22 junio 2014

¿Qué comunica el lenguaje? Walter Benjamin




¿Qué comunica el lenguaje?

Walter Benjamin


Toda expresión de la vida espiritual del hombre puede concebirse como una especie de lenguaje, y este enfoque provoca nuevos interrogantes sobre todo, como corresponde a un método veraz. Puede hablarse de un lenguaje de la música y de la plástica; de un lenguaje de la justicia, que nada tiene que ver, inmediatamente, con esos en que se formulan sentencias de derecho en alemán o inglés; de un lenguaje de la técnica que no es la lengua profesional de los técnicos. En este contexto, el lenguaje significa un principio dedicado a la comunicación de contenidos espirituales relativos a los objetos respectivamente tratados: la técnica, el arte, la justicia o la religión. En una palabra, cada comunicación de contenidos espirituales es lenguaje, y la comunicación por medio de la palabra es sólo un caso particular del lenguaje humano, de su fundamento o de aquello que sobre él se funda, como ser la justicia o la poesía, Pero el ser del lenguaje no sólo se extiende sobre todos los ámbitos de la expresión espiritual del hombre, de alguna manera siempre inmanente en el lenguaje, sino que se extiende sobre todo. No existe evento o cosa, tanto en la naturaleza viva como en la inanimada, que no tenga, de alguna forma, participación en el lenguaje, ya que está en la naturaleza de todas ellas comunicar su contenido espiritual. Así usada, la palabra «lenguaje» no es de modo alguno una metáfora. Resulta un entendimiento lleno de contenido el no poder imaginarse que la entidad espiritual del lenguaje no se comunique en la expresión; el mayor o menor grado de consciencia a que está aparentemente (o verdaderamente) ligada esa comunicación, no afecta en nada al hecho de que no podamos imaginarnos una total ausencia de lenguaje en cosa alguna. Una manifestación del ser completamente desvinculada del lenguaje es una idea, pero tal idea no llega a fructificar ni en el dominio de las ideas, cuyo contorno designa la idea de Dios.


Lo único cierto es que toda expresión contenida en esta terminología cuenta como lenguaje, siempre y cuando se trate de una comunicación de contenido espiritual. Empero, la expresión, de acuerdo al sentido más intimo y completo de su naturaleza, sólo puede entenderse como lenguaje. Por otra parte, cada vez que queramos comprender una entidad lingüística habrá que preguntarse, a cuál entidad espiritual sirve de expresión inmediata. Esto significa que, por ejemplo, la lengua alemana no es de modo alguno la expresión de todo aquello que nosotros somos presuntamente capaces de expresar por medio de ella, sino que es la expresión inmediata de aquello que se comunica por su intermedio. Este «ser» reflexivo es una entidad espiritual. Por lo pronto, resulta obvio que la entidad espiritual que se comunica en el lenguaje no es el lenguaje mismo sino algo distinto de él. La posición, asumida como hipótesis, según la cual la entidad espiritual constituye un objeto en su lenguaje, revela al gran abismo que amenaza a las teorías del lenguaje. Se trata, precisamente, de lograr mantenerse suspendidos sobre él. La distinción entre entidad espiritual y la lingüística en que se comunica, es lo más fundamental de un a investigación teórica del lenguaje . Y esta distinción parece tan indudable que, en comparación, la identidad tan frecuentemente formulada entre ambas entidades, constituye una paradoja profunda e inconcebible, expresada en el doble sentido de la palabra «Logos». No obstante, esta paradoja sigue ocupando el puesto de solución en el centro de la teoría del lenguaje, aunque no deja de ser una paradoja y por ello tan irresoluble como al principio.


