30 septiembre 2015

Las cuatro categorías centrales de Camus. Howard Mumma




Las cuatro categorías centrales de Camus

Howard Mumma


Aun corriendo el riesgo que todo resumen supone, hemos de iniciar la exposición de la obra y el pensamiento de Camus presentando sus conceptos fundamentales y el marco que estos diseñan. Podremos entender así con bastante fiabilidad no sólo el sentido de sus escritos, sino también las razones de su oposición a que se le considerara existencialista, y sobre todo, cuál era la inquietud intelectual que animaba su producción literaria.


Camus, como el Calígula de su obra, siente «la necesidad de lo imposible», pues «las cosas, tal como son, no me parecen satisfactorias». La pobreza, la injusticia, la violencia de sus años infantiles y juveniles —entre otras cosas— le llevan a considerar que la existencia es un absurdo, y generan en él un cierto inconformismo que le conduce a plantearse la existencia como rebelión frente al mundo dado, y como nostalgia de la justicia. No es sólo un resumen más o menos apresurado, sino que estos trazos responden realmente a sus preguntas de fondo, que se irá planteando sucesivamente como etapas de un camino estético y literario. 


Aparecen así las cuatro categorías clave que nos permitirán comprender todo el discurso de Camus: absurdo, nostalgia, justicia y rebelión. Adelantaremos aquí una primera definición que nos permita seguir hablando de la temática del nobel francés a la vez que su comprensión más detallada será posible a medida que avancemos en la explicación. El absurdo, categoría esencial en Camus, es la traducción práctica de la ausencia dé finalidad que caracteriza toda la metafísica moderna. En este sentido lo único que hace Camus en El mito de Sísifo es levantar acta de lo que hay. No se trata de que a él le parezca que lo que existe es absurdo, sino que para la mentalidad del hombre moderno, el absurdo ha pasado a ser una forma teórica aceptada de entender la existencia. El mundo, la realidad, no tienen un sentido, una razón de ser, y por tanto, ante una inteligencia que se pregunta por ellos, el mundo se presenta como irracional. Es la constatación del artista en medio de la Segunda Guerra Mundial, pues recordemos que la obra se publicó en 1942. Lo apunta con claridad en la nota introductoria:


Las siguientes páginas tratan de una sensibilidad absurda que puede encontrarse dispersa en el siglo, y no de una filosofía absurda que nuestra época, hablando con propiedad, no ha conocido. (…) Aquí sólo se encontrará la descripción en estado puro de un mal espiritual. 


Todo el pensamiento y la producción literaria de Camus girarán en torno a esta constatación de que nuestra sociedad está invadida por un mal espiritual. No lo defiende ni lo asume, como haría Sartre. El hombre, consciente de que acaba con la muerte, anhela en su corazón encontrar un sentido a su vida, un fundamento a sus valores, una explicación a su existencia, pero el mundo no le ofrece más que el silencio. La razón humana se pregunta el porqué, pero la filosofía moderna le ha dicho que no puede conocer con certeza más que aquello de lo que tiene experiencia sensible y que no le responde a la inquietud de fondo ante él límite de su existencia. Y esta misma filosofía le obliga a renunciar a toda respuesta válida a las verdaderas inquietudes de fondo, a aquellas que le llevan a preguntarse por el sentido. La Modernidad ha optado por aceptar que la razón humana no puede encontrar nada válido que responda a esa pregunta. Pues bien, para Camus, esa es la injusticia radical de la que el hombre no puede escapar y que, con toda razón, denomina absurdo. Luego abandonaría el término, pues se malinterpretó y se quiso entender que Camus la presentaba como categoría metafísica, como apuesta teórica, cuando no pasaba de ser una especie de duda metódica. De todos modos, sigue siendo esencial para situarnos en la perspectiva desde la que el literato abordaba la realidad.


El ser humano, ante esa experiencia, debe comprometerse para vivir con la mayor intensidad posible su nostalgia de una inocencia perdida, del estado natural del ser humano en el que no hay ofensas morales, una nostalgia, por tanto, de justicia. Compromiso que llega a su forma más extrema con la rebelión ante la injusticia histórica. Porque el hombre no puede nada ante la injusticia, llamémosla metafísica, la que se deriva del mal presente en el mundo: enfermedades, catástrofes, desigualdades… Pero sí frente a la que se deriva de las acciones de unos hombres contra otros. En esa rebelión el hombre apuesta por el valor fundamental de la condición humana frente a las arbitrariedades de otras personas o de sistemas políticos.


La obra de Camus ha de entenderse en esta dinámica moral, abierta y exigente, en la que no hay componendas con escuelas filosóficas, sistemas políticos ni estructuras sociales determinadas. 

Camus concluía el prefacio a la reedición de 1958 de los ensayos escritos cuando tenía 22 años, recogidos bajo el título El revés y el derecho, haciendo una vez más su declaración de intenciones como artista y como hombre:


Siempre llega un día en la vida de un artista en el que debe hacer balance, volver a acercarse a su propio centro para luego tratar de mantenerse en él. Así es hoy para mí. (…) Nada me impide imaginar que emplazaré en el centro de esa obra el admirable silencio de una madre y el esfuerzo de un hombre por volver a encontrar una justicia o un amor que equilibre ese silencio. (…) Una obra de hombre no es otra cosa que una larga marcha para encontrar, por los meandros del arte, las dos o tres simples y grandes imágenes a las que se abrió el corazón por primera vez. 


