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08 noviembre 2020

La crítica jamás puede ser una ciencia. Raymond Williams



 La crítica

 jamás puede ser una ciencia


Raymond Williams


En una sociedad en la que el arte parece estar alejándose del entendimiento general, la importancia de la función de los críticos apenas necesita ser destacada. Él es el mediador entre el artista y el público lector; el resultado de su crítica es la articulación entre una evaluación calificada y una respuesta adecuada. Pero es probable que, teniendo en cuenta los hechos actuales que rodean a la lectura masiva, se encuentre preocupado por el crecimiento del público lector serio, con la expansión del alfabetismo en todos sus sentidos. Es hacia la crítica y los críticos donde debemos ir cuando necesitamos una guía si aceptamos los hábitos de lectura masiva que tenemos incorporados y deseamos mejorarlos.


¿Quiénes son los críticos?; ¿qué es la crítica? Yo tengo mis favoritos, usted tiene los suyos. La opinión de un hombre es tan válida como la de otro. ¿Pero existe esta anarquía de hecho? Es innegable que los críticos son una legión; la crítica se ha convertido en la última esperanza profesional de los hijos rebeldes. Hay algunas señales que indican que los críticos se están yendo para darles el lugar a los expertos, aunque se trata meramente de un cambio de título. Resulta verdaderamente confuso que el Sr. Eliot y el crítico de cine de News of the world sean llamados con el mismo nombre. Sin embargo tales distancias son fácilmente distinguibles. 


En la medida en que la literatura es puesta en duda, el conocimiento del lector común empezará en los pequeños fragmentos críticos que encuentra en las promociones editoriales. Sería injusto suponer que todos los críticos pueden ser juzgados adecuadamente por frases que algunos editores pudieron haber moldeado a su gusto; pero si uno quisiera entender que es lo que no es la crítica, valdría la pena hacer una revisión de estos anuncios promocionales. Mirando las columnas literarias sobre un tema al azar en un periódico semanal, leemos: perspicacia y habilidad… una intensidad poco habitual en ficción… una obra de arte hábil e impasible distinguible por su estilo incisivo… un libro perturbador, porque el autor escribe con una intensidad veloz, un contacto cercano… un libro que se encomienda a los conocedores… un nuevo y destacable talento… una novela de extraordinario poder y habilidad… su obra se ve como siempre distinguida por un toque de verdadera imaginación creativa… el ímpetu apasionado de su escritura… 


Palabras como creativo, genio, intensidad, delicadeza, pasión, etc., han dejado de usarse y en muchos contextos hasta han perdido significado. Escribir críticas se ha convertido en un negocio entumecido, pero la realidad es que gran parte de ellas no son otra cosa que valoraciones poco consideradas, realizadas tras una apresurada lectura y expresado en términos cliché. Si uno le dedicara una mirada amplia a los anuncios de novedades de los diarios y a las columnas de crítica literaria, encontraría de igual manera: un libro impresionantemente perturbador o una novela de extraordinario poder y habilidad. Con un poco de atención, y particularmente con la mirada puesta en las obras a las que estas frases se refieren, podríamos evaluar el trabajo del crítico como el acto de un bufón, carente de cualquier nivel de importancia crítica. Sin embargo, para el lector general, estos trabajos que nosotros descartamos son «la crítica» y estas personas, «los críticos». Es más, estos textos y estas personas son las que normalmente determinan las valoraciones generales de la literatura contemporánea.


Hace algunos años, una novela de Elias Canetti fue traducida al inglés como Auto-da-fe. Siendo considerado, voy a colocar este libro en una pequeña lista —solo hay cinco o seis nombres en ella— de las mejores novelas publicadas en inglés desde 1918. s un caso interesante como ejemplo de lo que le puede pasar una gran obra literaria bajo el tratamiento de los críticos. Leí una reseña en la que, dentro de su escuela, se ofrecía una evaluación crítica. En ella se citaba un fragmento de la obra se analizaba la técnica. Habiendo luego demostrado qué era lo «nuevo» y «destacable», recomendaba su lectura. Me pareció una crítica honesta. Pero en otras encontré el proceso usual. Por ejemplo: Una obra magnífica y demente que no somos capaces de soportar, y que quizás haríamos bien en no aceptar, pero cuyo genio y justificación no nos atreveríamos a negar.


El significado de esta frase es algo que aún no puedo comprender. Si uno no se atreve a negar la justificación de la obra, es curioso que uno no sea capaz de soportarla o aceptarla. La relación entre demente y magnífico tampoco es entendible, excepto como una aliteración producto del arrebatamiento. Esta oración, aunque ofrecida como un juicio de valor, no es más que un chisme vehemente. Y luego: Si creemos que la función de todo arte es «armonizar la tristeza del mundo»; entonces podemos atrevernos a decir que aunque Auto-da-Fe es una novela de un terrible poder, no es una obra de arte.


Esto parece y es más razonable; «nos atrevemos» en lugar de «no nos atrevemos»; aunque debemos observar que oculta una suposición que resulta al menos cuestionable y no precisamente relevante. Es en la imposición de estándares de valoración ocultos donde la crítica provoca más daño. Puede ser posible distinguir entre una novela de extraordinario poder y una obra de arte, pero es una distinción que debería ser explicada, no arrojada al pasar. El tercer fragmento es aun más confuso: Sería irrelevante juzgar a Auto-da-Fe como una obra de arte, puesto que tal intención ya está marcada en cada una de sus líneas. La intensificación de las obsesiones no tiene nada en común con el proceso mediante el cual el arte intensifica la vida real. El propósito es la denuncia y es logrado de forma triunfante e inquietante.


La primera frase, aun considerando cierto nivel de exageración con fines retóricos, no tiene ningún sentido. La novela es ofrecida como una obra de arte. Si falla en su intención, debe ser demostrado. En cambio lo que hace el escritor es ofrecer una especie de epigrama que cumple más una función rítmica que de sentido, y concluye con una frase que nuevamente esconde un enorme supuesto sobre la literatura que no debería establecerse si no va a ser demostrado.


