31 julio 2021

Los cánones y más allá. Nazaret F. Auzmendi



Los cánones y más allá

 

Nazaret Fernández Auzmendi

 

Si alguien nos pidiera que confeccionáramos una lista con las obras que, a nuestro juicio, deberían pasar a la posteridad, no estaría solicitando de nosotros nada des­cabellado. Una de las habituales entre las preguntas que se le formulan a un entre­vistado es aquella en la que se le pide que escoja su lectura favorita o el libro con el que amenizaría sus días abandonado en una isla desierta. Las revistas culturales nos ofrecen inventarios en los que se seleccionan obras de entre las muchas que se publican hoy día. De hecho, resulta frecuente encontrar con la llegada del fin de año (o incluso del siglo o el milenio) un balance de los autores y textos que deben permanecer en las estanterías de nuestras casas, bibliotecas o colegios.

 

Nos gustan las listas. Es innegable que de entre el maremágnum de textos escritos y publicados a lo largo de toda la historia de la humanidad nos vemos obligados a escoger, y que necesitamos de un cicerone que vaya marcándonos el camino por entre las líneas del universo literario; alguien que determine quién dejará su huella indeleble en el barro inconsistente de la memoria. Pero, ¿qué convierte a una obra en clásico?, ¿de qué autores se acuerda la Historia Literaria?, ¿sobre qué aspectos se erige una tradición?, ¿qué criterios han de tenerse en cuen­ta en la elaboración de un canon?

 

Qué es el canon.

 

Enric Sullà abre su compilación de artículos y textos relativos al canon litera­rio con la siguiente definición. El canon literario es «una lista o elenco de obras consideradas valiosas y dignas por ello de ser estudiadas y comentadas» (Sullá, 1998). Pero lo que pretende ser una definición «sencilla y práctica» contiene términos que de nuevo planean peligrosamente sobre el terreno de lo subjeti­vo: ¿quién determina lo valioso de una obra literaria?, ¿en qué reside esa valía? o ¿por qué unas obras son dignas de ser estudiadas y otras no? A todo ello hay que sumarle que Sullà estima, o al menos eso podemos deducir de su afirmación, que los encargados de elaborar un canon han de ser cuando menos filólogos, pues las obras escogidas han de ser «comentadas», imaginamos que en el sentido de un análisis de textos, y «estudiadas», lo que nos lleva a la práctica docente y a otra de las grandes cuestiones que plantea el concepto de canon: qué lecturas elegimos para enseñar y leer en la educación Primaria, Secundaria, el Bachillerato y en el ámbito universitario.


Henry Louis Gates (en una obra cuyo título, Las obras del amo, permite en­marcarlo dentro las corrientes que reivindican la recuperación de la tradición lite­raria afroamericana) ofrece, por su parte, una definición mucho más amplia pero, no por ello, menos alejada del debate académico: el canon como «el cuaderno de lugares comunes de nuestra cultura común, donde copiamos los textos y títulos que deseamos recordar, que tuvieron algún significado especial para nosotros» (apud Sullà, 1998). Gates apela a nuestro lado emocional, ese que nos hace escoger la literatura como una parte especial de nuestras vidas o que ha decidido en un momento dado cuál sería nuestra dedicación profesional. «Trato de recordar a mis alumnos universitarios que cada uno de nosotros eligió la litera­tura a partir de esos cuadernos de lugares comunes, ya sea literal o simbólicamente». En este sentido, su definición se acerca a una de las formuladas por Bloom en su Elegía al canon occidental:


El canon, una vez que lo consideremos como la relación de un lector y escritor con lo que se ha conservado de todo lo que se ha escrito, y nos olvidemos de él como lista de libros exigidos para un estudio determinado, será idéntico a un Arte de la Memoria literaria (Bloom, 1994).


Ambos autores coinciden en una definición descriptiva del canon y se alejan de las consideraciones preceptivas que otros estudiosos le otorgan a través de pre­guntas como qué se debe leer o qué se debe seleccionar. Asimismo, tanto Bloom como Gates creen que existe una especial relación entre lector y texto, y que esa selección de obras y autores contiene una vertiente individual en la medida en que, como afirma Gates, hay libros que a nivel particular (pues no hay otra forma de entenderlo) han tenido una especial trascendencia en nuestras vidas.


Pero este último aserto choca de forma abrupta con otra de las ideas presen­tes en la definición expuesta por Gates, la de un canon que sea representativo de una «cultura común». Su enunciación desemboca en uno de los terrenos más abonados por la polémica y que mayores argumentos ha concedido a los cultural studies: el canon como la imagen representativa de una tradición y una cultura, el espejo en el que se reflejan los valores y la ideología compartidos por una socie­dad en un momento histórico preciso. En un mundo globalizado como el nuestro resulta difícil establecer una cultura común cuando compartimos nuestras vidas con personas de razas, tradiciones y lenguas diferentes a las nuestras. El propio Gates opta por proponer un plan de estudios en el que se pudiera preparar a los estudiantes para una «cultura del mundo» y modificar así las bases que sustentan un canon que él entiende como un «baluarte […] de la cultura masculina blanca occidental» (apud Sullà, 1998)


Es este el principal punto de enfrentamiento entre posturas como las defendi­das por Gates—y otros autores a los que se ha definido como anticanonicistas— y Harold Bloom, para quien la construcción del canon debe estar basada solo y exclusivamente en presupuestos estéticos, nunca ideológico


…la elección estética ha guiado siempre cualquier aspecto laico de la formación del canon, pero resulta difícil mantener este argumento en unos momentos en que la defensa del canon literario, al igual que su ataque, se ha politizado hasta tal extremo. Las defensas ideológicas del canon occidental son tan perniciosas en relación con los valores estéticos como las virulen­tas críticas de quienes, atacándolo, pretenden destruir el canon o ‘abrirlo’, como proclaman ellos. Nada resulta tan esencial al canon occidental como sus principios de selectividad, que son elitistas solo en la medida en que se fundan en criterios puramente artísticos. Aquellos que se oponen al canon insisten en que en la formación del canon siempre hay una ideología de por medio (Bloom, 1994).

 

Harold Bloom resalta la importancia de la estética y el valor artístico de los textos y, a lo largo de todo El canon occidental, argumenta que gran parte, si no toda la noción de canonicidad, reside precisamente en la originalidad (además de en otras cuestiones como el dominio del lenguaje metafórico, el poder cognitivo, la sabiduría y la exhuberancia en la dicción): «Toda poderosa originalidad literaria se convierte en canónica» (Bloom, 1994). Pero esta afirmación tampoco coadyuva al entendimiento entre las partes. No todos coinciden en este aserto y pueden considerarse otros muchos factores a la hora de decidir si Shakespeare ha de ser o no un elemento imprescindible en el canon literario occidental. Recorde­mos, por ejemplo, las pautas ofrecidas por Italo Calvino en su libro Seis propuestas para el próximo milenio, nacidas al calor de una invitación de la Universidad de Harvard, y que el escritor italiano consideró como «los valores literarios que de­berían conservarse para el próximo milenio»: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad. ¿Por qué estas pau­tas y no otras? La afirmación de Bloom de que «el yo individual es el único método y el único criterio para percibir el valor estético» no hace sino avivar la polémica (Bloom, 1994).