Y confiesa unas líneas más adelante que, tras veinte años de trabajo, considera que su obra «ni siquiera ha comenzado todavía». Moriría poco más de un año después, buscando esas «dos o tres simples y grandes imágenes a las que se abrió el corazón por primera vez»: la entrega callada de su madre, la inocencia, el silencio del mundo…


Cuando se lee la obra de Camus, cuando se trata de penetrar en la inquietud espiritual que le animaba, resultan sumamente esclarecedoras estas palabras. Porque como sucede con Ionesco, a quien se calificó como creador del «teatro del absurdo» pero quien odiaba semejante caracterización de su obra, se comprende que ellos no están apostando por el absurdo como la única opción de la vida humana, sino que están reflejando en sus obras que el absurdo es lo único que el hombre encuentra hoy como respuesta a sus inquietudes, a su búsqueda espiritual.



El Extranjero (1942) La inocencia,
ese estado natural del hombre
 basta  por  sí solo para concederle
 dicha con  la  satisfacción de
 los placeres cotidianos

Esta palabra, absurdo, ha tenido una suerte desdichada, y confieso que ha llegado a irritarme [decía Camus en una entrevista citada por Moeller]. Cuando yo  nalizaba el sentimiento de lo absurdo en El mito de Sísifo, estaba buscando un método y no una doctrina. Practicaba la duda metódica. Trataba de hacer esa «tabla rasa» a partir de la cual se puede comenzar a construir. 


Lo que en la práctica supone que Camus no acepta el absurdo como una evidencia, como un dato primero, sino como un reto intelectual, como un modo de buscar desde la razón respuestas a un estado del alma. «La obra primigenia de Camus —dirá Mounier— no es una teoría novelada de lo absurdo, sino el embargo poético de una experiencia moral». Y el absurdo no es respuesta válida. Es el «silencio del mundo» del que habla Camus. Por eso no sería una propuesta responsable despachar el ateísmo de Camus de forma rápida y barata, como si su literatura no fuera una apuesta radical y honrada por poner sobre la mesa las cartas del hombre para penetrar en el abismo del Misterio. En el siglo XX el abismo insondable del Misterio se presentaba con el desgarro de un sufrimiento atroz: los abismos de la miseria, la guerra y los genocidios, la injusticia del dolor y el sufrimiento de tantos inocentes. Es obligado que concluyamos estas notas sobre las categorías de su pensamiento con esta breve alusión a su ateísmo. 


Camus no era religioso, pero no desconocía el pensamiento cristiano. El hecho de no haber vivido nunca la fe católica en la que había sido bautizado, de que en su casa no hubiera práctica religiosa, seguramente marcó el hecho de que la dimensión espiritual no formara parte de su universo vital. Camus se mueve en otra órbita: no asume en sus obras toda la radicalidad del destino humano, sino que se plantea —al menos en las obras de sus dos primeras etapas— que su vocación y misión de artista es la de encontrar las razones estéticas para vivir en el optimismo razonable de la vida dichosa, amable, llena de luz y de sensualidad de los países mediterráneos.


En los escritos de juventud, de su etapa en Argelia, esa apuesta por un hedonismo naturalista tiene como trasfondo la tensión entre cristianismo (san Agustín) y helenismo (Plotino). Fueron los autores que más estudió en la Universidad —en parte porque san Agustín era como el autor obligado en un centro académico superior del norte de África— y sobre los que había proyectado su tesis doctoral.


Camus considera que la noción de pecado del cristianismo rompe la inocencia primera del helenismo, y transforma la relación del hombre con la divinidad, dando preponderancia al sufrimiento y la humildad sobre el hedonismo y la sensualidad del mundo griego. Este hedonismo y vitalidad, espíritu mediterráneo o «pensamiento del mediodía» que dirá en El hombre rebelde, son para Camus expresiones de la inocencia originaria. La luz y la alegría compensan el sufrimiento y la tristeza inevitables de la vida, porque al renunciar a la trascendencia como dimensión de lo real, Camus considera que la salvación hay que encontrarla en este mundo. 

Vemos así el papel que para Camus tienen las categorías de nostalgia de la inocencia y justicia, de las que hemos hablado. Tomará la dimensión estética del pensamiento de Plotino, para quien la experiencia sensible es el camino de lo inteligible, así como su modo de pensar la realidad en clave de tensión entre opuestos, algo que se trasluce en los títulos de algunas de sus obras —El revés y el derecho, El exilio y el reino—. De esta manera, Camus opta por una inmanencia optimista: hemos de luchar contra las injusticias creadas por los hombres y devolver al mundo esa inocencia primera del goce de los placeres más elementales de la existencia. Como se ve en sus escritos de Nupcias, o en El extranjero e incluso en La peste, él considera la inocencia como ese estado natural del hombre anterior a cualquier ideología, filosofía o religión, y que basta por sí solo para conceder al hombre la dicha con la satisfacción de los placeres cotidianos. Pero la honradez de la búsqueda espiritual del escritor francés le hará reconocer que si la huida no era el camino responsable para superar el absurdo de la realidad, tampoco esa mística del hedonismo sensible ofrece una alternativa válida que satisfaga las aspiraciones del espíritu humano. De algún modo, su obra seguirá explorando nuevas vías que ofrezcan respuestas más satisfactorias a los interrogantes más profundos de la existencia, y que inevitablemente, van a implicar una apertura a la trascendencia.




















Tomado de: 
MUMMA, Howard (2005): El existencialista hastiado. Conversaciones con Albert Camus. Voz de papel, pp-13-16

25 septiembre 2015

Moreira, el héroe popular de la violencia. Josefina Ludmer




Moreira, el héroe popular de la violencia


Josefina Ludmer


El criminal Juan Moreira de la literatura apareció en 1879 con el proceso de modernización e inmigración, en el momento mismo del fin de las guerras civiles, de la aniquilación de los indios, de la unificación política y jurídica del estado liberal, y en el momento mismo en que la Argentina alcanzaba el punto más alto del capitalismo para un país latinoamericano: la entrada en el mercado mundial.