Ninguno de estos fragmentos puede ser considerado como crítica, aunque los periódicos que he estado citando incluyen The New Statement and Nation, The Spectator, The Listener, Time and Tide, Horizon, The Observer, y The Sunday Times. Se considera que todos ellos normalmente ofrecen reseñas serias y que mantienen altos estándares críticos. En la evidencia, la cual creo que se encuentra en su necesariamente pequeña escala representativa, uno no siempre puede percibir esto. En la mayoría de los otros periódicos Auto-da-Fe ni siquiera es reseñado. 


Ahora bien, esta anarquía de la que hablamos ha sido previamente notada. Virginia Woolf escribió en The Common Reader: Tenemos muchos hombres que escriben reseñas, pero no críticos literarios; un millón de competentes e incorruptibles policías, pero ningún juez. 


La competencia de un crítico es un tema difícil. Las universidades otorgan títulos de estudios sobre literatura, y uno podría asumir, si la experiencia tanto del sistema como de la variedad de sus productos no estuviera tan mezclada, que dichos graduados serían críticos calificados. Pero todos los críticos se autoproclaman como tales, al igual que los escritores. Sería ridículo inventar un esquema de calificación profesional en el sentido ordinario; la literatura cubre demasiados intereses humanos como para que eso sea posible.


La crítica, sin embargo, se somete ella misma a la evaluación. Si es posible desarrollar una valoración de primera mano sobre la literatura, también es posible hacerlo sobre la crítica. La capacidad de lectura le asegura a uno la capacidad de reconocer las más groseras irrelevancias y las falsedades más obvias. La pregunta: ¿Es Fulano un crítico confiable? No va a ofrecer demasiada ayuda tampoco. Podemos examinar ejemplos de su crítica y juzgarlos desde nuestros propios estándares. Hemos regresado al punto de partida y debemos preguntarnos una vez más: ¿Cuáles son los estándares? Podríamos recurrir a la teoría para responder esta pregunta, pero la preocupación por las teorías sobre el juicio y la valoración de la literatura son poco relevantes en relación con la forma en la que realmente se realizan estos juicios, aunque puedan resultar útiles para otras áreas de conocimiento. De hecho, es común que intereses teóricos de este tipo lograron distraer la atención de la literatura. No quiero decir con esto que toda la teoría literaria es una distracción. Sin embargo, en mi experiencia, no es este tipo de teoría de la que carece el lector general, sino de una clara y concisa capacidad práctica de lectura. Creo que las funciones negativas de la teoría —el desplazamiento de las consignas literarias— son las más importantes aquí y ahora.


Uno desea leer adecuadamente, y poner en relación la lectura del texto con la experiencia personal y la experiencia de la cultura a la que uno pertenece. Los principios básicos que uno busca son aquellos valores tradicionales que han sido recreados en la experiencia directa de cada uno. 


Una exposición científica sobre los fundamentos del gusto traería consigo muchas dificultades, al igual que una sobre sensibilidad o inteligencia. Aun en un equilibrio constantemente recreado entre la experiencia tradicional y personal, uno siempre es consciente de la existencia de estas fuerzas. Todos esos cuestionamientos que surgen cuando se discute seriamente sobre literatura involucran serias y permanentes dificultades. Las diferencias de perspectivas representan a su vez, diferentes actitudes para con el ser humano y la sociedad. Sin embargo, en contraste con estas divisiones de opinión, podemos encontrar un alto nivel de concordancia. Esto sucede porque es posible llegar a conclusiones provisorias sobre la experiencia y evaluar nuevas experiencias desde ese lugar. 


A las preguntas ¿Cuáles son los valores de la literatura? y ¿Cuáles son los principios de la literatura? solo podemos responder: son la literatura en sí misma. Utilizando la inteligencia y la sensibilidad (en función de las cuales, aunque no hay normas estrictas, existe al menos un estándar tradicional efectivo) uno realiza evaluaciones específicas, para luego transformarlas en valoraciones más generales que siempre se tratarán de pulir. Buscamos describir nuestra propia experiencia con la literatura e inspirarnos en los métodos y términos de quienes han intentado desarrollar descripciones similares en el pasado. Cuando dichos términos y métodos no parezcan adecuados —porque debemos recordar que la literatura está siendo constantemente recreada y por lo tanto, como un organismo, va cambiando— debemos intentar modificarlos hacia las formas que nuestra propia experiencia nos indique.


El Sr. George Orwell es demasiado honesto para ser engañado por los actuales procesos de la política literaria, y por eso escribió hace poco: A menudo tengo la sensación de que en el mejor de su casos la crítica literaria es fraudulenta, ya que al no existir ningún tipo aceptado de estándares —cualquier referencia externa que le pueda dar sentido a la afirmación de que un libro sea malo o bueno— todos los juicios literarios consisten en inventar un conjunto de normas para justificar una preferencia instintiva. La reacción de una persona frente a un libro, si es que se tiene alguna, es «Me gusta este libro» o «No me gusta» y todo lo que le sigue es racionalización. 


Pero una referencia significativa de valor literario no puede ser externa. Los estándares no son reglas traídas desde afuera e impuestas sobre cada obra. Ellas surgen, en cambio, de un grupo de observaciones y decisiones particulares; son formuladas por el desarrollo mismo de la literatura. Dichos estándares serán, por supuesto, inseparables de los valores generales de la cultura, que podrán no ser necesariamente absolutos. Pero, como un juicio no es absoluto en términos extremos, esto no significa que carezca de sentido. Y el hecho de que los juicios de valor sean difíciles de realizar o no sean científicos no es excusa para llamarlos fraudulentos. Considero que la preferencia instintiva del Sr. Orwell es de una magnitud cuestionable. Difícilmente será instintiva. La preferencia instintiva del Sr. Orwell es diferente de la que puede tener una lectora satisfecha de Ethel M. Dell, porque Orwell, cuales sean los cambios que su experiencia lo ha forzado a hacer, ha heredado un sistema de valores y juicios críticos de la literatura que no sería fácil de formular, pero que definitivamente no debería ser considerado como el invento de un conjunto de normas.


