30 mayo 2019

Generaciones. La teoría de Ortega. Julián Marías


José Ortega y Gasset (1883-1955)


Generaciones 
La teoría de Ortega


Julián Marías



La primera teoría de las generaciones que ha existido es la de Ortega. Pero sería un error creer que Ortega tiene una doctrina acerca de las generaciones, independiente y autónoma, como unidad intelectual aislada, que se puede tomar o dejar. Esa doctrina tuvo que arrancar de una teoría general de la realidad histórica y social, y a su vez es una pieza indispensable de ella; y esta teoría radica en una concepción sistemática de la realidad como tal, o, dicho con otras palabras, en una metafísica. Conviene no olvidar que el filósofo no tiene en rigor «ideas», menos «ocurrencias»; lo que se suele entender así no son sino ingredientes o momentos de una totalidad sistemática superior, con la cual están en conexión estricta y necesaria. Y la filosofía de Ortega es especialmente sistemática, porque este carácter no se debe en ella a un propósito voluntario, sino a que le es esencial el descubrimiento de que la realidad es sistemática.


Tenemos que intentar poner en claro aquella porción de la doctrina de las generaciones que se derivan de un análisis suficiente de la vida humana, individual y colectiva, es decir, lo que llamamos antes teoría analítica o abstracta, dejando intacta por ahora una segunda cuestión, de dificultades tal vez mayores, la existencia empírica de las generaciones y la determinación de su serie, o al menos el método para conseguirlo. Podemos, en efecto saber a priori y por puro análisis que hay generaciones y qué son; sólo una indagación histórica muy compleja permitiría averiguar cuáles son las generaciones efectivas.


Vimos que la vida no consiste en las estructuras psico-físicas del hombre —cuerpo y alma—, sino en lo que el hombre hace con ellas. Lo propiamente humano no son los dispositivos o instrumentos somáticos o psíquicos de que el hombre está dotado, la inmediata circunstancia con que se encuentra y a la que está permanentemente adscrito, sino lo que hace con la integridad de su circunstancia —psico-física, natural, social, histórica—. La vida es drama, con personaje argumento y escenario: lo que cada uno de nosotros hace y se hace, después de haberse proyectado o imaginado en su circunstancia o mundo.


Este y no otro es el punto de partida fecundo para descubrir lo que son las generaciones humanas. Todo punto de vista que se instale en lo biológico —por ejemplo, toda consideración genealógica— yerra el camino, porque lo biológico sólo es un ingrediente o componente—como tal abstracto—de la vida humana, y deja fuera la auténtica realidad de ésta. Cada uno de nosotros vive en un mundo. Si preguntamos qué es «mundo», habría que decir que por lo pronto y desde luego que es un sistema de vigencias. Esta respuesta puede parecer algo extraña: se piensa tal vez que el mundo es un conjunto de cosas; acaso se llega a afirmar, no sin cierta petulancia, que no es ni puede ser más que eso. Pero si apretamos un. poco esa expresión, tenemos que preguntarnos qué son cosas. Si lanzamos una mirada en derredor nuestro, encontramos muchas. Ahora bien, es problemático por qué las consideramos así, por qué llamamos cosa a una cierta porción de materia, ni más ni menos, acotada con precisión dentro de una totalidad. No basta con la apelación a la unidad física, pues físicamente una cosa, el vaso o la roca, tanto da, se compone de otro tipo de unidades separadas, las moléculas, y éstas a su vez de átomos, y éstos de protones, electrones, neutrones y lo que se quiera. ¿Por qué agrupamos determinados elementos de éstos, y no más en un conjunto que llamamos cosa? Ya nuestra simple magnitud y el carácter cuantitativo de nuestros órganos de percepción condicionan esas agrupaciones: para nosotros, una piedra es una cosa, y no lo son, sino elementos de ella, las partículas de polvo; pero para una óptica microscópica, la piedra se disolvería en una muchedumbre de «cosas» independientes, y el grano de polvo sería, a su vez, una cosa, mientras que, vistas desde otro planeta, las grandes rocas de nuestras sierras serían elementos sin autonomía de otras «cosas» que para nosotros funcionan cerno agregados múltiples y complejos.


Las cosas son, por lo pronto, interpretaciones nuestras de la realidad. Un fulgor en el cielo es interpretado por nosotros como un fenómeno físico; para un primitivo es un presagio; para un griego, un signo de la cólera de Zeus. Esa realidad, ¿es alguna de esas tres «cosas», o las tres, o ninguna de ellas? La realidad «gato» es rigurosamente distinta para mí, para un ratón, para una pulga emboscada en su pelaje o para un parásito de su fauna intestinal; y un posible gato que fuese el mismo y único es una convención; con todo rigor, una teoría o interpretación, fundada en la múltiple realidad gato. 


Ha habido un día en que los hombres han llegado a una interpretación, y ésta se toma por la realidad misma. La realidad está así cubierta por una pátina de interpretaciones, y es ella misma la que obliga a hacerlas. Porque vivir es interpretar; todo acto vital es una interpretación; pata hacer algo con una cosa, necesito interpretarla como tal cosa determinada. Andar es interpretar el suelo como resistente; sembrar en él, interpretarlo como origen de vegetación; navegar es interpretar el agua como camino, al escapar de ella funciona como peligro, cuando bebo un vaso es algo nos aplaca la sed, analizarla en un laboratorio es interpretarla como un cuerpo químico Pero esas interpretaciones no son mías, no me tienen por autor. Me he encontrado con que se entendían así las cosas, con que una determinada realidad se interpretaba ya como vaso, y por eso es para mí. por lo pronto y desde luego, un vaso, y esto me parece la realidad misma Por esta razón, el mundo, incluso el mundo físico, es primariamente para el hombre una realidad social; hasta el llamar a ese mundo el globo terráqueo es una interpretación que tiene su fecha histórica muy precisa. He aquí la razón de decir que el mundo es, por lo pronto, un sistema de vigencias.


Las interpretaciones, en efecto, se caracterizan por estar ya ahí, por existir ya; no se presentan como tales —esto sólo ocurre cuando se remonta de ellas a su origen, cuando se las ve nacer, y ya no funcionan como realidad—; las interpretaciones me preexisten, son esencialmente antiguas. Si propiamente hablando hubiese «cosas», la inserción del hombre en el mundo, entre ellas; estaría condicionada simplemente por sus determinaciones físicas y no tendría mayor complicación. Pero como hemos visto, esas «cosas», en virtud de su carácter interpretativo y de la necesaria actualidad o vigencia de las interpretaciones, vienen afectadas intrínsecamente por un coeficiente temporal; y la inserción del hombre en el mundo, lejos de ser «indiferente», se ejecuta en un determinado nivel histórico.