Walter Mignolo, autor de "Los cánones y (más allá de) las fronteras culturales (o ¿de quién es el canon del que hablamos?)", nos propone otro ejemplo de estos vín­culos (en el que nuevamente aparece la Iglesia como institución canonizadora), y lo traslada al escenario de la América en el periodo colonial:


La colonización de las lenguas en Latinoamérica […] tuvo lugar en un momento en que los valores atribuidos al texto escrito […] tuvieron un papel decisivo en la formación del canon ‘literario’ durante el perio­do colonial. No solo no se imprimieron las transcripciones escritas de los discursos amerindios, sino que los únicos textos escritos fueron los que merecieron la aprobación étnica y estética de la Inquisición. […] [H]istorias basadas en textos que habían sido bendecidos por los poderes coloniales institucionales (apud Sullà, 1998).


Para Kermode, así como para Mignolo, resulta obvio que «las instituciones confieren valor y privilegio a los textos y autorizan maneras de interpretar», pues no en vano, el autor británico considera que es solo a través de la exégesis de un texto como se pueden llegar a establecer las cualidades requeri­das para su inclusión en el canon. Sostiene Kermode que la interpretación asegura la vida de una obra; pensemos, como docentes, en la pervivencia de sonetos como el «En tanto que de rosa y azucena» de Garcilaso o «Mientras por competir con tu cabello» de Góngora, rescatados de las pantanosas aguas del olvido gracias a la exégesis básica y neófita a la que los sometemos en el transcurso de algunas de nuestras clases de Lengua Castellana y Literatura.


No obstante, y a pesar de que todos parecen coincidir en que los textos canó­nicos se institucionalizan mediante la enseñanza y el estudio (de ahí la lucha por la inclusión de determinadas obras en los programas escolares), muchos reivin­dican una desvinculación del canon literario y las instituciones, así como de los conceptos de jerarquía y especialmente del de autoridad, que son los que hacen afirmar, tal y como hace Harold Bloom, que Shakespeare es único porque es in­mortal, porque «es representado y leído en todas partes, en todos los idiomas y circunstancias» y «apela al juicio histórico de cuatro siglos» (Bloom, 1994). Curiosamente, su postura se acerca bastante (tal vez sin desearlo, ya que se aleja de lo que Bloom había considerado como un criterio ineludible en la elaboración de un canon: la estética) a lo afirmado por E. D. Hirsch en su libro Cultural Literacy, «que los contenidos de una cultura nacional común son arbitrarios» pues «los americanos deben conocer a Shakespeare, no porque sea superior a Dante, Racine o Goethe, sino porque otros americanos conocen a Shakespeare» (apud Sullà, 1998). Ambos se olvidan de que, a diferencia del canon bíblico, el canon literario no es una nómina cerrada de obras, y que existen multitud de au­tores que reivindican una lista, no con lo que los integrantes de una sociedad con cierta cultura comparten, sino con lo que deberían saber. Proponen, por tanto, el paso de un canon descriptivo a uno preceptivo, ¿qué enseñar?, ¿qué seleccionar? o ¿qué valores transmitir?, y al mismo tiempo exigen el respeto a unas cuotas re­presentativas de la literatura femenina, negra o de cualquier literatura nacional.

 

 

El pistoletazo de salida lo dio Harold Bloom con la publicación en 1994 de The Western Canon. En su estudio, el crítico norteamericano arremetía directamente contra la presencia, cada día más determinante, de los estudios culturales en los departamentos didácticos de las universidades estadounidenses, y solicitaba de sus ‘colegas’ la creación de un currículum que no estuviera «politizado» (Bloom, 1994). Bloom se hacía eco en estas páginas de una tendencia cada vez más generalizada y aplastante, la de conceder una importancia desmedida a la proce­dencia social, étnica o sexual de los autores que debían incluirse en un hipotético canon literario. Ello suponía, y de hecho lo sigue haciendo, que otras cuestio­nes tales como la estética quedaran desplazadas a un segundo plano. Podríamos plantearnos qué criterios determinan la concesión de algunos premios literarios, sobre los que en más de una ocasión sobrevuela la duda de si están encaminados a contentar a minorías sociales o tapar los agujeros de las políticas de integración.



Para el crítico nortemamericano, con los estudios culturales se renuncia a la estética, e incluso llega a afirmar que «estamos destruyendo todos los criterios intelectuales y estéticos de las humanidades y las ciencias sociales en nombre de la justicia social». La defensa del autotelismo de la obra literaria para determinar su inclusión en el canon y la afirmación de que el canon occidental no puede entenderse como «un programa de salvación social» ni, mucho menos, como una encarnación de «las siete virtudes morales que componen nuestra gama de valores normativos y principios democráticos» sintetizan bien la postura defendida por Bloom. Y lejos de negar el maridaje entre instituciones y literatura, el profesor de Yale asevera que el canon siempre ha servido a los inte­reses de las clases sociales más favorecidas y mejor situadas, «la Musa […] siempre toma partido por la élite». A pesar de ello no puede afirmarse que la crítica literaria o la elaboración de un canon occidental deban convertirse en un instrumento para mejorar la sociedad o en la piedra angular de nuestro sis­tema de enseñanza o de transmisión de valores. Para Bloom, el canon es una lista de supervivientes que se han abierto paso gracias a la fuerza estética de sus obras, tal vez auspiciados por el viento favorable del mecenazgo, la posición social o la simple y pura contingencia, pero en ningún caso como escritores repre­sentantes de una clase social o de la lucha de clases. El autor es un ser individual, como lo es el crítico, y ninguno de ellos puede ser considerado como el estandarte de un grupo social. La estética, eje motor en la confección del canon, es más un asunto individual que social.



Podemos estar de acuerdo con algunas de las afirmaciones que hace Bloom, y tal vez fuera necesaria la censura sobre la inclusión forzada, en las nóminas de autores estudiados en las aulas, de cuotas de minorías étnicas y sociales. Sin embargo, sus criterios a la hora de dictaminar los nombres que deben adherirse al canon occidental dejan bastante que desear. Bloom se olvida de que los valo­res que hicieron que algunos textos se incluyeran en la Historia de la Literatura Occidental no son los mismos que deciden hoy si un texto conformará o no ese parnaso de los escogidos. Como tampoco podemos coincidir con él en que pue­dan desvincularse totalmente de la noción de canon los factores sociales, políticos e ideológicos. Son muchos más valores, y no solo los estéticos, los que han par­ticipado en la elección de las obras que hoy conservamos, leemos y enseñamos en las aulas. Ciertas consideraciones políticas e históricas convirtieron a finales del siglo XIX, y durante todo el franquismo español, el Cantar de Mio Cid en un estandarte de nuestra cultura e idiosincrasia, y así lo demostró su inclusión en los programas escolares y su presencia en el ámbito académico y de investigación. Y precisamente estos factores mantuvieron al margen del canon literario español y de nuestras aulas a gran parte de la nómina del grupo generacional del 27, hoy indiscutible en cualquier manual de literatura. No olvidemos que la selección de un canon se hace desde el punto de vista de los valores e ideologías de una época y una cultura dadas. Novelistas como Galdós, que en la actualidad goza de gran reconocimiento, no soportarían algunas de las razones que Bloom arguye en de­fensa de la canonicidad, como el hecho de que los autores hoy canónicos siempre han disfrutado de una posición privilegiada en las páginas de las antologías o his­torias de la literatura, y es innegable que en algunas ocasiones las obras seleccio­nadas para conformar el canon representan a una clase social. Pongamos por caso la novela europea decimonónica: Anna Karenina, Madame Bovary, La Regenta, El primo Basilio o Rojo y negro aparecen en los manuales de literatura o en los libros de textos y recogen un estereotipo, el de la mujer burguesa, adúltera y has­tiada del entorno y de sí misma, y, como hacemos con el Lazarillo o con algunas novelas de Galdós, las interpretamos en cierta media como ‘documentos sociales’ en tanto que transmiten la visión de mundo de su autor y de una época.

