12 diciembre 2016

Un último tributo. John Berger


Pablo Picasso (1881-1973)

Un último tributo

John Berger


La mayor parte de los cuadros pintados por Picasso ya viejo, entre los setenta y los noventa años, sólo fueron exhibidos públicamente después de su muerte, y después de que se escribiera este libro. La mayor parte de ellos representan mujeres o parejas observadas o imaginadas como seres sexuales. Ya he señalado cierto paralelismo con los poemas tardíos de W. B. Yeats:


Piensas que es horrible que lujuria y odio
atraigan la atención en estos mis viejos años;
no eran plaga alguna en mi juventud:
¿qué más me queda que me incite al canto?
¿Por qué se adecúa tan bien al medio de la pintura esa obsesión? ¿Por qué la pintura la hace tan elocuente?


Una vez más, Picasso nos obliga a reflexionar sobre la naturaleza del arte, y por esto, una vez más, hemos de estarle agradecidos a ese viejo indomable, violento y resuelto.  Antes de intentar dar una respuesta a la pregunta, hemos de desbrozar un poco el terreno. El análisis freudiano, por más útil que pueda ser en otras circunstancias, no nos presta aquí gran ayuda, porque se refiere primariamente al simbolismo y al inconsciente, mientras que mi pregunta se dirige a lo inmediatamente físico y a lo evidentemente consciente.


Tampoco nos sirven de mucho, creo yo, los filósofos de la obscenidad -como el eminente Bataille porque de nuevo, pero de forma diferente, tienden a ser demasiado literarios y filosóficos para poder responder a la pregunta. Hemos de pensar sencillamente en el pigmento y el aspecto de los cuerpos.


Las primeras imágenes jamás pintadas representaban cuerpos de animales. Desde entonces, la mayor parte de las pinturas, a lo largo y ancho del mundo, han representado cuerpos de un tipo o de otro. No quiero con esto quitar importancia al paisaje o a otros géneros posteriores, ni tampoco pretendo establecer una jerarquía. Sin embargo, si recordamos que el objetivo primario, básico, de la pintura es conjurar la presencia de algo que está ausente, no es de sorprender que lo que se suela conjurar sean cuerpos. Es su presencia lo que necesitamos en nuestra soledad colectiva o individual para consolarnos, coger fuerzas, animarnos o inspirarnos. Las pinturas acompañan a nuestros ojos. Y la compañía suele implicar cuerpos.


Consideremos ahora, aun a riesgo de caer en una simplificación colosal, las diferentes artes. Las historias narrativas entrañan acción: tienen un principio y un final en el tiempo. La poesía se dirige al corazón, a la herida, al hecho: a todo lo que tiene su ser en el reino de nuestras subjetividades. La música trata de lo que está detrás de lo dado: lo invisible, lo carente de palabras y de límites. El teatro reconstruye el pasado. La pintura trata de lo físico, lo palpable, lo inmediato. (Superar esto era el problema insalvable al que se enfrentaba el arte abstracto.) El arte más próximo a la pintura es la danza.


Ambas se derivan del cuerpo, ambas evocan el cuerpo, ambas son físicas en el primer sentido de la palabra. Pero existe una diferencia importante entre ellas: la danza, como la narración y el teatro, tiene un principio y un fin y, por consiguiente, existe en el tiempo, mientras que la pintura es instantánea. (La escultura constituye una categoría en sí misma: es más obviamente estática que la pintura, a menudo carece de color y, por lo general, de marco y, por tanto, es menos íntima: todo lo cual hace que requiera un ensayo independiente.)


La pintura, pues, ofrece una presencia física palpable, instantánea, inquebrantable, continua. Es la más inmediatamente sensual de todas las artes. Cuerpo a cuerpo. Y uno de ellos es el del espectador.


Esto no quiere decir que el objetivo de todas las pinturas sea sensual; el objetivo de muchas es estético. Los mensajes que se derivan de lo sensual varían de un siglo a otro, de acuerdo con las diferentes ideologías. Asimismo, cambia el papel de los sexos. Por ejemplo, las pinturas pueden representar a la mujer como un objeto sexual pasivo, como una compañera sexual activa, como alguien de quien debemos guardarnos, como una diosa, como un ser humano amado. Y, sin embargo, independientemente de cómo se utilice el arte de la pintura, el uso en sí mismo comienza con una profunda carga sensual que luego se transmite en una u otra dirección. Pensemos en una calavera pintada, una azucena, una alfombra, una cortina roja, un cadáver: en todos los casos, sea cual sea la conclusión, el inicio (si la pintura está viva) es una conmoción sensual.


Quien dice sensual -en lo que se refiere al cuerpo y la imaginación humanos-dice también sexual. Y es aquí donde la práctica de la pintura empieza a volverse más misteriosa. Lo visual juega un papel importante en la vida sexual de muchos animales e insectos. El color, la forma, el gesto visual alertan y atraen al sexo opuesto. Para los humanos, este papel de lo visual es todavía más importante, porque las señales no se dirigen sólo a los reflejos, sino también a la imaginación. (Lo visual tal vez juega un papel más importante en la sexualidad de los hombres que en la de las mujeres, pero es algo difícil de valorar dada la cantidad de tradiciones sexistas empleadas en la producción de imágenes.)


