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06 enero 2024

Pluriversos más allá de la humanidad. Laura Fernández

 



Pluriversos más allá de la humanidad


Laura Fernández



Las epistemologías del Sur y los proyectos políticos de la decolonialidad teorizan y practican lo que considero una clave en la que enmarcar este ensayo en torno a las relaciones entre animales humanos y no humanos: el reconocimiento de la diversidad ontológica, de la existencia de muchos mundos posibles que no pueden ser reducidos, explicados ni comprendidos en los mismos términos. La invitación que propongo aquí, en este sentido, no es otra que la de generar un diálogo, un espacio de encuentro entre, como dirán las compañeras zapatistas, los “otros” y “diferentes”. Una invitación a repensarnos como seres habitantes y constructores de mundos plurales y compartidos, mundos que, sin embargo, están permeados de relaciones de poder y de violencias que atraviesan las corporalidades y condicionan las vidas. (Re)pensar nuestra ubicación corporal, histórico-geográfica, política, social y cultural nos conecta siempre con otros que (también) han habitado históricamente los márgenes y con quienes, en lugar de competir, la idea es construir un nos-otras.


En este punto cabría preguntarse ¿De qué otras estamos hablando? ¿Diferentes de quién? ¿A qué? Nos han hecho creer que vivimos en un mundo hecho de un solo mundo. Que este mundo es como una línea recta hacia una única meta universal: la civilización, la modernidad, el progreso, el desarrollo, la razón, Europa. Esta idea es la base que impulsa el proyecto globalizador neoliberal, una propuesta de mundo que es totalizante y que deja fuera a muchas corporalidades otras, a muchas formas otras de habitar y construir mundos.


Este proyecto de Un mundo tiene como base una ontología dualista, voy a privilegiar aquí el concepto de ontología binaria recuperando la teorización de la antropóloga Rita Segato, quien afirma que “mientras en la dualidad la relación es de complementariedad, la relación binaria es suplementar, un término suplementa –y no complementa– el otro. Cuándo uno de esos términos se torna universal, es decir, de representatividad general, lo que era jerarquía se transforma en abismo y el segundo término se vuelve resto: esto es la estructura binaria, diferente de la dual”. La ontología binaria construye Un mundo en base a categorías dicotómicas, de las cuales una queda privilegiada sobre otra, sin entender la escala de grises en un planteamiento blanco/negro. Señala Arturo Escobar que, 


basada en lo que llamaremos una “ontología dualista” (que separa lo humano y lo no humano, naturaleza y cultura, individuo y comunidad, “nosotros” y “ellos”, mente y cuerpo, lo secular y lo sagrado, razón y emoción, etcétera), esta modernidad se ha arrogado el derecho de ser “el” Mundo (civilizado, libre, racional) a costa de otros mundosexistentes o posibles. En el transcurso histórico, este proyecto de consolidarse como Un-Mundo –que hoy llega a su máxima expresión con la llamada globalización neoliberal de corte capitalista, individualista y siguiendo cierta racionalidad– ha conllevado a la erosión sistemática de la base ontológica-territorial de muchos otros grupos sociales, particularmente aquellos donde priman concepciones del mundo no dualistas, es decir, no basadas en las separaciones ya indicadas.


Estos binarismos que estructuran el mundo y nuestra forma de percibirlo son funcionales a sistemas de poder y jerarquización de los cuerpos. Dichas dicotomías invisibilizan la posibilidad de estructurar el mundo desde otro lugar no binario y también niegan los espectros existentes entre ambas categorías (humano/animal, hombre/mujer, blanco/racializado, Occidente/Oriente, razón/emoción, cultura/naturaleza, etc.). Todas estas categorías dicotómicas están cargadas de poder e interrelacionadas. Entonces, 


¿qué pasa si cuestionamos esta premisa fundacional del occidente racional moderno? Para Mario Blaser este cuestionamiento crea la posibilidad de todo un campo de ontología política como única salida para evitar ser capturados en la trampa epistémica de la visión dominante de la modernidad. La ontología política, como vimos, toma como punto de partida la existencia de múltiples mundos que, aunque entreverados,no pueden ser completamente reducidos los unos a los otros (por ejemplo, no pueden ser explicados por ninguna “ciencia universal” como perspectivas diferentes sobre Un Mismo Mundo) (Escobar). 


Me propongo, de la mano de las teorías de la decolonialidad y la ontología política, trabajar las relaciones interespecíficas a partir del reconocimiento de la diversidad ontológica: la diversidad de mundos, cosmovisiones, cuerpos y accionares posibles. En esta diversidad, y en lucha contra el proyecto unimundista hegemónico, nos encontramos los pluriversos.


La ontología binaria y el proyecto capitalista colonial moderno no son un marco donde tengan cabida otros mundos que se expresan fuera de los binarios. En este sentido, desde este marco ontológico, los animales no humanos siempre serán considerados medios para fines humanos, seres irracionales (y por tanto subordinados) en un mundo que no les pertenece y que no construyen ni habitan per se, sino por y para beneficio de los humanos. Plantear posibles rupturas con la ontología binaria hegemónica nos permite resituar como sujetos a corporalidades otras históricamente desplazadas de esta condición. Recuperando las palabras de la filósofa Stephanie Jenkins, “Hasta que reconozcamos las vidas de todos los seres animados como merecedoras de protección, los dualismos jerárquicos de humano/animal, mente/cuerpo y naturaleza/cultura permanecerán intactos. Si no «sacrificamos el sacrificio» de los animales no humanos, como diría Derrida, la filosofía feminista, los estudios animales y la teoría posthumanista simplemente continuarán con el afianzamiento de las categorías que precisamente buscan desautorizar” (Jenkins). 


Lo que planteo aquí es que las humanas no tenemos la exclusividad en lo que a habitar y construir mundos posibles respecta, sino que los animales no humanos, relegados a un lugar de subordinación, explotación y violencia por el mismo sistema que nos relega a otras muchas, son también sujetos habitantes y constructores de sus mundos. Mundos que no nos pertenecen, que existen por sus propios medios para sus propios fines y que, sin embargo, compartimos. En términos de Escobar “los mundos se entreveran los unos con los otros, se co-producen y afectan, todo esto sobre la base de conexiones parciales que no los agota en su interrelación. De aquí surge una de las preguntas más cruciales de la ontología política: ¿cómo diseñar encuentros a través de la diferencia ontológica, es decir, encuentros entre mundos?”.


Los cuerpos, las vidas y los mundos de los no humanos también forman parte del pluriverso. Frente a la política neoliberal moderna, recupero aquí “la estrategia de la activación política de la relacionalidad a través de la que se abre la posibilidad histórica de otro gran proyecto: la globalidad como estrategia para preservar y fomentar el pluriverso. 


La difusa frontera entre animal y humano


Contrariamente a la idea generalizada de que existe una diferencia radical de especie entre las humanas y el resto de animales, la antropología biológica nos brinda una importante información sobre este asunto: los humanos somos una especie animal del orden mamífero primates, muy diversificado evolutivamente, aunque no muy numeroso (cuenta con 377 especies). Las humanas nos diferenciamos de nuestro pariente más cercano, el chimpancé, en apenas un 1% de nuestro genoma. 


En la décima edición del Systema Naturae (1758), el científico sueco Carl von Linneo, hoy considerado uno de los fundadores de la taxonomía moderna, clasificó a los animales humanos dentro del grupo de mamíferos como primates. Linneo estableció los fundamentos de lo que se llamó la escritura binomial, es decir, la clasificación en base a dos categorías: “género” y “especie”. Linneo hizo una clasificación de los humanos en base al género (Homo) y a la especie (léase “raza”) que hoy consideramos incorrecta por hacer de rasgos fenotípicos diversos una diferencia de especie. Linneo señaló la existencia de cuatro especies pertenecientes al género Homo: el Homo europaeus, el Homo africanus, el Homo americanus y el Homo aflaticus.


La antropología biológica sostiene que todas las poblaciones humanas actuales pertenecemos a una única especie y subespecie: Homo sapiens sapiens. Todas las demás especies del género Homo son fósiles, es decir, están extintas. Esta ubicación en la que nos sitúa la antropología biológica aclara dos cuestiones: que el género Homo es una especie de mamíferos primates, es decir, de animales, y que no existen subespecies (mal llamadas razas) dentro de la especie Homo.


Esta ubicación corporal de los seres humanos como animales y como especie única en la que no existen diferencias genómicas que lleven a sostener la presencia de subespecies sustenta el rechazo al concepto biologicista de raza en el caso de la especie humana. No obstante, sí es posible y significativo recuperar este concepto en un sentido de raza social, haciendo referencia al sistema de dominación blanco y eurocéntrico-colonial que ordena las sociedades de forma racista. De una forma similar, si bien no puede sustentarse biológicamente que las humanas no seamos animales, sino justamente lo contrario, quiero aquí considerar la categoría de especie como una construcción sociocultural que marca la separación entre animales humanos y animales no humanos en base a un sistema de dominación especista. En este sentido, la representación de los animales humanos fuera de la categoría animal se basa en una omisión de nuestro origen biológico y, además de una falacia sirve como sustento de todo un sistema de poder que construye a los animales humanos desde una diferenciación radical de las demás especies animales.


En este punto, cabe preguntarse: ¿qué es entonces lo que nos hace humanas? ¿Cuáles son las características que marcarían esa frontera definitiva entre nuestra especie y las de los demás animales? ¿Es acaso la categoría de “humano” representativa de todas las personas que la llevan inscrita en el cuerpo? 


Desde la antropología biológica se respondería a estas preguntas señalando características específicamente humanas de tipo anatómico (bipedalismo exclusivo, capacidad de manipulación manual, y rasgos corporales únicos como la pigmentación, la pérdida de pelo o la sudoración), un largo ciclo vital con dependencia de los nacidos, la máxima cerebralización (relación entre el tamaño cerebral y corporal, desarrollo de capacidades cognitivas, lenguaje y cultura material) y la distribución planetaria de la especie, es decir, la capacidad bio-cultural de ocupación de todo tipo de ecosistemas. No obstante, ninguna de estas características particulares justificaría el establecimiento de una superioridad humana en relación al resto de animales. Me pregunto en este punto: ¿cómo se construye, entonces, tal estatus de superioridad? 


