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07 febrero 2021

Una teoría de la lectura. José Luis De Diego

 



Una teoría de la lectura


José Luis De Diego


Es posible realizar una lectura de los textos de Barthes a partir de la noción de “escritura”. El desplazamiento de los intereses de Barthes que se opera en El placer del texto produce una ruptura que —si bien ya perfilada en S/Z— se hace explícita en el '73 y deriva en una línea que se cierra en el '77 con Fragmentos de un discurso amoroso. Veamos uno de los fragmentos de El placer...: “El texto que usted escribe debe probarme que me desea. Esa prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma” (p. 14). Afirmar que la escritura es ahora nada menos que una “ciencia de los goces del lenguaje” implica una ruptura que, en relación con los textos anteriores, resulta insostenible. Esta afirmación permite dos reflexiones: a) Barthes ha abandonado el rigor de una teoría que ha construido progresivamente desde sus primeros textos: la ciencia ya no tiene un “aura” negativa; la escritura no se asocia ni a un ethos social, ni a una estructura, sino a un goce, b) Este abandono tiene evidentes desplazamientos hacia los modos en que Barthes organiza su exposición: el fragmento, la digresión, la prosa aforística; su estilo se “literaturiza”.


Si intentamos una grafica del desplazamiento, vemos: 

a) 1955 (El grado cero...)-. Escritura: Lengua y Estilo

b) 1966 (“Introducción...”). Escritura: Lengua (Estilo)

c) 1973 (El placer...). Escritura: (Lengua) Estilo


a) Entre el horizonte de la lengua (límite social) y la verticalidad del estilo (nace del cuerpo y del pasado del escritor), la escritura instaura otra realidad formal.

b) El interés deriva hacia la lengua (el modelo); son los años del estructuralismo ortodoxo.

c) El modelo de la lengua es “científico”: a partir de los textos de Nietzsche se “deconstruye” el modelo. Otras categorías aparecen en escena: “cuerpo”, “yo”, “imaginario”, etc., todas ellas ligadas a la definición originaria de “estilo”.


El esquema precedente —revelador del desplazamiento que mencionábamos— requiere una advertencia. En rigor, las categorías que resultan centrales en los 70 no se asocian a la noción de “estilo”, ya que esta noción apareció ligada años atrás a la figura del escritor y el interés de Barthes se detiene ahora en el lector. Hemos hecho referencia a categorías fundantes de los 70 como “connotación” y la oposición “texto legible/texto escribible”, categorías que habían alejado a la escritura de Barthes de su preocupación por el texto en tanto objeto estructurado.


El interés creciente por la lectura y por el lector ocupa la primera mitad de la década del 70. No se trata, empero, de un interés aislado. La crisis en la teoría literaria contemporánea de los llamados sistemas “totalizantes”, omnicomprensivos, como lo fueron el estructuralismo y el marxismo, posibilitaron la apertura hacia nuevos rumbos, relativistas y contextualistas. Barthes es, sin duda alguna, un protagonista central de esa crisis y de esta apertura. No obstante, si bien las figuras del lector y de la lectura crecen, no siempre los enfoques son coincidentes. Se podría decir que hay, por lo menos, tres perspectivas diferentes.


1— Una perspectiva sociológica, una sociología de la comunicación y distribución de la literatura. Se enmarcan en esta tendencia los trabajos de Robert Escarpit, en los cuales las herramientas de la sociología —estadísticas, cuestionarios, análisis de variables— permiten establecer pautas para la discusión de categorías como literatura popular o de niveles de lectura de acuerdo con la condición social del público lector, “recorridos” de textos, etc.


2— Una perspectiva anclada en la tradición hermenéutica, particularmente en la revaloración de la obra de Hans Gadamer a partir de los trabajos de Hans Jauss y Wolfgang Iser. Allí se condiciona la interpretación de los textos literarios desde la actualización del horizonte del lector. La construcción del horizonte —o, mejor dicho, los horizontes de expectativa y de experiencia— permiten establecer las diferentes lecturas que distintas sociedades en distintas épocas hacen de un mismo texto. El sentido de un texto, por lo tanto, no se agota en sí mismo, sino que circula y se transforma. La lectura que hicieran los románticos de Shakespeare, por ejemplo, desde el célebre prólogo a sus obras de Víctor Hugo, difiere notablemente de las puestas de Shakespeare en el siglo XX, muchas de ellas “atravesadas” por la lectura de Freud.


3— El desarrollo de los estudios semióticos también deriva hacia una preocupación que apunta al lector, la lectura y el sentido. Luego de escribir sus conocidos La estructura ausente y Tratado de semiótica general, Umberto Eco publica Lector in fatula. Allí se formulan categorías centrales en la semiótica de la narración como “lector modelo”, “estrategia/s”, “interpretación/uso”, etc. Existe una articulación de sentido entre el “lector modelo” o lector que el texto prevé y el lector real. De esa articulación depende la resolución del acto de lectura. Eco explica los diferentes niveles de articulación a partir de la participación del lector real en el mecanismo de sentido. De este modo, habrá lectura, interpretación o uso del texto.


Si bien estas perspectivas no se desarrollan exactamente en los mismos años (los textos de Escarpit son anteriores a la década del 70) resultan reveladores del desplazamiento a que hacíamos referencia. Es significativo el hecho de que los autores mencionados en diferentes momentos de sus obras se distancian y polemizan con Barthes. Uno de los reproches más insistentes tiene que ver con la asistematicidad de las posiciones de Barthes. Adoptar técnicas de la sociología, incorporarse a la tradición hermenéutica, o desarrollar categorías de la semiótica en una teoría de la lectura, implica situarse —aunque a veces críticamente— en la seguridad de saberes consagrados. Barthes opta por la actitud inversa: elabora sus posiciones teóricas a partir de categorías que “roba” de otros saberes y que, en su escritura, se “deforman” y potencian con nuevos sentidos. Quizás el ejemplo más visible sea el uso libre que Barthes hace de categorías derivadas del psicoanálisis.


Ya en S/Z existía una teoría de la lectura. Allí, la evaluación de un texto debe estar ligada a la práctica de la escritura. A partir del valor que esa evaluación encuentra —lo “escribible”— es posible postular su contra-valor reactivo: lo legible. Esto es así dado que “nuestra literatura está marcada por el despiadado divorcio que la institución literaria mantiene entre el fabricante y el usuario de un texto, su propietario y su cliente, su autor y su lector” (S/Z, p. 2). 


Según Barthes, hoy la lectura no es más que un referéndum. ¿Cómo evaluar, por lo tanto, los textos legibles? Se recurre, entonces, a una palabra “prohibida” cinco años atrás: la interpretación. No obstante, Barthes rápidamente se distancia de la tradición hermenéutica: “Interpretar un texto no es darle un sentido (más o menos fundado, más o menos libre), sino por el contrario apreciar el plural del que está hecho” (S/Z, p. 3). La noción de “plural” —que ya aparecía en Crítica y verdad— asociada a la teoría de la intertextualidad, que Kristeva había postulado pocos años antes, permite una nueva aproximación a la operación de lectura: “Cuanto más plural es el texto, menos está escrito antes de que yo lo lea: no le someto a una operación predicativa, consecuente con su ser, llamada lectura, y yo no es un sujeto inocente, anterior al texto, que lo use luego como un objeto por desmontar o un lugar por investir. Ese ‘yo’ que se aproxima al texto es ya una pluralidad de otros textos, de códigos infinitos” (S/Z, p. 6). Así como frente a la obra- mercancía se oponía el valor productivo de la escritura, a la lectura como gesto parásito se opone la lectura como trabajo. Leer es un trabajo de lenguaje y el método de este trabajo es topológico. “Leer es encontrar sentidos, y encontrar sentidos es designarlos, pero esos sentidos designados son llevados hacia otros nombres; los nombres se llaman, se reúnen y su agrupación exige ser designada de nuevo: designo, nombro, renombro: así pasa el texto: es una nominación en devenir, una aproximación incansable, un trabajo metonímico” (S/Z, p. 7). Desde esta perspectiva, son posibles dos reivindicaciones: a) la del olvido, planteado no como un error de ejecución —olvidar un sentido— sino como un valor afirmativo, como un modo de confirmar la pluralidad del texto: “leo porque olvido”; b) la de la relectura, operación opuesta a los hábitos comerciales e ideológicos: leer el texto como si ya hubiese sido leído; poder salirse de la lógica y de la cronología de la historia para sumergirse en un tiempo mítico sin antes ni después.