El pecho, los pezones, el pubis, el vientre son focos ópticos naturales de deseo, y la pigmentación natural acrecienta su poder de atracción. El que esto no se suela decir con la sencillez necesaria -el que se lo suela abandonar al dominio del graffiti espontáneo en las paredes públicas-no es más que un reflejo del peso de la moral puritana. La verdad es que todos estamos hechos así. En otros tiempos, otras culturas han subrayado el magnetismo y la centralidad de esas partes sirviéndose de los cosméticos. Unos cosméticos que añaden más color a la pigmentación natural del cuerpo.


Dado que la pintura es el arte propio del cuerpo y dado que el cuerpo, a fin de llevar a cabo la función básica de la reproducción, utiliza signos que estimulan la atracción sexual, podemos ver por qué la pintura nunca está muy alejada de lo erógeno.


Pensemos en La dama que descubre el seno, de Tintoretto. Esta imagen de una mujer descubriéndose el pecho es también una representación del don, el talento, de la pintura. Al nivel más básico, la pintura (con todo su arte) imita a la naturaleza (con toda su astucia) al atraer la atención hacia un pezón y su areola. Dos tipos muy diferentes de pigmentación usados para el mismo fin.


Pero así como el pezón es sólo una parte del cuerpo, así también el hecho de descubrirlo es sólo una parte de la pintura. La pintura es también la expresión distante de la mujer, el gesto no tan lejano de las manos, los vaporosos ropajes, las perlas, el peinado, los cabellos sueltos en la nuca, la pared o la cortina color carne del fondo y, en toda la pintura, el juego entre los verdes y los rosas, tan del gusto de los venecianos. La mujer pintada nos seduce con todos estos elementos, sirviéndose de los medios visibles de la mujer real. Las dos son cómplices en la misma coquetería visual.


Tintoretto recibió este apodo porque su padre era tintorero. El hijo, aunque hasta cierto punto se apartó del oficio y pasó, consiguientemente, al reino del arte, era, como todos los pintores, un «coloreador» de los cuerpos, la piel, los miembros.


Tintoretto. La dama que descubre el seno
 (Museo del Prado, Madrid)

Giorgione. Anciana (Galleria dell Accademia, Venecia)



Supongamos que ponemos la Anciana, de Giorgione, pintada unos cincuenta años antes, al lado del Tintoretto. Puestas juntas, las dos obras muestran que la relación peculiar e íntima existente entre el pigmento y la carne no entraña necesariamente una provocación sexual. Por el contrario, el tema de la pintura de Giorgione es la pérdida de ese poder de provocación.


Encontré al obispo en mi camino y muchas fueron las cosas que nos dijimos. «Ese pecho que ahora se ve flácido y caído, esas venas que pronto habrán de quedar secas, viven en una mansión celestial, y no en una inmunda pocilga.»


«La belleza y la inmundicia son parientes, y la belleza necesita la inmundicia», exclamé. Y, sin embargo, ninguna descripción en palabras -ni siquiera los versos de Yeats-pueden registrar, como lo hace la pintura, la tristeza de la carne de la anciana, cuya mano derecha muestra un gesto tan similar y, al mismo tiempo, tan diferente del de la mujer descubriéndose. ¿Por qué? ¿Tal vez porque el pigmento se ha convertido en carne? Podría ser así, pero no lo es exactamente. Más bien se diría que el pigmento ha pasado a ser la comunicación de esa carne, su lamento.


Finalmente, añadamos a estas dos pinturas Vanidad del mundo, de Tiziano, obra en la que una mujer se ha despojado de todas sus joyas (a excepción de su alianza) y de todos sus adornos. Los «perifollos» que ha rechazado por ser signos de la vanidad se reflejan en el enigmático espejo que sostiene en una mano. Pero incluso ahí, en el menos apropiado de los contextos, su cabeza pintada y sus hombros son una llamada de atención a su atractivo. Y el pigmento es esa llamada.


Tal es el vínculo, antiguo y misterioso, entre el pigmento y la carne. Este vínculo permite que las grandes Vírgenes con Niño ofrezcan una profunda seguridad y delicia sensual, del mismo modo que confiere a las grandes Pietàs todo el peso de su dolor: el peso terrible de la esperanza imposible de que la carne vuelva a estar viva. La pintura pertenece al cuerpo.


La materia de los colores posee una carga sexual. Cuando Manet pinta Merienda campestre (un cuadro que Picasso copió muchas veces durante su última etapa), la obvia palidez de la pintura no se limita a imitar, sino que pasa a ser la desnudez evidente de las mujeres recostadas sobre la hierba. Lo que exhibe la pintura es el cuerpo exhibido. La relación íntima (el punto de contacto) entre la pintura y el deseo físico, que uno ha de sacar de las iglesias y museos, academias y juzgados, tiene muy poco que ver con la especial textura mimética de los óleos, tal como lo expongo en mi libro Modos de ver. La relación comienza con el acto de pintar. Lo que cuenta no es la tangibilidad ilusoria de los cuerpos pintados, sino sus señales visuales, que tienen una complicidad tan asombrosa con las de los cuerpos reales.


Tal vez ahora podemos comprender un poco mejor lo que hizo Picasso durante los últimos veinte años de su vida, lo que se vio impulsado a hacer y lo que, como se podría esperar, nadie había hecho antes igual.