Juan Moreira es el héroe popular de ese ciclo específico, el del salto modernizador de fin de siglo XIX: una modernización latinoamericana por internacionalización de la economía. La conjunción de saltos modernizadores, estados liberales, y entrada de las economías regionales en el mercado mundial constituye en América Latina un proceso donde se puede leer ciertos cambios de posiciones en la cultura y en la literatura. En Argentina aparecen nuevas representaciones literarias que recortan nítidamente lo 'popular' (criollo) de lo 'alto' o 'culto' (europeo y científico), y los institucionalizan en lugares específicos. En la apertura misma de ese ciclo, en el mismo año de 1879, nacen dos héroes populares: el gaucho pacífico y el gaucho violento. Aparecen simultáneamente en la literatura para mostrar las dos caras del salto modernizador, los dos discursos sobre 'lo popular' del salto modernizador, porque hablan nada más que del uso de la fuerza o del cuerpo para la economía y para la violencia.


De un modo más general, quiero decir que los héroes populares latinoamericanos se relacionan entre sí y forman redes y contraposiciones: cada uno encarna una posición específica en el discurso de una cultura, en un momento preciso. Moreira no apareció solo en 1879 sino acompañado del viejo pacífico de La vuelta de Martín Fierro, de José Hernández. El gaucho pacífico y el violento nacen al mismo tiempo y no pueden sino leerse juntos. Los dos son la continuación de El gaucho Martín Fierro, de 1872, y por lo tanto las versiones posibles para lo que viene después de la confrontación, la violencia y el exilio con que se cierra el primer Martín Fierro.


La primera cara es la de La vuelta de Martín Fierro, que cierra el esquema de Hernández: en 1879 el héroe popular es un padre que vuelve del exilio, se dirige a sus hijos y les canta, en versos gauchescos tradicionales, el olvido de la justicia oral de la confrontación: el olvido de la violencia popular. Usa los proverbios del anciano para recomendar la pacificación y la integración a la ley por el trabajo, y con ese tono y ese pacto cierra el género gauchesco. La voz del gaucho es casi la voz del estado liberal triunfante, la voz oficial. La otra cara es la novela Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez, que apareció en 1879 en forma de folletín en el periódico La Patria Argentina. Allí nace otro héroe para llevar la confrontación y la violencia hasta el fin y para imponer la justicia popular. El héroe violento es casi un sujeto antiestatal; la voz de la oposición política en el interior del liberalismo. El héroe pacifista y el violento, las dos caras y los dos extremos del salto modernizador, surgen juntos en la literatura desde escrituras, géneros, tecnologías y temporalidades diversas, y abren procesos centrales para la cultura nacional en Argentina. Procesos con intensos debates que culminaron en el teatro, que entonces era el lugar de la ópera, el espacio de la cultura moderna 'alta', liberal, científica y europea de fin de siglo, y también, al mismo tiempo, con el circo y el teatro criollo, el espacio de la cultura nacional y popular. A fin de siglo, con el salto modernizador, la división de la cultura se formula en el espacio de la representación: en un teatro Lugones europeiza a Martín Fierro y en otro se dramatiza y nacionaliza a Juan Moreira.


Los destinos de los nuevos sujetos populares de la modernización eran previsibles. Con La vuelta de Martín Fierro el viejo gaucho de Hernández queda legalizado en 1879 como el trabajador de la riqueza de la Argentina agroexportadora. Martín Fierro pasa por Ricardo Rojas, que funda la institución de la historia de la literatura argentina, y culmina en 1911 con las conferencias de Leopoldo Lugones en el teatro Odeón, ante el presidente de la República. Martín Fierro, nuestro payador nacional, es el bardo homérico de la poesía épica, dice la voz del poeta oficial Lugones en el teatro, oficiando la ceremonia final de nacionalización y de canonización, que consistió en europeizar y por lo tanto universalizar al gaucho cantor. En el teatro, y en 1911, Martín Fierro nace otra vez como poema épico y como símbolo exportable de identidad nacional. Mientras que Juan Moreira, que nunca fue europeizado (¿cómo se podría canonizar a un criminal, a un héroe de la violencia?), fundó la institución del teatro nacional popular en Argentina. Se convirtió en un fundador que pudo transformarse y volver a escribirse, hasta hoy, en géneros, textualidades y medios diferentes. En el teatro que fundó, el violento Juan Moreira abrió al infinito su cadena de representaciones. 


Es el héroe 
popular  de  la era de 
la modernización
 tecnológica  y cultural.



Visibilidad de la violencia


Juan Moreira nació y murió no solo en la realidad sino en la novela seriada de 1879-80. El folletín de Eduardo Gutiérrez, que apareció en un periódico de la oposición liberal mitrista, quita la voz, el verso y la primera persona al gaucho del género gauchesco, y la reemplaza totalmente por la voz del narrador, un periodista 'moderno', que 'investiga' la vida del personaje real para escribir una biografía de los dos últimos años de su vida. Los dos años finales de esta 'biografía' son 1873 y 1874, los años en que el primer Martín Fierro, violento y poético, está en el exilio entre los indios. Moreira es el héroe popular de la era de la prensa, del melodrama y de la modernización tecnológica y cultural, un personaje 'realista' y realmente existente, muerto, cuya vida y hazañas cuenta el periodista que cita testigos y usa nombres verdaderos. El nuevo sujeto antiestatal del liberalismo, que continúa la confrontación hasta el fin, es una construcción de la modernización latinoamericana que surge con el periodismo moderno y con sus tecnologías de la verdad: pruebas, investigación, testigos, nombres y lugares reales, fechas exactas, enunciados científicos.

El periodismo literario de fin de siglo inventa un género para el héroe de la violencia: Moreira es un gaucho lujoso, 'de clase alta', casado y con un hijito. Es viril, bello y feliz y también un honesto trabajador independiente que lleva con sus carretas los productos del campo al tren que va a la ciudad. Moreira se constituye de entrada como mediación porque se sitúa en la cadena de los transportes de la producción agropecuaria (el momento anterior a la exportación), para servir de conexión entre la cultura rural y la cultura urbana. Ese es el lugar exacto del héroe popular de la violencia en 1879. Los transportes y la tecnología del periodismo ligan las dos culturas y los dos nuevos sujetos para producir la más extrema violencia visible.

