27 octubre 2018

El fin de los territorios. Rogerio Haesbaert




El fin de los territorios

Rogerio Haesbaert



No es posible separar espacio y tiempo, porque el movimiento está involucrado siempre en los objetos que estamos construyendo en el espacio, sin el cual no se puede definir el propio objeto. No se puede decir entonces que el espacio es estático, inmóvil o que simplemente es el presente, mientras que el tiempo sería inestable y sucesivo, el pasado. Obviamente, algunas diferencias existen, y aquí yo destacaría la diferencia analítica entre lo simultáneo y lo sucesivo. Cuando se mira la construcción del mundo más bajo el ángulo de la sucesión de momentos, se está mirando más del lado del tiempo. Y cuando se mira la “coetaneidad”, esto es, la presencia concomitante y simultánea de procesos, se está mirando más del lado del espacio. Pero obviamente no hay una separación de procesos, como muchos proponen, incluso la separación entre un tiempo siempre inmaterial y abstracto, y un espacio material y concreto. 


Algunos autores, que son importantes en este debate, intenta­ron superar la dicotomía espacio / tiempo. Milton Santos, por ejemplo, tiene una concepción muy amplia del territorio, que aparece muchas veces como sinónimo de espacio, e incluye tanto los objetos (materiales) como las acciones (inmateriales, tempora­les). Dice que el territorio es un conjunto de sistemas de objetos y sistemas de acciones, tanto de acciones como de objetos. Doreen Massey habla del espacio como un conjunto de trayectorias; me parece una interpretación muy rica porque pone en primer plano el movimiento, es decir, las trayectorias que se producen en y con el espacio, en un espacio que, de alguna manera, está siempre abierto. Esto es muy importante políticamente porque tiene un potencial de transformación muy grande al imaginar el espacio no como algo estático y puramente material, sino como algo que está abierto para ser reconstruido, para que nuevas trayectorias espaciales puedan ser dibujadas en otras direcciones. Es evidente que desde la teoría de la relatividad no se puede separar espacio y tiempo. Incluso hay un geógrafo inglés, Nigel Thrift, quien propone que se escriba espacio-tiempo de manera diferente, sin guión, como una categoría o un concepto único: espaciotiempo. Además dice que este nuevo término no implica una concepción genérica, porque el espaciotiempo se realiza de formas múltiples y variadas. Es importante destacar la multiplicidad de espaciotiempos en el mundo contemporáneo, don­de estamos conviviendo al mismo tiempo, por ejemplo, con las co­nexiones instantáneas de los circuitos globalizados y con el espacio tiempo “local” de grupos indígenas aún no contactados al interior de la Amazonia.


Otra dicotomía muy importante que aparece también en este de­bate —y que en nuestros días se manifiesta en forma más estricta—, es la que concierne a dos conceptos: territorio y red. Muchas veces se hace aquí una separación real, como si el territorio fuera una cosa y la red otra, su opuesto. Por ejemplo, algunos de los autores ya ci­tados dicen que se está acabando el mundo de los territorios y que estamos entrando en el mundo de las redes. Detrás de esta posición se hace visible la dicotomía anterior entre espacio y tiempo, ya que concibe al espacio como algo más fijo y al tiempo como un flujo. Pero para nosotros los territorios pueden ser construidos mediante la articulación en red, y por lo tanto pueden ser construidos también en y por el movimiento. Deleuze y Guattari dicen que un movimien­to que se repite también es una forma de territorialización. Si se tiene el control de este movimiento, el control de esta movilidad en el espacio, entonces también se produce allí un territorio mediante el control de la movilidad. Imaginemos, por ejemplo, la cantidad de tiempo que la gente pasa en la calle, en los embotellamientos. ¿Esto no forma parte de su territorio cotidiano? La gente está transitando todos los días por redes que articulan pequeñas zonas, las cuales forman parte de territorios-redes que esa misma gente está constru­yendo. No voy a detenerme mucho en este punto, pero hay autores que proponen que el territorio es más centrípeto y mira hacia aden­tro, mientras que la red es más centrífuga y mira hacia afuera —más introvertido el primero, y más extrovertida la segunda; más ligado el uno a áreas o zonas, y más vinculada la otra a puntos y líneas que se­rían, en una visión no-euclidiana, nodos y flujos; más ligado el uno a la delimitación, y la otra a la ruptura de límites; en fin, más arraigado el primero, y más desarraigada la última—.


Una manera de afrontar esa diferenciación —que efectivamente existe en la construcción del espacio—, pero sin dicotomizarla, es trabajar con dos lógicas de construcción del espacio: una zonal y otra reticular. Ambas operan siempre en forma conjunta, pero en determinados momentos y procesos y para determinados sujetos, una de las lógicas puede predominar en relación con la otra. Esto aparece con toda claridad cuando se revisa la historia del capitalismo y el rol que desempeña el Estado-nación, por ejemplo, en la definición de territorialidades exclusivas y de controles de mercados nacionales, lo cual convierte al Estado en agente o sujeto de una lógica más zonal, más de control de áreas o de superficies. Se trata en este caso de un espacio-área moldeado en mayor medida por una lógica zonal de producción del espacio. En cambio, para el gran capital y las grandes empresas, la territorialidad se manifiesta siempre en mayor medida en forma de red, porque están mucho más interesados en controlar redes y flujos para promover la circulación de productos y de capital. Por consiguiente, el territorio de la gran empresa capita­lista es mucho más un territorio-red. La lógica reticular está mucho más presente en este tipo de territorialidad, pero, evidentemente, siempre articulada con la territorialidad zonal de los Estados-nación. Por eso las fronteras no tienen muchas veces el significado que podrían tener. Autores como Manuel Castells y el economista italiano Giovanni Arrighi hablan de “espacios de lugares” y de “espacios de flu­jos”. En cierto modo Arrighi presenta la misma interpretación que acabamos de formular. En su libro El largo siglo XX hace toda una historia del capitalismo a partir de dos procesos: uno que él llama de “territorialismo” —que sería el momento del capitalismo en que el control de áreas es muy importante—, pero intercalado con otro momento que él llama, en forma un poco problemática, de “capita­lismo” en sentido más estricto, en el que se valoriza más las redes y la circulación. 


La última dicotomía es la que suele establecerse entre lo fun­cional y lo simbólico, y pienso que tiene que ser discutida, porque muchas veces el territorio se reduce a un espacio puramente funcio­nal que implica el control para desarrollar determinadas funciones y especialmente funciones económicas y políticas. Desde su origen o, por lo menos, desde Friedrich Ratzel, el gran clásico de la Geo­grafía a finales del siglo XIX, ya encontramos de alguna manera la superación de esta dicotomía, porque el mismo Ratzel afirma que, juntamente con la construcción de los límites políticos del Estado, se tiene que construir también una “espiritualidad del Estado”, una idea de nación o, como dice Benedict Anderson en su defi­nición de nación, una “comunidad imaginada”. De este modo, al mismo tiempo que construye su territorio en su dimensión material-funcional, asegurando el control de las fronteras, el Estado debe construir todo un imaginario, todo un conjunto de representaciones sobre este territorio —aunque, a veces, completamente inventado, de lo que resulta la nación-Estado como una invención—. Es lo que ha ocurrido en tantos países colonizados, entre ellos los de América Latina. 


Más de 50 años después de Ratzel, el geógrafo Jean Gottman escribe el primer libro dirigido especialmente a la dis­cusión del territorio: La significación del territorio. Este autor afirma que todo territorio está compuesto por un sistema de movimiento que es más material, y por una dimensión “iconográfica” o simbó­lica de resistencia al movimiento. Lo que aquí resulta interesante es que la materialidad tiene más movimiento y la inmaterialidad parece más fija. Es exactamente lo opuesto a lo que muchas veces se suele pensar, porque para el citado autor el conjunto de representaciones y de símbolos puede perdurar por mucho más tiempo que la mate­rialidad, ya que ésta se puede reconstruir con mayor facilidad. 


Más recientemente, la geógrafa francesa Chivallon define el territorio como experiencia total y continua del espacio. Al de­finir el territorio de este modo, como experiencia total del espacio impregnado por lo económico, lo político, lo cultural y lo natural, la autora afirma que ya no se puede trabajar con el territorio así enten­dido, porque ya no existe la experiencia territorial total en un espa­cio único y continuo; el mundo actual está marcado por la movilidad de las redes y por la discontinuidad. En consecuencia propone que ahora hay que trabajar con el concepto de espacio o de espacialidad, y no con el de territorio. Me parece que la concepción del territorio que la autora propone es demasiado estricta, y quizás sea válida para un determinado periodo de la historia en el que algunos grupos tradicionales tuvieron esa experiencia total del espacio. Pero aún en este caso el concepto que ella propone se puede recuperar, porque se puede pensar, si no en una experiencia total del espacio, por lo menos en una experiencia integrada del mismo, porque nuestra vida siempre tiene las dimensiones económica, política, cultural y natural, y tenemos que pensarlas conjuntamente. Los territorios se recons­truyen, incluso en su modalidad de red, de una manera discontinua, pero de otra forma, con otro dibujo distinto del tradicional con­sistente en la experiencia total y continua del espacio. Finalmente, Deleuze y Guattari hablan de territorio funcional y expresivo —una distinción interesante porque nosotros también nos expresamos como grupos a través de nuestros territorios, obviamente de dife­rentes maneras según los grupos sociales y la época histórica en que estamos involucrados—. 


El territorio a partir de una concepción relacional del poder.