D. H. Lawrence estaba tan irritado con la crítica fraudulenta como el Sr. Orwell, con la diferencia de que él no lo redujo todo a una racionalización: La crítica literaria puede ser no más que una explicación razonada del sentimiento que le produce al crítico el libro que está criticando. La crítica jamás puede ser una ciencia: en primer lugar porque es demasiado personal, y en segundo lugar, porque se desarrolla con valores que la ciencia desconoce. El punto de referencia es la emoción, no la razón. Juzgamos una obra de arte por el efecto que produce en nuestra más sincera y vital emoción, y por nada más. Todas las estupideces de la crítica sobre el estilo y la forma, toda esa clasificación y análisis pseudocientíficos de los libros, imitando a la botánica, es pura insolencia y sobre todo, aburrido argot profesional.


Un crítico debería sentir el impacto de una obra de arte en toda su fuerza y complejidad. Para hacerlo, él mismo debe ser un hombre de fuerza y complejidad, lo que no es muy común entre los hombres de la crítica. Un hombre de una mezquina e insolente naturaleza no escribirá otra cosa que mezquinas e insolentes críticas. Y un hombre que es educado emocionalmente es tan extraño como un fénix… Generalmente, cuanto más formado académicamente esté un hombre, más se convertirá en un ignorante emocional. Es más, aun un hombre educado artística y emocionalmente debe ser un hombre de buena fe. Debe tener el coraje de admitir lo que siente, y la flexibilidad de saber qué es lo que siente. Un  crítico debe estar emocionalmente vivo en cada una de sus fibras, hábil para la lógica y moralmente honesto.


Creo que un buen crítico también debería darle a su lector algunos parámetros para seguir. Puede cambiarlos en cada uno de sus intentos críticos, mientras mantenga su buena fe. Pero está igual de bien decir: «Estos y estos son los criterios según los cuales emitimos nuestros juicios». Hay mucho aquí que no me es fácil aceptar de manera categórica, pero hay también una bien recibida insistencia en la naturaleza esencial de la actividad crítica. Porque el establecimiento de criterios no es un proceso ni casual ni fraudulento, pero sí un intento de definir un centro al que nuestra propia experiencia le ha dado significado. Pero qué tendrá que ver esto con los lectores, podrá preguntarse. No se espera que se conviertan en críticos, ni siquiera es eso lo que ellos quieren en la mayoría de los casos. Aquí vuelvo a una de las creencias desde las cuales se escribe este libro: la actividad de la crítica es en gran medida la actividad de la buena lectura. El crítico debe definir su evaluación mediante la escritura y eso requiere de otros talentos. Completa consciencia intelectual y emocional, flexibilidad de saber qué es lo que siente, buena fe: estas son las cualidades que necesita tanto el crítico como el lector. Si estás interesado en la literatura puede que no te interese la crítica, pero es necesario trazar una línea clara, y rehusarse a desviarse hacia esas actividades marginales de la chusma literaria que durante mucho tiempo se ha incluido dentro de la crítica.


La crítica, podemos concluir, es esencialmente una actividad social. Comienza con una respuesta individual y un juicio de valor, que necesitan del sentimiento, de las cualidades de flexibilidad y buena fe que D. H Lawrence describió. Pero los criterios de valor, para que adquieran significado, deben ser sometidos a un acuerdo con más personas: valores que sean intuiciones en la cultura de una sociedad. La doctrina de la autosuficiencia en el gusto personal es hostil para la crítica por la misma razón que es hostil la autosuficiencia de un individuo para la sociedad. Es significativo que la doctrina del gusto personal como el último recurso de la crítica ha tenido tanta adherencia en nuestro siglo, en el que muchas instituciones y principios se han perdidos o destruidos. La anarquía en la crítica vino detrás de una expansión del público lector, que no surgió acompañado por el crecimiento de agrupaciones sociales adecuada para redefinir los principios en una era diferente, mientras se intentaban conservar las experiencias valiosas del pasado. En este estado de desequilibrio, el remedio no es la indulgencia de la nostalgia. El desarrollo que deseamos es el crecimiento de estas agrupaciones, que puedan preservar la continuidad de los principios de la crítica a la vez que, en contacto con la vida contemporánea, conviertan lo que en otra situación podrían haber sido solo un conjunto de reglas en un sistema de evaluación orgánico y contemporáneo. Hay señales de que estos grupos ya se encuentran en formación, pero en concordancia con los métodos de nuestra sociedad, parecen carecer de todo sentido de personalidad; tienden a ser impersonales, construidos en base a mínimo contacto, lo que se encuentra por fuera de las formas convencionales de interacción social. 







Tomado de:

WILLIAMS, Raymond (2013 [1958]): "Los críticos y la crítica" En: Lectura y crítica. Buenos Aires, Godot, pp.. 29-38.

15 diciembre 2018

Gramsci en la "larga revolución" de Raymond Williams.





Gramsci en la “larga revolución”
 de Raymond Williams 


Álvaro Alonso Trigueros 



En su primer importante trabajo, Culture and Society (1958), Williams realiza un análisis del pensamiento social en la tradición inglesa. Su resonancia depende de cómo se entienda la cultura, concebida como las ideas e ideales de perfección extraídos del material de la vida social, dentro de un proceso de cambios de gran escala que incluyen la industria, la democracia, las artes y las diferentes clases sociales. En una sociedad dividida en clases, “cultura” aparece como opuesto a “negocio”, masificación urbana, e individualismo posesivo. Según su conclusión, Williams diagnosticó el ethos de servicio como derivado de una visión medieval, jerárquica, frente a la cual cabía proponer el ethos de la solidaridad, con raíces en los grandes logros de la cultura de "clase” de los trabajadores. La idea de una cultura común (donde “común” tiene por denotación la participación democrática plena e igualitaria, no la uniformidad homogeneizada) está basada en los enormes esfuerzos y la extraordinaria creatividad de millones de trabajadores hombres y mujeres organizados en colectivos dentro de las instituciones democráticas de las trade unions, las cooperativas y otras formas de autogobierno. 


