10 abril 2013

El encanto fotográfico. Joseph M. Catala Doménech



El encanto fotográfico

Joseph M. Catàla Doménech



Es muy probable que las primeras fotografías causaran una impresión un tanto fantasmagórica y que, a los ojos de aquellos que estuvieran acostumbrados a contemplar un buen dibujo o una buena pintura, parecieran un poco deslucidas. Pero de lo que no cabía ninguna duda era de su fidelidad. La intervención de una máquina -de la técnica- en su elaboración alteraba básicamente la ley enunciada más arriba, en el sentido de que transmutaba su realismo básico no en un escepticismo ingenuo, como ocurría con la pintura o el dibujo, sino en la agudización de una fe no menos pueril. Es precisamente la producción, o reproducción, mecánica de la realidad que se ejecuta con la fotografía la que le otorga a ésta su sensación de identidad con lo real. El hecho de que las fotografías fueran realizadas por una máquina las convertía, a los ojos de los contemporáneos, en algo diferente de las otras formas de representación, hacía que fueran contempladas con cierto respeto. Las fotografías no eran más informativas que un dibujo de Doré o de Daumier (los cuales, indudablemente, contenían mucha más información que ciertas fotografia primitivas), pero tenían sobre éstos la ventaja de que se las consideraba reales, un sencillo pero admirable pedazo de realidad fijado para siempre.


Debió ser sin duda esta característica fue la realidad se pudiera fijar sobre un pedazo de papel, es decir, que se pudiera trascender el flujo del tiempo, lo que hizo de las tempranas fotografías algo tan peculiar. Pero creer que esto es posible, que la complejidad de la vida puede ser abstraída de su constante flujo y conservada sobre una superficie bidimensional, es creer también que la realidad no es otra cosa que su imagen. Y esto es a lo que puede conducir el empiricismo ingenuo, lo que a la postre implican las ideas de Hobbes y Bacon acerca de la visión. Y lo que vino a proclamar Bergson a las puertas mismas de nuestra era. Si nuestro cerebro funciona por medio de datos procesados por los sentidos, y creemos que estas impresiones sensuales constituyen el mundo real, no podemos hacer otra cosa que considerar que este mundo real (real solamente para aquellos cuyos sentidos funcionen de forma similar) y sus imágenes que a través del ojo alcanzan el cerebro son completamente equivalentes. Es más, la imagen mental tiene que ser más subjetivamente real, puesto que parece ser más indudablemente nuestra.


La aparente confusión entre estos dos niveles de realidad, igual que la confusión entre los dos niveles de imaginería -mental y física- corresponde precisamente al giro final que ha tomado la postmodernidad después del largo proceso que empezó con la fotografia.


Es la misma existencia de la memoria lo que ocasiona el miedo a olvidar: la habilidad de recordar algo nos hace conscientes de la imposibilidad de recordarlo todo. Y puesto que la memoria es tan extremadamente frágil, se ha buscado siempre alguna ayuda artificial para la misma. La escritura, las artes y técnicas representacionales, el arte específico de la memoria y finalmente la fotografía, son algunas de estas ayudas, implícitas o explícitas.


Aunque no resultaría excesivamente arriesgado interpretar en general la historia de la evolución cultural como una lucha humana contra el olvido, hay que tener en cuenta que no todos los mecanismos concebidos, desde el arte a la escritura, han tenido o tienen el mismo efecto ni actúan al mismo nivel. Las imágenes, por ejemplo, poseen un relación más cercana con la memoria y con la estructura general de nuestra mente y por lo tanto, cualquier medio que se valga de ellas se encontrará en más directa conexión con la memoria. No creo que sea éste el momento de dilucidar si recordamos mediante imágenes o si lo hacemos por medio de conceptos, pues una disputa de este tipo puede llegar a ser tan inútil como intentar esclarecer si soñamos en blanco y negro o lo hacemos en color. Creo que lo acertado es convenir que si bien nuestro pensamiento aún se encuentra organizado principalmente por una estructura lingüística -la escritura-, la memoria trabaja primariamente por medio de imágenes. Así como una ordenador guarda la información en sus unidades de memoria, codificada según cierto lenguaje, pero luego cuando la extrae de esa memoria y la muestra en la pantalla del monitor, esta información se convierte en imagen (porque aparece dentro de un recuadro y porque se puede modificar espacialmente, entre otras razones), nuestra memoria actúa a la inversa: ofrece imágenes a un pensamiento que las procesa mediante una estructura lingüística. Pero cada vez más, ayudado por la internalización del encuadre televisivo, nuestro pensamiento va adoptando mecanismos formalmente parecidos a los del ordenador, con lo que se va aproximando paulatinamente a una situación en que memoria y pensamiento se confunden. De esta confusión surge un recuerdo débil teñido de actualidad y un pensamiento igualmente débil que se diluye en su propia inmediatez. El encuadre, un encuadre virtual, enmarca este pensamiento altamente fluido e imaginativo.


