18 febrero 2015

Contribución a la metafísica fascista. Tomas Abraham




Contribución a la metafísica fascista

Tomas Abraham



El problema de la decadencia de Occidente es de larga data. Los filósofos y los intelectuales tienen la tarea de situar el momento y seguir su evolución, mejor dicho su involución. Porque hubo épocas que los filósofos y pensadores de la Revolución Argentina consideraron ejemplares. Para empezar el Imperio Romano, modelo de civilización, sociedad vital con tendencia a la expansión como toda sociedad que se precie, un patriciado homogéneo y seguro de su destino, una administración ejemplar, un ejército civilizador, un derecho que fija los límites y los alcances de la propiedad privada, que sella con la ley las prerrogativas del poder del padre, que le da su lugar a la esposa, a la casa y a la familia, y, que, en su mejor momento, cae bajo las cenizas de sus excesos, dejando el marco adecuado para la Ciudad de Dios, el Imperio Católico Romano. La otra sociedad ejemplar es la gótica del medioevo, por su integridad, por la cohesión en todas sus partes, por el matrimonio entre el poder terrenal y el divino, por la proliferación de frailes, por la permanente invocación de cada cosa al Señor, feudal y celestial, por la conjunción entre caballeros de la espada y mensajeros de la Cruz, por la bendita cruzada, por Santo Tomás que demostró lógicamente la existencia de Dios y por el paisaje imponente de las Catedrales de la Fe. Después la nada, una nada que fue desparramándose de a poco como gelatina nihilista. Se acostumbra en nuestro país a creer que los filósofos y los pensadores son progresistas por definición y oficio, que resisten al poder, que tiene la rebeldía del que se opone, que tienen barba, miran con recelo y si no son comunistas lo fueron. Se cree además que la única historia de la filosofía es la historia oficial, la de la rutina académica que comienza con la luz griega, sigue con la luz cartesiana, luego la luz kantiana, la luz socialista, o si se es romántico, las tinieblas intensas de Schopenhauer, Nietzsche y Heidegger, y como cerecita de adorno: la última bolilla, el compromiso de Sartre. Para no mencionar a los que focalizan su atención en Frege, Russell, Carnap, y otros maestros de la precisión.


Pero filósofos hay muchos e historias de la filosofía más de una, y ediciones y lectores de la metafísica argentina muchos más de lo que se cree. En aquellos sesenta, en la época de la Revolución Argentina, la filosofía que circulaba entre los fundadores de la Nueva Argentina, tenía su trazo marcado. Porque había filosofía, importaba que la hubiera, el mundo se tensaba por la lucha entre el Dragón rojo y los Caballeros de la fe. Occidente se jugaba su destino, y se había llegado tan bajo que era de máxima urgencia revisar los fundamentos. Mariano Castex lo dice con precisión cuando no encuentra para nuestro destino otro que el que debemos forjar con nuestra sola estirpe, otra tradición que la de nuestros abuelos, la de los centuriones del Grial, que no hay país de la modernidad que no haya sido tragado por el descreimiento y el escepticismo liberal, la jungla del dinero, la compraventa de los principios, o por las hordas del ateísmo, de la sinarquía internacional y de la masonería librepensadora. Para el quiera tomar contacto con ella y no haya recibido la última guía Michelin, se llama Sinarquía según el estudioso Oscar Wast a una mezcla de humanismo laico de todas las tendencias (incluidos los comunistas), como los católicos progresistas, protestantes modernistas, conversos de toda índole, francmasones, tecnócratas, liberales, expertos en demografía, planificadores familiares, ultrahumanitarios... todos los amantes de la paz. La conspiración progresista. El mundo ha caído tan bajo para Castex que ya no se encuentran ejemplos encomiables, tan sólo la dignidad que siempre mantuvo Franco, la neutralidad de los suizos y alguna monarquía nórdica de la zona del séptimo sello. El resto es nihilismo. La decadencia de Occidente comienza a mediados del siglo XIV, hace unos seiscientos cincuenta años. El primer conspirador fue el franciscano Guillermo de Occam u Ockham. El centro de la conspiración fue Oxford, y la doctrina que crea y que da vueltas al mundo y no deja de darlas se llama nominalismo. Porque la sinarquía filosófica tiene la cualidad acumulativa. El nominalismo está en germen en todas las variantes del nihilismo de la modernidad. Jean Ousset, el padre filosófico del entorno doctrinario del General Onganía, el pensador traducido por el coronel J. F. Guevara, prologado por el cardenal Primado de la Argentina y comentado por el Arzobispo de Paraná, dedica a este momento crucial de la caída ética y metafísica, un libro, y la dimensión de un problema: el problema de los Universales.


