurisdicción de la RSHA, es decir, de la organización a la que Eichmann pertenecía. Y Veesenmayer, del Ministerio de Asuntos Exteriores, no dependía de ninguno de los organismos antes nombrados. El caso es que a Eichmann le molestaba la presencia de los demás, y se negó a obedecer sus órdenes. Pero quien le planteó los peores problemas fue un cuarto individuo, al que Himmler había encargado una «misión especial» en el único país europeo que no solo tenía un considerable número de judíos, sino que estos judíos gozaban todavía de una posición económica merecedora de atención. De un total de ciento diez mil establecimientos comerciales y empresas industriales que había en Hungría, se decía quecuarenta mil estaban en manos judías. El hombre al que nos hemos referido era el Obersturmbannführer, y después Standartenführer, Kurt Becher. 




 En Jerusalén, Eichmann habló de "matar",
 "asesinar", "crímenes legalizados por el Estado"


Becher, el antiguo enemigo de Eichmann, que en la actualidad es un próspero comerciante de Bremen, fue citado, aunque ello pueda parecer raro, como testigo de descargo, en el juicio de Jerusalén. Por razones evidentes, Becher no pudo ir a Jerusalén, y fue interrogado en su ciudad de residencia. Su testimonio tuvo que ser recusado, debido a que le fueron mostradas con gran anticipación las preguntas que luego contestaría bajo juramento. Fue una verdadera lástima que Eichmann y Becher no pudieran ser enfrentados, y no solo por razones jurídicas. Este careo hubiera revelado otra zona del «cuadro general» que, incluso desde un punto jurídico, no carecía de trascendencia, ni mucho menos. Según sus propias manifestaciones, la razón por la que Becher ingresó en las SS fue que «desde 1932 hasta el presente día no había dejado de montar a caballo». Hace treinta años, este deporte lo practicaban, en Europa, únicamente los individuos miembros de las clases altas. En 1934, el entrenador de Becher le convenció de que ingresara en el regimiento de caballería de las SS, lo cual era, en aquellos días, lo mejor que podía hacer el ciudadano que quisiera pasar a formar parte del «movimiento» y mantener al mismo tiempo su prestigio social. (Jamás se mencionó una de las razones por las que Becher dio tanta importancia a la equitación en sus declaraciones: el tribunal de Nuremberg excluyó de las listas de organizaciones con responsabilidades criminales a las Reiter-SS.) Al estallar la guerra, Becher fue al frente, pero no como miembro del ejército, sino de las SS armadas, en las que era oficial de enlace con los jefes del ejército. Pronto fue retirado del frente y se le encomendó la misión de organizar y dirigir la compra de caballos destinados al departamento de personal de las SS, tarea en la que consiguió casi todas las condecoraciones que en aquellos tiempos cabía conseguir. 