Reparemos ahora en el otro término de la expresión que nos ocupa: sistema de vigencias. El mundo es el ámbito en que tengo que vivir, el escenario de mi vida. Yo soy el centro de mi mundo, que funciona como una totalidad, de suerte que tengo que referirme a él en su conjunto, lo cual lo convierte en una realidad jerarquizada. El mundo es una unidad cerrada; uno de sus caracteres es la clausura. Pero en lo humano hay que rebajar siempre un grado: decir que el mundo es cerrado quiere decir que tiende a serlo; las determinaciones se refieren primariamente a las pretensiones o «necesidades» del hombre; y el hombre, efectivamente, necesita que el mundo sea cerrado. Pero tiene dos esenciales modos de abertura: una que mira al futuro, ya que todavía «no está ahí» y mi vida no está hecha, y en ese sentido es un mundo abierto; en segundo lugar, el mundo tiene fisuras o grietas, hendiduras o huecos, que son lo que llamamos problemas.


Si para algo no encuentro interpretación, queda un hueco o fisura en mi mundo. Puede no haber interpretación para algo por diversos motivos: por la novedad de ese algo, para el cual no hay todavía interpretación; por desgaste de una que ya no es vigente y no ha sido aún sustituida por otra; por falta de engranaje o concordancia entre unas y otras. De esta idea de las fisuras se deriva uno de los temas centrales de la filosofía: el problema de la verdad.


El hombre necesita tapar y rellenar esos huecos y aderezar ese mundo en que tiene que vivir. Con los materiales que halla en su contorno tiene que construir así, inexorablemente, una porción de mundo. «Con mayor o menor actividad originalidad y energía—ha escrito Ortega—, el hombre hace mundo, fabrica mundo constantemente, y ya hemos visto que mundo y universo no es sino el esquema o interpretación que arma para asegurarse la vida. Diremos, pues, que el mundo es el instrumento por excelencia que el hombre produce, y el producirlo es una y misma cosa con su vida, con su ser. El hombre es un fabricante nato de universos.


Ese mundo le asegura frente a ciertos problemas que le plantea la circunstancia, pero deja muchas aberturas problemáticas, muchos peligros sin resolver ni evitar. Su vida, el drama de su vida, tendrá un perfil distinto según sea la perspectiva de problemas, según sea la ecuación de seguridades e inseguridades que ese mundo represente. El hombre interpone, entre la realidad y él, un proyecto; al proyectar un quehacer sobre las cosas, éstas, que no son sino facilidades o dificultades, se convierten en posibilidades. El mismo suelo es la distancia que me separa de la meta, y que tengo que vencer, y el camino que me permite llegar a ella; el mismo viento que hinche las velas de mi embarcación y le sirve de motor trae la nube inoportuna que me impide observar un eclipse; nuestro cuerpo, que es la gran facilidad, la fuente de innúmeras posibilidades, se convierte en el máximo estorbo si permite que se me reduzca a prisión o se me fusile. Es decir, la estructura del mundo está condicionada por los diferentes proyectos vitales que los hombres arrojan sobre él. Estos proyectos alteran la realidad de las cosas, y una vez que han adquirido vigencia los encuentran los demás y tienen que contar con ellos; funcionan, pues, como ingredientes objetivos de ese nuevo mundo en que tienen que vivir.


Algo es vigente, repito, cuando me es impuesto y tengo que contar con ello, quiera o no; pero que algo sea vigente no quiere decir que forzosamente sea aceptado. Se me imponen las vigencias, pero no me es impuesta mi reacción frente a ellas. De ahí que no pueda inferirse que los hombres sometidos al mismo sistema de vigencias tengan que parecerse entre sí; sólo en una cosa: que sus reacciones—que pueden ser distintas y aun opuestas—son reacciones a una misma realidad. Vemos cómo en cada momento histórico hay forzosamente Innovación, porque el mundo es distinto, y cómo esa innovación es común a todos los hombres de ese momento.


Se trata de comprender, por medio de la historia, las variaciones humanas. Y, ante todo, hay que establecer una jerarquía entre ellas; unas son más generales que otras; unas son superficiales, mientras que otras afectan a los estratos más profundos; algunas —sea cualquiera su importancia— son azarosas, y otras radican en la estructura misma de la vida humana. Lo más importante, dice Ortega, origen de las variaciones secundarias, es «la sensación radical ante la vida», cómo se sienta la existencia en su integridad indiferenciada. Esta que llamaremos sensibilidad vital es el fenómeno primario en historia y lo primero que habríamos de definir para comprender una época.


Pero tampoco todas las variaciones de la sensibilidad vital son parejas. Si sólo afectan a algunos individuos, no tienen trascendencia histórica; tienen que extenderse a las muchedumbres; pero por otra parte, siempre con obra de ciertos individuos egregios. Ortega insiste en su doctrina de las masas y las minorías selectas como elementos funcionales y dinámico de toda sociedad. «Las masas humanas son receptivas, se limitan a oponer su favor o su resistencia a los hombres de vida personal e iniciadora. Vida histórica es convivencia. La vida de la individualidad egregia consiste, precisamente, en una actuación omnímoda sobre la masa. No cabe, pues, separar los «héroes» de las masas. Se trata de una dualidad esencial al proceso histórico. La humanidad, en todos los estadios de su evolución, ha sido siempre una estructura funcional en que los hombres más enérgicos —cualquiera que sea la forma de esa energía— han operado sobre las masas dándoles una determinada configuración. Esto implica cierta comunidad básica entre los individuos superiores y la muchedumbre vulgar.


Este es el lugar preciso de esa realidad que llamamos generaciones: ni un solo paso de los que hemos dado hasta aquí era superfluo; sólo al llegar a este punto se justifica plenamente y se hace inteligible la idea de generación. En este contexto llega Ortega a su noción precisa y rigurosa: Las variaciones de la sensibilidad vital que son decisivas en historia se presentan bajo la forma de generación. Una generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente una masa: es como un nuevo cuerpo social íntegro con su minoría selecta y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada. La generación, compromiso dinámico entre masa e individuo, es el concepto más Importante de la historia, y, por decirlo así, el gozne sobre el que ésta ejecuta sus movimientos, Esta definición es el punto de partida, al que se agregan nuevas precisiones. «Una generación es una variedad humana»; cada generación representa una cierta altitud vital desde la cual se siente la existencia de una manera determinada. Si tomamos en su conjunto la evolución de un pueblo, cada una de sus generaciones se nos presenta como un momento de su vitalidad, como una pulsación de su potencia histórica. Y cada pulsación tiene una fisonomía peculiar, única; es un latido impermutable en la serie del pulso, como lo es coda nota en el desarrollo de una melodía.