Las consecuencias de la ruptura que provoca S/Z con la obra anterior de Barthes ya han sido parcialmente explicitadas: a) desde el punto de vista teórico, el acento puesto en la lectura deriva en la incorporación al discurso crítico de Barthes de nuevas categorías que aparecerán de un modo central, según veremos, en sus textos posteriores; b) desde el punto de vista metodológico, la lectura marca definitivamente los modos de análisis textual: el “paso a paso”, la “lexia” o unidad de lectura, el texto esparcido/quebrado, etc. Si revisamos las entrevistas de aquellos años recopiladas en El grano de la voz, vemos hasta qué punto Barthes era consciente de esa ruptura. En 1971, afirma que, “de hecho, lo que traté de comenzar en S/Z, es una identificación de las nociones de escritura y lectura: quise ‘aplastarlas’ una contra la otra. No soy el único, es un tema que circula en toda la vanguardia actual. Una vez más, el problema no es pasar de la escritura a la lectura, o de la literatura a la lectura, o del autor al lector: el problema, como se ha dicho, es un problema de cambio de objeto, de cambio de nivel de percepción: la escritura y la lectura deben concebirse, trabajarse, definirse, redefinirse ambas juntas. Porque si se continúa separándolas, ¿qué ocurre? En ese momento se produce una teoría de la literatura que si aísla la lectura de la escritura jamás podrá ser más que una teoría de orden sociológico o fenomenológico, según la cual la lectura será siempre definida como una proyección de la escritura y el lector como un ‘hermano’ mudo y pobre del escritor” (p. 147).


En 1973, el método provisional y sujeto a correcciones que se había planteado en S/Z ya ha desaparecido. La asistematicidad teórica se manifiesta en la digresión y el fragmento. Nos referimos a El placer del texto. Se ha escuchado con frecuencia que, en la medida en que Barthes abandona un discurso sistemático y “científico”, sus posturas tienden hacia el individualismo y el hedonismo. La recurrencia en el texto del 73 a lo asocial, lo atópico y la ficcionalidad del lector pareciera colocar a su discurso fuera de toda referencia histórica, social o política: Barthes deja de ser un pensador “crítico” y deriva hacia la exaltación de un placer individual y aristocrático. Contra esta versión “hedonista” de El placer... es necesario afirmar la profunda radicalidad de algunos de sus fragmentos en los que se cuestionan axiomas ideológicos fuertemente arraigados en hábitos culturales y sociales. La reconstrucción de estos axiomas nos permitirá explorar los fragmentos críticos de Barthes e intentar una sistematización de los postulados de un texto en apariencia caótico.


a) Leer correctamente es respetar el sentido que el autor dio al texto (lo-que-el-autor-quiso-decir)


Cuestionar este axioma no es, en rigor, tarea de El placer.... Ya en los ’60, Barthes se había ocupado de demoler la figura del autor como depositario del sentido de un texto. El autor era una figura que excedía los límites que se imponía el análisis estructural. Existía sí un interés por el narrador en tanto figura inmanente al relato (“ser de papel”). Ahora bien, resulta innegable que un texto pone en circulación sentidos: si el autor no es el depositario de los mismos, entonces quién se hace cargo de ellos.


b) Leer correctamente es respetar el sentido del texto.


Axioma fundamental de la tradición hermenéutica, interpretar un texto es develar su sentido último, el sentido oculto detrás de la apariencia que impone la retórica y el estilo. A partir de S/Z, Barthes ataca constantemente este segundo axioma desde la teoría del plural del texto y de la materialidad del significante: todo texto significa sin cesar y muchas veces. Sin embargo, en el 70 el método de las lexias o unidades de lectura era posible ya que se encontraban atravesadas, cruzadas, por el sentido que otorgaban los cinco códigos. Ahora, no sólo los códigos han desaparecido, sino que irrumpen en escena categorías nuevas: la más importante asociada a la lectura es la de perversión. “La perversión es la búsqueda de un placer que no está neutralizado por una finalidad social o de la especie. Es, por ejemplo, el placer amoroso que no está contabilizado con vistas a una procreación. Es el orden de los goces que se ejercen sin ningún fin. El tema del derroche (...) Y en la medida en que, psicoanalíticamente, la perversión es desprendida de la neurosis, el pensamiento freudiano pone el acento sobre el hecho de que el perverso es, en suma, alguien feliz” (p. 240). Si retomamos entonces el tema del axioma 2, diremos que la lectura, en tanto práctica perversa, acrecienta el placer —la “felicidad”— en la medida en que distorsiona y altera la función —el sentido— del órgano —el texto—. Es conveniente volver a citar un fragmento de El placer... que es explícito al respecto: “Cuanto más una historia está contada de una manera decorosa, sin dobles sentidos, sin malicia, edulcorada, es mucho más fácil revertiría, ennegrecerla, leerla invertida (...) Esta reversión, siendo una pura producción, desarrolla soberbiamente el placer del texto” (p. 44). Finalmente, podemos afirmar: a) No existe “el sentido del texto”; b) Si existe un sentido (plural, precario, provisional), la lectura más “feliz” —perversa— consiste no en respetarlo sino en deformarlo, revertirlo. 


c) Leer correctamente es concentrarse en el texto: no distraerse.


A este axioma escolar (repetido con frecuencia por los profesores de literatura) Barthes opone otra forma de la perversión en un magnífico fragmento: “Estar con quien se ama y pensar en otra cosa: es de esta manera que tengo los mejores pensamientos, que invento lo mejor y más adecuado para mi trabajo. Ocurre lo mismo con el texto: produce en mí el mejor placer si llega a hacerse escuchar indirectamente, si leyéndolo me siento llevado a levantar la cabeza a menudo, a escuchar otra cosa. No estoy necesariamente cautivado por el texto de placer; puede ser un acto sutil, complejo, sostenido, casi imprevisto: movimiento brusco de la cabeza como el de un pájaro que no oye nada de lo que escuchamos, que escucha lo que nosotros no oímos” (p. 41). De esta manera, la “distracción” es otro modo de “faltar el respeto” al texto que Barthes reivindica desde una concepción de la lectura como un acto complejo. Esta complejidad merece —gesto típico en Barthes— una clasificación, una tipología de los lectores: las categorías utilizadas derivan del psicoanálisis por las razones que el mismo Barthes expone en uno de los fragmentos más comentados de El placer...:. “Se podría imaginar una tipología de los placeres de lectura —o de los lectores de placer—; esta tipología no podría ser sociológica pues el placer no es un atributo del producto ni de la producción, sólo podría ser psicoanalítica comprometiendo la relación de la neurosis lectora con la forma alucinada del texto. El fetichista acordaría con el texto cortado, con la parcelación de las citas, de las fórmulas, de los estereotipos, con el placer de las palabras. El obsesivo obtendría la voluptuosidad de la letra, de los lenguajes segundos, excéntricos, de los meta-lenguajes (esta clase reuniría todos los logófilos, lingüistas, semióticos, filólogos, todos aquellos para quienes el lenguaje vuelve). El paranoico consumiría o desarrollaría textos sofisticados, historias desarrolladas como razonamientos, construcciones propuestas como juegos, como exigencias secretas. En cuanto al histérico (tan contrario al obsesivo) sería aquel que toma al texto como moneda contante y sonante, que entra en la comedia sin fondo, sin verdad, del lenguaje, aquel que no es el sujeto de ninguna mirada crítica y se arroja a través del texto” (p. 103). Parece obvio hacer notar que no existe una jerarquía implícita en esta tipología. Se trata de diferentes placeres de lectura: no hay uno mejor que otro. Se podría afirmar que en la concepción barthesiana aquí expuesta a la noción general de la lectura como perversión correspondería una posible clasificación en “tipos” de perversión (aunque, desde el punto de vista psicoanalítico, este cuadro podría parecer disparatado, ya que la histeria, por ejemplo, no es, por supuesto, una perversión).


d) Leer correctamente es respetar palabra por palabra el orden del texto.