Este problema tiene las apariencias de ser medieval, pero no lo es. Se trata de la Verdad, si existe o no, si la tiene Dios o el hombre, si es el hombre qué hombres, si son hombres sabios o santos, si son los santos qué santos son, si tienen aura pagana o cristiana, si son santos cristianos habría que ver si son recientemente canonizados o lo fueron hace tiempo, si fue hace tiempo en donde está el Beato, si no está, quien la tiene, la Verdad, y así en más. La Verdad es un problema filosófico que se parece a una cacería del tesoro, de esos que brillan en el Sahara. Pero no es un espejismo la Verdad, y menos para Ousset y los filósofos de aquella Revolución que se llamó Argentina. El problema de los Universales puede resumirse en el famoso ejemplo que dan los escolásticos y otros grandes medievalistas. Tomemos a tres individuos naturales. Uno es Sócrates, el otro es Platón, el tercero es un asno. La pregunta escolástica es: a quién se parece más Sócrates?, al Asno o a Platón? 


Aquí hay dos problemas, uno contingente, el otro necesario. El primero llamativo, aunque subsidiario, es el del Asno, animal medieval, ejemplar zoológico al que los filósofos remiten cuando quieren contrastar o llevar al límite del absurdo algún razonamiento. Por eso Occam dice —siguiendo su concepción voluntarista de la divinidad—que si Dios hubiera querido se habría convertido en un asno. El otro no es un asno, es un problema, el de la relación entre el lenguaje, las palabras, y la realidad. La palabra ‘hombre’ que asocia a Sócrates y a Platón, remite a un existente o es un invento de la semántica para que podamos entendernos? Es artificial o es natural? Cómo es posible que la misma naturaleza venga a ser por un lado pensamiento general y por el otro cosa individual? A través del problema del lenguaje se apunta al debate sobre el orden del mundo. Se empieza con el lenguaje porque lo primero es el Verbo, al menos para los humanos. Para discutir el orden del mundo antes que nada debemos ponemos de acuerdo sobre el instrumento: los nombres que les damos a las cosas. Porque si los nombres no tienen densidad, peso específico, si son acreedores de un nulo valor de verdad, mañana diremos que Sócrates rebuzna como el Asno y Platón cacarea y entonces ya serían cuatro los miembros del enigma y el problema jamás tendría solución. Nuestras palabras remiten o no a las cosas? El debate medieval gira alrededor de las relaciones necesarias de las cosas que pasan en el mundo, si pasan por alguna razón, si esta razón puede ser otra que la Divina, o si lo que ocurre en el mundo nada tiene que ver con lo que Dios quiere. Occam decía que Dios hace lo que quiere, y lo que quiere nos es absolutamente desconocido, que si creemos en él es por la fe, y nuestra fe no lo seduce porque sus designios, el modo en que se condujo, conduce o conducirá, sólo Él lo sabe; la suerte que nos toque, quienes de nosotros se salvará y quienes no, no depende de merecimientos porque Dios es altísimo y oculto, indiferente a nuestros desvelos y artimañas, no es una dama que está sola y espera. Por eso cuando nos refiramos al segundo momento de la caída ética de occidente, la que produjo Lutero, los acusadores insistirán en la formación nominalista del Reformador de Wittemberg. Para el nominalista Occam, Dios no quiere las cosas porque son justas sino que son justas porque las quiere Dios. De Dios depende el bien y no al revés. No hay causa para la voluntad divina. El nominalista descarta todo análisis de la voluntad divina. Afirma que no hay relaciones necesarias entre los seres del mundo, no hay leyes que no dependan de la voluntad de Dios; solo conocemos la jerarquía establecida por las Santas Escrituras, por la Iglesia y los Santos, y las recitamos y trasmitimos porque creemos en ellas, pero intentar hallar las verdades lógicas de tal encadenamiento, analizar el porqué, es tragarse la manzana con el gusano adentro. Si existe alguna semejanza entre Sócrates y Platón, o si simplemente, podemos usar abstracciones como los conceptos hombre o mamífero, esto no se debe a que hayan mamíferos celestiales, o porque exista una especie con espesor ontológico, sino por una conveniencia gradual entre una cosa y la otra, por la semejanza entre individualidades. Las cosas individualmente convienen entre sí, y la generalidad que abstraemos no es más que una intención mental que nos ayuda a clasificar pero no a descubrir ningún orden de lo real. Occam dice que la cosa es indivisa, si cada cosa fuera individual y universal a la vez, la forma individual Sócrates se combinaría con la forma universal hombre, y tendríamos una cosa bicéfala, lo que es imposible para Occam que define a la cosa como lo que no puede dividirse. 