¿Qué comunica el lenguaje? Comunica su correspondiente entidad o naturaleza espiritual. Es fundamental entender que dicha entidad espiritual se comunica en el lenguaje y no por medio del lenguaje. No hay, por tanto, un portavoz del lenguaje, es decir, alguien que se exprese por su intermedio. La entidad espiritual se comunica en un lenguaje y no a través de él. Esto indica que no es, desde afuera, lo mismo que la entidad lingüística. La entidad espiritual es idéntica a la lingüística sólo en la medida de su comunicabilidad: lo comunicable de la entidad espiritual es su entidad lingüística. Por lo tanto, el lenguaje comunica la entidad respectivamente lingüística de las cosas, mientras que su entidad espiritual sólo trasluce cuando está directamente resuelta en el ámbito lingüístico, cuando es comunicable.


El lenguaje transmite la entidad lingüística de las cosas, y la más clara manifestación de ello es el lenguaje mismo. La respuesta a la pregunta: ¿qué comunica el lenguaje?, seria: cada lenguaje se comunica a sí mismo. Por ejemplo, el lenguaje de esta lámpara no comunica esta lámpara, (la entidad espiritual de la lámpara, en la medida en que es comunicable, no es de modo alguno la lámpara) sino la lámpara lingüística, la lámpara de la comunicación, la lámpara en la expresión. El comportamiento del lenguaje nos lleva a concluir que la entidad lingüística de las cosas es su lenguaje. El entendimiento promovido por la teoría lingüística, depende de su capacidad de esclarecer la proposición anterior de modo que borre todo vestigio de tautología. Esta sentencia no es tautológica pues significa que aquello que en la entidad espiritual es comunicable es un lenguaje. Todo se basa en este «ser inmediato». Lo comunicable de una entidad espiritual no es lo que más claramente se manifiesta en su lenguaje, sino que lo comunicable es, inmediatamente, el lenguaje mismo. O bien, el lenguaje de una entidad espiritual es inmediatamente aquello que de él puede comunicarse. Lo comunicable de una entidad espiritual, en el lenguaje se comunica. Esto reafirma que cada lenguaje se comunica a sí mismo. Y para ser más precisos: cada lenguaje se comunica a sí mismo en sí mismo; es en el sentido más estricto, el «médium» de la comunicación. Lo medial refleja la inmediatez de toda comunicación espiritual y constituye el problema de base de la teoría del lenguaje. Si esta inmediatez nos parece mágica, el problema fundacional del lenguaje sería entonces su magia. La palabra magia nos refiere, en lo que respecta al lenguaje, a otra , a saber, la infinitud. Está condicionada por la inmediatez. En efecto, dado que nada se comunica por medio del lenguaje, resulta imposible limitarlo o medirlo desde afuera. Por ello cada lenguaje alberga en su interior a su infinitud inconmensurable y única. El borde está marcado por su entidad lingüística y no por sus contenidos verbales.


Aplicada a los seres humanos, la frase que afirma que la entidad lingüística de las cosas es su lenguaje, se transforma en «la entidad lingüística de los hombres es su lenguaje». Y esto significa que el ser humano comunica su propia entidad espiritual en su lenguaje. Pero el lenguaje de los humanos habla en palabras. Por lo tanto llel hombre comunica su propia entidad espiritual, en la medida en que es comunicable, al nombrar a las otras cosas. Pero, ¿no conocemos acaso otros lenguajes que nombran cosas? Sería incierto afirmar que no existen otros lenguajes fuera del humano. Pero igualmente seguro es que no conocemos otros lenguajes nombradores como lo es el de los hombres. Inútil sería identificar el lenguaje nombrador con el concepto general de lenguaje; la teoría del lenguaje perdería así a sus más profundas intuiciones. En consecuencia. la naturaleza lingüística de los hombres radica en su nombrar de las cosas.





