El marco o encuadre ha constituido en la tradición de la imaginería occidental el locus de la representación figurativa, incluso cuando no estaba explícitamente presente, como en el caso de los murales o incluso de la página escrita. Podría decirse que, en cierta forma, el proceso de fragmentación que han sufrido las imágenes a partir de la fotografía constituye un intento de escapar a esta supuesta esclavitud, pero el marco, a pesar de la creciente intensidad de las fragmentaciones, aún domina la existencia de la imagen, hasta tal punto que, como veremos más adelante, ha acabado por erigirse no solamente en fundamento de la misma, sino en su territorio ontológico: es la presencia del marco alrededor de la imagen lo que permite la existencia de la misma, es decir, que es el espacio delimitado, y creado, por el marco lo que forma la imagen. En una palabra, la imagen es ese espacio. En principio, todo lo que esté fuera del marco queda excluido de la condición de imagen, pero lo cierto es que, por definición, nada existe fuera de un marco que lo envuelva. Incluso las representaciones mentales se producen siempre dentro de un marco, aunque este sea virtual. Para Sartre, una imagen (mental) "es un acto de conciencia irreductiblemente estructurado''. No parece posible pues la existencia de una imagen difusa, una imagen sin límites, por lo menos como tal imagen, no como una alucinación.


La fotografía materializa la historia.


Una fotografía constituye un tipo de imagen muy especial. Se trata de una imagen que reorganiza totalmente la relación entre imágenes y memoria. La fotografía materializa la historia, convierte la realidad en un objeto material, a la vez que, por el mismo proceso, rompe su continuidad. El tiempo se congela en el interior del marco; sigue existiendo pero adquiere características espaciales: se convierte en cíclico, en multidimensional.


La fotografía ha representado desde sus comienzos -y especialmente en sus comienzos- un proceso de adquisición de la realidad, un proceso por el que la persona se adueñaba -en el sentido literal del término- de la misma mediante su fraccionamiento en múltiples y diminutas porciones con las que se podía establecer un comercio. La posibilidad tan natural de ser dueño de los propios recuerdos llega a tener en el siglo XIX una connotación mercantil, en el sentido de que la propiedad privada lo es en tanto que es pública y por lo tanto sujeta a un intercambio comercial. Con la fotografía, los recuerdos, en lugar de estar almacenados en la mente -en lugar de ser subjetivos, personales, privados- pueden sostenerse con la mano frente a la mirada -son objetivos, intercambiables, públicos-. Estos recuerdos objetivados son incluso más reales que los sucesos que retratan, los cuales en ese momento en que contemplamos su fotografía, ya se han perdido en el pasado. La presencia de las fotografías origina un fenómeno doble: de un lado, genera una disposición a poseer tiempo, a acumularlo negativamente, pues se trata de tiempo muerto (o quizá la base del fenómeno se halle precisamente en creer que el tiempo puede seguir siendo incluso después de haber dejado de existir como continuo). Esta acumulación temporal ya revela una tendencia a situarse fuera del flujo del tiempo (así como a colocarse fuera de la realidad; solamente puede haber una disposición a adquirirla si se considera que hay una diferencia específica entre ella y el comprador, es decir, en el momento en que éste no se siente inmerso en ella, sino que la contempla -como con la vista- ante sí). Esta primera cara del fenómeno tiene, como he dicho, su contrapartida, pues querer poseer tiempo significa también una forma de luchar contra la muerte, representada, en este caso, por la pérdida de memoria. El paso del tiempo, su incesante huida fuera del alcance del aparente inmovilismo del Yo, lejos del ansia de posesión tan representativa del paradigma burgués, revela la fragilidad de la memoria como mecanismo de defensa. Crece la consciencia de que la memoria no puede mantener vivo todo lo que el tiempo arrastra (y esto sólo sucede cuando se ve pasar el tiempo, cuando éste transcurre -otra vez el mismo fenómeno- ante el espectador, en lugar de ser el espectador quien se produce gracias a su cauce). La externalización del tiempo produce una aguda confrontación con la volatilidad de la existencia; el ser se encuentra indefenso ante una vida -un tiempo- que se aleja de él, desvaneciéndose tan pronto como se crea bajo la forma de un escurridizo presente. Si tan sólo pudiera detener ese transcurrir enloquecido, podría vivir eternamente... Y de pronto, aparece un mecanismo que ofrece precisamente esto: la detención del tiempo. La fotografía parece ser, pues, el antídoto para una angustia que su propia presencia produce (o cuando menos, si no la produce directamente, es uno de los síntomas principales de aquel cúmulo de mecanismo sociales que la produjeron), a no ser por el hecho de que sus productos, las fotos, no formando ya parte de la propia estructura mental como lo eran los recuerdos memorísticos, si bien pueden interrumpir la continua conversión del presente en pasado, no dejan de recordar, e incluso de representar, la propia mortalidad. De esta forma, la fotografía se manifiesta como un truco mefistofélico: permite la inmortalidad perseguida, pero se la adjudica no a la persona sino a sus recuerdos, de cuya eternidad se desprenderá una perenne constancia de la propia condición efímera. Ahora ya no es el tiempo el que se aleja hacia el pasado, sino uno mismo el que se diluye ante la fijeza de la foto.