Intentemos una formulación más precisa: el texto clásico posee una cronología de las acciones y una lógica de la historia que lo hace irreversible; el texto moderno rompe con este modelo de relato e impone un texto reversible, dislocado, que no acepta una ubicuidad fácil. Correlativamente, cabría concebir que el texto clásico reclama una lectura “paso a paso”, mientras que el texto moderno admite una lectura más libre y abierta, fragmentaria y dispersa. Barthes opone una vez más a lo que indica el sentido común una concepción inversa. “¿Se ha leído alguna vez a Proust, Balzac o La guerra y la paz palabra por palabra?”, se pregunta, y responde: “es el ritmo de lo que se lee y de lo que no se lee aquello que construye el placer de los grandes relatos” (El placer..., p. 21). Por el contrario, la lectura aplicada, aquella que no deja nada y que no saltea, es la que conviene al texto moderno, al “texto-límite”, en palabras de Barthes. “Leed lentamente, leed todo de una novela de Zola y el libro se caerá de vuestras manos; leed rápido, por citas, un texto moderno y ese texto se vuelve opaco, precluido a vuestro placer” (p. 23). No obstante, esta otra “falta de respeto” al texto no sólo tiene que ver con el placer; en El grano de la voz, Barthes da al problema de la lectura una dimensión mucho más amplia: “Eso no quiere decir que transitoriamente no hay problemas de lectura que sean de orden, si puedo decirlo, reformista: es decir, que efectivamente hay un problema real, práctico, humano, social, que es el de preguntarse si se puede aprender a leer textos o si se puede modificar la lectura real práctica, en relación con grupos sociales, si se puede enseñar a leer, o a no leer, o a releer textos fuera del condicionamiento social y cultural. Estoy persuadido de que todo eso no ha sido estudiado, ni siquiera planteado. Por ejemplo, estamos condicionados para leer la literatura según un cierto ritmo de la lectura: habría que saber si cambiando el ritmo de la lectura no obtendríamos mutaciones de comprensión; leyendo más rápido o más lentamente, ciertas cosas que parecen completamente opacas podrían convertirse en deslumbrantes” (p. 147). Más adelante, insistirá en que el texto moderno reclama necesariamente un diferente régimen de lectura.


e) Leer es una práctica fundamental para acrecentar los valores del espíritu.


Este axioma atraviesa toda una mitología escolar e institucional. Detrás de esta mitología se esconde una amenaza constante: la repetición, la flagrancia de un estereotipo que se transforma en norma. La teoría del placer del texto —si así puede llamarse— tiende a desmontar esa mitología fuertemente arraigada en la trama social. Consecuente con la idea de “no quedar atrapado” que —según vimos— moviliza la escritura barthesiana, aquí se funda una teoría sobre la condición de su imposibilidad. “Sobre el placer del texto no es posible ninguna ‘tesis’; apenas una inspección (una introspección) abreviada. Eppure si gaude! Y sin embargo y a despecho de todo gozo del texto” (p. 55). La paráfrasis de Galileo en ese contexto resulta ampliamente significativa porque alude —“eppure”— a los “enemigos” del placer: “inoportunos de toda especie que decretan la preclusión del texto y de su placer, sea por conformismo cultura], por racionalismo intransigente (sospechando una ‘mística’ de la literatura), sea por moralismo político, sea por crítica del significante, sea por pragmatismo imbécil, sea por frivolidad burlona, sea por destrucción del discurso, pérdida del deseo verbal” (p. 26). Quienes sostienen el axioma e, entonces, fundan una mística del texto; contra esa mística, “todo el esfuerzo consiste en materializar el placer del texto, en hacer del texto un objeto de placer como cualquier otro” (p. 94). La lingüística y el psicoanálisis aportan las categorías necesarias para el trabajo de desmistificación: la materialidad del significante contra las místicas del significado. Si la sociedad tiende a asociar el placer con los textos —y con las prácticas— eróticos, Barthes procura distanciarlo. Si el placer tiene cierto grado de ubicuidad social (el que establecen críticos y especialistas) Barthes se ocupa de separar al placer del texto de lo que denomina “las instituciones del texto”, ya que el placer no es “escribible”. Contra los saberes estatuidos por la ciencia, la investigación y el método, el placer se muestra como un no-lugar esquivo y transgresor; por ende, “somos científicos por falta de sutileza”.


Hemos reseñado una teoría de la lectura que creemos implícita en el libro del 73. Esta reseña nos mueve —como conclusión— a consideraciones más generales. Resulta evidente que a Barthes no le satisfacía la asociación entre la idea de texto moderno con la de violencia y destrucción. Esta actitud se asocia, a su vez, con la desconfianza que sentía hacia la vanguardia. En efecto, la vanguardia es una ruptura “triunfante”, “gloriosa” —adjetivos fuertemente negativos en Barthes—, que camina inexorablemente hacia la repetición y el estereotipo. Existe, en cambio, un profundo interés por el texto moderno, que no es, entonces, para Barthes, texto vanguardista. Cabe preguntarse qué es, por lo tanto, un texto moderno. Barthes recurre a las categorías de placer y goce, cuyos límites semánticos nunca precisa del todo. Afirma: “Tal vez haya aquí un medio para evaluar las obras de la modernidad: su valor provendría de su duplicidad, entendiendo por esto que tales obras poseen siempre dos límites. El límite subversivo puede parecer privilegiado porque es el de la violencia, pero no es la violencia la que impresiona al placer, la destrucción no le interesa, lo que quiere es el lugar de una pérdida, es la fisura, la ruptura, la deflación, el fading que se apodera del sujeto en el centro del goce” (p. 16). El texto citado es explícito en relación con lo que veníamos diciendo. Así, la modernidad de un texto no tiene que ver tanto con una estética (destrucción, ruptura), sino con un efecto, y ese efecto se juega entre los límites que separan al placer del goce. En numerosas ocasiones, Barthes relaciona al texto de placer con el clásico y al texto de goce con el moderno, aunque esta separación no resulte exhaustiva. El texto moderno es un texto de goce en tanto “desacomoda”, “pone en estado de pérdida”, etc. Si este texto resulta ilegible es porque es “escribible”, es decir que se debe leer con un nuevo régimen de lectura. Así,


Textos de placer......clásicos......lectura

Textos de goce......modernos.....“otra” lectura


de modo que entre uno y otro no existe una evolución sino un hiato, una separación. Barthes lo dice explícitamente en un fragmento que es necesario citarlo completo: “¿Será el placer un goce reducido? ¿Será el goce un placer intenso? ¿Será el placer nada más que un goce debilitado, aceptado y desviado a través de un escalonamiento de conciliaciones? ¿Será el goce un placer brutal, inmediato (sin mediación)? De la respuesta (sí o no) depende la manera en que narraremos la historia de nuestra modernidad. Pues si digo que entre el placer y el goce no hay más que una diferencia de grado digo también que la historia ha sido pacificada: el texto de goce no será más que el desarrollo lógico, orgánico, histórico, del texto de placer, la vanguardia es la forma progresiva, emancipada, de la cultura pasada: el hoy sale del ayer, Robbe-Grillet está ya en Flaubert, Sollers en Rabelais, todo Nicolás de Stael en dos centímetros cuadrados de Cézanne. Pero si por el contrario creo que el placer y el goce son fuerzas paralelas que no pueden encontrarse y que entre ellas hay algo más que un combate, una incomunicación, entonces tengo que pensar que la historia, nuestra historia, no es pacífica, ni siquiera tal vez inteligente, y que el texto del goce surge en ella siempre bajo la forma de un escándalo (de una falta de equilibrio), que es siempre la traza de un corte, de una afirmación (y no de un desarrollo) y que el sujeto de esta historia (ese sujeto que soy entre otros) lejos de poder apaciguarse llevando frontalmente el gusto de obras antiguas y el sostén de obras modernas en un bello movimiento dialéctico de síntesis, es una ‘contradicción viviente’: un sujeto dividido que goza simultáneamente a través del texto de la consistencia de su yo y de su caída” (p. 34). Ahora bien, si la modernidad en literatura suele asociarse con la ruptura que las vanguardias operaron en relación con las estéticas decimonónicas, Barthes da una nueva versión de la misma que tiene que ver con la concepción de la literatura como “cacografía” (v. S/Z) o contracomunicación. Así como entre texto de placer y texto de goce existe una diferencia de naturaleza y no de grado; del mismo modo, entre la literatura y el lenguaje informativo/referen- cial/científico existe una diferencia de naturaleza y no — como lo habían teorizado los formalistas— de grado. A partir de estas precisiones se ha asociado a la figura del “último Barthes” con el posmodernismo. Nuestro trabajo ha evitado, en todo momento, los encasillamientos poco fundados y no es este el lugar para tipificar y caracterizar un movimiento —¿una estética?— sometido a arduas discusiones. No obstante, se podría afirmar que El placer... es el último texto de Barthes asociado a una actitud profundamente crítica y transgresora a la que podemos llamar, al menos tentativamente, “moderna”. En uno de los fragmentos, Barthes propone: “Idea de un libro (de un texto) donde sería trazada, tejida, de la manera más personal, la relación de todos los goces: los de la ‘vida’ y los del texto donde una misma anamnesis recogería la lectura y la aventura” (p. 95). Este hipotético texto es, indudablemente, Fragmentos de un discurso amoroso. 