Estaba envejeciendo, era más orgulloso que nunca, amaba a las mujeres tanto como lo había hecho siempre y se enfrentaba al absurdo de su propia impotencia relativa. Una de las bromas más antiguas del mundo pasó a convertirse en su dolor y su obsesión e, igualmente, en un reto para su inmenso orgullo. Al mismo tiempo, vivía en un extraño aislamiento del mundo: un aislamiento que, como ya he observado, no había escogido él mismo, sino que era una consecuencia de su inmensa fama. La soledad de este aislamiento no aliviaba en modo alguno su obsesión; por el contrario, le alejaba cada vez más de toda preocupación o interés alternativo. Estaba condenado, sin posibilidad de escape, a un solo objetivo, a una suerte de manía, que tomó la forma de un monólogo. Un monólogo que se dirigía a la práctica de la pintura y a aquellos pintores del pasado que admiraba o amaba o envidiaba. El monólogo trataba del sexo. Su humor cambiaba de una obra a otra, pero el tema era siempre el mismo.


Las últimas pinturas de Rembrandt, en particular los autorretratos, son proverbiales por el modo en que ponen en tela de juicio todo lo que el artista había hecho o pintado antes. Todo se ve bajo otra luz. Tiziano, que murió casi tan viejo como Picasso, pintó hacia el final de su vida El desollamiento de Marsias y La Piedad, ambas en Venecia: dos extraordinarias obras últimas en las que la pintura, en cuanto que carne, se enfría. En el caso de Rembrandt y Tiziano, el contraste entre las primeras obras y las últimas es muy marcado. Pero también hay una continuidad, cuya base es difícil de definir en pocas líneas. Una continuidad del lenguaje pictórico, de la referencia cultural, de la religión y del papel del arte en la vida social. Esta continuidad matizaba y reconciliaba, hasta cierto punto, la desesperación de los dos pintores en su vejez: la desolación que sentían se convirtió en una triste sabiduría o en una súplica.


Tiziano. El desollamiento de Marsias


Con Picasso no sucedió lo mismo, tal vez porque, debido a múltiples razones, no se dio esa continuidad. En lo que al arte se refiere, él mismo había hecho mucho por destruirla. No porque fuera un iconoclasta, ni porque fuera impaciente con el pasado, sino porque odiaba las medias verdades heredadas de las clases cultas. El suyo fue un rompimiento en nombre de la verdad. Pero este rompimiento no tuvo tiempo de reintegrarse en la tradición antes de la muerte del pintor. Sus copias, durante el último período de su vida, de los antiguos maestros, como Velázquez, Poussin o Delacroix, eran un intento de encontrar compañía, de restablecer una tradición rota. Y le permitían unirse a ellos.


Pero ellos no podían unirse a él. Y así, se quedó solo: como siempre se quedan los viejos. Pero su soledad era irremediable porque, como persona histórica, se separó del mundo de su tiempo, y, como pintor, de una tradición pictórica que se había continuado hasta él. Nada podía responderle, nada le forzaba, y por ello su obsesión se convirtió en un delirio: lo opuesto a la sabiduría.


El delirio de un viejo con respecto a la belleza de algo que él ya no puede hacer. Una farsa. Una furia. ¿Y cómo se expresa el delirio? (Si no hubiera sido capaz de seguir pintando cada día, se habría vuelto loco o habría muerto: necesitaba el gesto de pintar para demostrarse a sí mismo que estaba vivo.) El delirio se expresa volviendo directamente a aquel vínculo misterioso que existe entre el pigmento y la carne y los signos que comparten. Es el delirio de ver la pintura como una zona erógena ilimitada. Pero los signos compartidos, en lugar de indicar un deseo mutuo, ahora sólo exhiben el mecanismo sexual. Toscamente. Con ira. Con una palabrota. Es ésta una pintura que echa pestes contra su propio poder, contra su madre. Una pintura que insulta a lo que antes celebró como sagrado. Nadie antes había imaginado hasta qué punto la pintura podía ser obscena con sus propios orígenes, como algo diferente de la ilustración de obscenidades. Picasso lo descubrió.


¿Cómo se pueden juzgar estas obras tardías? Es demasiado pronto para hacerlo. Quienes pretenden que son la cumbre del arte del pintor se muestran tan absurdos como siempre lo han sido los hagiógrafos de Picasso. Quienes las rechazan diciendo que no son sino las ampulosas repeticiones de un viejo saben muy poco del amor o de las crisis humanas. Los españoles se sienten orgullosos de su proverbial manera de soltar tacos. Admiran el ingenio de sus palabrotas y saben que el decirlas puede ser un atributo, incluso una prueba de dignidad. Nadie antes había sido un malhablado en términos pictóricos.





















BERGER, John (2013) Fama y soledad de Picasso. Madrid, Santillana. pp. 111-116.

El empobrecimiento de la capacidad de entender. Giovanni Sartori






El empobrecimiento de la capacidad de entender


Giovanni Sartori


El homo sapiens -volvemos a él- debe todo su saber y todo el avance de su entendimiento a su capacidad de abstracción. Sabemos que las palabras que articulan el lenguaje humano son símbolos que evocan también «representaciones» y, por tanto, llevan a la mente figuras, imágenes de cosas visibles y que hemos visto. Pero esto sucede sólo con los nombres propios y con las «palabras concretas» (lo digo de este modo para que la exposición sea más simple), es decir, palabras como casa, cama, mesa, carne, automóvil, gato, mujer, etcétera, nuestro vocabulario de orden práctico.