Parejamente podemos imaginar a cada generación bajo la especie de un proyectil biológico lanzado al espacio en un instante preciso, con una violencia y una dirección determinadas. Lo decisivo es que las generaciones nacen unas de otras, de suerte que la nueva se encuentra ya con las formas que a la existencia ha dado la anterior. Para cada generación, vivir es, pues, una faena de dos dimensiones, una de las cuales consiste en recibir lo vivido —ideas, valoraciones, instituciones, etc.— por la antecedente; la otra, deja fluir su propia espontaneidad. Hay épocas en que la nueva generación se siente homogénea con la anterior y se solidariza con los viejos, que siguen en el poder; otras épocas eliminatorias y polémicas, generaciones de combate, barren a los viejos e inician nuevas cosas. Aparecen, pues, distinguidos dentro de los contemporáneos —los que viven en el mismo tiempo—, los grupos de los que son coetáneos tienen la misma edad: viejos, jóvenes; es decir, las diversas generaciones coexistentes en un momento histórico. 


«Toda actualidad histórica—dice Ortega--, todo «hoy» envuelve en rigor tres tiempos distintos, tres «hoy» diferentes o, dicho de otra manera, que el presente es rico de tres grandes dimensiones vitales, las cuales conviven alojadas en él, quieran o no, trabadas unas con otras y, por fuerza, al ser diferentes, en esencial hostilidad». Los contemporáneos no son coetáneos: urge distinguir en historia entre coetaneidad y contemporaneidad. Alojados en un tiempo externo y cronológico, conviven tres tiempos vitales distintos. Esto es lo que suelo llamar el anacronismo esencial de la historia. Merced a ese desequilibrio interior se mueve, cambia rueda, fluye. Si todos los contemporáneos fuésemos coetáneos, la historia se detendría anquilosada, putrefacta, en un gesto definitivo, sin posibilidad de innovación radical ninguna.


¿Cuáles son, en concreto, las edades humanas? Podemos considerar la vida dividida en cinco períodos de quince años, que sumarían un total de setenta y cinco:

1) Los primeros quince años: niñez. No hay actuación histórica, ni apenas tiene ese carácter lo que se recibe del mundo: de ahí que el mundo del niño cambie, de una época a otra, mucho menos que el del adulto en fechas análogas.

2) De los quince a los treinta: juventud. Se recibe del contorno; se ve, se oye, se lee, se aprende; el hombre se deja penetrar por el mundo ya existente y que él no ha hecho; época de información y pasividad.

3) De los treinta a los cuarenta y cinco: iniciación. El. Hombre empieza a actuar, a tratar de modificar el mundo recibido e imponerle su propia innovación; es la época de gestación, en que se lucha con la generación anterior y se intenta desplazarla del poder.

4) De los cuarenta y cinco a los sesenta: predominio. Se ha impuesto y ha logrado vigencia el mundo que se trataba de innovar en la edad anterior. Los hombres de esta edad «están en el poder» en todos los órdenes de la vida; es la época de gestión; y a la vez se lucha para defender ese mundo frente a una nueva innovación postulada por la generación más joven.

5) De los sesenta a los setenta y cinco, o más, en los casos de longevidad: vejez. Es la época de supervivencia histórica. Esta tiene, por lo pronto, un sentido cuantitativo: hay muchos menos hombres de esta edad que de los grupos anteriores.


Los ancianos —dice Ortega—están «fuera de la vida», y ése es su papel: el de testigos de un mundo anterior, que aportan su experiencia y están más allá de las luchas actuales: es la función de los senados. Pero recuérdese lo que antes dije de la alteración del ritmo de las edades; hoy empieza a haber muchos más hombres de más de sesenta años que en las épocas pasadas, y además se mantienen en gran parte en plena eficacia; los médicos, además, acaban de inventar la «geriatría», pareja a la pediatría, y todo hace esperar que en un futuro próximo se altere más aún el esquema de las edades y la ancianidad quede confinada a los dos últimos decenios del siglo.


¿Cómo se realiza el cambio histórico en función de las generaciones sucesivas? La totalidad de los jóvenes de un momento del tiempo actúa sobre el mundo, cada uno sobre un punto de él, entre todos sobre su integridad. De este modo, aunque la modificación ejecutada por cada uno de ellos sea mínima, lo decisivo es que —frente a las variaciones individuales, por importantes que sean—tiene un carácter de totalidad, y convierte al mundo en otro mundo, sea mayor o menor la cuantía de esa alteridad. Y como el concepto de coetaneidad ha quedado precisado, Ortega puede llegar a una definición de las generaciones más rigurosa: El conjunto de los que son coetáneos en un círculo de actual convivencia, es una generación. El concepto de generación no implica, pues, primariamente más que estas dos notas: tener la misma edad y tener algún contacto vital.


Pero ahora surge una cuestión: ¿qué es tener la misma edad? «Aunque parezca rnentira -escribe Ortega-, se ha pretendido una y otra vez rechazar a limine el método de las generaciones oponiendo la ingeniosa observación de que todos los días nacen hombres y, por tanto, sólo los que nacen en el mismo día tendrían, en rigor, la misma edad, por tanto, que la generación es un fantasma, un concepto arbitrario que no representa una realidad, que antes bien, si le usamos, tapa y deforma la realidad. Pero convendría haber caído en la cuenta de que el concepto de edad no es de sustancia matemática, sino vital. La edad, originariamente, no es una fecha. Es, dentro de la trayectoria vital humana, un cierto modo de vivir—por decirlo así, es dentro de nuestra vida total una vida con su comienzo y su término: se empieza a ser joven y se deja de ser joven, como se empieza a vivir y se acaba de vivir. La edad, pues, no es una fecha, sino una «zona de fechas» y tienen la misma edad, vital e históricamente, no sólo los que nacen en un mismo año, sino los que nacen dentro de una zona de fechas.