BENJAMIN, Walter (1916): "Sobre el lenguaje general y sobre el lenguaje de los humanos" . En (2001): Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV. Madrid, Taurus, pp. 59-62

09 junio 2014

Los pájaros de Psafón. Pierre Bourdieu




Los pájaros de Psafón

Pierre Bourdieu


Nunca se ha precisado por completo todo lo que se implica en el hecho de que el autor escribe para un público. Existen pocos actores sociales que dependan tanto como los artIstas, y más generalmente los intelectuales, en lo que son y en la imagen que tienen de sí mismos de la imagen que los demás tienen de ellos y de lo que los demás son. "Existen cualidades -escribe Jean-Paul Sartre- que nos llegan sólo por los juicios de los demás."  Así ocurre con la cualidad de escritor cualidad socialmente definida e inseparable, en cada sociedad y en cada época, de cierta demanda social con la cual el escritor debe contar; así ocurre también de un modo todavía más evidente, con el renombre deÍ escritor, es decir, con la representación que la sociedad se hace del valor y de la verdad de la obra de un escritor o de un artista. El artista puede aceptar o repudiar a este personaje que la sociedad le envía, pero no puede ignorarlo: por medio de esta representación social, que tiene la opacIdad y la necesidad de un dato de hecho, la sociedad interviene, en el centro mismo del proyecto creador, invistiendo al artista de sus exigencias o sus rechazos, de sus esperanzas o su indiferencia. Independientemente de lo que quiera o haga, el artista debe enfrentar la definición social de su obra, es decir, concretamente, los éxitos o fracasos que ésta tiene, las interpretaciones que de ella se dan, la representación social, a menudo estereotipada y reductora, que de ella se hace el público de los aficionados. En suma, inmerso en la angustia de la salvación, el autor, esta condenado a acechar en la incertidumbre los signos siempre ambiguos de una elección siempre pendiente: puede vivir el fracaso como un signo de elección o el éxito demasiado rápido y demasiado estrepitoso como una amenaza de maldición (por referencia a una definición histórica del artista consagrado o maldito), y debe reconocer necesariamente, en su proyecto creador, la verdad del mismo que la acogida social le emite, porque el reconocimiento de esta verdad esta encerrado en un proyecto que es siempre proyecto de ser reconocido.


El proyecto creador es el sitio donde se entremezclan y a veces entran en contradicción la necesidad intrínseca de la obra que necesita proseguirse, mejorarse, terminarse y las restricciones sociales que orientan la obra desde fuera. Paul Valéry oponía "obras que parecen creadas por su público, cuyas expectativas satisfacen y que por ello casi están determinadas por  el conocimiento de éstas, y obras que, por el contrario, tienden a crear su público". Sin duda, es posible encontrar todos los matices entre obras exclusivamente determinadas y dominadas por la representación (intuitiva o científicamente informada) de las expectativas del publico, como los periódicos, los semanarios y las obras de gran difusión, y las obras enteramente sometidas a las exigencias del creador. De esto se siguen importantes consecuencias de método: éste será tanto más adecuado cuanto que las obras a las cuales se aplique (a costa de la autonomización metodológica por la cual plantea su objeto como sistema) sean mas autónomas; un análisis interno de la obra corre el riesgo de volverse ficticio y equivocado cuando se aplica a las "obras destinadas a actuar poderosa y brutalmente sobre la sensibilidad, y a conquistar al público aficionado a las emociones fuertes o las aventuras extrañas" de que habla Valéry, a obras creadas por su público porque fueron creadas expresamente para su público, como las revistas francesas France-Soir, France-Dimanche o París Match o los retratos de Parisiennes, y casi totalmente reductibles a las condiciones económicas y sociales de su fabricación, y por tanto enteramente susceptibles de un análisis interno. Los que se llaman "autores de éxito" son sin duda los objetos más fácilmente accesibles a los métodos tradicionales dél la sociología, puesto que puede suponerse que las restricciones sociales (voluntad de seguir fiel a una manera que ha triunfado, temor de perder el éxito, etc.) son más importantes, en su proyecto intelectual, que la necesidad intrínseca de la obra. La mística jansenista de los intelectuales que nunca ven sin suspicacia los éxitos demasiado estrepitosos puede justificarse en parte por la experiencia: cabe la posibilidad de que los creadores sean más vulnerables al éxito que al fracaso y ocurre, en efecto, que al no saber cómo triunfar sobre su triunfo, se subordinan a las restricciones que les impone la definición social de una obra consagrada por el éxito. Inversamente, las obras escapan tanto más completamente a estos métodos, cuanto sus autores, rehusando ajustarse a las expectativas de los lectores reales, imponen las exigencias que la necesidad de la obra les impone, sin hacer concesión alguna a la representación, anticipada o comprobada, de la representación que los lectores se hacen o se harán de su obra.


