15 julio 2015

El Centauro inverosímil de Casi un objeto


José Saramago (1922-2010)


El Centauro inverosímil 
de Casi un objeto

Andrés Pociña López


La colección de relatos titulada Objecto Quase fue publicada en 1978 Es, por tanto, anterior a Levantado do Chao, la novela que consagró a Saramago, el cual comenzó su carrera literaria como poeta, en una línea clásica, con predominio del decasílabo y con temas amorosos y una meditación y sabiduría muy lúcidas. Desde sus 58 años de edad, con la publicación de Levantado do Chao, se dedica por entero a la literatura. Esta novela, con la que alcanzó el Premio Cidade de Lisboa, marca su madurez como escritor, aparte de un antes y un después en el desarrollo de su creación literaria. Antes de ella sólo había publicado poesía y una temprana novela, Terra do Pecado (1947) que más tarde será olvidada por completo, incluso por su autor. Su colección de cuentos Objecto Quase pertenece a un momento anterior al de su madurez como autor de prosa de ficción. 


Toda la colectánea Objecto Quase está escrita en un estilo decididamente perteneciente a la estética del realismo mágico. Es, sin embargo, el cuento Centauro, a nuestro parecer, precisamente el más representativo de este estilo literario. Aparece en él toda una concepción personalísima del mundo, dominada por una serie de líneas maestras, como la importancia del sueño y los mitos literarios, o la búsqueda incesante para recuperar la época mítica, en que todo era posible y en que vivían las especies de animales más prodigiosas que se nos muestran en los bestiarios medievales: unicornios, hombres lobo. Pero iremos viendo todos estos temas y alguno más a lo largo de este estudio. 


Ante todo, es necesario advertir que los centauros, en los tiempos antiguos de los mitos, eran seres normales, cotidianos, para la mentalidad mitológica, que Saramago comparte en este cuento. Sin embargo, un centauro fuera del tiempo de los mitos, que le sobreviviese a éste, que siguiese viviendo hoy, sería un ser inverosímil, nadie creería que pudiese existir, todos le escaparían. Su vida sería imposible. Es ése justamente el problema que nos va a plantear Saramago en su cuento. Su centauro es muy antiguo, procede de la época mítica, de hecho participó en la famosa guerra contra los lápitas, pero ha sobrevivido hasta nuestros días: "Era o último sobrevivente da grande e antiga espécie dos homens-cavalos. Estivera na grande guerra contra os Lápitas, sua primeira e dos seus grande derrota". 


Vencidos los hombres-caballos por los lápitas, todos se refugiaron en una montaña, hasta que "com a parcial proteccao dos deuses, Héracles dizimara os seus ismilos, e ele só escapara porque a demorada bataíha de Héracles e Nesso he dera tempo para se refugiar na floresta". Se acabó en aquellos días la especie de los centauros, pero el protagonista del cuento de Saramago continúa vivo. Sin embargo, ya no vive "en su mundo". Podemos decir que el centauro vive a sus anchas, "en su salsa", que tiene sentido y verosimilitud hasta el fin de los tiempos míticos: "Durante muito tempo, enquanto o mundo se conservou também ele misterioso, pode andar a luz do Sol. Quando passava, as pessoas vinham ao caminho e lancavam-lhe flores entrancadas por cima do seu lombo de cavalo, ou faziam com elas coroas que ele punha na cabeca.


Este tiempo de los mitos es aquél que llama Mircea Eliade "el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los comienzo". Los aborígenes australianos conocen esta época como la alcheringa, que significa "el tiempo de los sueños", lo cual ya entroncaría con el tema de los sueños, importante en nuestra labor exegética del cuento saramaguiano. Pero todavía es temprano para abordar ese tema. Bástenos recordar que, según Eliade, la vuelta de los tiempos míticos a nuestro tiempo, la reintegración del tiempo cósmico de la creación y de la infancia del mundo, de los seres sobrenaturales, es el deseo más fuerte de las sociedades arcaicas, de las sociedades "pre-racionalistas"


Tenemos una visión preciosa, por parte de Saramago, sobre los tiempos míticos, en nuestro cuento, solo que situando al lector ya en la crisis de esa época, en el límite temporal con el nuevo orden, el histórico. Al llegar éste, se acaban todos los mitos y los seres sobrenaturales que antes pululaban por la tierra: 


"foi o caso do unicórnio, das quimeras, dos lobisomens, dos homens de pés de cabra, daquelas formigas que eram maiores que raposas, embora mais pequenas que caes. Durante dez geracoes humanas, este povo disperso viveu reunido em regioes desertas"


Casi un objeto (1978)
 de José Saramago


Todos estos seres se transforman, se convierten en animales normales, asimilándose a ellos, pasando así desapercibidos. El centauro no tiene en qué transformarse, fundamentalmente por su carácter de personaje híbrido, y sigue como está, pero obligado a esconderse todo el resto de su vida. Tendrá que aceptar su destino, hasta llegar de nuevo a su país: cuando la frontera de éste (país que fue de su nacimiento y será de su muerte) aparezca, se dará cuenta de que el mundo ya no es igual, y no puede volver nunca, que su propio país ha cambiado y nunca será el mismo, porque Zeus ha emigrado al sur. Pero no adelantemos acontecimientos y volvamos a la época en que hacen su entrada triunfal los nuevos tiempos históricos. A partir de ahora, el animal-hombre tendrá que caminar siempre de noche, aprovechando los días para, oculto de las vistas de la humanidad "real", dormir y soñar.


Es en este punto, ante este nuevo orden de las cosas, que aparece el sueño, el soñar como necesidad, como contrapunto ideal a la cruda realidad. El sueño sirve para devolvemos, momentáneamente, al illud tempus, y también para que, inmersos en él, podamos saldar viejas cuentas, llevar a cabo lo que el destino nos prohibió. El centauro sueña todos los días con su victoria sobre Hércules: "Todos os dias, em sonho, lutava com Héracles e vencia-o". Es el sueño que se va repitiendo a lo largo de millares de años, todos los días lo mismo: el centauro hacía que el brutal Hércules pagase con creces la muerte de Neso, amigo suyo y, sobre todo, defensor de su causa y de la causa de todos los centauros. En el sueño se reintegran los tiempos míticos y se logra lo que no se logró en la vida real: el centauro abraza mortalmente a su víctima y le quiebra las costillas, y "Héracles, morto, escorregava para o chao como um trapo e os deuses aplaudiam". El sueño es una realización de los ideales, y es también una necesidad. La vida de nuestro protagonista, de hecho, se reduce a caminar, dormir y beber, pues se nos dice que "Comer, nao precisava". Camina porque tiene patas; duerme porque tiene sueño, pero, sin embargo, se nos afirma que "o sono só era necessário para que pudesse sonhar". El sueño es una necesidad vital, más fuerte que el comer, que el beber, única razón para tener que dormir. Tan necesario como caminar, como viajar, lo cual está muy relacionado, como más tarde hemos de ver: sueño y viaje son las necesidades más fundamentales. Y, sin embargo, los tiempos del sueño han pasado: "Zeus afastou-se para o Sul".


Cuando el centauro, casi al final de su viaje, regrese a su tierra, a donde nació y donde morirá, suliirá una calamidad inusitada, que se percibirá como mal augurio: por una noche, dejará de soñar. "Sentia a angústia de nao ter sonhado. Pela primeira vez em milhares de anos, nao sonhara. Abandonara-o o sonho na hora em que regressara a tema onde nascera? Porque? Que presságio? Que oráculo diria?" 