Esa objeción se nutre de un doble error conexo: en primer lugar, atender a la vida individual, y en definitiva a la genealogía, por no conocer, como hemos visto largamente, cuál es el «lugar» de las generaciones, a saber, la vida histórica y social; en segundo término, el biologismo, la creencia de que la realidad humana es en lo fundamental biológica, y las edades lo son propiamente del organismo; por eso, a la vez que se afirma un «continuismo» de las generaciones, fundándose en la efectiva continuidad de los nacimientos, y así se las disuelve, cuando se las toma en su sentido usual se las interpreta como promociones que se suceden, que se van sustituyendo. «Esto supone —añade Ortega— que el hombre primordialmente es su cuerpo y su alma. Contra este error va todo mi pensamiento. El hombre es primariamente su vida, una cierta trayectoria con tiempo máximo prefijado. Y la edad es ante todo una etapa de esa trayectoria y no un estado de su cuerpo ni de su alma. La averiguación esencial de que hablando del hombre lo sustantivo es su vida y todo lo demás adjetivo, que el hombre es drama, destino y no cosa, nos proporciona súbito esclarecimiento a todo este problema. Las edades lo son de nuestra vida y no de nuestro organismo, son etapas diferentes en que se segmenta nuestro quehacer vital. Recuerden ustedes que la vida no es sino lo que tenemos que hacer, puesto que tenemos que hacérnosla. Y cada edad es un tipo de quehacer peculiar.


Esto nos lleva a una consecuencia capital. Si atendemos a la etapa de plena eficacia histórica, nos encontramos que está dividida en dos fases: la de los hombres de treinta a cuarenta y cinco años (gestación) y la de los hombres de cuarenta y cinco a sesenta (gestión). Estos viven instalados en el mundo que han hecho, mientras que los más jóvenes están haciendo su mundo, el que todavía no es vigente. No caben, observa Ortega, dos tareas vitales o estructuras de la vida más diferentes; se trata de dos generaciones que tienen puestas las manos sobre las mismas cosas, basta el punto de estar en lucha; es decir, son contemporáneas y plenamente activas, no se suceden, pero no son coetáneas: lo decisivo en la idea de las generaciones no es que se suceden, sino que se solapan o empalman. Siempre hay dos generaciones actuando al mismo tiempo, con plenitud de actuación, sobre los mismos temas y en torno a las mismas cosas—pero con distinto índice de edad y, por ello, con distinto sentido.


Ortega distingue dos tipos muy diversos de cambio histórico: 1) Cuando cambia algo en nuestro mundo. 2) Cuando cambia el mundo. Esto último acontece, normal e inexorablemente, con cada generación, la cual ejecuta una variación —grande o chica, esto es secundario— en la tonalidad general del mundo. Cuando el cambio es cuantitativamente muy pronunciado y, sobre todo, cuando en lugar de suceder a un sistema de convicciones otro bastante próximo, lo que ocurre es que el hombre se queda sin convicciones —y por tanto sin mundo—, se puede hablar de una crisis histórica; y se llama generación decisiva a la que «por primera vez piensa los nuevos pensamientos con plena claridad y completa posesión de su sentido: una generación, pues, que ni es todavía precursora, ni es ya continuadora. 


Todos los jóvenes viven del mismo modo un acontecimiento, porque éste se produce en una misma etapa de su vida, esto es, tiene la misma significación funcional dentro de sus biografías. Por esto es indiferente tener un año más o dos años menos. La edad biológica es una componente abstracta de nuestra vida —y de las generaciones—, necesaria, pero incapaz de explicar ella de por sí nada, como el peso físico de nuestro cuerpo o nuestro tamaño; es claro que si el hombre pesara unos gramos o varias toneladas, si fuese un organismo de cinco centímetros o de diez metros de altura, su vida sería distinta; sus determinaciones físicas la condicionan; pero no la explican ni la deciden, porque ella consiste en lo que el hombre hace con su peso, su estatura, su edad biológica, la gravitación, el suelo resistente del planeta y toda la infinidad de ingredientes de su circunstancia o mundo. Por esto, aunque todos sabemos cuándo hemos nacido, y la fecha de nuestro nacimiento determina nuestra pertenencia a una generación precisa, no basta con saber esa fecha para saber cuál es nuestra generación, porque ésta no es asunto de la vida individual, sino de las estructuras objetivas del mundo histórico. El segundo error olvida que la vida es múltiple, pero que esa multiplicidad de dimensiones suyas no altera el hecho decisivo de que es una unidad total. Por esto, no se va a ninguna parte intentando hacer una teoría de las generaciones en política, arte o literatura; las generaciones afectan a la vida en su totalidad; se pueden acotar, ciertamente, estos campos de la realidad, pero a condición de tener plena conciencia de que son abstractos y no reales. 


¿Qué es, pues, en suma, una generación? Depende del sistema total de vigencias que dan su estructura a la vida en cierta fecha de la historia. Ese sistema tiene cierta duración, y ejerce su influjo conformador sobre todos los hombres que ingresan en la vida histórica dentro de ese plazo. Se trata, por tanto, del mundo que cada hombre encuentra y al que se incorpora; de algo que excede, pues, de la vida individual, de algo que se impone a ésta y la condiciona. Por esto, por no ser asunto biológico ni siquiera biográfico, no basta con saber cuándo ha nacido un hombre para saber a qué generación pertenece, porque falta por conocer la estructura del mundo en ese momento; dicho con otras palabras, cuál es la serie efectiva de las generaciones como sistemas de vigencias, pata saber en cuál de ellas se inserta. Esto tiene la consecuencia evidente de que cada hombre se encuentra a cierta altura dentro de la generación a que pertenece: al principio, en medio o al final; es decir, cuando el hombre irrumpe en la vida histórica, el sistema a que queda adscrito lleva ya más o menos tiempo vigente. Mientras no se conozca la serie de las generaciones, no se puede saber si dos hombres nacidos en fechas próximas, pero no coincidentes, pertenecen a la misma generación o no: hace falta conocer las «divisorias», las fechas terminales de las generaciones, y sólo entonces el dato del nacimiento adquiere su sentido histórico, al articularse, con la estructura objetiva de la sociedad. No puede representarse la sucesión de la historia como una llanura, en que sólo contarían las distancias absolutas, métricas, sino como un terreno surcado por ondulaciones, cada generación sería la zona comprendida entre dos cadenas montañosas, y para determinar a cuál pertenece un punto sería menester conocer el relieve; dos puntos bastante distantes podrían pertenecer a la misma; dos muy próximos, en cambio, a generaciones diferentes, según estuviesen en la misma vertiente o a ambos lados de la divisoria de aguas.


Este es el carácter real de las generaciones, lo que las convierte en los pasos efectivos del acontecer histórico y hace de cada una lo que he llamado el presente histórico elemental. La idea de generación, dice Ortega, es «el órgano visual con que se ve en su efectiva y vibrante autenticidad la realidad histórica». La generación es una y misma cosa con la estructura de la vida humana en cada momento. No se puede intentar saber lo que de verdad pasó en tal o cual fecha si no se averigua antes a qué generación le pasó; esto es, dentro de qué figura de existencia humana aconteció. Un mismo hecho acontecido a dos generaciones diferentes es una realidad vital y, por tanto, histórica, completamente distinta.