Sin embargo, ni siquiera la más "pura" intención artística escapa completamente de la sociología, ya que, como se ha visto, puede integrarse gracias a un tipo particular de condiciones históricas y sociales, y también porque se ve obligada a referirse a la verdad objetiva que le remite el campo intelectual. La relación que el creador mantiene con su creación es siempre ambigua ya veces contradictoria, en la medida en que la obra intelectual, como objeto simbólico destinado a comunicarse, como mensaje que puede recibirse o rehusarse, reconocerse o ignorarse, y con él al autor del mensaje, obtiene no solamente su valor -que es posible medir por el reconocimiento de los iguales o del gran público, de los contemporáneos o de la posteridad-, sino también su significación y su verdad de los que la reciben tanto como del que la produce; aunque ocurre que la restricción social se manifieste a veces bajo la forma directa y brutal de las presiones financieras o la obligación jurídica, como cuando un comerciante en cuadros exige a un pintor que se atenga a la forma que le ha dado éxito, la restricción social opera por lo general de modo más sutil. Hay que preguntarse si aún el autor más indiferente a las seducciones del éxito y menos dispuesto a hacer concesiones a las exigencias del público, no debe tomar en cuenta, la verdad social de su obra que le remiten el público, los críticos o los analistas y redefinir de acuerdo con ella su proyecto creador. Confrontada con esta definición objetiva, ¿no se estimula una reflexión y una explicitación de su intención y no se corre el riesgo de transformada con ello? De un modo más general, ¿no se define el proyecto creador, inevitablemente, por referencia a los proyectos de otros creadores? Hay pocas obras que no contengan indicaciones sobre las representaciones que el autor se hace de su empresa, sobre los conceptos en los cuales imaginó su originalidad y su novedad, es decir, lo que lo distinguía, a sus propios ojos, de sus contemporáneos y sus predecesores.  


Así, el sentido público de la obra, como juicio objetivamente instituido sobre el valor y la verdad de la obra (con relación al cual todo juicio de gusto individual se ve obligado a definirse), es necesariamente colectivo. Es decir, el sujeto del juicio estético es un "nosotros" que puede tomarse por un "yo": la objetivación de la intención creadora, que podría denominarse "publicación" (entendiendo con ello el hecho de "volverse pública"), se realiza a través de una infinidad de relaciones sociales específicas, relaciones entre el editor y el autor, relaciones entre el autor y la crítica relaciones entre los autores, etc. En cada una de estas relaciones, cada uno de los agentes empeña no solamente la representación socialmente constituida que tiene del otro término de la relación (la representación de su posición y de su función en el campo intelectual, de su imagen pública como autor consagrado o maldito, como editor de vanguardia o tradicional, etc.), sino también la representación de la representación que el otro término de la relación tiene de él, es decir, de la definición social de su verdad y de su valor que se integra en y por el conjunto de las relaciones entre todos los miembros del universo intelectual. Se Sigue de ello que la relación que el creador mantiene con su obra está siempre mediatizado por la relación que mantiene con el sentido público de su obra, sentido que se le recuerda concretamente a raíz de todas las relaciones que mantiene con los autores miembros del universo intelectual, y que es el producto de interacciones infinitamente complejas entre actos intelectuales, como juicios a la vez determinados y determinantes sobre la verdad y el valor de las obras y de los autores. Así, el juicio estético más singular y más personal se refiere a una significación común, ya integrada: la relación con una obra, incluso la propia, es siempre una relación con una obra juzgada, cuya verdad y valor últimos nunca son sino el conjunto de los juicios potenciales sobre la obra, que el conjunto de los miembros del universo intelectual podrá o podría formular al referirse, en todos los casos, a la representación social de la obra como integración de juicios singulares sobre la obra.


