27 septiembre 2017

Sobre teoría crítica y la improvisación. Conferencia de Raymundo Mier




Sobre teoría crítica y la improvisación


Conferencia de Raymundo Mier








Cuando el pensamiento asume el riesgo de su propia insignificancia e invalidez, hay que entender al mundo como una constante epifanía para la imaginación que transforme y potencie nuestros vínculos e identidades.  


26 septiembre 2017

Sátiros: monstruosidad jocosa y atrevida. Guillermo de Santis




Sátiros: monstruosidad jocosa y atrevida

Guillermo De Santis


Los sátiros son figuras que pertenecen al folclore griego y que conocemos desde Hesíodo como, theoí, hasta la demonología platónica que los ubica como seres inmortales entre dioses y hombres. Su forma física, su naturaleza mixta animal (cabra) y humana no es única en la cultura griega. Son singulares, en cambio, algunas características de su comportamiento y de su forma de relacionarse con otros seres y, en particular, con el hombre.


Los sátiros nos son conocidos básicamente a través de las representaciones figurativas, numerosas entre los siglos VI y IV aC., y por el drama satírico, subgénero teatral que formaba parte del espectáculo trágico. Su presencia en el teatro se debe a que forma parte del cortejo báquico junto a las ménades y en las representaciones pictóricas de vasijas de escenas teatrales se los distingue por su cuerpo de hombre con cola de animal, orejas en punta, una nariz chata, a veces calvos, generalmente barbados y con una corona en su cabeza. Se suma a todo esto su falo prominente que los distingue de cualquier otra figura folclórica. Básicamente, estas características figurativas debían ser reproducciones del vestuario junto a la máscara teatral.

Su asociación con Dionisos es firme a partir del siglo VI aC., época en la que se asimila a otros seres con características físicas similares, los silenos de tradición jónico-ática, de manera que los términos “sátiros” y “silenos” se volvieron intercambiables.

En el Drama Satírico un sátiro se individualiza del resto, Sileno, anciano padre de los sátiros. Si bien su origen mitológico es confuso, su pertenencia a una generación temprana de dioses, le confiere sabiduría y, por ello, Zeus le encarga la educación de su hijo Dionisos. En la escena teatral, esta ancianidad y esta sabiduría lo convierten en jefe del Coro de sátiros y lo caracteriza su pasión por lo desconocido y su permanente cobardía, su amor por el vino y la comida y un notable sentido de la oportunidad para entrometerse en asuntos serios, en los que aparenta colaborar, aunque solo para obtener algún provecho, pero en los que se muestra fuera de lugar.

En general, el Drama Satírico muestra que los sátiros son grotescos y elementales, pícaros y petulantes, irresponsables, burlones y no merecedores de confianza. Por ejemplo, en Ichneutai de Sófocles Son básicamente definidos como θῆρες, “bestias” (v. 147, 153) y comparados con animales como el “puercoespín” (v. 127) y al “mono” (v. 128). Su sexualidad exacerbada obliga a las ninfas y jóvenes mujeres a mantenerlos a raya. En este caso las heroínas como la joven Dánae y la ninfa Cilena los califican de κνωδάλοι, es decir “monstruos” que dejan ver su lado menos cómico para ser más agresivos, incluso, temibles.

Son además, valientes y decididos cuando la situación que enfrentan no implica riesgo alguno, pero sumamente cobardes ante el mínimo atisbo de peligro. Pero el rasgo más sobresaliente de estos monstruos jocosos es su marginalidad, una muy extraña, por cierto, pues son coro de una obra dramática, es decir son el corazón de una obra de teatro en el marco de una tetralogía trágica. Esta aparente incongruencia puede resolverse si se atiende a la no pertenencia de los sátiros a las clasificaciones definidas por la cultura ateniense, posición intermedia entre lo humano y lo animal, entre la infancia y la adultez y, lo que no trataremos en esta ocasión, entre masculino y femenino. Veremos que este permanente no ser ni una ni otra cosa, se condensa en la certeza de ser siempre esclavos e incapaces de interactuar con el mundo de las instituciones.

Veamos los versos 366-368 de Ichneutai de Sófocles:

Pero tú eres siempre un niño; pues siendo ya un joven hombre
de barba floreciente, como la de una cabra, retozas entre los cardos;
deja de agitar con excitado placer tu pulida calva.

La ninfa Cilena ve a los sátiros y destaca su barba, motivo de orgullo de este néos anér que, si bien no es un hombre, se comporta como un país y a esto se le suma el falo destacado, es decir un carga sexual propia de una edad en la que aún la virilidad no es controlada por el adolescente y que transgrede un esquema social de la sexualidad. Entonces no es niño ni adulto sino que ocupa un franja etaria intermedia bastante compleja.

Por medio de la barba, los sátiros son asimilados a cabras, de manera que se pasa del juicio sobre el comportamiento inadecuado para la edad, a la figura de un animal que parece explicar mucho de la actitud del coro de sátiros frente a lo desconocido, como indica Pierre Voelke, al afirmar que la cabra es un animal que se comporta de manera totalmente impredecible, especialmente frente a situaciones que le son infrecuentes. Y precisamente, Ichneutai ubica a los sátiros de frente a una novedad, la lira, creada por Hermes niño, y la nueva música que ella provee. Esta situación deriva, de manera imprevista, del móvil inicial de la aparición de los sátiros en la escena: la búsqueda de las vacas de Apolo.

Sileno y sus sátiros se ofrecen a encontrar las vacas hurtadas y hablan a Apolo como si estuvieran a su misma altura: Apolo ha emitido un bando, ellos se presentan, Apolo promete una recompensa, Sileno pide una corono de oro y, lo que más nos interesa, Apolo dice “metafóricamente” que él mismo ha buscado su ganado:

enajenado sigo el rastro (como un perro)

A lo que Sileno responde:

por si de algún modo te rastreara este asunto

Lo interesante es que Sileno parece responder con la misma metáfora del “sabueso” y en los versos 91a 99 da la orden a sus sátiros de seguir el rastro con la nariz (ῥινηλατῶν, v. 94), inclinados hacia el suelo (ὀκλάζω[ν, v. 96), es decir que asuman una función plenamente animal de perro que, si bien conviene a la búsqueda de vacas, en nada se condice con la altanera presentación de “tú a tú” frente aun dios como Apolo, y dando muestras incluso de un cierto dominio retórico.

Los sátiros asumen la posición y la función que Sileno les manda. Incluso, desde el verso 183 serán llamados con los nombres usuales de perros, tales como Dracis, Grapis, Urias, Estratis y Trequis. Es decir que su posición casi divina se degrada a una animalidad que, además, es una forma clara de esclavitud, ahora son perros domésticos de caza, bien caracterizados por Jenfonte en su Cinegética. Este tratado nos permitiría obtener muchos datos para establecer comparaciones pero solo mencionaremos que en 3.3 afirma que los perros “clavos y débiles son flojos” y en 4.1 sostiene que es condición de un beun perro que su vientre sea “flaco”, es decir que los sátiros no serían jmás buenos perros.