Para los realistas como Duns Scot, entre nuestro intelecto que concibe lo común en la diversidad, y la naturaleza, existe un parentesco. Para el nominalista no hay tal familiaridad; pone a la cosa de un lado, indivisible, a la palabra por el otro como intención mental, y a Dios afuera de todo. Rey de reyes, amable, adorable pero incognoscible por la naturaleza humana. Esta diatriba medieval sembró el primer germen nihilista; la doctrina de Occam, furibundo opositor del Papa Juan XII en el debate sobre los pobres, dibujó la matriz sobre la que se moldearían los laicismos del futuro.



El filósofo Ousset, ideólogo de la Curia, de la jerarquía militar y del empresariado nacional católico, arremete contra el nominalismo por haber inaugurado la peste de occidente. Dice que es primordial reflexionar sobre el problema de los universales, porque se trata de fundamentar la distinción entre lo que es imperioso y lo que es libre, de lo que se impone universalmente y de lo que puede o debe variar con el tiempo, el lugar o las personas, en la organización de la sociedad humana. El problema de los universales vincula a la lógica del conoci-miento, con la ontología o las categorías del Ser, y con la política, el orden de la comunidad humana. El problema fundamental de la política, dice Ousset, es determinar las relaciones que en el orden humano se establecen entre lo que es contingente y lo que es  necesario, entre lo accidental y lo esencial, entre lo particular y lo universal. El nominalismo, como el liberalismo, tiene horror a las definiciones, dice Ousset, prefiere la indeterminación, o la invocación de categorías vaporosas como ‘la vida’ o ‘el sentido de la historia’. La verdad para el nominalismo no es sino se hace, se elabora y evoluciona sin cesar. No se la posee jamás, es sobre todo una búsqueda. Si lo real es sólo singular, si es puro devenir, entonces lo universal y lo general sólo pueden comprenderse como testimonio, como enunciado de una experiencia, como resultado de una encuesta. Es el dominio de la opinión, del azar, de la temporalidad recortada, del rechazo a toda formación doctrinal o dogmática. Por eso el nominalismo es consustancial con el relativismo que pregona la cohabitación general de las ideas que culmina con aquello que se llama respeto por las ideas de los demás, o la tolerancia ante la diversidad. El nominalismo es la vigencia de la pereza y la irresponsabilidad, pretende mostrarse en sociedad con una pose de urbanidad del que da lugar a todo y a todos, pero no hace más que exhibir su indiferencia, gemela de la indeterminación de su lógica. El nominalismo es el primer eslabón de una cadena que se continúa con el liberalismo y el marxismo. Por su base epistemológica no pueden fijar ninguna barrera, ni imponer ninguna regla a la ingeniosidad, al capricho, ni siquiera a la locura de los hombres... Ousset conoce la ciénaga doctrinaria de occidente, conoce la zona que nos chupa. Al nominalismo únicamente se le puede oponer un realismo integral en el que lo universal fundamente las cosas y nuestro pensamiento, en el que las leyes formales de nuestro intelecto y la sustancia del orden del mundo se superpongan sin restos. Si quedan migas, se barrerán. El seres continuo, es absurda la pretensión de Occam de separar fe y razón, de dar lugar al divino arbitrio, a su capricho endiosado. 




La noche de los bastones largos. 29 de julio de 1966:
Durante el gobierno de facto del general Onganía,  la policía
 reprimió a estudiantes y profesores de la UBA.


El orden del mundo carece de vacíos, su cemento es la fe, su estructura la lógica del ser. Las divisiones, el dualismo del mundo, se enlazan hacia una unidad superior. El sistema binario es el que le da forma a la luz, es el vitró arbóreo por el que pasan los rayos verticales, pero el Ser nunca deja de ser el mismo. Existe la verdad y la podemos conocer. ‘El mal que ataca como veneno a los individuos es la ignorancia de la verdad’, dice Ousset. Si Occam combatió los realismos, fue por razones políticas y económicas. Se opuso a la propiedad de los bienes eclesiásticos. Prefería que la tierra fuera administrada por los emperadores y no por los Papas. Pero su política ensamblaba con su lógica. Si no hay arquetipos, si no hay mediadores ideales entre sujeto y objeto, si no existe la posibilidad de la santa interpretación, tampoco existirían los santos lectores de la ley suprema. Si Dios hace lo que quiere sin postular un orden fijo de preferencias, no hay lugar para la jerarquía episcopal que trasmite la sacralidad de las escrituras. No habría Poder, y sin Poder no hay Dios. Ahí nos lleva el nominalismo, a combatir la tesis de la verdad que dice: omnia instaurare in Christo. Sin Poder no hay Verdad, y sin Verdad no hay Poder. Jordán Bruno Genta define a la filosofía como la ciencia de las esencias y de los fines de la existencia. Es la ciencia de la Verdad que el hombre debe servir. La filosofía, agrega, es el pilar del occidente cristiano, la ciencia de la eternidad y delo que es eterno de las cosas, la doctrina positiva que se funda en la Verdad de Dios o Revelación y en dos verdades objetivas del orden natural: la filosofía del Ser con su lógica de la identidad y el derecho romano como estructura básica del Estado o Poder político. Las instituciones de la fe y de la tradición que derivan de estas afirmaciones son: la Iglesia, la Patria, la Familia, la propiedad, la profesión, el municipio y el Estado —servidor del Bien común— más las Fuerzas Armadas. La familia se asienta en la Mujer, cuyo paradigma, dice Bruno Genta, es la Santísima Virgen María, Madre de Dios. Pero algo salió mal y la gestión ecuménica del catolicismo se vio perturbada. 