Pero retrocedamos un poco, a un momento en que este ser, todavía, sueña su sueño eterno durante el día. Hay un momento clave, en que el ser inverosímil que lleva años vagando de noche por el mundo se atreve a andar de día, comete el enorme atrevimiento, casi diríamos la hybris, de vivir en el mundo real su propio sueño, la tentación de hacer compatible su vida con la vida del mundo, de irrumpir, así como es, ser irreal e imposible, en el mundo de los vivos, de los seres con historia. Es la tentación de vencer al fatum, de hacer válido su deseo y real su sueño:


"Avaqará por ali até onde he for possível, mesmo sendo dia, mesmo com o sol cobrindo toda a planície e denunciando tudo, homem ou cavalo"


Sin embargo, no hubiera estado de más que se hubiese fijado en los negros presagios que lo acompañan cuando decide presentarse al mundo, a la luz del día, incluso a pesar de que esa noche haya vuelto a soñar con su victoria cotidiana (pues los sueños, desde que uno se acostumbra a ellos, son también algo cotidiano). Porque Zeus decide retirarse al sur. Es entonces cuando el hombre-caballo llega al mar.


"Una vez mais vencera Héracles no sonho, diante de todos os deuses imortais, mas acabado o combate, Zeus retirara-se para o sul, e foi depois que desfilaram as montanhas e do ponto mais alto delas, onde havia urnas colunas brancas, viam-se as ilhas e a espuma em redor. Está perto a fronteira e Zeus afastou-se para o Sul


¿Quién podrá, pues, acompañarlo, quién protegerlo, quién apiadarse de él, si los dioses de aquéllos tiempos se han ido, si incluso Zeus no está? Y los dioses lo han abandonado, como en la tragedia griega, por su hybris, consistente en atreverse a vivir plenamente en un mundo que no es el suyo; como en la tragedia griega, este atrevimiento llegará a costarle la vida. Sin embargo, ahora, él es libre, no tiene a nadie que lo vigile, que le ordene nada, no hay dioses, es él el único dueño de sí mismo. Trata entonces de despertar, de renacer a la vida, de demostrar que está vivo, que puede volver a nacer, resucitar, resucitar su cuerpo y los tiempos del sueño a los que pertenece ... ¡No se da cuenta de que eso es ya imposible, que su sueño es una quimera! Al principio, duda; después, se atreve a salir a la vida, a caminar de día, y siente de nuevo las delicias de la naturaleza, los olores de las flores, los paisajes inundados de luz:


"O homem hesita. Há muitos anos que nilo ousa caminhar a descoberto, sem a protecqilo da noite. Mas hoje sente-se tilo excitado como o cavalo. Avanqa pelo terreno coberto de mato donde se desprendem cheiros fortes de flores bravas" 


Aquí, sin embargo, comienza a aparecer lo que será el meollo de la tragedia, pues ya hemos adelantado que se trata de un cuento trágico. Esta tragedia radica, precisamente, en la propia salida del centauro al mundo, su re-nacimiento, que desencadenará su muerte. Poco tiempo va a tener el hombre-caballo para poder vivir su libertad, su despertar a la vida. El tiempo histórico y la falta de dioses hacen, conjuntamente, que no pueda tener protección. Y llega, poco después, el momento que hemos adelantado ya, en que pasa un día sin tener sueños. ¿La causa? Ahora vive, e intenta vivir de acuerdo con sus fantasías. Acaba, al mismo tiempo, de llegar a su tierra. Vuelve a dormir, por una vez, de día, y no sueña. Vuelve a salir de noche. Ahora se da cuenta de una cosa: el viaje, el pequeño trayecto que ha realizado en el día en que ha caminado a la luz del sol, sin ocultarse, se le presenta como un sueño: sueño y viaje pasan a ser casi lo mismo.


"E foi assim que chegou ao vale, como se a viagem fizesse parte do sonho que nao tivera enquanto dormira" 


El viaje, el camino, aparte de acabar formando parte de su imaginación o, incluso, identificándose con ella, es la otra gran actividad del centauro. Éste termina solo, sin compañía de nadie, sin que ninguno de los antiguos habitantes del mundo pueda apoyarlo o consolarlo, porque el tiempo de los mitos ha pasado. Sabe que podrá siempre volver a su tierra, que es como un objetivo último (y aún no sabe que será el lugar de su muerte), una especie de Ítaca (pero no en el sentido homérico, sino en el de Kavafis), un Santo Grial (el Grial es, nótese, el mismo mito que la Ítaca de Kavafis), es la espuela que aguijonea su lomo de caballo para que viaje, sólo que aquí con un sentido más trágico que en Kavafis o en la epopeya artúrica, pues es el viaje, el camino, lo que le conserva justamente la vida. 


"Durante milhares de anos, até onde o mar consentiu, percorreu toda a terra possível. Mas em todos os seus itinerários passava de largo sempre que pressentia as fronteiras do seu primeiro país" 


"Milhares de anos tinham de ser milhares de aventuras", pero hay una que es como el resumen de todas, que se le queda grabada para siempre en la memoria, que vale por todas, porque es la aventura, y ello porque es el espacio y el tiempo en que el centauro se integra plenamente en el mundo que le pertenece, en el único mundo donde su existencia puede cobrar sentido: en el mundo de la Literatura. El centauro se va a encontrar con don Quijote de la Mancha. Tenemos un pequeño aviso de que hay algo de "quijotesco" en el texto, antes de que se nos narre esta incidente: se nos dice, en efecto, que, cuando Hércules exterminó la raza de los centauros de la faz de la Tierra, éste nuestro "se refugiara em montanhas de cujo nome já se esquecera". Caminando, ya en nuestro milenio, por unos llanos áridos, ve a un hombre embestir con una lanza a unos molinos de viento, quedando malparado y siendo ayudado por un tipo bajo que va montado en un burro. Lo primero que piensa es ir a ayudarlo. Pero lo medita más detenidamente, y se da cuenta de que lo mejor es vengar al caballero destruyendo los malvados molinos.


Tomando aquí el papel que le asigna Cervantes a Quijote, y recordando al más famoso de los Hecatonquires (que nuestro protagonista conoció, se supone, mejor que don Quijote), 'ha sua língua natal, gritou: 'Mesmo que tivésseis mais bracos do que o gigante Briareu, a mim haveríeis de o pagar". Sin embargo, al contrario del hidalgo y al contrario de la tónica general de su vida de perdedor, pero al igual que en sus sueños, el centauro, esta vez, triunfa. Cumple el papel del fracasado caballero, pero triunfando. Vence a la Literatura, vence a su destino, hace realidad el sueño. "Todos os moinhos ficaram com as asas despedacadas e o centauro foi perseguido até ti fronteira de um outro país"


Pero, después de haber visto este momento de gloria, nos toca ahora ver la parte dolorosa, la parte que constituye la tragedia. Y ésta procede en última instancia de la duplicidad, del carácter híbrido del monstruo, mitad caballo, mitad hombre. Cuando ambas mitades se encuentran en armonía, se complementan la una a la otra, crean un ser perfecto. Es esa idea, del centauro como ser armónico y perfecto, la que inspiró el difícil y ambicioso poema de Rubén Darío, titulado, precisamente, "Coloquio de los Centauros", perteneciente a su colección de poemas llamada, curiosamente, Prosas Profanas. Es verdad que el tema central del "Coloquio de los Centauros" poco o nada tiene que ver con el Centauro de Saramago, pues se trata, en el caso de Darío, de un conjunto de reflexiones sobre temas metafisicos, como el amor, la muerte o el panteísmo, colocadas en la boca de centauros que conversan en un marco idílico. Nos interesa, sin embargo, esa visión ideal y armónica del centauro "pues en su cuerpo corre también la esencia humana, unida a la corriente de la savia divina y a la salvaje sangre que hay en la bestia equina", en un marco bucólico y ameno, tan diferente del que describe Saramago " el ixionida pasa veloz por la montaña, rompiendo con el pecho de la maleza hurafía los erizados brazos, las cárceles hostiles; escuchan sus orejas los ecos más sutiles.