Becher decía que le habían enviado a Hungría con la sola misión de comprar veinte mil caballospor cuenta de las SS. Lo cual es muy improbable, ya que  inmediatamente después de su llegada inició una serie de entrevistas y muy fructíferas negociaciones con los directores de las grandes empresas comerciales e industriales judías. Las relaciones de Becher con Himmler eran excelentes, podía verle cuando quisiera. Y su «misión especial» resultaba transparente. Su tarea consistía en obtener el control de las principales empresas judías, sin que el gobierno húngaro se enterara, y, a cambio de lo anterior, daría a los propietarios el pasaporte que les permitiera salir del país y una considerable suma en divisas. Su transacción más importante fue la concertada con la factoría dedicada a la industria del acero de Manfred Weiss, empresa gigantesca, con treinta mil empleados, que producía desde aviones, camiones y bicicletas hasta imperdibles y agujas. Como resultado de estas negociaciones cuarenta y cinco miembros de la familia Weiss emigraron a Portugal, y el señor Becher pasó a ser director de la empresa. Cuando Eichmann se enteró de tal Schweinerei, quedó indignado. La transacción podía poner en peligro sus relaciones con los húngaros, quienes, como es natural, tenían esperanzas de apoderarse de las propiedades judías radicadas en el suelo patrio. A Eichmann no le faltaba razón para indignarse, debido a que estos tratos contravenían la normal política nazi, que, en este aspecto, había sido siempre muy generosa. Por la ayuda que prestaban en la resolución del problema judío en los diversos países, los alemanes no pedían la menor parte de las propiedades judías, sino únicamente el coste de la deportación y exterminio de los judíos, y este coste variaba grandemente de un país a otro. Los eslovacos hubieran debido pa-gar entre trescientos y quinientos Reichsmarks por judío; los croatas tan solo treinta; los franceses, setecientos, y los belgas, doscientos cincuenta (parece que, salvo los croatas, nadie pagó). En aquellos últimos tiempos de la guerra, los alemanes pidieron, en Hungría, que el pago se efectuara mediante mercancías, mediante expediciones de alimentos al Reich, en cantidades equivalentes a la comida que hubieran consumido los judíos deportados. En cuanto a Eichmann  hacía referencia, el asunto Weiss estaba solamente en su inicio, y la situación empeoraría mucho todavía. Becher era un comerciante nato, y allí donde Eichmann tan solo veía enormes tareas de organización y administración, Becher vislumbraba casi ilimitadas posibilidades de ganar dinero. El único obstáculo con que tropezaba era la estrechez de miras de criaturas subordinadas cual Eichmann, que tenían el vicio de tomarse en serio el desempeño de sus tareas. Los proyectos del Obersturmbannführer Becher pronto le condujeron a colaborar estrechamente en las actividades de rescate del doctor Rudolf Kastner. (Al testimonio que Kastner prestó en su descargo, en el juicio de Nuremberg, debe Becher su libertad. Después de la guerra, Kastner, que era un viejo sionista, se trasladó a Israel, donde ocupó un alto cargo, hasta que un periodista publicó el relato de su colaboración con las SS. Inmediatamente, Kastner se querelló por difamación. Las declaraciones que había prestado en Nuremberg perjudicaron a Kastner, y cuando el tribunal de Jerusalén entendió en su caso, el juez Halevi, uno de los tres que juzgaron a Eichmann, dijo a Kastner que «había vendido su alma al diablo». En marzo de 1957, poco después de que el caso hubiera sido elevado al Tribunal Supremo de Israel, Kastner fue asesinado; al parecer, ninguno de los asesinos procedía de Hungría. En el tribunal la sentencia contra Kastner fue anulada, y su nombre plenamente rehabilitado.) Los tratos que Becher concertó con Kastner fueron mucho más simples que las complicadas negociaciones realizadas con los magnates industriales, ya que consistieron en fijar un precio por la vida de cada judío que había de ser rescatado, Hubo mucho regateo sobre este precio, y parece que en cierto momento también Eichmann intervino en el asunto, por lo menos en las conversaciones preliminares. De modo característico, el precio pedido por Eichmann fue el más bajo, a saber, doscientos dólares por judío, lo cual no se debía, como es natural, a que quisiera salvar de la muerte a más judíos, sino simplemente a que Eichmann no estaba habituado a las grandes transacciones. Por fin se acordó el precio de mil dólares, y un grupo formado por 1.684 judíos, entre los que se contaban los familiares del doctor Kastner, abandonó Hungría camino del campo de canje de Bergen-Belsen, desde el que partirían para Suiza. Un trato parecido mantuvo muy ocupadas a todas las partes interesadas hasta que los rusos ocuparon Hungría; en virtud de dicho trato, Becher y Himmler tenían esperanzas de obtener veinte millones de francos suizos, que pagaría el American Joint Distribution Committee, con los cuales podrían comprar todo género de mercancías, pero las negociaciones no produjeron resultados.