De otro modo, casi todo nuestro vocabulario cognoscitivo y teórico consiste en palabras abstractas que no tienen ningún correlato en cosas visibles, y cuyo significado no se puede trasladar ni traducir en imágenes. Ciudad es todavía algo que podemos «ver»; pero no nos es posible ver nación, Estado, soberanía, democracia, representación, burocracia, etcétera; son conceptos abstractos elaborados por procesos mentales de abstracción que están construidos por nuestra mente como entidades. Los conceptos de justicia, legitimidad, legalidad, libertad, igualdad, derecho (y derechos) son asimismo abstracciones «no visibles». Y aún hay más, palabras como paro, inteligencia, felicidad son también palabras abstractas. Y toda nuestra capacidad de administrar la realidad política, social y económica en la que vivimos, y a la que se somete la naturaleza del hombre, se fundamenta exclusivamente en un pensamiento conceptual que representa -para el ojo desnudo- entidades invisibles e inexistentes. Los llamados primitivos son tales porque -fábulas aparte- en su lenguaje destacan palabras concretas: lo cual garantiza la comunicación, pero escasa capacidad científico-cognoscitiva. Y de hecho, durante milenios los primitivos no se movieron de sus pequeñas aldeas y organizaciones tribales.


Por el contrario, los pueblos se consideran avanzados porque han adquirido un lenguaje abstracto -que es además un lenguaje construido en la lógica- que permite el conocimiento analítico-científico. Algunas palabras abstractas -algunas, no todas son en cierto modo traducibles en imágenes, pero se trata siempre de traducciones que son sólo un sucedáneo infiel y empobrecido del concepto que intentan «visibilizar». Por ejemplo, el desempleo se traduce en la imagen del desempleado; la felicidad en la fotografía de un rostro que expresa alegría; la libertad nos remite a una persona que sale de la cárcel. Incluso podemos ilustrar la palabra igualdad mostrando dos pelotas de billar y diciendo: «he aquí objetos iguales», o bien representar la palabra inteligencia mediante la imagen de un cerebro. Sin embargo, todo ello son sólo distorsiones de esos conceptos en cuestión; y las posibles traducciones que he sugerido no traducen prácticamente nada. La imagen de un hombre sin trabajo no nos lleva a comprender en modo alguno la causa del desempleo y cómo resolverlo. De igual manera, el hecho de mostrar a un detenido que abandona la cárcel no nos explica la libertad, al igual que la figura de un pobre no nos explica la pobreza, ni la imagen de un enfermo nos hace entender qué es la enfermedad. Así pues, en síntesis, todo el saber del homo sapiens se desarrolla en la esfera de un mundus intelligibilis (de conceptos y de concepciones mentales) que no es en modo alguno el mundus sensibilis, el mundo percibido por nuestros sentidos. Y la cuestión es ésta: la televisión invierte la evolución de lo sensible en inteligible y lo convierte en el ictu oculi, en un regreso al puro y simple acto de ver. La televisión produce imágenes ya nula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella toda nuestra capacidad de entender.


Para el sensismo (una doctrina epistemológica abandonada por todo el mundo, desde hace tiempo) las ideas son calcos derivados de las experiencias sensibles. Pero es al revés. La idea, escribía Kant, es «un concepto necesario de la razón al cual no puede ser dado en los sentidos ningún objeto adecuado (kongruirender Gegenstandi». Por tanto, lo que nosotros vernos o percibimos concretamente no produce «ideas», pero se insiere en ideas (o conceptos) que lo encuadran y lo «significan». Y éste es el proceso que se atrofia cuando el homos sapiens es suplantado por el homo videns. En este último, el lenguaje conceptual (abstracto) es sustituido por el lenguaje perceptivo (concreto) que es infinitamente más pobre: más pobre no sólo en cuanto a palabras (al número de palabras), sino sobre todo en cuanto a la riqueza de significado, es decir, de capacidad connotativa.





















Tomado de:
SARTORI, Giovanni (1998): Homo Videns. La sociedad teledirigida. Bs. As. Taurus, pp. 45-48.


25 enero 2016

Autobiografía, memoria e historia. Leonor Arfuch






(Auto)biografía, memoria e historia


Leonor Arfuch



El contorno abierto e impreciso del “espacio biográfico” –en verdad, una espacio/temporalidad– no ha cesado de expandirse en el marco de la globalización, alentado por el despliegue sin fin de las tecnologías: multiplicidad de formas, géneros, estilos y soportes, que tanto remedan como contrarían a sus antecesores, ocurrencias mediáticas, académicas, literarias, cinematográficas, en las artes visuales, en Internet, prácticas que alteran decisivamente los umbrales entre lo público, lo privado y lo íntimo, y que dan cuenta, más allá del análisis específico de sus géneros, de una verdadera reconfiguración de la subjetividad contemporánea. 