En virtud de que el sentido singular debe siempre definirse en relación con el sentido común, contribuye necesariamente a definir lo que será una nueva realización de este sentido común. El juicio de la historia que será el juicio último sobre la obra y su autor, ya está encauzado en el juicio del primer lector y la posteridad deberá tomar en cuenta el sentido público que los contemporáneos le hubiesen legado. Psafón, joven pastor lidio, enseñó a los pájaros a repetir: "Psafón es un dios." Al oír que los pájaros hablaban y lo que decían, los conciudadanos de Psafón lo aclamaron como un dios.










Tomado de:
POUILLON, Jean et al. (1967): Problemas del Estructuralismo. México, Siglo XXI, pp. 145-149, 158-160.

06 junio 2014

El mito de la cultura universal. Gustavo Bueno




El mito de la cultura universal 

Gustavo Bueno


Cuando denunciamos el carácter mítico del proyecto de una cultura universal, no lo hacemos propiamente desde la perspectiva de lo que suele llamarse crisis de la cultura. Esta idea, interpretada muchas veces como crisis de la cultura occidental y, a su través, extendida a las demás culturas, depende de la idea teológica de cultura alemana. 


Cuando las teorías del pensamiento débil anuncian el final de la época moderna, ¿no están en rigor refiriéndose, no ya a la crisis de la época moderna, sino a la idea que de esta época se forjaron ad hoc los propios posmodemos, como una construcción polémica o, si se quiere, como un invento editorial italofrancés? La única novedad sería su retórica: llamar pensamiento débil al que renuncia a la comprensión del todo -precisamente es lo que habían hecho los espíritus fuertes, como se les llamó a los libertinos y a los librepensadores que, justamente en el centro de la época moderna presentaron la Critica de la razón pura o el Ignoramus, Ignorabimus, un siglo después.


Lo que es débil, ¿no es el pensamiento monista, que no existe propiamente como tal pensamiento? ¿No es más fuerte el pensamiento finito que determina sus propios límites en cada caso?. Qué es más fuerte, qué tiene más potencia: un motor perpetuum mobile que no existe o una locomotora finita capaz de arrastrar decenas de vagones y cuya debilidad consistiera en su incapacidad para moverse a sí misma? Pero hay más: el síntoma del «fin de los grandes relatos » en beneficio del pensamiento fragmentario, como característica para el diagnóstico diferencial de la cultura moderna y la posmoderna, parece un síntoma inventado, puesto que no es la concepción marxista el único «gran relato » del siglo xx heredero del siglo XIX. Nunca como en los finales del siglo XX, los grandes relatos han alcanzado vigencia casi universal, presentándose además como contenidos de una cultura  universal. ¿No es un «gran relato cosmológico» la teoría del big bang, que monopoliza inquisitorialmente, como denunció Arp las concepciones físicas del Universo? ¿Qué otra cosa es, sino un gran relato ético político, la declaración de los derechos del hombre, o la idea, de Popper a Fukuyama, de una sociedad abierta universal y definitiva, edificada sobre la democracia parlamentaria, el video y la economía de mercado? ¿No son grandes relatos también, aunque estén en competencia con otros de su género -como lo estuvieron desde la Edad Media- las doctrinas del cristianismo y del islamismo, propuestas como vías únicas para la superación de la crisis de la cultura universal de nuestro tiempo? Por último, ¿no son grandes relatos, y en modo alguno pensamiento fragmentario, los planes y programas económicos que obviamente no hace la Humanidad, sino los japoneses, los yanquis o los alemanes? En todo caso no es la cultura, como un sistema morfodinámico, lo que está en crisis, sino, a lo sumo, las sociedades intercaladas en esa cultura, debido sobre todo a los conflictos que a través de las culturas mantienen los pueblos entre sí. En particular, es el derrumbamiento de la Unión Soviética uno de los principales factores de crisis que ha determinado una reorientación de la morfología del sistema dinámico de la cultura universal. 