Ninguna duda cabe de que las negociaciones de Becher estaban plenamente aprobadas por Himmler, y que contradecían abiertamente las tradicionales órdenes «radicales» que Eichmann todavía recibía por medio de Müller y Kaltenbrunner, sus inmediatos superiores en la RSHA. Desde el punto de vista de Eichmann, los individuos como Becher eran corruptos, pero la corrupción difícilmente pudo ser causa de su crisis de conciencia, por cuanto, si bien Eichmann no era hombre susceptible de padecer tentaciones de este género, también es cierto que en la época a que nos referimos probablemente llevaba ya varios años rodeado por el espectáculo de la corrupción. Es difícil imaginar que Eichmann ignorase que su amigo y subordinado, el Hauptsturmführer Dieter Wisliceny, había aceptado, ya en 1942, cincuenta mil dólares del Comité Judío de Ayuda de Bratislava, a fin de que retrasara las deportaciones en Eslovaquia. Sin embargo, tampoco es imposible que Eichmann desconociera este hecho. A pesar de todo, Eichmann en modo alguno podía ignorar que Himmler, en el otoño de 1942, intentó vender permisos de salida a los judíos eslovacos, a cambio de una suma en moneda extranjera, suficiente para reclutar una división de las SS. Pero ahora, en 1944, en Hungría las cosas eran distintas, no debido a que Himmler se dedicara a los «negocios», sino debido a que los negocios se habían convertido en la política oficialmente seguida por los superiores de Eichmann. Ya no se trataba, pues, de corrupción. Al principio, Eichmann intentó participar en el juego y comportarse de acuerdo con las normas que lo regulaban. Entonces fue cuando intervino en las fantásticas negociaciones de «sangre por mercancías» —un millón de judíos a cambio de diez mil camiones para el tambaleante ejército alemán—, que, ciertamente, no fueron iniciadas por él. La manera en que, en Jerusalén, explicó la intervención que tuvo en este asunto demostró claramente cómo lo había justificado ante sí mismo. Lo consideró como una necesidad militar que le comportaría el beneficio adicional de un nuevo e importante papel en la cuestión de la emigración. Lo que nunca reconoció ante sí mismo fue que las crecientes dificultades, que surgían por todos lados, hacían de día en día más y más probable que él, Eichmann, se quedara pronto sin trabajo (y así ocurrió, pocos meses después), a no ser que consiguiera encontrar un hueco que le permitiera competir en la nueva carrera hacia el poder que había comenzado a su alrededor. Cuando el proyecto de permuta llegó a su previsible fracaso, ya era de general conocimiento que Himmler, pese a sus vacilaciones, debidas principalmente al miedo físico que Hitler le inspiraba, había decidido interrumpir la ejecución de la Solución Final, en todos sus aspectos, olvidándose de cuanto hiciera relación a negociaciones, a necesidades militares, a todo, salvo a aquellas ilusiones que se había forjado de representar, en el futuro, el papel de factor de la paz en Alemania. En esta época, apareció un «ala moderada» en las SS, formada por aquellos que eran lo bastante estúpidos para creer que el asesino capaz de demostrar que no había matado a cuantos hubiera podido matar tendría una maravillosa coartada, y que, al mismo tiempo, eran lo bastante inteligentes para prever que, con el retorno a las «circunstancias normales», el dinero y las buenas relaciones serían de suma importancia. 