A partir de esta superación de las dicotomías, se percibe un elemen­to central que permanece siempre en las definiciones de territorio: el poder. Yo no soy politicólogo, pero me atrevo a hablar un poco del concepto de poder, porque no se puede definir el territorio sin hablar del poder y sin precisar a qué tipo de poder nos estamos refiriendo. Dependiendo del concepto de poder que se maneja, también cam­biará el concepto de territorio. Por ejemplo, si adoptamos la versión más tradicional referida al poder del Estado o al poder de la clase hegemónica, el territorio es un macroterritorio básicamente vincu­lado a las grandes estructuras político-económicas dominantes. Pero si se piensa que el poder también se manifiesta como movimiento de resistencia que está involucrado en todo tipo de relación social, tendremos microterritorios y habrá muchas otras formas de recons­truir el poder y el territorio a partir de esta concepción. En un sen­tido relacional, el poder no se considera como una capacidad o un objeto —como algo que se pueda tener—, sino como una relación de fuerzas aunque muy desigual. Lo que más importa entonces son las prácticas y los efectos del poder (aquí me inspiro en Foucault). Por consiguiente, más que definir el poder o construir una teoría del poder, es importante analizar las prácticas del poder, cómo el poder se desarrolla concretamente en nuestro caso produciendo el espacio, —lo que, reordenado, está inserto en lo que Foucault denomina las tecnologías del poder—. 


Así, observando las formas espaciales de reproducción de la so­ciedad se puede identificar las relaciones de poder allí involucra­das y, con ellas, también los procesos de des-reterritorialización. Si no concebimos el poder simplemente como un poder centralizado, sino también como un poder difuso en la sociedad, aunque en for­ma desigual, tendremos una concepción multiescalar del territorio. El territorio transita, entonces, por varias escalas diferentes, de arri­ba hacia abajo y de abajo hacia arriba; por lo tanto, hay macro y microterritorios. Esto nos ofrece también la posibilidad de concebir la resistencia, no ya como el “otro” o lo opuesto del poder, sino como un constituyente de las relaciones de poder. El poder es mu­cho más que el conjunto de prácticas materiales como la coacción y el control físico, muy evidentes en la acción militar. El poder tiene también un carácter más simbólico, que se manifiesta, por ejemplo, en la construcción del consenso —el concepto gramsciano de he­gemonía muestra cómo lo simbólico desempeña hoy un papel muy importante, fundamental, en la construcción del poder—.


Para nosotros, el territorio incluye también la dimensión de la movilidad, de la acción —por eso quizá sea más interesante hablar siempre de dinámicas de des-territorialización (con guión), antes que de territorios estables—. El territorio debe ser concebido como producto del movimiento combinado de desterritorialización y de reterritorialización, es decir, de las relaciones de poder construidas en y con el espacio, considerando el espacio como un constituyen­te, y no como algo que se pueda separar de las relaciones sociales. Entiendo el poder al mismo tiempo en el sentido más concreto de dominación político-económica, como dominación funcional, y en el sentido más simbólico, de apropiación cultural. Aquí tomo como referencia las definiciones de Lefebvre, quien distingue entre domina­ción y apropiación, asumiendo que la última tiene una dimensión más simbólica. En general los grupos hegemónicos se territorializan más por dominación que por apropiación, mientras que los pueblos o los grupos más subalternizados se territorializan mucho más por apro­piación que por dominación. En efecto, estos últimos pueden no tener la dominación concreta y efectiva del territorio, pero pueden tener una apropiación más simbólica y vivencial del espacio. Es in­teresante destacar que Lefebvre define el espacio vivido sobre todo por su carácter simbólico.


Creo que, en términos didácticos, también se puede imaginar el territorio como un continuum, como un proceso continuo en uno de cuyos extremos tendríamos un territorio puramente funcional, y en el otro un territorio puramente simbólico —pero esto sólo en términos analíticos, porque en la realidad no existe un espacio social que pueda prescindir completamente de su dimensión simbólica o funcional. Pero quizá en el caso de algunas empresas se pueda en­contrar ejemplos de territorios que se aproximan a una condición puramente funcional—. Pensemos, por ejemplo, en la propiedad de un gran latifundista que nunca la visitó, y que por lo tanto no tiene ninguna identidad con ella, interesándose solamente en el dinero que le produce y que él deposita en un banco. En el otro extremo de este continuum, tampoco se puede encontrar territorios puramente simbólicos. Por lo menos para los geógrafos nunca puede existir un territorio que sea puramente simbólico; pero propongo que, en este caso, se pueda hablar de territorialidad, que es un concepto más am­plio que el de territorio. Es así como puede existir una territorialidad sin territorio, es decir, puede existir un campo de representaciones terri­toriales que los actores sociales portan consigo, incluso por herencia histórica —como los judíos y su “tierra prometida”—, y hacen cosas en nombre de estas representaciones. Pero puede no existir un terri­torio (concreto) correspondiente a este campo de representaciones. Pienso que, por lo menos en el ámbito de la Geografía, puede exis­tir un campo de representaciones territoriales, una territorialidad, pero sin territorio. (Siempre digo que el geógrafo “tiene un pie en la Tierra”, pero no sabe cómo puede sacarlo de allí.) No existe, por tanto, un territorio sin base material, y no podemos trabajar con un concepto de territorio que no tenga esa base, pero podemos trabajar con el concepto de territorialidad —o también, con el de múltiples te­rritorialidades—. Un migrante que circula por diferentes territorios y va acumulando vivencias y múltiples sentimientos ligados a esas distintas territorialidades, construye una concepción multiterritorial del mundo, aunque funcionalmente dependa de un solo y precario territorio. Tenemos aquí el caso de territorialidades sin territorio co­rrespondiente


Elementos de construcción de territorios y la movilidad territorial.


En la cuestión del territorio, muchas son las distinciones posibles: territorios a nivel social e individual (sociólogos como Irving Goff­man analizan el territorio individual), macro y micro territorios, te­rritorios con mayor carga funcional o simbólica, etc. Y hay también una multiplicidad más interna, porque el territorio tiene sus elemen­tos constituyentes. Pero una característica cada vez más presente es la movilidad, la composición en red. Podemos decir, como Raffestin, que todo territorio tiene invariantes territoriales, es decir, ele­mentos constituyentes indisociables y por lo tanto inherentes, que él llama mallas, nudos y redes. La malla es como un tejido, una superficie que cubre toda un área, pero que si se mira desde otra escala, con una lente, se puede ver la trama o la red allí dibujada. Me parece una buena metáfora, porque cuando hablamos de superficie, de área o de zona, tenemos que pensar la zona, ante todo, como un conjunto de redes o de mallas. Lógicamente, esos elementos son privilegia­dos diferentemente según el tipo de sociedad, sujeto o grupo social que está en juego. Nuestra propuesta es trabajar con los elementos: zona, flujo y polo. Cada territorio está compuesto de alguna manera por esos tres elementos —los dos últimos, el flujo y el polo, conju­gados—, formando la red. 


No podemos olvidar tampoco que hay momentos en que los territorios no tienen una lógica claramente visible, ni zonal ni reti­cular. Hay momentos en que los territorios están en una especie de confusión, de formación incierta, en la que se percibe una “ilógica” más que una lógica. Por eso propongo una tercera perspectiva, pre­sente en todo proceso de desterritorialización y reterritorialización, pero que a veces se impone: se trata de lo que yo denomino “aglo­merados”, un espacio confuso que carece de una lógica clara o, por lo menos, en que por momentos no es evidente el dominio de una lógica, ni zonal ni reticular. Cuando entra la policía en las favelas de Río y el narcotráfico empieza a pelear, hay momentos en que no se sabe dónde ir, ya que ni el territorio de la casa es seguro porque la policía o el traficante pueden entrar en cualquier momento. Son situaciones de “aglomerado” territorial, siempre vistas como mo­mentos, como transiciones.


La gran cuestión que se plantea para la construcción contempo­ránea de los territorios es la de la creciente movilidad, así como la de la posibilidad de intensificación de la construcción de una mul­titerritorialidad. El territorio también puede construirse en medio a una movilidad muy intensa. Y la movilidad creciente puede tener tanto un papel reterritorializador como desterritorializador. Se pro­duce una reterritorialización cuando la movilidad está bajo control, lo que ocurre en las grandes empresas, pero también en los movi­mientos cotidianos de grupos subalternos (que pasan muchas horas desplazándose). Esa reterritorialización es muy evidente cuando se trata de los grupos más privilegiados, que pueden tener plenos po­deres sobre sus circuitos de circulación. Aquí resulta interesante el ejemplo de los grandes ejecutivos de empresas transnacionales con su movilidad cotidiana. Ellos están viajando constantemente, pero siempre por territorios muy semejantes, por territorios que pueden ser funcionalmente diferentes pero que, simbólicamente, casi no cambian. En efecto, ellos no salen de su gran territorio-red que fun­ciona casi como una burbuja dentro de la cual están circulando. Este es un claro ejemplo de reterritorialización en y por el movimiento, un movimiento que se repite siempre a través de territorios estan­dardizados: las mismas redes de hoteles, oficinas, tiendas o bancos. Esos ejecutivos no se atreven a ingresar en territorios ajenos, en territorios cultural o económicamente diferentes— si se los coloca­ra en una favela o en un barrio étnicamente distinto, por ejemplo, se sentirían perdidos—. Esto muestra cómo se dibuja en el mundo contemporáneo una serie de territorios-red no interconectados en­tre sí, aunque sean muy cercanos físicamente y estén situados el uno al lado del otro en las grandes ciudades globales.