Desde esta perspectiva, podríamos contemplar el proceso de conversión de la fotografía en arte como una reacción ante esta interpretación de la misma. Al introducir arte en la imagen, se la hace también perecedera, indeterminada, se la convierte en sobrehumana, en el sentido de que se anula la relación directa que poseía con la memoria. El arte significa subjetividad y por lo tanto, abolición de la ruptura entre la realidad y el Yo que estaba en la base del fenómeno fotográfico. Introducir arte en una imagen puede considerarse una introducción, puesto que en su mayoría, las fotos artísticas lo son por un procedimiento de laboratorio, de una real introducción o superposición de técnicas y elementos en la imagen inicial- es una forma de engañar al diablo, una forma de entrar en el marco con la esperanza de vivir para siempre.


El cumple de la directora (2008) 
de Marcos López.

Pero no importa cuánto arte se le añada a las fotografías, que éstas siempre serán antes que nada un documento, o por lo menos esto es lo que constituían a los ojos de los tempranos consumidores de las mismas. Esta condición documental puede explicar por qué, en ese tiempo, fueron con tanta frecuencia y voluntariamente sometidas a un proceso que las hacía borrosas. Esta falta de nitidez se añadía no tanto para imitar la pintura, como se ha dicho, sino para borrar de las obras el estigma de documento, en un gesto desesperado de aquellos fotógrafos que realmente anhelaban ser considerados artistas. La relación del nuevo medio con la realidad -con la memoria del sujeto y con su propia subjetividad, debería decir- era tan fuerte que la fotografía no podía convertirse en arte por sí misma, sino que tenía que ser empujada hacia él. Esta suerte de esquizofrénica contradicción entre el arte y la realidad puede ser considerada una alegoría de la modernidad, a la vez que nos muestra su inherente idealismo. Vale la pena recalcar cuán ridículos parecen ahora aquellos forzados intentos de hacer foto-pintura (Drtikol, Polak), en los cuales el fotógrafo-artista organizaba sus personajes en imitación de pinturas clásicas, especialmente del Manierismo. Así, pues, aquello que consideramos perfectamente aceptable en un Tintoretto o incluso en un Delacroix (a los que podemos considerar pasados de moda, si queremos, pero nunca ridículos), no resiste nuestra mirada en una fotografia. Y esto se debe a que la fotografia siempre nos habla de la realidad de sus sujetos y por lo tanto, en ella captamos el ridículo -la calidad kitsch- no tanto en la imagen -el objeto artístico- como en el modelo -la realidad representada. Por ello, debido a esta inmanencia de la fotografia -en conexión con su relación primaria con el sujeto, no en cuanto a toda la fotografia como una entidad- las únicas formas de artistificación de la misma que han acabo aceptándose son o bien producto de una instantánea o al resultado de una manipulación en el proceso de revelado. En el primer caso, la calidad artística se obtiene por casualidad: el artista es sólo una presencia menguada, alguien que se encuentra en el lugar de forma aleatoria, como el mismo sujeto de la fotografía. Es más, el fotógrafo constituye una presencia -se supone que tiene que estar allí , justo hasta el instante en que se obtiene la fotografía, pero tiene que desvanecerse en el mismo momento en que el suceso se convierte en material fotográfico. En el segundo caso, el concepto de fotografía se difumina detrás del de pintura: el fotógrafo usa las fotografías para hacer pinturas. El estilo (irreal, expresionista) de la obra lo revela. Lo que vemos en las fotos de este tipo ya no es verdad puesto que lo que contemplamos tampoco es una fotografía.