Pero lo que el protestantismo ha valorado es la ética comercial. La figura del comerciante ha sido deplorada en la metafísica argentina. Martínez Zuviría o Hugo Wast —Ministro de Educación de 1943 y nombre de honor que identifica a la primera sala de nuestra nueva Biblioteca Nacional— cada vez que debe describir a un comerciante o banquero, es decir para lo que entiende por judío típico, lo hace con bolsitas vomitaderas. En su gran obra de 24 ediciones El Kahal, da al banquero el nombre de Zacarías Blumen y lo ve así: “Perfil de tucán, cuello corto, espaldas cargadas, labios exangües, como la carne koscher, de un cordero sangrado por el rabino; fisonomía marcada por el talmud indeleble; traje pulcro y de buena tijera, pero demasiado nuevo...”; este no es el modo en que a partir de la ética protestante y de sociólogos como Weber y Sombart (sociología, una típica ciencia judía para los cruzados) se percibe a la figura del mercader. La piedad cristiana en el mundo mercantil ha generado lo que Sombart llama ‘el romanticismo de los números que opera con magia irresistible sobre los poetas que hay entre los mercaderes’. Poetas y virtuosos en el mundo del dinero es algo inconcebible para los amos de la tierra, de la tradición, de los antepasados, del Ser, de la Gracia, del Soldado, del Santo, de la Virgen, del Sabio, de la Sangre y del Intelectual Pudoroso. Ni qué decir de las virtudes empresariales como la agudeza, la comprensión rápida de lo esencial y la capacidad de descubrir el momento oportuno. O, siguiendo a Sombart, la viveza de espíritu que debe tener el especulador, representada por la caballería ligera. Por lo que, si el lector recuerda, las imágenes de Castex de la caballería de los jesuitas armados en su lucha contra la Bestia, y estas figuras de viajantes y textiles de una nueva caballería, presenciamos una agitada disputa por el privilegio ontológico de guardarse al hombre montado. Otra virtud mercantil es la perspicacia y la capacidad de conocer a los hombres y al mundo; capacidad de negociación que suma a la docilidad un gran poder de sugestión. Esta ética del capitalista que forma hombres que tienen un resorte en tensión, que los hostiga y que transforma en verdadero suplicio calentarse el andamiaje frente a las llamas de una chimenea, convierte al tiempo en algo que permanentemente se escapa, vuela, siempre nos falta. Ha dejado de ser el tiempo eterno en el que el Sabio contemplaba el orden del mundo. Esta valoración de los personajes del dinero es algo que también trajo el protestantismo. Una religión fatalista, de ascendencia nominalista, creyente en la predestinación, en la voluntad secreta de Dios, que produjo el efecto inverso al quietismo. 


Trabajar, obrar, crear, producir, para no pensar en el paraíso y no tentarse con el más allá y mucho menos en pedirle al Señor, rogarle, prometerle, confesarle, comprarlo. Las buenas obras para desprenderse de la angustia por la buenaventuranza y la profesión como ejercicio ascético y consecuente de la virtud. Genta se tomó demasiado a la letra la palabra protestante como de alguien que hace el libre examen de todo y protesta. El protestante, en realidad, es un trabajador austero que planifica su voluntad hasta en el baño, que no demuestra el más mínimo de sus afectos por temor a cometer el sacrilegio de la idolatría, que recorta un círculo de soledad interior infranqueable y que también se ha destacado por hacer la limpieza étnica de los perfiles de tucán.