Eichmann nunca se unió a esta «ala moderada», y es muy dudoso que hubiera sido admitido en ella, caso de pretenderlo. Eichmann no solo se había comprometido muy gravemente, sino que sus constantes relaciones con los representantes judíos le habían dado amplia notoriedad. Por otra parte, era demasiado primitivo para ser aceptado por aquellos bien educados «caballeros» de la clase media alta, hacia quienes tuvo, hasta el último momento, el más amargo de los resentimientos. Eichmann era muy capaz de enviar a la muerte a millones de individuos, pero no sabía hablar de ello de la manera adecuada, si no le proporcionaban el correspondiente código de lenguaje en clave. En Jerusalén, donde carecía de claves, Eichmann habló cuanto quiso de «matar», «asesinar», «crímenes legalizados por el Estado»... Llamaba al pan, pan y al vino, vino, en contraste con su defensor, cuyos sentimientos de superioridad social, con respecto a su defendido, se pusieron de manifiesto en más de una ocasión. (El doctor Dieter Wechtenbruch, ayudante del doctor Servatius —y discípulo de Carl Schmitt—, que estuvo presente durante las primeras semanas del juicio, fue enviado después a Alemania para interrogar a los testigos de la defensa y reapareció en Jerusalén en la última semana de agosto, estuvo siempre a disposición de los periodistas para contestar a sus preguntas, y parecía más impresionado por la falta de educación y de elegancia de Eichmann que por sus crímenes. El doctor Wechtenbruch dijo: «Es un ser insignificante, habrá que ver cómo nos las arreglamos para que salve los obstáculos que tiene ante sí» —wie wir das Würstchen über die Runden bringen—. El propio Servatius declaró, incluso antes del juicio, que la personalidad de su cliente era la propia de un «vulgar cartero».) Cuando Himmler adoptó una actitud «moderada», Eichmann saboteó sus órdenes tanto cuanto su valor se lo permitió, o, por lo menos, en tanto en cuanto creía estar «cubierto» por sus superiores inmediatos. En cierta ocasión, el doctor Kastner preguntó a Wisliceny: «¿Cómo se atreve Eichmann a sabotear las órdenes de Himmler?». En este caso, Kastner se refería a la interrupción de las marchas a pie en el otoño de 1944. Y la respuesta fue: «Probablemente puede ampararse en algún telegrama. Müller y Kaltenbrunner seguramente le han puesto a cubierto». Es muy posible que Eichmann tuviera una especie de confuso plan para liquidar el campo de Theresienstadt, antes de que a él llegara el Ejército Rojo, aun cuando al sentar esta afirmación únicamente podemos fundarnos en el dudoso testimonio de Dieter Wisliceny (quien meses, o quizá años, antes del fin de la guerra comenzó a preparar en propio beneficio y a expensas de Eichmann una coartada que presentó al tribunal de Nuremberg, ante el que compareció como testigo de la acusación, aunque de nada le sirvió ya que se concedió su extradición a Checoslovaquia, donde fue acusado para, en su día, ser ejecutado en Praga, donde no tenía amistades y donde de nada podía servirle el dinero). Otros testigos aseguraron que fue Rolf Günther, uno de los subordinados de Eichmann, quien preparó el desmantelamiento de Theresienstadt, y que, por el contrario, había una orden dictada por Eichmann, en el sentido de que el gueto se dejara intacto. De todos modos, no cabe ninguna duda de que incluso en el mes de abril de 1945, cuando prácticamente todos pasaron a ser «moderados», Eichmann aprovechó una visita que Paul Dunand, de la Cruz Roja Suiza, efectuó a Theresienstadt, para hacer constar que no estaba de acuerdo con la nueva política seguida por Himmler con respecto a los judíos.


En consecuencia, no cabe siquiera discutir que Eichmann hizo cuanto estuvo en su mano para que la Solución Final fuera verdaderamente final o definitiva. Tan solo cabe preguntarnos si ello fue así en virtud de su fanatismo, de su odio sin límites hacia los judíos, o si mintió ante la policía y juró en falso ante el tribunal de Jerusalén, cuando afirmó que siempre se había limitado a cumplir órdenes. Estas fueron las alternativas que se formularon los jueces, que tanto se  esforzaron en comprender al acusado, que le trataron con consideración y auténtica, cálida, humanidad, como probablemente jamás se había visto tratado. (El doctor Wechtenbruch dijo a los periodistas que Eichmann tenía «gran confianza en el juez Landau», como si Landau pudiera solucionar los problemas de Eichmann; el doctor Wechtenbruch consideró que la confianza que Eichmann sentía era el resultado de la necesidad que tenía de estar sometido a una autoridad u otra. Cualquiera que fuese su base, dicha confianza fue evidente en el curso del juicio, y quizá a ello se debiera que Eichmann sufriera tan gran «desengaño» al enterarse de la sentencia. Eichmann confundió los sentimientos humanitarios con la blandura.) La «bondad» de los tres jueces, su imperturbable y ligeramente anticuada fe en los fundamentos morales de su profesión, quizá sean la prueba de que nunca llegaron a comprender a Eichmann. La triste e inquietante verdad es, probablemente, que no fue su fanatismo sino su mismísima conciencia lo que impulsó a Eichmann a adoptar su negativa actitud en el curso del último año de la guerra, del mismo modo que le había impulsado a adoptar una actitud de sentido contrario durante una breve temporada, tres años antes. Eichmann sabía que las órdenes de Himmler contradecían abiertamente la orden del Führer. Por esto, no necesitaba conocer los detalles de las operaciones que se llevaban a cabo, pese a que el conocimiento de los mismos hubiera fortalecido aún más la postura adoptada. Tal como resaltó la acusación en la vista ante el Tribunal Supremo, cuando Hitler se enteró, a través de Kaltenbrunner, de las negociaciones encaminadas a permutar judíos por camiones, «la posición de Himmler quedó gravemente quebrantada a ojos de Hitler». Y pocas semanas antes de que Himmler detuviera la labor de exterminio en Auschwitz, Hitler, plenamente conocedor de las últimas maniobras de Himmler, mandó un ultimátum a Horthy, diciéndole que «esperaba que el gobierno de Budapest adoptara sin más retrasos las medidas pertinentes contra los judíos». Cuando llegó a Budapest la orden de Himmler en la que exigía la interrupción de la evacuación de los judíos húngaros, Eichmann amenazó, según un telegrama enviado por Veesenmayer, con «solicitar al Führer una nuevadecisión», y los jueces de Jerusalén consideraron que este telegrama tenía una fuerza acusatoria «muy superior a la de cien testigos».