En Saramago, sin embargo, el centauro, precisamente por su calidad de ser desterrado de su tiempo propio, no es un ser armonioso, sino que sus dos partes diferentes están en perpetuo conflicto, en lucha. El único momento en que hay una perfecta conciliación de ambas, conformando un ser único y en paz, es precisamente, como sería de esperar, el del sueño: "Nunca sonhava como sonha um homem. Também nunca sonhava como sonharia um cavalo. Nas horas em que estavam acordados, as ocasioes de paz ou simples concilia@o nao eram muitas. Mas o sonho de um e o sonho do outro faziam o sonho do centauro"


Centaur carrying off a nymph (1892)
by Laurent Marqueste 


Pero, como decimos, lo más sobresaliente de este animal en la historia que aquí se nos presenta es el conflicto entre las dos naturalezas que deben convivir en el mismo ser. Este conflicto será motivo de su gran frustración y de su tragedia. Por ejemplo, "encontrar posigilo para dormir que a ambos conviesse, era sempre uma operagiio dificil" Justo para dormir, justo para poder soñar, para poder hallar la paz armónica, las dificultades se multiplican. Haciendo uso de lo mejor de la técnica del realismo mágico, Saramago plantea como real el problema que supondría dormir para un ser así, la incomodidad de hallar postura adecuada que convenga al hombre y al caballo, pues la mayor parte de las posturas favorecen a uno y no al otro. Pero esto no es lo peor. Desaparecidas del mundo todas las hembras de centauro, no quedan para el pobre protagonista del cuento más seres que puedan ser amados que las mujeres y las yeguas, y cada una presenta para él sus inconvenientes. 


Ya desde los tiempos míticos, pero desaparecida ya su raza, empiezan los problemas. Y lo que podría ser sólo una incomodidad, por incompatibilidad de ambas naturalezas, se convierte en fuente de terrible dolor: 


"Em certas épocas, levavam uma égua ao centauro e retiravam-se para o interior das casas: mas um dia, alguém que por esse sacrilégio veio a cegar, viu que o centauro cobria a égua como um cavalo e que depois chorava como um homem. Dessas unioes nunca houve fruto" 


La gran tragedia comenzará cuando el monstruo comience a caminar siempre de día, mostrándose a los ojos de los hombres, como lo que es, una reliquia del pasado, de un mundo perdido, podría decir Lovecraft; un auténtico monstruo, que pasa sembrando el terror, destruyendo el orden establecido. Por eso, los hombres lo persiguen; debe huir. Llega entonces a una frontera, a un límite, que él puede pasar sin más, porque no conoce fronteras ni límites, pero que no podrán pasar los hombres que lo persiguen, porque sería una invasión, y queda así a salvo de sus armas. Pero cae en una trampa: al pasar la frontera ha vuelto a su tierra: "Estava salvo, sob a chuva que desabava em torrente e abria regos rápidos entre as pedras, sobre esta terra onde nascera"


Y es en la tierra donde nació y donde habrá de morir, donde encontrará una mujer de la que se enamorará, viéndola salir de un baño en el río, completamente desnuda; caerá sobre ella y la raptará. Y es el hombre el que se enamora, no el caballo ni el conjunto del centauro. 


Porque, además, es el hombre el único que la puede ver: "E foi o homem que olhou, que viu a mulher aproximar-se da roupa, foi ele que rompeu por entre os ramos, correu para ela no seu trote de cavalo e depois, ao mesmo tempo que ela gsitava, a levantou nos braqos" 


El monstruo se la lleva, la abraza y le habla "na sua velha língua, na língua dos bosques, dos favos de mel, das colunas brancas, do mar sonoro, do riso sobre as montanhas" 


En fin, el amor será correspondido. Más que eso: la mujer certifica, a pesar de la inverosimilitud de este centauro en este mundo, a pesar de su vida en un tiempo y en un espacio que no son los propios de su especie, a pesar de ser una bestia que sólo puede vivir en los sueños, certifica su existencia. El centauro existe: no sabemos cómo ni por qué, pero existe. 


"Tu és um centauro. Tu existes" - dice la mujer 


Ella ha quedado enamorada del centauro, le pide que le haga el amor. Pero él se da cuenta de la imposibilidad de toda relación, se aparta y huye, en medio de su tremenda frustración.


"Durante um momento, a sombra do cavalo cobriu a mulher. Nada mais. Entiio o centauro afastou-se para o lado e laqou-se a galope, engvquanto o homem gritava, cerrando os punhos, na direcqiio do céu e da lua".


La mujer se queda llorando. El centauro debe huir de nuevos hombres que quieren perseguirlo, porque él es un ser mitológico de una especie que ya no existe, y, sin embargo, igual que en tantas aventuras de la ciencia-ficción, ha sido descubierto vivo. Quieren cazarlo con vida, no desean matarlo, y lo llegan a perseguir incluso con helicópteros. Terminan acorralándolo y, cuando la bestia no tiene escapatoria, resbala y cae por un precipicio hacia la muerte.


Como hemos visto, el hecho que marca la existencia de este ser es el conflicto entre el hombre y el caballo, la imposibilidad de conciliación entre ambos. Una posible separación del hombre por un lado, y del caballo por otro, la "liberación" de la parte humana, de la mitad de hombre que, por ello se convertiría en hombre entero, significarían el nacimiento del hombre plenamente libre, de un hombre como los demás del mundo, como los demás de los tiempos históricos. Sin embargo, lo que tal separación, en calidad también de escisión significa, en realidad, es la muerte. Por eso es tan simbólica la muerte del centauro: al caer por el precipicio, es escindido por una roca afilada y es así como muere:


"o grande corpo resvalou, caiu no vazio. Vinte metros abaixo, urna lamina a de pedra, inclinada no hgulo necessário, polida por milhares de anos de frio e de calor, de sol e de chuva, de vento e neve desbastando, cortou, degolou o corpo do centauro naquele preciso sítio em que o tronco do homem se mudava em tronco de cavalo"


Y, precisamente cuando muere, vuelven los dioses, aunque ya sólo los va a recibir él, ya no van a regir la Tierra entera: 


"Entao olhou o seu corpo. O sangue corria. Metade de um homem. Um homem. E viu que os deuses se aproximavam. Era tempo de morrer"


La vida del centauro era imposible en nuestro mundo actual. Su país era el de los tiempos míticos o el de los sueños, que ambos son lo mismo, al menos para los aborígenes australianos (la Alcheringa). Desaparecidos este tiempo y este espacio, el centauro no tiene razón de ser, es un centauro inverosímil, imposible. 