 

Podemos coincidir con Pozuelo en que Bloom ha desperdiciado una buena ocasión para plantear «las auténticas cuestiones claves: ¿qué enseñar?, ¿cómo ha­cer que la Literatura permanezca viva en nuestras sociedades postindustriales?, [o] ¿cómo integrar ideología y estética?», y hemos de darle la razón en que el elenco de autores que ofrece depende en exceso de sus gustos y afinidades, con lo que acaba por convertirse en una «antología personal» (Pozuelo, 1996) que ha recibido los calificativos de blanca, machista y occidental.


Al otro lado de la frontera, se encuentran aquellos que postulan, más que una destrucción o el cuestionamiento de la noción de canon, una revisión de las obras y textos que lo conforman. A estas alturas del partido, nadie pone en duda la exis­tencia de un canon, porque su constitución es tan evidente como necesaria: «Po­seemos el canon porque somos mortales y nuestro tiempo es limitado» (Bloom, 1994). No obstante, la mayoría de los autores que se acercan a posturas revisionistas con una intención inquisitiva son conocidos como representantes de la Escuela del Resentimiento o incluso como anticanonicistas.


Dicho grupo es el encargado de trasladar al mundo académico una realidad plural y compleja en la que se da la circunstancia de que las minorías de una so­ciedad dada «rechazan la identidad que les ofrece la cultura occidental y buscan en cambio que sea reconocida su diferencia», una identidad, una tradición, unos valores y una voz propios (Sullà, 1998). Este hecho, tal y como propone Sullà, solo puede tener dos consecuencias: la apertura del canon, para que deje traslucir un multiculturalismo, siempre deseable y cada vez más evidente en las sociedades occidentales contemporáneas, o la sustitución de ese canon tradicio­nal por «cánones locales, parciales». Resulta evidente que ambas posturas entienden el canon como la representación de unos valores y de una tradición que vinculan directamente con la enseñanza, y la primera de las opciones les lleva a plantearse cuestiones como si «¿Debe considerarse el canon y, por lo tanto, los programas académicos que se basan en él, como un compendio de lo mejor o más bien como un registro de la historia cultural?» (apud Sullà, 1998). El peligro que se cierne sobre estos estudios basados en minorías étnicas, sexua­les o nacionales es el de terminar concluyendo que son necesarias determinadas cuotas, una paridad que garantice la presencia de textos y autores en los que todos los integrantes de una sociedad puedan mirarse y reconocerse. Por otra parte, es cierto que estas reivindicaciones han sido en algunos casos necesarias para resca­tar obras y nombres que fueron desechados en épocas anteriores por cuestiones de raza o discriminación.


Pero la pregunta es:

[…] ¿se debería, en interés de la representación de la alteridad, tratar de incluir una muestra ‘representativa’ de las obras de tradiciones no occi­dentales y de las tradiciones minoritarias dentro de la cultura occidental? (Culler apud Sullà, 1998).

 

Gates considera imprescindible una reformulación de los planes de estudio para incluir en ellos textos representativos de las tradiciones asiática, africana o de Europa del Este, con el fin de demostrar a nuestros alumnos que se trata de textos con una «elocuencia comparable» a la de los nuestros y, especialmente, para prepararles para «su papel como ciudadanos de una cultura del mundo».


Mucho antes de que surgiera la polémica en torno al canon (1983), en su artículo Traicionando nuestro texto. Desafíos feministas al canon literario, Lillian S. Robinson aclara que la crítica feminista no pretende cuestionar la cano­nicidad de los clásicos ni atentar contra el concepto de canon como tal, sino que su intención es proponer una revisión de los textos para identificar los valores sociales que se transmiten y a partir de ahí modificarlos.


Desde luego, no se lanza ningún desafío a nociones como las de calidad literaria, atemporalidad, universalidad y otras cualidades que constituyen la razón fundamental de la canonicidad (apud Sullà, 1998, p. 122).


De esta forma, pretenden crear un contra-canon femenino, una alternativa a la tradición literaria, eminentemente masculina; pero sus aspiraciones son además conseguir que las mujeres escritoras tengan también su representación dentro de ese canon, autorizado y legitimado, digamos, por el tiempo y otros autores.


Robinson refleja en su estudio una postura bastante moderada y reconoce que gran parte de la crítica feminista se ha centrado en mujeres blancas pertenecien­tes a la clase alta del siglo XIX, lo cual no deja de ser contradictorio. No obstante, Robinson, si no cuestiona el canon en sí mismo, sí muestra un desacuerdo con sus principios de selección, predispuestos desde su punto de vista hacia lo mas­culino:


Volver a examinar estos textos [se refiere a las narraciones de las mu­jeres americanas entre 1820 y 1870] puede muy bien demostrar la falta de maestría y de complejidad estética, intelectual y moral que exigimos a la gran literatura. Francamente confieso que […] no he desenterrado a una Jane Austen o una George Elliot olvidadas […]. Con todo, no puedo evi­tar la creencia de que criterios ‘puramente’ literarios, como los que se han empleado para identificar a las mejores obras americanas, han mostrado inevitablemente predisposiciones a lo masculino.


Asimismo, constata que la literatura de mujeres suele presentarse como algo ajeno o cuando menos como algo que no afecta al resto de la historia de la lite­ratura, a pesar del conflicto que supone a veces determinar qué es la literatura de mujeres (¿la escrita por mujeres, la que trata sobre mujeres?), y si esa nomenclatu­ra coincide con la de literatura femenina.

 

Jonathan Culler, en El futuro de las Humanidades, advierte de los peligros de entender la educación como «la transmisión de una herencia común […] más que como un aprendizaje de los hábitos del pensamiento crítico» (apud Sullà, 1998). Desde este punto de vista sería difícil encontrar una explicación a por qué se sigue difundiendo la herencia grecolatina en nuestras aulas, en el marco de una sociedad como la nuestra, multirracial y multicultural, cuando la tan reque­rida cultura común está basada principalmente en los medios de comunicación. Los estudiantes no llegan a nuestras manos como una tabula rasa, sino que «ya se encuentran inmersos en una cultura» cuando entran en nuestras universidades (e institutos) y «hasta cierto punto, permanecen en esa misma cultura con inde­pendencia de cuáles sean los libros que decidamos hacerles leer». Cuando optamos por incluir en una asignatura como Literatura Universal títulos como El gato negro de E. A. Poe, El extranjero de Albert Camus o La metamorfosis de Franz Kafka, no estamos pensando ni mucho menos en difundir entre nuestros alumnos los valores que los protagonistas o sucesos de las obras exhalan. ¿Qué relación pueden mantener La Celestina, La familia de Pascual Duarte o El alcalde de Zalamea (lecturas que vienen ya determinadas en algunos currículos) con los contenidos transversales que en otras muchas circunstancias sí trabajamos en las aulas? Se trata de personajes mezquinos y codiciosos (en el caso de La Celestina o La metamorfosis), violentos, vengativos y desequilibrados: el asesinato aparece en cinco de las seis obras mencionadas —podemos excluir La metamorfosis— y el maltrato a la mujer vertebra los versos y líneas de El alcalde de Zalamea, La familia de Pascual Duarte y El gato negro. ¿Por qué, entonces, seleccionamos estas obras?