Tomado de:

DE DIEGO, José Luis (1993): Roland Barthes, una babel feliz. Buenos Aires, Almagesto, pp. 53-67

08 noviembre 2020

La crítica jamás puede ser una ciencia. Raymond Williams



 La crítica

 jamás puede ser una ciencia


Raymond Williams


En una sociedad en la que el arte parece estar alejándose del entendimiento general, la importancia de la función de los críticos apenas necesita ser destacada. Él es el mediador entre el artista y el público lector; el resultado de su crítica es la articulación entre una evaluación calificada y una respuesta adecuada. Pero es probable que, teniendo en cuenta los hechos actuales que rodean a la lectura masiva, se encuentre preocupado por el crecimiento del público lector serio, con la expansión del alfabetismo en todos sus sentidos. Es hacia la crítica y los críticos donde debemos ir cuando necesitamos una guía si aceptamos los hábitos de lectura masiva que tenemos incorporados y deseamos mejorarlos.


¿Quiénes son los críticos?; ¿qué es la crítica? Yo tengo mis favoritos, usted tiene los suyos. La opinión de un hombre es tan válida como la de otro. ¿Pero existe esta anarquía de hecho? Es innegable que los críticos son una legión; la crítica se ha convertido en la última esperanza profesional de los hijos rebeldes. Hay algunas señales que indican que los críticos se están yendo para darles el lugar a los expertos, aunque se trata meramente de un cambio de título. Resulta verdaderamente confuso que el Sr. Eliot y el crítico de cine de News of the world sean llamados con el mismo nombre. Sin embargo tales distancias son fácilmente distinguibles. 


En la medida en que la literatura es puesta en duda, el conocimiento del lector común empezará en los pequeños fragmentos críticos que encuentra en las promociones editoriales. Sería injusto suponer que todos los críticos pueden ser juzgados adecuadamente por frases que algunos editores pudieron haber moldeado a su gusto; pero si uno quisiera entender que es lo que no es la crítica, valdría la pena hacer una revisión de estos anuncios promocionales. Mirando las columnas literarias sobre un tema al azar en un periódico semanal, leemos: perspicacia y habilidad… una intensidad poco habitual en ficción… una obra de arte hábil e impasible distinguible por su estilo incisivo… un libro perturbador, porque el autor escribe con una intensidad veloz, un contacto cercano… un libro que se encomienda a los conocedores… un nuevo y destacable talento… una novela de extraordinario poder y habilidad… su obra se ve como siempre distinguida por un toque de verdadera imaginación creativa… el ímpetu apasionado de su escritura… 


Palabras como creativo, genio, intensidad, delicadeza, pasión, etc., han dejado de usarse y en muchos contextos hasta han perdido significado. Escribir críticas se ha convertido en un negocio entumecido, pero la realidad es que gran parte de ellas no son otra cosa que valoraciones poco consideradas, realizadas tras una apresurada lectura y expresado en términos cliché. Si uno le dedicara una mirada amplia a los anuncios de novedades de los diarios y a las columnas de crítica literaria, encontraría de igual manera: un libro impresionantemente perturbador o una novela de extraordinario poder y habilidad. Con un poco de atención, y particularmente con la mirada puesta en las obras a las que estas frases se refieren, podríamos evaluar el trabajo del crítico como el acto de un bufón, carente de cualquier nivel de importancia crítica. Sin embargo, para el lector general, estos trabajos que nosotros descartamos son «la crítica» y estas personas, «los críticos». Es más, estos textos y estas personas son las que normalmente determinan las valoraciones generales de la literatura contemporánea.


Hace algunos años, una novela de Elias Canetti fue traducida al inglés como Auto-da-fe. Siendo considerado, voy a colocar este libro en una pequeña lista —solo hay cinco o seis nombres en ella— de las mejores novelas publicadas en inglés desde 1918. s un caso interesante como ejemplo de lo que le puede pasar una gran obra literaria bajo el tratamiento de los críticos. Leí una reseña en la que, dentro de su escuela, se ofrecía una evaluación crítica. En ella se citaba un fragmento de la obra se analizaba la técnica. Habiendo luego demostrado qué era lo «nuevo» y «destacable», recomendaba su lectura. Me pareció una crítica honesta. Pero en otras encontré el proceso usual. Por ejemplo: Una obra magnífica y demente que no somos capaces de soportar, y que quizás haríamos bien en no aceptar, pero cuyo genio y justificación no nos atreveríamos a negar.


El significado de esta frase es algo que aún no puedo comprender. Si uno no se atreve a negar la justificación de la obra, es curioso que uno no sea capaz de soportarla o aceptarla. La relación entre demente y magnífico tampoco es entendible, excepto como una aliteración producto del arrebatamiento. Esta oración, aunque ofrecida como un juicio de valor, no es más que un chisme vehemente. Y luego: Si creemos que la función de todo arte es «armonizar la tristeza del mundo»; entonces podemos atrevernos a decir que aunque Auto-da-Fe es una novela de un terrible poder, no es una obra de arte.


Esto parece y es más razonable; «nos atrevemos» en lugar de «no nos atrevemos»; aunque debemos observar que oculta una suposición que resulta al menos cuestionable y no precisamente relevante. Es en la imposición de estándares de valoración ocultos donde la crítica provoca más daño. Puede ser posible distinguir entre una novela de extraordinario poder y una obra de arte, pero es una distinción que debería ser explicada, no arrojada al pasar. El tercer fragmento es aun más confuso: Sería irrelevante juzgar a Auto-da-Fe como una obra de arte, puesto que tal intención ya está marcada en cada una de sus líneas. La intensificación de las obsesiones no tiene nada en común con el proceso mediante el cual el arte intensifica la vida real. El propósito es la denuncia y es logrado de forma triunfante e inquietante.


La primera frase, aun considerando cierto nivel de exageración con fines retóricos, no tiene ningún sentido. La novela es ofrecida como una obra de arte. Si falla en su intención, debe ser demostrado. En cambio lo que hace el escritor es ofrecer una especie de epigrama que cumple más una función rítmica que de sentido, y concluye con una frase que nuevamente esconde un enorme supuesto sobre la literatura que no debería establecerse si no va a ser demostrado.


Ninguno de estos fragmentos puede ser considerado como crítica, aunque los periódicos que he estado citando incluyen The New Statement and Nation, The Spectator, The Listener, Time and Tide, Horizon, The Observer, y The Sunday Times. Se considera que todos ellos normalmente ofrecen reseñas serias y que mantienen altos estándares críticos. En la evidencia, la cual creo que se encuentra en su necesariamente pequeña escala representativa, uno no siempre puede percibir esto. En la mayoría de los otros periódicos Auto-da-Fe ni siquiera es reseñado. 


Ahora bien, esta anarquía de la que hablamos ha sido previamente notada. Virginia Woolf escribió en The Common Reader: Tenemos muchos hombres que escriben reseñas, pero no críticos literarios; un millón de competentes e incorruptibles policías, pero ningún juez. 


La competencia de un crítico es un tema difícil. Las universidades otorgan títulos de estudios sobre literatura, y uno podría asumir, si la experiencia tanto del sistema como de la variedad de sus productos no estuviera tan mezclada, que dichos graduados serían críticos calificados. Pero todos los críticos se autoproclaman como tales, al igual que los escritores. Sería ridículo inventar un esquema de calificación profesional en el sentido ordinario; la literatura cubre demasiados intereses humanos como para que eso sea posible.


La crítica, sin embargo, se somete ella misma a la evaluación. Si es posible desarrollar una valoración de primera mano sobre la literatura, también es posible hacerlo sobre la crítica. La capacidad de lectura le asegura a uno la capacidad de reconocer las más groseras irrelevancias y las falsedades más obvias. La pregunta: ¿Es Fulano un crítico confiable? No va a ofrecer demasiada ayuda tampoco. Podemos examinar ejemplos de su crítica y juzgarlos desde nuestros propios estándares. Hemos regresado al punto de partida y debemos preguntarnos una vez más: ¿Cuáles son los estándares? Podríamos recurrir a la teoría para responder esta pregunta, pero la preocupación por las teorías sobre el juicio y la valoración de la literatura son poco relevantes en relación con la forma en la que realmente se realizan estos juicios, aunque puedan resultar útiles para otras áreas de conocimiento. De hecho, es común que intereses teóricos de este tipo lograron distraer la atención de la literatura. No quiero decir con esto que toda la teoría literaria es una distracción. Sin embargo, en mi experiencia, no es este tipo de teoría de la que carece el lector general, sino de una clara y concisa capacidad práctica de lectura. Creo que las funciones negativas de la teoría —el desplazamiento de las consignas literarias— son las más importantes aquí y ahora.