Pero es en su obra principal, en lo que respecta a la fijación de sus ideas principales, The Long Revolution (1961), donde Williams realiza un ataque a la tradición liberal burguesa (desde Hobbes y Locke hasta Stuart Mill) con vistas a lograr una nueva teorización de la cultura. “Cultura” no es ya solamente una “completa forma de vida”, sino la diferenciada totalidad dinámica de las prácticas sociales en la historia. 


Desde este punto de vista, el arte o la literatura–al igual que hemos visto en Gramsci– no pueden ser privilegiadas o idealizadas, puesto que ellas son parte del proceso general que crea convenciones e instituciones, a través de las cuales los significados que son valorados por la comunidad son compartidos y activados. Williams propone una relacional y procesual visión de la cultura que, de nuevo en sintonía con el proyecto de Gramsci, rompe los confines y las barreras que separan la literatura, la cultura, la política y la vida cotidiana en general. Así, “empatiza” las conexiones, las disonancias, las negociaciones interactivas, desdoblando los conflictos y los cambios implicados en patrones de aprendizaje y comunicación: 


"Desde que nuestro modo de ver las cosas es literalmente nuestro modo de vivir, el proceso de comunicación es, de hecho, el proceso de vida en comunidad: el conjunto de significados compartidos y de actividades y propósitos comunes; la aparición, recepción y comparación de nuevos significados, liderando tensiones y logros de crecimiento y cambio. Si el arte es parte de la sociedad, no hay una sólida totalidad para la cual, fuera de ésta, puedan ser realizadas las cuestiones prioritariamente. El arte está ahí, como una actividad, junto a la producción, los políticos, el comercio, el crecimiento de las familias. Para estudiar las cuestiones adecuadamente nosotros debemos estudiarlas activamente, viendo todas las actividades como particulares y contemporáneas formas de energía humana" 


La concepción de la cultura como toda una constelación de actividades, formas en las que se dispone la energía humana, es crucial en este punto. La antinomia entre el sujeto y el objeto, o el dualismo que separa la conciencia del mundo externo, es decir, el drama de la metafísica y la teoría del conocimiento del pensamiento burgués que arranca con el racionalismo abstracto y el empirismo, encuentra en esta concepción de la cultura la mediación mediante la cual resolverla dialécticamente. En un trabajo posterior, The Sociology of Culture, Williams define la cultura “como el sistema significante a través del cual necesariamente un orden social es comunicado, reproducido, experienciado y explorado”. 


Cultura, entonces, no es solamente equivalente a arte de altura, artefactos insólitos o representaciones estereotipadas, sino que integra todo un complejo de expresiones articuladas y sus correspondientes matrices experienciales y de ricas y volátiles coyunturas que crean vasos comunicantes entre las polaridades. 


Williams se opone de manera estratégica al ethos individualista del capitalismo tardío, siguiendo una línea abierta por Gramsci en la reivindicación de una voluntad transindividual a partir de la reforma moral e intelectual. Y, al igual que Gramsci, entiende la cultura como una totalidad formada por “redes de relaciones”, un complejo en el que hay que desentrañar su modo de organización, sus patrones y soldaduras que revelan identidades y correspondencias insospechadas, a veces discontinuas, a veces dispersas. 


El énfasis puesto por Williams en los patrones y la organización de la cultura puede explicarse desde su discurso sobre la sociedad de la “libre empresa” (concebida como una colección de individuos monádicos con derechos naturales, etc.) y el correspondiente sistema de creencias centrado en el mercado, una crítica que remite al descubrimiento de la “reificación” realizado por Georg Lukács en su texto ya hoy clásico Historia y Conciencia de Clase (1923).


Al decir de Coll Blackwell, “la gran originalidad de la obra de Raymond Williams estriba en que abordó sus investigaciones desde una perspectiva marxista aunque culturalista, esto es, fue muy consciente de las implicaciones de la 'cultura' en los procesos históricos y de cambio social, sobre todo en las sociedades en las que las nuevas tecnologías pueden ser aplicadas para la manipulación por la industria cultural”. 


Lo que llama la atención es este fenómeno de poligénesis intelectual mediante el cual Williams desarrolla esa sensibilidad hacia el análisis cultural sin haber conocido las obras de Gramsci y de Benjamin hasta mediados de los años sesenta, momento en que introduce–como hemos visto conceptos gramscianos como el de “hegemonía”. En este sentido, llega a conclusiones muy parecidas a las de Gramsci, algo similar a lo ocurrido en el caso del historiador E. P. Thompson, quien llegó a encrucijadas similares a las del filólogo-político sardo a partir de los estudios de historia de la clase obrera británica. 


Puede hablarse, utilizando la fórmula acuñada por Manuel Sacristán, de marxistas de la subjetividad”, en oposición al “marxismo del teorema y de la objetividad” que tanto criticó el viejo Lukács, y Raymond Williams podría incluirse en dicho grupo, junto a Lukács, Korsch y Gramsci. El interés de éstos radica en haber introducido en el pensamiento marxista la centralidad de la conciencia, de la acción orientada por los valores, de la voluntad transformadora como eje del cambio histórico, en oposición tanto al optimismo metafísico como al fatalismo mecanicista-positivista que atribuía el cambio social a una serie de fuerzas ajenas a la voluntad consciente de los hombres e independientes de su praxis racionalmente fundamentada. 


El Williams que aquí nos interesa destacar es el que realiza un trabajo teórico centrado fundamentalmente en la organización de la cultura en su relación con el desarrollo de las fuerzas productivas–entre las que se incluyen los medios de producción cultural y también más tarde los de difusión informativa en sus análisis de la comunicación–, al que hay que añadir el pormenorizado análisis de algunas de las categorías del análisis cultural marxista. 