La fotografía se encarga también de alimentar la visión de la historia como algo material, objetual, casi como una especie de cadena de momentos-objeto que pueden ser recogidos en un museo. Hasta la invención de la fotografía, el pasado era recuperado principalmente a través de la historia, una disciplina que puede ser considerada una rama de la narrativa. Pero la posibilidad de revivir el pasado -usualmente un pasado lejano- a través de las crónicas escritas, no era un obstáculo para que se manifestara la urgencia de poder detener el presente antes de que pudiera convertirse en sujeto histórico y por lo tanto, sólo posible de ser recuperado a través de la disciplina histórica. Y esto fue intentado, entre otros mecanismos ya mencionados, por medio de la conservación de objetos, de reliquias o fetiches del pasado. Fetiches lo eran especialmente y no tan sólo porque sustituían lo real, sino también porque de hecho eran parte de esa realidad ya desaparecida. Los objetos tienen la virtud de mantener la integridad del evanescente acontecimiento, ejercen una suerte de centrifuga atracción con respecto a un recuerdo que tiende a la dispersión. De hecho, en su momento, el suceso, en forma de tiempo, pasa sobre los objetos como una ligera brisa en una tarde calurosa, pero a pesar de la fugacidad de este contacto, los objetos quedan saturados de temporalidad, aunque sean tan periféricos con respecto a ella. El resplandor del tiempo, sin embargo, no dura demasiado, y los objetos, convertidos en reliquias, acaban no pudiendo apoyar su testimonio más que con su reseca y significativamente agotada carcasa. La fotografía no es un fetiche ni una reliquia; no representa algo, ni tampoco forma parte de nada. La fotografía no asegura, como el objeto, la integridad del recuerdo, sino que mantiene físicamente unidos los distintos objetos o sujetos que forman el recuerdo. Y asegura esta integridad no en la memoria, sino en el mundo material, por lo que aquella remembranza difuminada que procuraba el objeto en sí, se solidifica en la fotografía permitiéndole ejecutar una simulación de la vida (todavía no la simulación postmoderna, pero más una copia de la vida, una copia auténtica, que una representación de la misma) que acaba convirtiéndola en cadáver, en un cadáver momificado.


Este proceso no tan sólo materializa la historia, sino que en realidad la aniquila, ya que, como hemos visto, la persecución de la eternidad no puede llevarnos más que a la imagen, o lo que ya es más o menos lo mismo: una imagen muerta. Si la evolución de la imagen se hubiera detenido en el período incipiente de la fotografía, las fotos no hubieran hecho más que aumentar la pila de objetos que ya estaban acumulando polvo en los trasteros victorianos. Pero tal como fueron las cosas, en los años siguientes a su invención, el mundo entero fue convertido, a los ojos occidentales, en una suerte de enorme sala victoriana del British Museum en la cual el visitante ha acabado perdiendo el sentido de la orientación y en la que por lo tanto ha decidido quedarse a vivir.


Podemos ver en toda esta serie de laberínticas gesticulaciones un ejemplo de la posición inversa que tan claramente emergerá en el mundo postmodernista, cuando la realidad empiece a copiar (a fotografiar) imágenes. Abstrayendo de la realidad imágenes, la fotografía preparaba el camino para que esta misma realidad acabara por convertirse ella misma en imagen.




















Tomado de:
CATÀLA DOMÉNECH, Joseph M.: La violación de la mirada. La imagen entre el ojo y el espejo.

01 abril 2013

El símbolo en el sistema de la cultura. Iuri Lotman


La torre de Babel (1563)
de Pieter Brueghel.