Peor aún, por temor al sonido desconocido de la lira, que de repente oyen, toman otra postura física, la de un “erizo” ([ἐ]χῖνος. 127), y la de un “simio” (πίθηκος v. 128), ante lo cual Sileno pregunta si es una nueva téchne kynegetein, “técnica de olfateo” (v. 124 y ss.), siendo evidente que para rastrear, los sátiros se vuelven perros y, por temor, estos perros se convierten a su vez en erizos y monos.

Si los sátiros pueden hablar a dioses y hombres con dominio de la retórica, si pueden prever beneficios y realizar acciones “arriesgadas”, todo esto puede cambiar de un momento a otro. La única valencia constante en la figura de los sátiros es su esclavitud, constatada en el inicio de la obra por la promesa liberadora de Apolo y reafirmada por su conversión en malos perros sabuesos.






Como vimos en el texto de Rastreadores, los sátiros son jóvenes retozones que se comportan como niños. Para concluir de revisar esta adolescencia en la que sexualidad está exacerbada, recordemos que en Arrastradotes de Redes de Esquilo, el Coro de Sátiros afirma que la joven Dánae los desea por su prominente falo: 

ahora entonces
viendo nuestra juventud
se le ilumina el rostro

el término hébe, indica tanto la “sexualidad” cuanto la edad que los sátiros se  atribuyen, precisamente de acuerdo a su potencia fálica. En otras circunstancias, en las que la sexualidad no juega un rol principal, los sátiros son solo niños. En tal sentido los amonesta Sileno en Rastreadores 145 y ss. cuando, ante el sonido de la lira, sus sátiros se asustan: 

asustados por todo
servidores sin nervio, sin decoro, como persona no libre
no os veis sino solo como cuerpo,
lengua y falo

y más adelante:

teméis como niños antes de ver
y dejáis escapar la riqueza en oro,
que Febo os mencionó
y la libertad que prometió
a vosotros y a mí

el temor es propio de niños y en este contexto, es evidente, se insiste en la esclavitud de los sátiros, son diáconos y aneléutheros y es ese temor pueril el que impide que alcancen la libertad que Apolo prometió. Es un complejo juego de niñez e imposibilidad de libertad que debemos sumar a su animalidad servil (la del perro) para insistir en que todos estos estatus intermedios los conducen a sostener su estado de esclavitud. Y es esta condición la que demuestra que es jocosamente ambivalente la semblanza que Sileno hace de su juventud para mostrarle a sus hijos que él sí era valiente. Imitando al anciano Néstor de Ilíada dice Sileno (v. 153 y ss.):

hijos de este padre, oh, las peores de las bestias,
de quien, desde su juventud, muchos recuerdos de valentía
quedan, acciones en las casas de las ninfas,
no por darse a la huida, ni por temer,
ni espantarse por los ruidos de animales salvajes,
sino por haber librado con la lanza
brillantes empresas manchadas ahora por vosotros
por un nuevo y engañoso ruido de pastores en alguna parte.

Sileno se posiciona como un héroe cuya única hazaña es el acoso sexual de las ninfas, por lo que su posición de adolescente de exacerbada condición sexual es irónicamente expuesta: su lanza guerrera no es otra cosa que su falo acosador.. Si sus hijos se comportan literalmente como niños por su temor, Sileno es un joven retozón sexuado, pero siempre tan esclavo como aquellos.

De la misma manera que la animalidad, la niñez es metafórica y configura un imaginario de la esclavitud basado en la falta de control del propio cuerpo, en la ignorancia del mundo y de las convenciones sociales más elementales. Servilismo La condición servil de los sátiros parece natural a su representación. En el Cíclope, Sileno narra su llegada a la tierra de los Cíclopes y dice:

habiéndonos atrapado (i. e. Polifemo) uno de estos en su casa somos
esclavos

Los ejemplos son numerosos y varios dramas satíricos llevan por nombre la referencia al coro de sátiros en situación de esclavitud, por ejemplo: Los sátiros en Ténaros, de Sófocles, donde son encargados de vigilar algo o alguien que desconocemos; Los forjadores, título que Hesiquio da a la obra de Sófocles que otras fuentes llaman Pandora, en la que los sátiros estarán bajo las órdenes de Hefesto. El mismo Sófocles los presenta en su Cedalón como esclavo de Cedalión o de Hefesto y Ateneo transmite el en el que se los fustiga:

buenos para el látigo, los aguijones, parásitos

aquí, además, el término kéntrwn podría significar “ladrón”, como sugiere un escolio a Aristófanes, que junto a “parásitos” mostrarían que los sátiros suelen vivir a costa de o robando los bienes de otra persona. Y tal es la situación cómica del Cíclope de Eurípides donde Sileno le ofrece a Ulises quesos y otros productos robados a su Polifemo, su amo, a cambio del vino. Ya hemos visto en Rastreadores de Sófocles que Sileno llama a sus sátiros “no libres” y que Apolo les promete la libertad, dando muestras de que el dios conoce bien su condición de esclavos. Más allá de quién fuera el “amo” de los sátiros que Apolo tiene en mente, la ninfa Cilena en sus primeras palabras dice:

Bestias, ¿ por qué irrumpís en esta verde y boscosa
colina habitada por fieras con tal griterío?
¿Qué esta actividad, este cambio respecto de las fatigas
que antes afrontabas para complacer a tu señor,
siempre ebrio, vestido con la piel de cervatillo
el tirso liviano en las manos,
gritabas evoé alrededor del dios
con tus hermanas ninfas y el grupo de cabras?
Ahora no comprendo qué sucede, ¿a dónde os arrastran
los nuevos tornados de locura?

La ninfa Cilena describe el cortejo de Dionisos que es despótes, “amo” de los sátiros de manera que, según lo que vimos antes, esta nueva téchne de convertirse en perros no es más que un desplazamiento a otra forma de esclavitud de la que Apolo promete liberarlos. En Emisarios o Participantes a los juegos ístmicos, los sátiros han abandonado a Dionisos para participar en la competición atlética. Se presentan, entonces, ante el templo de Poseidón para depositar unas ofrendas. Un interlocutor, muy probablemente Dionisos, los encuentra y recrimina:

Pero tú participas de los juegos ístmicos y aprendiendo nuevas posturas
ejercitas los brazos, dilapidando mis bienes 
para ofrecer estos dones al protector de tus esfuerzos.