Los migrantes en diáspora también constituyen un buen ejem­plo de multiterritorialidad. Pero ellos, al contrario de los grandes ejecutivos de empresas transnacionales, pueden tener, además de una multiterritorialidad en el sentido más funcional, una multite­rritorialidad cultural, simbólicamente diversificada. Algunos tienen fuertes vínculos con migrantes de la misma diáspora en diversos países y siempre se reproducen dentro del mismo grupo. Pero otros tienen la posibilidad de transitar por territorios ajenos (del “Otro”), especialmente cuando se trata de grupos más subalternizados que, incluso por sus condiciones económicas, se ven obligados a ingresar o transitar por otros territorios. Esto pude verificar claramente en mi investigación sobre el encuentro entre gauchos y “baianos” al oeste de Bahía, en el nordeste brasileño, donde existía un barrio lla­mado “barrio de los gauchos”, en el que sólo habitaban los sureños (los que venían del sur de Brasil) y eran todos clase media alta, con casas muy buenas; estos gauchos tenían muy poca comunicación con los habitantes “baianos”, de residencia más antigua, y alber­gaban muchos prejuicios hacia ellos, como pude comprobarlo en mis encuestas. Cuando visité la periferia urbana, me encontré con otros gauchos, pero esta vez más pobres, que no tenían ninguna área exclusiva e incluso algunos estaban casándose con baianas, algo im­posible o muy raro para los miembros de las familias de los grupos más ricos del “barrio de los gauchos”. Esto muestra hasta qué grado es compleja la entrada en el territorio del “Otro” y la vinculación con el mismo, a veces incluso cuando se trata de miembros de un mismo grupo identitario-cultural, como es el caso de los gauchos. Se dibuja aquí una multiterritorialidad, pero ahora ya empezamos a ver que hay multiterritorialidades más funcionales (como la de los grandes ejecutivos o empresarios), y otras más simbólicas (como las de muchos migrantes en diáspora), donde se observa en mayor medida un proceso de dominación, pero también un proceso de apropiación del espacio. 



La movilidad tiene un sentido desterritorializador especialmente cuando está asociada a la precarización de las condiciones materia­les de vida, lo que equivale a un menor control del territorio. En espacios inestables e inseguros, la desterritorialización puede estar relacionada también con procesos de desidentificación y pérdida de referencias simbólico-territoriales —lo cual refleja una pérdida de control del espacio, como ocurre con muchos grupos de los “sin techo” y con aglomerados humanos como algunos campos de refu­giados o algunas situaciones de conflicto y violencia generalizada—. En este caso sí se puede hablar de una movilidad intensificada que desterritorializa; por lo tanto, la desterritorialización es un término muy equivocado cuando se aplica a los grupos hegemónicos en su movilidad completamente “bajo control”. 




Se puede decir, entonces, que así como la territorialización, nor­malmente vista como fijación y relativa inmovilidad, se puede cons­truir también en el movimiento, formando territorios móviles, la desterritorialización, comúnmente vista como la intensificación de la movilidad, también puede producirse a través de la “inmoviliza­ción”. Esta es otra perspectiva interesante, ya que pone de mani­fiesto la ambivalencia de estos procesos por el simple hecho de que los límites de nuestro territorio pueden no haber sido definidos por nosotros y, lo que es más grave aún, pueden estar bajo el control o el mando de otros. En la antigua cárcel se puede afirmar que los encarcelados estaban desterritorializados o, mejor, precariamente territorializados, pues no tenían control sobre sus territorios (donde fueron “fijados”). Este es un buen ejemplo del sentido relacional del territorio. La relación social que se construye a través de las pa­redes de la cárcel muestra que está mucho más “territorializado” quien controla la entrada y la salida, quien tiene la llave para abrir y cerrar.



Migraciones: movilidad y precarización



El concepto de multiterritorialidad


Dentro de estas nuevas configuraciones en la in-movilidad territo­rial se dibuja lo que proponemos llamar multiterritorialidad, térmi­no que resulta más adecuado para algunos grupos que el término desterritorialización. La multiterritorialidad es la posibilidad de te­ner la experiencia simultánea y/o sucesiva de diferentes territorios, reconstruyendo constantemente el propio. Esta posibilidad siempre existió —(esto es importante, pues incluso los hombres más “primi­tivos” no se atenían a un solo territorio)—, pero nunca en los niveles contemporáneos, especialmente a partir de la llamada compresión del espacio-tiempo. Entonces la experiencia simultánea y/o sucesiva de diferentes territorios define la multiterritorialidad. Yo propongo también distinguir un sentido más amplio y otro más estricto —más contemporáneo, digámoslo así— de la multiterritorialidad. 


En un sentido más amplio, la multiterritorialidad se forja en la modernidad especialmente a través de esos dos poderes que, inspi­rados en Foucault, denominamos poder soberano y poder discipli­nario, tanto de modo simultáneo como sucesivo. De modo simul­táneo cuando se trata simplemente de la conjugación in situ (en el mismo local) de niveles macro y micro, como la lógica estatal que incluye al mismo tiempo un territorio individual (la propiedad pri­vada), uno municipal, uno estadual o provincial y otro nacional. En efecto la soberanía exclusiva y la propiedad privada son núcleos de esta multiterritorialidad “clásica”, siendo la propiedad privada el pri­mer territorio en este conjunto multiterritorial de escalas diferencia­das. Los distintos espacios disciplinarios individuales también pue­den configurar una multiterritorialidad sucesiva, cuando se pasa, por ejemplo, de un microterritorio disciplinar a otro —del cuarto de la casa a la escuela o de la escuela a la fábrica—. Este carácter sucesivo de la multiterritorialidad implica la conjugación, por movilidad, de diferentes territorios formando territorios-red, lo cual es típico de la organización de las grandes empresas y también de la condición multi-residencial de los más ricos, como en la “topoligamia” (o “ca­samiento con varios lugares”) identificada por el sociólogo Ulrich Beck (1999). Este autor habla de una mujer alemana que tiene una casa en Kenia, donde vive durante seis meses (en el invierno euro­peo) y otra en Alemania, donde vive otros seis meses (en el verano); de este modo construye una multiterritorialdad sucesiva que implica una movilidad física de desplazamiento. 


También encontramos un ejemplo de esta multiterritorialidad su­cesiva en las estrategias de supervivencia de algunos grupos subal­ternos, como en el caso de los indígenas en la frontera de Brasil con Paraguay. Éstos fueron obligados a recluirse en reservas, pequeños territorio-zonas muy bien delimitados por el Estado que subvier­ten su cultura original nómada. Es así como de nómadas ellos se volvieron casi reclusos, confinados en pequeños espacios zonales, como víctimas de un poder disciplinario que confina a los indivi­duos y a los grupos en espacios muy bien delimitados. ¿Qué hicie­ron? Ignoraron la reclusión en los micro-territorios de las “reservas” e incluso ignoraron la existencia de la frontera internacional —al­gunos pasan 60, 90 días en un lado de la frontera (son los mismos indígenas guaraníes de los dos lados) y 60, 90 días en el otro—. Su territorialización en términos de territorios-zona fragmentados es reterritorializada en forma de territorios-red que ignoran la frontera internacional, y ahora mismo los documentos oficiales de los guara­níes explicitan esa condición y demandan el reconocimiento de su condición “transterritorial”. 


En sentido más estricto, la multiterritorialidad puede significar la articulación simultánea de múltiples territorios o de territorios en sí mismos múltiples e híbridos, un poco como ocurre cuando los anglosajones hablan del “sentido global del lugar” (Massey, 2000). Doreen Massey utiliza el ejemplo de su barrio (Kilburn), en Lon­dres, donde hay bengalís, hindúes, pakistaníes, africanos y chinos, migrantes que también existen y se territorializan en varios otros lugares del mundo. Pero lo que hace la diferencia y la singularidad de este “lugar” es la forma en que allí se combinan. Un lugar “global” es un lugar-red, semejante al territorio-red, pero que no necesita desplazamiento físico para realizar su pluralidad; ésta se da dentro del propio “lugar”(o territorio, si enfatizamos las relaciones de po­der —funcional y simbólico— que dicho lugar incorpora).


Hay también otra cuestión muy importante relacionada con los territorios múltiples accionados virtualmente: las “comunidades vir­tuales” y toda esa dimensión inmaterial que también tiene que ser analizada —no en sí misma, sino por las vinculaciones/interferen­cias que generan en el espacio concreto—. Hay investigaciones que afirman que en nuestros días hay mucho más contactos virtuales, pero también que, al mismo tiempo, hay mucho más contactos “rea­les”: las personas se encuentran más, aunque muchas veces a través de contactos materiales-funcionales, y no a través de un intercambio efectivamente simbólico-afectivo.


De aquí la cuestión de la conectividad, de la accesibilidad a otros territorios mediante contactos informacionales/inmateriales. Esta conferencia también está siendo retransmitida por internet. Las te­leconferencias serían un ejemplo de cómo se puede intervenir en el territorio del otro, ejerciendo algún tipo de control sobre él al entrar en su casa con estas imágenes. Aunque débil, algún tipo de control se está ejerciendo por parte del otro también. Cuando se habla con cámara en una computadora se está entrando en el territorio del otro, y eso es completamente nuevo porque se trata de una inter­ferencia “virtual” simultánea, como si los territorios se volvieran mucho más vulnerables e interpenetrables. Esto implica la cons­trucción de una multiterritorialidad en sentido nuevo, a mi modo de ver en un sentido más estricto, más contemporáneo y “posmoder­no” (término polémico). Por otro lado, también se puede construir múltiples territorialidades en un sentido estrictamente simbólico; se puede hablar de multiterritorialidades que se sobreponen y que componen las múltiples representaciones que construimos sobre el espacio —sin olvidar que, muchas veces, actuamos más en función de esas imágenes territoriales que de las condiciones materiales que ese territorio incorpora—.