Williams, en sintonía con Gramsci, tiene un proyecto transformador de la sociedad, enraizado en la democratización de los procesos de producción cultural, que se apoya en premisas socialistas que se van a ir generando y enriqueciendo en el mismo proceso de investigación y lucha política. 


Una de estas premisas de las que parte Williams es que la cultura es una creación individual y colectiva de significados, de valores –morales y estéticos–, de concepciones del mundo, de modos de sentir y de actuar, incardinadas en un lenguaje –en un idioma–, enmarcada en instituciones sociales concretas y condicionada por unas circunstancias materiales determinadas. Así pues, la producción cultural es una manifestación espiritual condicionada por un sustento material, es una producción individual a la vez que el resultado de la interacción social de individuos históricamente constituidos. O lo que es lo mismo, que cuando hablamos de un artista o productor de cultura, hemos de hacerlo teniendo en cuenta su pertenencia a una clase social, habla un idioma concreto y es fruto de un modo de vivir, de pensar y de actuar propio de un lugar y una época. Por consiguiente, las producciones culturales y su manifestación solo pueden entenderse en este contexto. 


Lo que pretende demostrar Williams mediante el análisis histórico de la cultura –su mayor imbricación de raíz con Gramsci, sin duda– es que la producción cultural siempre ha estado estrechamente ligada a condicionantes materiales e institucionales que, inevitablemente, están directamente relacionados con el desarrollo concreto de las fuerzas productivas de la sociedad. 


Williams va a realizar este análisis histórico desde la crítica de la arraigada práctica de distinguir los medios de producción material de los medios de producción cultural, y propone definir dos áreas de análisis: en primer lugar, las relaciones entre estos medios materiales y las formas sociales en las que se utilizan y, en segundo lugar, las relaciones entre estos medios materiales y formas sociales y las formas artísticas específicas que constituyen una producción cultural manifiesta. 


Introduce dentro del análisis marxista también la producción cultural, desde el momento en que las creaciones culturales no son una manifestación espiritual sin más, sino que tienen un componente material, que está sometido al desarrollo de los modos y relaciones de producción; es decir, los modos en que se organiza la producción material de objetos adquiribles (bienes de cultura) y las relaciones que el productor mantiene con el detentador de los medios de producción, que puede coincidir, en el caso del artesano, ser un capitalista, o ser un mecenas, por ejemplo. 


Dicho con otras palabras, que los creadores, los artistas, a pesar de su individualidad, no pueden escapar de las relaciones socioeconómicas que engloban a todo el desarrollo histórico; y que en el desarrollo de la sociedad capitalista ha llevado a la progresiva expropiación de los medios de producción a los productores. Dicha expropiación fuerza a los productores en sentido amplio, ya sean intelectuales, científicos, artistas, etc., a entrar en relaciones alienadas de producción cada vez más dependientes de criterios mercantiles. Este fenómeno se da, en mayor o menor medida, en todos los campos de la producción cultural: las letras, el teatro, las artes plásticas, la música, el cine, etc., y su dependencia de las fuerzas económicas es directamente proporcional a los recursos que su práctica requiere.


Así pues, no es sólo el trabajo manual del tool making man el que sufre un proceso histórico de progresiva dependencia respecto de los bienes del capital, sino que ésta abarca también el trabajo intelectual y la labor de los intelectuales, como magistralmente puso de relieve E. Garin (1997) en lo que respecta al análisis de Gramsci. 


En un conocido ensayo de Stuart Hall, “Cultural Studies: Two Paradigms” (1980), Hall recoge la teoría de Williams sobre el “culturalismo”. Tanto Williams como E. P. Thompson, centraron su atención en la praxis humana a partir de la experiencia. En cambio, los estructuralistas direccionaron su atención hacia la ideología y las condiciones de determinación, la articulación de esferas autónomas en los campos sociales, en orden a elucidar la relación inmanente entre poder y conocimiento. Hall entonces va a definir culturalismo” como el análisis de Williams de “la producción (y también la reproducción) de significados y valores mediante formaciones sociales específicas, y su poner el foco en la centralidad del lenguaje y la comunicación como fuerzas sociales formativas, así como el conjunto de interacciones complejas entre las instituciones, las relaciones sociales y las convenciones formales”. 


Estas preocupaciones en Williams, según Stuart Hall, son manifiestas en The Long Revolution, Modern Tragedy, The English Novel from Dickens to Lawrence, Orwell, y otros textos de los sesenta y los primeros setenta. La rúbrica “culturalismo” puede resultar, sin embargo, inapropiada, por cuanto parcela, distorsiona y segrega. 


En un ensayo de 1976, Williams realiza una aproximación a su concepto de cultura que elaborará más en Marxism and Literature dentro de las coordenadas del materialismo histórico: 


Una teoría de la cultura como un proceso productivo social y material y unas prácticas específicas, de “artes, como usos sociales de modos materiales de producción (desde el lenguaje como “conciencia práctica” material, hasta las tecnologías específicas de la escritura y sus formas de manifestación a través de los sistemas de comunicación mecánicos y electrónicos) una teoría de las variaciones históricas de los procesos culturales, los cuales están necesariamente conectados (tienen que estar conectados) con una teoría social, histórica y política más general. 


En la evolución del concepto que Williams ofrece de “cultura” encontramos una temprana formulación en la que es asimilada a“una entera forma de vida, para desembocar en su concepción del culturalismo, al que puede imputársele un cierto empirismo radical. En la entrada de Keywords, en su edición de 1983, Williams discrimina entre los dos sentidos más usados de “experiencia": la experiencia pasada, como lecciones reflejadas, analizadas y evaluadas; y segundo, la experiencia presente como inmediata y auténtica fuente para todo razonamiento y análisis, en tanto que es plena y activa.