Parece que se reitera aquí la dependencia de los sátiros de Dionisos y la actitud de usar sus bienes furtivamente, lo que reafirma su esclavitud. Pero aún más, a partir del verso 48 de la segunda columna del fr. 78c, un personaje, con mucha probabilidad Dionisos, se acerca al templo de Poseidón, donde los sátiros se han refugiado, para ofrecerles “regalos” que los convenzan a volver con él. El dios les ofrece “novedades hechas con el hacha y el yunque”. La hipótesis acerca de la naturaleza de estos regalos son diversas. Massimo Di Marco afirma que es una especie de yugo con la que Dionisos convencería a los sátiros de participar en los juegos en la carrera de carros, siendo ellos los caballos y él mismo el auriga. Una forma cómica de recuperar el dominio de sus esclavos y una forma irónica de hacer volver a los sátiros junto a su dios en su normal posición de esclavos, animalizados:

estos (los yugos/cadenas) se ajustan precisamente al arte que has adoptado

Engañados pero felices, los sátiros aceptarían regresar con Dionisos y serían cómicamente expuestos en la escena como un tiro de carro. En definitiva, reencontrarse con su amo, es el final feliz al que aspiran los sátiros y el Drama Satírico. Así, como diákonos, “servidor”, própolos, “ministro” o doúlos, “esclavo”, los sátiros funcionan siempre en el sistema de esclavitud de un dios o un monstruo temible. La famosa afirmación de Tiresias en el v. 410 de Edipo Rey, en el que reivindica su estatus de “esclavo de Apolo”, no se aplica aquí de la misma manera.

La esclavitud de los sátiros, como hemos visto, es un estado del que ellos pretenden escapar, la libertad es siempre un objetivo. Pero su naturaleza que media entre el hombre y el animal, entre la divinidad y el hombre más vil, entre el niño y el adulto, los lleva a encontrarse cada vez con su inherente esclavitud y sometimiento a su señor Dionisos a quien recriminan y abandonan pero con quien regresan al final de cada drama.

De esta manera, hemos intentado presentar la monstruosidad de los sátiros en algnas de sus acciones y roles que los ubican en un permanente plano intermedio e indefinido, sin olvidar que un aspecto monstruoso central es el acoso sexual a las jóvenes, sean ninfas, sean doncellas. Interesante en este sentido es la respuesta de Dánae a la oferta de Sileno de “protegerla” en Arrastradores de redes.

Ante la propuesta de Sileno, cargada de insinuaciones sexuales, Dánae responde:

dioses de la estirpe de Zeus
que me imponen este fin a mis tormentos
me entregaréis a estos monstruos...

Los knwdála son bestias, generalmente marinas, y es posible que Dánae, apenas salida del arca que ha derivado por el mar, piense aún en bestias marinas. Sin embargo, el tono de la queja, partiendo de la invocación a Zeus, nos advierte que la heroína está hablando como si fuera personaje de una tragedia y a continuación amenazará ahorcarse con su lazo, como hacen las Danaides en Suplicantes de Esquilo. Si respetamos este “tono” trágico, es claro que knwdála no apunta aquí a la forma animal de los sátiros sino al carácter engañoso y peligroso, indefinido y escurridizo que, en el curso de un Drama de Sátiros resulta cómico, pero, para una doncella a punto de ser sometida, es un signo inequívoco de monstruosidad.



















Tomado de:
DE SANTIS, Guillermo: "Sátiros: monstruosidad jocosa y atrevida" En: AAVV (2014): Actas de las V Jornadas de Reflexión Monstruos y Monstrusidades. En Perspectivas disciplinarias IV, UBA, Facultad de Filosofía y Letras, pp. 112-118.

12 septiembre 2017

El amor como respuesta al problema de la existencia. E. Fromm




El amor como respuesta al problema de la existencia
Un resumen

Erich Fromm



Cualquier teoría del amor debe comenzar con una teoría de la existencia humana y lo esencial en esto es el hecho de que ha emergido del reino animal. El hombre sólo puede ir hacia delante desarrollando su razón, encontrando una nueva armonía humana en reemplazo de la prehumana que está irremediablemente perdida. El hombre está dotado de razón, tiene conciencia de sí mismo, de sus semejantes, de su pasado y de las posibilidades de su futuro y de su breve lapso de vida, de su soledad y su separatidad, de su desvalidez frente a las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad, todo ello hace de su existencia separada y desunida una insoportable prisión. Se volvería loco si no pudiera liberarse de su prisión y extender la mano para unirse en una forma u otra con los demás hombres o con el mundo exterior.

La vivencia de la separatidad es la fuente de toda angustia produciendo vergüenza y un sentimiento de culpa. 

El hombre de todas las edades y culturas se enfrenta al problema de la separatidad, a cómo lograr la unión, a cómo trascender la misma vida individual y cómo encontrar comprensión, el problema es el mismo puesto que surge de la situación humana y la condición de la existencia humana, las respuestas dependen, en cierta medida, del grado de individualización alcanzado por el individuo, aun así cuanto mas se libera la raza humana de tales vínculos primarios, más intensa se torna la necesidad de encontrar nuevas formas de escapar del estado de separación, una forma de alcanzar tal objetivo consiste en diversas clases de estados orgiásticos las cuales tienen tres características: son intensas incluso violentas, ocurren en la personalidad total, mente y cuerpo, son transitorias y periódicas. También existe la unión basada en la conformidad con el grupo, sus costumbres, prácticas y creencias y a veces el miedo a la no-conformidad se racionaliza como miedo a los peligros prácticos que podían amenazar al rebelde y la mayoría de la gente que ni siquiera tiene conciencia de su necesidad de conformismo porque hoy en día la igualdad significa identidad antes de unidad, la proposición de la filosofía del iluminismo, el alma no tiene sexo se ha convertido en una práctica general, la polaridad de los sexos está desapareciendo y con ella el amor erótico, que se basa en dicha polaridad, hombre y mujer son idénticos, no iguales como polos opuestos. La unión por la conformidad no es intensa y violenta; es calmada, dictada por la rutina y por ello mismo, suele resultar insuficiente para aliviar la angustia de la separatidad. La frecuencia del alcoholismo, la afición a las drogas, la sexualidad compulsiva y el suicidio en la sociedad occidental contemporánea constituyen los síntomas de ese fracaso relativo de la conformidad tipo rebaño. Más aun, tal solución afecta fundamentalmente a la mente, y no al cuerpo, por lo cual es menos afectiva que las soluciones orgiásticas, porque la conformidad tipo rebaño solo ofrece una ventaja que es permanente y no temerosa, además de la conformidad como forma de aliviar la angustia que surge de la separatidad, debemos considerar el papel de la rutina en el trabajo y en el placer, el hombre tiene muy poca iniciativa porque aun sus sentimientos están preescritos y sus diversiones están rutinizadas en forma similar. 