Su tiempo, el tiempo de los mitos, sólo puede ser reintegrado por la Literatura (es lo que hace Saramago). Por la Literatura (la venganza sobre los molinos de viento que han humillado a ese héroe literario que es Don Quijote), por el sueño (la victoria sobre Hércules), por el viaje, en el sentido de viaje como búsqueda es lo que la vida de este ser híbrido toma sentido. Sentido pleno sólo lo podría tener, su vida, in illo tempore. Por ello ha de vivir de noche, y su tragedia le sobreviene por atreverse a vivir de día, o sea, a vivir en absoluto, a renacer, a hacer realidad el sueño. Un ser que es dos seres a la vez no tiene sentido, debe escindirse, por tanto, morir, desaparecer, porque ya no vive en su mundo, porque "está perto a fonteira e Zeus afastouse para o Sul".






Tomado de: 
POCIÑA LÓPEZ, Andrés: "El mundo clásico en la obra de Saramago: El Centauro inverosimil de Objecto Quase" Universidad de Granada.

07 julio 2015

El palacio del Olimpo. Robert Graves




El palacio del Olimpo

Robert Graves


Los doce dioses y diosas más importantes de la antigua Grecia, llamados dioses del Olimpo, pertenecían a la misma grande y pendenciera familia. Menospreciaban a los anticuados dioses menores sobre los que gobernaban, pero aún  menospreciaban más a los mortales. Los dioses del Olimpo vivían todos juntos en un enorme palacio erigido entre las nubes, en la cima del monte Olimpo, la cumbre más alta de Grecia. Grandes muros, demasiado empinados para poder ser escalados, protegían el palacio. Los albañiles de los dioses del Olimpo, cíclopes gigantes con un solo ojo, los habían construido imitando los palacios reales de la Tierra.


En el ala meridional, detrás de la sala del consejo, y mirando hacia las famosas ciudades griegas de Atenas, Tebas, Esparta, Corinto, Argos y Micenas, estaban los aposentos privados del rey Zeus, el dios padre, y de la reina Hera, la diosa madre. El ala septentrional del palacio, que miraba a través del valle de Tempe hasta los montes agrestes de Macedonia, albergaba la cocina, la sala de banquetes, la armería, los talleres y las habitaciones de los siervos. En el centro, se abría un patio cuadrado al aire libre, con un claustro, y habitaciones privadas a cada lado, que pertenecían a los otros cinco dioses y las otras cinco diosas del Olimpo. Más allá de la cocina y de las habitaciones de los siervos, se encontraban las cabañas de los dioses menores, los cobertizos para los carros, los establos para los caballos, las casetas para los perros y una especie de zoo, donde los dioses del Olimpo guardaban sus animales sagrados. Entre éstos, había un oso, un león, un pavo real, un águila, tigres, ciervos, una vaca, una grulla, serpientes, un jabalí, toros blancos, un gato salvaje, ratones, cisnes, garzas, una lechuza, una tortuga y un estanque lleno de peces. 


En la sala del consejo, los dioses del Olimpo se reunían de vez en cuando para tratar asuntos relacionados con los mortales, como por ejemplo a qué ejército de la Tierra se le debería permitir ganar una guerra o si se debería castigar a tal rey o a tal reina que se hubieran comportado con soberbia y de forma reprobable. Pero casi siempre estaban demasiado metidos en sus propias disputas y pleitos como para ocuparse de asuntos relativos a los mortales. 


El rey Zeus tenía un enorme trono negro de mármol pulido de Egipto, decorado con oro. Siete escalones llevaban hasta él, cada uno esmaltado con uno de los siete colores del arco iris. En lo alto, una túnica azul brillante proclamaba que todo el cielo le pertenecía sólo a él; y sobre el reposabrazos derecho de su trono había un águila áurea con ojos de rubí, que blandía entre sus garras unas varas dentadas de estaño, lo que significaba que Zeus podía matar a cualquier enemigo que quisiera enviándole un rayo. Un manto púrpura de piel de carnero cubría el frío asiento; Zeus lo usaba para provocar lluvias mágicamente en épocas de sequía. Era un dios fuerte, valiente, necio, ruidoso, violento y presumido, que siempre estaba alerta por si su familia intentaba liberarse de él. Tiempo atrás, él se había librado de su cruel, holgazán y caníbal padre, Cronos, rey de los titanes y de las titánides. Los dioses del Olimpo no podían morir, pero Zeus, con la ayuda de dos de sus hermanos mayores, Hades y Poseidón, había desterrado a Cronos a una isla lejana en el Atlántico, probablemente a las Azores o quizá a la isla Torrey, en la costa de Irlanda. Zeus, Hades y Poseidón se sortearon las tres partes del reino de Cronos. Zeus ganó el cielo, Poseidón el mar y Hades el mundo subterráneo; la Tierra sería compartida. Uno de los símbolos de Zeus era el águila; otro, el pájaro carpintero.


Cronos consiguió escapar de la isla en una pequeña barca y, cambiando su nombre por el de Saturno, se estableció tranquilamente entre los italianos y se portó muy bien. En realidad, el reinado de Saturno fue conocido como la Edad de Oro, hasta que Zeus descubrió la fuga de Cronos y lo desterró de nuevo. Por aquel entonces, los mortales de Italia vivían sin trabajar y sin problemas, comiendo sólo bellotas, frutas del bosque, miel y nueces, y bebiendo únicamente leche y agua. Nunca participaban en guerras, y pasaban los días bailando y cantando.


La reina Hera tenía un trono de marfil, al que se llegaba subiendo tres escalones. Cuclillos de oro y hojas de sauce decoraban el respaldo, y una luna llena colgaba sobre él. Hera se sentaba sobre una piel de vaca, que a veces utilizaba para provocar lluvias mágicamente, si Zeus no podía ser molestado para detener una sequía. Le disgustaba ser la esposa de Zeus, porque él se casaba a menudo con mujeres mortales y decía, con una sonrisa burlona, que esos matrimonios no contaban porque esas esposas pronto envejecerían y morirían, y que Hera seguiría siendo siempre su reina, perpetuamente joven y hermosa. 


La primera vez que Zeus le pidió a Hera que se casaran, ella lo rechazó, y continuó rehusándolo cada año durante trescientos. Pero un día de primavera, Zeus se disfrazó de desdichado cuclillo perdido en una tormenta y llamó a la ventana de Hera. Ella, que no descubrió el disfraz, dejó entrar al cuclillo, secó sus húmedas plumas y susurró: «Pobre pajarito, te quiero». De repente, Zeus recobró su auténtica forma y dijo: «¡Ahora, tienes que casarte conmigo!». Después de aquello, por muy mal que se portara Zeus, Hera se sentía obligada a dar buen ejemplo a dioses, diosas y mortales, como madre del cielo. Su símbolo era una vaca, el más maternal de todos los animales, pero para no ser considerada aburrida y tranquila como este bóvido, Hera también se atribuía el pavo real y el león. 


