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12 septiembre 2017

Rodin y la dominación masculina. John Berger



Rodin y la dominación masculina


John Berger


“La gente dice que pienso demasiado en las mujeres”, le dijo en cierta ocasión Rodin a William Rothenstein. Pausa. “Pero, después de todo, ¿hay algo más importante en que pensar?”


Este año se han impreso decenas de miles de ilustraciones con las esculturas de Rodin para su publicación en libros y revistas gráficas que conmemoran el cincuentenario de su muerte. El culto por los aniversarios es una forma de mantener informada, sin dificultad y superficialmente, a una “élite cultural” que, por razones de mercado, ha de ser continuamente ampliada. Es una manera de consumir historia, algo que no tiene nada que ver con comprenderla.


De todos los artistas de la segunda mitad del siglo XIX que hoy se consideran maestros, Rodin fue el único que recibió honores internacionales y el reconocimiento oficial de hombre ilustre durante su vida activa. Era un tradicionalista. “La idea de progreso —decía— es la peor de las hipocresías de la sociedad” Procedente de una familia pequeño-burguesa parisina, llegó a ser un maestro. En la cumbre de su carrera artística tenía empleados a diez escultores para que tallaran los mármoles que lo harían famoso. A partir de 1900 declara unos ingresos anuales de 200.000 francos, pero probablemente eran mucho más elevados.


La visita al Hotel Byron, el Museo Rodin de París, en donde pueden contemplarse versiones de la mayoría de sus obras, puede resultar una extraña experiencia. La casa está habitada por cientos de figuras: es como una casa o un taller de estatuas. Sí uno se aproxima a una de ellas y, por decirlo así, la interroga con la mirada, descubrirá muchas cosas de interés, si no primordial, sí al menos secundario (el detalle de una mano, una boca, la idea sugerida por el título, etc.). Pero, a excepción de los estudios para el monumento a Balzac y del Hombre caminando, que, realizado veinte años antes, era una suerte de estudio profético para el monumento a este autor, no hay ni una sola figura que sobresalga o se afirme a sí misma conforme al primer principio de la escultura sin soporte aparente, lo que significa que ninguna figura está en función de su espacio real.


Todas son prisioneras de sus contornos. Producen un efecto acumulativo. El espectador enseguida percibe que estas esculturas existen bajo una terrible presión. Una presión invisible que inhibe y reduce a un mínimo acontecimiento superficial para las yemas de los dedos todo posible empuje hacia fuera. “La escultura —afirmaba Rodin— es sencillamente el arte de la depresión y la protuberancia. No hay manera de salir de esto.” Y así sucede sin duda en el Hotel Byron. Es como si las figuras estuvieran forzadas a volver a la materia de la que están hechas: si aumentáramos esta misma presión, las figuras tridimensionales se convertirían en bajorrelieves; y sí la aumentáramos todavía más, los bajorrelieves pasarían a ser simples huellas en el muro. Las puertas del infierno son una demostración gigantesca y enormemente compleja de esta presión. El Infierno es la fuerza que oprime a estas figuras contra la puerta. El pensador, que observa la escena, está aprisionado contra todo contacto: incluso el del aire lo horroriza, lo obliga a contraerse.


Durante su vida, Rodin fue acusado por la crítica más filistea de “mutilar” sus figuras, de amputar brazos, decapitar torsos, etc. Estos ataques, además de estúpidos, estaban mal encaminados, pero no carecían totalmente de fundamento. La mayoría de las figuras de Rodin han sido más reducidas de lo que debieran en cuanto esculturas independientes: han sufrido una opresión.


Lo mismo sucede con sus famosos dibujos de desnudos. Rodin dibujaba el contorno de la mujer o la bailarina sin quitar los ojos de la modelo y luego lo rellenaba con acuarela. Estos dibujos, aunque son a menudo sorprendentes, no parecen sino hojas o flores prensadas.


Los contemporáneos de Rodin pasaron por alto esta incapacidad de sus figuras (con la excepción de Balzac) para crear una tensión espacial a su alrededor, porque lo que les interesaba eran las interpretaciones literales; un interés que se vería agudizado por la obvia significación sexual de muchas de las esculturas. Posteriormente sería ignorada porque el nuevo interés por Rodin (iniciado en la década de 1940) se centró en la maestría de “su toque” en la superficie escultórica. No obstante, es esta incapacidad, la existencia de esa terrible presión sufrida por las figuras de Rodin, lo que nos proporciona las claves de su contenido real (aunque éste sea negativo).