Otra forma de lograr la unión reside en la actividad creadora, sea la del artista o la del artesano, sin embargo solo es válido para el trabajo productivo, para la tarea que se planea, produce, el resultado de su labor, el trabajador se convierte en un aprendiz de la máquina o de la organización burocrática dejando de ser él, y por eso mismo no se produce ninguna unión aparte de la que se logra por medio de la conformidad. La solución plena en el logro de la unión interpersonal, la fusión con otra persona, en el amor, ese deseo de fusión interpersonal es el impulso más poderoso que existe en el hombre, la incapacidad para alcanzarlo significa insana o destrucción de sí mismo o de los demás, sin amor la humanidad no pudiese existir, si llamamos al amor al logro de la unión interpersonal estamos en serias dificultades ya que debemos saber a que clase de unión nos referimos cuando hablamos del amor. Cuando nos referimos a esas formas inmaduras de amar podemos llamarla unión simbiótica que tiene su patrón biológico en la relación entre la madre y el feto quienes aun siendo dos son uno solo porque forman parte uno del otro, en la unión psíquica los dos cuerpos son independientes, pero psicológicamente existe el mismo tipo de relación. La forma pasiva de la unión simbiótica es la sumisión o masoquismo siendo este quien no toma decisiones, ni corre riesgos, nunca esta sola, pero no es independiente, carece de integridad, no ha nacido totalmente. Convirtiéndose en un instrumento de alguien o de algo exterior a él y la forma activa es la dominación o sadismo siendo esta tan dependiente de la sumisa como esta de aquella; ninguna de las dos puede vivir sin la otra, la diferencia solo radica en que la persona sádica domina, explota, lastima y humilla y la masoquista es dominada, explotada, lastimada y humillada. 

En contraste con la unión simbiótica, el amor maduro significa unión a condición de preservar la propia integridad, la propia individualidad. El amor es un poder activo en el hombre, en el sentido moderno se refiere a una acción que mediante un gasto de energía, produce un cambio en la situación existente, así un hombre es activo si trabaja, estudia, hace deporte, sin tomar en cuanta que esto lo podría estar haciendo por una profunda sensación de inseguridad o por ambición ya que la verdadera actividad del alma solo es posible bajo la condición de libertad e independencia interiores. Spinoza formulo con suma claridad el segundo concepto de actividad afirmando que el poder y la virtud son una misma cosa y así el amor es una actividad, no un afecto pasivo afirmando que el amor es fundamentalmente dar, no recibir sin que esto signifique privarse de algo, porque algunos hacen del dar una virtud creyendo que la virtud de dar en el acto mismo de aceptación del sacrificio pero no es así ya que dar produce mas felicidad que el recibir, no porque sea una privación, si no porque en el acto de dar está la expresión de mi vitalidad, el ejemplo de la culminación sexual masculina radica en el acto de dar, darse a si mismo, dar un orgasmo, dar su semen, el proceso no es diferente en la mujer, si bien algo mas complejo, en la esfera de las cosas materiales, dar significa ser rico aunque no es rico el que tiene mucho si no el que da mucho, sin embargo la esfera más importante del dar es el dominio de lo específicamente humano porque el hombre da de sí mismo, de lo mas preciado que tiene, de su propia vida, de su tristeza, de su alegría, de su interés, de su humor, de todas las expresiones y manifestaciones y de lo que está vivo en él sin que esto represente el sacrificio de su propios gustos o placeres, pero no solo en lo que atañe al amor significa recibir además del elemento del dar el carácter activo del amor se vuelve evidente en el hecho de que implica ciertos elementos básicos, comunes a todas las formas del amor. 


Nicoletta Tomas Caravia


Esos elementos son cuidados, responsabilidad, respeto y conocimiento para que el amor sea la preocupación activa de la vida y el crecimiento de lo que amamos porque cuando falta esta preocupación activa no hay amor, se ama aquello por lo que trabaja y se trabaja por lo que se ama. 

El cuidado y la preocupación implican otro aspecto del amor que es la responsabilidad que significa estar listo y dispuesto a responder y aunque podría degenerar fácilmente en dominación y posesividad, si no fuera por el respeto que no significa miedo o sumisión si no la capacidad de ver a una persona tal cual es, preocupándose por que se desarrolle tal como es ya que el amor es un hijo de la libertad, nunca de la dominación. A las personas no las respetas si no las conoces, hay muchos niveles de conocimiento; el que constituye un aspecto del amor no se detiene en la periferia, sino que penetra hasta el meollo y esto solo es posible cuando puede trascender la preocupación por si mismo y ver a la otra persona en sus propios términos. La necesidad básica de fundirse con otra persona para trascender de ese modo la prisión de la propia separatidad se vincula. De modo íntimo, con otro deseo específicamente humano, el de conocer el secreto del hombre y una forma desesperada por conocer ese secreto es el poder absoluto sobre la otra persona. 

El amor es la penetración activa en la otra persona, en la que la unión satisface mi deseo de conocer y como el amor es la única forma de conocimiento, que, en el acto de la unión, satisface mi búsqueda, la única forma de alcanzar el conocimiento total consiste en el acto de amar ese acto trasciende el pensamiento, trasciende las palabras sin embargo el conocimiento psicológico es una condición necesaria para el pleno conocimiento en el acto de amar, tengo que conocer a la otra persona y a mi mismo objetivamente para poder ver la realidad. 

La experiencia de la unión no es en modo alguno irracional por el contrario es la consecuencia del racionalismo, su consecuencia más audaz y radical. Se basa en nuestro conocimiento de las limitaciones fundamentales y no accidentales, de nuestro conocimiento. La psicología como ciencia tiene limitaciones y así como la consecuencia última de la psicología es el amor. Cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento son mutuamente interdependientes, se encuentran en la persona madura que desarrolla productivamente sus propios poderes que solo desea poseer los que ha ganado con su trabajo, por encima de la necesidad universal, existencial de unión, surge otra mas especifica y de orden biológico el deseo de unión entre los polos masculino y femenino, la idea de la polarización que lleva al hombre a buscar la unión con el otro sexo logrando la unión interior en el que cada uno vuelve a nacer y a la desviación homosexual se le llama fracaso en el logro de esa unión polarizada. 

El problema de la polaridad hombre-mujer lleva a ciertas consideraciones posteriores sobre la cuestión del amor y el sexo de hecho la atracción erótica no se expresa únicamente en la atracción sexual, hay masculinidad y feminidad en el carácter tanto como en la función sexual. Cuando la parálisis de la masculinidad es más intensa, el sadismo se convierte en su principal sustituto y si la sexualidad femenina está debilitada o pervertida, se transforma en masoquismo o posesividad. Se ha criticado a Freud por su sobre valoración de lo sexual, él percibió agudamente esa motivación y por eso mismo, luchó contra toda intento de modificar su teoría sexual, pero lo que era cierto alrededor de 1900 ya no lo es cincuenta años más tarde. Las costumbres sexuales han cambiado tanto que las teorías de Freud ya no le resultan escandalosas a la clase media occidental, y los analistas ortodoxos actuales practican una forma quijotesca de radicalismo cuando creen que son los valerosos y extremistas de la teoría sexual de Freud.








Resumen de:
FROMM, Erich (2000): El arte de amar. México, Paidós Ibérica, Cap II.