En muchos casos, nuestra tarea como profesores nos lleva simplemente a fo­mentar en los alumnos el placer por la lectura, y nuestros medios para conseguirlo pasan por satisfacer gustos ya existentes, como la atracción que muchos jóvenes profesan hacia el terror, lo macabro o lo escabroso. Ello nos hace decantarnos por los Cuentos de Poe, las Leyendas de Bécquer o historias protagonizadas por asesinos, y entonces les sugerimos que lean El perfume. Sus preferencias, y proba­blemente las deficiencias en compresión lectora, han sustituido en las listas de lec­turas obligatorias obras como Tiempo de silencio, Cien años de soledad, La colmena o Las ratas por otras pertenecientes al género de lo que denominamos literatura juvenil; en su lugar, muchos de nuestros alumnos leen hoy a Laura Gallego y sus Memorias de Idhún o las narraciones premiadas de Jordi Sierra i Fabra. El canon literario de la Enseñanza Secundaria Obligatoria tiene poco que ver con el que se enseñaba y leíamos hace apenas quince años.


En segundo lugar, los currículos oficiales de la enseñanza han comenzado a incluir desde hace unos años nombres que durante mucho tiempo estuvieron relegados a un segundo plano. Si en Estados Unidos la polémica surgía al querer interpretar la cultura, y por lo tanto también la literatura, según parámetros de raza, clase y sexo, el desafío en España parecen plantearlo «las nacionalidades históricas y su política de reconocimiento lingüístico y cultural», que exigen su es­pacio en las aulas y libros de textos (Sullà, 1998). Así, nos encontramos la mayoría de las veces con un currículo diseñado exclusivamente para cada comu­nidad autónoma, lo que hace que se incluyan y estudien nombres que no siempre aparecieron en las páginas principales de los libros de textos y restan su parcela de tiempo a los considerados clásicos. Surge de nuevo la polémica al plantearnos si la procedencia de un autor es motivo suficiente para ingresar en el canon educativo o si aquellos que elaboraron estas y otras listas observaron criterios más cercanos a las consideraciones estéticas.


Por último, otros parecen ser los hilos que manejamos en los principios de se­lección que rigen las lecturas escogidas para el Bachillerato. Si la literatura juvenil campa a sus anchas por los maltratados —y denostados— páramos de la Secunda­ria, los clásicos continúan ocupando su parcela de rigor y se resisten a abandonar el territorio conquistado. El propio currículo nos impone una selección de textos que han de ser explicados y leídos en clase: «Análisis de capítulos representati­vos del Quijote», «Lectura y análisis de poemas representativos de Garcilaso, Fray Luis, San Juan, Góngora, Quevedo», «Comentario de unas escenas de El alcalde de Zalamea, de Calderón de la Barca» o «Lectura de una novela de Galdós» son contenidos comunes en los currículos españoles de Bachillerato.


¿Qué criterios determinan que estas lecturas se enseñen en nuestras aulas? La canonicidad de dichos textos probablemente resida en una amalgama de los muchos factores que hasta ahora hemos mencionado: su pertenencia a la tradi­ción literaria, un consenso generalizado sobre su calidad literaria, refutado por las afirmaciones de otros autores o de la crítica literaria, su presencia y aparición en textos posteriores o el hecho de que todos las conocemos y las sentimos como propias y representativas de nuestra tradición y cultura. 

 

La formación del canon.

 

Como legado de nuestra cultura y valores o como antología de textos elevados a la categoría de clásicos, el canon está ineludiblemente vinculado al sistema escolar y a la práctica docente. Por ello quizá debe salir cuanto antes del terreno de la dis­cusión para ayudarnos a entender las nociones de tradición y clásico, los límites de la Historia de la Literatura, su evolución, sus cambios y su aplicación y docencia en las aulas.


Para aclarar el concepto de canon y explicar su formación, Pozuelo (1995) recu­rre a la teoría de la semiosfera desarrollada por Iuri Lotman y la Escuela de Tartu. El objeto de investigación de estos autores es la semiótica de la cultura, es decir, el funcionamiento de la lengua en el contexto general de la cultura. Trabajan, por tanto, con textos, pero no desde la perspectiva linguocentrista de Jakobson, sino partiendo de la idea del pluralismo de los códigos culturales: para Lotman, el texto es autosuficiente en la medida en que en sí mismo constituye un universo semán­tico, sin embargo, está siempre incluido en una cultura y forma parte de ella. La cultura se entiende, por tanto, no como un mero conjunto de textos, sino como un mecanismo con capacidad para organizarlos. La identidad de una comunidad se extrae precisamente de esos textos y de una realidad extratextual que no es sino algo derivado del propio discurso. Ahora bien, las fronteras de la cultura no son líneas nítidas y claramente delimitadas: toda cultura cobra significado por lo que es, pero también por lo que no es, todas las culturas opuestas a ella que en un constante diálogo la estructuran, transforman e incluso le otorgan su mismidad. Gracias a estas relaciones, la cultura de una sociedad dada adquiere su identidad, digamos que por oposición, y es capaz de interpretar sus códigos. Cuantas más relaciones exteriores se mantengan, y tanto más variadas sean, tanto más rica será una cultura (Lotman, 2005):


La definición misma de cultura reclama a la de canon como elenco de textos por los cuales una cultura se autopropone como espacio interno, con un orden limitado y delimitado frente al externo, del que sin duda precisa (Pozuelo apud Sullà, 1998).


Esto hace que dentro de una sociedad nos encontremos con elementos y dis­cursos canonizados en continua dialéctica con otros textos no canonizados que luchan por integrarse dentro del sistema. Lotman habla de un centro y una pe­riferia; las estructuras externas al modelo establecido se sitúan al otro lado de la frontera, fuera de ese centro, y son denominadas «no-estructuras», «no-textos» y en definitiva «no-cultura». Estos integrantes de la periferia permiten definir una cultura, el canon o la identidad de una comunidad: «no hay centro sin periferia y el dominio de la cultura, su propia constitución interna, precisa de lo externo a ella para definirse», y de hecho los elementos de la periferia terminan en muchas ocasiones integrándose en el centro y transformando por ello la cultura (Pozuelo apud Sullà, 1998).


Las reflexiones aportadas por Pozuelo a partir de la teoría de la semiosfera de Lotman nos conducen a dos conclusiones. Por un lado, de sus afirmaciones se deduce que todo canon es «histórico» y «positivo», así debemos entender el canon como un proceso en marcha, vinculado al devenir histórico y, por lo tanto, inestable, versátil y cambiante. Si a ello le sumamos la variabilidad del concepto de literatura a lo largo del tiempo y la dificultad de trazar sus fronteras, entende­remos mejor que no puede concebirse el canon como algo estático. Por ejemplo, el canon medieval integraba obras que hoy distan mucho de estar incluidas en el ámbito de lo literario: las crónicas de Indias son leídas actualmente como literatu­ra y no como un documento social.