A veces el prefijo “multi” parece que aún connota cosas sepa­radas: múltiples territorios, pero uno al lado del otro, separables. Pienso que en algunos casos, por lo menos, se puede utilizar el pre­fijo “trans”, quizá más apropiado para indicar la superposición, la imbricación y la convivencia conjunta de territorios, o ese tránsito tan frecuente para algunos grupos por territorios diferentes. A ve­ces ese tránsito es tan intenso que parece que estamos en tránsito permanente, ubicados en un espacio o en un territorio en constante movimiento. Hay una expresión que me gusta: “vivir en el límite”, vivir en las fronteras. Esto tiene un sentido para los pueblos más desterritorializados y más precarizados: vivir en el límite, tener la capacidad de pasar de un territorio a otro como una cuestión de su­pervivencia, de modo que, aún sin salir del mismo espacio físico, se pueda participar de dos territorios (poderes distintos ejercidos sobre el mismo espacio), al mismo tiempo o en momentos diferentes. Hay favelas en Río donde algunos grupos pueden participar al mismo tiempo de un territorio parcialmente controlado por la policía y el Estado, y por el narcotráfico; o servirse de uno de esos procesos de territorialización —que están presentes al mismo tiempo— en mo­mentos diferentes. También es posible vivir entre una y otra cultura en el sentido de distintas identidades territoriales que se cruzan. 






Tomado de:
HAESBAERT, Rogerio (2013): "Del mito de la desterriotorialización a la multiterritorialidad" En Cultura y representaciones sociales, Año 8, n° 15 Instituto de Investigaciones sociales de la UNAM.

17 octubre 2018

La libido en femenino. Entrevista Francois Dolto




La libido en femenino

Entrevista a Francoise Dolto



-Francoise Dolto, ¿a quién se dirige su libro Libido Féminine?


-Se dirige a todos los lectores que se interesan por la evolución de la mujeres, que, aparentemente, crecen como niños “neutros” y que, a partir de los dos años y medio, se desarrollan completamente diferente a los varones. Las relaciones de la niña con los seres humanos están marcadas siempre por la intuición de su sexo, no en calidad de sexo orgánico, sino como estilo del deseo, por la mirada del otro sobre ella, en relación con su deseo por ella. Ese otro -el o ella- es complementario o, al contrario, negativo en su deseo y, en este caso, su rival –lo que valoriza en su sexo y en su persona-, o menosprecia su persona y su sexo.


He querido hacer comprender que la libido es una energía inconsciente que está en la base del desarrollo de los seres humanos, hombres y mujeres, y que esta energía psíquica impregna toda la persona y se expresa por el lenguaje, en el sentido amplio del término, no solamente el lenguaje del comportamiento, de la salud del cuerpo, sino por el lenguaje de los afectos, los sentimientos de la inteligencia que la libido organiza, los engranajes mentales de la recepción y de la emoción de la lengua hablada, según sea el niño de sexo masculino o femenino y según el interlocutor.


La libido no es ni femenina ni masculina. Es una energía interiorizada, atractiva en lo femenino, exteriorizada y emisiva en lo masculino, en mutua complementariedad. La libido se puede estudiar bajo sus dos formas: la forma de las pulsiones activas, emisivas, que son dominantes en el comportamiento masculino y que se expresan ya en los niños pequeños, en sus juegos entre los tres y los cinco años: lanzan flechas, se pelean por el placer de jugar, arrojan piedras; al crecer, les gusta legislar, establecer reglamentos y jugar a transgredirlos. La libido en femenino adopta la forma de pulsiones de atracción, pasivas y ardientes, dominantes después de la nubilidad en las muchachas, lo que no significa inactividad, sino procurar seducir a quien se ama.


Las mujeres tienen una riqueza energética que pone la mira en una organización de todo lo que consiguen asimilar, mientras que el varón tiene una riqueza energética creativa. Son menos pacientes que las mujeres y abandonan la persecución del objeto buscado para perseguir otro que se interpone entre ellos y el primer objeto.


Las dos modalidades de deseo, femenino y masculino, se complementan por completo. Pero existe libido bajo las formas, activa y pasiva, en los representantes de los dos sexos a lo largo de la infancia. En el momento de la madurez genital, los varones van a aumentar su deseo activo, su búsqueda de mujeres, y éstas, su espera de los varones. En cuanto a la actividad procreadora, la dominante activa es funcionalmente papel del hombre, la dominante pasiva -recepción del semen- es el papel de la mujer. La mujer prevé el porvenir, la posibilidad del hijo, mientras que el hombre ve el acto procreador en lo inmediato. Son diferentes y complementarios.


-A propósito de esto, usted distingue “sexualidad” y “libido”


-Sí la libido es deseo psíquico. Según Freud, es una energía inconsciente siempre emisiva, “fálica”, para conquistar, sembrar, atraer, hacer fructificar. Son los comportamientos recíprocos en los encuentros, los que aparecen más pasivos o activos, pero esto no es la libido. La sexualidad sin la libido sería necesidad y celo de la especie humana. La sexualidad se expresa por la mediación de los órganos sexuales genitales responsables de la fecundidad.


-Según usted, ¿ha cambiado el acceso de la sexualidad para la mujer?


-¡De ningún modo! El comportamiento sexual en sociedad es una cuestión de moda. Las cosas esenciales no han cambiado. Lo que ha cambiado son las actitudes completamente superficiales ¿Sabe usted que las mujeres aparentemente liberales son a veces patológicamente pasivas aun frígidas en el acto sexual y perezosas en su vida familiar y cívica? Una mujer sexualmente sensible no es pasiva por el hecho de que tiene pulsiones libidinales llamadas pasivas en su deseo amoroso. Por el contrario, las niñas, y más tarde las jóvenes y las mujeres en los trabajos finos y activos de sus manos y de su cuerpo, sobre todo para aquellos a los que aman.


-Usted diferencia la sexualidad masculina de la sexualidad femenina. Confirma así lo que nuestras abuelas declaraban desde siempre: que el corazón, las emociones y la sensibilidad están más presentes en la mujer en sus relaciones sexuales que en el hombre.


-¿Es obra de los órganos sexuales metidos en el abdomen, cuya excitación no es visible? Y, además, es poco frecuente que, en los hombres, los órganos difieran mucho en el placer experimentado. Confiesan que sus orgasmos son repetitivos, y su goce no muy matizado, mientras que en las mujeres dos orgasmos nunca son “iguales”. Para las mujeres es siempre una novedad, a menudo una sorpresa, descubrirse a sí mismas y al compañero en un momento que yo llamo “surrealista”, imprevisible, y un placer que parece renovado. Es posible que el aspecto funcionalmente repetitivo en el hombre explique que deban encontrar su placer no solamente en su hogar y en su trabajo, sino también con mujeres diferentes.


-En el fondo, el hombre estaría más fácilmente contento desí mismo cuando ha satisfecho su placer y el de su compañera, mientras que, para la mujer, se está siempre en un “cuerpo a corazón”


-La mujer puede evolucionar a través de su sexualidad, pues cada niño que pone en marcha le hace descubrir de un modo diferente lo que, en su hijo, le refiere al genitor de ese hijo, según las dotes y las características del padre que ella encuentra en él. Desde el psicoanálisis. Hay una comprensión de la evolución de los unos por los otros, hombre y mujeres en sus relaciones sexuales, si bien no se habla suficientemente de esto; todo se limita a la búsqueda del placer. 


-Usted insiste mucho en la necesidad de que haya palabras.


-Quiero decir los medios lingüísticos para expresar los sentimientos, y por supuesto, las palabras verdaderas matizadas; hacemos nuestros deseos verdaderamente humanos por nuestro lenguaje hablado. Si no hablamos, volvemos a ser ejemplares de la especie, mamíferos de sensaciones, sometidos al celo. Ahora bien, somos sujetos. Cada uno tiene una vida y sentimientos subjetivos que comunica al otro lo mejor que puede. Lo que verdaderamente por ahora se desconoce todavía del otro es lo que hace que el amor se renueve constantemente.


-Usted dice, por otra parte, que no se trata forzosamente del hombre compañero, que la frigidez tiene causas más antiguas, más arcaicas.


-¡Por supuesto! En la mayoría de los casos se remonta al tiempo de la educación más temprana. Muchas mujeres que en realidad no son frígidas creen serlo, experimentan algunas relaciones sexuales con el hombre que aman en un estado emocional de frigidez. Por otra parte, muchos hombres conocen igualmente descargas sexuales satisfactorias en el plano físico que creen orgasmos, pero que no han aportado nada emocional del encuentro esencial con la persona del otro, que lleva a las propias raíces y renueva la confianza en sí misma y en el otro.


-¿Piensa usted que, para el hombre, la sexualidad femenina es un misterio?


-Lo pensaría de buena gana leyendo lo que escriben! Habría que preguntarles a los hombres. Para una mujer, la sexualidad masculina es un misterio. Por esa razón, cuando amamos a un hombre, nuestro amor constantemente es objeto de pregunta. Cuando se ha comprendido todo de alguien, ya no se le desea, porque esa es la característica del deseo, contrariamente a la necesidad, que no es nunca repetitiva.


Sin duda alguna, la imaginación amorosa de una mujer es una sorpresa para el hombre, y es una sorpresa también asistir a la variación de sus sensaciones orgásmicas y sentir hasta qué punto ella vibra como un violín según lo que el artista toca con ella. El artista es la pareja, no es ni el hombre ni la mujer, sino su encuentro de amor.


-Usted pone en duda bastantes ideas recibidas, y sus definiciones del amor son a veces muy poéticas.


-La poesía es vida. He intentado tratar la libido en sus aspectos más carnales y más poéticos, lo más creativos y los más estériles. La libido, esté el servicio de la sexualidad femenina o de la masculina, es siempre creativa. El amor, como el odio, es dinámico. Únicamente la indiferencia no lo es. El odio es un modo de deseo que linda a menudo con el amor. La ambivalencia es sinónimo de muerte del deseo.





Esta entrevista, junto a Eveline Lehnisch, tuvo lugar con ocasión de la reedición, en 1987, de Sexualité féminine, bajo el título Libido féminine. Publicada en: Journal des psychologues, nº 58, junio de 1988.






Ver completa en: 
DOLTO, Francoise (2015): Lo femenino. Artículos y conferencias. Bs. As. Paidós. pp. 11-24.

¿Existe la mujer? Catherine Millet




¿Existe la mujer?