Según el Diccionario de la Real Academia Española, el adjetivo humano/a queda definido de la siguiente forma bajo tres acepciones distintas:


1.) adj. Dicho de un ser: Que tiene naturaleza de hombre (II ser racional).

2.) adj. Perteneciente o relativo al hombre (II ser racional).

3.) adj. Propio del hombre (II ser racional).


El rasgo androcéntrico de esta definición, donde el sujeto humano mujer está totalmente invisibilizado (y donde por supuesto no se reconoce la existencia a otros espectros de identidad de género), es una pista sobre el cuestionamiento de la categoría de humano. En esta línea, Iván Darío Ávila Gaitán y Anahí Gabriela González sostienen que “la definición de Hombre o Sujeto no solo se muestra opresora para lo humano (aquellos/as que quedan excluidos/as de su noción universal donde predomina el esquema hetero-viril-carnívoro-blanco-occidental), sino también para el resto de la comunidad de lo viviente. La cuestión de quién se considera propiamente ser humano permanece siempre abierta a discusión” (Ávila Gaitán y González).


En su ponencia On intersections between ableism and speciesism, Mary Fantaske cuestiona el concepto de humana como ser racional, argumentando que esta definición excluye a las personas con discapacidades. Fantaske lleva su argumento más allá: cuestiona lalegitimidad de ejercer violencia sobre quienes se salen de lo que se entiende como humanos (seres racionales), es decir, sobre los animales no humanos, las personas con diversidad funcional y los sujetos con cuerpos no normativos, a quienes denominaré corporalidades otras. En este sentido, Fanstake rescata los paralelismos entre las discriminaciones especista y capacitista, afirmando que el especismo no es sino un continuo del capacitismo. Recuperando sus propias palabras.


La idea de que un ser humano es racional, de que una persona humana es racional, sin instinto, da lugar a una discriminación contra quienes no son consideradas racionales. Y esta es la clave, no importa si eres una persona racional o no, lo que importa es cómo eres percibida. Entonces, las mujeres son percibidas como menos racionales que los hombres, y desde que la definición de ser humano es racional, científico, sin emoción, no limitado por su cuerpo; las mujeres son vistas como menos que humanas, menos que una persona. Lo mismo pasa con las personas con discapacidades, ya que considera que no somos racionales, especialmente si una tiene una enfermedad mental o una discapacidad cognitiva, pues somos vistos como si nuestros cuerpos, nuestra cualidad física, controlaran nuestro comportamiento [...] En conclusión, las personas con discapacidades y las personas no humanas –así como otras personas marginalizadas como la gente de color, los individuos queer, etc.– no son consideradas como poseedoras del apreciado rasgo de la racionalidad. Y por tanto, no encuentran las cualificaciones de una verdadera persona humana, y pierden su personalidad.


En la línea de la tesis de Fantaske, considero que la validez de las categorías humano/animal es cuestionable: el carácter construido de la diferenciación humana/animal tiene como paralelismo las categorías hombre/mujer que responden al binarismo de género y parten de entender el sexo como un rasgo esencializante de la corporalidad y la identidad, clasificando violentamente a las personas en base a estas dos categorías. Este binarismo de género ha sido (y es) una herramienta histórica de dominación del sistema cisheteropatriarcal, que presenta las categorías hombre y mujer como universales y naturales y omite que son construidas socioculturalmente y que entre ellas hay un amplio abanico de sexos y de identidades de género. 


Lo que nos diferencia a animales humanos de no humanos, a hombres de mujeres, a personas cis de personas trans e intersex, a heterosexuales de personas no heterosexuales, a personas blancas de personas racializadas, o a personas con un “cuerpo funcional” de las personas con diversidad funcional es, más allá de características diversas de nuestras corporalidades, el lugar de opresión que habitan estos segundos conjuntos de personas. Estas somos algunas de las corporalidades receptoras de violencias de un sistema eurocéntrico, antropocéntrico y androcéntrico que no está pensado para nuestros cuerpos y nos sitúa en un lugar de otredad desde el que ejerce esta dominación.







Tomado de.

FERNANDEZ, Laura (2018): Hacia mundos más animales. Una crítica al binarismo ontolóogico desde los cuerpos no humanos. Madrid, Ochodoscuatro ediciones, pp. 19-31.


01 noviembre 2023

El sujeto esquizoide en Antonin Artaud. José Miguel García Cortés

 



El sujeto esquizoide

 en Antonin Artaud


José Miguel García Cortés



El término esquizoide se aplica al individuo cuya experiencia ha sufrido una doble ruptura: con el mundo que le rodea y consigo mismo. Es una persona que no se encuentra en armonía con el resto y que sufre un sentimiento de soledad y aislamiento desesperantes. Se siente como una persona entera, pero dividida o reventada, como dos seres (o más) diferentes. 


En los primeros decenios del siglo XX se va a producir un aumento considerable del interés por muy diversas formas artísticas (el arte de los niños, el arte psicótico, el arte de los pueblos primitivos) entendidas como marginales; esta preocupación por conocer aspectos hasta entonces casi desdeñados se debe enmarcar en la evolución global de la sociedad europea: pensemos en elementos como los graves acontecimientos políticos, el desarrollo de las ciencias o los avances de la antropología y la psiquiatría. Estas circunstancias van a encontrar un punto de inflexión muy importante en el estallido, en 1914, de la Primera Guerra Mundial. El shock provocado por este drama colectivo y la angustia que desencadena transforman, bruscamente, la sensibilidad europea; la locura deviene total y universal. Es en este contexto donde el doctor Walter Morgenthaler expresó la idea según la cual la enfermedad mental (en la medida que destruye ciertas estructuras inhibidoras de la personalidad) puede favorecer la eclosión de fuerzas expresivas habitualmente rechazadas. Paralelamente, y maravillado por la obra de un enfermo psicótico llamado Adolf Wolfli, decide consagrarle una monografía que se publica en 1922. Ese mismo año Hans Prinzhorn escribió entre los surrealistas y dadaístas, y que se sustenta en el estudio de más de cinco mil obras artísticas recogidas en diferentes manicomios de Alemania y Suiza.


Los automatismos han representado un papel muy importante en todo el proceso, verbal y plástico, de la creación desde el Romanticismo. Pero fue Breton quien teorizó que las acciones automáticas salidas de las partes más profundas de la personalidad podían tener un valor estético desconocido hasta el momento. A pesar del fracaso de su encuentro con Freud (el cual se mostró reticente a la hora de abrir, sin precauciones, la esclusa del inconsciente}, Breton intentará construir su concepción estética alrededor de la noción del automatismo creador, su objetivo era romper con todo aquello que pusiera obstáculos a la espontaneidad, a la ingenuidad, al primer intento. Como decía Max Ernst, cediendo «a la intensificación súbita de las facultades visionarias», trataba de producir con sus manos un equivalente plástico de las visiones alucinatorias. En 1919, en una exposición en la Sociedad de las Artes de Colonia, Max Ernst colocó al lado de sus propias obras, otras de analfabetos y enfermos mentales. Todas estas experiencias apuntaban a una concepción de la creación artística que, en la medida en que entran en juego manifestaciones psicológicas automáticas o estados más o menos incontrolados, puede llegar a suprimir la personalidad consciente del artista y dar lugar a la erupción espontánea de lo que habita en el inconsciente. Con ello, se abriría una vía para la manifestación de las múltiples personalidades que pueblan nuestra consciencia, la construcción de otras realidades y la afloración de todo aquello que permanecía reprimido en la psique mediante la plasmación artística. La creación entendida como la proyección fantasmagórica del mundo interior que dota a todos sus objetos de un cierto naturalismo psíquico, siendo, por tanto, las tensiones inconscientes y los conflictos internos los que hacen posible el hecho creativo. Se trata de obras que caminarían en el intersticio, en el límite que se halla entre la realidad tangible y la violencia de las alucinaciones.


En junio de 1930 Salvador Dalí expone, en el primer número de la revista El Surrealismo al Servicio de la Revolución, el método un objeto dado, otra imagen. Poder que él mismo atribuía no a la autogestión, sino a la violencia del pensamiento paranoico que intentaba asimilar. Como resultado de estas investigaciones surgió entre Dalí y Jacques Lacan una cierta complicidad, a través de la cual Dalí encontró una legitimación científica a sus intuiciones concernientes a la psicosis. En 1932, Lacan publicó su primer libro, La psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad, texto importante no sólo porque propició su acercamiento a los surrealistas (que no duró mucho tiempo), sino porque va a marcar claramente las investigaciones de los años cuarenta y cincuenta en torno al lenguaje de los locos, la locura como un lenguaje y los creadores heréticos. Lacan entiende el lugar del inconsciente como un conjunto de significantes organizados sobre la trama de un discurso; según él, el inconsciente es el discurso del otro, el Yo no se entiende independiente de la existencia del otro. El estadio del espejo es un proceso precursor de esta dialéctica; de hecho, la identificación del niño con su imagen especular es posible en la medida que ella está sostenida por un cierto reconocimiento del otro (en este caso la madre). Es a partir de la imagen del otro que el sujeto accede a su identidad. Para Lacan la división del sujeto procede de su sometimiento al orden simbólico; más exactamente, al orden que va a mediatizar la relación del sujeto a lo Real, enunciando, para el sujeto, lo Imaginario y lo Real. Decir que el sujeto está dividido es ya, según Lacan, reconocer que no hay sujeto, sino ser hablante, es aceptar que es el orden significante lo que crea el sujeto estructurándolo en un proceso de división que hace posible el inconsciente. 


Este conjunto de investigaciones llevaron a que, años más tarde, se comprobara ampliamente que los rasgos que habían sido atribuidos, tradicionalmente, a los enfermos mentales no eran elementos constitutivos de enfermedades psíquicas. Hoy en día no se puede hablar de enfermedad mental sin evocar el contexto sociocultural y político en el cual se desarrolla. Melaine Klein ha deconstruido el concepto de locura como alteridad absoluta y ha reintegrado la psicosis a la vida mental en general; a su parecer, las virtualidades psicóticas (latentes desde la infancia) representan según los individuos, según su herencia sociofamiliar, según sus determinaciones biográficas, según su elección existencial y según el entorno, una amenaza patológica y/o un recurso creativo.