El Williams anterior a la mitad de los setenta se sitúa en una concepción de la cultura como una práctica social y material, no tanto basada en la cruda experiencia inmediata sino en el carácter dado de los procesos de producción que condicionan la completa fábrica de la sociedad. 


El conjunto de los procesos productivos constituye la social totalidad en movimiento, con una serie de determinaciones que son orquestadas por una variedad de circunstancias históricas. Los significados y los valores son producidos junto a y por formaciones sociales específicas, con el lenguaje y otros significados de comunicación como fuerzas formativas de primer orden. Es por tanto una compleja interacción de instituciones, formas, convenciones, y formaciones intelectuales en las cuales las cuestiones políticas y económicas están profundamente imbricadas. 


A partir del ensayo de 1973 “Base y Superestructura en la Teoría Cultural Marxista”, Williams se las va a ver con el poder, esto es, con la problemática de la determinación humana. En efecto, el mónadico sujeto burgués (con la ayuda adicional de la crítica de Lukács y Goldmann de la construcción de la conciencia del positivismo y el empirismo), es observado desde el análisis de la categoría de “sujeto” y “subjetividad”. Williams retomará poco después, en 1977, esta cuestión dentro del trabajo más general de reconstrucción del materialismo histórico que realiza en Marxismo y Literatura


Será en parte gracias a los trabajos de E. P. Thompson en los primeros años sesenta que Williams va a descubrir a Antonio Gramsci y la teoría de la hegemonía. En su reseña crítica de The Long Revolution, Thompson arguye que cada totalidad social está indefectiblemente invadida con el conflicto entre los opuestos modos de vida. Williams está en esto de acuerdo con Thompson. Pero a continuación, interpreta la “base” (en el esquema base/superestructura) de forma diferenciada: no es, para él, un estado uniforme ni un mecanismo tecnológico prefijado, sino más bien un complejo de actividades específicas y relaciones entre gentes reales, repleta de contradicciones y variaciones; en definitiva, un proceso de apertura-cierre dinámico, no estático. Williams tiene una concepción de las fuerzas vitales productivas (sus propias producciones y reproducciones a través de las relaciones sexuales, el trabajo, la comunicación, de gentes productoras de sí misma y de su historia) como básico, no superestructural o un mero epifenómeno. En una vía sin precedentes, Williams distinguió la producción capitalista de comodidades, del sentido general de “producción de vida y potencialidades humanas”. 


Criticando la idea abstracta de Lukács de “totalidad” como vacía de contenido y por consiguiente formalista, Williams redefine dicho concepto recogiendo la idea de un complejo diferenciado totalmente fundado en las intenciones sociales convergentes y divergentes, con el antagonismo de clase como nudo más saliente: 


Durante algún tiempo es verdad que toda sociedad es un complejo entero de semejantes prácticas, pero es también verdad que toda sociedad tiene una organización específica, una estructura específica, y que los principios de esta organización y estructura pueden ser vistos como directamente relacionados con tales intenciones sociales, intenciones sobre las cuales definimos la sociedad, intenciones que a lo largo de toda nuestra experiencia han sido la dirección de una clase particular


Esta intencionalidad es dada con más precisión cuando Williams se enfrenta a la teoría de Gramsci de la hegemonía tal y como quedó registrada en los Quaderni


Encontramos la expresión “hegemonía política”, introducida por Gramsci entre comillas para indicar su particular valor respecto a las acciones genéricas de “preeminencia” y “supremacía”, tomando en poco tiempo un espectro extremadamente amplio de significados en un ámbito de contextos que van desde la economía a la literatura, de la religión a la antropología, de la psicología a la lingüística. Se trataría de una serie de distinciones más metódicas que orgánicas, como aparece con toda claridad en la última aparición del término. Cada vez que aflora la cuestión de la lengua, dice entonces Gramsci, significa que se están planteando toda una serie de otros problemas: “la formación y el alargamiento de la clase dirigente, la necesidad de establecer relaciones más íntimas y seguras entre los grupos dirigentes y la masa popular-nacional, o sea, de reorganizar la hegemonía cultural. 


Gramsci hace uso del término hegemonía no sólo en relación con la cultura sino también en relación con la política, y así es frecuente la aparición de fórmulas tales como “hegemonía político-cultural, “político-intelectual” o “intelectual, moral y político”, siguiendo la idea gramsciana de que “la filosofía de la praxis concibe la realidad de las relaciones humanas de conciencia como elemento de `hegemonía´ política”.


El terreno en el que se despliega la “lucha por la hegemonía” es aquel de la sociedad civil, cuestión ésta desarrollada por Gramsci en las notas acerca de la relación entre estructura y sobreestructura. Gramsci distingue tres momentos: un primero ligado estrechamente a la estructura; un segundo dentro de “las relaciones de fuerza” políticas; y un tercero en las relaciones de fuerzas militares. Lo interesante aquí es la transformación que puede producirse en dicho desarrollo en el lugar que ocupan las clases subalternas: el grupo todavía subalterno puede salir “de la fase económico-corporativa para elevarse a la fase de hegemonía político-intelectual en la sociedad civil y convertirse en dominante en la sociedad política”. 


Frente a la asimilación que Gentile hace entre hegemonía y dictadura, como indistinguibles, donde la fuerza es consenso sin el otro, donde no se puede distinguir la sociedad política de la sociedad civil, donde existe solo el Estado y naturalmente el Estado-gobierno”, mera hipostación del régimen totalitario impuesto por el Partido fascista, Gramsci propone mostrar la diferencia entre tal Estado fascista y el comunista: como ha indicado Giuseppe Cospito citando una nota de Gramsci titulada Armas y religión, en la que trae al presente el pensamiento del gran pensador florentino Guicciardini, “la diferencia entre el totalitarismo fascista y el comunismo consiste entonces en que, mientras el primero tiende a reabsorber la sociedad civil al interior del Estado, reduciendo la hegemonía a la fuerza, en el segundo `el elemento Estado-coerción se puede imaginar extinguible a medida que se afirman elementos cada vez más conspicuos de sociedad regulada (o Estado ético o Estado civil)´”. Gramsci considera que en la doctrina del Estado-sociedad regulada, en la que el Estado será igual al Gobierno, de una fase coercitiva que tutelará el desarrollo de los elementos de la sociedad regulada en continuo incremento, y por lo tanto reduciendo gradualmente sus intervenciones autoritarias y coactivas. El componente económico no es, para Gramsci, el único escenario donde se manifiesta la lucha de clases:


En el desarrollo de una clase nacional, junto al proceso de su formación en el terreno económico, se debe tener en cuenta el desarrollo paralelo en el terreno ideológico, jurídico, religioso, intelectual, filosófico, etc. Pero todo movimiento de la tesis comporta el movimiento de la antítesis y, por consiguiente, una síntesis parcial y provisional”.