Eichmann perdió su batalla contra el «ala moderada», encabezada por el Reichsführer SS y jefe de la policía alemana. El primer indicio de su derrota se produjo en el mes de enero de 1945, cuando el Obersturmbannführer Kurt Becher fue ascendido a Standartenführer, el grado que Eichmann ambicionó obtener durante toda la guerra. (Eichmann tan solo decía la verdad a medias cuando afirmaba que en su organización no podía alcanzar un grado superior al que tenía, ya que hubiese podido ser nombrado jefe del Departamento IV-B, en vez de ocupar la Subsección IV-B-4, y entonces hubiese sido automáticamente ascendido. La verdad probablemente era que a los individuos como Eichmann, que habían ascendido desde la categoría de simples números, jamás se les permitía rebasar el grado de teniente coronel, como no fuera por méritos de guerra.) El mismo mes en que Hungría fue liberada, Eichmann fue llamado de nuevo a Berlín. Allí, Himmler había nombrado a Becher, el enemigo de Eichmann, Reichssonderkomissar al frente de todos los campos de concentración, y Eichmann fue trasladado de la oficina de «asuntos judíos» a otra, extremadamente insignificante, relacionada con la «lucha contra las iglesias», asunto del cual, para colmo de males, Eichmann no sabía absolutamente nada. La rapidez del ocaso de Eichmann, durante los últimos meses de la guerra, es un expresivo indicio de hasta qué punto estaba Hitler en lo cierto, cuando declaró en su búnker de Berlín, en abril de 1945, que las SS ya no merecían su confianza.


En Jerusalén, al tener Eichmann las pruebas documentales de su extraordinaria lealtad a Hitler y a las órdenes del Führer, intentó, en diversas ocasiones, explicar que en el Tercer Reich «las palabras del Führer tenían fuerza de ley» (Führerworte baben Gesetzeskraft), lo cual significaba, entre otras cosas, que si la orden emanaba directamente de Hitler no era preciso que constara por escrito. Eichmann procuró explicar que esta era la razón por la que nunca pidió que le dieran una orden escrita del Führer (jamás se ha podido hallar un solo documento de tal índole, referente a la Solución Final, y probablemente nunca lo hubo), pero que, en cambio, sí pidió que le enseñaran las órdenes de Himmler. Ciertamente, este estado de cosas era verdaderamente fantástico, y se han escrito montones de libros, verdaderas bibliotecas, de muy «ilustrados» comentarios jurídicos demostrando que las palabras del Führer, sus manifestaciones orales, eran el derecho común básico. En este contexto «jurídico», toda orden que en su letra o espíritu contradijera una palabra pronunciada por Hitler era, por definición, ilegal. En consecuencia, la posición de Eichmann ofrecía un extremadamente desagradable parecido a la de aquel soldado, tantas veces citado, que hallándose en una situación normalmente legal, se niega a cumplir órdenes que son contrarias a su ordinario concepto y experiencia de lo que es legal, por lo cual las considera criminales. La abundante literatura existente sobre este tema suele basar sus razonamientos en el significado, comúnmente equívoco, de la palabra «ley», que en este contexto significa, a veces, la ley común —es decir, la ley promulgada y positiva—, y, otras veces, la ley que según se dice está grabada por igual en el corazón de todos los hombres. Sin embargo, desde un punto de vista práctico, para poder desobedecer una orden es necesario que esta sea «manifiestamente ilegal», y la ilegalidad debe «flamear» como una bandera negra en estas órdenes, como un aviso que rece ¡Prohibido!, tal como la sentencia hizo constar. En un régimen político criminal, la bandera negra con su aviso flamea, «manifiestamente, sobre órdenes que serían las legales en regímenes normales —por ejemplo, «no matar a ciudadanos inocentes por el solo hecho de ser judíos»—, tal como ondea sobre una orden criminal dada en circunstancias normales. Recurrir a la inequívoca voz de la conciencia o, dicho sea en el lenguaje todavía más vago que emplean los juristas, al «general sentimiento de humanidad» (Oppenheim-Lauterpacht, en International Law, 1952), no solo constituye una petición de principio, sino que significa rehusar conscientemente a enfrentarse con el más básico fenómeno moral, jurídico y político de nuestro siglo. 