Uno desea leer adecuadamente, y poner en relación la lectura del texto con la experiencia personal y la experiencia de la cultura a la que uno pertenece. Los principios básicos que uno busca son aquellos valores tradicionales que han sido recreados en la experiencia directa de cada uno. 


Una exposición científica sobre los fundamentos del gusto traería consigo muchas dificultades, al igual que una sobre sensibilidad o inteligencia. Aun en un equilibrio constantemente recreado entre la experiencia tradicional y personal, uno siempre es consciente de la existencia de estas fuerzas. Todos esos cuestionamientos que surgen cuando se discute seriamente sobre literatura involucran serias y permanentes dificultades. Las diferencias de perspectivas representan a su vez, diferentes actitudes para con el ser humano y la sociedad. Sin embargo, en contraste con estas divisiones de opinión, podemos encontrar un alto nivel de concordancia. Esto sucede porque es posible llegar a conclusiones provisorias sobre la experiencia y evaluar nuevas experiencias desde ese lugar. 


A las preguntas ¿Cuáles son los valores de la literatura? y ¿Cuáles son los principios de la literatura? solo podemos responder: son la literatura en sí misma. Utilizando la inteligencia y la sensibilidad (en función de las cuales, aunque no hay normas estrictas, existe al menos un estándar tradicional efectivo) uno realiza evaluaciones específicas, para luego transformarlas en valoraciones más generales que siempre se tratarán de pulir. Buscamos describir nuestra propia experiencia con la literatura e inspirarnos en los métodos y términos de quienes han intentado desarrollar descripciones similares en el pasado. Cuando dichos términos y métodos no parezcan adecuados —porque debemos recordar que la literatura está siendo constantemente recreada y por lo tanto, como un organismo, va cambiando— debemos intentar modificarlos hacia las formas que nuestra propia experiencia nos indique.


El Sr. George Orwell es demasiado honesto para ser engañado por los actuales procesos de la política literaria, y por eso escribió hace poco: A menudo tengo la sensación de que en el mejor de su casos la crítica literaria es fraudulenta, ya que al no existir ningún tipo aceptado de estándares —cualquier referencia externa que le pueda dar sentido a la afirmación de que un libro sea malo o bueno— todos los juicios literarios consisten en inventar un conjunto de normas para justificar una preferencia instintiva. La reacción de una persona frente a un libro, si es que se tiene alguna, es «Me gusta este libro» o «No me gusta» y todo lo que le sigue es racionalización. 


Pero una referencia significativa de valor literario no puede ser externa. Los estándares no son reglas traídas desde afuera e impuestas sobre cada obra. Ellas surgen, en cambio, de un grupo de observaciones y decisiones particulares; son formuladas por el desarrollo mismo de la literatura. Dichos estándares serán, por supuesto, inseparables de los valores generales de la cultura, que podrán no ser necesariamente absolutos. Pero, como un juicio no es absoluto en términos extremos, esto no significa que carezca de sentido. Y el hecho de que los juicios de valor sean difíciles de realizar o no sean científicos no es excusa para llamarlos fraudulentos. Considero que la preferencia instintiva del Sr. Orwell es de una magnitud cuestionable. Difícilmente será instintiva. La preferencia instintiva del Sr. Orwell es diferente de la que puede tener una lectora satisfecha de Ethel M. Dell, porque Orwell, cuales sean los cambios que su experiencia lo ha forzado a hacer, ha heredado un sistema de valores y juicios críticos de la literatura que no sería fácil de formular, pero que definitivamente no debería ser considerado como el invento de un conjunto de normas.


D. H. Lawrence estaba tan irritado con la crítica fraudulenta como el Sr. Orwell, con la diferencia de que él no lo redujo todo a una racionalización: La crítica literaria puede ser no más que una explicación razonada del sentimiento que le produce al crítico el libro que está criticando. La crítica jamás puede ser una ciencia: en primer lugar porque es demasiado personal, y en segundo lugar, porque se desarrolla con valores que la ciencia desconoce. El punto de referencia es la emoción, no la razón. Juzgamos una obra de arte por el efecto que produce en nuestra más sincera y vital emoción, y por nada más. Todas las estupideces de la crítica sobre el estilo y la forma, toda esa clasificación y análisis pseudocientíficos de los libros, imitando a la botánica, es pura insolencia y sobre todo, aburrido argot profesional.


Un crítico debería sentir el impacto de una obra de arte en toda su fuerza y complejidad. Para hacerlo, él mismo debe ser un hombre de fuerza y complejidad, lo que no es muy común entre los hombres de la crítica. Un hombre de una mezquina e insolente naturaleza no escribirá otra cosa que mezquinas e insolentes críticas. Y un hombre que es educado emocionalmente es tan extraño como un fénix… Generalmente, cuanto más formado académicamente esté un hombre, más se convertirá en un ignorante emocional. Es más, aun un hombre educado artística y emocionalmente debe ser un hombre de buena fe. Debe tener el coraje de admitir lo que siente, y la flexibilidad de saber qué es lo que siente. Un  crítico debe estar emocionalmente vivo en cada una de sus fibras, hábil para la lógica y moralmente honesto.


Creo que un buen crítico también debería darle a su lector algunos parámetros para seguir. Puede cambiarlos en cada uno de sus intentos críticos, mientras mantenga su buena fe. Pero está igual de bien decir: «Estos y estos son los criterios según los cuales emitimos nuestros juicios». Hay mucho aquí que no me es fácil aceptar de manera categórica, pero hay también una bien recibida insistencia en la naturaleza esencial de la actividad crítica. Porque el establecimiento de criterios no es un proceso ni casual ni fraudulento, pero sí un intento de definir un centro al que nuestra propia experiencia le ha dado significado. Pero qué tendrá que ver esto con los lectores, podrá preguntarse. No se espera que se conviertan en críticos, ni siquiera es eso lo que ellos quieren en la mayoría de los casos. Aquí vuelvo a una de las creencias desde las cuales se escribe este libro: la actividad de la crítica es en gran medida la actividad de la buena lectura. El crítico debe definir su evaluación mediante la escritura y eso requiere de otros talentos. Completa consciencia intelectual y emocional, flexibilidad de saber qué es lo que siente, buena fe: estas son las cualidades que necesita tanto el crítico como el lector. Si estás interesado en la literatura puede que no te interese la crítica, pero es necesario trazar una línea clara, y rehusarse a desviarse hacia esas actividades marginales de la chusma literaria que durante mucho tiempo se ha incluido dentro de la crítica.


La crítica, podemos concluir, es esencialmente una actividad social. Comienza con una respuesta individual y un juicio de valor, que necesitan del sentimiento, de las cualidades de flexibilidad y buena fe que D. H Lawrence describió. Pero los criterios de valor, para que adquieran significado, deben ser sometidos a un acuerdo con más personas: valores que sean intuiciones en la cultura de una sociedad. La doctrina de la autosuficiencia en el gusto personal es hostil para la crítica por la misma razón que es hostil la autosuficiencia de un individuo para la sociedad. Es significativo que la doctrina del gusto personal como el último recurso de la crítica ha tenido tanta adherencia en nuestro siglo, en el que muchas instituciones y principios se han perdidos o destruidos. La anarquía en la crítica vino detrás de una expansión del público lector, que no surgió acompañado por el crecimiento de agrupaciones sociales adecuada para redefinir los principios en una era diferente, mientras se intentaban conservar las experiencias valiosas del pasado. En este estado de desequilibrio, el remedio no es la indulgencia de la nostalgia. El desarrollo que deseamos es el crecimiento de estas agrupaciones, que puedan preservar la continuidad de los principios de la crítica a la vez que, en contacto con la vida contemporánea, conviertan lo que en otra situación podrían haber sido solo un conjunto de reglas en un sistema de evaluación orgánico y contemporáneo. Hay señales de que estos grupos ya se encuentran en formación, pero en concordancia con los métodos de nuestra sociedad, parecen carecer de todo sentido de personalidad; tienden a ser impersonales, construidos en base a mínimo contacto, lo que se encuentra por fuera de las formas convencionales de interacción social. 







Tomado de:

WILLIAMS, Raymond (2013 [1958]): "Los críticos y la crítica" En: Lectura y crítica. Buenos Aires, Godot, pp.. 29-38.

13 mayo 2020

Margarite Duras: La escritura como acto.