Es sin duda esa diseminación, que en una lectura sintomática podríamos quizá pensar como búsqueda utópica de autenticidad, autoafirmación y singularidad ante la uniformidad y el anonimato de nuestras sociedades, la que motiva el creciente interés académico por los estudios (auto)biográficos; pero es también la enorme importancia que ese espacio ha adquirido en relación a las esferas del saber, del conocimiento y del reconocimiento, en todas sus dimensiones: teórica, estética, ética y política. Ese registro de la voz –la primera persona, el testimonio– en tanto expresión altamente valorada de la experiencia, tanto individual como colectiva, resulta hoy imprescindible en relación, justamente, con la dimensión sociohistórica de nuestro conflictivo presente. 


El “espacio biográfico” altera decisivamente, como ya dijimos, las esferas clásicas de lo público y lo privado para delinear una nueva “intimidad pública”, tanto en su carácter modélico de “educación sentimental”, ligada al despliegue subjetivo y hasta narcisístico, como en la dramaticidad del vivir y la elaboración testimonial de memorias traumáticas. Así, ese espacio podrá cobijar, además de sus “clásicos”, orientaciones colectivas del deseo, el placer, la notación emocional de la cultura, la experimentación autoficcional y crítica, la afirmación de identidades colectivas, la ampliación de derechos y la búsqueda de reconocimiento –es notable, por ejemplo, el papel que jugaron ciertos relatos autobiográficos en la escena pública para la sanción de la ley de matrimonio igualitario en la Argentina–; el creciente interés en la relación entre afectividad y política; la importancia testimonial y terapéutica del relato de experiencias traumáticas, tanto en lo que hace a historias familiares como a violencias políticas y crímenes de lesa humanidad; la relevancia ética de las historias de vida en la configuración de nuevas identidades –migrantes, (trans)culturales, sexuales, de género– así como en situaciones y conflictos cotidianos; la obsesión de la autoexposición en la escena pública a través de los medios y las redes de Internet; un énfasis en la visualidad que se expresa, entre otras cosas, en el auge de la fotografía. En fin, una auténtica heterogeneidad bajtiniana en cuanto a formas, estilos y objetivos que remiten a distintos sistemas de valoración del mundo pero que guardan entre sí ciertos “parecidos de familia”.


Es esa diversidad la que quise aprehender en mi definición del “espacio biográfico” aún a riesgo de incomodar visiones más tradicionales, apegadas a la especificidad de los géneros y su posible ordenación jerárquica. Pero ese desplazamiento de las “grandes obras”, de emblemáticas construcciones de la subjetividad al terreno común de la discursividad social, requería asimismo de otros instrumentos teóricos, de una “teoría sin fronteras”, si pudiera decirse, donde la materialidad lingüística, literaria y narrativa dialogara con el psicoanálisis, la sociología, la semiótica, la filosofía política, la antropología, la estética, los estudios culturales. 


Propongo pensar los “espacios (auto)biográficos” en ese terreno, en relación con los otros significantes del título: la memoria y su dimensión sociohistórica, una cuestión de particular relevancia en cuanto a las narrativas del pasado reciente en la Argentina, que comparte la inquietud memorial con otros países de América Latina, como Chile, Colombia y también Brasil. El tema de la memoria, en estrecha relación con la justicia y con la afirmación ética de los derechos humanos, ha sido siempre un objeto preciado de mi investigación: he trabajado sobre discursos, acontecimientos, debates y expresiones del arte, pero lo que me interesa abordar aquí es justamente el cruce entre lo biográfico y lo memorial, la manera sutil en que se entraman, en diversas narrativas, la experiencia individual y la colectiva, en el camino de una memoria histórica. 


Como en mi trabajo sobre el espacio biográfico, al abordar esas narrativas no quise hacerlo desde la delimitación canónica de los géneros –y entonces hablar de un “nuevo cine argentino” o una “nueva literatura” o un “nuevo arte político”– sino atender a las articulaciones entre los diversos registros significantes, a la emergencia sintomática y periódica de múltiples formas de la memoria, a sus diálogos, hiatos y confrontaciones, a las tensiones y conflictos que inevitablemente suscitan; en definitiva, a la definición posible de un espacio memorial –o un “estado de memoria”, según la feliz expresión de Tununa Mercado (2008)– atravesado profundamente por lo (auto)biográfico. Difícil tarea, que hace a una reflexión constantemente desafiada por nuevos acontecimientos de toda índole: políticos, jurídicos, teóricos, estéticos.


Esa voluntad articuladora –que también podría llamarse semiótica– es ante todo teórica: desde qué lugar pensar la cuestión de la memoria, especialmente la traumática, en distancia crítica de su “naturalización” como consigna que puede derivar en automatismo, pero también de su oscurecimiento en el devenir histórico tras las ideas de “amnistía” o “reconciliación”. Aquí, la vuelta a los clásicos, de la mano de Paul Ricoeur (2004), es inspiradora: la memoria como “huella en la cera” según Platón –y entonces como afección, marca en el alma–, la memoria como imagen en Aristóteles –y entonces en cercanía de la imaginación. Memoria como trabajo, como rememoración –anamnesis– y no como azarosa emergencia del recuerdo, como un esfuerzo afectivo y reflexivo, en búsqueda de razones –aun para lo que parece irracional–; memoria no tanto conmemorativa como prospectiva, podríamos decir, memoria del por-venir.