Conferencia de Catherine Millet 



Todos los que saben algo de psicoanálisis, que han leído al Dr. Freud y quizá también al Dr. Lacan (¡y me parece que son muchos en la Argentina!), o quienes tan solo han oído hablar de ellos, habrán entendido a qué alude mi título. La famosa aseveración de Jacques Lacan “La mujer no existe” significa, por supuesto, que se oponía a la idea de una esencia de la femineidad: las mujeres existen cada una en su singularidad y son irreductibles unas a otras. Esta idea se opone a la del “eterno femenino” promovida por el Romanticismo, así como a la búsqueda de la mujer ideal a la que se dedicaban algunos de sus contemporáneos surrealistas. Pensemos en el mito de la musa en André Breton, por ejemplo.

Lacan propone esta idea a comienzos de los años ‘70, en pleno período de efervescencia de los movimientos feministas.


Hace poco, vimos surgir un nuevo feminismo. Y, paradójicamente, este neofeminismo hace renacer un vocabulario viejo: en él aparece mucho,  por ejemplo, la “sororidad”. La sororidad significa la unión necesaria de mujeres entre sí, una solidaridad que se apoyaría en una misma condición. En enero pasado, algunas amigas y yo escribimos una solicitada con el título “Las mujeres liberan otra palabra”, para criticar los excesos del movimiento #Metoo. Cuando se publicó en el diario  Le Monde, acompañada por cientos de firmas, entre las que estaba la de la actriz Catherine Deneuve, se nos acusó de haber traicionado esa sororidad. Además, me enteré más tarde de que nuestro texto había suscitado encendidos debates en el seno de la redacción del diario y que algunas jóvenes periodistas en particular se habían opuesto a que fuera publicado. Aunque el movimiento #Metoo tenía como lema “la palabra de las mujeres por fin liberada”, algunas, paradójicamente, quisieron prohibirnos la palabra a nosotras, es decir, censurarnos…


El concepto de sororidad es, en mi opinión, muy problemático. Más allá de que yo pueda experimentar tanta solidaridad y compasión por un hombre que sufre como por una mujer, esa palabra está demasiado ligada al vocabulario religioso para que pueda apropiármela.


En la Edad Media, esta palabra se usaba para las comunidades religiosas femeninas. Además,  decimos siempre “hermana” cuando nos dirigimos a una monja (en francés, tenemos incluso la expresión “buena hermana”; pero no estoy segura de que todas las “hermanas” del neofeminismo sean siempre “buenas”…).


Hoy, en Europa, son sobre todo los musulmanes practicantes los que se dirigen unos a otros utilizando las palabras “hermano” y “hermana”, para marcar su pertenencia a una misma religión. Se trata, lamentablemente, de la expresión de un comunitarismo.


Por último, mi reserva también tiene que ver con que una gran parte de lo que la mujeres han conquistado en nuestras sociedades a partir de los movimientos feministas pioneros de fines del siglo xix está relacionado con lo que algunas expresaron de modo absolutamente personal, singular, sin preocuparse por saber si reflejaban una imagen de la mujer que representaría a todas las mujeres. Desde luego que el derecho al voto se conquistó gracias a la militancia de aquellas a las que llamaron sufragistas y que desfilaron multitudinariamente por las calles. Pero otras libertades, que pertenecen a la esfera de lo íntimo, como la libertad sexual y la libertad de tener hijos o no, fueron reivindicadas por mujeres que se expresaron o actuaron en nombre propio: en 1971, en Francia, 343 mujeres, algunas famosas (Catherine Deneuve entre ellas), otras no tanto, tuvieron la valentía de declarar públicamente que habían abortado en forma clandestina, porque aún estaba prohibido por la ley (por lo tanto, se expusieron a procesos penales). Habían firmado una solicitada que hoy se conoce con el nombre de Manifiesto de las 343 zorras. La ley sobre la despenalización del aborto se sancionó cuatro años más tarde y esa ley le debe mucho a la lucha de una mujer, la entonces ministra de salud Simone Weil, que en esa ocasión tuvo que soportar los peores ataques y los peores insultos, incluso en el recinto de la Asamblea Nacional.


Voy más lejos: una parte muy importante de la producción de las mujeres en el terreno del arte y de la literatura revela, expone, describe, experiencias absolutamente singulares, sus propias vidas, su intimidad, y todo ello en forma directa. ¡Y qué le vamos a hacer si ahora me contradigo y hago una concesión a una suerte de “especificidad femenina” que exige, quizá, el momento de nuestra historia! Desde hace ya más de un siglo, las mujeres se empeñan en hacer surgir la parte oculta de esta historia. La cultura, en su gran mayoría (¡pero tampoco exclusivamente!) moldeada por obras producidas por los hombres, no representa a las mujeres más que a través de los ojos de esos hombres. (Aquí hay, sin embrago, que rendir homenaje a algunos –pienso en particular en James Joyce y D. H. Lawrence– que, con una agudeza extraordinaria, supieron transcribir los deseos y una sensibilidad de las mujeres). Sin embargo, son sobre todo mujeres, claro, las que se encargaron de decir o mostrar cómo era de verdad esa parte oculta, desde su punto de vista. La tarea es inmensa. Ellas no terminaron aún de sacar a la luz esa parte sustraída a la experiencia y a la memoria de la humanidad, ni terminaron de ponerse al día con el arte y la literatura.


En 1966, durante una conferencia, Simone de Beauvoir señalaba que la mayoría de los manuscritos que le enviaban para pedir su opinión o su ayuda eran autobiografías. Y precisaba: “Las mujeres cuentan sobre todo sus vidas”.  ¡Lo menos que podemos decir es que nunca fue desmentida! En efecto, las mujeres narran sobre todo sus vidas. En Francia, sobre todo, donde lo que denominamos “autoficción” ha tenido un desarrollo importante. Hay que reconocerlo: frente al lugar común que querría que las mujeres tuvieran más pudor que los hombres, esas mujeres revelan aspectos extremadamente íntimos de sus vidas en libros, películas, fotos, pinturas… Y hablando de generalidades, lo hacen muy a menudo con gran atención al detalle, con un realismo que puede ser radical. Es una mujer, Marguerite Duras, la que escribió un libro titulado simplemente La vida material, libro en el que habla con mucha franqueza de su alcoholismo… Esta atención a lo real, a la cruda verdad, se explica quizá por la amplitud de la tarea: no había tiempo para pasar por los símbolos o las metáforas. Beauvoir misma produjo una obra autobiográfica inmensa, comenzando por sus Memorias, cuyo primer tomo apareció en 1958. Esas Memorias están escritas de una manera extremadamente escrupulosa; sin preocuparse por idealizar, la autora no filtra nada ni de su entorno ni de ella misma.


En simultáneo con los movimientos feministas, la literatura femenina tuvo el  impulso que conocemos en el pasaje del siglo xix al xx. Poetas y novelistas se inscribieron en la historia literaria. Más allá de Simone de Beauvoir, muchas mujeres eligieron los géneros literarios de las memorias o del diario íntimo, de la autobiografía o, incluso, como ya señalé, de la autoficción, para confrontar a los lectores con una  realidad a la que, hasta entonces, habían sido poco expuestos. A veces se ha señalado que los amores sáficos fueron evocados más discretamente que la homosexualidad masculina (salvo quizá por Colette, que ofreció un panorama importante en Lo puro y lo impuro). Sin embargo, Violette Leduc, a la que Simone de Beauvoir apoyó mucho, nos ha dejado grandes libros sobre el amor lésbico y, en un género literario más experimental, hay que citar también a Monique Wittig. Se abordaron otras experiencias propias de las mujeres, más tabú todavía,  a veces más dolorosas, incluso dramáticas: la del incesto (Anaïs Nin, Christine Angot), la del aborto (Anaïs Nin, de nuevo), la de la prostitución narrada por fin por quienes la practican (Albertine Sarrazin, Griselidis Réal, Nelly Arcan, Virginie Despentes), la pérdida de un hijo (Camille Laurens, Laure Adler).


Y no limitaré mis ejemplos al dominio literario: ¿quién se atrevió a pintar un aborto espontáneo antes de Frida Kahlo? Respecto de Marlène Dumas, ella representó a mujeres masturbándose, a mujeres embarazadas desnudas…


Por último, ¿no había un tema aun más reprimido que todos estos: el de la insatisfacción sexual de las mujeres? Lean textos eróticos, la mayoría escritos por hombres: ¡el héroe siempre tiene el poder de llevar a su compañera al séptimo cielo! O si eso no ocurre, es porque la mujer es frígida. En La ingenua libertina, Colette ofreció otro testimonio: a veces es largo y difícil para una mujer alcanzar el placer, encontrar a un hombre que sepa proporcionárselo…


Me gustaría ahora mostrarles una imagen. Se trata de un cuadro de Paula Rego, un tríptico titulado Aborto, de hecho.  Pertenece a una serie realizada por la artista en 1998. Paula Rego es una portuguesa que vive en Londres. Ese año, se organizó un referéndum en Portugal para saber si la interrupción voluntaria del embarazo debía ser autorizada o no. Una mayoría muy estrecha votó en contra. No les voy a describir a ustedes la inmensa decepción que causó esa ocasión fallida (la ley fue finalmente sancionada en 2007). La obra de Paula Rego nos hace comprender toda la soledad de la mujer obligada a abortar en forma clandestina. Pero quisiera, en especial, llamar la atención sobre la mirada de esta mujer. A pesar del dolor que se lee en los rasgos de su rostro, de la posición humillante en la que se encuentra, nos mira directo a los ojos, casi provocativa, desafiando a los que quisieron prohibirle lo que está por hacer. Víctima de la ley que no le permite abortar en condiciones sanitarias y morales correctas, esta mujer toma las riendas de su destino. Paula Rego ha producido varias obras, pinturas y dibujos sobre este tema. Todas las mujeres representadas son diferentes, muy individualizadas; se las muestra en posiciones más o menos dolorosas, pero cuando les vemos los ojos, aunque la expresión varíe un poco, todas tienen esa mirada directa. La artista ha dicho que se inspiró en su propia experiencia y en la de mujeres que ha conocido, y declaró asumir plenamente el naturalismo de sus obras. La lucha por el derecho al aborto es una lucha colectiva, pero a la elección de abortar cada una la vive -y diré incluso cada uno, porque, después de todo, hay hombres que sostienen a la mujer en esta circunstancia- de forma absolutamente singular.