Pero Lutero provocó la escisión, fue una herejía triunfal, debilitó al Imperio Religioso y sentó las bases del nihilismo de la modernidad. Aunque el laicismo que tanto inquietó a Genta está lejos de ser tan victorioso en vísperas del Nuevo Milenio, porque el protestantismo se ha descompuesto en innumerables sectas que desde el Norte de América llena los estadios en nombre de lo que Harold Bloom llama la religión norteamericana, un gnosticismo evangelista que grita Jesús! por las radios y las T.V., compra todos los teatros y todos los cines abandonados, hacen cruzadas de salvataje de almas y fundamentalmente de cuerpos, realiza milagros por segundo, que cuando hay comunistas sopla quienes son y cuando ya no hay los inventa. Estas sectas de Dios, desde la Ciencia Cristiana, los Testigos de Jehová, diferentes alquimias entre anabaptistas, mormones y cuáqueros, desde los pulpitos universales de Billy Graham, hasta Jimmy Swaggart y el Pastor Giménez, esta plaga apocalíptica y mística que le disputa a la Curia su clientela, puede hacer descansar a Genta y otros en paz. El trueno del Señor sigue vigente. En este curso de filosofía para cruzados, en esta genealogía de la caída de occidente y de lenta lucha contra la Bestia, no hay que olvidar el paso siguiente, el del nacimiento de la ciencia como otro avatar del libre examen. Occam y Lutero son dos traiciones en el interior de la Iglesia, el debilitamiento del Poder de la Iglesia permitió el alarde de los futuros doctores de la Sorbona, es decir de Descartes. 


Descartes hace radicar en el yo pensante el principio de la Verdad, más aún, si tomamos la palabra de Descartes, dice: el libre arbitrio es lo más noble que hay en nosotros. Y nos hace semejantes a Dios. Descartes inicia el liberalismo dando a la inspiración del sujeto el criterio supremo de validez. Protestantismo en el plano religioso; idealismo en el filosófico, uno y otro son expresiones del libre examen, principio, dice Genta, del liberalismo en todas sus formas. Pero lo que fundamentalmente trajo al mundo el pensamiento cartesiano es el fetiche de la ciencia. El Doctor de la Sorbona no dejó de rendirle loas al Señor, pero lo convirtió en una idea innata, en un huevo que empollamos en la cabeza por necesidad lógica. Una idea de lo infinitamente grande no puede ser creada por un débil y finito como el hombre. Este frágil homenaje no puede ocultar que es a través de Descartes, lector crítico de Galileo, que nace una modernidad que afirma que la ciencia concierne directamente la existencia de los hombres. Que un dominio de la naturaleza es indispensable para la liberación de los hombres. Control por la mecánica de la naturaleza exterior a los hombres, y por el conocimiento médico de la naturaleza interior a los hombres. Esta idea de una naturaleza como una entidad físico matemática que se establece por la idea de ley y no de Fin como en el pensamiento clásico, la afirmación de que cada cosa, lo singular, la parte, no es una expresión de un Todo, su mínimo reflejo, la aseveración de que el reino de las cosas se define y relaciona si es conmensurable, que la medida es el patrón de la cadena universal; la idea, en fin, de que para poner en movimiento las premisas de este saber no se duda como el escéptico que descree por decepción y distancia, sino que la duda es actividad, ejercicio motor, método aplicable para la discriminación entre lo verdadero y lo falso, que la única certeza posible es que estamos ejerciendo el método, que el pensamiento es el sello real del existir, estas definiciones marcan una ruptura con el pensamiento clásico. 










Tomado de:
ABRAHAM, Tomás (1994): "Introducción a la vida fascista". En: La caja revista del ensayo negro 7, pp. 41-59.

09 febrero 2015

Borges y la metáfora. Mercedes Blanco


Fotografía de Mariana Cook

Borges y la metáfora

Mercedes Blanco


No extraña que Borges afirme con frecuencia que descree de las estéticas y que él mismo carece de toda estética. La doctrina oficial que profesa el Borges maduro en las “conversaciones con los periodistas” representa, más que un sistema de firmes conclusiones, la cicatriz de un conflicto que nunca será del todo explícito y menos definitivamente resuelto. Sin embargo tiene valor como disciplina, como herramienta de un oficio. No deja de ser cierto que en los libros de poesía de Borges (al menos en los que son posteriores a El Hacedor) reina lo que podríamos caracterizar como una severa economía o parquedad en el uso de la metáfora. Si buscamos metáforas en estos textos, a primera vista nos desconcierta su ausencia; si los consideramos más detenidamente, nos admira su discreción. En los poemas dominan ampliamente figuras de tipo metonímico, fundadas en la contigüidad: la representación de un personaje o suceso por un objeto que le pertenece (una moneda, una llave, un espejo, un bastón), o de un acto por su instrumento (el puñal, la espada); las diversas formas de la enumeración y del catálogo; la hipálage que resulta de desplazar un adjetivo de un término a otro término contiguo en la cadena discursiva. Sin embargo, hallaremos en ellos metáforas, casi siempre con poco relieve, difícilmente perceptibles, que por lo general entrarán en uno de los apartados siguientes:


1. Metáforas que apenas notamos porque tendemos a interpretarlas como un realce decorativo para dar énfasis y dignidad a la dicción. Típicamente, pertenecen a esta categoría las metáforas que utilizan la mágica palabra “oro”: bruma de oro, la sombra de árboles de oro, remotas playas de oro, el tigre de oro, el aire de oro, la Afrodita de oro, el oro de Virgilio, el fuerte Siddharta de oro. Pueden ser variantes del “oro”, empleado como realce valioso, como señal genérica de emoción o de belleza, el bronce, el hierro o el metal, cuando belleza o emoción se presentan en modalidades épicas, y no eróticas: largos hexámetros de bronce, aquel hombre de hierro y de soberbia, De hierro, no de oro, fue la aurora, faz de metal y de melancolía. Sucede en contadas ocasiones que este énfasis épico o heráldico produzca metáforas más arriesgadas, y de gusto más dudoso: Que no profanen tu sagrado suelo, Inglaterra / el jabalí alemán y la hiena italiana, para la Alemania nazi y la Italia mussoliniana; hermoso como un león a mediodía, para el soldado israelí durante la guerra de los seis días.


2. Otras metáforas, más singulares e intelectualmente activas, pueden pasar desapercibidas porque están encapsuladas en una palabra sin incidencia en la cohesión sintáctica, lógica o narrativa, generalmente un adjetivo, a veces un adverbio, que cabe interpretar en ocasiones como hipálage: ruinosos ocasos, laberínticos reptiles, lentas costumbres de los astros, cóncava fama, cóncavo azul, arenas recelosas, piadosos símbolos, minucioso porvenir, azar ensangrentado, ociosas hojas, dócil cerradura, yelmo quimérico, terco arado, pánica memoria, desiertos días, inextricable sombra, nos une indescifrablemente, cristalino olvido, caudalosa amistad.


3. En un tercer caso, no muy frecuente pero importante, la metáfora puede pasar desapercibida por razones contrarias, por estar demasiado a la vista, por ser demasiado patente, como la carta robada en el cuento de Poe, o los topónimos en letras capitales que atraviesan casi toda la superficie de un mapa. Es lo que ocurre cuando una metáfora se propone como el compendio o la cifra un texto: el arte es una Itaca en “Arte poética”; labra un arduo cristal; el infinito Mapa de Aquél que es todas sus estrellas, en “Spinoza” (OC 2: 308); Dios, la Araña, en “Jonathan Edwards (1703-1758)” (OC 2: 288); yo me desangro en “Caja de música” (OC 3: 172) (para el que, escuchando música del Japón, siente que él mismo es esa música y que se desangra en sus gotas); esta insensata rosa, expresión que designa la pesadilla en “Efialtes” (OC 3: 113); ¿Qué arco habrá lanzado esta saeta que soy?, en “De que nada se sabe” (OC 3: 100); escalar la cumbre de este día, en “James Joyce” (OC 2: 361); esa virgen, la muerte, en “Eclesiastés, 1, 9” (OC 3: 298). No tiene nada de fortuito que en casi todos los casos que acabamos de citar, la metáfora sobre la cual convergen las razones y las sugestiones de un poema aparezca al final, como su culminación y su remate, a modo de epifonema. Puede aparecer también en el título del poema o incluso del libro, como sucede en “Los conjurados”, perífrasis metafórica para esos ciudadanos suizos que han tomado la “extraña resolución” de ser razonables y pacíficos. De hecho, muchos títulos de libro se dejan interpretar como metáforas arquitectónicas en este mismo sentido; indudablemente sucede así en “el oro de los tigres”, “la moneda de hierro”, “la rosa profunda”, “historia de la noche”. Es probable que la “rosa profunda”, cuyas variantes encontramos en el texto del libro, insensata rosa, rosa profunda, ilimitada, íntima, the unending rose, o en otros textos, una rosa amarilla (OC 2: 173), marfil o sangre u oro o tenebrosa, / como en sus manos, invisible rosa (OC 2: 269) sea interpretable como la metáfora de la poesía y de su magia metafórica, como la metáfora de las metáforas. Esta infinita rosa nace de múltiples poemas: nace de los triunfales y ruidosos versos de Marino, Púrpura del jardín, pompa del prado, gema de primavera, ojo de abril, pero también de la triste rosa fantasmal del soneto al espejo de Enrique Banchs, la rosa que en el vaso agonizante / también en él inclina la cabeza, y del verso de Mallarmé, une rose dans les ténèbres, cuya negativa plenitud surge cegadoramente como término de todo un soneto 23.