Por otro lado, la comparación entre la formación del canon y el funcionamien­to de los sistemas semióticos revela que se trata de procesos en continua creación, pero también que para la constitución de este canon siempre se han tenido en cuenta los valores y las ideologías de su cultura, determinantes en la selección de las obras y autores que finalmente lo compondrán. Los valores y principios impe­rantes en una época hacen que nos decantemos por unas obras y no por otras en la configuración de una Historia de la Literatura. La concepción, hoy desterrada y vilipendiada (por las influencias románticas), de la creación literaria como imitatio ha consagrado como clásicos a autores como Berceo, Garcilaso o gran parte de la nómina que configura el Clasicismo francés o español.mPodemos concluir pues que no se puede hablar de un canon único sino de una superposición de sistemas que se complementan, sustituyen y transforman.


Si trasladamos estas reflexiones al terreno de la enseñanza, el peligro, en opi­nión de Walter Mignolo, reside en confundir los aspectos vocacionales con los epistémicos en la formación del canon.


A nivel vocacional, un canon literario debería verse en el contexto aca­démico (¿qué debería enseñarse y por qué?). A nivel epistémico, la for­mación del canon debería analizarse en el contexto de los programas de investigación, como un fenómeno que debe ser descrito y explicado (¿cómo se forman y transforman los cánones?, ¿qué grupos o clases sociales se re­presentan mediante el canon?, ¿qué esconde el canon?, etc.) […] Mientras que en la mayoría de las ciencias humanas enseñar significa, básicamente, enseñar el canon epistémico, con los estudios literarios […] se enseña el canon vocacional. […] [D]eberíamos llegar a la conclusión de que lo que hacen los profesores de literatura es enseñar a leer. En este punto enseñar una habilidad (como leer) se aleja de leer un conjunto de textos selecciona­dos por sus valores estéticos, étnicos o tradicionales (qué leer) (apud Sullà, 1998).


Mignolo traslada esta visión a la forma que tienen de constituirse los cánones en lo que denominamos tercer mundo, y precisa que mientras en el mundo occi­dental el canon se erige como objeto de debate, en estas otras literaturas ha actua­do como elemento de cohesión de las comunidades humanas, tanto si se concibe como un conjunto de valores o se entiende como un conjunto de relatos. Frente a los que solicitan del mundo occidental una integración de la periferia en el centro, Mignolo reclama que esta literatura que hemos dado en situar en la periferia bien puede constituir en sí misma un centro. Todo parte de la pregunta de «¿Quién enseña el canon de quién?», y de la observación de que aquellos que reclaman la integración de textos no occidentales en el canon lo hacen desde una perspectiva vocacional y se olvidan de que existen tantos cánones como comunidades. Nada adelantamos con ir ganando terreno para incluir con una cuña relatos pertene­cientes a esas otras culturas que consideramos marginales o periféricas. Mignolo recurre a un ejemplo clarificador: el Popol Vuh, que parece haberse ganado un sitio y un reconocimiento en los programas de estudios occidentales, «no tiene, para un estudioso de la literatura hispanoamericana, los mismos valores canónicos que tiene para la comunidad quiché» (ibid., p. 265):


Para evitar la tentación de proyectar valores del «primer mundo» sobre la literatura del tercer mundo, así como para evitar disminuir los criterios del «tercer mundo» comparándolos con los del primer mundo, necesitamos descripciones epistémicas de la literatura que puedan distinguirse de las defini­ciones vocacionales.


La cuestión radica en que con respecto al canon literario nos comportamos al mismo tiempo como creyentes y como estudiosos. Como creyentes, necesitamos vernos reflejados en un canon que contenga nuestras tradiciones, valores, ideo­logía y lo que la crítica literaria, las instituciones o el propio devenir histórico han considerado nuestros clásicos. Con este punto de vista nos situamos en un nivel vocacional que percibe el canon como la forma que una comunidad tiene de legitimarse y definir su territorio, reforzando o renovando su tradición. Como académicos o estudiosos nuestros esfuerzos deberían ir encaminados a estudiar cómo se configura un canon y a explicar en qué consisten esas transformaciones y, por otro lado, tratar de evitar una universalización de nuestros valores estéticos o modelos. En definitiva, la formación del canon plantea el problema de la univer­salidad o el regionalismo en la literatura, por lo que Mignolo, recurriendo también a Lotman, considera que:


…comprender las prácticas discursivas y las interacciones semióticas como sistemas autoorganizados más allá de las fronteras culturales sería una forma de evitar enseñar cánones literarios regionales como si fueran uni­versales.


Resulta cuando menos complicado no caer en la práctica de la que nos advier­te Mignolo, especialmente en una época como la nuestra en la que la maquina­ria occidental, sin haber dejado atrás los procesos colonizadores, y con una mal entendida globalización de los espacios y culturas, no deja de mirar por encima del hombro a esas culturas marginales y periféricas que luchan por encuadrarse en nuestros departamentos universitarios, hacerse un lugar en la sección cultural de nuestras revistas y periódicos o colgarse el galardón de algún premio literario, creyendo que con ello conquistarán un espacio de representatividad y reconoci­miento en la sociedad actual, más allá de lo literario.


 

Tomado de:

FERNÁNDEZ AUSMENDI, Nazaret (2008): "El canon literario: un debate abierto" En Revista Per Abbat, n°7.pp.61-76.


16 julio 2021

Ontología teratológica del monstruo. Héctor Santiesteban




Ontología teratológica del monstruo


Héctor Santiesteban



El monstruo tiene su propia ontología teratológica. El monstruo está situado en su lugar correspondiente dentro del cosmos, sobre todo durante la Edad Media: se insertará dentro de la Creación. Ahora bien, como el mundo del monstruo y, más aún, el mundo de lo imaginario son demasiado amplios y complejos como para poder reducirlos con la ayuda de cualquier sistema; la opción no es reducirlo, sino ampliar ese mundo, intentar darle, si no una forma, al menos una inteligibilidad. 


El monstruo, si bien es una existencia en cierto modo plural, dada su conformación –muchas veces híbrida–, su forma y su sentido, se trata de una pluralidad que apunta a la unidad, ya que son varios elementos que forman un solo ser. Los elementos dispersos confluyen en un ser articulado, orgánico. Los monstruos existen en todos los niveles de la creación: desde el divino, hasta el mineral, pasando por los más comunes que son el humano y el animal. No obstante lo anterior, ni siquiera sobre su racionalidad hay una regla fija: en ocasiones el monstruo puede ser racional y en otras irracional; predomina, es cierto, la irracionalidad del monstruo; no obstante, indiscutiblemente, pertenece en esencia al reino de lo animado.


El monstruo en la creación. 