En esta dinámica, cabría señalar los estudios y experimentos psiquiátricos del doctor Gastón Ferdiere en el hospital Sainte Anne de París, donde en los años treinta alentó la expresión artística de las personas allí recluidas, posibilitó el desarrollo de una vida social sin restricciones e invitaba a artistas e intelectuales (por allí pasaron Giacometti, Breton y Duchamp entre otros) a relacionarse con los internos, realizó cursos de psiquiatría clínica que fueron frecuentados por los intelectuales de la época, participó en las reuniones del Colegio de Sociología de Bataille en la Sorbona y organizó la primera exposición de arte psicótico que se celebró en un museo. En 1941 dejó París y se hizo cargo del Hospital Psiquiátrico de Rodez, donde, debido tanto a los ruegos de Robert Desnos como a su lamentable estado físico, admitió a Antonin Artaud, con el que durante varios años mantendría una relación muy desigual y problemática: por un lado, le animó a volver a escribir y relacionarse; por otro, le administró sesiones de electrochoque que le produjeron terribles dolores y traumáticas secuelas.


Antonin Artaud (1896-1948) sufría desde 1914 fases depresivas, fuertes dolores y estados de nerviosismo, que le llevarían a interrumpir su escolaridad e iniciar un recorrido por diversas casas de salud y clínicas psiquiátricas (Marsella y Neuchatel primero, Ville-Évrard y Rodez más tarde), sin que nadie supiera, exactamente, cuál era la enfermedad que padecía. Para intentar calmar los dolores y bajo prescripción médica empezó en 1919 a tomar opio, droga a la que más tarde se haría adicto y le sería imprescindible para evitar el sufrimiento. Después de unos años de libertad en París, México y tras un infortunado viaje a Irlanda (de donde fue expulsado), va a padecer un terrible internamiento, a partir de octubre de 1937, en el psiquiátrico de Vjlle Évrard, donde vivió una siniestra experiencia que le privó no sólo de todas sus fuerzas físicas -quedó reducido a un esqueleto-, sino también de su identidad, conduciéndole a un estado psíquico de disociación esquizofrénica y a un sistema delirante que le acercó a la paranoia. En el mes de febrero de 1943 llegó al sanatorio de Rodez, en el que sus amigos pensaron que podría comer mejor y seguir un tratamiento más adecuado con el doctor Ferdiere. Sin embargo, una vez repuesto físicamente, se le administró una terapia a base de insulina y electrochoques {padecería más de cincuenta) que le hundían en estado de coma. Cada vez que uno de ellos se producía, Artaud protestaba enérgicamente: 


... el electrochoque, señor Latrémoliere, me desespera, me roba la memoria, entumece mi pensamiento y mi corazón, hace de mí un ausente que se conoce ausente y se ve durante semanas a la búsqueda de su ser, como un muerto al lado de un vivo que ya no es él (...) En la última serie me he quedado durante todo el mes de agosto y de septiembre en la imposibilidad absoluta de trabajar, de pensar y de sentirme un ser. Ello me lleva cada vez a esos abominables desdoblamientos de personalidad. 


Artaud sufría una esquizofrenia aguda, estaba atrapado en una desposesión de sí mismo y confrontado a una red de identidades contrarias que se va a traducir, según Juan Vicente Aliaga, 


... en forma de una escritura delirante, las referencias a sus orígenes en las que sus parientes ven cambiados sus nombres, como si Artaud pretendiera reconstruir su familia despotricando contra quienes le hacían sufrir y alterando su identidad a base de trucar su propio nombre. La paranoia persecutoria de Artaud se traduce en la existencia literaria de un conjunto de enemigos que le persiguen y le hostigan, tratando de chuparle el flujo vital, incluso el esperma.


Artaud, como cualquier otro esquizoide, va a sentir la vida como un riesgo constante por el que puede ser destruido; por ello y como mecanismo de defensa intentará ser cualquier otro que él mismo, ser anónimo, no ser nadie, evitar tener un cuerpo. Con los demás desarrollará un complicado juego de simulación .y equívoco donde «el cuerpo y sus actos no son su expresión. El yo no está realizado por el cuerpo, él es distinto, disociado». Para Artaud el hombre es un ser incompleto que debe reconstruirse, que está siempre en vías de hacerse. Artaud jamás poseyó una idea global del yo, continuamente se sintió escindido,con un pensamiento separado y un cuerpo mutilado. Para él el hombre está buscando su existencia («Todo lo que vivimos es sólo una fachada», dirá); tiene abolido el yo («No tengo vida; no tengo vida»); no ha podido jamás llegar a ser, («Siempre me he preguntado quién era, qué era y para qué vivía»). Alejado de un mundo que no reconoce como suyo, desencantado de los seres que le rodean, ansioso por conocerse, se vuelve hacia sí mismo, pero no se encuentra. Su objetivo básico (y por tanto el de su obra) no fue tanto el plantearse qué conforma al ser humano, sino llegar a, simplemente, ser.


Con la publicación de sus libros L'Omblic des Limbes y Le Pese-Nerfs (ambos de 1925) Artaud asume totalmente su extrañamiento plantea una decorporización de la realidad, la descripción de un trauma. Mediante ellos pretende desdoblarse para llegar a verse y comprenderse; sin embargo, se da cuenta que el lenguaje que posibilita el desdoblamiento de nuestra conciencia, su reflexión, es siempre traumático, pues las palabras no tienen vinculación con lo real, «me falta una correspondencia de las palabras con el minuto de mis estados». El lenguaje no dispone más que de palabras comunes no creadas para las necesidades particulares traicionando todo aquello que querían enunciar, se siente extranjero con esa lengua que no siente como suya, que procede de la sociedad y está plagada de sentidos, connotaciones e implicaciones. Artaud desea que las palabras vayan más allá, quiere destruir los signos codificados e inventar una nueva manera, metafórica, de decirse, un lenguaje sin léxico basado en la pureza integral, un lenguaje violento impregnado de propiedades exorcistas: o penis ta penis/atura/ o petura a petur penilta ksartamlta kharon. Un lenguaje caótico, no racional, incomprensible, en el que cada signo no pueda ser decodificado sino que se tiene que aceptar globalmente con su sonoridad, agresividad física y contenido extraño y/o mágico: «Todo lenguaje verdadero es incomprensible», diría Artaud. 


Para llegar a ser, para acabar con la profunda dispersión que conforma su existencia, Artaud contaba con las propiedades curativas del proceso creativo; sin embargo, una y otra vez percibirá que sus obras no dan exacta cuenta de lo que él desea. Él mismo expresará esta sospecha: «Eso que habéis tomado por mis obras no eran más que los residuos de mí mismo» Será necesario, por tanto, insistir en la unión de vida y obra de un modo indisociable: «Allí donde otros proponen obras yo no pretendo otra cosa que mostrar mi espíritu.» Su autenticidad estaba garantizada por el sufrimiento que las había provocado y la pasión con las que las había elaborado: «Hay en mis dibujos una especie de música moral que hace que mis trazos estén hechos no sólo con la mano, sino también con el raspado del hálito de mi arteria tráquea o los dientes de mi masticación», dirá. Así, sus dibujos se irán conformando como una exploración descarnada de la condición humana donde se nos muestra su absoluta precariedad y su indecible despojamiento. Dibujos animados por una tensión y una violencia producto de la confrontación consigo mismo, una gestualidad ligada directamente a la conciencia y el delirio, al grito y el silencio, a la ausencia y el exceso. 


Este deseo de reorganizar la integridad perdida o destruida va a tener su primera manifestación en lo que él mismo denominó Sorts, y que son unas misivas donde la escritura y el dibujo están íntimamente ligados al tiempo, que poseían un carácter protector de los peligros externos que le amenazaban y conjurador de las fuerzas internas que le turbaban. Enviadas como mensajes premonitorios o mágicos desde Dublín, el hospital de Sainte Anne y el asilo de Ville-Évrard, tienen tanto en su forma (pequeñas hojas de cuaderno escolar agujereadas, quemadas, manchadas) como en su contenido (imprecaciones hirientes y agresivas) una función liberadora y de insurreción. Las enviadas desde Dublín son las más austeras, casi sin colores ni dibujos (Sort a Lise Deharme, 1937), y en ellas predominan los signos cabalísticos (cruces, estrellas, espirales), los números mágicos (sobre todo el 9) o las quemaduras de cigarrillos. Posteriormente, enviaría otras más trabajadas, con mayor variedad de motivos y colores (amarillo, violeta y rojo), Sort a Sonia Mossé de 1939, aunque con la misma dureza y acritud en el contenido de los textos: «Vivirás muerta / no te detendrás / de traspasar y descender / te lanzo una Fuerza de Muerte.» Cada Sort se convierte así en una representación infernal hecha de violencia y sufrimiento que se inserta en un lenguaje visual arcaico percibido en la tierra de los Tarahumaras. «El objetivo de todas estas figuras dibujadas y coloreadas era el exorcismo de una maldición, una vituperación corpórea contra las obligaciones de la forma espacial.  


Artaud deseaba, más allá de transmitir una idea o mensaje, conseguir que sus obras agitaran al lector y le sirvieran de revulsivo, llegar a construir: un lenguaje físico que alcanzara el sentido de una revelación, utilizar la pintura, el teatro o la escritura como diferentes medios para apelar a lo más grave y profundo del ser humano. Todas ellas van a ser parte del mismo acto creador: en el teatro hay continuas referencias a la pintura, sus dibujos están llenos de literatura, sus textos desbordan imágenes. Confusión total e incapacidad de diferenciar, muchas veces, una práctica de otra, pues todas están regidas por la misma energía y obstinación: «Y desde un cierto día de 1939 no he vuelto a escribir sin dibujar / Ahora bien eso que dibujo / no son temas de Arte traspuestos de la imaginación sobre un papel, / eso son figuras sensibles, / eso son gestos, un verbo, una gramática, una aritmética (...) / ningún dibujo hecho sobre un papel es un dibujo, la reintegración de una sensibilidad perturbada es una máquina que respira» 


Toda su obra está regida por ese souffle (hálito) que proviene de sus manos, de su cabeza, de sus pulmones, de su cuerpo entero. Un hálito que halla su punto culminante en ese encuentro que se produce constantemente en su obra entre imágenes y palabras, mezcladas con tal agudeza que no es posible diferenciarlas. Para Artaud dibujos y poemas tienen una función idéntica como se puede comprobar en los dessins écrits que realizó (en cuadernos escolares) en el asilo de Rodez desde enero de 1945 a mayo de 1946. Como él mismo confesará en una carta dirigida al doctor Perdiere: «Las frases que he anotado sobre el dibujo que os he dado, las he buscado sílaba a sílaba en voz alta y trabajado, para ver si las sonoridades verbales capaces de ayudar la comprensión de aquel que mirara mi dibujo estaban encontradas.» Un flujo constante de palabras (fragmentos de textos, interjecciones, invocaciones) conforman una deyección verbal que comparten el espacio con cuerpos mutilados (fetos, penes erectos, manos seccionadas, osamentas), con los cuales establecen un verdadero combate que refleja el estado de su yo personal. Los fragmentos corporales se convierten en residuos informes o en formas amenazantes (ataúdes, argollas, colmillos, objetos de tortura) que reflejan un mundo caótico y una obsesión esquizofrénica.