El símbolo en el sistema de la cultura


Iuri Lotman



La palabra «símbolo» es una de las más polisémicas en el sistema de las ciencias semióticas. La expresión «significado simbólico» se emplea ampliamente como un simple sinónimo de signicidad. En los casos en que existe alguna correlación entre la expresión y el contenido y—lo que se subraya especialmente en este contexto— esa relación es convencional, los investigadores hablan a menudo de función simbólica y de símbolos. Al mismo tiempo, ya Saussure contrapuso los símbolos a los signos convencionales, subrayando en los primeros el elemento icónico. Recordaremos que, en relación con esto, Saussure escribió que una balanza puede ser un símbolo de la justicia, puesto que contiene icónicamente la idea de equilibrio, pero un carretón, no. 


Con arreglo a otra base de clasificación, el símbolo se define como un signo cuyo significado es cierto signo de otra serie o de otro lenguaje. A esta definición se opone la tradición de interpretación del símbolo como cierta expresión sígnica de una esencia no sígnica suprema y absoluta. En el primer caso, el significado simbólico adquiere un acentuado carácter racional y es interpretado como un medio de traducción adecuada del plano de la expresión al plano del contenido. En el segundo, el contenido titila irracionalmente a través de la expresión y desempeña el papel como de un puente del mundo racional al mundo místico. 


Bastará con señalar que todo sistema linguo-semiótico, tanto que está dado realmente en la historia de la cultura como el que describe tal o cual objeto importante, se siente deficiente si no da su propia definición del símbolo. No se trata de que haya que describir de la manera más exacta y completa algún objeto único en todos los casos, sino de la presencia en cada sistema semiótico de una posición estructural sin la cual el sistema no resulta completo: no se realizan algunas funciones esenciales. Al mismo tiempo, a los mecanismos que atienden a estas funciones se los llama obstinadamente con la palabra «símbolo», aunque la naturaleza de estas funciones y, con mayor razón, la naturaleza de los mecanismos con cuya ayuda ellas se realizan, sólo con extraordinaria dificultad se reducen a alguna invariante. Así pues, se puede decir que, aunque no sepamos qué es el símbolo, cada sistema sabe qué es «su símbolo», y necesita de él para el funcionamiento de su estructura semiótica. 


Para hacer un intento de determinar el carácter de esa función, es más conveniente no dar ninguna definición universal, sino tomar como punto de partida las ideas que nos da intuitivamente nuestra experiencia cultural y, después, tratar de generalizarlas. 


La más habitual idea del símbolo está ligada a la idea de cierto contenido que, a su vez, sirve de plano de expresión para otro contenido, por lo regular más valioso culturalmente. Hay que distinguir el símbolo de la reminiscencia o de la cita, puesto que en estos últimos el plano «externo» del contenido-expresión no es independiente, sino que es una especie de signo-índice que indica algún texto más vasto, con el cual él se halla en una relación metonímica. En cambio, el símbolo, tanto en el plano de la expresión como en el del contenido, siempre es cierto texto, es decir, posee cierto significado único cerrado en sí mismo y una frontera nítidamente manifiesta que permite separarlo claramente del contexto semiótico circundante. Esta última circunstancia nos parece particularmente esencial para la capacidad a «ser un símbolo». 


Monumento de la III Internacional 
de V. Tatlin (1919-1920)


En el símbolo siempre hay algo arcaico. Toda cultura necesita de una capa de textos que cumplan la función de época arcaica [arjaika]. En esta capa de textos la condensación de símbolos por lo común es particularmente notable. Tal percepción de los símbolos no es casual: el grupo central de éstos tiene, realmente, una naturaleza profundamente arcaica y se remonta a la época anterior a la escritura, cuando determinados signos (por regla general, elementales desde el punto de vista del trazado) eran programas mnemotécnicos condensados de textos y sujets que se conservaban en la memoria oral de la colectividad. La capacidad de conservar en forma condensada textos extraordinariamente extensos e importantes se conservaba gracias a los símbolos. Pero aún más interesante para nosotros es otro rasgo, también arcaico: el símbolo, al representar un texto acabado, puede no incorporarse a ninguna serie sintagmática, y si se incorpora a ella, conserva su independencia de sentido y estructural. Se separa fácilmente del entorno semiótico y con la misma facilidad entra en un nuevo entorno textual. A esto está ligado un rasgo esencial suyo: el símbolo nunca pertenece a un solo corte sincrónico de la cultura: él siempre atraviesa ese corte verticalmente, viniendo del pasado y yéndose al futuro. La memoria del símbolo siempre es más antigua que la memoria de su entorno textual no simbólico. 