El monstruo sería, según la teoría tomista, un ser contingente. De hecho todos los seres, excepto Dios, son contingentes, pueden ser sin existir, no son necesarios ya que su esencia no determina su existencia. La existencia se entendería como actualidad de ser, y el ser puede dejar de existir, es decir, de ser actual (se puede o no existir ya que no se es necesario). Según esta teoría, Dios es, sin embargo, necesario. El monstruo sería el ser contingente por excelencia. En ocasiones su existencia determinada y perfectamente clasificada se muestra poco clara, por ejemplo en el tomismo. Santo Tomás, dentro de la ontología, distingue el ente real y el ente de razón. El ente de razón es aquel cuya existencia se remite y es propia del aparato psíquico (por utilizar terminología psicoanalítica moderna). Se trata de dos tipos de seres. Por decirlo de otra manera, que se oye más cercana por ser más moderna: los seres fenomenológicos por un lado, y los seres metafísicos, extrafenomenológicos o suprarreales por el otro. Los monstruos fabulosos serían para nosotros –utilizando lenguaje tomista– en el caso de que les negáramos existencia terrenal, entes de razón. Por otro lado, los productos de partos monstruosos son, tal y como lo eran para otro eminente santo, Agustín, entes reales; esto se debe a que el autor de La ciudad de Dios piensa sobre todo en las razas monstruosas y en los nacimientos monstruosos. Dicho de otra manera, los monstruos pueden ser reales o imaginarios. Dentro de los reales podemos contar con las mutaciones de seres normales que nacen desfigurados: animales u hombres con dos cabezas, sin algún miembro, con grandeza o pequeñez excepcionales, etcétera. Se trata de monstruos reales y tangibles. Por otro lado, dentro de los imaginarios, contamos con todos aquellos que son producto sólo de la mente y creación imaginaria humanas.


Podemos presentar la siguiente máxima como la piedra de toque de la ontología teratológica: entre más extendido en tiempo y espacio aparece un monstruo determinado, es más un ente real; entre más veleidosamente aparece, es más un ente de razón. Cabe recordar que el ente de razón no es igual que el “ser verbal” de Spinoza: el ser que no se explica ni con la imagen, ni con la razón. Ejemplo de ello sería un “círculo cuadrado”. El monstruo existe y se le representa. Los monstruos, de esta manera, quedan insertos como seres maravillosos. No son por supuesto los únicos, ya que también tenemos los lugares o países míticos, los minerales sobrenaturales, los objetos mágicos, las palabras mágicas y algunos otros más. 


También consideremos que, si mirásemos la naturaleza con cierto distanciamiento, veríamos monstruos más a menudo. Un pulpo sería una Grylla; un ciempiés o una mosca con sus cientos de patas o de ojos no dejarían de maravillarnos. Podríamos escribir un tratado teratológico contando tan sólo con animales conocidos y aun familiares. En cierto modo esto es lo que les ocurrió a los descubridores y viajeros de otros tiempos: se encontraron con una realidad diferente, maravillosa, fantástica para ellos –y para los que compartían su idea del mundo–, pero cotidiana para los habitantes de aquellas “nuevas” tierras.


No obstante todo lo anterior, debemos decir que, en sentido estricto, difícilmente podría haber un insecto, gusano, etcétera, considerado como monstruo. El monstruo tiene que tener una cierta dimensión, un cierto peso. Todos los insectos son un poco monstruosos, pero son demasiado pequeños. Aunque es necesario decir, en contraposición, que el microscopio modificó este concepto, y los seres más pequeños se convirtieron en monstruos. Los microbios adquirieron talla monstruosa cuando se descubrió su relación con las enfermedades. Fue entonces que adquirieron la dimensión de monstruo. En cierta medida, el monstruo depende, como lo apuntábamos anteriormente, del hombre que, como sujeto, juzga al monstruo como objeto. Los primeros juicios que se den, saldrán desde una posición antropocéntrica.


Acaso el rasgo más importante del monstruo sea que en su ser se da una coniunctio elementorum, una conjunción de elementos. Elementos heterogéneos en la mayor parte de las ocasiones, pero también con otros francamente contrapuestos, en donde llega a haber una conciliación de contrarios. Si se da esta conciliación de contrarios, el monstruo posee rasgos divinos en su significación. Eliade nos ilustra al respecto: “la coincidentia oppositorum en la estructura profunda de la divinidad, la cual se muestra alternativamente o simultáneamente benevolente y terrible, creadora y destructora, solar y ofidia”. Posteriormente veremos ejemplos de este tipo de seres (Quetzalcóatl sería un buen ejemplo de esto, lo mismo que el dragón entendido en su concepción más amplia).


El monstruo es un ser liminal. Puede ser tan pronto estudiado en su dimensión biológica, como en su dimensión mítico-religiosa. El monstruo es un ser mixto incluso en su más íntima definición: según la clasificación agustiniana de entes de razón y entes reales, el monstruo cabalga entre los dos: el ente de razón es creado por un hombre. El monstruo es creado por la humanidad entera, pero también la esencia del monstruo está inserta en la humanidad. Como ente de razón se constata que en él se muestran los cambios sustanciales entre unas épocas y otras. La mente transforma y conforma a los monstruos. El monstruo permanece. El monstruo es metáfora; un ser llevado a otra forma, a otra existencia, pero en esencia el mismo; es el mismo, pero transportado a lo otro; de ahí la sensación de otredad que experimentamos con el monstruo.


Se desgrana el problema de la vinculación del monstruo a los diversos seres del cosmos. Por un lado, los monstruos heredan la fiereza y la determinación a la violencia de su inspiración, si esta es demoniaca; o de la violencia y degeneración de sus padres; o por designio divino para mostrar el mal por venir con el mal venido ya. El monstruo muestra. Por otro lado, los monstruos aparecen íntimamente relacionados y hasta fusionados con los hombres, los dioses, los demonios y los animales. El monstruo es, en cierto sentido, espejo del hombre. Como con la muerte, impresiona el hecho que advierte que nos tocará a nosotros, que el muerto somos nosotros mismos. Eso mismo es fundamental en la relación del hombre con el monstruo; el hombre lo ha creado, ha salido de él, de sus entrañas; ya en un sentido literal, ya en un sentido figurado. 


Nosotros seremos partícipes de ese horror y esa monstruosidad. El hombre comparte lo monstruoso con el monstruo mismo. En ocasiones el monstruo es la demostración del vínculo existente entre dioses y hombres. El poder manifiesto de un monarca queda expuesto con la aparición de un monstruo que viene a ser la prueba de comunión entre Dios y el hombre. Ya hemos visto el revuelo que causó la aparición del K’lin en el apartado sobre China del capítulo anterior. Huang Ti, el “emperador amarillo” gobernó según se cuenta, más de cien años, y su reino experimentó una Edad Dorada; “Antes de su muerte, a la edad de ciento once años, el fénix y el unicornio aparecieron en los jardines del imperio, como prueba de la perfección de su reinado”.


Ahora bien, a la problemática del monstruo como objeto, podemos aunar la problemática subjetiva propia; el punto de partida y el sentido del sujeto que estudia al ente monstruoso. Cuando encontramos un ser mitad hombre, mitad caballo, por ejemplo, podemos pensar que se trata de un hombre que por algún motivo tiene la mitad de su cuerpo de caballo; por el contrario, podemos decir que se trata de un caballo con una mitad humanoide; o podemos decir que se trata de un ser híbrido ad initium. Cada una de estas maneras de ver dicho ente cambia la actitud y la posición del estudio. Depende incluso la disciplina que lo estudia si se le considera como hombre, como animal, como maravilla, como ser múltiple, etcétera. Es decir, puede ser estudiado por la medicina, la biología, la antropología, la religión, etcétera.







Principios de la individuación monstruosa. 