Todo ello lo podemos observar en dibujos como El ser y sus fetos, 1945, donde un cuerpo boca abajo divide el espacio en dos partes, mostrando en su interior diferentes fetos. En el resto de la página vemos diseminadas figuras como osamentas diversas, larvas o soles; asimismo, en la parte superior derecha encontramos un objeto incisivo, un arma contundente. Repartidas aquí y allá, y encuadrando la obra, frases y glosalalias se mezclan sin orden ni concierto. En Execración del padre-madre, 1946, encontramos los mismos fragmentos residuales del cuerpo humano pero amplificados y más dramáticos. Un cuerpo mutilado (del que tan sólo vemos la parte inferior a la cintura) con las piernas abiertas y flotando en un espacio etéreo. Una calavera rodeada de proyectiles sustituye la vagina, de donde extraños instrumentos de tortura entran y/o salen. Los fenómenos glosolalicos han desaparecido prácticamente, tan sólo permanece la inscripción (que es el título del poema central de Artaud le momo): la execración del padre-madre. La obra parece ser un alegato radical contra la identidad sexual de los padres, una denuncia del crimen sexual de la procreación y la crueldad del nacimiento, un repudio del acto sexual visto como un abyecto símbolo de la muerte. «Encontramos aquí una expresión arquetípica de la experiencia del cuerpo fragmentado, desmembrado: común a los sueños y a los estados esquizofrénicos, donde la muerte y la agresión son a menudo los temas centrales» 


Esta obsesión por la violencia y la muerte aparece de un modo manifiesto en el dibujo El Inca, de 1946. Una obra de colores muy fuertes (ocre, que remite a la sangre, y azul, a la muerte) y de trazo violento que muestra un ser (cuyo rostro parece ser el del propio Artaud) medio hombre medio pájaro dotado de cañones en lugar de brazos, poseedor de máquinas de tortura y un torso tatuado con dobles signos-letras que recuerdan a la sierra Tarahumara. La figura rodeada de llamas y de un ataúd tiene, gracias a la violencia con la que están usados los lápices para Artaud un verdadero acto de exorcismo mediante el cual salían a la luz sus obsesiones más profundas: «Yo le vi crear su doble, como un crisol, a costa de torturas y crueldades indecibles. Trabajaba con rabia, rompía un lápiz tras otro, soportando las agonías de su propio exorcismo... Y o le he visto arrancarle los ojos, ciegamente, a su propia imagen», declararía el ayudante del doctor Ferdiere.


La preocupación de Artaud no reside en conseguir el éxito estético ni en la búsqueda de la forma perfecta. Lo que tiene importancia para él es la reagrupación de diferentes materiales que le permitan reconstituir una cierta identidad: «Mis dibujos no son dibujos sino documentos, / es necesario mirar y comprender lo que hay dentro.» Ese carácter documental, austero, casi mental, lo podemos encontrar, especialmente, en dos dibujos: El hombre y su dolor y La muerte y el hombre, de abril de 1946. Ambos representan figuras humanas. En ellos el cuerpo ha sido reducido a un trazo geométrico de lo más elemental donde tan sólo tienen cabida ciertos órganos sexuales (nalgas y pechos femeninos), objetos incisivos (clavos) o defecatorios. El dibujo resulta ser una traducción o una metáfora visual que se dirige al espíritu, no sólo a los sentidos.  Ambos dibujos son la expresión descamada del sufrimiento corporal. Ausente de carne y ligado estrechamente a la muerte, el cuerpo del hombre no es más que un desabrido conjunto de residuos.


Toda la obra de Artaud es una constante reflexión sobre la disolución del yo, la angustia de la desposesión física, la experiencia de una vida perdida, de un pensamiento exiliado, de un cuerpo mal ensamblado que hay que reconstruir: «No acepto no haber hecho mi cuerpo yo mismo» En este sentido sus dibujos, y muy especialmente los retratos realizados entre 1946 y 1948, son violentos campos de batalla donde el yo humano está buscando su forma. La realidad de su cuerpo y de su espíritu constituyen su problema central, por ello se debate consigo mismo para evitar esos raptos furtivos que siente y que le impiden ser él mismo. «De cualquier parte que miro en mí mismo, siento que alguno de mis ademanes, algunos de mis pensamientos no me pertenecen» Artaud permanecerá obsesionado por la idea de sentirse inescrutable a sí mismo, por la sensación de no pertenecerse, por la manía persecutoria que le lleva a una mente esquizoide que permanece constantemente preocupada por lo que le acontece psicológicamente; a fuerza de escrutarse pierde la espontaneidad y llega a «considerar su propio amor y el de los otros como destructores y los rechaza. Ser amado amenaza su yo, pero su amor es también peligroso para los otros (...). Un esquizofrénico no permite que nadie le toque, no sólo porque eso hace daño sino porque puede electrocutar a los otros (...). Se hunde en un torbellino de no ser para evitar ser, pero también para preservarse contra sí mismo de eso que es» 


Ese no reconocerse, ese terror a lo que su cuerpo es, le lleva, por una parte, a un miedo furibundo hacia los órganos sexuales y las relaciones físicas («Y entonces / todo hice estallar / porque mi cuerpo / no se toca jamás»), así como a alterar su propio nombre adoptando numerosos pseudónimos («Artaud propone el doble Antonin Nalgas como el cuerpo nuevo y virgen que sucederá a ese hombre que se llamaba A. Artaud y que ha muerto en el asilo de Villa-Evrard en el mes de agosto de 1939»), o incluso a desear el suicidio, porque, citamos, «si me mato, no será para destruirme, sino para reconstruirme (...). Por medio del suicidio, reintroduzco mi diseño en la naturaleza, doy por vez primera a las cosas la forma de mi voluntad. Me libero del condicionamiento de mis órganos tan malavenidos con mi yo». Esta concepción metafísica de la carne, esa ruptura esquizofrénica que le permite no ser un cuerpo, sino tener un cuerpo disociado de su mente, debe ser entendida y contextualizada en un largo proceso de liquidación personal que culminó en más de nueve años de internamiento (tan sólo a partir del mes de enero de 1945 dejará los sanatorios mentales), de malnutrición. Sin embargo, Artaud jamás estuvo loco, como lo prueba la clarividencia de la que hizo gala en su libro sobre otro suicidado por la sociedad:


La sociedad amordaza en los asilos a todos aquellos de los que quiere desembarazarse o protegerse, por haber rehusado convertirse en cómplices de ciertas inmensas porquerías. Pues un alienado es en realidad un hombre al que la sociedad se niega a escuchar, y al que quiere impedir que exprese determinadas verdades insoportables. 


Es en estas condiciones, donde Artaud intenta recoger los despojos que le restan de su existencia para tratar de reunirlos y dar lugar, en los dos últimos años de su vida, a unos crueles dibujos quirúrgicos donde el cuerpo y el pensamiento parecen reencontrarse. Como él mismo escribió: «No hay nadie que haya jamás escrito, o pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, a no ser para salir del infierno» Así, dibujará unos rostros que miran intensamente, caras fijadas de tal modo a la hoja de papel que consigue precipitar el modelo más allá del conocimiento de su propia existencia. Cabezas separadas del cuerpo, a veces sin cuello, que parecen flotar en el espacio ausentes de toda referencia, lo cual consigue aumentar el grado de intensidad y extrañeza de la imagen. En cada uno de estos rostros (elaborados con lápiz de grafito) Artaud intenta captar cada una de las angustias y dolores que nos hablan de lo más profundo de los modelos: «El rostro produce signos inscritos en una misma dermis, que ofrecen al dibujante, si éste sabe convertirse en poeta, la posibilidad de leer un destino. Esto es lo que hace Antonin Artaud cuando dibuja un rostro, lo desnuda, hace surgir eso que tiene de más secreto, desvela lo que será» 


Una prueba de ello la tenemos en dibujos como el Retrato de Maria Ofer, mayo de 1947, en el que su mirada frontal, dura y escrutadora, llega a darnos miedo. Es algo que también puede verse en el Retrato de Henri Pichette, noviembre de 1947, donde la violencia del trazo ha llenado las mejillas de heridas y cortes, hundido los ojos en sus órbitas lanzando una mirada desoladora perdida en el infinito, y llenado el cuello de púas agresivas donde la nuez aparece especialmente destacada y defendida. Por último, en el retrato Sin título, de enero de 1948, vemos una diagonal de cabezas que atraviesa y escinde el dibujo, son rostros violados, repletos de incisiones y cubiertos de cicatrices, donde ojos muy abiertos y empotrados en el cráneo parecen mirar todos en la misma dirección sin ver nada, labios marcados y medio emborronados en una boca siempre cerrada pero dispuesta al grito, rostros que en la barbarie y el desorden de su grafismo nos hacen presentir la muerte. Artaud, siguiendo los pasos de Van Gogh, desea que el rostro del dibujo nos hable, trata de asir los signos determinantes que permiten al artista completar lo que se esconde y conseguir que la cara nos muestre su verdadero ser: 


El rostro humano es una fuerza vacía, un espacio de muerte (...) Esto significa que el semblante humano no ha hallado aún su cara: al pintor le corresponde crearla (...) Es cierto que el rostro humano habla y respira desde hace miles de años, pero nos sigue dando la impresión de que aún no ha empezado a decir lo que es y lo que sabe.