Un hombre, el gran historiador Robert Hughes, ha destacado que Paula Rego fue la primera pintora de la historia en abordar este tema. Agregó que ella no tenía ninguna intención de mostrar a las mujeres obligadas al aborto clandestino “como criaturas patéticas o víctimas. Tuvieron que hacer una elección demasiado dura, pero libre desde un punto de vista existencial. Ningún sacerdote ni ningún político pudo imponerles lo que ellos querían”. El historiador puntualizaba: “No hay ninguna amargura, tampoco acusación o perdón en la forma en que nos miran, sino más bien triunfo”.


Hughes concluía que esas obras eran las obras políticas mejor logradas de las últimas décadas, porque “rechazando la ‘teoría’, insisten en el hecho de que, en toda argumentación moral, la experiencia siempre debe imponerse”. Y lo que llamamos experiencia es propio de cada individuo.


Regreso ahora a Simone de Beauvoir, otra figura ejemplar de mujer libre. Disculpas por expresarme así: tengo mucha simpatía por Simone de Beauvoir; menos por la militante de figura austera y de declaraciones a menudo categóricas, que por la mujer y por los escritos que la reflejan. Beauvoir es infinitamente más compleja que la figura a la que los movimientos feministas a veces la han reducido. Así, la publicación de la correspondencia con su amante Nelson Algren reveló a la enamorada, a la enamorada sumisa ante la incertidumbre de los sentimientos. En esa correspondencia vemos que fue una lectora del seductor más empedernido de toda la historia, Giacomo Casanova. ¡Ella recomienda su lectura! ¿Acaso no le escribe a Algren: “¿Conces a Casanova? Un tipo que sabía hacer el amor -por lo menos así lo afirmaba-, pero no por ello menospreciaba a las mujeres”? Ahora bien, hay que tener en mente ―esto me parece importante― que el comienzo de la aventura con Nelson Algren es contemporáneo con la concepción de El segundo sexo. Dicho de otro modo, la que militaba para que se reconociera la igualdad de los hombres y las mujeres,  la que rechazaba la dependencia legal y económica que la sociedad todavía imponía a las mujeres, aceptaba al mismo tiempo someterse a su deseo por un hombre. Tal era su libertad de mujer en relación a la de la militante. Y libre fue al final de su relación: cuando Algren la conmina a elegir entre Jean-Paul Sartre y él, a pesar de lo que le costó, ella privilegió su relación con Sartre.


Podría dar otros ejemplos de la manera desacomplejada en que concebía la sexualidad, como el ensayo que le dedica en 1959 a la  sex symbol por excelencia, Brigitte Bardot.  ¿Qué elogia en Bardot? Justamente su libertad, su desprecio por las convenciones, el hecho de lograr “ser ella misma” en el seno del arte supremo del simulacro, el cine, y en el corazón del medio más artificial, el de la prensa del escándalo. (Destaco al pasar que una de las mejores películas de Bardot, realizada por Louis Malle,  Una vida privada, está directamente calcada de la vida de la estrella, de quien se puede decir que interpreta un papel autobiográfico). Beauvoir no se incomoda por los prejuicios “feministas” según los cuales Bardot reuniría en su imagen todos los clisés que los hombres esperarían de las mujeres. Bardot encarna dos mitos contradictorios inventados por los hombres, que fueron muy explotados en la literatura de comienzos del siglo xx: la mujer fatal y la mujer niña. Bardot se los apropia para jugar con los hombres. Bajo la apariencia de la presa, ella es una predadora (basta tratar de listar sus maridos y amantes…).


“La mujer no nace, se hace”. Luego de haberme apoyado en el pensamiento de Simone de Beauvoir, quiero ahora desviarme, o quizá desviarme de la interpretación más general. Desde luego, se comprende que la potencia del ostracismo social con que se chocaban las mujeres en Europa en los años que siguieron a la segunda Guerra Mundial, haya requerido de parte de la escritora esta fórmula provocadora. Sin embargo, no estoy segura de que ella hubiera seguido por completo a los y las que hoy, aplicando la teoría de género en su versión más extrema, llegan a negar las diferencias biológicas. Pero quisiera sobre todo comentar el “se hace”. Desde luego, la educación, la organización de la sociedad, las tradiciones y los atavismos que perduran, los lugares comunes vehiculizados por los medios, el habitus, influyen en una parte muy grande de nuestra formación, sobre todo, en la forma en la que cada uno de nosotros elabora su femineidad, o su masculinidad, o una identidad situada entre esos dos polos. Pero, justamente, se trata de una elaboración, de una construcción de la personalidad. Si los órganos sexuales son un don de la naturaleza sobre el que no podemos intervenir mucho (la ciencia todavía no ha descubierto la posibilidad de hacer que un macho transexual tenga hijos), disponemos de libre arbitrio en la forma en que nos afirmamos en tanto mujeres, en tanto hombres. Heterosexual, homosexual, bisexual, transgénero, etc. Si el sexo que nos es dado por nacimiento es una fatalidad,  lo que “se hace” a continuación, lo que hacemos en una negociación –si puedo decirlo– con los determinismos sociales y educativos, quizá en la lucha contra esos determinismos, es parte de nuestra responsabilidad. El “se hace” no implica una fatalidad, sino una responsabilidad. Por lo tanto, no hay “sororidad” que valga. Las mujeres del mundo occidental no comparten todas los mismos deseos ni la misma condición, lo que también es válido en el interior de un país. Afirmo, por ejemplo, que no es exacto pretender que Francia, por hablar del país que conozco mejor, es en su conjunto una sociedad patriarcal. La situación de las mujeres es diferente según el medio al que pertenecen: urbano, rural, laico, religioso, musulmán, etc.… Sin embargo, en tanto una mujer haya elegido su condición tan libremente como sea posible, debe ser respetada. Está la que encuentra un equilibrio en su rol de madre y esposa, la que lo encuentra en el nomadismo sexual y el placer de la seducción, la que lo encuentra en la militancia política o feminista. Así, no tengo ninguna razón para sentirme “hermana” de una actriz de cine que a esta altura, a instancias de Asia Argento, toma conciencia de que ha sido víctima de abuso sexual por parte del productor de cine Harvey Weinstein, ni de una periodista que acusa públicamente a un colega de haberle pellizcado el culo en el pasillo. Yo también, durante mi carrera, he estado frente a hombres de poder y a hombres groseros. Mi reacción no fue la misma que la de ellas. Tengo derecho a decirlo. Además, a las imprudentes que siguieron al productor de cine a su habitación de hotel, les reprocho que no hayan tenido en cuenta la suerte de vivir en un país en el que tienen garantizadas muchas otras libertades fundamentales, de las que está privada la mayor parte del resto de la humanidad.


De nuevo Beauvoir. La autora de lo que estamos de acuerdo en denominar un libro de culto del feminismo, no solo leía a Casanova, no solo se interesaba por Brigitte Bardot, sino que también escribió uno de los estudios más sutiles sobre el marqués de Sade. La obra y la vida del marqués le dieron la oportunidad de reflexionar sobre la imposibilidad “de conciliar a los individuos en el seno de [lo que ella denomina] su inmanencia”.


La Revolución Francesa lo soñó: todos los hombres debían ser iguales ante la Nación, mezclados en un mismo estado de hombre-ciudadano, disponiendo de los mismos derechos. El proyecto fracasó convirtiéndose en una de las empresas más asesinas de la historia de Francia: el Terror. Por más aristócrata que fuera, Sade simpatizó con ciertos ideales de la Revolución. Trató de unirse, pero fue excluido, ¡porque le reprocharon su “moderación”! En efecto, Sade condenaba la pena de muerte, la guillotina que los instigadores del Terror hacían funcionar sin parar. Él mismo escapó por poco, pero lo enviaron (¡una vez más!) a prisión. He aquí la enseñanza de Simone de Beauvoir: “Al individuo que no acepta renegar de su singularidad, la sociedad lo repudia. Pero si elegimos no reconocer en cada sujeto la trascendencia que lo une concretamente a sus semejantes, terminaremos por alienarlos a todos bajo nuevos ídolos […], sacrificaremos la libertad de cada uno en pro de los logros colectivos. La prisión, la guillotina, serán las consecuencias de esta renuncia. La fraternidad mentirosa se alcanza a través de los crímenes”.


Por suerte, no estamos allí. Haber “traicionado” a la sororidad que quería imponer el neofeminismo no nos ha llevado al cadalso a las autoras y firmantes de la solicitada en la que participé. Pero a falta de cortarnos la cabeza, a algunas les habría gustado cortarnos la lengua. Torrentes de insultos intentaron cristalizarnos en la imagen de mujeres altivas, indiferentes a las dificultades y desgracias de otras.


Entre los reproches que nos hicieron, estaba, obviamente, el de ser “privilegiadas” porque éramos intelectuales, escritoras, artistas. Pero así como acabo de tratar de explicárselo a ustedes, correspondía a nuestro rol de escritoras o artistas expresarnos a título personal, a partir de la experiencia que cada una de nosotras se ha forjado a lo largo de la vida, de mujer, de amante, para algunas de nosotras de madre… Y que, al expresarnos así, íbamos al encuentro de cada mujer –o de cada hombre– en particular, para que cada una, cada uno, confrontara sus propias convicciones con las nuestras.