La cultura universal de nuestra época, en tanto que es una cultura sumamente diversificada según sus categorías también universales, constituye un alimento inagotable para los millones y millones de individuos que se enfrentan a ella. Nos referiremos a esta cultura mundial diversificada como cultura instrumental o cultura compleja universal. En ella reside, seguramente, una de las peculiaridades de nuestra época (y especialmente la peculiar situación que a la reflexión filosófica se le plantea hoy): la necesidad que cualquiera que quiera considerarse inmerso en la cultura universal del presente tiene de invertir todo su tiempo disponible para poder alcanzar el minimum de gobierno de los contenidos culturales, tecnológicos, políticos, &c., que forman parte de nuestro mundo cotidiano. Hace un siglo era posible todavía «orientarse» en el mundo práctico (geográfico, político, técnico) en un intervalo de tiempo relativamente corto y era posible, por tanto, procurarse lo que se llamaba una formación más o menos profunda, desde la cual pudiera abordarse la vida profesional, la especialización o la reflexión ideológica. La situación del presente se ha invertido, pero no tanto porque el especialismo haya roto la unidad armónica del todo o la visión de conjunto, como si hubiéramos sido arrojados a la necesidad de contentamos con el pensamiento fragmentario y particular. La situación es en cierto modo la opuesta. No es el especialismo, sino la necesidad de un enciclopedismo de contenidos universales, relatos universales, como el Big Bang, proyectos universales, como eí genoma; instituciones universales, como el fútbol, la ópera, el sistema de partidos políticos; tecnologías e instrumentos universales, como el automóvil, el ordenador, la que determina que cualquier persona normal deba invertir todo su tiempo en aprender a contar con ellos y con la catarata diaria de productos que a través de ellos se ofrecen. Pero la universalidad de estos contenidos culturales no garantiza algo similar a la formación; antes bien, se diría que el mundo de la cultura compleja viene a significar, para las nuevas generaciones que han de incorporarse a ella, lo que el mundo material salvaje representaba para el primitivo: un mundo cuyas variables prácticas sólo podían ser «controladas» de algún modo sumergiéndose en ellas, invirtiendo en ellas todo el tiempo disponible. Y si el tiempo completo lo invierte el primitivo en buscar alimentos, defenderse contra los animales y el frío o descansar, en nuestra época el tiempo completo de quien tiene garantizada la satisfacción de sus necesidades básicas ha de invertirse en aprender a calcular, a hablar otros idiomas distintos del materno, a seguir los incidentes que miden el tiempo social a través de las ligas de fútbol o del calendario de elecciones parlamentarias, a visitar como turista por lo menos media docena de países, a leer periódicos y revistas, a seguir varios canales de televisión y mantenerse al tanto de las vidas de los actores y de otros miembros de la clase ociosa.


En el fútbol las naciones compiten
 como tales.

Puede decirse, por tanto, que una vida llena, en nuestro tiempo, es una vida íntegramente cultural, volcada al dominio de contenidos universales de la cultura instrumental compleja; lo que no garantiza a nadie una formación, sino que antes bien la impide y produce un tipo de homo sapiens sui generis cuyo interés no es mayor (tampoco menor) que el que pueda tener una banda de chimpancés explorando la selva. De este modo, así como los primeros hombres estaban absorbidos en las tareas que les deparaba un presente intemporal, así los hombres de la sociedad planetaria tienen que vivir inmersos en un presente puntual, fugaz, constituido por las novedades incesantes que van apareciendo en todos los órdenes y que tiene de algún modo que controlar (del mismo modo que su antepasado tenía que controlar la caza o la recolección de alimentos).