Ya desde los escritos juveniles, pero de manera muy clara en el primero de los cuadernos, Gramsci había descubierto un agente de suma importancia en este proceso, los intelectuales, donde aparece su interpretación del intelectual orgánico o vanguardia de la propia clase. El propio concepto de intelectual pasa a sufrir un alargamiento en sí mismo,  comprendiendo en su seno a los intelectuales profesionales, los industriales, los científicos, eclesiásticos, etc., hasta llegar a comprender, en una segunda escritura, que “todos los hombres somos intelectuales” si bien “no todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales”. 


Según Williams, la hegemonía hace referencia a un sistema central de prácticas, incluidos significados y valores sentidos como prácticas. Las reglas de la hegemonía se trasladan al ámbito de la realidad experimentada y vivida, dondequiera que se ejercite la efectiva dominación sobre nosotros. 


Es interesante comprobar la importancia que Williams otorga a este componente subjetivo que invoca a la necesaria toma de conciencia de que se está, en una situación dada, produciendo dicha dominación, dado que ello comporta una poderosa fuerza desveladora de los mecanismos de dominación y una permanente lucha contra el fetichismo del cual pueda estar revestida o disfrazada. En la particular visión de Williams, la hegemonía es el cuerpo completo de prácticas y expectativas; nuestras asignaciones de energía, nuestra común comprensión de la naturaleza del hombre y su mundo”. Esto significa que el concepto de hegemonía trasciende su papel heurístico para cobrar un papel eminentemente filosófico sin dejar de ser político en tanto que práctico.


Williams prefiere el concepto de “hegemonía” de Gramsci al de “totalidad” de Lukács dado que el primero incluye el hecho de la dominación y la subordinación a la vez que la tensión y la resistencia implicada en ella. La hegemonía serviría para integrar los tres niveles de cultura definidos por Williams en The Long Revolution: la cultura vivida de un tiempo y un lugar determinado, la cultura grabada (desde las manifestaciones artísticas hasta los actos más cotidianos), y la cultura de una tradición selectiva. La legitimidad o validez de cada tradición dependerá de cómo sea experienciada, esto es, integrada dentro de una cultura efectiva y dominante. Cada dominación depende, a su vez, de una serie de variados procesos de incorporación que van desde la educación hasta otros agentes a los que Althusser llamó “aparatos ideológicos del estado”, como ya vimos anteriormente. 


De este modo el concepto de hegemonía de Gramsci proporciona, según Williams, una herramienta de análisis más flexible para abordar la comprensión de la compleja interacción entre el aparato dominante y los correspondientes valores, significados, actitudes, etc., alternativos, a la vez que el proceso de transmisión e incorporación, así como los desplazamientos que se producen en los ámbitos de la educación, la familia, etc. Y, lo que es más importante, nos permite aprehender también las formas culturales y las prácticas emergentes opuestas, que buscan el cambio y la alternativa a un determinado ordenamiento social y político. 


Al analizar las dinámicas de los procesos de hegemonía, Williams reconoce la dificultad inherente a la idea de un proceso social constitutivo, desde el momento en el que sale a la luz su histórica variabilidad. La sociedad, entonces, es vista como un orden constituido por formas de significados y prácticas alternativas, ascendentes y oposicionales que va a clasificar como “dominante”, “residual” y “emergente” y que coexisten en determinadas coyunturas. 


¿Cuál va a ser la consecuencia ético-política de este mecanismo metodológico? Williams sugiere la siguiente línea de investigación: la hegemonía nos revela el grado hasta el cual llega una formación social dentro del completo abanico de prácticas y experiencias humanas. De esta forma nos estaría ofreciendo “un antídoto a la seducción de lo que Adorno llama industria cultural, así como una sublimación del cosmos de simulacros y simulaciones de Baudrillard: 

Ningún modo de producción, y por lo tanto ninguna sociedad dominante u orden social, y por lo tanto ninguna cultura dominante, agota en realidad el completo abanico de práctica humana, de energía humana, de intención humana.

La intencionalidad creativa, tan cara a Williams, junto a las posibilidades de elección en las dimensiones tanto particulares como colectivas, operan juntas en lo que llamó estructuras del sentir, una categoría heurística y analítica útil para medir la distancia entre lo actual y lo posible, dentro de los parámetros del materialismo cultural. 


Williams alcanza a evitar las reducciones de la estética formalista y sus variantes postmodernistas, insistiendo en “la restauración del entero proceso social y material, y de manera específica la producción cultural como un todo social y material”. Uno debería entonces no dejar de tener en mente la multiplicidad de las prácticas culturales que juegan un papel en todas las formaciones y tendencias intelectuales, los mecanismos e instituciones de recepción y distribución, los significados materiales de la producción cultural, el carácter social del lenguaje, y por último la “determinación”, histórica de todas estas diversas prácticas culturales. Aunque Williams llamó a este método analítico “semiótica radical”, rechaza la separación entre lo “social” y lo “estético” fundada en el postestructural fetichismo de la “textualidad” derivado de una cierta interpretación de Saussure. Ya en 1977 Williams presentó su propia orientación para el problema del lenguaje: 


Un sistema-de-signos es en sí mismo una estructura específica de relaciones sociales: internamente, por el hecho de que los signos dependían de –y eran formados en- las relaciones; externamente, por el hecho de que el sistema depende de –y está formado en- las instituciones que lo activan (y que por lo tanto son a la vez instituciones culturales, sociales y económicas); integralmente, por el hecho de que “un sistema de signos”, adecuadamente comprendido, es a la vez una tecnología cultural específica y una forma específica de conciencia práctica: los elementos aparentemente diversos que en realidad se hallan unificados en el proceso social material. 