Margarite Duras (1914-1995)


La escritura como acto


José Ioskyn



Tal vez Marguerite Duras haya pasado de moda. A algunos lectores de ahora no les gusta tanto, la encuentran demasiado siglo XX, un poco afectada en su modo de endurecer las frases o hacerlas contundentes, o no les cuadran las situaciones extremas en las que se introduce sin mediación. La plenitud existencial que plantea ya no causa la misma impresión. No es nuestra sensibilidad. Estamos apegados a lo tangible, lo inmediato. Los saltos al vacío que Marguerite Duras practica requieren hoy una prudencia especial. Nuestra época está escrita por relatos más sencillos, plausibles, recorridos por frases legibles de inmediato. Escribimos en una especie de réplica del lenguaje comúnmente hablado. Tendemos a la sencillez, quizás animados por el sueño de que despojarnos de artificios nos haría más accesible la verdad. ¿Cuál verdad sería esa, que no va acompañada de la particularidad de un estilo?


En el relato actual se trata de lo mínimo, aunque no del minimalismo. Este último requería un artificio que simulara un despojamiento, una limpieza extrema, dejando solo aquello que era en realidad un poco menos que lo imprescindible. Esto, que fue una reacción al neobarroco, ya es historia también. Ahora resulta exagerado. El gesto debe ser el de la falta de gesto. El estilo es no tenerlo. La estrategia, si la hay –siempre la hay– sería la de disimularse, camuflarse, de hombre común, aunque no haya hombre común. Dado cierto estado de la lengua, el de hoy y ahora, se parte desde allí, tratando de no gritar demasiado ni hacerse notar, sin estridencias, ni alardes, ni desesperación.


Tranquilidad, perfil bajo. No es un gran ideal, pero es una guía, tan válida como cualquier otra. En las antípodas de la sencillez, Duras, desde este punto de vista, incurre en el pecado de ser aquella escritora increíblemente buena en la que su estilo, tan reconocible de inmediato, tal vez repugne en una era de sobriedad sin sobresaltos. Su estilismo tan personal introduce al lector en el mundo durasiano ya desde el primer párrafo. Desde las primeras páginas hay que tomar la decisión: quedarse adentro, o salir. Muchas generaciones estuvieron adentro, se quedaron. Mi sensación es que esta elección disminuyó muchísimo.


Para los psicoanalistas sigue siendo una autora especial por el escrito que Lacan le dedicó, que es uno de los pilares de la conexión entre el mundo del psicoanálisis y el de la literatura. En él Lacan denosta sin piedad a los analistas que hacen interpretaciones salvajes de un autor a partir de sus textos, que aventuran conclusiones acerca de la persona que escribió un relato a partir de la lectura de un libro. Lacan propone un ejercicio difícil: tomar al pie de la letra un escrito, sin imponerle nuestro aparato de saber previo, sin engrillarlo en un discurso, ni interpretarlo en distintos sentidos. Justamente, lo más complicado sea tal vez resistir a la tentación de no aplicar sobre la obra un sentido previo, sino continuar con la propuesta del autor.


Como cuestión preliminar, planteo la siguiente consideración: en los textos de Duras algo que no se sabía se termina sabiendo ¿Qué es? No se trata de un saber articulado, no es un saber del orden de la represión y el retorno de lo reprimido. Esto las histerias lo hacen mucho y muy bien. Acá, sin embargo, es otra cosa. No es el mismo procedimiento. No hay trucos, no hay el efecto sorpresa característico del inconsciente. Es otra cosa ¿Cómo definirla? Para saberlo se podría partir de un texto inmenso que tiene tan solo unas pocas páginas, y que se llama –justamente– Escribir. Duras se sale de los procedimientos del inconsciente, de la literatura del Otro y sus retoños: la neurosis “común”, el descubrimiento de toda una zona a la cual se accede por el sentido oculto que el autor (o el analista, o el analizante) proporciona. El terreno de Duras es el de la oscuridad en la cual se derrumba lo sólido, la labilidad de la que un sujeto pende. Algunas de sus novelas transcurren en una zona en la que la subjetividad se puede perder de manera definitiva. Esto que no se sabe a veces se presenta ¿Qué sucede cuando no se sabe nada? ¿Cuándo eso que no se sabe invade, trastorna, enloquece? ¿Cuándo eso mismo aspira hacia su vacío, lleno de inquietud y horror? Respuesta provisoria: para no hundirse el sujeto interpone una barrera. Eso que se traza a modo de baliza, de muro, de límite, es la escritura.


Esto vale para un escritor, o para cualquier sujeto, aunque no use lápiz, papel, o computadora, aunque sea iletrado, aunque no sea afecto a escribir ficciones o crónicas para un medio. ¿Cómo se vive esa escritura para el sujeto? ¿Cuál es la vibración subjetiva que la acompaña, o que es el signo de la escritura, cuando ocurre? Este signo, el de la escritura, es el de la certidumbre de que eso que se traza es necesario. Es la única posibilidad de seguir existiendo. No hay duda, no hay inconsistencia neurótica, vacilación, división. La escritura es del orden del acto. Se hace. El litoral se marca y construye con palabras. Se sale de la inermidad, la invasión, el derrumbe, y se sabe que ese recurso es el único, el último.


No es un saber articulado a la manera del inconsciente. Se sabe con el cuerpo, con el ser. Eso que se hace es la posibilidad de continuar y salvar la subjetividad, como Lol V. Stein, como la amante de la china del norte, como Anne Desbaresdes en Moderato Cantábile. La certidumbre en la ejecución de un acto. La escritura de una letra que hace barrera a la anulación del sujeto no se transmite, no se enseña; como todo acto se hace sin saber nada que se pueda decir. Pero sí testimoniar, que es lo que sucede con este libro, Escribir. La escritura no es un acto en el cual se construye una defensa frente al goce, es el intento de ponerle nombre a lo que es innombrable. Si se tratara de una construcción “frente a”, sería una defensa. La escritura constituye un límite, pero no es “frente a”, sino “con” el goce ¿Quedaremos en una de nuestras paradojas nuevamente? En Duras no hay paradoja, escribir salva de la nada, pero se trata de escribir esa misma nada. No es cuestión de aludirla, no es conocerla. Es escribir para no perderse. El riesgo es la nadificación, la anulación. Si no existiese la escritura se perdería, se vería arrastrada hacia la muerte, tal vez voluntariamente, o al alcoholismo, o al vacío de la existencia que se llena cada vez con un goce que es una autopista hacia lo ilimitado. La escritura, la que merece llamarse así, es la escritura de este vacío que la aterroriza y a la vez la aspira.


Escribir es un libro errático, recorre su vida, su casa fuera de París, donde está sola, algunas de sus relaciones, recortes de escenas al azar –la precisión del azar, dice en su Moderato cantábile–, historias mínimas cuyo eje es la escritura: los hábitos de escribir, los ritual que la circundan, la imposibilidad de escribir y de no escribir, el valor que emerge de la escritura, como un tablón de madera en el océano. 


Ese es el contexto temático del libro, que es breve, y que va tanteando su materia al avanzar. De a momentos roza el núcleo de la cuestión, para luego desviarse por alguna vía anecdótica y volver a comenzar. Esta modalidad presta una trama deshilachada para un tema duro y en parte inabordable, haciendo sentir en el esfuerzo de acercamiento la dificultad misma del objeto que trata. Su particularidad es la de hacerle sentir al lector la cuestión ardua que está trabajando, tanto que se hace difícil su lectura. No se lee de un tirón, es necesario, como le ha sucedido a Duras al escribirlo, tomarse pausas en la lectura. Duras obliga a pausar la lectura y a detenerse en cada palabra: poesía Ese es el paradigma de muchas situaciones, como el episodio de la mosca. En esa ocasión, ella estaba esperando a la cineasta que le haría una entrevista filmada; Duras la espera en la despensa, un lugar “tranquilo y vacío” de su casa en el que le gusta estar, sin hacer nada. Mientras espera, ve a una mosca común, aferrada a la pared, enredada en la tierra y el cemento que se han acumulado en el muro, sin poder volar. Duras transmite el patetismo del momento: la muerte de la mosca es la muerte. No hay chiste, ni minimización. Es la muerte que la mosca seguramente percibe: su llegada, la toma de posesión de su cuerpo, el abandono de sus fuerzas y de su resistencia. Aferrarse lo más posible a la pared es un drama. Duras percibe que darle esa relevancia a la mosca es un gesto de locura común y se resiste. Se lo cuenta a la cineasta, que cree que es una broma, y se la festeja con una risa. La mosca cae muerta.