Y, sin embargo, esta lucha por la cultura compleja universal tiene su funcionalidad social, política y aun biológica indiscutible, pues es a su través como la humanidad comienza a existir como un todo interconectado a escala planetaria. Más aún: es en el ámbito de esta cultura universal, sobre todo a través de alguna de sus instituciones más vigorosas -los juegos olímpicos, el fútbol, el rock- en donde la misma existencia de las unidades culturales particulares (étnicas) encuentra la posibilidad de su reconocimiento incruento, al menos en principio. No es en el campo de batalla, sino en el campo de fútbol, o en el estadio olímpico, en donde las naciones compiten de nuevo como tales; ellas son las que impulsan el entusiasmo de las multitudes (a veces hasta dos mil millones de personas simultáneamente) en torno a unos juegos simbólicos que por sí mismos no explicarían ese entusiasmo. Por eso su funcionalismo no se reduce al del panem et circenses de la Roma imperial: las condiciones son muy distintas. La gran importancia del fútbol -o en general, de los juegos olímpicos internacionales- depende enteramente, a pesar de las arengas apoliticistas de sus gestores, de la asociación de los equipos a las unidades políticas nacionales (o regionales o municipales en su caso), y es el fútbol quien demuestra su existencia. El intríngulis de un partido de fútbol no es menos interesante que el que es propio de un buen crucigrama, aunque también es verdad que el intríngulis de una fermata de los atletas vocales de la ópera tampoco es mayor (ni menor); pero el crucigrama no reúne virtualidades sociales suficientes para polarizar simbólicamente las tendencias de las grandes multitudes.


Orwell ya advirtió que, en el período de entreguerras, los Juegos Olímpicos de 1936, o el Tour de Francia, o la Copa Mundial, cobraron un sesgo francamente nacionalista, que contribuyó a la definitiva cristalización contemporánea de los Estados nacionales. Gracias al fútbol y a los Juegos Olímpicos millones y millones de hombres se interesan los unos por los otros, conocen sus ciudades y sus patrias respectivas, escuchan solemnemente (es acaso !a única ocasión) !os himnos nacionales; puede decirse, por tanto, que gracias a una institución cultural tan «banal» como pueda serlo un partido de fútbol, la armonía universal de los pueblos, de las ciudades y de los Estados, se produce como una armonía incruenta de contrarios.


La importancia de la ópera, para las capas de las burguesías urbanas ascendentes, se funda en los mismos mecanismos en los que se apoya la importancia del fútbol para las capas de trabajadores urbanos. ¿Por qué la ópera y no el teatro, por ejemplo? Porque la música puede seguirse sin necesidad de conocer el idioma nacional (a veces es mejor no entenderlo, como ocurre con la ópera verdiana o wagneriana). Los argumentos de la ópera ofrecen en general situaciones estrambóticas e irreales, pero tales que no obligan a nadie a tomar posición práctica en los entreactos (como obligaría una obra de teatro «de tesis»); los divos son internacionales, y, por consiguiente, los asistentes a las temporadas de ópera de Sevilla, de Bilbao, de Madrid o de Oviedo, se sienten en comunión con todos los demás asistentes distinguidos del mundo, de Nueva York, de Londres, de Milán o de París. En comunión, además, con unos valores que han sido declarados ad hoc en la cumbre de la espiritualidad, «supremos», a pesar de su inanidad intrínseca.


El arte del fútbol. La cultura kitsch
 inventa necesidades y las excita.


El ideal de la cultura universal se realiza por tanto, principalmente, en la sociedad industrial -tanto en sus elites como en las masas- como cultura kitsch (zun cuando el kitsch sea de especies diferentes). La cultura kitsch se caracteriza, precisamente, por su universalidad relativa (respecto de una supuesta y autodenominada cultura de elite o de vanguardia), y por el abigarramiento tanto de objetos como de funciones dentro de un mismo objeto (un reloj despertador será al mismo tiempo encendedor y sacacorchos). El kitsch va siempre referido a otro nivel cultural que se estima como superior a nivel de elite o de vanguardia. Una vanguardia que quiere ser sucesora, en principio, de la cultura aristocrática, que también era una cultura enciclopédica, cosmopolita. El abarrotamiento de objetos característico de un cuarto de estar del kitsch de la época burguesa no es mayor que el abarrotamiento del gran salón aristocrático; sólo que aquí los objetos eran auténticos y quedaban dispuestos en un espacio suficientemente grande como para que el «aura» irradiada por cada objeto no invadiese el aura irradiada por los demás objetos. Así también, el neokitsch de la segunda mitad de nuestro siglo está impulsado por el enciclopedismo de las masas de trabajadores y empleados o funcionarios que forman el gran cuerpo electoral de las democracias actuales y que no toleran ser menos que los pequeños burgueses, cuyos padres aún conocieron como la clase más alta, próxima a la suya. 