Porque desde ese lugar de conexión y mediación que son las carretas que van al tren, Juan Moreira va a representar la continuación más radical de la tradición gauchesca de la confrontación y la violencia. Continúa La ida de Martín Fierro con la lucha hasta el fin, y la radicaliza a una posición nueva, anarquista y nacionalista a la vez, porque el anarquismo de ese momento es el de los inmigrantes extranjeros. 


Uno de los problemas del salto modernizador es qué hacer con el pasado y con las nuevas masas inmigrantes. Moreira elimina de entrada al representante del pacto económico, que tiene apellido italiano, de inmigrante, y define una alianza nacional que explota, desde el populismo liberal, la xenofobia popular. Mata a uno de ellos y es inocente. Y después mata violentamente, también en 'buena ley', al representante del estado (o del pacto con  la ley). El teniente alcalde don Francisco le dio la razón a Sardetti y lo puso en el cepo, el aparato de tortura de la policía en ese momento, porque deseaba a su mujer. El teniente alcalde que tortura a los hombres y desea a las mujeres representa la autoridad de la policía y la ley del estado. El justiciero Moreira lo mata en su propia casa, el rancho donde antes vivía feliz con su mujer. Con esas dos muertes 'justas', por una injusticia económica y por una injusticia policial, del poder, el gaucho Moreira encarna la violencia popular en su estado puro, dirigida violentamente a la opresión: sus víctimas son los enemigos del pueblo. Y hace la travesía necesaria del justiciero popular: el pasaje de la legalidad a la ilegalidad por una  injusticia. 


El héroe violento en Argentina produce un cambio en la política de la lengua y en la política de la muerte en relación con la del viejo héroe pacífico, que es su otra cara. La política de la lengua: Juan Moreira no es un gaucho cantor de proverbios como Martín Fierro, porque la tecnología de la prensa impone otra lengua y otro género, y en el único momento en que se lo representa cantando en la novela no canta en versos gauchescos sino en los del español del Quijote, una canción titulada 'Ven muerte, tan escondida'. Después de pasar a la ilegalidad, y de perder a su mujer y a su hijo, Juan Moreira termina con la espalda acribillada por la policía en la pared de un prostíbulo; el héroe muerto no aparece en Martin Fierro. De la tortura inicial a la muerte final: el cuerpo de Moreira en manos de la ley no solo encarna la violencia de la justicia popular, sino también la violencia del estado contra ella. Y su muerte marca, cada vez que se la representa, el triunfo inexorable de la violencia estatal. La conflagración final se convirtió, en muchas de las versiones posteriores, en el momento de la verdad y la realidad, porque la pared 'real' contra la que murió el folletinesco Juan Moreira se transformó en sitio de peregrinación al santuario del mártir popular de la justicia, y el nombre real del que lo mató, el sargento Chirino, se convirtió en el legado golpista del ejército violento en Argentina.


Para sintetizar. Uno de los problemas culturales de los saltos modernizadores es qué hacer con el pasado y con la guerra anterior, con sus discursos y sus tonos. En 1879 las continuaciones de La ida de Martín Fierro usan las dos posiciones de la cultura popular en ese momento, las dos representaciones posibles del gaucho. La posición pacífica y con pacto económico aparece en un libro de versos tradicionales, en una voz criolla y popular, que viene del pasado. La posición de oposición y confrontación aparece como una biografía realista, moderna, novelada y seriada, donde el héroe criminal rompe el pacto económico y ataca directamente al poder. Pero esa voz gaucha se canta y se escribe en el español del Quijote y muere en manos de la ley. Como se ve, el moderno héroe popular latinoamericano de la violencia se liga con la tecnología de los transportes, con la lengua española escrita y con la verdad-realidad del periodismo. El héroe y mártir popular de la justicia es la amenaza 'real' de una violencia extrema, y eso por la visibilidad de su  representación.


Juan Moreira (1973), 
película de Leonardo Favio.


Todas todas las violencias posibles


Pero ocurre que el héroe Juan Moreira no va directamente de las carretas a la desgracia de las dos muertes justas, de allí a la ilegalidad, a la pérdida de todo y a la pared del prostíbulo con la bala final de la ley, sino que vive un tiempo en la ilegalidad y en situaciones límites, de vida o muerte. En esas situaciones de sobrevivencia y salvación se definen ciertos héroes populares latinoamericanos, porque allí se representan otras violencias, y no solo la popular contra los opresores ni la del ferrocarril contra las carretas. En la ilegalidad, y antes de morir en manos de la ley, Juan Moreira muestra otros usos del cuerpo violento hasta llegar a ocupar todas las posiciones posibles en el interior de la violencia en ese momento: para encarnar todas las violencias de la modernización latinoamericana.


Moreira muestra que los caminos de la legalidad y la ilegalidad son reversibles en la violencia. Porque en la ilegalidad, después de pelear valientemente contra la partida, pasa a pelear con la partida como sargento, contra los ilegales, y al fin salva la vida del sargento Navarro, que mandaba la partida contra él mismo. Moreira mata de uno y otro lado de la violencia legal. Y muestra también que son reversibles los caminos de la política, porque mata de uno y otro lado de la violencia política. 