Memoria fluctuante, sujeta al vaivén de la temporalidad y no sólo a la pugna con el olvido –por otra parte, su otro constitutivo– que nunca se establece por entero, jaqueada siempre por la aparición de un algo más, huella, revelación, testimonio, prueba. Memoria plural, memorias, apenas pasa de ser un concepto teórico a configurarse en la diversidad narrativa, a expresar tanto la aporía aristotélica de “hacer presente lo que está ausente” como la desconcertante reflexión de Maurice Halbwachs (1992) al formular su concepto de “memoria colectiva”: pese a que hay experiencias compartidas por una comunidad, sólo los individuos, las personas, recuerdan.Memorias en plural y, entonces, como terreno de conflicto: la pugna por el sentido de la historia comienza también en su paso inicial; qué es lo que se recuerda, qué es lo que permanece en el flujo del acontecer y accede a la dignidad de la memoria, qué es lo que se silencia, se rechaza o se obnubila. En otras palabras, qué, para quién, para qué.


Todos estos aspectos adquirieron especial relevancia al abordar ese “pasado reciente” de la Argentina, un pasado profundamente traumático, tanto en su historicidad como en su actualidad, el presente del pasado, podría decirse, su insistencia punzante, su pendiente, ese “salir al paso” benjaminiano, que se expresa tanto en la proliferación de narrativas testimoniales, académicas, ficcionales, como en la lucha política y en el accionar de la justicia: juicios abiertos a represores que están teniendo lugar, búsqueda infatigable de niños apropiados, nuevas denuncias que salen a la luz mostrando complicidades cívicas, debates críticos sobre la violencia revolucionaria, demandas de “memoria completa” que involucra también a las víctimas de la guerrilla...


El trauma es entonces otro concepto ineludible en la articulación de una perspectiva teórica: su carácter elusivo e intratable que sin embargo se revela en síntomas, su insistencia maníaca en relatos y gestos reiterados, el desborde de palabra que suele rodear aquello resistente a todo decir. Sin embargo, el narrar, aún compulsivo, que hasta puede infringir –en muchos relatos testimoniales– el umbral del pudor, conlleva un efecto terapéutico, no sólo por la posibilidad cierta de poner en forma una experiencia, que es también una puesta en sentido, sino sobre todo por la instauración de la escucha como apertura dialógica al otro, recuperación del lazo de la comunicación en su sentido ético.


El testimonio fue –y continúa siendo, en la medida en que se abren nuevos juicios– un género privilegiado en los trabajos de la memoria. En su primera fase, la de la presentación de víctimas y testigos ante la Comisión de notables (la CONADEP) que convocó el gobierno de Alfonsín y que dio lugar a la recopilación de relatos en el Nunca Más (1984), reiterados poco después en el Juicio a las ex Juntas militares (1985), tuvo el carácter indelegable de prueba para una acusación y constatación de los crímenes de lesa humanidad perpetrados sobre la base de una planificación perfectamente orquestada desde las instituciones del Estado. Pero su potencia narrativa no se agotó allí sino que siguió desplegándose, en etapas sucesivas, en otros géneros y formatos: recopilaciones en libros, filmes, videos, investigaciones. Hay quienes explican esta primacía del género por la falta de documentación probatoria, de archivos y registros que eximan de la palabra reiterada de las víctimas (que realizan, performativamente, el precepto austiniano en el que volver a decir es volver a vivir). Otros ponen el acento en una excesiva “victimización” de la memoria, en una exacerbada asunción del yo que se instituye en prueba suficiente, relativizando otras fuentes consustanciales a la disciplina histórica. Por cierto, la valoración del testimonio y el respeto a las víctimas no excluye la distancia crítica, tanto en términos de ese “yo” que se estructura en el relato (donde pesan las restricciones del inconsciente, su “no todo”) como de la supuesta espontaneidad del decir sobre la cual nos alertaba Roland Barthes [1967] (1984), y la no desdeñable vecindad entre memoria e imaginación, que no desdice la “verdad” de los hechos pero la pone en el contexto situado de una experiencia singular e irrepetible.


Y aquí tocamos otro concepto esencial en nuestra problemática: el de experiencia, revisitado actualmente desde distintas ópticas, donde vuelven a resonar los ecos benjaminianos de la “pérdida de la experiencia”. Si nos atenemos a la proliferación de relatos en el escenario argentino, ella desdice la “mudez” de lo intransferible que encerraba ese concepto en relación a un peculiar momento histórico –el regreso de los soldados de la Gran Guerra, que había alterado todo lo conocido–, pero quizá haya que repensar el concepto en lo que supone como pérdida de los espacios comunes de recepción, pérdida de la distancia que hace al relato incorporable desde una tradición, susceptible de ser acogido, interpretado e incluso intervenido para asimilarse a la “propia” experiencia. Por el contrario, el testimonio crudo, investido de su carga fantasmática, de su horror reciente y reiterado, del detalle del agravio a los cuerpos es difícilmente asimilable, pese a la conmoción que suscita, a ese impacto en la sensibilidad que no siempre puede identificarse con una ética de la responsabilidad. Pero quizá esa pobreza de la experiencia pueda ser suplida por la riqueza de la imaginación, por el trabajo de la escritura, como afirmaba recientemente el escritor Carlos Gamerro (2010): “No sólo el que padeció puede hablar, no siempre el que ha tenido la experiencia será el que mejor la cuente”. “La literatura –agregaba– puede ser autobiográfica en negativo, no como la historia de lo que nos pasó sino de lo que nos pudo haber pasado”. En ese “podría haber sido”, en esas otras vidas que podríamos haber vivido en la misma época –o en cualquier otra– se juega, creo, un rasgo esencial en la elaboración memorial que cada uno pueda realizar de ese pasado.  