Sin duda, no fue tan solo la convicción que Eichmann tenía de que Himmler daba en aquel entonces órdenes criminales lo que determinó su actuación. Concurría también un factor personal que no era fanatismo, sino su genuina, «ilimitada e inmoderada admiración hacia Hitler» (como la calificó uno de los testigos de la defensa), hacia el hombre que había llegado «desde cabo acanciller del Reich». Sería ocioso intentar averiguar qué era más fuerte en Eichmann, su admiración hacia Hitler o su decisión de seguir siendo un ciudadano fiel cumplidor de las leyes del Tercer Reich, cuando Alemania era ya un montón de ruinas. Durante los últimos días de la guerra, ambos motivos ejercieron su influjo una vez más, cuando Eichmann estaba en Berlín y vio con violenta indignación que todos los que le rodeaban tenían el sentido común de proveerse de documentos falsos, antes de que llegaran los rusos o los americanos. Pocas semanas después, el propio Eichmann comenzó a ir de un lado para otro, bajo nombre supuesto, pero, entonces, Hitler ya había muerto, la «ley común» había dejado de existir, y Eichmann, tal como dijo, había quedado liberado de su juramento. El juramento que prestaban los miembros de las SS se diferenciaba del de los soldados en cuanto les ligaba solamente a Hitler, no a Alemania. 


El caso de conciencia de Adolf Eichmann, evidentemente complicado pero no único, no admite comparación con el de los generales alemanes, uno de los cuales, al preguntársele en Nuremberg: «¿Cómo es posible que todos ustedes, honorables generales, siguieran al servicio de un asesino, con tan inquebrantable lealtad?», repuso que no era «misión del soldado ser juez de su comandante supremo. Esta es una función que corresponde a la Historia, o a Dios en los Cielos» (palabras del general Alfred Jodl, ahorcado en Nuremberg). Eichmann, mucho menos inteligente y prácticamente carente de educación, vislumbraba, por lo menos, de un modo vago, que no fue una orden sino una ley lo que les había convertido a todos en criminales. La distinción entre una orden y la palabra del Führer radicaba en que la validez de esta última no quedaba limitada en el tiempo y el espacio, lo cual es la característica más destacada de la primera. Esta es también la razón en cuya virtud la orden dada por el Führer de que se llevara a término la Solución Final fue seguida por un diluvio de reglamentos y ordenanzas, documentos todos redactados por expertos juristas y no por funcionarios administrativos; la orden de Hitler, a diferencia de las órdenes corrientes, recibió el tratamiento propio de una ley. No es necesario añadir que los consecuentes formalismos jurídicos, lejos de ser una simple manifestación de pedantería o perfeccionismo alemán, cumplieron muy eficazmente la función de dar externa apariencia de legalidad a la situación existente. Y, al igual que la ley de los países civilizados presupone que la voz de la conciencia dice a todos «no matarás», aun cuando los naturales deseos e inclinaciones de los hombres les induzcan a veces al crimen, del mismo modo la ley común de Hitler exigía que la voz de la conciencia dijera a todos «debes matar», pese a que los organizadores de las matanzas sabían muy bien que matar es algo que va contra los normales deseos e inclinaciones de la mayoría de los humanos. El mal, en el Tercer Reich, había perdido aquella característica por la que generalmente se le distingue, es decir, la característica de constituir una tentación. Muchos alemanes y muchos nazis, probablemente la inmensa mayoría, tuvieron la tentación de no matar, de no robar, de no permitir que sus semejantes fueran enviados al exterminio (que los judíos eran enviados a la muerte lo sabían, aunque quizá muchos ignoraran los detalles más horrendos), de no convertirse en cómplices de estos crímenes al beneficiarse con ellos. Pero, bien lo sabe el Señor, los nazis habían aprendido a resistir la tentación.


















Tomado de:
ARENDT, Hannah (2003): Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. Barcelona, Lumen, pp.83-91