¡Hay demasiados discursos políticos, estrategias de comunicación y mensajes publicitarios que se dirigen a nosotras como grupo, o incluso como masa! En cambio, el arte, la literatura, ofrecen la posibilidad del reencuentro con un ser singular en la soledad de su escritura con otro ser singular en la soledad de su lectura o de su contemplación. Cualesquiera sean las causas a las que adherimos o defendemos, no nos privemos de estos tête-a-tête.




Tomado de:
MILLLET, Catherine (2018): "¿Existe la mujer?". Discurso completo en el Filba 2018. Diario Página 12, Bs. As. 11 de octubre.

13 octubre 2018

El orden del discurso y el orden de los libros. Roger Chartier




El orden del discurso y el orden de los libros


Roger Chartier



¿Qué es un libro? No es nueva la pregunta. Kant la formuló en 1798 en la “Doctrina del derecho”, incluida en la Metafísica de las costumbres. Su respuesta distingue entre el libro como objeto material, como “opus mechanicum”, que pertenece a quien lo ha comprado, y el libro como discurso dirigido al público, cuyo propietario es el autor y cuya publicación –en el sentido de hacer público– se remite al “mandatum” del escritor, es decir, al contrato explícito establecido entre el autor y su editor, quien actúa como su representante o mandatario. En este segundo sentido, el libro entendido como obra trasciende todas sus posibles materializaciones. Según Blackstone, un abogado movilizado para defender el copyright perpetuo de los libreros londinenses perjudicados por una nueva legislación en 1710:


"La identidad de una composición literaria reside enteramente en el sentimiento y el lenguaje; las mismas concepciones, vestidas con las mismas palabras, constituyen necesariamente una misma composición; y sea cual fuere la modalidad escogida para transmitir semejante composición a la oreja o al ojo, mediante el recitado, la escritura o el impreso, cualquiera que sea la cantidad de sus ejemplares o en cualquier momento que sea, siempre es la misma obra del autor la que así es transmitida; y nadie puede tener el derecho de transmitirla o transferirla sin su consentimiento, ya sea tácito o expresamente otorgado" 


Durante el debate llevado a cabo en cuanto a las ediciones piratas en Alemania, donde eran particularmente numerosas debido a la multiplicidad de soberanías estatales, Fichte enuncia de otra manera esa aparente paradoja. A la dicotomía clásica que separa el texto del objeto, le añade una segunda que distingue en toda obra las ideas que expresa y la forma que les da la escritura. Las ideas son universales por su naturaleza, su destino y su utilidad; por tanto, no pueden justificar ninguna apropiación personal. Ésta es legítima solamente porque:


"Cada uno tiene su propio curso de ideas, su manera particular de formar conceptos y relacionarlos unos con otros. Como las ideas puras sin imágenes sensibles no solamente no se dejan pensar, tanto menos presentar a otros, es muy necesario que todo escritor dé a sus pensamientos cierta forma, y no puede darles ninguna otra que la suya propia, porque no tiene otras". De donde se desprende que “nadie puede apropiarse de sus pensamientos sin cambiar su forma. Por lo cual, ésta será para siempre su propiedad exclusiva”. La forma textual es la única pero poderosa justificación de la apropiación singular de las ideas comunes, tal y como las transmiten los objetos impresos.


Una propiedad semejante tiene un carácter totalmente particular, porque al ser inalienable permanece indisponible, intransmisible, y quien la adquiere (por ejemplo, un librero) no puede ser más que el usufructuario o el representante del autor, obligado por toda una serie de coacciones, como la limitación de la tirada de cada edición o el pago de un derecho para toda reedición. Las distinciones conceptuales construidas por Fichte, pues, deben permitir la protección de los editores contra las ediciones ‘piratas’ sin perjudicar en nada la propiedad soberana y permanente de los autores sobre sus obras. Así, paradójicamente, en el siglo XVIII, para que los textos pudiesen ser sometidos al régimen de propiedad que era el de las cosas, era necesario que fueran conceptualmente separados de toda materialidad particular y referidos solamente a la singularidad inalterable del genio del autor. 


Las respuestas a la pregunta “¿qué es un libro?” en el siglo XVIII, fueron plasmadas en un lenguaje a la vez filosófico, estético y jurídico, que debía fundamentar la propiedad de los autores sobre sus obras y su consecuencia, es decir, los derechos de los editores sobre las ediciones que aseguraban la publicación y circulación de esas obras. Pero antes de analizar por qué hoy se teme la desaparición tanto de la realidad material del objeto como de la definición intelectual y estética del libro como obra, es quizás necesario encontrar otras respuestas a la cuestión planteada por Kant.


En el siglo XVII es a menudo el lenguaje metafórico el que permite pensar la doble naturaleza del libro, como “opus mechanicum” y como “discurso”. Es así que hacia 1680 un impresor madrileño Alonso Víctor de Paredes, invierte la metáfora clásica que describía los cuerpos y los rostros humanos como libros. Considera él que el libro es una creación humana porque, como el hombre, tiene cuerpo y alma: “Assimilo yo un libro a la fabrica de un hombre, el qual consta de anima racional, con que la criò Nuestro Señor con tantas excelencias como su Divina Magestad quiso darle; y con la misma omnipotencia formò al cuerpo galan, hermoso, y apacible”. Si el libro puede ser comparado con el hombre es porque Dios creó a la criatura humana de la misma manera que un impresor imprime una edición.


El letrado Melchor de Cabrera da una forma más elaborada a la comparación, considerando al hombre como el único libro impreso entre los seis que escribió Dios. Los otros cinco son el Cielo estrellado, comparado con un inmenso pergamino cuyo alfabeto son los astros; el Mundo, que es la suma y el mapa de la Creación en su totalidad; la Vida, identificada con un registro que contiene los nombres de todos los elegidos; el propio Cristo, que es a la vez “exemplum” y “exemplar”, un ejemplo propuesto a todos los hombres y el texto que debe ser reproducido, y la Virgen, el primero de todos los libros, cuya creación en el Espíritu de Dios, la “Mente Divina”, preexistió a la del Mundo y los siglos. Entre los libros de Dios, todos mencionados por las Escrituras o los Padres de la Iglesia, y todos referidos por Cabrera a uno u otro de los objetos de la cultura escrita de su tiempo, el hombre es una excepción porque resulta del trabajo de la imprenta: “Puso Dios en la prensa su Imagen, y Sello, para que la copia saliesse conforme à la que avia de tomar […] y quiso juntamente alegrarse con tantas, y tan varias copias de su mysterioso Original” 


Paredes comparte la imagen. Pero para él el alma del libro no es sólo el texto tal y como fue compuesto, dictado, imaginado por su creador, ya que es “un libro perfectamente acabado, el cual constando de buena doctrina, y acertada disposición del Impresor, y Corrector, [el] que equiparo al alma del libro; y impresso bien en la prensa, con limpieza, y asseo, le puedo comparar al cuerpo airoso y galan”. Si el cuerpo del libro es el resultado del trabajo de los tiradores prensistas, su alma no está moldeada solamente por el autor, sino que recibe su forma de todos aquellos –maestro impresor, componedores o cajistas y correctores– que tienen el cuidado de la puntuación, la ortografía y la compaginación.


De este modo, Paredes rechaza de antemano la separación que estableció el siglo XVIII entre la sustancia esencial de la obra, considerada para siempre idéntica a sí misma cualquiera fuera su forma, y las variaciones accidentales del texto, que resultan del trabajo en el taller tipográfico y que contribuyen a la producción no sólo del libro sino también del texto mismo. ¿Qué es un libro? es también una pregunta de los Modernos, que se encuentra a menudo vinculada con otra: ¿Qué es un autor? (Foucault) o ¿Qué es la literatura? (Sartre). Ahora quisiera detenerme en la respuesta de Borges en 1952. ¿Qué es un libro? Un libro es más que una estructura verbal, o que una serie de estructuras verbales; es el diálogo que entabla con su lector y la entonación que impone a su voz y las cambiantes y durables imágenes que dejan en su memoria. Ese diálogo es infinito; las palabras amica silentia lunae significan ahora la luna íntima, silenciosa y luciente, y en la Eneida significaron el interlunio, la oscuridad que permitió a los griegos entrar en la ciudadela de Troya… La literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado: es una relación, es un eje de innumerables relaciones.



Una literatura difiere de otra ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída. Si me fuera otorgado leer cualquier página actual -ésta, por ejemplo- como la leerán el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura el año dos mil. (Borges) En este sentido de diálogo infinito establecido entre el texto y sus lectores, el “libro” nunca desaparecerá. Pero, ¿es un libro solamente un texto? ¿Y la literatura solamente palabras e imágenes que atraviesan los siglos y cuya inalterada permanencia se ofrece a las interpretaciones o “entonaciones” diversas de sus sucesivos lectores? Hace poco David Kastan, un crítico shakespeariano, calificó de “platónica” la perspectiva según la cual una obra trasciende todas sus posibles encarnaciones materiales, y de “pragmática” la que afirma que ningún texto existe fuera de las materialidades que lo dan a leer u oír. Esta percepción contradictoria de los textos divide tanto la crítica literaria como la práctica editorial, y opone a aquellos para quienes es necesario recuperar el texto tal y como su autor lo redactó, imaginó, deseó, reparando las heridas que le infligieron la transmisión manuscrita o la composición tipográfica, con aquellos para quienes las múltiples formas textuales en las que fue publicada una obra constituyen sus diferentes estados históricos que deben ser respetados, posiblemente editados y comprendidos en su irreductible diversidad.