Todo texto de cultura es esencialmente no homogéneo. Hasta en un corte rigurosamente sincrónico la heterogeneidad de los lenguajes de la cultura forma un complejo multivocalismo. La propagación de la idea de que, habiendo dicho «época del clasicismo» o «época del romanticismo», hemos definido la unidad de un periodo cultural o por lo menos su tendencia dominante, no es más que una ilusión generada por el lenguaje de descripción adoptado. Las ruedas de los diferentes mecanismos de la cultura se mueven con diversa velocidad. El tempo de desarrollo de la lengua natural no es comparable con el tempo, por ejemplo, de la moda; la esfera sacra siempre es más conservadora que la profana. Esto aumenta esa diversidad interna que es una ley de la existencia de la cultura. Los símbolos representan uno de los elementos más estables del continuum cultural. Siendo un importante mecanismo de la memoria de la cultura, los símbolos transportan textos, esquemas de sujet y otras formaciones semióticas de una capa de la cultura a otra. Los repertorios constantes de símbolos que atraviesan la diacronía de la cultura asumen en una medida considerable la función de mecanismos de unidad: al realizar la memoria de sí misma de la cultura, no la dejan desintegrase en capas cronológicas aisladas. La unidad del repertorio básico de lo símbolos dominantes y la duración de la vida cultural de los mismos determinan en considerable medida las fronteras nacionales y de área de la cultura. 


Sin embargo, la naturaleza del símbolo, considerado desde este punto de vista, es doble. Por una parte, al atravesar el espesor de las culturas, el símbolo se realiza en su esencia invariante. En este aspecto podemos observar su repetición. El símbolo actuará como algo que no guarda homogeneidad con el espacio textual que lo rodea, como un mensajero de otras épocas culturales (= otras culturas), como un recordatorio de los fundamentos antiguos (= «eternos») de la cultura. Por otra parte, el símbolo se correlaciona activamente con el contexto cultural, se transforma bajo su influencia y, a su vez, lo transforma. Su esencia invariante se realiza en las variantes. Precisamente en esos cambios a que es sometido el sentido «eterno» del símbolo en un contexto cultural dado, es en lo que ese contexto pone de manifiesto de la manera más clara su mutabilidad. 


Esta última capacidad está ligada al hecho de que los símbolos históricamente más activos se caracterizan por cierto carácter indefinido en la relación entre el texto-expresión y el texto-contenido. Este último siempre pertenece a un espacio de sentido más multidimensional. Por eso la expresión no cubre enteramente el contenido, sino que diríase que sólo alude a él. En este caso, da lo mismo si eso es provocado por el hecho de que la expresión es sólo un breve signo mnemotécnico de un texto-contenido desvaído, o por la pertenencia de la primera a la esfera profana, abierta y mostrable de la cultura, y del segundo a la necesidad sacra, esotérica, secreta o romántica de «expresar lo inexpresable». Lo único importante es que las potencias de sentido del símbolo siempre son más amplias que una realización dada de las mismas: los vínculos en que con uno u otro entorno semiótico entra el símbolo mediante su expresión, no agotan todas sus valencias de sentido. Esto es precisamente lo que forma esa reserva de sentido con ayuda de la cual el símbolo puede entrar en vínculos inesperados, alterando su esencia y deformando de manera imprevista el entorno textual. 


Así pues, el símbolo actúa como si fuera un condensador de todos los principios de la signicidad y, al mismo tiempo, conduce fuera de los límites de la signicidad. Es un mediador entre diversas esferas de la semiosis, pero también entre la realidad semiótica y la extrasemiótica. Es, en igual medida, un mediador entre la sincronía del texto y la memoria de la cultura. Su papel es el de un condensador semiótico. Generalizando, podemos decir que la estructura de los símbolos de tal o cual cultura forma un sistema isomorfo e isofuncional respecto a la memoria genética del individuo 



















Tomado de:
LOTMAN, Iuri (1996): La semiosfera I. Barcelona, Cátedra, pp. 101-108.