Hay, por tanto, en la historia una multiplicidad de estructuras o, mejor dicho, una estructura múltiple, dinámica y tensa. Toda sección histórica, aun siendo instantánea, es ya móvil, nunca estática: aparece siempre como una distensión de tres fuerzas, las tres generaciones actuantes en cada fecha, y su realidad es intrínsecamente móvil. La creencia de que el ente es inmóvil tiene una última repercusión en la creencia en las formas rígidas de la historia, que en nuestro tiempo ha tenido un brote —por lo demás espléndido— en la interpretación de la historia como una morfología. Las formas históricas no son resultados, sino resultantes, en un sentido análogo al del físico cuando habla de la resultante de una composición de fuerzas que actúan sobre un punto. Ahora tenemos que preguntarnos cuánto dura una generación, cuánto distan entre sí esas cadenas montañosas que integran lo que he llamado el relieve de la historia. Es la estructura de las edades —entendidas siempre como realidades funcionales históricas— quien lo determina. La actuación plenamente histórica de los hombres dura, como vimos, treinta años; pero este plazo se divide en dos fases de signo distinto y aun opuesto: quince años de gestación, quince de gestión. De los treinta a los cuarenta y cinco años se lucha por imponer una cierta estructura del mundo; a los cuarenta y cinco, aproximadamente, se triunfa y se está en el poder, hasta que, quince años más tarde una nueva generación ascendente impone su innovación y desplaza del mando —en todos los órdenes— las convicciones, usos e ideas característicos de la etapa anterior. Por tanto, la vigencia de esa forma de vida dura quince años, aproximadamente: ésta es la duración de las generaciones. 


La generación sería, pues, la unidad concreta de la auténtica cronología histórica, o, dicho en otra forma, que la historia camina y procede por generaciones. Ahora se comprende en qué consiste la afinidad verdadera entre los hombres de una generación. La afinidad no procede tanto de ellos como de verse obligados a vivir en un mundo que tiene una forma determinada y única. Pero con todo esto no sabemos aún cuáles son las generaciones; sabemos que las hay, qué son, cuánto duran; pero ignoramos todo lo que se refiere a su existencia concreta. No tenemos vislumbre de cuál es su serie efectiva, y, por tanto, a qué generación pertenecemos cada uno de nosotros. Pero es que aquí se trata sólo de la teoría analítica de las generaciones, que sobre su existencia empírica nada tiene que decir. Tendremos que plantearnos después el problema histórico de esa existencia y, con ello, el del sentido metódico de la idea de las generaciones.
















Tomado de: 
Marías Julián (1949):El método histórico de las generaciones. Revista de Occidente. Bárbara de Braganza 12. Madrid. pp.73-107

12 mayo 2019

Generaciones. Karl Mannehim




Generaciones


Karl Mannehim



La conexión generacional no es, ante todo, otra cosa que una modalidad específica de posición de igualdad dentro del ámbito histórico-social, debida a la proximidad de los años de nacimiento. Si lo que es propio de la posición de clase se puede determinar estrechamente mediante la caracterización de las condiciones económico-sociales, por su parte, la posición generacional se puede determinar a partir de ciertos momentos vitales —basados en los datos naturales de la mudanza de las generaciones— que sugieren a los individuos afectados por ellos determinadas formas de vivencia y pensamiento.


Podemos llegar a tener con toda claridad ante los ojos cuáles son exactamente los momentos estructurales que se establecen, en la vida y en la vivencia, mediante el fenómeno de la generación. Basta para ello que —con propósito experimental— nos preguntemos, en nuestro fuero interno, cómo aparecería la vida social humana si una generación viviese eternamente y no tuviese lugar ninguna sucesión generacional más. Frente a la sociedad humana utópicamente construida que concebiríamos de ese modo, la nuestra se caracteriza:


a) por la constante irrupción de nuevos portadores de cultura;
b) por la salida de los anteriores portadores de cultura;
c) por el hecho de que los portadores de cultura de una conexión generacional concreta sólo participan en un período limitado del proceso histórico;
d) por la necesidad de la tradición —transmisión— constante de los
bienes culturales acumulados;
e) por el carácter continuo del cambio generacional.


Estos son los fenómenos básicos que se derivan únicamente del mero hecho de la existencia de una sucesión de generaciones, de donde, por esta vez, abstraemos intencionadamente los fenómenos de envejecimiento corporal y espiritual. En adelante, y ateniéndonos a esos puntos, intentaremos poner de relieve la importancia que esos estados de cosas elementales tienen desde el punto de vista de la sociología formal. 


a) La constante irrupción de nuevos portadores de cultura.


En contraste con la sociedad utópica que habíamos construido, la nuestra, que se renueva generacionalmente, está caracterizada en primer término porque la creación y la acumulación de cultura no se realiza en los mismos individuos, sino que en nuestra sociedad irrumpen constantemente «nuevos años de nacimiento».


Esto significa, para empezar, que la cultura la desarrollan hombres que tienen un «nuevo acceso» al bien cultural acumulado. A la vez, y dada la índole de nuestra estructura anímica, esa «nueva modalidad de acceso» significa un constante distanciamiento del objeto, una nueva modalidad de comienzo mediante la apropiación, elaboración y desarrollo de lo que está a disposición. Por lo general, la «nueva modalidad de acceso» es un fenómeno relevante en la vida social, y que sólo en ella encuentra una realización específica. En la vida de los individuos tiene gran significación el hecho de que el destino les obligue a dejar su grupo de origen y a ingresar en nuevos grupos sociales: cuando un joven deja su familia, o un campesino abandona el campo, para emigrar a la ciudad; cuando un emigrante deja su patria, cuando un trepador cambia de lugar o de clase social. Como se sabe, en todos esos casos sucede con toda evidencia una alteración muy esencial en la postura de la conciencia; una mudanza no sólo en cuanto a la propia clase de contenido del material que se recibe, sino en la propia disposición anímico-espiritual. Pero todas estas formas de «nueva modalidad de acceso» se caracterizan porque ocurren siempre en el ámbito de una vida individual, mientras que, por contra, la que el fenómeno de la sucesión generacional establece se fundamenta en la irrupción de nuevas unidades vitales, corporales y anímicas que realmente empiezan una «nueva vida». Se puede decir que el joven, el campesino, el emigrante, el trepador empiezan una «nueva vida», pero sólo lo hacen en un sentido restringido; mientras que en el otro caso, en cambio, el «nuevo acceso» al bien sociocultural no lo establecen las transformaciones sociales, sino que se debe a determinaciones vitales. De acuerdo con esto, distinguimos entre dos tipos esencialmente diferentes de «nuevas modalidades de acceso» al ámbito social y al contenido de éste: el que se fundamenta en los desplazamientos sociales y el que se basa en los momentos vitales (cambio generacional). Potencialmente, el último es mucho más radical, porque la mudanza de la disposición se realiza en los nuevos portadores, y para éstos no conserva la misma relevancia lo que en la historia anterior había sido objeto de apropiación.