Estos dos tronos presidían la sala de consejos, al fondo de la cual una puerta daba a campo abierto. A ambos laterales de la sala, se encontraban otros diez tronos: para cinco diosas en el lado de Hera y para cinco dioses en el de Zeus. Poseidón, dios de los mares y los ríos, tenía el segundo trono más grande. Esta divinidad se sentaba sobre piel de foca y su trono, uno cuyos reposabrazos estaba esculpido con formas de criaturas marinas y decorado con coral, oro y madreperla, era de mármol verde y gris con listones blancos. Zeus, por haberle ayudado a desterrar a Cronos y a los titanes, había casado a Poseidón con Anfitrite, la anterior diosa del mar, y le había permitido quedarse con todos sus títulos. Aunque odiaba ser menos importante que su hermano menor y siempre fruncía el ceño, Poseidón temía el rayo de Zeus. Su única arma era un tridente, con el que podía abrir el mar y hundir los barcos, por eso Zeus nunca viajaba en embarcaciones. Cuando Poseidón se sentía aún más enojado de lo habitual, se marchaba en su carro a un palacio bajo las olas, cerca de la isla de Eubea, y allí esperaba que su ira se aplacase. Como símbolo, Poseidón eligió un caballo, un animal que él aseguraba haber creado: las grandes olas se llaman todavía «caballos blancos» debido a esto.


Frente a Poseidón se sentaba su hermana Deméter, diosa de las frutas, las hierbas y los cereales. Su trono era de brillante malaquita con espigas de cebada de oro y pequeños cerdos dorados. Deméter casi nunca sonreía, excepto cuando su hija Perséfone —infelizmente casada con el odioso Hades, dios de la muerte— la visitaba una vez al año. Deméter había sido bastante alocada de joven y nadie recordaba el nombre del padre de Perséfone: probablemente era un dios del campo con el que la diosa se había casado por una broma de borrachos, durante una fiesta de la cosecha. El símbolo de Deméter era una amapola, que crece roja como la sangre entre la cebada.


Al lado de Poseidón, se sentaba Hefesto, hijo de Zeus y Hera. Como era el dios de los orfebres, los joyeros, los herreros, los albañiles y los carpinteros, él mismo había construido los tronos e hizo del suyo una obra maestra, con todos los metales y piedras preciosas que pudo encontrar. El asiento podía girar, los reposabrazos podían moverse arriba y abajo, y todo el trono podía rodar automáticamente cuando él lo deseara, igual que las mesas doradas con tres patas de su taller. Hefesto quedó cojo nada más nacer, cuando Zeus rugió a Hera «¡Un mocoso debilucho como éste no es digno de mí!» y lo lanzó lejos, por encima de los muros del Olimpo. Al caer, Hefesto se rompió una pierna, con tan mala fortuna que tuvo que ayudarse eternamente de una muleta de oro. Tenía una casa de campo en Lemnos, la isla donde había ido a parar. Su símbolo era una codorniz, un pájaro que en primavera baila a la pata coja. 


Zeus y Hera


Frente a Hefesto se sentaba Atenea, la diosa de la sabiduría que había enseñado a Hefesto a manejar las herramientas y que sabía más que nadie sobre cerámica, tejeduría y cualquier oficio artesanal. Su trono de plata tenía una labor de cestería en oro, en el respaldo y a ambos lados, y una corona de violetas hecha de lapislázulis azules, encima. Los reposabrazos terminaban en sonrientes cabezas de gorgonas. Atenea, aunque era muy lista, desconocía el nombre de sus padres. Poseidón decía que era hija suya, de un matrimonio con una diosa africana llamada Libia.  Pero lo único cierto era que, de niña, Atenea fue encontrada, vestida con una piel de cabra, deambulando a orillas de un lago libio. Sin embargo, Atenea, antes de admitir ser hija de Poseidón, a quien consideraba muy estúpido, permitía que Zeus la creyera descendiente suya. Zeus afirmaba que un día, cuando padecía un horrible dolor de cabeza y aullaba como un millar de lobos cazando en jauría, Hefesto había acudido a él con un hacha y, amablemente, le había partido el cráneo, lugar del que surgió la diosa, vestida con una armadura completa. Atenea era también la diosa de las batallas, aunque nunca iba a la guerra si no la obligaban, ya que era demasiado sensata para participar en peleas. En cualquier caso, si llegaba a luchar, siempre ganaba. Esta divinidad escogió a la sabia lechuza como símbolo y tenía una casa en Atenas. 


Al lado de Atenea se sentaba Afrodita, diosa del amor y la belleza. Tampoco nadie sabía quiénes eran sus padres. El viento del Sur dijo que la había visto una vez en el mar sobre una concha cerca de la isla de Citera y que la había conducido amablemente a tierra. Podía ser hija de Anfitrite y de un dios menor llamado Tritón, que soplaba fuertes corrientes de aire a través de una caracola, pero también podía ser descendiente del viejo Cronos. Anfitrite se negaba a decir una sola palabra sobre el asunto. El trono de Afrodita era de plata con incrustaciones de berilos y aguamarinas: el respaldo tenía forma de concha, el asiento era de plumas de cisne y, bajo sus pies, había una estera de oro bordada con abejas doradas, manzanas y gorriones. Afrodita tenía un ceñidor mágico que llevaba siempre que quería hacer que alguien la amara con locura. Para evitar que Afrodita se portara mal, Zeus decidió que le convenía un marido trabajador y decente y, naturalmente, escogió a su hijo Hefesto. Éste exclamó: «¡Ahora, soy el dios más feliz!». Pero ella consideró una desgracia ser la esposa de un herrero, con la cara llena de hollín, las manos callosas y además cojo, e insistió en tener una habitación para ella sola. El símbolo de Afrodita era una paloma y visitaba Pafos, en Chipre, una vez al año, para nadar en el mar, lo que le traía buena suerte. Frente a Afrodita se sentaba Ares, el alto, guapo, presumido y cruel hermano de Hefesto, a quien le gustaba luchar por luchar. Ares y Afrodita estaban continuamente cogidos de la mano y cuchicheando en los rincones, lo que ponía celoso a Hefesto. Si alguna vez éste se quejaba de ello en el consejo, Zeus se reía de él y le decía: «Tonto, ¿por qué le diste a tu esposa ese ceñidor mágico?  ¿Puedes culpar a tu hermano si se enamoró de Afrodita cuando lo llevaba puesto?». El trono de Ares, recio y feo, era de bronce, tenía unas calaveras en relieve ¡y estaba tapizado con piel humana! Ares era maleducado, inculto y tenía el peor de los gustos; pero Afrodita lo veía magnífico. Sus símbolos eran un jabalí y una lanza manchada de sangre. Tenía una casa de campo entre los espesos bosques de Tracia.


Al lado de Ares se sentaba Apolo, dios de la música, de la poesía, de la medicina, del tiro con arco y de los hombres jóvenes solteros. Era hijo de Zeus y Leto, una diosa menor con la que Zeus se casó para molestar a Hera. Apolo se rebeló contra su padre una o dos ocasiones, pero sufrió un duro castigo cada vez y aprendió a comportarse con más sensatez. Su trono áureo, extremadamente pulido, tenía grabadas unas inscripciones mágicas, un respaldo en forma de lira y una piel de pitón en el asiento. Encima del mismo, había colgado un sol de oro con veintiún rayos como flechas, porque Apolo decía que gobernaba el Sol. El símbolo de Apolo era un ratón; al parecer, los ratones conocían los secretos de la Tierra y se los contaban a él. (Prefería los ratones blancos a los grises; a la mayoría de los niños aún les sucede). Apolo poseía una casa espléndida en Delfos, en la cima del monte Parnaso, construida alrededor del famoso oráculo que le robó a la Madre Tierra, la abuela de Zeus. 