Textos "cerrados" y textos "abiertos". Umberto Eco



Textos "cerrados" y textos "abiertos"


Umberto Eco



Ciertos autores determinan su Lector Modelo con sagacidad sociológica y con un brillante sentido de la media estadística: se dirigirán alternativamente a los niños, a los melómanos, a los médicos, a los homosexuales, a los aficionados al surf, a las amas de casa pequeñoburguesas, a los aficionados a las telas inglesas, a los amantes de la pesca submarina, etc. Como dicen los publicitarios, eligen un perfil (target) (y una "diana" no coopera demasiado: sólo espera ser alcanzada). Se las apañarán para que cada término, cada modo de hablar, cada referencia enciclopédica sean los que previsiblemente puede comprender su lector. Apuntarán a estimular un efecto preciso; para estar seguros de desencadenar una reacción de horror dirán de entrada "y entonces ocurrió algo horrible"


En ciertos niveles, este juego resultará exitoso. Pero bastará con que el libro de Carolina Invernizio, escrito para modistillas turinesas de finales del siglo pasado, caiga en manos del más entusiasta de los degustadores del kitsch literario para que se convierta en una fiesta de literatura transversal, de interpretación entre líneas, de gusto huysmaniano por los textos balbucientes. Ese texto dejará de ser "cerrado" y represivo para convertirse en un texto sumamente abierto, en una máquina de generar aventuras perversas.


Pero también puede ocurrir algo peor (o mejor, según los casos): que la competencia del Lector Modelo no haya sido adecuadamente prevista, ya sea por un error de valoración semiótica, por un análisis histórico insuficiente, por un prejuicio cultural o por una apreciación inadecuada de las circunstancias de destinación. Un ejemplo espléndido de tales aventuras de la interpretación lo constituyen Los misterios de París, de Sue. Aunque fueron escritos desde la perspectiva de un dandy para contar al público culto las excitante s experiencias de una miseria pintoresca, el proletariado los leyó como una descripción clara y honesta de su opresión. Al advertido, el autor los siguió escribiendo para ese proletariado: los embutió de moralejas socialdemócratas, destinadas a persuadir a esas clases "peligrosas" -a las que comprendía, aunque no por ello dejaba de temer- de que no desesperaran por completo y confiaran en el sentido de la justicia y en la buena voluntad de las clases pudientes. Señalado por Marx y Engels como modelo de perorata reformista, el libro realiza un misterioso viaje en el ánimo de unos lectores que volveremos a encontrar en las barricadas de 1848, empeñados en hacer la revolución porque, entre otras cosas, habían leído Los misterios de París. ¿Acaso el libro contenía también esta actualización posible? ¿Acaso también dibujaba en filigrana a ese Lector Modelo? Seguramente; siempre y cuando se le leyera saltándose las partes moralizantes o no queriéndolas entender.


Nada más abierto que un texto cerrado. Pero esta apertura es un efecto provocado por una iniciativa externa, por un modo de usar el texto, de negarse a aceptar que sea él quien nos use. No se trata tanto de una cooperación con el texto como de una violencia que se le inflige. Podemos violentar un texto (podemos, incluso, comer un libro, como el apóstol en Patmos) y hasta gozar sutilmente con ello. Pero lo que aquí nos interesa es la cooperación textual como una actividad promovida por el texto; por consiguiente, estas modalidades no nos interesan. Aclaremos que no nos interesan desde esta perspectiva: la frase de Valéry "íl n'y a pas de vrai sens d'un texte" (no hay/no existe el sentido verdadero de un texto) admite dos lecturas: que de un texto puede hacerse el uso que se quiera, ésta es la lectura que aquí no nos interesa; y que de un texto pueden darse infinitas interpretaciones, ésta es la lectura que consideraremos ahora.


Estamos ante un texto "abierto" cuando tiene una hipótesis regulativa de su estrategia. Decide (aquí es precisamente donde la tipología de los textos corre el riesgo de convertirse en un conntinuum de matices) hasta qué punto debe vigilar la cooperación del lector, así como dónde debe suscitarla, dónde hay que dirigida y dónde hay que dejar que se convierta en una aventura interpretativa libre. Dirá " una flor" y, en la medida en que sepa (y lo desee) que de esa palabra se desprende el perfume de todas las flores ausentes, sabrá por cierto, de antemano, que de ella no llegará a desprenderse el aroma de un licor muy añejo: ampliará y restringirá el juego de la semiosis ilimitada según le apetezca. Una sola cosa tratará de obtener con hábil estrategia: que, por muchas que sean las interpretaciones posibles, unas repercutan sobre las otras de modo tal que no se excluyan, sino que, en cambio, se refuercen recíprocamente.


Podrá postular, como ocurre en el caso de Finnegans Wake, un autor ideal afectado por un insomnio ideal, dotado de una competencia variable: pero este autor ideal deberá tener como competencia fundamental el dominio del inglés (aunque el libro no esté escrito en inglés "verdadero"); y su lector no podrá ser un lector de la época helenista, del siglo II después de Cristo, que ignore la existencia de Dublín ni tampoco podrá ser una persona inculta dotada de un léxico de dos mil palabras (si lo fuera. se trataría de otro caso de uso libre, decidido desde afuera. o de lectura extremadamente restringida.limitada a las estructuras discursivas más evidentes).


De modo que Finnegans Wake espera un lector ideal, que disponga de mucho tiempo, que esté dotado de gran habilidad asociativa y de una enciclopedia cuyos límites sean borrosos: no cualquier tipo de lector. Construye su Lector Modelo a través de la selección de los grados de dificultad lingüística. de la riqueza de las referencias y mediante la inserción en el texto de claves. remisiones y posibilidades. incluso variables de lecturas cruzadas. El Lector Modelo de Finnegans Wake es el operador capaz de realizar al mismo tiempo la mayor cantidad posible de esas lecturas cruzadas. Dicho de otro modo: incluso el último Joyce. autor del texto más abierto que pueda mencionarse. construye su lector mediante una estrategia textual. Cuando el texto se dirige a unos lectores que no postula ni contribuye a producir, se vuelve ilegible (más de lo que ya es), o bien se convierte en otro libro.




Así, pues. debemos distinguir entre el uso libre de un texto tomado como estímulo imaginativo y la interpretación de un texto abierto. Sobre esta distinción se basa, al margen de cualquier ambigüedad teórica, la posibilidad de lo que Barthes denomina texto para el goce: hay que decidir si se usa un texto como texto para el goce o si determinado texto considera como constitutiva de su estrategia (y, por consiguiente, de su interpretación) la estimulación del uso más libre posible. Pero creemos que hay que fijar ciertos límites y que, con todo, la noción de interpretación supone siempre una dialéctica entre la estrategia del autor y la respuesta del Lector Modelo. 


Naturalmente, además de una práctica. puede haber una estética del uso libre, aberrante, intencionado y malicioso de los textos. Borges sugería leer La Odisea o La Imitación de Cristo como si las hubiese escrito Céline. Propuesta espléndida, estimulante y muy realizable. Y sobre todo creativa, porque, de hecho, supone la producción de un nuevo texto (así como el Quijote de Pierre Menard es muy distinto del de Cervantes, con el que accidentalmente concuerda palabra por palabra). Además, al escribir este otro texto (o este texto como Alteridad) se llega a criticar al texto original o a descubrirle posibilidades y valores ocultos; cosa, por lo demás, obvia: nada resulta más revelador que una caricatura. precisamente porque parece el objeto caricaturizado, sin serlo; por otra parte, ciertas novelas se vuelven más bellas cuando alguien las cuenta, porque se convierten en "otras" novelas.