Si el cambio de generación no se diera, el fenómeno específico del «nuevo acceso» que se fundamenta en lo vital no tendría lugar. Al ser siempre, en este caso, los mismos hombres portadores y agentes del desarrollo del bien cultural, serían posibles, ciertamente, «nuevas modalidades de acceso» debidas a los desplazamientos sociales, pero faltarían esas formas más radicales de «nuevas modalidades de acceso». Sería mucho más probable así que, una vez adoptadas, las intenciones básicas (las disposiciones vivenciales, las direcciones del pensamiento) se conservarían permanentemente —lo cual en sí mismo es una ventaja, pero una ventaja lastrada por una unilateralidad fija y fatal—. Sólo si esos hombres utópicos gozaran de una conciencia total, igualmente utópica, si vivenciaran todo lo vivenciable, pudieran saber todo lo que puede saberse y gozaran de una elasticidad como para poder empezar siempre de nuevo, sólo entonces se compensaría, hasta cierto punto, la falta de la sucesión de generaciones. Sólo con esa «elasticidad interior», esa «nueva modalidad de acceso», establecida por los desplazamientos históricos y sociales, podría bastar para reconfigurar la vida interior y exterior de acuerdo con las nuevas circunstancias. Si partimos de la contraimagen utópica que se ha propuesto, resulta visible que, en nuestra vida social, el hecho de la irrupción constantemente renovada de hombres nuevos es la compensación directa del hecho de la parcialidad de cada conciencia individual. La irrupción de nuevos hombres hace, ciertamente, que se pierdan bienes constantemente acumulados; pero crea inconscientemente la novedosa elección que se hace necesaria, la revisión en el dominio de lo que está disponible; nos enseña a olvidar lo que ya no es útil, a pretender lo que todavía no se ha conquistado. 


b) La salida constante de los anteriores portadores de cultura.


El morir de las generaciones anteriores proporciona el olvido que se hace necesario en el acontecer social. Para la continuación de la  vida de nuestra sociedad, el recuerdo social es exactamente tan necesario como el olvido o la irrupción de nuevos actos. En este punto es preciso, sin embargo, replantear con qué configuración social está presente el recuerdo y cómo se realiza la acumulación cultural en la sociedad humana. Puesto que lo anímico y espiritual sólo existe en la medida en que se produce y se reproduce actualmente, las vivencias y las experiencias pasadas sólo tienen relevancia en la medida en que están disponibles en la realización actual. Las vivencias pasadas pueden, en este sentido, estar presentes de dos modos (por esta vez y en atención al propósito que preside nuestras consideraciones, trataremos sólo esas dos modalidades):


1) Como modelos conscientes por los que uno se orienta, como —tan sólo por poner un ejemplo— la Revolución francesa, por la que se orientan, consciente o semiconscientemente, la mayor parte de las revoluciones posteriores; o bien 2) Inconscientemente «comprimidas», sólo «intensiva», «virtualmente» presentes: como están todas las experiencias pasadas en la configuración concreta de una herramienta; o como ocurre en una forma específica de vivencia (el sentimentalismo, por ejemplo), donde la historia de la vida del alma está virtualmente contenida. Cada realización actual opera selectivamente (en la mayoría de los casos, de manera inconsciente): lo tradicional se acomoda a las nuevas situaciones presentes; o bien se configura lo que es nuevo y, entonces, es frecuente descubrir en lo tradicional «aspectos», posibilidades sugeridas, que inmediatamente antes no habían sido reconocidos.


En los escalones primitivos de la vida social se produce más bien una selección inconsciente. Lo pasado está allí más bien «comprimida», «intensiva», «virtualmente» presente. Esa modalidad selectiva inconsciente también funciona en aquellos sedimentos anímico-espirituales que están más profundamente situados en el presente escalón de la existencia social, en los cuales el tempo de desarrollo no es tan relevante. Sólo es preciso que la selección se haga consciente, que se torne reflexiva, allí donde ya no bastan las transformaciones semiconscientes de los tradicionalistas. Fundamentalmente se racionalizan y se hacen reflexivas sólo aquellas esferas que se han vuelto cuestionables por las transformaciones de la contextura histórico-social, aquellas donde la transformación necesaria ya no se realiza sin reflexión y donde la reflexión viene a convertirse en una técnica de desestabilización.


En los planos culturales que antes se nos hacen visibles por medio de la reflexión sólo están contenidos aquellos elementos que—en  algún momento y lugar del curso del proceso de la vida— se han vuelto problemáticos; lo cual no quiere decir que aquello que una vez se hizo reflexivo y problemático no pueda regresar a lo aproblemático, al intacto fondo de la vida. Se puede decir, y vale para todos los casos, que aquellas formas del recuerdo social que poseen reflexivamente el pasado son mucho menos relevantes (hasta su propia extensión tiende a ser comparativamente insignificante) que aquellas otras en las que dichas formas están virtual, intensivamente presentes. También cabe decir que lo que se convierte en reflexivo es mucho antes función de lo irreflexivo que al contrario.