Porque en la legalidad y en la ilegalidad, tiene 'patrones' políticos a quienes protege de la violencia. Dice 'patrón' solamente a los jefes políticos reales y contemporáneos como Alsina o como el juez Marañón, y no al dueño utópico de la estancia, como Martín Fierro. (El texto no solo se escribe para continuar la confrontación hasta la muerte y representar los usos posibles del cuerpo violento, sino para cambiar las alianzas 'nacionales' y 'populares'.) Primero, cuando era legal, fue el guardaespaldas del patrón Alsina y él, en retribución, le dio la daga y el caballo, que son sus 'armas'. Alsina lo armó caballero valiente. Después, en la ilegalidad, salvó al patrón Marañón de morir en un atentado violento. Alsina y Marañón son líderes de los grupos políticos enemigos en ese momento. El cuerpo violento de Moreira no solo cambia de posición legal, porque pasa de la legalidad a la ilegalidad, sino que cambia también de bando político: es siempre, cada vez, reversible. En la ilegalidad Moreira tiene dos caras para representar el carácter reversible de todas las violencias. 


El héroe popular de la violencia está armado como un juego de posiciones contrapuestas. Tiene dos caras, una identidad doble, legal y política, y también tiene una doble identidad social en el capítulo 'El guapo Juan Blanco'. Allí Juan Moreira aparece en Salto disfrazado de Juan Blanco, un rico y elegante hacendado que hace negocios con campos. Ahora es un bello dandy rural vestido de cuero y tachas que, en una serie de actuaciones, hace justicia en el pueblo de Salto y se consagra ante el público popular, que sigue sus hazañas con suspensos, miedos, risas y aplausos, como héroe popular del valor viril. Aplica la sátira, la humillación y unos golpes al teniente alcalde mientras le quita su mujer en el baile del velorio. Todo el pueblo lo ve y se ríe de la autoridad. Y en los billares mata al poderoso Rico Romero, después de jugar con él y hacerle trampas, ante la mirada de pavor de los otros jugadores. Moreira como Blanco mata al Rico, y reproduce, en el interior de la novela y según la lógica del espectáculo y de la representación: como 'simulación', máscara, treta y disfraz social, el juego de la violencia popular, el juego de la economía entre los hacendados, y también el juego de las identidades dobles de la literatura alta y oficial del mismo período (y uno de los rasgos frecuentes de la cultura de los saltos modernizadores). Blanco, el hacendado valiente del pacto populista, es la primera representación moderna y lujosa de Moreira, su paso por el teatro de Salto, que lo lleva al pináculo de la fama.


Todas las violencias, la violencia. El cuerpo de Moreira es confrontación pura en cada una de sus caras sociales, económicas, políticas y legales. El criminal popular del salto modernizador sería esa pura fuerza de oposición y confrontación, porque combina violencia con posiciones contrapuestas. La historia de Moreira puede leerse como una teoría de la convergencia de la violencia popular, de la violencia política, de la violencia económica y de la violencia del estado, durante el salto modernizador y con la tecnología de la prensa, que trataba al crimen como 'realidad' y a la vez como entretenimiento popular.






Tomado de:
LUDMER, Josefina (1995): "Héroes hispanoamericanos de la violencia popular: construcción y trayectorias (para una historia de los criminales en América Latina)". Actas XII. AIH.

20 septiembre 2015

El Martín Fierro fragmentario de Borges. Emir R. Monegal




El Martín Fierro fragmentario de Borges

Emir Rodríguez Monegal


El mismo Borges ha contado en que curiosas circunstancias leyó por primera vez el Martín Fierro: tuvo que comprarlo a escondidas porque en su casa el libro estaba prohibido. Su autor, por ser federal, era enemigo de los Borges y los Acevedo. Para Doña Leonor, aquel era un libro solo digno de maleantes o gente ignorantes. Ademas, la imagen del gaucho que presentaba era falsa. Por eso, Georgie debió leer el libro clandestinamente, porque para su familia era un libro políticamente pornográfico. Al contar la reacción de Madre en su "Autobiographical Essay" (en la edición norteamericana de The Aleph, 1970), Borges no se toma el trabajo de aclarar que ella estaba equivocada, que Hernández había denunciado reiteradamente a Rosas en sus escritos políticos. Pero ya en su librito sobre El "Martín Fierro", de 1953, Borges había reconocido que Hernández no era rosista; apoyado en una cita de Pagés Larraya, afirma entonces: "era federal, pero no rosista".


El libro, además era repudiable por su intención política: era una defensa del gaucho, una reivindicación de sus derechos civiles. El poema no sólo cuenta una aventura y un destino; también propone una lectura de la historia argentina, lectura diametralmente opuesta a la efectuada sobre el cuerpo de la realidad por los Borges y los Acevedo. No hay que olvidar que el abuelo paterno, el coronel Francisco Borges, fue precisamente Comandante de Campaña y como tal habría tenido que lidiar más de una vez con gauchos (para él) rebeldes y desertores, como Fierro. La abuela paterna, Fanny Haslam, que descubrió a Georgie el mundo imaginario de las letras inglesas antes que se le hubiese revelado el de las hispánicas, también compartió con su marido la vida de campaña. El padre de Borges fue engendrado en esa tierra de fronteras; allí murió, en un combate de las guerras civiles, el abuelo. Era en 1874, cuando Martín Fierro sólo había cumplido un año.