Desde el punto de vista de una semiótica general, y precisamente a la luz de la complejidad de los procesos pragmáticos y del carácter contradictorio del Campo Semántica Global, todas estas operaciones son teóricamente explicables. Pero aunque, como nos ha mostrado Peirce, la cadena de las interpretaciones puede ser infinita, el universo del discurso introduce una limitación en el tamaño de la enciclopedia. Un texto no es más que la estrategia que constituye el universo de sus interpretaciones, si  no "legítimas", legitimables. Cualquier otra decisión de usar libremente un texto corresponde a la decisión de ampliar el universo del discurso. La dinámica de la semiosis ilimitada no lo prohíbe, sino que lo fomenta. Pero hay que saber si lo que se quiere es mantener activa la semiosis o interpretar un texto.


Añadamos, por último, que los textos cerrados son más resistentes al uso que los textos abiertos. Concebidos para un Lector Modelo muy preciso, al intentar dirigir represivamente su cooperación dejan espacios de uso bastante elásticos. Tomemos. por ejemplo, las historias policíacas de Rex Stout e interpretemos la relación entre Nero Wolfe y Archie Goodwin como una relación "kafkiana". ¿Por qué no? El texto soporta muy bien este uso, que no entraña pérdida de la capacidad de entretenimiento ni del gusto cuando, al final, se descubre al asesino. Pero tomemos después El proceso de Kafka y leámoslo como si fuese una historia policíaca. Legalmente podemos hacerla, pero textualmente el resultado es bastante lamentable. Más valdría usar las páginas del libro para liarnos unos cigarrillos de marihuana: el gusto será mayor.









Tomado de:
ECO, Umberto (1987): Lector in fabula Barcelona, Lumen.

La minoría y la mayoría que lee. C. S. Lewis




La minoría y la mayoría que lee

C. S. Lewis


En este ensayo propongo un experimento. La función tradicional de la crítica literaria consiste en juzgar libros. Todos los juicios sobre la forma en que las personas leen los libros son un corolario de sus juicios sobre estos últimos. El mal gusto es, digamos, por definición, el gusto por los malos libros. Lo que me interesa es ver qué sucede si invertimos el procedimiento. Partamos de una distinción entre lectores, o entre tipos de lectura, y sobre esa base distingamos, luego, entre libros. Tratemos de ver hasta qué punto sería razonable definir un buen libro como un libro leído de determinada manera, y un mal libro como un libro leído de otra manera. 


Creo que vale la pena intentarlo porque, en mi opinión, el procedimiento normal entraña casi siempre una consecuencia incorrecta. Si decimos que a A le gustan las revistas femeninas y a B le gusta Dante, parece que gustar signifique lo mismo en ambos casos: que se trate de una misma actividad aplicada a objetivos diferentes. Ahora bien: por lo que he podido observar, al menos en general, esta conclusión es falsa. 


Ya en nuestra época de escolares, algunos de nosotros empezamos a reaccionar de determinada manera ante la buena literatura. Otros, la mayoría, leían, en la escuela, The Captain, y, en sus casas, efímeras novelas que encontraban en la biblioteca circulante. Sin embargo, ya entonces era evidente que la mayoría no «gustaba» de su dieta igual que nosotros de la nuestra. Y sigue siendo así. Las diferencias saltan a la vista. 


En primer lugar, la mayoría nunca lee algo dos veces. El signo inequívoco de que alguien carece de sensibilidad literaría consiste en que, para él, la frase «Ya lo he leído» es un argumento inapelable contra la lectura de un determinado libro. Todos hemos conocido casos de mujeres cuyo recuerdo de determinada novela era tan vago que debían hojearla durante media hora en la biblioteca para poder estar seguras de haberla leído. Pero una vez alcanzada esa certeza, la novela quedaba descartada de inmediato. Para ellas, estaba muerta, como una cerilla quemada, un billete de tren utilizado o el periódico del día anterior: ya la habían usado. En cambio, quienes gustan de las grandes obras leen un mismo libro diez, veinte o treinta veces a lo largo de su vida. 


En segundo lugar, aunque dentro de esa mayoría existan lectores habituales, éstos no aprecian particularmente la lectura. Sólo recurren a ella en última instancia. La abandonan con presteza tan pronto como descubren otra manera de pasar el tiempo. La reservan para los viajes en tren, para las enfermedades, para los raros momentos de obligada soledad, o para la actividad que consiste en «leer algo para conciliar el sueño». A veces la combinan con una conversación sobre cualquier otro tema, o con la audición de la radio. En cambio, las personas con sensibilidad literaria siempre están buscando tiempo y silencio para entregarse a la lectura, y concentran en ella toda su atención. Si, aunque sólo sea por unos días, esa lectura atenta y sin perturbaciones les es vedada, se sienten empobrecidos. 


En tercer lugar, para esta clase de personas, la primera lectura de una obra literaria suele ser una experiencia tan trascendental que sólo admite comparación con las experiencias del amor, la religión o el duelo. Su conciencia sufre un cambio muy profundo. Ya no son los mismos. En cambio, los otros lectores no parecen experimentar nada semejante. Cuando han concluido la lectura de un cuento o una novela, a lo sumo no parece que les haya sucedido algo más que eso. 


Por último, y como resultado natural de sus diferentes maneras de leer, la minoría conserva un recuerdo constante y destacado de lo que ha leído, mientras que la mayoría no vuelve a pensar en ello. En el primer caso, a los lectores les gusta repetir, cuando están solos, sus versos y estrofas preferidos. Los episodios y personajes de los libros les proporcionan una especie de iconografía de la que se valen para interpretar o resumir sus propias experiencias. Suelen dedicar bastante tiempo a comentar con otros sus lecturas. En cambio, los otros lectores rara vez piensan en los libros que han leído o hablan sobre ellos. 


Parece evidente que, si se expresaran con claridad y serenidad, no nos reprocharían que tengamos un gusto equivocado sino, sencillamente, que armemos tanta alharaca por los libros. Lo que para nosotros constituye un ingrediente fundamental de nuestro bienestar sólo tiene para ellos un valor secundario. Por tanto, limitarse a decir que a ellos les gusta una cosa y a nosotros otra, equivale casi a dejar de lado lo más importante. Si la palabra correcta para designar lo que ellos hacen con los libros es gustar, entonces hay que encontrar otra palabra para designar lo que hacemos nosotros. O, a la inversa, si nosotros gustamos de nuestro tipo de libros, entonces no debe decirse que ellos gusten de libro alguno. Si la minoría tiene «buen gusto», entonces deberíamos decir que no hay «mal gusto»: porque la inclinación de la mayoría hacia el tipo de libros que prefiere es algo diferente; algo que, si la palabra se utilizara en forma unívoca, no debería llamarse gusto en modo alguno. 