Para averiguar todo lo que el rostro oculta, Artaud va a dibujar violentando, asesinando, la superficie del papel con el fin de poder llegar a percibir lo que hay detrás; acceder a lo oculto, a lo innombrable, a las oscuridades más pesadas de cada ser y hasta ese momento insospechadas, incluso, para ellos mismos. Dibujos duros que no están hechos para mostrarse agradables a la mirada: «Pobre, seco y siervo debe ser el dibujo», decía Artaud. Todos sus dibujos, cuyas miradas nos atraviesan y conmocionan, están conformados de una violencia lúcida que le permite reflejar la descomposición material del ser humano tal y como se puede comprobar en sus autorretratos. El_Autorretrato de mayo de 1946, realizado poco antes de salir de Rodez, refleja tan profundo dolor y desesperanza que nos conmueve íntimamente: la cara en el centro de la hoja rodeada de su doble y otras figuras femeninas; el cuerpo, como siempre, ausente; unos cuantos cabellos coronan una cabeza (cubierta de pequeñas manchas enfermizas, con mejillas hundidas y ojos de mirada fija) que atesora tanto sufrimiento que le hace permanecer inmóvil. Por otra parte, el Autorretrato de junio 1947 está situado en el lado superior derecho del papel y ligeramente de perfil: la cara rebosa rabia y energía contenida, la mirada es distante y un tanto despreciativa, los labios apretados reflejan un cierto temblor y una sorda reivindicación. Acerca del Autorretrato de diciembre 1947, escuchemos la voz privilegiada de Paule Thévenin: «Como en todos los dibujos que ha hecho, la cabeza está separada del tronco. El cuello surge de una suerte de magma, un mundo desordenado cuyas formas emergen (...). Ese rostro de asceta mirando más allá de la vida no tiene carne, la piel está forzada sobre el hueso, ha perdido el color de la sangre (...). La frente es inmensa, un poco desguarnecida, las protuberancias del hueso frontal se transparentan bajo la dermis (...). La inmovilidad de este rostro es total. La boca está cerrada sobre su último secreto.» El caos y la violencia van a encontrar su punto de inflexión en el autorretrato titulado La proyección del verdadero cuerpo, 1947-1948: a la izquierda encontramos la figura del artista (rostro sereno, mirada fija y frontal, manos y pies atados) amenazada por los disparos de un grupo de soldados y por las cuerdas y lianas que la imagen de la derecha, posiblemente su doble (un esqueleto enmascarado que recuerda un hechicero Tarahumara), le lanza; entre ambos, numerosas glosolalias (tarabut rabut karvistan rabur rabur kur a) completan un escenario de gritos sordos que pugnan por hablar de lo indecible. Artaud desarrolló a lo largo de toda su vida múltiples intentos desesperados por llegar a asir la disolución de su yo, pero ni las drogas ni la escritura ni los dibujos hicieron posible sus deseos. Tal vez, como él mismo decía: «Un hombre se posee a ráfagas e incluso cuando se posee a sí mismo, no se alcanza del todo.» 













Tomado de:

GARCÍA CORTES, José Miguel (1997): Orden y caos. Un estudio cultural sobre los monstruos en las artes. Barcelona, Anagrama, p.p. 115-128.

13 junio 2022

Canibalia. Carlos Jáuregui

 


Canibalia


Carlos Jáuregui


El cuerpo constituye un depósito de metáforas. En su economía con el mundo, sus límites, fragilidad y destrucción, el cuerpo sirve para dramatizar y, de alguna manera, escribir el texto social. El canibalismo es un momento radicalmente inestable de lo corpóreo y, como Sigmund Freud suponía, una de esas imágenes, deseos y miedos primarios a partir de los cuales se imagina la subjetividad y la cultura. En la escena caníbal, el cuerpo devorador y el devorado, así como la devoración misma, proveen modelos de constitución y disolución de identidades. El caníbal desestabiliza constantemente la antítesis adentro/afuera; el caníbal es –parafraseando a Mijail Bajtin– el “cuerpo eternamente incompleto, eternamente creado y creador” que se encuentra con el mundo en el acto de comer y “se evade de sus límites” tragando. El caníbal no respeta las marcas que estabilizan la diferencia; por el contrario, fluye sobre ellas en el acto de comer. Acaso esta liminalidad que se evade –que traspasa, incorpora e indetermina la oposición interior/exterior– suscita la frondosa polisemia y el nomadismo semántico del canibalismo; su propensión metafórica.


La palabra caníbal es, como se sabe, uno de los primeros neologismos que produce la expansión europea en el Nuevo Mundo. También es –como diría Enrique Dussel– uno de los primeros encubrimientos del Descubrimiento, un malentendido lingüístico, etnográfico y teratológico del discurso colombino. Sin embargo, este malentendido es determinante; provee el significante maestro para la alteridad colonial. Desde el Descubrimiento, los europeos reportaron antropófagos por doquier, creando una suerte de afinidad semántica entre el canibalismo y América. En los siglos XVI y XVII el Nuevo Mundo fue construido cultural, religiosa y geográficamente como una especie de Canibalia. En las islas del Caribe, luego en las costas del Brasil y del norte de Sudamérica, en Centroamérica, en la Nueva España y más tarde en el Pacífico, el área andina y el Cono sur, el caníbal fue una constante y una marca de los “encuentros” de la expansión europea. Pero antes de cualquier observación empírica de la práctica que denota dicho significante, la semántica del canibalismo inicia ya una fuga vertiginosa en la constelación de lo que Jacques Derrida denomina différance: los caníbales evocan inicialmente a los cíclopes y a los cinocéfalos y luego parecen ser –conforme a la primera especulación etimológica del Almirante– soldados del Khan; rápidamente se convierten en indios bravos y su localización coincide con la del buscado oro; los caníbales son definidos también porque pueden ser hechos esclavos o porque moran en ciertas islas. El canibalismo llega a ser producto de una lectura tautológica del cuerpo salvaje: los caníbales son feos y los feos, caníbales. Lejos de encontrar un momento de sosiego semántico, el caníbal se desliza constantemente a lo largo de un espacio no lineal: el espacio de la différance colonial; un espejo turbio de figuración del Otro y del ego, así como de áreas confusas en las que reina la opción ineludible de lo incierto.


Como imagen etnográfica, como tropo erótico o como frecuente metáfora cultural, el canibalismo constituye una manera de entender a los Otros, al igual que a la mismidad; un tropo que comporta el miedo de la disolución de la identidad, e inversamente, un modelo de apropiación de la diferencia. El Otro que el canibalismo nombra está localizado tras una frontera permeable y especular, llena de trampas y de encuentros con imágenes propias: el caníbal nos habla del Otro y de nosotros mismos, de comer y de ser comidos, del Imperio y de sus fracturas, del salvaje y de las ansiedades culturales de la civilización. Y así como el tropo caníbal ha sido signo de la alteridad de América y ha servido para sostener el edificio discursivo del imperialismo, puede articular –como en efecto ha hecho– discursos contra la invención de América y el propio colonialismo. El canibalismo ha sido un tropo fundamental en la definición de la identidad cultural latinoamericana desde las primeras visiones europeas del Nuevo Mundo como monstruoso y salvaje, hasta las narrativas y producción cultural de los siglos XX y XXI en las que el caníbal se ha re-definido de diversas maneras en relación con la construcción de identidades (pos)coloniales y “posmodernas”. El tropo del canibalismo cruza históricamente –en sus coordenadas de continuidad y de resignificación o discontinuidad– diferentes formulaciones de representación e interpretación de la cultura y hace parte fundamental del archivo de metáforas de identidad latinoamericana. El caníbal es –podría decirse– un signo o cifra de la anomalía y alteridad de América al mismo tiempo que de su adscripción periférica a Occidente. 


El caníbal que funciona como estigma del salvajismo y la barbarie del Nuevo Mundo llega a ser: un eje discursivo de la crítica de occidente, del imperialismo y del capitalismo; un personaje metáfora en la emergencia de la conciencia criolla durante el Barroco y la Ilustración americana; un tropo para las otredades étnicas frente a las cuales se definieron los nacionalismos latinoamericanos; una de las metáforas claves del surgimiento discursivo de Latinoamérica en la segunda mitad del siglo XIX; y una herramienta de identificación y auto-percepción de América Latina en la modernidad. Asimismo, el canibalismo hace parte de la tropología de las apropiaciones digestivas y el consumo de bienes simbólicos, así como de la formación de identidades híbridas en la llamada posmodernidad.


En la historia cultural latinoamericana el caníbal tiene que ver más con el pensar y el imaginar que con el comer, y más con la colonialidad de la Modernidad que con una simple retórica cultural. El canibalismo siempre nombra, o serefiere a, otras cosas: la fuerza laboral; el indio insumiso; el motivo de un debate entre juristas sobre el Imperio; es una herramienta de la imaginación del tiempo de la modernidad; el epítome del terror y el deseo colonial; una marca cartográfica del Nuevo Mundo; el nombre de unas islas y de una amplia región atlántica desde la Florida hasta Guyana incluyendo el golfo de México y partes de Centroamérica; la expresión de terrores culturales y un artefacto utópico para imaginar la felicidad; un aborigen inhospitalario, un monstruo rebelde que maldice a su amo, un salvaje filósofo y un intelectual periférico; la multitud siniestra; lo popular; los esclavos insurrectos; una metáfora modélica para pensar la relación de Latinoamérica con centros culturales y económicos como Europa y los Estados Unidos y para imaginar modelos de apropiación de lo “foráneo”; el epíteto para el imperialismo norteamericano y el símbolo del pensamiento antiimperialista; .el consumidor devorante y el devorado. 