En ese contexto familiar, es comprensible que Georgie tuviera prohibida la lectura del Martín Fierro y que, por eso mismo, lo comprara a escondidas y lo leyera clandestinamente. Hoy parece casi inconcebible que los viejos criollos argentinos hayan tenido una actitud tan negativa frente al gaucho. Pero hay que recordar que antes de 1916 (fecha de El payador, de Lugones) el gaucho no es el símbolo de la nacionalidad argentina; es, más bien, el símbolo de la barbarie que la nueva orgullosa nación quiso no solo erradicar sino obliterar por el olvido. En su librito sobre el poema, trazará Borges un cuadro histórico que permite situar mejor su perspectiva de clase frente al poema: 


"Con la acción de Ayacucho, librada por los ejércitos de Sucre en 1824, se consumó la Independencia de América; medio siglo después, en campos de la provincia de Buenos Aires, la Conquista no había tocado aún a su fin. Al mando de Carriel, de Pincén o de Namuncuré, los indios invadían las estancias de los cristianos y robaban la hacienda; mas allá de Junín y de Azul, una línea de fortines marcaba la precaria frontera y trataba de contener esas depredaciones. El ejército cumplía entonces una función penal; la tropa se componía, en gran parte, de malhechores o de gauchos arbitrariamente arreados por las partidas policiales. Esta conscripción ilegal, como la ha llamado Lugones, no tenía un término fijo; Hernández escribió el Martín Fierro para denunciar ese régimen. Se propuso evidenciar que esas levas eran la ruina de la gente de campaña" (MF, 30)


Adolfo Ramos


Aunque la reticencia británica de Borges le impide decirlo es evidente que al dictar esas frases a su colaboradora, Margarita Guerrero, él no pudo no pensar que su abuelo, el coronel Francisco Borges, habría tenido que recibir en su calidad de Comandante de Campaña a muchos gauchos como Fierro y que el poema, escrito para defender a un elemento mal integrado socialmente, o francamente asocial, era un ataque a esa misma clase que había oprimido y destruido al gaucho. Desde este punto de vista, Hernández no sólo había traicionado a los suyos al ser federal; los había vuelto a traicionar al escribir el poema. Era un doble tránsfuga para los Borges y los Acevedo.


El texto de Borges arriba citado contiene una paradoja no explícita. Porque las hazañas de la Independencia de América fueron cumplidas por los mismos gauchos que luego serían confundidos con malhechores en las levas efectuadas medio siglo mis tarde de Junín. Aunque tal vez no sea correcto decir que eran los mismos gauchos. Entre el gaucho de la Independencia y el sometido a la leva en la frontera hay no sólo la distancia de medio siglo: hay toda una transformación social y política. El gaucho ya no es el dueño de la pampa, el jinete invencible: es un paisano sometido a una autoridad arbitraria, enfrentado a un enemigo mucho mis diestro (el indio), emasculado por el Estado de su virilidad. Pero esa paradoja está sólo implícita en el texto de Borges y era, seguramente, invisible para su abuelo.


El coronel Borges no sería excepción en su clase: para la gente pudiente de entonces, el gaucho representaba la ralea, la barbarie, las masas armadas que tanto podían servir para una causa justa (la Independencia) como para ponerse al servicio de estancieros bárbaros y ambiciosos (como Rosas y los demás caudillos); masa que al desintegrarse en unidades, perdía toda grandeza. Esta es la visión oficial de la historia argentina de entonces, la que aparece reflejada en otra obra que Georgie si encontró en la biblioteca de Padre. Es el Facundo, de Sarmiento, cuyo subtítulo, "Civilización y barbarie", recoje la dicotomía sobre la que se edifica la Argentina, la oficial. En este libro, y no en el Martín Fierroencuentra Georgie la visión histórica que lo confirma en su clase y su cultura. En la misma biblioteca paterna están la Historia Argentinade Vicente Fidel López, y las heroicas biografías de San Martín y Belgrano, por el general Bartolomé Mitre.


Pero lo que me importa subrayar ahora es que a pesar de la prohibición familiar, Georgie adquiere el libro a escondidas y lo lee. Esa lectura habría de tener inesperadas consecuencias.


Las primeras huellas del Martín Fierro pueden reconocerse en los ensayos críticos que Borges publica en volumen a partir de 1925. Aunque el que recoge (en Inquisiciones, de ese año) no está dedicado al poema sino a Ascasubi, ya puede situarse en esa fecha la preocupación explícita por el tema gauchesco. Al artículo sobre Ascasubi, sigue otro sobre Estanislao del Campo (El tamaño de mi esperanza, 1926) en que recuerda que el autor "fue amigo de mis mayores". Sólo en 1931, aborda directamente el Martín Fierro, en un trabajo que recoge en Discusión (1932). El largo rodeo es explicable: lentamente decide Borges acercarse en público al libro prohibido. Ascasubi (unitario, antirosista) es de los "nuestros", como lo es del Campo, amigo de sus mayores. Pero ya en 1931, Borges siente tal vez que ha cumplido con la piedad filial y puede leer en público el Martín Fierro. El tabú ha sido desafiado, la vieja prohibición ha perdido su efecto.


Esa primera lectura sera el origen de una serie de lecturas posteriores (algunas con muy pequeñas variantes) que Borges efectúa en el curso de dos décadas: hay una conferencia en Montevideo (1945), recogida en panfleto en 1950, Aspectos de la literatura gauchesca; hay el librito compilado con la colaboración de Margarita Guerrero, en 1953; hay el prólogo, redactado en colaboración con Adolfo Bioy Casáres, a una antología en dos volúmenes de las obras centrales de la Poesia gauchesca (1955). En ese contexto, la imagen del Martín Fierro en la obra crítica de Borges termina por fijarse en algunos puntos centrales. Su lectura descodifica ciertos elementos, y casi siempre los mismos. Por razones de síntesis se examina aquí sólo el texto mas largo.


Conviene advertir, en primer lugar, que el librito fue escrito de encargo para una colección, "Esquemas", y que por eso contiene mucho material informativo, imprescindible por el carácter pedagógico de la colección pero poco habitual en los trabajos de Borges. Lo más importante no es esa información, que es posible encontrar (mejor, más abundante) en otras obras, sino los toques borgianos de su texto. Ya en el prólogo se advierte:


"Hace cuarenta o cincuenta años, los muchachos leían el Martín Fierro como ahora leen a Van Dine o a Emilio Salgari; a veces clandestina y siempre furtiva, esa lectura era un placer y no el cumplimiento de una labor cultural" (MF, 7).