El hecho de que los lectores de una clase sean muchos y los de la otra pocos constituye un «accidente», en el sentido lógico: las diferencias entre ambas clases no son numéricas. Lo que nos interesa es distinguir entre dos maneras de leer. La simple observación ya nos ha permitido describirlas de forma rápida y aproximativa, pero debemos profundizar su descripción. Lo primero es eliminar ciertas identificaciones precipitadas de esa «minoría» y de esa «mayoría». 


Algunos críticos se refieren a los miembros de esta última como si se tratase de la mayoría en todos los aspectos, como si se tratase, en realidad, de la chusma. Los acusan de incultos, de bárbaros, y les atribuyen una tendencia a reaccionar de forma tan «basta», «vulgar» y «estereotipada» que demostraría su torpeza e insensibilidad en todos los órdenes de la vida, convirtiéndolos así en un peligro constante para la civilización. A veces parece, según este tipo de crítica, que el hecho de leer narrativa «popular» supone una depravación moral. No creo que la experiencia lo confirme. Pienso que en la «mayoría» hay personas iguales o superiores a algunos miembros de la minoría desde el punto de vista de la salud psíquica, la virtud moral, la prudencia práctica, la buena educación y la capacidad general de adaptación. Y todos sabemos muy bien que entre las personas dotadas de sensibilidad literaria no faltan los ignorantes, los pillos, los tramposos, los perversos y los insolentes. Nuestra distinción no tiene nada que ver con el apresurado y masivo apartheid que practican quienes se niegan a reconocer este hecho. 


Aunque este tipo de distinción no tuviese ningún otro defecto, todavía resultaría demasiado esquemática. Entre ambas clases de lectores no existen barreras inamovibles. Hay personas que han pertenecido a la mayoría y que después se han convertido y han pasado a formar parte de la minoría. Otras abandonan la minoría para unirse a la mayoría, como solemos descubrir con tristeza cuando nos encontramos con antiguos compañeros de escuela. Hay personas que pertenecen al nivel «popular» en lo que a determinada forma de arte se refiere, pero que demuestran tener una sensibilidad exquisita para otro tipo de obras de arte. A veces los músicos tienen un gusto poético lamentable. Y muchas personas que carecen de todo sentido estético pueden muy bien estar dotadas de una gran inteligencia, cultura y sutileza. 


Esto no debe sorprendernos demasiado porque la cultura de esas personas es diferente de la nuestra; la sutileza de un filósofo o de un físico es diferente de la de un hombre de letras. Lo que sí resulta sorprendente e inquietante es comprobar que personas en las que ex officio cabría esperar una apreciación profunda y habitual de la literatura puedan ser, en realidad, totalmente incapaces de apreciarla. Son meros profesionales. Quizá alguna vez su actitud haya sido la auténtica, pero ya hace mucho que el «martillar monótono de los pasos por el camino fácil y firme» los ha vuelto sordos a cualquier tipo de estímulos. Pienso en los desdichados profesores de ciertas universidades extranjeras, que para conservar sus puestos deben publicar continuamente artículos donde digan, o aparenten decir, cosas nuevas sobre tal o cual obra literaria; o en los que deben escribir reseña tras reseña y tienen que pasar lo más rápido posible de una novela a otra, como escolares que hacen sus deberes. Para este tipo de personas, la lectura suele convertirse en un mero trabajo. El texto que tienen delante deja de existir como tal para transformarse en materia prima, en arcilla con que amasar los ladrillos que necesitan para su construcción. No es raro, pues, que en sus horas de ocio practiquen, si es que leen, el mismo tipo de lectura que la mayoría. Recuerdo muy bien la frustración que sentí cierta vez en que cometí la torpeza de mencionar el nombre de un gran poeta, sobre el que habían versado los exámenes de varios alumnos, a otro miembro de la mesa examinadora. No recuerdo exactamente sus palabras, pero dijo más o menos lo siguiente: «¡Por Dios! ¿Después de tantas horas aún tiene ganas de seguir con el tema? ¿No ha oído el timbre?». Las personas que llegan a encontrarse en esa situación por imperativo de las necesidades económicas o del exceso de trabajo sólo me inspiran compasión. Pero, lamentablemente, también se llega a eso por ambición y deseo de triunfar. Y en todo caso el resultado es siempre la pérdida de la sensibilidad. La «minoría» que nos interesa no puede ser identificada con los cognoscenti. Ni el oportunista ni el pedante se encuentran necesariamente entre sus miembros. Y menos aún el buscador de prestigio. Así como existen, o existían, familias y círculos en los que era casi un imperativo social demostrar un interés por la caza, las partidas de criquet entre los vecinos del condado o el escalafón militar, hay otros ambientes en los que se requiere una gran independencia para no comentar, y, por tanto, en ocasiones, no leer, los libros consagrados; sobre todo los nuevos y sorprendentes, así como los que han sido prohibidos o se han convertido por alguna otra causa en tema de discusión. Este tipo de lectores, este «vulgo restringido», se comporta, en cierto sentido, exactamente igual que el «vulgo mayoritario». Obedece siempre a los dictados de la moda. En el momento exacto abandona a los escritores de la época de Jorge V para expresar su admiración por la obra de Eliot, así como reconoce que Milton «está superado» y descubre a Hopkins. Es capaz de rechazar un libro porque la dedicatoria comienza con una preposición y no con otra. Sin embargo, mientras eso sucede en la planta baja, es probable que la única experiencia realmente literaria de la casa se desarrolle en un dormitorio del fondo, donde un niño pequeño armado con una linterna lee La isla del tesoro debajo de las mantas. 


El devoto de la cultura es una persona mucho más valiosa que el buscador de prestigio. Lee, como visita galerías de arte y salas de concierto, no para obtener mayor aceptación social, sino para superarse, para desarrollar sus potencialidades, para llegar a ser un hombre más pleno. Es sincero y puede ser modesto. Lejos de bailar al ritmo de la moda, lo más probable es que se atenga exclusivamente a los «autores consagrados» de todas las épocas y naciones, a «lo mejor que se ha pensado y dicho en el mundo». Hace pocos experimentos y tiene pocos autores favoritos. Sin embargo, a pesar de esos valores, este tipo de hombre puede no ser en modo alguno un auténtico amante de la literatura, en el sentido que aquí nos interesa. La distancia que lo separa de éste puede ser tan grande como la que media entre la persona que todas las mañanas realiza ejercicios con pesas y la que realmente siente afición por el deporte. Es normal que aquella actividad contribuya a perfeccionar el cuerpo del deportista; pero, si se convierte en la única, o en la principal, razón de su juego deportivo, ésta deja de ser tal para convertirse en mero «ejercicio». 