El canibalismo es, como veremos, un signo palimpséstico, producto de diversas economías simbólicas y procesos históricos que lo han significado. Por ejemplo, el Calibán de Shakespeare es un anagrama del caníbal de Colón y de Anglería y, también, un personaje conceptual con el que se caracterizó al proletariado del siglo XIX, así como al imperialismo norteamericano en el Caribe en la crisis de fines del siglo XIX. Luego, ese Calibán monstruoso y voraz se convierte en el símbolo de identidades que intentan una descolonización de la cultura y colocan entre su genealogía simbólica al salvaje caníbal que resistió la invasión de la Conquista. De la misma manera trashistórica, en el antropófago que la vanguardia brasileña recogió en los años 20 como símbolo de formación de la cultura nacional en la modernidad, encontraremos sedimentadas las huellas de los relatos de los viajeros franceses del siglo XVI, así como los buenos caníbales que imaginó Montaigne, y los salvajes (buenos y malos) de las novelas de José de Alencar. No se trata simplemente de la intertextualidad de la cultura latinoamericana, sino de re-narraciones de la identidad que se sirven de la enorme carga simbólica que significa que América fuera construida imaginariamente como una Canibalia: un vasto espacio geográfico y cultural marcado con la imagen del monstruo americano comedor de carne humana o, a veces, imaginada como un cuerpo fragmentado y devorado por el colonialismo.


Caspar Plautius. Adoración al diablo y canibalismo
en América del Sur
(1621).


“Sarta de textos” Para una cartografía nocturna. 


Forzosamente tengo que insistir en que no me estoy refiriendo a la práctica de comer carne humana, sino a lo que podríamos llamar las dimensiones simbólicas del canibalismo. Esta indagación no se interna en la “verdad histórica” sino en la semiótica cultural. Como se sabe, sobre la llamada realidad histórico-etnográfica del canibalismo hay desde hace algunos años un debate acalorado. The Maneating Myth (1979) de William Arens marca la emergencia de la pregunta por la razón colonial de los relatos sobre caníbales en la antropología contemporánea. La impugnación de la fidelidad de las fuentes y de la credibilidad de las pruebas antropo-arqueológicas y documentos históricos que hizo Arens –aunque controvertida y controvertible, acusada de sensacionalista y generalizadora– acierta en discutir la presunción de superioridad que conlleva tener el poder de decir y decidir quién es caníbal. El argumento de Arens ha sido a menudo deformado como si se tratara de la denegación de la ocurrencia histórica de casos de canibalismo y no como lo que es: un cambio de problema y de pregunta. Arens propuso una corrosiva hermenéutica de duda y una crítica del régimen de verdad de los relatos sobre canibalismo. La autoridad de los mismos –señalaba– depende frecuentemente del aislamiento ideológico de las circunstancias históricas en que fueron producidos, que en su mayoría corresponden a las invasiones coloniales europeas de América, África y Asia, y al sometimiento de grupos humanos a la esclavitud. El canibalismo funciona como un mito no sólo del colonialismo, sino de las disciplinas que producen el saber sobre la Otredad. De esta manera, Arens no reflexiona sobre el canibalismo en sí, sino sobre la disciplina antropológica que hizo de éste su objeto predilecto. 


Arens llamó la atención sobre el blind spot colonial de la concurrida asamblea de estudios sobre las causas y el significado del canibalismo que se daba en diversas disciplinas como la antropología, la historia y la psicología. La tesis psicologista y desarrollista de Eli Sagan (1974), por ejemplo, intentaba comprender y explicar la práctica caníbal como una forma de agresión institucional que la civilización habría sublimado: el canibalismo marcaría la hora del salvajismo. Sagan proponía que así como, según Freud, la incorporación oral es la respuesta agresiva primaria a la frustración y al deseo de dominar la resistencia del objeto, el canibalismo “es la forma elemental de agresión institucionalizada”. Según él, todas las formas subsecuentes de agresión “están relacionadas de alguna manera con el canibalismo”, presente en formas sublimadas como la caza de cabezas, los sacrificios humanos y de animales, el imperialismo y el capitalismo, las guerras religiosas, el fascismo y el machismo, y la competencia social. Para Sagan, el caníbal se come a aquellos que son Otros al tiempo que las sociedades “civilizadas” esclavizan, explotan o hacen la guerra a aquellos fuera de los linderos del yo. El verbo dominar ha tomado el lugar de matar y explotar, el de comer. La cultura es para Sagan el espacio de la sublimación del canibalismo; sin cultura, tendríamos el negativo de la cultura: “estaríamos todos comiéndonos a nuestros ene-migos”. La comparación es productiva políticamente, pero yerra en la proposición secuencial: para Sagan, primero es el canibalismo y luego, por ejemplo, el colonialismo; cuando históricamente el caníbal es un constructo colonial, independientemente de que la gente se comiera entre sí en Ubatuba, Tenochtitlán o Nueva Guinea.


La antropología no es acusada de una conspiración intelectual sino de trabajar dentro de –y reproduciendo– un sistema mitológico e inconsciente de sus implicaciones ideológicas. Una acusación de conspiración hubiera, sin duda, sido mejor recibida. La lectura de los relatos sobre canibalismo como alegatos justificativos del colonialismo es de vieja data. Ya Bartolomé de las Casas había notado que frecuentemente las noticias sobre caníbales correspondían a rumores y acusaciones y que las áreas en las que habitualmente aparecían coincidían con aquellas en las que el encuentro colonial enfrentaba resistencias. Esto no quiere decir que hubo una vasta conspiración que decidió e implementó la aparición del caníbal. Mala fe hubo, sin duda; pero los relatos sobre caníbales no pueden entenderse como simples farsas. Ello supondría que hay una verdad sobre el canibalismo americano y que dicha verdad hubiera podido ser políticamente significativa de ser develada. Canibalia no entra en la discusión sobre la existencia de la práctica caníbal en América o el análisis de las hipótesis propuestas en torno a sus causas; entre otras razones, porque, como señalaba Said, no debe asumirse que el discurso colonial sea una mera estructura de mentiras o de mitos que desaparecerían si la verdad acerca de ellos fuera contada, pues éste es más revelador como signo del poder atlántico-europeo que como un discurso de verdad. El tropo caníbal fue resultado de un tejido denso de prácticas sociales discursivas, narrativas, legales, bélicas y de explotación colonial. La verdad del canibalismo, si tal cosa existiera, debería indagarse primeramente en las relaciones materiales y de explotación que sobredeterminan dicho tropo.


Nos importa es el canibalismo en la cultura, y qué nos puede decir algo de ella y de nosotros, mejor que de la práctica de comer carne humana o de los Otros señalados como antropófagos. El análisis de las transformaciones y diferentes valores ideológicos y simbólicos del canibalismo tiene que ver no con la “verdad” sino con representaciones e imaginarios culturales; con aquello que Jorge Luis Borges llama –citando a Robert Luis Stevenson– textura o “sarta de textos” al hablar del problema histórico versus el problema estético del canibalismo que Dante le habría imputado al conde Ugolino en La divina commedia. Como se sabe, Dante coloca en el noveno y último círculo de su infierno a los traidores. Entre ellos está Ugolino, tirano de Pisa, que destronado por su pueblo fue encerrado en una prisión junto con sus hijos. En un acto de dolor, Ugolino muerde sus manos, y sus hijos –pensando que es por hambre– le ofrecen su propia carne que él rechaza. Cuando finalmente ellos mueren, Ugolino –al parecer llevado por el hambre– habría comido la carne de sus propios hijos antes de, él mismo, morir. Borges retoma la larga y tradicional discusión sobre si los versos con los que concluye Dante la historia de Ugolino indicarían o no que en efecto el conde comió la carne de sus hijos: “Poscia, più che ’l dolor, poté ’l digiuno” (Canto xxxiii) (“luego el hambre hizo lo que el dolor no pudo”). Para Borges se trata de una “inutile controversia” pues el Ugolino de Dante es una “textura verbal”: una serie de palabras es Alejandro y otra es Atila. De Ugolino debemos decir que es una textura verbal, que consta de unos treinta tercetos ¿Debemos incluir en esa textura verbal la noción de canibalismo? Repito que debemos sospecharla con incertidumbre y temor. 

 

El discurso colonial es menos un sistema que una sarta de textos y significantes relativos a un mundo del cual ellos guardan un índice –en fragmentos– de su significación. Llegamos a esa textura a través de lo que Heidegger en el contexto del conocimiento llama entendimiento previo o pre-comprensiones y con innumerables mediaciones, traducciones, silencios y olvidos. En el estudio de las dimensiones simbólicas del canibalismo es necesario –como Borges frente al canibalismo de Ugolino– optar por la incertidumbre y guardar frente al debate de la “verdad” histórica una distancia interesada; ver en el mismo la oportunidad no de encontrar los hechos, sino, por ejemplo, de reflexionar sobre la conformación colonial de los idearios de la modernidad. Siendo Canibalia un estudio tropológico sobre la retórica de la colonialidad que el canibalismo articula, rehúye –como el ensayo de Borges– la idolatría de lo fáctico. 


La identidad es producto de procesos históricos que han depositado una infinidad de rastros sin dejar un inventario. El canibalismo es en el caso latinoamericano acaso uno de los índices privilegiados a través de los cuales puede delinearse un inventario de trazos en la conformación palimpséstica de la(s) identidad(es) latinoamericana(s); un índice que, lejos de ser una lista exhaustiva, es una maraña de huellas para travesías que pueden hacer visibles (hacer brillar de manera fugaz) determinadas interrelaciones histórico-culturales. Clifford Geertz decía que la cultura puede concebirse como una articulación de historias, un intrincado tejido narrativo de sentido, producto y determinante de interacciones sociales; es decir, una narración que continuamente escribimos y leemos, pero en la cual también somos escritos y leídos. Apenas podemos, como instaba Said, “describir partes de ese tejido [cultural] en ciertos momentos, y escasamente sugerir la existencia de una totalidad más larga, detallada, e interesante, llena de [...] textos y eventos”. Estas travesías por la Canibalia americana no aspiran a ser una historia enciclopédica de las ocurrencias textuales del canibalismo; por lo menos, no en el sentido más obvio de la enciclopedia, de conocimientos organizados con una pretensión de totalidad. Sí, empero, en su sentido etimológico –que reivindica Edgar Morin en Antropología del conocimiento (1994)– de movimiento y circulación del saber en la cultura. Por eso, estas travesías de las que hablamos pueden concebirse únicamente como recorridos parciales –no hay alternativa– de lectura y, a la vez, como escritura de una geografía cultural que la analogía del mapa nocturno usada por Jesús Martín-Barbero expresa adecuadamente.  Podemos recorrer fragmentos de ese mapa como se recorre con la imaginación una cartografía: sabiendo que aquí y allá, por cada trazo, hay cientos de cosas que el mapa no representa y ni siquiera intenta representar.