Inútil observar que el "ahora" de Borges es anacrónico: en 1953, los muchachos no leían a Van Dine y a Salgari, sino a William Irish y a Ellery Queen. Lo que importa es que al definir la lectura de Martín Fierro (clandestina, furtiva, placentera), Borges está definiendo su primera lectura, la de Georgie. 

El librito mismo articula en seis capítulos el estudio del poema:

(1) La poesia gauchesca que examina la obra precursora de Hidalgo, Ascasubi, del Campo, y el "olvidado" Lussich, y es un resumen de trabajos anteriores; (2) José Hernández, que da la biografía del poeta y cita opiniones de su restante obra literaria; (3) El gaucho Martín Fierro y (4) La vuelta de Martín Fierro, que estudian las dos partes del poema; (5) Martín Fierro y los críticos, que examina las opiniones mis famosas; (6) Juicio general, en que resume su punto de vista y adelanta algunos enfoques válidos. Una Bibliografía selecta completa el librito.

Los cuatro últimos capítulos lo justifican. Allí Borges repasa sintéticamente el poema y acumula felices observaciones de detalle sobre:

(a) La ficción autobiográfica en que se basa el poema y que postula una "extensa payada" llena de "quejas y bravatas del todo ajenas a la mesura tradicional de los payadores" (p. 31); (b) La ausencia de lo épico en el poema ya que "Hernández quería ejecutar lo que hoy llamaríamos un trabajo antimilitarista y esto lo forzó a escamotear a mitigar lo heroico, para que los rigores padecidos por el protagonista no se contaminaran de gloria" (p. 35); (c) La presencia de un elemento "sobrenatural" en el poema: "En el Martín Fierro como en el Quijote, ese elemento mágico está dado por la relación del autor con la obra" (p. 45); (d) El error de extrapolar los consejos del viejo Vizcacha fuera del contexto que da la historia del personaje: "son parte del retrato y no deberían ser otra cosa" (p. 57); (e) La mise en abime de una payada (la general de Martín Fierro) que incluye otra (la del protagonista con el negro), efecto que Borges vincula a operaciones similares de Hamlet y Las mil y una noches (p. 61); (f) La circunstancia de que el final del libro sugiere episodios fuera del mismo: "Podemos imaginar una pelea mas allá del poema, en la que el moreno venga la muerte de su hermano", dice Borges apuntando hacia un cuento que él escribió (p. 65); (g) El error de leer el Martín Fierro como epopeya: "Esa imaginaria necesidad de que Martín Fierro fuera épico, pretendió así comprimir (siquiera de un modo simbólico) la historia secular de la patria con sus generaciones, sus destierros, sus agonías, sus batallas de Chacabuco y de Ituzaingó, en el caso individual de un cuchillero de mil ochocientos setenta" (p. 70); (h) La mayor cercanía de Martín Fierro al género novelesco: "La epopeya fue una preforma de la novela. Así, descontado el accidente del verso, cabría definir al Martin Pierro como una novela. Esta definición es la única que puede trasmitir puntualmente el orden de placer que nos da y que condice sin escándalo con su fecha, que fue ¿quién no lo sabe? la del siglo novelistico por excelencia: el de Dickens, el de Dostoievski, el de Flaubert" (p. 74); (i) La ambigüedad final del protagonista, calificado por unos de hombre justo, por otros, de "siciliano vengativo" (la frase es de Macedonio Fernández); Borges acepta la ambigüedad como condición de la naturaleza novelesca de la obra: "La épica requiere la perfección en los caracteres; la novela vive de su imperfección y complejidad" (pp. 74-75); (j) La identificación del lector con el protagonista que constituye uno de los méritos del libro: "Si no condenamos a Martín Fierro, es porque sabemos que los actos suelen calumniar a los hombres. Alguien puede robar y no ser ladrón, matar y no ser asesino. El pobre Martín Fierro no esta en las confusas muertes que obró ni en los excesos de protesta y bravata que entorpecen la crónica de sus desdichas. Está en la entonación y en la respiración de los versos; en la inocencia que rememora modestas y perdidas felicidades y en el coraje que no ignora que el hombre ha nacido para sufrir. Así, me parece, lo sentimos instintivamente los argentinos. Las vicisitudes de Fierro nos importan menos que la persona que las vivió" (pp. 75-76).


Martín Fierro a caballo.
Carlos Alonso


La lectura de Borges es sutil. Rectifica muchos lugares comunes de la critica anterior, como las que lo consideran un poema épico (ver b, g y h, sobre todo), o presentan el carácter del protagonista como si fuera monolítico (ver i y j, en particular). Pero a esas necesarias rectificaciones, agrega Borges otras perspectivas, muy suyas. Una es el reconocimiento de una "perspectiva abismal", técnica que él utiliza en sus cuentos y que en Martin Fierro le permite advertir la payada dentro de la payada (ver e pero también a y c); lo que da a su lectura el elemento "sobrenatural" y "mágico" tan ausente de otras interpretaciones realistas, y aun pedestres. Otra perspectiva apunta a la vida de la obra fuera de la obra: la posibilidad (esbozada en f) de prolongar imaginariamente los episodios de Hernández. Esa posibilidad no fue descuidada por Borges, el narrador.


Su lectura del Martín Fierro, como la del Quijote por "Pierre Menard", es idiosincrática. En ningún lado se ve mejor que en los dos cuentos que Borges dedica a "expandir" la acción del poema. Ya en la elección de los episodios se advierte esa manera lateral y hasta oblicua de leer que es característica suya: en el cuerpo abundante del poema Borges sólo elige la historia de Cruz y el enfrentamiento final de Fierro con el payador negro. (Hay otro eco del poema en un tercer cuento, del que hablo luego) El más famoso desde este punto de vista estrictamente borgiano es "Biografia de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)". Fue escrito en 1944 y está recogido en El Aleph (1949). A primera vista, el cuento no tiene nada que ver con el personaje del poema. Sólo en las últimas líneas, Borges identifica a su Cruz con el de Hernández. La "biografía" es un minucioso ejercicio de reconstrucción que cubre todo el texto de Hernández pero para poner los énfasis en otro lado, y despistar así al lector.