La demacrada figura de la anciana, en La que fuera antaño la hermosa esposa del fabricante de cascos, con los pechos caídos y la piel pegada a los huesos, representa una elección de tema paradigmática. Tal vez, Rodin era ligeramente consciente de su predisposición.


Muchas veces la acción de una figura o de un grupo trata abiertamente de un tipo u otro de fuerza o de presión. Unas parejas se abrazan (por ejemplo, en El beso, en donde todo es protuberante salvo la mano de él y el brazo de ella que tienden hacia dentro). En otras parejas, las figuras caen la una sobre la otra. Ciertas figuras abrazan la tierra, se desmayan en el suelo. Una cariátide caída soporta todavía la piedra cuyo peso la ha desequilibrado. Unas mujeres se agachan como si estuvieran arrinconadas, escondidas.


The Shadow de Rodin


Muchas de las tallas de mármol están concebidas de forma que parezca que sólo están a medio emerger del bloque de piedra sin tallar, pero en realidad da la impresión de que están comprimidas en éste. Si lleváramos el proceso insinuado hasta sus últimas consecuencias, las figuras no emergerían independientes y libres, sino que sencillamente desaparecerían.


Incluso en los casos en los que aparentemente la figura contradice la presión ejercida sobre ella, como sucede con algunos de los bronces de bailarinas más pequeños, uno tiene la sensación de que la figura sigue siendo la moldeable criatura todavía no salida de la mano moldeadora del escultor. Tal mano fascinaba a Rodin. La describió sosteniendo una figura inacabada y un puñado de tierra y la llamó La mano de Dios.


Y la explicaba así:


“Ningún buen escultor puede modelar una figura humana sin hacer hincapié en el misterio de la vida: este y aquel individuo, en sus efímeras variaciones, no hacen sino recordarle el tipo inmanente; el escultor se ve continuamente llevado desde la criatura al creador... Por esto muchas de mis figuras tienen una mano o un pie todavía aprisionado en el bloque de mármol; la vida está en todas partes, pero raramente llega a completar la expresión o al individuo con una libertad perfecta” (Isadora Duncan, My life. Londres, 1969).


Y, sin embargo, si hemos de interpretar la presión que sufren las figuras como la expresión de cierto tipo de fusión panteísta con la naturaleza, ¿por qué es tan desastroso su efecto en términos escultóricos?


Como escultor, Rodin poseía dotes extraordinarias y un perfecto dominio de la técnica. Dado que su obra da muestras de una debilidad consistente y fundamental, debemos examinar la estructura de su personalidad, olvidándonos de sus opiniones.


El insaciable apetito sexual del escultor fue algo que no pasó inadvertido durante su vida, aunque después de su muerte ciertos aspectos relativos a su vida y su obra (entre los que se incluyen muchos cientos de dibujos) han sido mantenidos en secreto. Todos los críticos de Rodin han observado el carácter sensual o sexual de su obra, pero muchos de ellos se han limitado a tratar dicha sexualidad como un elemento más. A mí me parece que ésta fue la motivación fundamental de su arte, y no simplemente en el sentido freudiano de la sublimación.


Isadora Duncan, en su autobiografía, describe cómo intentó seducirla Rodin. Finalmente ella se resistió, lo que iba a lamentar más tarde.


“Rodin era bajo, cuadrado, tenía una cabeza poderosa con el pelo rapado y una barba abundante... A veces murmuraba los nombres de las estatuas, pero uno tenía la sensación de que los nombres significaban muy poco para él. Pasaba sus manos por ellas, acariciándolas. Recuerdo que yo pensaba que, al contacto con sus manos, parecía que el mármol se derretía, como al parecer, el éxito de Rodin con las mujeres empezó coincidiendo con su éxito como escultor (cuando tendría unos cuarenta años). Fue entonces cuando toda su producción y su fama ofrecían esa promesa que Isadora Duncan describe tan bien porque lo hace de una manera oblicua. Su promesa a las mujeres consistía en que él las moldearía; en sus manos ellas se convertirían en arcilla. Su relación con él llegaría a ser simbólicamente comparable a la del artista con sus esculturas.