Es una misma tensión entre la inmaterialidad de las obras y la materialidad de los textos, la que caracteriza las relaciones de los lectores con los libros de que se apropian, aunque no sean ni críticos ni editores. En una conferencia pronunciada en 1978, “El libro”, Borges declara: “Yo he pensado, alguna vez, escribir una historia del libro”. Pero, de inmediato, diferencia radicalmente su proyecto de cualquier interés por las formas materiales de los objetos escritos: “No me interesan los libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliófilos, que suelen ser desmesurados), sino las diversas valoraciones que el libro ha recibido”. Para él los libros son objetos cuyas particularidades no importan mucho. Lo que cuenta es la manera como el libro, sea cual fuere su materialidad específica, fue considerado –y a menudo despreciado respecto de la palabra “alada y sagrada”. Lo que importa es la lectura, no el objeto leído: “Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente un cubo de papel y cuero con hojas; pero si lo leemos ocurre algo raro, creo que cambia cada vez. […] Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado, la connotación de las palabras es otra”.


Un Borges “platónico”, entonces, insensible a la materialidad del texto. Pero cuando en el fragmento de la autobiografía que dictó a Norman Thomas di Giovanni, el mismo Borges evoca su encuentro con uno de los libros de su vida, Don Quijote, lo que acude a su memoria es ante todo el objeto: Todavía recuerdo aquellos volúmenes rojos con letras estampadas en oro de la edición Garnier. En algún momento la biblioteca de mi padre se fragmentó, y cuando leí El Quijote en otra edición tuve la sensación de que no era el verdadero. Más tarde hice que un amigo me consiguiera la edición de Garnier, con los mismos grabados en acero, las mismas notas a pie de página y también las mismas erratas. Para mí todas esas cosas forman parte del libro; considero que ése es el verdadero Quijote. 


En la cultura impresa tal como la conocemos, el orden de los discursos se establece a partir de la relación entre tipos de objetos (el libro, el diario, la revista), categorías de textos y formas de lectura. Semejante vinculación se arraiga en una historia de muy larga duración de la cultura escrita y resulta de la sedimentación de tres innovaciones fundamentales: en primer lugar, entre los siglos II y IV, la difusión de un nuevo tipo de libro que es todavía el nuestro, es decir, el libro compuesto de hojas y páginas reunidas dentro de una misma encuadernación que llamamos codex, sustituyó los rollos de la Antigüedad griega y romana; en segundo lugar, a finales de la Edad media, en los siglos XIV y XV, la aparición del “libro unitario”, es decir, la presencia dentro de un mismo libro manuscrito, de obras compuestas en lengua vulgar por un solo autor (Petrarca, Boccacio, Christine de Pisan), mientras que esta relación caracterizaba antes solamente a las autoridades canónicas antiguas y cristianas y a las obras en latín, y, finalmente, en el siglo XV, la invención de la imprenta, que sigue siendo hasta ahora la técnica más utilizada para la producción de los libros. Somos herederos de esta historia tanto para la definición del libro, esto es, a la vez un objeto material y una obra intelectual o estética identificada por el nombre de su autor, como para la percepción de la cultura escrita que se funda sobre distinciones inmediatamente visibles entre diferentes objetos (cartas, documentos, diarios, libros, etcétera).


Es este orden de los discursos el que cambia profundamente con la textualidad electrónica. Es ahora un único aparato, la computadora, el que hace aparecer frente al lector las diversas clases de textos previamente distribuidas entre objetos distintos. Todos los textos, sean del género que fueren, son leídos en un mismo soporte (la pantalla iluminada) y en las mismas formas (generalmente aquellas decididas por el lector). Se crea así una continuidad que no diferencia más los diversos discursos a partir de su materialidad propia. De allí surge una primera inquietud o confusión de los lectores que deben afrontar la desaparición de los criterios inmediatos, visibles, materiales que les permitían distinguir, clasificar y jerarquizar los discursos. 


Por otro lado, es la percepción de las obras como obras la que se vuelve más difícil. La lectura frente a la pantalla es generalmente discontinua, que busca a partir de palabras clave o rúbricas temáticas el fragmento textual del cual quiere apoderarse (un artículo en un periódico, un capítulo en un libro, una información en un “website”), sin que sea percibida la identidad y la coherencia de la totalidad textual que contiene el elemento. En un cierto sentido, en el mundo digital todas las entidades textuales son como bancos de datos que procuran fragmentos, cuya lectura no supone de ninguna manera la comprensión o percepción de las obras en su identidad singular.


La originalidad e importancia de la revolución digital consiste en que obliga al lector contemporáneo a abandonar todas las herencias que lo han plasmado, ya que la textualidad digital no utiliza más la imprenta (por lo menos en su forma tipográfica), ignora el “libro unitario” y es ajeno a la materialidad del códex. Es al mismo tiempo una revolución de la modalidad técnica de la reproducción de lo escrito, una revolución de la percepción de las entidades textuales y una revolución de las estructuras y formas fundamentales de los soportes de la cultura escrita. De ahí, a la vez, la inquietud de los lectores, que deben transformar sus hábitos y percepciones, y la dificultad para entender una mutación que lanza un profundo desafío, tanto a las categorías que solemos manejar para describir la cultura escrita como a la identificación entre el libro entendido como obra u objeto cuya existencia empezó durante los primeros siglos de la era cristiana y que parece amenazado en el mundo de los textos electrónicos.


“Se habla de la desaparición del libro; yo creo que es imposible”, declaró Borges en 1978. No tenía totalmente razón, ya que en su país hacia dos años que se quemaban libros y desaparecían autores o editores, secuestrados y asesinados. Pero su diagnóstico expresaba la confianza en la supervivencia del libro frente a los nuevos medios de comunicación: el cine, el disco, la televisión. ¿Podemos mantener hoy en día tal certidumbre? Plantear así la cuestión, quizás, no designa adecuadamente la realidad de nuestro presente, caracterizado por una nueva técnica y forma de inscripción, difusión y apropiación de los textos, ya que las pantallas del presente no ignoran la cultura escrita sino que la transmiten y la multiplican.


Todavía no sabemos muy bien cómo esta nueva modalidad de lectura transforma la relación de los lectores con lo escrito. Sabemos bien que la lectura del rollo de la Antigüedad era continua, que movilizaba el cuerpo entero, que no permitía al lector escribir mientras leía. Sabemos bien que el códex, manuscrito o impreso, permitió gestos inéditos (hojear el libro, citar precisamente pasajes, establecer índices) y favoreció una lectura fragmentada pero que siempre percibía la totalidad de la obra, identificada por su materialidad misma. ¿Cómo caracterizar la lectura del texto electrónico? Para comprenderla, Antonio Rodríguez de las Heras formuló dos observaciones que nos obligan a abandonar las percepciones espontáneas y los hábitos heredados. En primer lugar, debe considerarse que la pantalla no es una página sino un espacio de tres dimensiones, que tiene profundidad, y en el que los textos alcanzan la superficie iluminada de la pantalla. Por consiguiente, en el espacio digital es el texto mismo, y no su soporte, el que está plegado. La lectura del texto electrónico debe pensarse, entonces, como un despliegue de los textos o, mejor dicho, una textualidad blanda, móvil e infinita.


Semejante lectura dosifica el texto sin atenerse necesariamente al contenido de una página, y compone en la pantalla ajustes textuales singulares y efímeros. Esta lectura discontinua y segmentada que supone y produce, según la expresión de Umberto Eco, una “alfabetizazione distratta”, es una lectura rápida, fragmentada, que busca informaciones y no se detiene en la comprensión de las obras, en su coherencia y totalidad. Si conviene para las obras de naturaleza enciclopédica, que nunca fueron leídas desde la primera hasta la última página, parece inadecuada frente a los textos cuya apropiación supone una lectura continua y atenta, una familiaridad con la obra y la percepción del texto como creación original y coherente. La incertidumbre del porvenir se remite fundamentalmente a la capacidad del texto desencuadernado del mundo digital, de superar la tendencia al derrame que lo caracteriza y así de apoderarse tanto de los libros que se leen como de los que se consultan. Se remite también a la capacidad de la textualidad electrónica de superar la discrepancia entre, por un lado, los criterios que en el mundo de la cultura impresa permiten organizar un orden de los discursos que distingue y jerarquiza los géneros textuales y, por otro lado, una práctica de lectura frente a la pantalla que no conoce sino fragmentos recortados en una continuidad textual única e infinita.


¿Será el texto electrónico un nuevo libro de arena, cuyo número de páginas era infinito, que no podía leerse y que era tan monstruoso que, como el libro de Prospero en The Tempest, debía ser sepultado?. O bien, ¿propone ya una nueva forma del presencia de lo escrito capaz de favorecer y enriquecer el diálogo que cada texto entabla con cada uno de sus lectores?.


Los historiadores son los peores profetas del futuro. Lo único que pueden hacer es recordar que en la historia de larga duración de la cultura escrita cada mutación (la aparición del códex, la invención de la imprenta, las revoluciones de la lectura) produjo una coexistencia original entre los antiguos objetos y gestos y las nuevas técnicas y prácticas. Es precisamente una semejante reorganización de la cultura escrita la que la revolución digital nos obliga a buscar. Dentro del nuevo orden de los discursos que se esboza, no me parece que va a morir el libro en los dos sentidos que hemos encontrado. No va a morir como discurso, como obra cuya existencia no está atada a una forma material particular. Los diálogos de Platón fueron compuestos y leídos en el mundo de los rollos, fueron copiados y publicados en códex manuscritos y después impresos, y hoy pueden leerse en la pantalla. Tampoco va a morir el libro como objeto, porque ese “cubo de papel con hojas”, como decía Borges, es todavía el objeto más adecuado a los hábitos y expectativas de los lectores que entablan un diálogo intenso y profundo con las obras que les hacen pensar o soñar.









Tomado de:
CHARTIER, R.: "¿La muerte del libro?. Orden del discurso y orden de los libros" En: Revista Co-herencia, vol. 4, núm. 7, Universidad EAFIT, Medellín. jul-dic. 2007, pp. 119-129.