Uno de los recursos que utiliza es la precisión de nombres, lugares y fechas, a empezar con ese Tadeo Isidoro que desplaza la atención del apellido e impide reconocer al personaje. (Hernández sólo lo llama Cruz) Para distraer mas a su lector, Borges utiliza detalles históricos que vienen de su historia familiar: el general Suárez del comienzo del cuento es su bisabuelo materno; el rancho donde trabaja Cruz, pertenece a otro pariente materno, Francisco Xavier Acevedo; el Laprida que lucha contra los indios es también pariente suyo. De esa manera, Borges saca al personaje de Hernández de su contexto novelesco, sin fechas, sin precisiones, sin nombres históricos reconocibles, y lo sitúa en otro contexto biográfico imaginario pero exacto. Sólo al final, cuando los destinos de Fierro y Cruz se juntan, Borges deja de inventar variantes y se limita a resumir a Hernández. Pero en ese momento ya no importa: el lector está a punto de saber quién es Cruz y de dónde viene: de un texto literario y no de la mera realidad. La técnica de Borges es la del relato policial, pero es también la de la parodia. 


En unos comentarios a la traducción norteamericana del cuento, Borges ha contado por que se sintió atraído por ese episodio del poema: el hecho de que el sargento Cruz abandone su puesto en la partida policial y se ponga de parte de un matrero, le resultó siempre incomprensible. Escribió el cuento para explicarse ese destino. En el cuento, Cruz deja de ser el personaje alga indeciso y débil que presenta Hernández para convertirse en uno de esos prototipos borgianos: un ser cuyo destino consiste en un solo instante verdadero y que vive sólo para esa iluminación. Borges, como era de prever, convierte a Cruz en materia propia.


El otro cuento que deriva del poema es "El fin", que ya estaba anunciado en la pigina 65 del librito sobre El "Martín Fierro" (ver f), y que fue escrito también en 1953. (Está en la segunda edición de Ficciones1956). Como en la biografía de Cruz, sólo en las últimas líneas se sabe que uno de los personajes deriva del poema de Hernández. Es un cuento breve y enfocado desde la perspectiva de un pulpero, Recabarren, que está inmovilizado en un catre por una hemiplejía. Desde allí asiste al desafío de dos hombres y al duelo en que uno (el negro) mata al otro. Es un ajuste de cuentas. Insertado en el contexto del poema, este duelo cierra la payada con que concluye narrativamente la VueltaPero lo cierra a la manera de Borges. Precisamente una manera que Hernández se había negado a sí mismo. La Vuelta debe terminar con una reconciliación (como la del Quijote con la realidad); esa reconciliación significa que el gaucho Martín Fierro, que el gaucho a secas, acepta el nuevo lugar que le ha destinado la sociedad, acepta la ley y el orden. Insertar el duelo aquí (como hace Borges) es desmentir el poema. Pero en el contexto de su propia obra, "El fin" dice otra cosa: el duelo es repetición ritual del duelo de Martín Fierro con el hermano del negro, siete años antes. Hay mínimos detalles que los unen: después de matar a Fierro, el negro limpia el cuchillo en el pasta, como había hecho el protagonista después de matar a su hermano. Pero en la repetición ritual se ha deslizado un elemento indiscutiblemente borgiano que las últimas lineas del cuento ilustran: Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho: era el otro: no tenía destino sobrla tierra y había matado a un hombre (F., 1956, p. 189)


Había cumplido su destino: ya no era nadie. Cuantas veces estas palabras (estos conceptos) aparecen en los textos de Borges. El personaje de Hernández es un personaje limitado pero reconocible; el de Borges, es un prototipo, intercanjeable. La visión de Hernández es, a pesar de toda su melancolía y su tono a veces lacrimógeno, una visión que se detiene de este lado de la realidad; la de Borges, atraviesa la realidad y busca su sentido más allá: en el destino condensado en un solo instante; en la aniquilación de la individualidad; en la magia del texto que desrealiza todo. El Martín Fierro de Hernández se ha convertido en el de Borges. 


Queda un tercer cuento en que se pueden encontrar ecos de la lectura de Hernández. Es "El Sur", también de 1953, recogido en la segunda edición de Ficciones. En el desenlace de este cuento, el protagonista, Juan Dahlmann llega (como en sueños) a una pulpería de la provincia de Buenos Aires, es desafiado par un compadrito y recibe la ambigua ayuda de un viejo gaucho que a él se le figura un arquetipo: "una cifra del Sur (del Sur que era suyo)". A un nivel de lectura, el que está sugerido por el protagonista del cuento, el gaucho trata de ayudar a Dahlmann, arrojándole una daga, así podrá pelear con el compadrito. El gaucho sería como la prolongación, o última decadencia, de Don Segundo Sombra. Pero una segunda lectura permite advertir que la acción del gaucho habrá de contribuir no a su salvación sino a su muerte previsible. Ya su figura no aparece como el prototipo del padrino (sombra) sino como prototipo de un personaje canallesco del Martín Fierroel viejo Vizcacha. Es precisamente la ambigüedad del personaje en este cuento, la que define finalmente la ambigüedad última de la lectura (la reescritura) de Borges. Su Martín Fierro, fragmentario, caprichoso, es tan insondable como el original, aunque es definitivamente otro.






Tomado de:
RODRIGUEZ MONEGAL, Emir (1974): "El Martín Fierro en Borges y Martínez Estrada" En: Revista Iberoamericana Vol. XL, n° 87-88, Yale University, pp. 287-302.