Y mientras que el kitsch de la belle époque manifestaba su capacidad de participación de la cultura aristocrática (incluso feudal) mediante la reproducción industrial de cuadros, esculturas, novelas, que, al mismo tiempo, envolvían la idea de un progreso de los tiempos, una revalorización del presente, como época de plenitud, de felicidad, de igualdad -que llevaba a Gaudí, pon ejemplo, hasta el extremo de imitar con piedras el cemento, o el cemento con piedras, en sus construcciones de kitsch romántico-, el neokitsch, el kitsch de la socialdemocracia (podemos dejar de lado el kitsch soviético del socialismo real), ofrece ya sus propias formas culturales creadas por diseño o multiplicadas industrialmente como en el pop-art que asociamos a Andy Warhol. No es un sucedáneo, y sus formas se basan «no tanto en la copia de lo antiguo sino en la puesta en circulación de nuevos objetos, con un propósito deliberado, un plan de acción que se basa en el inventario de las necesidades y su excitación permanente, plan concebido por el diseñador en colaboración con los ingenieros de la fábrica cuyo fin es insertar en el público una determinada cantidad de novedad por objeto.


Ahora bien, la universalización enciclopédica de la cultura global, cuyo radio de acción no sobrepasa mucho al primer mundo, que toma la forma de cultura kitsch, no es sólo una degradación ramplona de un proceso que pudiera haber seguido otros caminos. La universalización de la cultura, en el sentido enciclopédico, o de la polimatía, conduce siempre a algún tipo de kitsch, de falsa conciencia de plenitud y de felicidad, de autosatisfacción por el consumo de los últimos productos de la moda y de la cultura, incluyendo aquí a la cultura filosófica (no tocaremos aquí el mecanismo de producción de la que pudiera considerarse como Jtlosopa kitsch, representada por la filosofía analítica del lenguaje ordinario puesta en boca, o improvisada, por presentadores de televisión, periodistas o políticos, &c., y, por supuesto, por un determinado grupo de profesores especialistas en ese kitsch. 


Pero no puede olvidarse tampoco que el concepto mismo de kitsch (su generalización, desde el inicial terreno de la pintura al terreno de la música, del teatro, de la literatura de la filosofía, de la moda, &c.) fue acunado en Alemania precisamente por la élite que creía detentar íos valores más auténticos y genuinos, y muy principalmente, como vanguardia, el monopolio de la creación cultural. Por ello el kitsch se asocia desde el principio a la cultura de masas a pesar de que algunas equiparaciones de diccionario lo aproximan a lo cursi, que es un concepto aplicable sólo a minorías y aun a individuos más bien débiles y poco agresivos. Pero ¿acaso la cultura de vanguardia no depende tanto o más del kitsch como el kitsch de la vanguardia? La superioridad de la «cultura de vanguardia» consiste en algo más que en su condición de cultura de elite que desarrolla su universalismo en la forma de un internacionalismo de las elites que producen para los presidentes de Consejos de Administración o para los altos ejecutivos de la empresa privada o pública. El arte de Miró o el de Pavarotti, expuestos al público, ¿no son contenidos tan kitsch como el arte de Gaudí o el de Verdi? ¿Y cómo podría ser de otro modo?





















Tomado de:
BUENO, Gustavo (1996): El mito de la cultura. Ensayo de una filosofía materialista de la cultura. Barcelona, Prensa Ibérica. pp. 226-232.