Frente a Apolo se sentaba su hermana gemela Artemisa, diosa de la caza y de las chicas solteras, de quien Apolo había aprendido la medicina y el tiro con arco. Su trono era de plata pura, con un asiento forrado de piel de lobo y un respaldo con la forma de dos ramas de palmera con perfiles de luna nueva, una a cada lado de una vasija. Apolo se casó varias veces con esposas mortales en distintas épocas. Una vez, acosó incluso a una chica llamada Dafne, pero ésta imploró ayuda a la Madre Tierra y fue convertida en un laurel, antes de que Apolo pudiera atraparla y besarla. Artemisa, sin embargo, odiaba la idea del matrimonio, aunque cuidaba amablemente a las madres, cuando daban a luz a sus bebés. Artemisa prefería cazar, pescar y nadar a la luz de la luna, en lagos de montaña. Si un mortal la veía desnuda, ella lo convertía en ciervo y lo cazaba. Como símbolo, esta diosa escogió una osa, el más peligroso de todos los animales salvajes de Grecia.


El último de la fila de los dioses era Hermes, hijo de Zeus y de una diosa menor llamada Maya, la cual dio nombre al mes de mayo. Hermes, dios de los comerciantes, los banqueros, los ladrones, los adivinos y los heraldos, nació en Arcadia. Su trono estaba esculpido en un único y sólido bloque de roca gris; los reposabrazos tenían forma de arietes y el asiento estaba tapizado con piel de cabra. En el respaldo había esculpida una esvástica que representaba una máquina para encender fuego inventada por él: la barrena de fuego. Hasta entonces, las amas de casa tenían que coger una brasa del vecino. Hermes también inventó el alfabeto; y uno de sus símbolos era una grulla, ya que estos animales vuelan en forma de V, la primera letra que escribió. Otro de los atributos de Hermes era una rama de avellano pelada, que llevaba como mensajero de los dioses del Olimpo que era. De esa rama colgaban unos cordones blancos que la gente tomaba a menudo por serpientes.


La última de la fila de las diosas era la hermana mayor de Zeus, Hestia, diosa del hogar: se sentaba en un sencillo trono de madera lisa, sobre un simple cojín de lana virgen. Hestia, la más amable y pacífica de todos los dioses del Olimpo, odiaba las continuas peleas familiares y nunca se preocupó por elegir un símbolo. Se encargaba de cuidar el fuego de la chimenea de carbón que había en el centro de la sala de consejos. Esto suma seis dioses y seis diosas. Pero un día Zeus anunció que Dionisos, hijo suyo y de una mujer mortal llamada Semele, había inventado el vino y que, por tanto, se le debía conceder un sitio en el consejo. Trece dioses olímpicos hubiese sido un número desafortunado, así que Hestia le ofreció su lugar, sólo para mantener la paz. Quedaban pues siete dioses y cinco diosas. Era una situación injusta, ya que cuando se trataba de cuestiones sobre mujeres, los dioses superaban en votos a las diosas. El trono de Dionisos era de madera de abeto dorada, decorado con racimos de uva esculpidos en amatista (una piedra de color violeta), serpientes esculpidas en serpentina (una piedra multicolor), jade (una piedra verde oscuro) y cornalina (una piedra de color rosa). Este dios eligió un tigre como símbolo, ya que una vez había visitado la India, al frente de un ejército de soldados ebrios, y se trajo unos tigres como recuerdo. En cuanto a los otros dioses y diosas que vivían en el Olimpo, está Heracles, el portero, quien dormía en la caseta de la entrada, y Anfitrite, la esposa de Poseidón, de la cual ya hemos hablado. 


También estaba la madre de Dionisos, Semele, a quien Zeus convirtió en diosa a petición de su hijo; la odiosa hermana de Ares, Eris, diosa de las peleas; Iris, mensajera de Hera, que corría a lo largo del arco que lleva su nombre; la diosa Némesis, que llevaba una lista de todos los mortales orgullosos y merecedores del castigo de los dioses del Olimpo; el malvado niño Eros, dios del amor, hijo de Afrodita, que se divertía lanzando flechas a la gente para hacerlos enamorarse ridículamente; Hebe, diosa de la juventud, que se casó con Heracles; Ganimedes, el joven y guapo copero de Zeus; las nueve musas que cantaban en el salón comedor, y la anciana madre de Zeus, Rea, a quien su hijo trataba de forma mezquina, a pesar de que ella, una vez le salvó la vida con un truco, cuando Cronos quería comérselo. 


En una sala, detrás de la cocina, se sentaban las tres parcas, llamadas Cloto, Láquesis y Átropos. Eran las diosas más ancianas que existían, tan viejas que nadie recordaba su origen. Las parcas decidían cuánto tiempo debía vivir cada mortal: trenzaban un hilo de lino hasta que midiera tantos milímetros y centímetros como meses y años y, luego, lo cortaban con unas tijeras. También sabían cuál sería el destino de todos los dioses del Olimpo, pero casi nunca lo revelaban. Incluso Zeus las temía por este motivo. Los dioses del Olimpo saciaban su sed con néctar, una bebida dulce hecha con miel fermentada, y comían ambrosía, una mezcla cruda de miel, agua, aceite de oliva, queso y cebada, según se decía, aunque existen dudas al respecto. Algunos afirman que el verdadero alimento de los dioses del Olimpo eran ciertas setas moteadas que aparecían siempre que el rayo de Zeus caía sobre la Tierra y que eran éstas el motivo de su inmortalidad. La ternera y el cordero asados también eran alimentos favoritos de los dioses del Olimpo así que los mortales sólo se comían estas carnes tras ofrecérselas en sacrificio.  




















Tomado de:
GRAVES, Robert (1965): Dioses y héroes de la antigua Grecia. Barcelona, Lumen, pp. 9-13

La escritura corpórea




La escritura corpórea



En los últimos tres años de su vida, Séneca se dedica a enviar una serie de cartas a Lucilio, personaje que sigue intrigando a los/as investigadores/as, porque se desconoce por completo si existió, si era efectivamente una personalidad coetánea al filósofo de Córdoba, o meramente una figura en el texto, que hacía las veces de receptor. En todo caso, me interesa esta obra de hace tanto tiempo, esas 124 Cartas a Lucilio, porque de ahí surge parte de la reflexión, más contemporánea, de Michel Foucault en torno a las tecnologías del yo. 


En la escritura de esas cartas, de esa correspondencia que Michel Foucault interpreta como una prolongación de los hypomnémata, de los libros de cuentas, registros públicos o cuadernos individuales que servían para hacer memoria, para acordarse de las actividades cotidianas, se observa el intento de mostrarse en el mayor grado posible ante el otro. En doble sentido: Primero, porque esa escritura que uno realiza al finalizar el día, conlleva un ejercicio de reflexión sobre las lecturas que ha hecho. Es decir, que en esas cartas, que hoy en día, podría decirse, siguen escribiéndose bajo el signo de una comunicación, que se presenta en un congreso como el que presenciamos, uno expone la síntesis de las lecturas que ha realizado e intenta encontrar respuestas posibles a algunas cuestiones que le seguirán inquietando por largo tiempo. Así: 


“El papel de la escritura es constituir, con todo lo que la lectura ha supuesto, un 'cuerpo'. Y dicho cuerpo ha de comprenderse no como un cuerpo de doctrina, sino -de acuerdo con la metáfora tan frecuentemente evocada de la digestión- como el propio cuerpo de quien, al transcribir sus lecturas, se las apropia y hace suya su verdad: la escritura transforma la cosa vista u oída 'en fuerzas y en sangre'” 


La escritura es, por tanto, un cuerpo textual, un cuerpo doctrinario en el sentido actual de que puede dar algunas claves que guíen la dirección del pensamiento. Y es también cuerpo, por una razón muy sencilla: porque el cuerpo mismo es escritura. Pero antes de adentrarme en esta concepción postestructuralista del fenómeno de la corporeidad, refiero el segundo sentido en el que Michel Foucault concibe esas cartas como un lugar donde mostrarse ante la mirada de quien lee y reescribe, en cierto modo, el texto.