Tomado de:

JÁUREGUI, Carlos (2008): Canibalia. Canibalismo, calibalismo, antropofagia cultural y consumo en América Latina. Introducción. Premio Casa de las Américas 2005. Madrid, Iberoamericana.

16 octubre 2021

Superar al mito trágico: Los Reyes de Cortázar. Cynthia Gabbay




 Superar al mito trágico 

Los Reyes (1949) de Julio Cortázar


Cynthia Gabbay


Me propongo aquí elucidar algunas de las relaciones dialógicas abiertas por el poema dramático Los Reyes. Éstas revelan implicancias que atañen diferentes niveles textuales y extratextuales: el genérico, el poético, el filosófico y el histórico-cultural. Sin embargo, me centraré esta vez en la identificación y el análisis de lo que denomino el topos reminiscente del Minotauro y el laberinto. Al optar por el topos reminiscente de un hipotexto cardinal, una fábula que tiene como tema un hipotexto perteneciente a la mitología griega, Cortázar establece una relación con el género griego de la tragedia, definida por Aristóteles como el relato de un mythos (relato oral): 


Una tragedia [...] es la imitación de una acción elevada y también, por tener magnitud, completa en sí misma; enriquecida en el lenguaje, con adornos artísticos adecuados para las diversas partes de la obra, presentada en forma dramática, no como narración, sino con incidentes que excitan piedad y temor, mediante los cuales realizan la catarsis de tales emociones.


Los Reyes está compuesto por una alternancia de versos endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos que hilan la acción principal del mito griego del Minotauro. La “tragedia” cortazariana cumple todos los requisitos aristotélicos. A simple vista, esta obra simula la reescritura de una leyenda griega, y el mito del Minotauro en particular, el cual según Plutarco, admite diversas versiones, diversidad que no alterará su concepción trágica según los parámetros establecidos por la Poética de Aristóteles.


Cortázar, sin embargo, otorga en Los Reyes una interpretación totalmente novedosa del mito, en tanto simula la aceptación de la preceptiva aristotélica, la cual postula la acción de la fábula como el ingrediente fundamental de la tragedia. Aristóteles afirma en Poética cap. II: “Los objetos que los imitadores representan son acciones, efectuadas por agentes que son buenos o malos”, y en el capítulo VI, agrega: “Así la acción (lo que fue hecho) se representa en el drama por la fábula o la trama. La fábula, en nuestro presente sentido del término, es simplemente esto: la combinación de los incidentes, o sucesos acaecidos en la historia”.


Si bien Aristóteles afirmó que el valor de una tragedia no se encuentra en la repetición mimética de la historia, sino en su reformulación en el discurso, este pensador se refería, aparentemente, al trabajo estético en sí, nunca a sus connotaciones filosóficas y/o significantes, puesto que, a su parecer, la acción principal era determinante respecto del efecto de la tragedia sobre el receptor. En este sentido agrega:


Lo más importante de las seis es la combinación de los incidentes de la fábula. La tragedia es en esencia una imitación no de las personas, sino de la acción y la vida, de la felicidad y la desdicha. Toda felicidad humana o desdicha asume la forma de acción; el fin para el cual vivimos es una especie de actividad, no una cualidad. El protagonista nos da cualidades, pero es en nuestras acciones –lo que hacemos– donde somos felices o lo contrario. En un drama, entonces, los personajes no actúan para representar los caracteres; incluyen los caracteres en favor de la acción. De modo que es la acción en ella, es decir, su fábula o trama la que constituye el fin o propósito de la tragedia, y el fin es en todas partes lo principal.


Pero Los Reyes prueba que “los pensamientos de los caracteres” –el segundo componente de la tragedia según Aristóteles– rigen de modo decisivo las significancias del poema dramático. En el poema dramático cortazariano aunque la misma acción sea mantenida –es decir la exigencia de Minos de sacrificar atenienses en el laberinto, la entrada de Teseo y su confrontación con el Minotauro, así como el amor de Ariadna, aquí: “Ariana”, quien busca socorrer a su amado entregándole su ovillo, el triunfo de Teseo sobre Minos, de Atenas sobre Creta–, en Los Reyes, esta acción es respetada al pie de la letra. Sin embargo, tanto la caracterización de los personajes como sus pensamientos y voluntades varían hasta aparecer incluso opuestas por completo a aquellos que componen el mito griego. Dada esta instancia, el elemento hermenéutico será fundamental en la apreciación de la fórmula trágica, pues los discursos de los personajes transforman la significación de la acción. De este modo, el lector deberá confrontar ambas versiones de la historia del Minotauro, la mítica y la cortazariana, obligado a realizar un trabajo comparativo, se verá en la necesidad de establecer una interpretación personal del poema dramático.


Además, al simular la reproducción del mito del Minotauro en el marco architextual de la tragedia, Cortázar relaciona los conceptos de mito y tragedia. Sin embargo, la eventual modificación del mito y la ruptura semántica del modus trágico provocarán una reevaluación de dicho parentesco. La tragedia, a partir del trabajo de Cortázar, no será definida ya como la “mímesis” de un mito (según la exigencia de Aristóteles) sino como una interpretación de éste, por la cual, el proceso hermenéutico que tiene lugar en la dinámica texto-lector pasará a ser un componente fundamental del poema dramático.


Las diferencias con el mito griego, se encuentran en particular, en lo que concierne al Minotauro y a Ariana. Ariana ama secretamente a su hermano. Dice ella: 


Sólo yo sé. ¡Espanto, aleja esas alas pertinaces! ¡Cede lugar a mi secreto amor, no calcines sus plumas con tanta horrible duda! ¡Cede lugar a mi secreto amor! ¡Ven, hermano, ven, amante al fin! ¡Surge de la profundidad que nunca osé salvar, asoma desde la hondura que mi amor ha derribado! ¡Brota asido al hilo que te lleva el insensato! ¡Desnudo y rojo, vestido de sangre, emerge y ven a mí, oh, hijo de Pasifae, ven a la hija de la reina, sedienta de tus belfos rumorosos!


El ovillo que Ariana entrega a Teseo busca, engañosamente, salvar al Minotauro y no, como aparente, al héroe ateniense. La hija de Pasifae anhela que su hermano incestuoso comprenda el mensaje oculto:


[Narra Ariana] Los ojos de Teseo me miraron con ternura. “Cosa de mujer, tu ovillo; jamás hubiera hallado el retorno sin tu astucia.” Porque todo él es camino de ida. Nada sabe de nocturna espera, del combate saladísimo entre el amor y la libertad […]

“Si hablas con él dile que este hilo te lo ha dado Ariana”. Marchó sin más preguntas, seguro de mi soberbia, pronto a satisfacerla. “Si hablas con él dile que este hilo te lo ha dado Ariana…” ¡Minotauro, cabeza de purpúreos relámpagos, ve cómo te lleva la liberación, cómo pone la llave entre las manos que lo harán pedazos!


Pero el Minotauro malinterpreta a Ariana, y trágicamente, sopesando una traición de su hermana, busca con su suicidio dedicarle una venganza eterna. En tanto el elemento trágico en el mito griego no representa el núcleo de la acción, pues la historia no resulta en anagnórisis ni en peripecia –tal como lo indicara Aristóteles– , el poema Los Reyes, por su parte, sí produce una anagnórisis espeluznante respecto de la identidad de Ariana y del Minotauro enamorados. Asimismo, el Minotauro se revela poeta, “señor de los juegos, amo del rito”; monstruo que amenaza el orden real, con su muerte vencerá a los reyes de Atenas y Creta, al instalarse en el orden de los sueños de la especie, quedará oculto y presente y podrá así amar a Ariana en la libertad del inconsciente, aludiendo de esta forma a otros mitos universales, el del amor libre e incestuoso y el de Dionisos en éxtasis poético. El monólogo del Minotauro –que cito aquí de modo fragmentario– dice:


Muerto seré más yo

[…]

Qué sabes tú de muerte, dador de la vida profunda. Mira, sólo hay un medio para matar monstruos: aceptarlos.

[…]

¿No comprendes que te estoy pidiendo que me mates, que te estoy pidiendo la vida?

[...]

Llegaré a Ariana antes que tú. Estaré entre ella y tu deseo. Alzado como una luna roja iré en la proa de tu nave. Te aclamarán los hombres del puerto. Yo bajaré a habitar los sueños de sus noches, de sus hijos, del tiempo inevitable de la estirpe. Desde allí cornearé tu trono, el cetro inseguro de tu raza… Desde mi libertad final y ubicua, mi laberinto diminuto y terrible en cada corazón de hombre

[…]

Cuando el último hueso se haya separado de la carne, y esté mi figura vuelta olvido, naceré de verdad en mi reino incontable. Allí habitaré por siempre, como un hermano ausente y magnífico. ¡Oh residencia diáfana del aire! ¡Mar de los cantos, árbol de murmullo!



Teseo confronta al Minotauro.



Este poema postula la muerte como liberación, muerte que aquí adquiere doble connotación libertaria: primero, el suicidio llevará al Minotauro fuera del laberinto hacia el mundo de los sueños, el oculto deseo incestuoso de cada uno de los hombres, y, en segundo lugar, lo conducirá hacia el perenne amor de Ariana. 


El poema de Cortázar demuestra que no es la acción la que determina la tragedia, tal como lo había definido Aristóteles, cuestión que influyó sobre la poética occidental, al menos hasta el siglo de Shakespeare. Los Reyes comprueba que lo que Aristóteles denominaba “los pensamientos de los caracteres” contiene todas las implicancias de la significación trágica, y, por otra parte, que el lenguaje es imprescindible para una reformulación hermenéutica del mito. 


Además de la modificación del canon aristotélico, la nueva figura del Minotauro implica numerosas rupturas con la historia de la poética occidental, comenzando con la postura platónica que propone el exilio del Poeta fuera de su república. Así como el laberinto implica el exilio del Minotauro, personaje que simboliza al poeta en el poema dramático de Cortázar, la liberación del Minotauro alude a la reivindicación de la poesía. La bipartición objetada por Nietzsche, en El nacimiento de la tragedia, busca rescatar el lado oscuro de la cultura griega, reevaluando el lugar del dios Dionisos, figura del Eros y el caos. La sombra de Dionisos es sugerida en Los Reyes como emblema de la poesía oscura, transhumado en el personaje poeta del Minotauro. Nietzsche denuncia la apropiación de la centralidad de Dionisos, por el luminoso Apolo, quien brilla sobre la clásica Grecia con las formas definidas por el blanco mármol de la escultura; su figura inmutable es una máscara vacía, símbolo del héroe y de la individuación que se contrapone al turbulento Dionisos.