Un punto importante para la teratología es el que parte del hibridismo connatural al monstruo y se dirige hacia su unidad. Se ha visto que existen partos monstruosos: se dan a luz seres que poseen fragmentos de varios seres; tenemos las criaturas que nacen unidas en sus cuerpos; contamos también con los nacimientos de seres que poseen dos cabezas unidas en un cuerpo, o los ejemplos de dos cuerpos unidos en una sola cabeza. Aquí se abre la duda: ¿Se trata de un solo monstruo o de varios monstruos?


Esto no ha quedado claro del todo. Tiene sin embargo importancia, ya que delimita el ser y la individualidad de cada ente monstruoso. El punto es de tomarse en cuenta, ya que los seres completos son designados como individuos, es decir, el que no puede separarse en partes. Lo que le da existencia al ser es, en gran medida, su individuación: su no división en otros seres; también su no multiplicación al infinito, pero sobre todo, evita su desvanecimiento hacia la nada. Resulta significativo observar que en griego, para designar individuo o persona, se dice átomo (sin división, in-dividuo). Es bien sabido que existen partes de las que puede prescindirse y se sigue siendo un individuo. Si un hombre pierde una mano o un brazo, o incluso todos sus miembros, sigue siendo un ser humano. Pero si se le quitase, por ejemplo, un órgano vital como el corazón, dejaría de serlo, dejaría de ser (más propiamente, dejaría de existir). Este dejar de existir a causa de la amputación de algún órgano se da por la consiguiente muerte del individuo y atañe a todos los órganos vitales. Pero si le quitamos el cerebro, por ejemplo, y pudiéramos mantenerlo vivo, su humanidad misma quedaría en entredicho.


El órgano del cuerpo que alberga alma o espíritu será fundamental para la designación de monstruo y para elucidar sobre su multiplicidad según el caso. Si debemos atender al problema de delimitar el número de monstruos, nos veremos obligados a atenernos a un cierto criterio que nos indique el límite del individuo; deberemos establecer cual es el asiento último de la entidad biológica, el punto vital por excelencia, el asiento del alma, el centro que acoge la fuerza energética, etcétera, de acuerdo con el enfoque que queramos darle. Puede parecer este punto una sutileza sin importancia, pero debemos recordar que aún hoy la cuestión de los trasplantes de órganos, sobre todo de cerebro, produce conflictos de ética médica y jurídica. Aún hoy muchas personas mueren por no recibir órganos externos que la mayor parte juzgaría como “no comprometidos” (sangre por ejemplo), por considerarlo antinatural, antiético, etcétera. 


Cabe decir que actualmente, salvo excepciones, es el cerebro el que suele considerarse como baluarte último de individualidad. Sin embargo, esto no siempre ha sido así. Para Nieremberg, no siempre resulta claro la parte del cuerpo donde se encuentra el principio de individuación y el asiento del alma. Si bien se inclina y defiende que es la cabeza, señala que “en Bauiera se vio una niña con dos cabeças regidas por vn espiritu”. Es por ello que posteriormente añade: “Sospecho que aun no es constante argumento la vnidad de las cabeças para la singularidad del sujeto, si el resto del cuerpo es doblado”. Señala también que en un animal, aunque haya varias partes unidas, si están unidas se trata entonces de un solo individuo, lo que no ocurre con el humano, que si tiene varias cabezas con diferentes pareceres, se trata entonces de dos o más individuos. Respecto a la dependencia del ser a alguna propiedad corporal, más importancia da Fuentelapeña, eminente teratólogo, a la cabeza sobre otras: “mayor dependencia parece tener el animal para su natural subsistencia de la cabeça, que del color, porque aquella es parte substancial, y la más principal de las integrantes, y de quien parece pende la forma sensitiva pro priori”.


Para determinar la individuación de la persona, y en casos en los que nacen juntos dos seres, determinar si son dos o uno solo, se debe remitir a si tiene duplicado el órgano en el que se asienta el alma. “Son tres los principales, en los quales huvo controuersia entre los antiguos, y dura en parte hasta oy; en qual dellos puso su Corte, y silla el alma. Son estos el higado, el coraçon, la cabeça, y desta necessariamente el celebro”. Nieremberg, después de ejemplificar los diferentes casos, defiende la idea del cerebro como asiento del alma y principio de individuación; no obstante, la especificación es asimismo problemática: “No hay también pequeña dificultad acerca de la especificación de los monstros, porque como nacen algunos con figuras diuersas de encontrados animales, es grande duda a qual especie dellos se reduciran, o si se compondra de todas vna, o vn todo diverso de todas”. Nieremberg señala que para determinar a que especie pertenecen, “Las mas constantes reglas son por sus causas: las no tan ciertas por sus figuras solamente”.


El monstruo y la idea de naturaleza. 


Como bien señala Bécares, se ha visto a la naturaleza como vía de conocimiento divino. Guglielmi recuerda que “para Dión Crisóstomo (s. I), la contemplación de la naturaleza vale tanto como aprehenderla, equivale a una iniciación”. El monstruo tendrá su lugar en la naturaleza. Con frecuencia el monstruo es percibido como un elemento que desvirtúa dicha naturaleza, pero para otros, forma parte esencial de la misma y hasta la orna; Nieremberg, por su parte, señala que: “Es tan hermosa la naturaleza, y tan cabal en sus obras, que aun no le falta deformidad en algunas: un lunar suele causar más gracia. Los monstruos son parte de su hermosura”.


Panikkar señala con toda su importancia que “La cuestión de la naturaleza vista con toda su amplitud y generalidad es el problema del ser y del sentido del ser”. Es por ello que en un capítulo como el de “ontología teratológica” no podía faltar. Veamos algunas máximas que siguen de una manera coherente el principio: “Natura facit quod melius est”. “De ahí la justificación del lema de Seneca: naturam sequi! No hay ningún vicio natural”. “Peccare nihil aliud est quam recedere ab eo quod est secundum naturam”, dice Santo Tomás. Pecar es no obedecer a la naturaleza. Análoga a la máxima de san Buenaventura: “La naturaleza, en cuanto tal, siempre es recta y nunca peca”, y similar a la máxima de Dante “Lo naturale è sempre senza errore”. Ya veremos posteriormente como el monstruo es ligado conceptualmente al pecado por muchos autores, y aun por una creencia general. El monstruo parece insertarse como contraejemplo, como lo antitético a la naturaleza, pero dentro de ella: es híbrido, es complicación, es error; va en contra del principio de “Natura simplicibus gaudet”; esto en otras palabras puede explicarse como lo hace el propio Panikkar: “Es igualmente un aspecto de la sabiduría divina que hace que las cosas consigan su fin de la manera menos complicada y que junto a esta consecución sencilla del fin se junte la complacencia natural a la adquisición de la perfección de cada ser. Natura enim simplex est!” 


Por otro lado, el monstruo es enrevesado, complicado. Es un híbrido de varios seres. Recordemos la crítica que realiza Horacio sobre la utilizción de monstruos. Existe también la opinión de que la naturaleza del mal –con la que a veces se identifica al monstruo– está inserta en el bien; “Omnis natura bona”. Sin embargo, es corriente la atribución de una completa bondad a la naturaleza: “Es consecuencia del origen divino de la naturaleza y es frase revelada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: “Omnis creatura Dei bona est”. El pecado no es otra cosa que apartarse de la naturaleza. La posición contraria es la de que se trata de dos naturalezas completamente diferentes. “Natura daemoniaca, sed non divina”. Naturaleza con númen propio, pero siempre recordando que daimon no tiene sentido negativo forzosamente: “Es difícil precisar el sentido del daimon aristotélico, pero en cualquier caso se distingue del deios. En el fondo es una nueva expresión de la idea ya conocida de la nobleza de la naturaleza y su superioridad frente a todo, pues es el intrumento directo en manos de la Divinidad”.