¿Qué hace con ese drama completo, la muerte de una mosca en la despensa de su casa? Lo escribe. Al escribirlo, lo registra, lo anota, y ya no se pierde en el mar de los hechos, de las circunstancias volátiles del mundo cotidiano. El texto adquiere una gran precisión en este punto:


"La muerte de una mosca: es la muerte. Es la muerte en marcha hacia un determinado fin del mundo, que alarga el instante del sueño postrero. Vemos morir a un perro, vemos morir a un caballo, y decimos algo, por ejemplo, pobre animal... Pero por el hecho de que muera una mosca no decimos nada, no damos constancia, nada. Ahora está escrito. Es esa clase de derrape, quizá –no me gusta esa palabra, es muy confusa– en el que corremos el riesgo de incurrir. No es grave, pero es un hecho en sí mismo, total, de un sentido enorme: de un sentido inaccesible y de una amplitud sin límites. […] Está bien que el escribir lleve a esto, a aquella mosca, agónica, quiero decir: escribir el espanto de escribir. La hora exacta de la muerte, consignada, la hacía ya inaccesible. Le daba una importancia de orden general, digamos, un lugar concreto en el mapa general de la vida sobre la tierra" (Escribir: 43).


El episodio evita recalar en el tópico de la finitud. Por una vía distinta, lleva a la muerte como una analogía de lo que tiene un sentido inaccesible –es decir, un sentido que es a la vez un sinsentido en sí mismo. El sentido no puede hacer de límite, salvo que contenga un sin sentido entrelazado. Dentro del sentido se halla lo que no tiene nombre ni posibilidad de ser nombrado. Es entonces, un real. ¿Qué se hace con eso? Aquí viene la solución durasiana: se lo escribe. Pero no en el discurso corriente, que implicaría una degradación, y a la vez se perdería la posibilidad de atrapar y solucionar el problema. La escritura es la “alusión exacta” –un oxímoron–, o la “precisión del azar” –otro oxímoron– que puede brindar una localización y una ubicación precisa, la posición de ese real en relación al sujeto, y eso mismo, ese acto, el trazo de esa marca, pacifica. Estemos alertas los psicoanalistas con respecto a la solución durasiana. 


La escritura, podría decirse, es. Aunque tal vez no signifique. Duras despliega en un hermoso párrafo el hallazgo al que ha arribado de la mano de su amiga la mosca: 


Todo escribe a nuestro alrededor, eso es lo que hay que llegar a percibir; todo escribe, la mosca, la mosca escribe, en las paredes, la mosca escribió mucho a la luz de la sala, reflejada por el estanque. La escritura de la mosca podría llegar a llenar una página entera. Entonces sería una escritura. Desde el momento en que podría ser una escritura, ya lo es. Un día, quizás, a lo largo de los siglos venideros, se leería esa escritura, también sería descifrada, y traducida. Y la inmensidad de un poema legible se desplegaría en el cielo" (Escribir: 47).







Tomado de:
IOSKYN, José: "Margarite Duras: la escritura como acto" Revista Conclusiones analítícas.Año 2, n°2, SeDICI-UNLP, pp.147-153.

24 enero 2018

La crítica literaria y la escritura. Silvia Barei




La crítica literaria y la escritura

Silvia Barei


Estas actividades -leer, analizar, discutir, meditar, escribir-, son justamente las posibilidades de realización de la crítica. Las distintas concepciones epocales de la tarea crítica, sus modos de constitución como saber acerca de la obra, han privilegiado una u otra actividad: la del análisis, la descripción, el juicio o la acentuación de las condiciones de legibilidad y de escritura de los textos.


Históricamente, nos interesa señalar tres concepciones de la crítica que se entrecruzan pero que predominan una sobre otra según las épocas: crítica como descripción de las propiedades de los textos, crítica como juicio acerca de los valores (estéticos, pero también históricos o políticos) de los textos, y crítica como saber mediante el uso de la palabra.


La idea acerca de la literatura y los alcances de su estudio han dependido siempre de un campo cultural en consonancia con la conformación de ciertos saberes, "campo de posibilidades estratégicas" como lo llama Foucault. No solo el concepto de crítica ha ido transformándose sino que ha cambiado su posición dentro del campo, sus "posibilidades" y sus "estrategias" en relación con otros discursos.


El concepto de "literatura" nació por oposición al uso convencional del lenguaje y si bien es cierto que los griegos no hablaron de literatura como un corpus homogéneo, sino de "géneros", el principio enunciado por Platón y escrito por Aristóteles acerca de una poética implica la atención centrada en las obras mismas. Si para Aristóteles la crítica era ya una poética, una descripción más que una práctica normativa (de los géneros y las especies poéticas), entre los romanos, la palabra "criticus", se utilizó para referirse a los censores de las letras, ´por lo tanto a aquellos que podían evaluar la adecuación de la obra a los preceptos de la "inventio", la "dispositio" y la "elocutio". De allí la idea de la crítica como "juicio" impuesta por Bolieau en su célebre Arte Poética (1674), indudablemente se inspiró en Horacio y no en Aristóteles.


Son precisamente los humanistas italianos, denominados "tratadistas de Poética", (Leonardo Bruni, Poliziano, Coluccio Salutati, Giovanni Pontano), quienes por oposición al ascendente prestigio del lenguaje  de la lógica- conceden prioridad a la tópica y la invención poética por sobre la deducción y el juicio. Conocedores y traductores de Aristóteles, plantearon sin embargo un desplazamiento importante: pusieron por sobre el proceso racional del conocer y del análisis literario, la capacidad imventiva de la palabra, aplicando este principio filosófico a las teorías del saber, la crítica de los textos y la concepción de la enseñanza. Plantearon una retórica del saber -una escritura del saber- que ordena el mundo y los textos a partir de un lenguaje no demostrativo sino imaginativo.


El desplazamiento es significativo: las cuestiones científicas y las éticas, se subsumen en una cuestión estética. Este es un aspecto fundamental porque cuando hablamos de "crítica literaria" no hablamos solo de crítica general, sino que tenemos que centrarnos en la problemática de la expresión: un texto que dice -dialoga-  con el mismo lenguaje de aquél quien -y con quien- dice. Las tres concepciones de la crítica -como descripción, como juicio y como lenguaje estético- se alternan en la historia, predominando una u otra según las ideologías dominantes en la campos científicos y culturales. En la actualidad coexisten las tres, pero la última concepción se manifiesta en las ideas de un grupo importante de teóricos que se sustenta en las categorías científicas que aportan las teorías y en una palabra personal.


Superando la posición meramente impresionisista, apegada a nociones de tipo subjetivo variables culturalmente, como las de "valor", "belleza", "gusto", etc. de alguna manera esta crítica procede según una doble estrategia constructiva: trabajando sus procedimientos retóricos y sus procedimientos poéticos, en tanto sistemas que no se fusionan sino que se complementan: razonamiento y creación.


En el ámbito del pensamiento europeo contemporáneo podemos señalar a Roland Barthes como el crítico que más claramente adhiere y teoriza sobre esta posición, definiendo a la crítica como una escritura, actividad en la que el lenguaje no se asume como instrumento sino como "acto de escribir". De allí su discusión con la crítica estructuralista a la que observa en sus crisis de pretender "guardar la distancia respecto a su objeto en sí, por el contrario, acepta comprometer a hasta perder el análisis del que es vehículo en esa infinitud del lenguaje cuyo camino hoy pasa por la literatura; en una palabra, depende de si lo que pretende es ser ciencia o escritura"


Todorov lo cita junto a Jean P. Sartre y Maurice Blanchot, considerándolos "críticos escritores" porque para ellos la crítica es también una forma de literatura o de escritura, es la apertura de un espacio en el que "el aspecto literario adquiere una pertinencia", un lugar en el que "se pone entre paréntesis la dimensión de la verdad en la crítica" y se insiste en cambio "en su aspecto ficcional o poético"


En el ámbito de la crítica literaria actual en la Argentina, creemos que Nicolás Rosa y Ricardo Piglia -con diferencias que no cabe investigar en este trabajo- son quienes mejor representan esta tendencia. Piglia ha situado la crítica entre los géneros de la ficción y en sus novelas (Respiración artificial y La ciudad ausente) ha mezclado los registros de la historia y la crítica literaria con los de la ficción.


La hipótesis de Rosa es que la crítica es ficción, un discurso que anula el hablar de un objeto para ocultar la realidad, su imposibilidad de hablar de él: "Nuestra hipótesis de máxima y mínima ficcionalidad de toda la letra incluye al discurso crítico: ese discurso que simula hablar de un objeto, la escritura, la literatura, como un simulador cibernético y que no puede entrar en relación de subordinación o de interdependencia con respecto a sí mismo; no es un discurso otro, pero tampoco es un metalenguaje" 


Porque la crítica literaria se distingue de otras especies críticas por el hecho de utilizar la misma materia -la palabra- y similares procedimientos de escritura que los textos de los que se ocupa. La crítica de las artes plásticas o musicales no se expresa con colores y sonidos, pero la crítica literaria habla con el mismo lenguaje de su objeto, da allí que se haya definido asiduamente y en primera instancia como un "metalenguaje" cuya función es "conocer" o "juzgar".