Este tipo de metáfora inventiva, exaltada como la cima o la cifra de un texto, sólo aparece en contados textos, y su escasez señala la actitud dominante de Borges, su persistente desconfianza hacia las “imágenes”. Pero su existencia lo demuestra muy accesible a la tentación que suponen cuando surgen con la energía de lo insustituible. La desconfianza, o la vigilancia, se traducen curiosamente por la aparición de la palabra “metáfora” en los mismos poemas, como procedimiento de lítote, un poco a modo de disculpa: Espero que me perdonen si incurro en una metáfora. Así, el poema “Eclesiastés, 1, 2”, no termina con la nota patética: esa virgen, la muerte, sino con este comentario que aligera el énfasis: esa virgen, la muerte. El castellano / permite esta metáfora. 


Borges no siempre resiste al placer de deslizar en sus versos las sospechosamente brillantes o extrañas metáforas de otros, como la del fuegojoya que aparece en una de las kenningar: Arden los hombres. Ahora se enfurece la Joya (OC 1: 379). El recuerdo de esta metáfora, o de sus propios comentarios acerca de ella, puede engendrar en su poesía unos versos finales de tanto efecto como: Dioses que moran más allá del ruego / la abandonaron a ese tigre, el fuego (OC 2: 195), o, unos años más tarde, la fórmula negra joya, aciaga y prisionera (OC 3: 85) para la pantera en su jaula. Pero sólo dejará entrar en sus versos a la famosa ruta de la ballena de los poetas de Islandia, una vez provista de comillas y enmarcada por un comentario digno de un ensayo crítico: 


Siempre lo cercó el mar de sus mayores,
los sajones, que al mar dieron el nombre
ruta de la ballena, en que se aúnan
las dos enormes cosas, la ballena
y los mares que largamente surca. (OC 3: 136)


Del largo debatirse de Borges con la cuestión de la metáfora quedan pues huellas en su propia labor de poeta, mostrando una vez más que reflexión y escritura corren “indescifrablemente” unidas. Pero la doctrina que aparece como resultado de este debate es menos un sistema de proposiciones que un nudo en donde confluyen cuestiones y dudas. La misma proposición que puede resumir esta doctrina, “las metáforas válidas son las que descansan en afinidades necesarias y reconocidas desde hace tiempo”, abre un problema más que lo resuelve. Nunca está claro si se trata de validez para el conocimiento o de valía estética, si lo que importa en la metáfora es la verdad del paradigma y la universalidad de las proposiciones que en ella se apoyan, o la particularidad de su actualización discursiva, de su expresión verbal, que se apoya en la configuración contingente de circunstancias narrativas y verbales. La doctrina de Borges parece necesitar, como hemos visto, una distinción entre las metáforas-paradigma y las metáforas-texto, y plantear como axioma que las primeras sólo son válidas si derivan de las primeras. 


Habría que añadir que esta condición es necesaria pero no suficiente. De ahí la desigual consideración de metáforas que derivan del mismo paradigma: según Borges, las Selvas hizo navegar y el viento, de Quevedo, es un gran verso; en cambio Góngora produce una metáfora “infausta” al escribir: Velero bosque de árboles poblado / que visten alas de inquieto lino (Idioma 55-56) (ni que decir tiene que el juicio es discutible). Ambos ejemplos se basan naturalmente en el mismo paradigma metafórico, el navío-árbol.


Le emociona extrañamente dolce color d’oriental zaffiro, el verso de Dante para la primera aurora que brilla al salir del infierno; en cambio, Góngora no halla gracia a sus ojos cuando escribe del toro celeste que en campos de zafiro pasce estrellas. Y es que el paradigma cielo-piedra preciosa, si es que existe, no basta para sostener estéticamente la metáfora. Si ésta es bella en el verso de Dante, es porque admite una determinación suplementaria, de orden etimológico y erudito: el zafiro es una piedra procedente de Oriente, aquí utilizada para calificar el color del cielo cuando amanece por oriente (OC 3: 362). Esta sobredeterminación está sostenida a su vez por la recurrencia de la sílaba “or” (color d’oriental), la misma sílaba que se repite dos veces en el verbo orior latino utilizado para indicar el levante del sol, y se subraya por la reiteración de /o/ en posición tónica (dolce color). La semejanza de color y brillo entre el cielo y el zafiro no es pues ni necesaria ni suficiente, y la metáfora se distingue por su delicado alejandrinismo, por la virtud cabalística de la etimología y los sortilegios del sonido, y no por su fidelidad a supuestas intuiciones universales que serían patrimonio humano. Estas explicaciones, sin embargo, sólo están esbozadas en los ensayos críticos de Borges, que, tal vez con toda razón, prefiere darle vueltas contemplativamente al misterio.