Ahora bien, es esencial distinguir aquí entre el recuerdo que ha sido objeto de apropiación y el recuerdo que fue individualmente obtenido por uno mismo (distinción que vale tanto para contenidos reflexivos como para los no reflexivos). Hay una diferencia esencial entre haberme limitado simplemente a recibirlo y no haberlo hecho. Sólo poseo verdaderamente el recuerdo que he obtenido por mí mismo, el saber que verdaderamente he obtenido yo en situaciones reales. Sólo ese saber queda fijado. Pero, además de fijarse, ocurre que sólo ese tipo de saber sujeta de verdad. Por un lado, sería un valor deseable que todo lo que el hombre poseyese en el alma y en el espíritu fueran recuerdos adquiridos directamente por él. Sin embargo, en ese caso el peligro estribaría en que los más tempranos modos del tener y de la apropiación pudieran reprimir todas las nuevas apropiaciones que se añadan después. En muchos aspectos es ventajoso que los ancianos sean más expertos que los jóvenes. Por otra parte, su gran falta de experiencia significa para la juventud una disminución del lastre, una facilidad para proseguir la vida. Alguien es viejo, ante todo, cuando vive en el contexto de una experiencia específica que él mismo obtuvo y que funciona como una preconfiguración, por cuyo medio cualquier nueva experiencia recibe de antemano, y hasta cierto punto, la forma y el lugar que se le asignan. Por contra, en la nueva vida las fuerzas configuradoras se constituyen por primera vez; en ella, todavía pueden ser asimiladas por sí mismas las intenciones fundamentales de esa conocida impetuosidad que es propia de las situaciones nuevas. Una especie que viviera eternamente tendría que aprender a olvidarse de sí misma, y compensar la falta de nuevas generaciones.


c) Los portadores de una conexión generacional concreta sólo participan en un período del proceso histórico temporalmente delimitado. 


También el tercer hecho básico —que los portadores de una determinada conexión generacional sólo participan en un período del proceso histórico temporalmente delimitado— es, sin más, explicitable en conexión con el que hemos destacado hasta ahora. Los momentos destacados hasta ahora sólo han puesto de relieve los fenómenos que están conectados con el constante «rejuvenecimiento» de la sociedad. Hay capacidades que sólo pueden llegar a realizarse mediante la efectividad de los nuevos nacimientos, como son la de disponerse de nuevo a partir de la nueva sustancia vital, o la de formar un nuevo destino, nuevas formas de expectativas preconfiguradoras a partir de un nuevo contexto de experiencia. En oposición a esos momentos que se dan sólo con el rejuvenecimiento social, habrá que comprender más exactamente el fenómeno de la «afinidad de posición», que ya se indicó pero que no ha sido aún explícitamente analizado.


De entrada, una generación está situada de un modo afín cuando participa paralelamente en un mismo período del acontecer colectivo. Pero esto proporciona una determinación puramente mecánica y externa del fenómeno de la posición. Si antes nos hemos referido a la estructura del recuerdo, tenemos ahora que atender al fenómeno de la estratificación de la vivencia. Lo que constituye la posición común en el ámbito social no es el hecho de que el nacimiento tenga lugar cronológicamente al mismo tiempo —el hecho de ser joven, adulto o viejo en el mismo período que otros—, sino que lo que la constituye primariamente es la posibilidad, que en ese período se adquiere, de participar en los mismos sucesos, en los mismos contenidos vitales; más aún, la posibilidad de hacerlo a partir de la misma modalidad de estratificación de la conciencia. Resulta fácil probar que el hecho de la contemporaneidad cronológica no basta para constituir posiciones generacionales afines. Nadie querría sostener que la juventud china y la alemana se encontraran en afinidad de posición en torno a 1800. Sólo se puede hablar, por lo tanto, de la afinidad de posición de una generación inserta en un mismo período de tiempo cuando, y en la medida en que, se trata de una potencial participación en sucesos y vivencias comunes y vinculados. Sólo un ámbito de vida histórico-social común posibilita que la posición en el tiempo cronológico por causa de nacimieno se haga sociológicamente relevante. Traigamos aquí de nuevo a consideración el mencionado fenómeno de la estratificación de la vivencia. Incluso las más viejas generaciones que todavía están presentes vivencian recorridos parciales del acontecer histórico junto a la juventud adolescente y, no obstante, no se les puede atribuir la misma posición. El hecho de que desentonen es esencialmente comprensible gracias al fenómeno de la diversificada estratificación de la vida.


El carácter estructural de la conciencia humana se puede caracterizar por medio de una determinada «dialéctica» interna. Para la formación de la conciencia es en gran medida decisivo cuáles sean las vivencias que se depositan como «primeras impresiones», como «vivencias de juventud», y cuáles sean las que vienen en un segundo o tercer estrato, y así sucesivamente. Más aún: resulta ser completamente decisivo para una «experiencia» que ha de ser vivenciada por un individuo —así como también para la formación y la relevancia de ésta— el hecho de que opere como una decisiva primera impresión de juventud, o que no lo haga y funcione, por tanto, como una «vivencia tardía». Las primeras impresiones tienden a quedar fijadas como una imagen natural del mundo. Por consiguiente, cualquier experiencia tardía se orienta por medio de ese grupo de vivencias, y puede ser que sea sentida como confirmación y satisfacción de ese primer estrato de experiencia o, por el contrario, como su negación o antítesis. Incluso las vivencias reunidas en el curso de la vida no se acumulan sencillamente por adición y amontonamiento, sino que se articulan «dialécticamente» en el sentido ya descrito. No podemos aquí perseguir en detalle esa específica articulación dialéctica que está potencialmente presente en cualquier obrar, pensar y sentir que se realiza actualmente (lo «antitético» sólo es una forma de agregación de las vivencias tardías a las anteriores). Pero todo esto es seguro: el predominio de las primeras impresiones permanece vivo y determinante, aun cuando todo el decurso sucesivo de la vida no tenga que ser otro que una negación y una descomposición de la «imagen natural del mundo» recibida en la juventud. Pues también en la negación se orienta uno por lo negado y se deja involuntariamente determinar por ello. Si se considera ahora que cualquier vivencia concreta recibe su semblante, su determinada configuración, a través de ese orientarse por las vivencias primordiales, se hace entonces comprensible la significación que ese primer estrato de la conciencia tiene para la ulterior configuración de los contenidos de la conciencia. Una de las ulteriores manifestaciones —emparentada con el fenómeno que acabamos de analizar— es el hecho de que dos generaciones que se siguen entre sí combaten siempre, en el mundo y en sí mismas, cada una a un antagonista distinto. Mientras que los viejos combatían algo que todavía había en ellos o en el mundo externo, y orientaban hacia ese antagonista todas las intenciones de su sentimiento y de su voluntad y también las aclaraciones conceptuales, para la juventud, en cambio, ese antagonista ha desaparecido. Para esa generación la orientación primaria se establece en otra parte completamente distinta. 


En gran medida es de ese desplazamiento de la «vivencia polar» —que se produce al desaparecer el contrincante interior y exterior, cuyo puesto es continuamente ocupado por otro— de donde nace, en el proceso histórico, aquel desarrollo no rectilíneo que tan frecuentemente se ha observado, especialmente en la esfera de la cultura. Esa «dialéctica» que comienza con el cambio generacional faltaría en esa sociedad nuestra que habíamos construido utópicamente. En ella, sólo las polaridades sociales —en la medida en que estuvieran presentes— podrían ejercer como momentos dialécticamente efectivos. Los hombres de esa sociedad utópica tendrían como primer estrato de experiencia las primeras experiencias históricas de la humanidad, y todo lo que viniera después estaría fundamentalmente orientado por ellas. 


d) La necesidad de la tradición —transmisión— constante de los bienes culturales acumulados. 