Pero situada frente a los problemas del lenguaje -del decir, del cómo decir que plantearon los humanistas italianos- no puede disponer de él como simple instrumento, sino que se compromete en la búsqueda de una forma, de un "hacer una segunda escritura", como dice Barthes: "hacer una segunda escritura con la primera escritura de la obra en un afecto, abrir el camino a márgenes imprevisibles, suscitar el juego infinito de los espejos, y es este desvío, los sospechoso. Mientras la crítica tuvo por función tradicional el juzgar, sólo podía se conformista, es decir, conforme a los intereses de los jueces... Para ser subversiva, la crítica no necesita juzgar: le basta hablar del lenguaje en vez de servirse de él".



















Tomado de: 
BAREI, Silvia (1998): Teoría de la crítica. Alción editora, pp. 35-40. 

10 enero 2018

Enigmas de Hablar de literatura. Fabricio Borja



Enigmas de Hablar de Literatura

Fabricio Ernesto Borja


Un enigma remite a la oscuridad, a lo difícil de comprender o a lo que no está todavía resuelto. Guarda un secreto, abre interrogantes, anula toda certeza, afianza la discusión. Por afecto de la literatura, que en sí misma es también un interrogante, arribamos a una serie de enigmas planteados por R. Dorra en Hablar de literatura (1), en los que la apuesta crítica construye itinerarios para profundizarse (pensarse, discutirse). El enigma nos interpela como lectores, genera inferencias, conexiones y en ese trayecto comprensivo descubrimos cómo las interpretaciones develan una respuesta siempre provisoria en una contradictoria sensación de satisfacción y de fracaso; todo se gesta en el suspenso, en la celebración, en ese prodigioso encuentro entre la imaginación y la letra. 


Primer enigma, la muerte.

Una obra literaria puede elegir el camino de su muerte en dos sentidos opuestos: como una entrega al servicio de los hombres o como la consumación de una irreductible soledad, como una suma de o como una atareada sustracción. 


El riguroso metaforismo, por ejemplo, en Góngora (2), abre el interrogante sobre si las relaciones entre literatura y realidad son ilusas, y si la literatura puede incorporarse a la vida de los hombres o  está condenada a la alienación. 


Narrar sin fin, resistir en la precariedad, la vida amenazada insiste en perdurar. Toda la ficción señala y alegoriza este deseo que es deseo de la víctima. La victima acude a la narración para suspender la muerte. Esta narración sin fin que se construye como escritura literaria y es asediada (fragmentada) por la escritura testimonial. Si la ficción es el deseo de la vida, el testimonio es presencia de la muerte, aplazada por la narración. Testimonio se opone a literatura y la complementa. 


Muerte en la imagen del espejo roto, la escritura como unidad perdida, violentada. El espejo roto es también una metáfora del cuerpo, por lo tanto tanto, más que hablar de escritura-espejo, es preciso describirla como escritura-cuerpo, pues lo que está más persistentemente metaforizado por el trabajo de la escritura es la presencia del cuerpo. La escritura es cuerpo y metaforiza el cuerpo (y sus desplazamientos). El cuerpo desfallece en la escritura, en su ritmo trabajoso y obsesivo, en la quiebra, el detenimiento y la caída. 


Segundo enigma, el rumor del sentido.

La palabra rumor, desde su presencia sonora, evoca la imagen de un ruido difuso y continuo, la suave o inquietante persistencia de una murmuración que va de aquí a allá hablando sin hablar o callando sin hacer silencio. El rumor  está siempre comenzado, se deja escuchar como si llegara de lejos, en un instante anterior a su mensaje; es esa persistencia de sonidos ubicuos y multiformes que ocultan el sentido y  a su vez prometen su revelación. 


El rumor guarda el deseo de la sociedad que lo nutre y por ello podemos tener una imagen de la sociedad poniendo atención a los rumores que ella acoge o propaga. Esto supone que las sociedades masificadas perdieron el rumor y en ello su deseo, cayendo en el puro desconcierto. 


Como lectores recibimos el discurso literario ya comenzado y en él nos incorporamos a condición de tomar su forma, de escuchar su rumor y permitir que el discurso se escuche. Toda literatura puede continuar diciendo: al leer el lector siempre será el último eslabón de la cadena y es el principal responsable de propagar el rumor. Así es como ocurre este continuo decir que es hablar de lo imaginario. 


Tercer enigma, el deseo.

Para R. Barthes (3) todo es signo, todo es motivo de lectura y desciframiento. El poder aparece de un extremo a otro, en la obligación de afirmar o en la obligación de repetir: al hacer circular los signos el hablante hacer circular las formas del poder. No habría libertad sino fuera del lenguaje, fuera de la lengua. Si renunciamos al lenguaje la única libertad descansa en la posibilidad de usar la lengua, asumiéndola y a la vez transgrediéndola. 


La literatura sería entonces un uso perverso de la lengua: un habla escindida que al mismo tiempo la acata y la ataca desgastando sus códigos morales y sociales organizados por la sintaxis. La perversión sería este uso descarriado del lenguaje que asume la lengua y la desajusta, la corroe, que se desvía del objeto y del fin que la propia lengua tiene programados. 


Entrega al placer como subversión, como sustracción y desarreglo del saber constituido. Lo que mueve al hombre es el deseo; el deseo organiza la escritura, el lenguaje. Este deseo es lo oculto, lo reprimido, y sólo podemos descubrirlo en su movimiento hacia el placer, movimiento oblicuo, desplazado u disfrazado de múltiples maneras. El placer es el momento en que aparece lo reprimido del deseo y por ello se lo señala como sospechoso. El texto y su placer conducen a las zonas oscuras de la materialidad, al momento en que lo reprimido insiste en aparecer.


Cuarto enigma, la obra.

La obra se constituye por la complejidad de un proceso que excede al autor y que quizá nunca cierre. Se va haciendo por obra de los lectores, es decir, como resultado de la intervención de ese agente ubicuo, incesante, polimórfico que es la lectura. Lectura constituyente: una mirada que descubre, desecha, interpreta, selecciona, instaura asociaciones que antes no estaban y, en fin, se convierte en ese agente que da forma a la obra. 


La obra al constituirse habla a la vez del autor, construye su imagen –enunciado que enuncia al autor-. Qué alcance debe tener esta voz, de qué forma será escuchada es resultado de la conformación de los textos, de su transformación. Texto e imagen de autor tienden hacia la obra, la van prefijando de manera impredecible hacia un fin que no se conoce. Por la lectura los textos tienen una vida histórica y pueden mudar su naturaleza o, dicho más exactamente, mostrar otra naturaleza que era también la suya pero que estaba oculta o postergada. 


Los géneros determinan la lectura, orientan el recorrido de los signos. No obstante la relación entre texto y género es siempre más compleja y conflictiva, porque la distribución de los géneros puede desbordar los ámbitos marcados por la rigidez de las disciplinas; la escritura se orienta en varias partituras, en  varias direcciones posibles, una de las cuales aparece más visible en la superficie. 


Quinto enigma, el valor.

Lo que hace que un mensaje verbal se convierta en una obra literaria es un juego dialéctico que relaciona la organización objetiva, intrínseca, de un discurso con una mirada histórica que tiene una determinada voluntad y en ese sentido la definición de lo literario está siempre en función de las instituciones o las transformaciones reales de la cultura y de la ideología. 


Es en la lectura como instancia objetiva y como espacio de operaciones en la que se pone en juego la complejidad real de la cultura y no en el lector como entidad subjetiva y resistente a toda sistematización donde están las respuestas al problema del valor. Dos operaciones entran en juego (4): una clasificatoria y otra valorativa. La clasificación, al ser institucional, tiene un alto grado de estabilidad, e implica una operación funcional: sanciona el lugar que debe ocupar un discurso entre los discursos que circulan por el cuerpo social, legisla y administra. La valoración, por su parte, proviene de la lectura, es decir, de ese contacto entre una escritura y una mirada que deja su marca sobre aquella. Para la clasificación la lectura es prescindible, si se incorpora a la tradición lo hace bajo acatamiento. En cambio la valoración permite una lectura discontinua: lo que se exalta un día puede menospreciarse al otro. 




Notas 

(1) Para este artículo se toma la 1º edición de 1989 (México, FCE).
(2) Al respecto ver el ensayo “Polifemo” y las “Soledades” de Góngora (1976).
(3) Al respecto ver el ensayo "Roland Barthes o el placer del texto" (1981).
(4) Al respecto ver el ensayo "El problema del valor en los estudios literarios" (1984).