Así, el lenguaje es solamente una de aquellas prácticas implicadas en la crisis de la sociedad del capitalismo tardío. Williams se opuso con firmeza tanto a las formulaciones mecánicas del “marxismo vulgar” (que reducían la cultura a una simple reflexión sobre las comodidades, la producción y el beneficio) como a los axiomas positivistas del funcionalismo-estructural. 


Williams nos devuelve a las ineluctables presiones y límites de la historia, a la naturaleza física, en orden a hallar la medida de la necesidad y sus determinaciones. Este punto de vista ilumina también las diferencias entre las clases hegemónicas y las clases subalternas. 


Desde Culture and Society (1958) a Communications (1962) y desde Television: Technology and Culture Form (1974) hasta The Country and the City (1973) y Writing and Society (1981), la cuestión planteada por Williams es inequívoca: la democratización de la cultura a través de la participación de las masas en las decisiones políticas y el acceso a la educación y a los recursos de la comunicación. Ya en su ensayo de 1958 “Culture is Ordinary”, como en The Long Revolution (1961), Williams destruye las razones a favor de una segmentación jerárquica de la cultura en alta, media y popular/de masas. Lo que es ordinario en relación con la cultura es su ubicuidad: todas las sociedades las enlazan, encontrando significados y direcciones comunes, creciendo mediante “un proceso activo de debate y enmienda bajo las presiones de la experiencia, el contacto y el descubrimiento”. 


Posteriormente, esta agenda democratizadora sería cuestionada por Stuart Hall, quien veía una posición en Williams etnocéntrica y nacionalista, si bien todo pueda deberse a un malentendido sobre el concepto de “cultura común”. En el ensayo de 1968 sobre este tema, Williams aprobaba la perspicaz afirmación marxista según la cual “en una sociedad dividida en clases la cultura tendría inevitablemente un contenido de clase y guardaría relación con la clase social; y en que, en la evolución histórica de una sociedad, una cultura cambiaría necesariamente conforme cambiaran las relaciones entre los seres humanos y las clases sociales”. 


Williams insiste en que la cultura no es propiedad o creación de una minoría privilegiada; los significados y valores comprendidos en una determinada forma de vida afloran desde la experiencia común y las actividades de todos. Pero la posibilidad de crear, articular y comunicar estos significados y valores está limitada por la propia naturaleza del sistema educativo, el control del trabajo y la propiedad privada de los medios de comunicación. La posible “comunidad de cultura” o la “auto-realización de la comunidad” estarían limitadas por las divisiones de clase de una sociedad dada. De lo que se trata, en primer lugar, es de desvelarlo. Y de esta forma se entiende que Williams proponga la idea de un elemento común de la cultura, “su carácter comunitario”, como una vía para criticar lo que porta y lo que esconde el ordenamiento de la sociedad capitalista, a saber, la división y fragmentación de una cultura que en realidad tenemos. Y Williams realiza una interesante distinción, al afirmar el hecho genérico –independiente de cualquier etapa histórica concreta-, de que existe en toda sociedad dada comunidad de cultura, y criticar al mismo tiempo a una sociedad concreta porque restringe, y en muchos aspectos impide activamente, que la comunidad se comprenda a sí misma. De este modo lo que comenzó siendo crítica cultural, acabó siendo crítica social y política –muy en sintonía con Gramsci:


La cultura común no es una generalización de lo que una minoría se propone y cree, sino fruto de una condición en la que el pueblo en su conjunto participe en la articulación de significados y valores, y en las consiguientes elecciones entre un significado u otro, entre un valor u otro. 


En esta visión de la sociedad es donde hay peligro de que la “cultura común” pueda devenir estandarización, uniformidad, nivelación por abajo, mediocridad, represión y conformismo, todos elementos que, en efecto, fueron instalándose en las modernas sociedades a partir de entonces. 


Williams propone transformar un sistema educativo que divide a las personas desde muy temprano en cultas –o lo que es lo mismo, emisores, comunicadores, y no cultas, o pasivos receptores de mensajes, para admitir la aportación y la recepción por parte de todos. Williams llegó a esta conclusión tras analizar concienzudamente las instituciones de los medios de comunicación y el efecto de la educación divisoria. Como antídoto o vía positiva de acción para el futuro propuso la revitalización de una cultura común como “democracia instruida y participativa”, cuyos valores servirían para llevar a cabo su peculiar visión de una democracia socialista. Pensando en esa sociedad del futuro, Williams finalizaba su ensayo diciendo: 

Sucede también que la idea de cultura común no consiste en modo alguno en una sociedad del consentimiento, de la mera conformidad. Una vez más, volvemos al énfasis que inicialmente hacíamos en la determinación común de los significados por parte de todas las personas, actuando unas veces de modo individual y otras en grupo, en un proceso que no tiene un fin particular y del que nunca se puede suponer que en algún momento se ha completado o concluido finalmente. En este proceso común, lo único incuestionable será mantener abiertos los canales y las instituciones de la comunicación de forma que todos puedan colaborar y recibir ayuda para hacerlo. Al hablar de cultura común, uno está hablando precisamente de ese proceso libre, contributivo y común de participación en la creación de significados y valores, tal como he tratado de definirlo.








Tomado de:
ALONSO TRIGUEROS, Alvaro (2014): "Antonio Gramsci en los estudios culturales de Raymond Williams" En Methaodos, Revista de ciencias sociales, nº 2.