Pero quizá el espacio biográfico mismo se juegue precisamente en ese “podría haber sido”, tanto por el infinito fluir de las identificaciones que nos hacen adictos a las vidas de los otros, como por la ficción de sí mismo que todos alimentamos, por esas otras vidas deseables que estaban disponibles para nosotros por azar o por elección.


En la vecindad del testimonio y en la larga temporalidad de la memoria han surgido, además de los identificados como “ficción”, infinidad de relatos –artísticos, cinematográficos, literarios, críticos–que se ubican en alguna región del espacio biográfico, aunque no siempre en ajuste a sus géneros canónicos. Son trabajos del arte de la memoria, podríamos decir, alejados de la función probatoria, de la figura del testigo, ligados a las modulaciones de una historia personal pero sin intervención de lo privado o bien bajo formas autoficcionales, donde el yo fluctúa en diversas identificaciones y se deslinda de la verdad referencial.


A rasgos generales, y en coincidencia con la opinión de Gamerro sobre la literatura, es el arte quizá, en relación con la memoria, el que aporta un impacto simbólico irremplazable, en tanto modo de significar que va más allá del “relato de los hechos” para desplegar sin límites la dimensión de la metáfora, cuyo don es, volviendo a Aristóteles, el innegable privilegio icónico de “hacer ver el mundo de otra manera”. Potencia de la imagen –o de la palabra como imagen, en su textura poética y sensible– que toca otros registros de la percepción y, por ende, de la comprensión. Digo esto pensando en particular en el trabajo de algunos artistas contemporáneos a los que me voy a referir, pero sigo creyendo que la mejor obra de arte, la que anuda de modo inconfundible memoria, imagen e identidad, es esa estructura móvil y cambiante que componen las fotos de los desaparecidos que las Madres llevan en cada conmemoración y que también nos hablan en muros y pancartas.


Es que la desaparición traza un espacio sin equivalente donde presencia y ausencia se tensan en una simultaneidad dolorosa, sin pausa, sin aquietamiento. La visualidad aparece así como un terreno privilegiado: hay necesidad de recuperar las imágenes, los rostros, los momentos, las expresiones cotidianas de la vida que súbitamente se tornaron en sombras. La ausencia, la búsqueda identitaria y los intentos vanos de ocupar los espacios vacíos caracterizan una serie de filmes de hijos de desaparecidos que pueden agruparse en una línea común, sin perjuicio de sus diferencias estéticas y hasta políticas. Entre ellos, María Inés Roqué, con su obra pionera, Papá Iván (2000), abría un camino de indagación respecto de su padre, un destacado dirigente guerrillero, y también de rebeldía, de lo que se llamó “memoria airada”, anunciada por un epígrafe inicial: “Prefiero un padre vivo a un héroe muerto”. Un film documental, de formato más o menos tradicional, con fotografías, diálogos, entrevistas, imágenes de archivo, vuelta sobre lugares altamente simbólicos (la casa, la escuela, el barrio). En él se alternaban la mirada de la niña y de la adulta, cuyo peculiar involucramiento personal y autobiográfico lo inscribía en el marco de una nueva nominación que tornaba en canon lo que podría pensarse como oxímoron: “documental subjetivo”.


Papá Iván (2000) de María I. Roqué

Posteriormente, y en la misma línea del documental subjetivo, Albertina Carri, con su polémico film Los Rubios (2002), introducía una variante en la que la rebeldía no era sólo afectiva sino también formal: el deseo de incomodar, de molestar las conciencias más que de producir catarsis, el rechazo a recorrer caminos trillados, a tratar de suplir la ausencia –del padre y de la madre en este caso, desaparecidos cuando ella tenía 3 años– con palabras de otros –testimonios, cartas, recuerdos–, la fluctuación entre “poner el cuerpo” y ser representada por una actriz –es decir, el dilema de la primera persona–, la certeza desoladora de que no hay ninguna verdad a descubrir sino quizá solamente la imaginación para suplir los retazos faltantes de la infancia; aquí, los míticos muñequitos Playmobil, animados, juegan escenas profundamente conmovedoras. Más tarde, Nicolás Prividera, con M (por “Mamá” y por “Memoria”) (2007) se planteó una aproximación diferente, inquisitiva, buscando testigos y huellas no sólo familiares sino de hechos, reacciones y complicidades en la desaparición de su madre, una obra en algún sentido detectivesca –él mismo vestido con el típico piloto inglés a lo Sherlock Holmes–, más política, formulando preguntas ante los eslabones sueltos de la historia, tomando posición y enjuiciando; un modo, quizá, de intentar colmar la ausencia con razones.