Como filosofía de la historia, la doctrina de la metáfora que propone Borges tampoco está exenta de notorias flaquezas. Hemos visto que la doctrina afirma platónicamente que, como “el tiempo es una imagen de la eternidad”, la historia universal es la historia de las diversas entonaciones de unas cuantas metáforas eternas. Sin embargo, Borges es demasiado agudo para ignorar que la capacidad de evocación de metáforas que parecen hacer resucitar a los muertos y resurgir a mundos distantes depende de nuestro previo conocimiento de esos muertos y de sus mundos. La old rocking chair de los blues no revela nada fuera de su contexto, los blues, como tampoco David durmió con sus padres para quien no sepa nada de David. Si la variación se produce en ausencia de todo contexto conocido, carece en absoluto de las virtudes que le hemos generosamente atribuido. Extrapolando y extremando esta observación, se llegará a conjeturar que la historia universal es una operación del lector que sueña, recompone o inventa, y no el rastro dejado por las diferentes formulaciones de una metáfora por los que la escriben o reescriben.


El ejemplo canónico para poner en evidencia este tipo de fenómenos, y la más sonora carcajada con la que Borges desmonta su propia teoría, nos lo ofrece el inagotable Ménard-Cervantes. Cuando Cervantes escribe La verdad, cuya madre es la historia, su metáfora es un elogio retórico de la historia. Completamente distinta resulta cuando la escribe Pierre Ménard en el Quijote de Pierre Ménard, ya se sabe, idéntico a una porción del Quijote de Cervantes. Leída en Ménard, la metáfora que hace de la historia madre de la verdad, presupone el pragmatismo como doctrina filosófica y revela la contemporaneidad de su autor con William James (OC 1: 449). Esta observación de “Pierre Ménard, autor del Quijote” ha sido ampliamente glosada y celebrada, como todas las que encierra ese texto-fetiche, que parece marcar con un Jano de oro la triunfal carrera de su autor como autor de ficciones. Sin embargo, no va mucho más lejos de lo que se leía ya en el artículo “La fruición literaria”, incluido en 1928 en El idioma de los argentinos, uno de los libros de ensayos censurados por Borges. Aunque vertida en una página zumbona y algo palabrera, y no en una flecha agudísima como la de “Pierre Ménard, autor del Quijote”, la idea no es menos brillante: Séanos ilustración esta metáfora desglosada: El incendio, con feroces mandíbulas, devora el campo. Esta locución ¿es condenable o es lícita? Yo afirmo que eso depende solamente de quien la forjó y no es paradoja.


Supongamos que en un café de la calle Corrientes o de la Avenida, un literato  me la propone como suya. Yo pensaré: Ahora es vulgarísima tarea la de hacer metáforas; substituir tragar por quemar no es un canje muy provechoso; lo de las mandíbulas tal vez asombre a alguien, pero es una debilidad del poeta, un dejarse llevar por la locución fuego devorador, un automatismo; total, cero... Supongamos ahora que me la presentan como originaria de un poeta chino o siamés. Yo pensaré: Todo se les vuelve dragón a los chinos y me representaré un incendio claro como una fiesta y serpeando, y me gustará. Supongamos que se vale de ella el testigo presencial de un incendio o, mejor aun, alguien a quien fueron amenaza las llamaradas. Yo pensaré: Ese concepto de un fuego con mandíbulas es realmente de pesadilla, de horror y añade malignidad humana y odiosa a un hecho inconsciente. Es casi mitológica la frase y es vigorosísima. Supongamos que me revelan que el padre de esa figuración es Esquilo y que estuvo en lengua de Prometeo (y así es la verdad) y que el arrestado titán, amarrado a un precipicio de rocas por la Fuerza y por la Violencia, se la dijo al Océano, caballero anciano que vino a visitar su calamidad en coche con alas. Entonces la sentencia me parecerá bien y aun perfecta, dado el extravagante carácter de los interlocutores y la lejanía (ya poética) de su origen: Haré como el lector, que sin duda ha suspendido su juicio, antes de cerciorarse bien cuya era la frase. (Idioma 90-91)


La doctrina de la metáfora propuesta por Borges ya ha sido maltrecha, por obra del infernal humor de su doble algo más joven, antes de llegar a formularse cabalmente. El narrador de “Pierre Ménard” nos invita a leer la Imitación de Jesucristo como si fuera de James Joyce o de Louis Ferdinand Céline, lo que sería una suficiente “renovación de esos tenues avisos espirituales.” Del mismo modo, podría habernos aconsejado leer la esfera de Pascal como si fuera de Parménides, o de Lewis Carroll, y la luna ombligo del firmamento de Lugones como si fuera de Esquilo, o de Dante, asegurándonos que con ello bastaría para ensanchar prodigiosamente la colección de metáforas memorables de que goza la humanidad.



















Tomado de:
BLANCO, Mercedes  (2000): "Borges y la metáfora" En Variaciones Borges 9. Borges Center, University of Pittsburgh, pp. 33-38.