En la correspondencia entre Séneca y Lucilio, el primero no sólo transcribe las conclusiones a las que ha llegado a partir de las obras que ha leído, sino también se sincera sobre lo que le preocupa, muestra sus temores, sus desilusiones, los pequeños hallazgos que ha hecho a lo largo de su vida, los secretos que conserva sólo para sus semejantes. En ese sentido, “escribir es [...] mostrarse, hacerse ver, hacer aparecer el propio rostro ante el otro. Y por ello hay que entender que la carta es a la vez una mirada que se dirige al destinatario y una manera de entregarse a su mirada por lo que se dice de uno mismo” 


De ahí, el paralelismo que trazo con este texto que ahora escribo, pues también lo entiendo como un lugar donde yo me muestro, no sólo porque exponga cuál es el resultado de mis lecturas en torno al cuerpo y a la escritura, sino también porque, a medida que avanza el texto, podéis medir su pulso/mi latido, podéis ver los lugares por los que se adentra/me aventuro, los rincones que rehuye/desafío por miedo a caer en el vacío o el silencio, el modo en que resuelvo una inquietud que atraviesa esta escritura en toda su densidad: me pregunto si el cuerpo se puede representar textualmente en toda su dimensión. 


Pero antes de tratar de encontrar una respuesta posible, conviene definir los términos implicados en esta pregunta. Y aquí topamos con la primera dificultad, porque tal como argumenta Gayatri Spivak:


“Si uno reflexiona sobre el cuerpo como tal, advierte que no existe ningún perfil posible del cuerpo como tal. Hay pensamientos sobre la sistematicidad del cuerpo, hay códigos de valor acerca del cuerpo. El cuerpo como tal no puede concebirse y, por cierto, yo no puedo abordarlo”.




Michel Foucault: escribir es hacer aparecer el propio rostro ante el otro. 
Merleau Ponty: en cada cuerpo se produce el encuentro entre las cosas 
del mundo y los propios pensamientos



El cuerpo está siempre ligado a una cultura determinada, a una serie de discursos que constituyen su  dimensión simbólica, su significación sociocultural y también su materialidad física. Del cuerpo no puede existir una definición unívoca y absoluta porque está vinculado tanto a un conjunto de prácticas culturales, de discursos heterogéneos. En Occidente, además, no se puede llegar a esta expresión última del cuerpo porque, sencillamente, no existe una tradición filosófica sólida que se detenga sobre esta cuestión. Elisabeth Grosz señala que el ámbito de la filosofía occidental se caracteriza por una fuerte “somatofobia”.


No es que no se escriba sobre el sentido de la corporeidad, sino que en los textos la mayor parte de las veces el cuerpo se presenta como el reverso negativo del alma, del espíritu, del ser o de la conciencia. El punto de inflexión en esta tendencia lo marca la obra de Friedrich Nietzsche. Según la lectura de Marta Azpeitia: 


“El cuerpo es para Nietzsche una multiplicidad de fuerzas, energías en interacción, un campo de enfrentamiento de las fuerzas activas y reactivas en lucha por el poder y la supremacía. La imagen del cuerpo que predomina no es la de la máquina, ni la de la sustancia [como sucedía en la obra y en la época de Descartes], sino la que tiene que ver con un modelo político social, en el que alguien domina y el cuerpo es sometido”


A partir de entonces, el cuerpo es parte de la materia del pensamiento, porque sin el uno no existe el otro. La obra donde probablemente mejor se ilustra este encuentro -y se disuelve la dicotomía entre cuerpo y ser, “se borra la frontera entre cuerpo y espíritu para proclamar la integración del ser humano finito y situado”- es la Fenomenología de la percepción, de Maurice Merleau-Ponty. El cuerpo es el lugar en el que se produce el encuentro y la transformación -en una suerte de alquimia indescriptible- entre las cosas que pueblan nuestro mundo cotidiano y nuestros pensamientos. El cuerpo, por tanto, no es un objeto más, sino espacio encarnado. Pero esta es tan sólo una más de las múltiples concepciones que existen hoy en día en torno al cuerpo. Por eso, me parece necesario determinar que aquí sigo la concepción postestructuralista, que tiene su origen en la propuesta de Friedrich Nietzsche. Y que, en cierto modo, Michel Foucault toma como punto de partida, para ver el cuerpo como una página en blanco en la que la cultura realiza sus inscripciones. Pero esta imagen, esta metáfora tiene un inconveniente, como indica Judith Butler en El género en disputa: el cuerpo no puede concebirse como una página en blanco, porque no puede existir previamente al discurso cultural:


“Cualquier teoría del cuerpo culturalmente construido debería cuestionar 'el cuerpo' por ser un constructo de generalidad sospechosa cuando se concibe como pasivo y previo al discurso” 


Es decir, no se puede afirmar la existencia de un cuerpo independiente del discurso que lo hace definirse, comprenderse como un cuerpo. Por tanto, en este sentido el cuerpo sería en palabras de Andrea Ostrov no tanto una página sino un corpus de textos, de discursos institucionales. Pero de ser cierta esta visión, me pregunto qué margen queda de lo que entendemos como nosotros mismos. Entre esos discursos que nos definen, que nos conforman, ¿hay lugar para una escritura corpórea propia? Para responder a esta cuestión, primero habrá que determinar qué se entiende por identidad.


Porque, hoy en día ya no se define en relación a un ser que es esencial o substancia, sino devenir o deber ser. Si el ser cambia a lo largo de su vida, en la medida en que incorpora las experiencias que se le van presentando, la identidad no será una escritura esencial a descifrar o descubrir, sino un proceso inacabado, una narración que irá cambiando con el tiempo:


“Inventar la propia historia, el cuerpo, el deseo, la identidad es la tarea prospectiva de toda teoría feminista, al menos de aquella que no se agota en el esencialismo y la diferencia y para la que el redescubrimiento y la reivindicación reúnen esquemas más operativos”


Inventar en el doble sentido de crear y de encontrar. Parece que existe, entonces, un pequeño espacio para la “escritura de sí”, en ese punto en el que la palabra es capaz de convertirse en fuerzas y en sangre. Jeanette Wintterson apresa esta misma idea en la siguiente cita, extraída de su novela La niña del faro: “Si aprendes a contarte a ti misma como si fueras una historia, la vida parece menos terrible”


No sé si hay otro modo de contarse, que no sea a través de una historia, de una narración. ¿Qué es nuestra identidad sino? ¿Qué, nuestro cuerpo? Yo propongo interpretarlo como un proceso de escritura inacabado, porque de esta manera se muestra claramente la estrecha relación que mantiene la corporeidad y el lenguaje. Una de las escritoras que ha indagado este vínculo es la mexicana Margo Glantz. De hecho, de ella proviene la expresión escritura corpórea, para referirse a:


“[L]a letra que responde con el cuerpo: la palabra de los soldados y cronistas como Bernal Díaz y Álvar Núñez. Es una escritura corpórea porque proviene no sólo de su mano; en ella se implica todo él, es una escritura de bulto, la del cuerpo del soldado -testigo que no sólo contempló las batallas sino que tomó parte en ellas [...] Escritura corpórea, que se inscribe en todo el cuerpo y, por otro lado, responde con hechos inscriptos en el cuerpo" 


Este primer sentido de escritura corpórea queda recogido en la redefinición que yo he hecho del concepto. Pero voy por partes, porque lo que me interesa es aplicar esta expresión crítica a un relato de la escritora argentina Luisa Valenzuela. Pero antes, conviene señalar la estrecha relación que guarda la escritura corpórea, que describe Margo Glantz, con la expresión escribir con el cuerpo, que propone la autora argentina. La diferencia es que la escritora mexicana limita la expresión a un corpus específico: las crónicas de la conquista. En cambio, la escritora argentina no delimita el significado de la práctica de escribir con el cuerpo, ni siquiera determina si es una actividad que incluye en su poética, o más bien, es una práctica de sus personajes, ya que el concepto lo encuentro por primera vez en Novela negra con argentinos. Además, como ella misma apunta en un artículo precisamente titulado “Escribir con el cuerpo”: “Temo que se trate de una acción o una modalidad secreta, informulable. Inefable, casi”


La obra de Luisa Valenzuela también se concentra, aunque de un modo más sutil que en el caso de Margo Glantz, en un corpus concreto: sucesos relacionados con la dictadura militar de su país, sobre todo aquellos que no suelen mencionarse en las historias oficiales: el secuestro, la detención clandestina, la desaparición, la tortura y la lucha de las Madres de Plaza de Mayo. Una temática que se puede interpretar como escritura corpórea: 


“Las heridas se transforman en tatuajes, las cicatrices en líneas que actúan como letras donde la historia se torna imborrable, indeleble signo de la experiencia, mudando en texto singular, constituido en las inscripciones” 




Judith Butler: un cuerpo no existe independientemente de un discurso que lo
 hace definirse. Luisa Valenzuela: escribir con el cuerpo permite
 hacer emerger aquello de lo que no se es consciente. 

. 

Por tanto, la práctica de escribir con el cuerpo está íntimamente relacionada con lo que la escritora Margo Glantz denomina escritura corpórea: un relato que parte de una experiencia dolorosa, extrema, que se hace cuerpo textual para dejar testimonio, para hacer historia y memoria. Pero se podrían dar otros sentidos a la expresión. Una lectura comparada del artículo que he citado antes, “Escribir con el cuerpo” y el cuento “Cuarta versión”, incluido en el libro Cambio de armas, revela el vínculo que existe entre la experiencia que tiene la escritora en aquel tiempo aciago y las historias que surgen entonces. 


Bella, la protagonista del relato, es actriz y acude a la embajada a ayudar en el trámite de los asilos políticos. Ella sabe lo que se juega en esa salida, pero arriesga. Hay algo inconsciente, y este es el segundo sentido en que puede comprenderse la práctica de escribir con el cuerpo, que sólo emerge cuando una (se) escribe. Y en este punto vuelve a aparecer la pregunta que me hacía al principio: ¿Se puede representar el cuerpo en toda su dimensión, si ni siquiera sabemos lo que guarda la memoria de nuestra piel? La escritura aparece entonces como el lugar de las revelaciones. Luisa Valenzuela, en “La palabra rebelde”, asegura: “Mis propias palabras se largaron a decir lo contrario de mi suposición consciente” 


Pero para que eso suceda, una tiene que escribir con todo el cuerpo. La implicación en lo que una cuenta es fundamental si se quiere acceder a esta suerte de conocimiento que (se supone) está más allá de lo consciente. El tercer sentido que le doy a la modalidad de escribir con el cuerpo es, justamente, la de comprometerse (una misma) en todo lo que se escribe. En el prólogo del libro Cambio de armas, y refiriéndose al cuento que le da título, la escritora confiesa:


“Pero ahí quedó una de las tantas novelas nunca escritas. Un proyecto aterrador, porque habiendo completado esa sección, en realidad una nouvelle, nunca tuve coraje de encarar el resto” 


Justamente, en “Cuarta versión” se tematiza la dificultad de escribir la historia de Bella, que acaba, como buena parte de sus protagonistas, asesinada por los milicos. La narradora se encuentra con un mar de papeles desordenados, e intenta, en su relato, recomponer la historia de su autora: la actriz Bella. Es un modo, tal vez, de configurar sus memorias, y de decir, que estas están incompletas y desordenadas, porque esa historia, vivida en tiempos de dictadura, no tiene un orden lógico. Escribir es, según Luisa Valenzuela:


“un salto al vacío sin saber a ciencia cierta si abajo nos esperan las rocas o el agua. Y después habrá que ponerse a nadar, como mejor se pueda, con el aliento concentrado en este quehacer en el que se nos va la vida”  


En el doble sentido de la expresión, porque bien sabe Luisa Valenzuela que al querer publicar novelas como Como en la guerra, en 1976, o los cuentos de Cambio de armas que, de hecho, nunca han sido publicados en Argentina, se la estaba jugando. Por tanto, la práctica de escribir con el cuerpo es: primero, transcribir todo aquello que está en la memoria del cuerpo, intentar representar el dolor, segundo, hacer emerger aquello de lo que no se es consciente, a base de una escritura que surge como intento de nombrar lo innombrable, y tercero, implicar la propia vida -el cuerpo- en la literatura. 


Pero aún queda un cuarto sentido, en el que la modalidad de escribir con el cuerpo se aúna con el sentido de la escritura corpórea, tal como yo la concibo: como un cuerpo (textual) que pone en evidencia los discursos que (d)escriben nuestra(s) identidad(es). En la narrativa de Luisa Valenzuela, la escritura corpórea en este último sentido, se encontraría en aquellos relatos que abordan la temática de la tortura. Así la pregunta que nos ha perseguido a lo largo de este texto se recontextualizaría, y el cuerpo en toda su dimensión se referiría al cuerpo herido, al cuerpo torturado. ¿Se puede representar este cuerpo, existe un lenguaje que (d)escriba esta identidad quebrada? Si bien es cierto que la poética de Luisa Valenzuela parte de la búsqueda de dar nombre a lo innombrable, al horror, se encuentran estrategias narrativas para referir esta experiencia ignominiosa. Porque, de otro modo, el aparato que se pone en funcionamiento durante el “Proceso de Reorganización Militar” hubiese logrado su objetivo: vaciar, discursivamente hablando, a sujetos que tenían una identidad política definida. Según Elaine Scarry, la representación ficcional de poder que se lleva a cabo en las sesiones de tortura no tiene otro fin más que desubjetivar a la persona que hieren, castigarla por su oposición al régimen, docilizar ese cuerpo, vaciarlo de contenido, dicho en otras palabras: convertirlo en silencio. 








Comunicación leída en el 53° congreso Internacional de Americanistas, Simposio "Disciplinar, miradas, discursos". Universidad  Iberoamericana de México, 2009.