Los rubios (2002) de Albertina Carri


Otras dos obras visuales podrían integrarse a este grupo: la instalación Arqueología de la ausencia de Lucila Quieto, y las fotografías de Gustavo Germano, Ausencias. En el primer caso la desaparición del padre ha sido anterior a su nacimiento; en el segundo, es el hermano mayor el que ha desaparecido a los 18 años. Si la memoria se enfrenta a la aporía aristotélica de “hacer presente lo que está ausente”, ¿cómo suplir la ausencia de quien ni siquiera ha estado, en algún momento, presente? El camino de Lucila fue el de la invención de la presencia, podríamos decir, la creación de un recuerdo inexistente: proyectó fotos de su padre desaparecido y se fotografió a sí misma participando de la escena. En palabras de la curadora de la muestra, Julieta Escardó (2006): “Lucila Quieto parte de fotografías heredadas para crear fotos imposibles. Obsesionada por la idea de no tener fotos junto con su padre, decidió que si no tenía ‘esa imagen’ a partir de la cual poder recordar, debía producir primero aquella fotografía que le permitiera crear el recuerdo”. Luego ofrece su “invento” a otros amigos, también hijos de desaparecidos, con una invitación que decía: “Ahora podés tener la foto que siempre quisiste”. Así los hijos, ya casi de la edad que tenían sus padres cuando desaparecieron o cuando fueron retratados tal vez por última vez, aparecen compartiendo en las imágenes lo que les fue negado en la vida, nuevamente, el “podría haber sido”.


Si la inquietud de la ausencia inspiró también la obra de Gustavo Germano, su modalidad expresiva fue radicalmente diferente: mostrar justamente esa ausencia como una anomalía del presente. Para ello volvió a su provincia natal, Entre Ríos, contactó a distintas familias, seleccionó 15 casos, entre ellos el propio, y confrontó viejas fotografías, en las que algunos de los retratados están desaparecidos, con nuevas fotografías que tomó, treinta años después, recreando la misma escena con los sobrevivientes, familiares o amigos, buscando el exacto lugar, la pose, el momento del día, la semejanza de la luz, para poner justamente de manifiesto la falta, el hueco reconocible del cuerpo en la imagen, las huellas del tiempo y de la pérdida en los personajes, incluido él mismo con sus dos hermanos, confrontados a una fotografía de cuando eran niños. El armado de la exposición reponía los nombres de los retratados en la primera imagen y sólo un punto para el/la ausente en la segunda, un minimalismo quizá cuestionable –el nombre es justamente lo que sobrevive a la muerte y lo que intentó ser borrado en las tumbas bajo el “NN”– pero de un fuerte impacto simbólico. 


De la serie Ausencias de Gustavo Germano


En ambos casos se hace manifiesto ese perturbador efecto de la fotografía que algunos autores ven en cercanía de la muerte: lo que no está contenido en el recuadro, lo que escapa, el misterio de su más allá, pero también su temporalidad, lo que dice del devenir del tiempo la imagen capturada en un instante fugaz. Este conjunto de obras –que no pretendo “representativo”– da cuenta, sin embargo, de la potencia de la relación memoria/imagen/imaginación en el trazado hipotético de una biografía, así como de ciertos rasgos que definen al espacio biográfico: el involucramiento personal en la historia que se cuenta, el impacto emocional que eso supone, la narración como puesta en forma de la vida, la inquietud del pasado, la búsqueda de huellas, la necesidad de recurrir a otros para armar la propia historia, el yo que se objetiva en un “otro yo” –en los filmes, por ejemplo, desdoblamientos entre personaje y narrador, cuerpo presente en la imagen o sólo voz–; una búsqueda que hasta podría decirse genealógica pero no tanto en el sentido de quiénes fueron los padres (en algún lado escribí que los padres son nuestros más entrañables desconocidos: el misterio de sus vidas siempre se nos escapa, hay secretos, cosas de las que no se habla o no tuvimos nunca el tiempo suficiente) sino más bien de quiénes son esos hijos, es decir, cómo se construye una identidad a partir de esa ausencia que supone también una gran violencia. Por eso quizá tantas preguntas sobre el pasado que se escurre en el devenir de los días, búsqueda de sentidos de la vida y de esas otras vidas, tan próximas y tan lejanas.


Pero lo que también ponen en escena estas obras es la sutil relación entre (auto)biografía y testimonio, su compromiso y su dilema. El compromiso que supone trabajar una materia sensible para muchos, más allá de la modulación personal. El dilema de respetar cierta fidelidad a los hechos sin perder la libertad metafórica, si pudiera decirse, que coloca a estas obras más bien del lado de la autoficción. Un desafío no sólo temático sino también ético y estético: cómo contar, cómo eludir el estereotipo –aunque se camine siempre sobre terreno hollado– y decir algo diferente. Cada uno en su estilo, sin embargo, creo que ha logrado esa difícil articulación: poner al desnudo la huella lacerante de la pérdida singular y en ese gesto hacer visible la tensión entre lo individual y lo colectivo. Creo además que esa invención de sí y/o de otro que cada uno intentó a su manera tiene menos que ver con la nostalgia que con la fuerza del recuerdo, con cierta energía de la recuperación del pasado y la apertura hacia el futuro. 








Tomado de:
ARFUCH, Leonor "(Auto)biografía, memoria e historia" En: Clepsidra, revista Interdisciplinaria de Estudios sobre Memoria n°1, marzo 2014, pp. 68-81.