A partir de lo anterior podemos considerar el siguiente punto. El monstruo como error de la naturaleza Los animales fabulosos y por tanto los monstruos pueden ser considerados como la negación o burla de la razón y del orden. Algunos hombres y monstruos son considerados como un error de la naturaleza;  "debió nacer ‘tal’ y nació ‘tal’ diverso”. Incluso muchos de los mismos afectados lo ven de esa manera. Pues bien, esto presenta implicaciones filosóficas importantes. El simple hecho de que la Naturaleza se equivoque es la prueba de que se puede equivocar, hecho que conlleva graves consecuencias. La imagen de Dios y la naturaleza no serán las mismas después de una revisión conceptual en este sentido. Se abren de esta manera las incógnitas siguientes: ¿Es posible que Dios se equivoque? ¿Es posible que la naturaleza se equivoque? Si, por un lado, la respuesta es afirmativa, entonces no hay infalibilidad natural o infalibilidad divina según el caso. Tenemos entonces, para la visión míticorreligiosa del mundo, un problema. Si Dios se equivoca, no es perfecto. Dado este razonamiento, se excluyó, de entrada, semejante respuesta. Si, por otro lado, la respuesta es negativa, se abre una nueva cuestión: ¿procede el error de Dios? Existen dos posibilidades: una es delegar el mal y el error en un ser maligno, pero ello opera en demérito de un Dios omnipotente y omnipresente. Si se quieren evitar problemas, se debe entonces dar una justificación calificando dicho error como sólo aparente, y que el error no sea tal, sino que se inserte en un plan divino, que dicho sea de paso, puede ser comprensible o (y de manera preferente) incomprensible para la inteligencia humana. El error se comete con el permiso de Dios:


Todo lo que es hecho por Dios es en cierta manera natural, por la razón que sólo Dios mueve desde dentro, y todo movimiento intrínseco es natural, ya provenga de la naturaleza de aquel ser de Dios en –última instancia– o ya sea Dios mismo quien directamente mueva a aquel ser de alguna determinada manera. Y éste es el único otro modo de actuación natural de un ser, pues sólo Dios puede mover desde dentro, como se dijo ya. Y la razón última es porque natura non potest agere nisi Deo agente. 


Para algunos autores, el monstruo es desorden y va contra natura. Para Aristóteles el monstruo va contra la generalidad de la naturaleza, pero no contra la naturaleza misma. La monstruosidad, para Aristóteles, es mucho más amplia que la de los modernos, ya que en ella puede caber incluso un niño que no se pareciese a sus padres en la medida en que él evidencia que la Naturaleza ha sobrepasado límites del tipo original. Otras ideas importantes para la monstruología pueden ser tomadas de la Generación de los animales de Aristóteles; en ella se observa que la naturaleza no obra por azar, sino que tiene sus hábitos; según esta visión, la Naturaleza no hace nada sin un fin; tampoco se equivoca, aunque algunos de sus productos se salgan de la norma. En este sentido, san Isidoro de Sevilla, en el Lib. XI (Del hombre y los seres prodigiosos), 3 y 4, de su Etimologías, señala lo siguiente: “Varrón dice que portentos son las cosas que parecen nacer en contra de la ley de la naturaleza. En realidad, no acontecen contra la naturaleza, puesto que suceden por voluntad divina, y voluntad del Creador es la naturaleza de todo lo creado”.


De esta manera, san Isidoro considera al respecto que la maravilla no es contraria a los dictados de la naturaleza, sino salen de la norma para avisar de algo especial: “el portento no se realiza en contra de la naturaleza, sino en contra de la naturaleza conocida. Y se conocen con el nombre de portentos, ostentos, monstruos y prodigios, porque anuncian (portendere), manifiestan (ostendere), muestran (monstrare) y predicen (praedicare) algo futuro” (Id.). Sin embargo, otra posición tiene Valerio Martini, quien se hallaba publicando en Venecia varias obras entre 1628 y 1636; particularmente en su De cuisdam monstri generatione Epistola, que data de 1607, define a los monstruos más como pecados de la naturaleza que como res naturales. Dentro de este mismo contexto puede explicarse que para Zanardus los sapos provengan de materia pútrida, nos encontramos con la corrupción de la naturaleza.


Para la visión religiosa, la idea de la Naturaleza como creación es fundamental; la encontramos a lo largo de la Biblia, ejemplificada bien en los Salmos. La infabilidad tanto de Dios como de la naturaleza es apriorística. Dentro de esta visión, la teleología es no sólo recurrente, sino en ocasiones sobrevalorada; podríamos decir que encuentra su base en la máxima de “Natura determinatur ad unum”: la naturaleza de cada ser está determinada por su fin específico. Existe, sin embargo, otra visión religiosa por medio de la cual podemos completar los errores de la creación. Genialmente Borges, en “El idioma analítico de John Wilkins”, nos aporta ideas enriquecedoras en este punto:


El mundo –escribe David Hume– es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa predicción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto (Dialogues Concerning Natural Religion, V, 1779). Cabe ir más lejos; cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios. 


Teniendo el mundo el baldón de ignominia de ser casi el aborto de un dios de tercera categoría, el monstruo alcanza cierta grandeza al ser el ser abyecto de un mundo abyecto. Pero no es sólo pesimismo el que prevalece; es interesante también la hipótesis de una tribu del oriente de África; en esta idea el pragmatismo explicativo contiene profundidad lógica, además de una sutil dosis de humor: “Dicen que aunque Dios es bueno y deseó el bien para todos, tiene por desgracia un hermano medio tonto que siempre interfiere con lo que Él hace”.


Prosigue Campbell: “El hermano medio tonto de Dios podría explicar algunas de las deprimentes y absurdas tragedias de la vida, que la idea de un individuo omnipotente, de ilimitada buena voluntad para cada una de las almas, no puede explicar de ninguna manera” cita a su vez a Harry Emerson Fosdick, As I see Religion. “Los diablos, tanto los estúpidos lujuriosos como los engañadores astutos y avisados, son siempre payasos. Aunque pueden triunfar en el mundo del espacio y del tiempo, tanto su persona como su obra desaparecen simplemente cuando la perspectiva se traslada a lo trascendental”. Es decir a los diablos –como a algunos monstruos– les acontece una crisis del ser que los difumina, que los convierte a la nada, ya que podrían no ser nada, porque no son ni bellos ni verdaderos ni reales. El monstruo también puede verse como el juego de Dios, como un divertimento divino una vez que el creador hubo terminado su obra


El hombre personifica las fuerzas naturales y les otorga una entidad diferente al interpretarlas; ya que resulta fundamental la noción de naturaleza para poder entender la noción de monstruo, para el juicio ontológico del ser terático, considero pertinente abordar el cosmos en relación con su eterno término contrapuesto, es decir, el caos. 







Tomado de:

SANTIESTEBAN, Héctor (2000): "El monstruo y su ser" En: Revista Relaciones. Estudios de historia y sociedad, Vol XXI, n° 81, Colegio de Michoacán, A. C., Zamora, México, pp.  96-114.