En este caso sólo van a ser momentáneamente citadas. Una utópica generación que se diera solitariamente y de una vez para siempre podría desconocer la necesidad de la tradición. Lo más esencial en toda tradición es hacer que las nuevas generaciones crezcan en el seno de los comportamientos vitales, de los contenidos sentimentales y de las disposiciones que han heredado. Frente a eso, lo que se enseña de forma consciente es de alcance más limitado, tanto cuantitativamente como desde el punto de vista de la significación. Todos aquellos contenidos y disposiciones que siguen funcionando sin problemas en la nueva situación vital —y que constituyen así el «fondo vital»— se transmitirán inconscientemente; serán legados, transmitidos, involuntariamente, sin que ni maestro ni pupilo sepan nada al respecto.


Lo que se enseña o se inculca de manera consciente pertenece a ese sedimento que, en algún lugar y en algún momento del curso de la historia, se ha vuelto problemático y reflexivo. Por eso también ocurre a menudo que ese fondo (que simplemente se infiltra por «influencia del milieu» durante el primer tiempo de juventud) sea el estrato histórico más antiguo de la conciencia, y que, en cuanto tal, tienda a establecerse y estabilizarse como imagen natural del mundo.


También en la primera juventud se recogen contenidos reflexivos tan ampliamente «aproblemáticos» como esos sedimentos vitales más profundamente depositados. El nuevo germen de vida anímico-espiritual, que está presente de forma latente en los nuevos hombres, todavía no llega en absoluto a ser él mismo en sentido propio. La posibilidad de la «puesta en cuestión» nace a los 17 años —a menudo antes, frecuentemente después—, en el momento en que comienza la vida autoexperimentada. Sólo entonces, la vida crece por vez primera desde la problemática «presente» y tiene la oportunidad de experimentar esa problemática en sí misma. Sólo entonces se constituirán aquellos estratos de los contenidos de la conciencia y aquellas disposiciones que —debido a la nueva posición histórica y social— han pasado a ser problemáticos y que, por eso, se han hecho conscientes; sólo entonces se está verdaderamente «presente». La lucha de la juventud combatiente se produce en torno a esos sedimentos, y si sigue siendo radical, no se percata de que en realidad sólo transforma el sedimento superior de la conciencia que se ha hecho reflexivo. Parece ser, pues, que los sedimentos más profundos no se desestabilizan36 sin más y, también, que cuando se hace necesario los procesos se insertan en el plano reflexivo y que es a partir de ese plano como lo habitual se transforma. El hecho de que la juventud «esté presente» significa, por lo tanto, que está más cerca de la problemática (a consecuencia del «nuevo acceso potencial», etc.); significa, incluso, vivenciar como antítesis primaria lo que se ha concebido en una situación de desestabilización y, también, vincularse en la lucha contra ésta. Mientras tanto, la vieja generación persiste en su más temprana reorientación.


Partiendo de ahí, se ve hasta qué punto es difícil conseguir una educación y una enseñanza adecuadas (en el sentido de la completa transmisión de los ejes de la vivencia que son necesarios para el saber activo), puesto que la problemática vivencial de la juventud se plantea frente a un contrincante distinto al del maestro. Dejando al margen el caso de las ciencias exactas, hay que decir que no se trata en esos casos de la relación de un representante de la conciencia en general con otro, sino de la relación entre un posible eje de orientación de la vida y el subsiguiente. Esta tensión sería casi insuperable mediante la tradición de la experiencia vital si, de hecho, no se diera la tendencia retroactiva: pues no sólo educa el maestro al discípulo, sino que el discípulo educa también al maestro. Las generaciones están en incesante interacción.


e) El carácter continuo del cambio generacional.


Venimos así a tratar el punto siguiente: el fenómeno del carácter continuo del cambio generacional, gracias al cual esa retroacción de la que hablábamos ocurre sin fricciones. Para empezar, en el curso de ese equilibrio retroactivo no se enfrentan la generación más vieja y la más joven, sino las «generaciones intermedias», que están más próximas entre sí. Son éstas las que se influyen recíprocamente.


Por suerte, frente a la opinión de la mayoría de los teóricos de las generaciones, la distancia de treinta años no es decisiva; todos los niveles intermedios se conjugan, todos influyen, y aunque no lleguen a neutralizarla, al menos equilibran la diferenciación biológica de las generaciones de la sociedad. Ese reflejo de la problemática de las generaciones jóvenes sobre las más viejas se hace tanto más dominante cuanto más se acrecienta el dinamismo de la sociedad. Las circunstancias estáticas producen el valor sentimental de la piedad; la juventud tiene entonces la tendencia a acomodarse a los mayores, incluso a parecer externamente mayor. Un dinamismo acrecentado, al elevarse a la conciencia, hace que las generaciones mayores estén abiertas a la juventud.


Ese proceso puede crecer hasta el punto de que la generación mayor sea en determinadas esferas (merced a una elasticidad que ha obtenido de la experiencia de la vida) más capaz de adaptación que las generaciones intermedias que aún no están dispuestas a desistir de su primera disposición vital. De modo que el continuo cambio de las circunstancias se corresponde con el carácter continuo de la juventud que se orienta preferentemente por esas transformaciones. La nueva juventud que irrumpe vivenciará, como nuevos y relevantes, cambios de situación cada vez más pequeños, y los miembros de generaciones intermedias se introducen entre la reorientación más antigua y la nueva. El fondo vital —que subyace intacto— es en sí mismo vinculante; la constante interacción entre el joven y el viejo amortigua las diferencias, y la continuidad de las transiciones hace que en los tiempos tranquilos la transformación se produzca sin fricciones. Resumiendo: si en el proceso social no se diera ninguna generación nueva, si no fuese posible la reverberación —que sólo lo es a partir de los nuevos gérmenes de vida—, ni los nuevos comienzos fuesen susceptibles de experiencia, y tampoco se diera continuidad alguna en la sucesión de generaciones, ese equilibrio no podría realizarse nunca sin fricciones.








Tomado de:
MANNHEIM, Karl (1993): "El problema de las generaciones". En Reis, Revista española de investigaciones sociológicas N° 62, pp. 210-221.