Sostengo, entonces, que la figura del Minotauro es la reencarnación intertextual de Dionisos, su voz lírica y erótica. El Minotauro, al desvanecerse, ironiza aún con la cultura que busca defenestrarlo, se burla de la Grecia clásica y sus descendientes con la frase que Platón, en su República X, otorga como último desprecio a los poetas. Dice Teseo en el poema cortazariano: “¡Calla! ¡Muere al menos callado! ¡Estoy harto de palabras, perras sedientas! ¡Los héroes odian las palabras!”, y responde Minotauro, con la frase platónica, que funciona aquí como nexo reminiscente al texto platónico, “Salvo las del canto de alabanza–”, pues sólo las elegías habrían de ser legítimas en la república ideal de Platón.


En 1946, el ensayo cortazariano “La urna griega en la poesía de John Keats” aporta un elemento intratextual que viene a profundizar el procedimiento hermenéutico de Los Reyes respecto de la poética aristotélica y la visión occidental de la Grecia clásica, sumando una crítica incisiva hacia la actitud apolónica que intenta vencer el magma erótico dionisíaco imponiendo un dogma totalitario. Dice Cortázar: “De la natural vertebración del arte clásico se hizo un andamiaje, un molde donde vaciar la materia amorfa. Cierto que no todo es culpa del pensar moderno; Aristóteles y luego Horacio lo preceden en esta reducción a la técnica”. Según Cortázar fue el romanticismo el responsable de restablecer la dualidad helénica, “quien reaccionando contra la subordinación de valores estéticos a garantías instrumentales, aprehenderá el genio helénico en su total presentación estética”.


La poética cortazariana, se inicia tempranamente, por lo tanto, con la sublevación ante el canon literario y el dogma estético. Su obra futura será un magma dionisíaco en busca de lo indecidible y el interregno, espacios donde el decir pueda ser un silencio. Si bien, el ensayo citado adjudica al romanticismo la ruptura con el canon occidental, la experiencia cortazariana se materializó con el diálogo intertextual predominante en su propia época, años en que la voz existencialista buscó la desmitificación de la Grecia apolónica, precisamente, mediante la apropiación del mito clásico. Ejemplos de este trabajo fueron la obra de Albert Camus, El Mito de Sísifo de 1942 y la obra de Sartre, Las moscas,19 de 1943.


Asimismo, el francés André Gide publicó en 1946 su monólogo dramático Teseo. El texto de Gide juega un rol importante en el diálogo intertextual que se construyó durante el siglo XX en torno al topos reminiscente del Minotauro y el laberinto, y manifiesta un funcionamiento similar al de Los Reyes, centrado en la reformulación hermenéutica respecto del hipotexto cardinal. Así como lo ha hecho Los Reyes, Thésée aprovecha los intersticios líricos –o elipsis hipotextuales– del hipotexto cardinal para producir momentos de novedosas anagnórisis. De modo general, el texto de Gide –así como el de Cortázar– modifica la significación del mito mediante agregados de orden psicológico, el cual, en el análisis de Los Reyes he descripto en términos aristotélicos como una intensificación o mayor focalización en el “pensamiento de los caracteres”. Finalmente, al igual que Los Reyes, Thésée presenta el laberinto, a través de los testimonios de Dédalo e Ícaro, como el reino poético gobernado por la presencia del espíritu dionisíaco.


Por su parte, el relato “La casa de Asterión” de Jorge Luis Borges, publicado el mismo año de 1949 parece completar el poema dramático de Cortázar en lo que denomino un fenómeno de intertextualidad simbiótica. “La casa de Asterión” se desarrolla como monólogo interior del Minotauro, ser que se identifica con el filósofo, Platón tal vez, al afirmar: “como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura”, a diferencia del Minotauro cortazariano que enarbola su voz de poeta. El relato de Borges se cierra con el cambio de perspectiva en la voz de Teseo: “-¿Lo creerás, Ariadna? –dijo Teseo–. El minotauro apenas se defendió”. Dicha declaración adquiere significación en el relato con la precedente afirmación de Asterión, asegurando esperar a su redentor: “¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?” Si bien, el relato de Asterión y el poema del Minotauro parecen completarse uno en el otro, el poema de Cortázar busca mantener la apariencia trágica bajo la preceptiva aristotélica. El relato de Borges, por su parte, no ubica el elemento anagnórico en el nivel de los personajes, sino que apela a la capacidad interpretativa del lector para identificar a Asterión con el Minotauro a raíz de la entrada de Teseo. Dicha estrategia ubica el elemento de la anagnórisis en el nivel de la lectura. De este modo, Borges hace de la anagnórisis una herramienta estética y efectiva, en tanto que el poema dramático de Cortázar lo retoma como clave trágica.


En el nivel del estudio intertextual, por lo tanto, la problemática del género literario tiene repercusiones en el nivel poético y filosófico, alcanzando también dilemas éticos que, sin duda, infieren sobre las narrativas y poéticas de la realidad contemporánea. En este sentido menciona Cortázar, en “La urna griega de John Keats” la existencia de una similitud política entre la mitología griega y la época romántica, similitud alterna, probablemente, a la que llevó a los escritores de los años ´40 a resignificar el gran aparato de la mitología occidental.


En mi estudio de la intertextualidad de la lírica cortazariana adjudico la intertextualidad genérica a una subcategoría de lo que denomino topos reminiscente, el cual se refiere a fenómenos intertextuales centrados en lo genérico, lo simbólico o lo temático. En el caso de Los Reyes, es claro, dicho topos reminiscente hace referencia tanto al género de la tragedia como a una serie de símbolos: el hilo de Ariadna, el laberinto y el Minotauro. El poema dramático cortazariano reformula mediante una nueva hermenéutica cada uno de esos elementos. 


El Minotauro cortazariano se revela como un personaje netamente existencialista en cuanto opta por la libertad en un acto de voluntad que vence el temor a la muerte, dando lugar a una reescritura de la clave cultural a través de una renovada hermenéutica del mito. La obra de Cortázar presenta la opción del suicidio como voluntad que conduce a la significación del espíritu –opción que Albert Camus había objetado en su obra El Mito de Sísifo, y sin embargo la postulaba como la pregunta filosófica a la que todo filósofo debiera responder. El Minotauro busca dar significancia a su existencia mediante un lenguaje antidiscursivo, la palabra de la muerte, aquella que sabe superar el mito, es decir, quiere acabar con el discurso como fórmula, renegando del hilo tendido que aparenta una salvación, hilo que es la metáfora de la narración preestablecida. Es sólo con la aceptación de su voz lírica, que el Minotauro podrá dar el paso a lo inenarrable, y, así, tener acceso al amor eterno en el alma de todos los seres de la especie. Por otra parte, la figura del Minotauro, es emblema que mezcla lo lírico y lo fantástico, elemento que a mi parecer, implicó la subjetivación más auténtica del existencialismo cortazariano, materializado fundamentalmente en su cuentística neofantástica. 


Esta formulación poética, reúne tres elementos: la muerte, la poesía y el Eros. Éste último desborda en el lenguaje de Ariana y del Minotauro, en extrema disonancia con el lenguaje racionalista de Teseo y Minos. La procreación del hombre toro es relatada desde la mirada de Atxo como acto erótico que tiene el poder de explosionar el orden lógico del lenguaje racional:


El toro vino a ella como una llama que prende en los trigos.

Todo el oro fúlgido se oscureció de pronto y Atxo, desde lejos, oyó el alto alarido de Pasifae. Desgarrada, dichosa, gritaba Nombres y cosas, insensatas nomenclaturas y jerarquías


La génesis del Minotauro por lo tanto promueve su identificación con lo lírico, el erotismo del lenguaje, busca romper con el dogma mitológico y el orden cultural establecido. Los tres elementos mencionados, la muerte, el lirismo y la erótica, son recursos característicos de la simbología que acompaña al dios Dionisos, el cual, según el mito, rescata a Ariadna de la isla desierta en la cual la había abandonado  Teseo después de haber vencido al Minotauro. Esto permite afirmar, que el poema dramático de Cortázar, al postular una ruptura con la linealidad de la leyenda, promueve una lectura que logra explicar subrepticiamente elementos del discurso que no tenían explicación racional en la linealidad de la narración tradicional. Esta elección poética, implica asimismo una relación intertextual con el texto mencionado de Nietzsche, el cual alude a la necesidad de recobrar y reinsertar el legado dionisiaco en la cultura.


Finalmente, en el estudio de la intertextualidad, es posible postular la hipótesis de la aparición de utotextos o intertextos utópicos, intertextos a futuro, posibilitados a priori por la situación enigmática a la que abre cada texto literario. En este caso, existe un texto de Michel Foucault que puede imaginarse como utotexto del poema Los Reyes, con el nombre de “Ariadna se ha colgado”. En dicho ensayo, Foucault, imagina el suicidio de Ariadna, consumida por la espera de Teseo. Foucault imagina a Teseo, yendo al encuentro del Minotauro, no para acabar con el monstruo,sino para fundirse en la infinita diversidad de su ser, identificándolo –al igual que, tácitamente, lo hace Los Reyes–, con el dios “Dionisos enmascarado, Dionisos disfrazado, repetido hasta el infinito”. El ensayo dramático de Foucault, como utotexto de Los Reyes, continúa, entonces, sus mismos cuestionamientos, profundizándolos, estableciendo un diálogo con sus postulados, repitiéndolo en la misma espiral que rompe con las repeticiones para ir siempre un poco más allá de lo dicho, distorsionado una vez más el laberinto textual en busca de más poesía.




Tomado de:

GABBAY, Cynthia: "El poema dramático cortazariano Los Reyes: el hipertexto lírico como superación del mito trágico" En: Annales de Literatura Hispanoamericana 2014, Vol 43, pp. 271-281.