Sin duda, una persona a quien le gusta el deporte (y también las comilonas) puede muy bien escoger, por razones médicas, el desarrollo prioritario de la primera afición. Del mismo modo, una persona a quien le gusta la buena literatura y también le gusta matar el tiempo leyendo tonterías puede decidir razonablemente, por motivos culturales, dar prioridad, en principio, a la primera. En ambos casos, suponemos que se trata de gustos auténticos. La primera persona escoge el fútbol en lugar de una comida pantagruélica porque las dos cosas le gustan. La segunda prefiere Racine en lugar de E. R. Burroughs porque Andromaque realmente la atrae, como Tarzán. Sin embargo, cuando se practica determinado juego sólo por motivos higiénicos, o se lee determinada tragedia sólo por el deseo de superarse, no se está jugando realmente, en un caso, ni recibiendo realmente la obra, en el otro. El fin último de ambos actos es la propia persona que los realiza. En ambos, lo que debiera tener un valor autónomo -en el juego o en la lectura- se convierte en un medio. No hay que pensar en «conservarse en forma» sino en las metas. La mente debe entregarse -y, en ese caso, ¿cuánto tiempo podemos dedicar a una abstracción tan pálida como la Cultura?- a ese ajedrez espiritual donde las piezas son «pasiones exquisitamente talladas en alejandrinos» y los escaques seres humanos». 


Quizá esta empeñosa manera de no leer como es debido predomine particularmente en nuestra época. Un resultado lamentable de la introducción de la literatura como asignatura en las escuelas y universidades consiste en que, desde los primeros años, se inculca en los jóvenes estudiosos y obedientes la idea de que leer a los grandes autores es algo meritorio. Si se trata de un joven agnóstico de ascendencia puritana, el estado mental a que le lleva esa educación es muy deplorable. La conciencia puritana sigue funcionando sin la teología puritana, como piedras de molino sin grano que moler, como jugos digestivos en un estómago vacío, que producen úlceras. El desdichado joven aplica a la literatura todos los escrúpulos, el rigor, la severidad para consigo mismo y la desconfianza ante el placer, que sus predecesores aplicaban a la vida espiritual; y quizá no tarde en aplicar también su misma intolerancia e hipocresía. La doctrina del doctor I. A. Richards, según la cual la lectura correcta de la buena poesía posee un verdadero valor terapéutico, confirmará esa actitud. Las Musas asumen, así, el papel de las Euménides. Una joven confesaba contrita a un amigo mío que la «tentación» que más le obsesionaba era el deseo sacrílego de leer revistas femeninas. 


Es la existencia de estos puritanos de las letras la que me ha inducido a no utilizar el adjetivo serio para calificar a los buenos lectores y a la buena manera de leer. Es el calificativo que más parece ajustarse a la idea que estamos exponiendo. Pero entraña una ambigüedad fatal. De una parte, puede significar aproximadamente lo mismo que «grave» o «solemne»; de la otra, algo aproximadamente similar a «cabal», «sincero», «decidido». Así, decimos que Smith es «un hombre serio», o sea, lo contrario de jovial, y que Wilson es «un estudiante serio», o sea que estudia con empeño. El hombre serio puede muy bien ser una persona superficial, un dilatante, en lugar de un «estudiante serio». El estudiante serio puede ser tan juguetón como Mercurio. Algo puede hacerse seriamente en un sentido, pero no en el otro. El hombre que juega al fútbol por razones de salud es serio; sin embargo, ningún futbolista auténtico dirá que es un jugador serio. No es sincero al jugar; el partido le tiene sin cuidado. En realidad, el hecho de que sea un hombre serio entraña su falta de seriedad en el juego: sólo «juega a jugar», aparenta jugar. Pues bien: el verdadero lector lee los libros con gravedad o solemnidad. Porque los leerá «con la misma actitud con que el autor los ha escrito». Lo escrito con ligereza, lo leerá con ligereza; lo escrito con gravedad, lo leerá con gravedad. Cuando lea los fabliaux de Chaucer «reirá y se agitará en la poltrona de Rabelais», pero su reacción ante El rizo robado será, en cambio, de exquisita frivolidad. Disfrutará de una fruslería como de una fruslería, y de una tragedia como de una tragedia. Nunca caerá en el error de tratar de mascar nata montada como si fuera carne de caza. 


Éste es el peor defecto que pueden tener los puritanos de las letras. Son personas demasiado serias para asimilar seriamente lo que leen. En cierta ocasión un estudiante universitario me leyó un trabajo sobre Jane Austen a juzgar por el cual, si yo no hubiese leído ya sus novelas, nunca habría pensado que éstas podían albergar el más mínimo rasgo de comedia. Después de una de mis clases, recorrí la distancia que separa Mill Lane de Magdalene acompañado por un joven que, realmente afligido y horrorizado, protestaba por mi ofensiva, vulgar e irreverente sugerencia de que El cuento del molinero fue escrito para hacer reír a la gente. He oído de otro para quien Noche de Reyes era un penetrante estudio de la relación entre el individuo y la sociedad. Estamos criando una raza de jóvenes tan solemnes como los animales («las sonrisas surgen de la razón»); tan solemnes como un muchacho escocés de diecinueve años, hijo de un pastor presbiteriano, que, invitado a una reunión social en Inglaterra, toma todos los cumplidos como afirmaciones y todas las chanzas como insultos. Hombres solemnes, pero no lectores serios: incapaces de abrir lisa y llanamente su mente, sin prejuicios, a los libros que leen. 


Puesto que todos los otros calificativos son inadecuados, ¿podemos describir, pues, a los miembros de esta «minoría» con sensibilidad literaria como lectores maduros? Este adjetivo les convendrá, sin duda, por una serie de razones, porque, como en muchas otras cosas, la capacidad de adoptar una actitud idónea ante los libros sólo puede alcanzarse a través de la experiencia y la disciplina; y, por tanto, es algo que no se encontrará entre los muy jóvenes. Pero aún no hemos dado totalmente en el clavo. Si al optar por este calificativo estuviésemos sugiriendo que lo natural es que todas las personas empiecen relacionándose con la literatura como la mayoría, y que, luego, todas aquellas personas que alcanzan una madurez psicológica general aprenden a leer como la minoría, creo que seguiríamos equivocándonos. Considero que los dos tipos de lectores ya se encuentran prefigurados desde la cuna. ¿Acaso los niños no reaccionan de maneras diferentes incluso antes de saber leer, cuando escuchan los cuentos que otros les narran? Es indudable que tan pronto como aprenden a leer se manifiesta la distinción entre ambos grupos. Unos sólo leen cuando no tienen nada mejor que hacer, devoran los cuentos para «descubrir qué sucedió», y rara vez los releen; otros los leen muchas veces y experimentan una emoción muy profunda. 


Como ya he dicho, todos estos intentos de describir a los dos tipos de lectores son precipitados. Los he mencionado para poder descartarlos. Lo que debemos hacer es tratar de compenetrarnos con las diferentes actitudes en cuestión. La mayoría de nosotros deberíamos poder hacerlo porque, con respecto a alguna de las artes, todos hemos pasado de una actitud a otra. Todos sabemos algo sobre la experiencia de la mayoría, no sólo por observación sino también por haberla vivido. 




















Tomado de:
LEWIS, C. S. (1961): La experiencia de leer. Barcelona, Alba Ed. pp.3-7