“Cuando Pigmalión regresó a casa, se dirigió directamente hacia la estatua de la muchacha que amaba, se inclinó sobre el lecho y la besó. Parecía tibia; volvió a posar sus labios sobre los de ella y acarició su pecho; al tocarlo el marfil perdió su dureza, se hizo dúctil; sus dedos dejaron una huella en la blanda superficie, al igual que la cera de Himeto se derrite al sol y, trabajada por los dedos de los hombres, toma muchas formas distintas y se adapta al uso con el uso” (Ovidio, Metamorfosis, Libro X).


La que podríamos denominar “promesa de Pigmalión”, es tal vez un elemento general de la atracción masculina para muchas mujeres. Cuando se tiene a mano una referencia específica y real a un escultor y su arcilla, el efecto de tal promesa se intensifica sencillamente porque se puede reconocer de un modo más consciente.


Lo que resulta notable en el caso de Rodin es que parece como si él mismo encontrara atractiva esa promesa. No creo que su juego con la arcilla ante Isadora Duncan fuera una simple estratagema para seducirla; también lo atraía la ambivalencia existente entre la carne y la arcilla. Así describía Rodin la Venus de Médici:


“¿No es maravillosa? Confiese que nunca hubiera esperado descubrir tantos detalles. Observe simplemente las innumerables ondulaciones de la depresión que une el cuerpo con los muslos... Mire todas las voluptuosas curvas de la cadera... Y ahora, aquí, los adorables hoyuelos de sus costados... Es carne de verdad... Se diría que la han modelado las caricias. Uno casi espera encontrar este cuerpo tibio al ir a tocarlo”.


Si no me equivoco, esto equivale a una forma de inversión del mito original y del arquetipo sexual que éste sugiere. El Pigmalión original crea una estatua y se enamora de ella. Reza para que ésta se cobre vida y pueda liberarse del marfil en el que él la ha esculpido, para que se independice, de forma que él pueda verla de igual a igual y no como su creador. Rodin, por el contrario, quiere perpetuar la ambivalencia entre lo vivo y lo creado. Piensa que debe ser para sus estatuas lo mismo que es para las mujeres. Y quiere ser para éstas lo mismo que es para sus estatuas.


Monumento a Balzac de Rodin


Ahora podemos empezar a entender por qué sus figuras son incapaces de afirmarse o de dominar el espacio que las rodea. Están físicamente comprimidas, aprisionadas, dominadas por la fuerza de Rodin. Objetivamente hablando, estas obras son una expresión de su propia libertad e imaginación. Pero, dado que la arcilla y la carne son para él tan ambivalentes y guardan en su mente una relación funesta, el escultor se ve forzado a tratarlas como si supusieran un reto para su propia autoridad y potencia.

Por eso nunca trabajó en mármol, sino sólo en arcilla, dejando que sus empleados tallaran el material más difícil de modelar. Esta es la única interpretación válida de su observación: “En lo primero que pensó Dios cuando creó el mundo fue en modelar’’. Esta es también la explicación más lógica de que Rodin considerara necesario guardar en su estudio de Meudon una suerte de almacén mortuorio de manos, piernas, pies, cabezas y brazos modelados, con los que le gustaba jugar a ver si podía añadirlos a los cuerpos que iba creando.

¿Por qué constituye una excepción el monumento a Balzac? Todo lo que hemos dicho hasta ahora nos sugiere ya una posible respuesta. Es la escultura de un hombre de inmenso poder que avanza por el mundo con paso firme. Rodin la consideraba su obra maestra. Todos los críticos coinciden en que Rodin se sentía identificado con Balzac. En uno de los estudios de desnudos realizados para este monumento aparece de una forma bastante explícita toda su significación sexual: la mano derecha sujeta el pene erecto. Es un monumento a la potencia masculina. Frank Harris, en un comentario acerca de una versión posterior vestida de este mismo estudio, decía algo que podría aplicarse a la versión acabada: "Bajo las viejas ropas monásticas de mangas vacías, el hombre se mantiene derecho y, echando la cabeza hacia atrás, protege su virilidad firmemente entre las manos”. Esta obra era una confirmación tan directa del propio poder sexual de Rodin, que por una vez fue capaz de dejar que éste lo dominara. O, para decirlo de otro modo, cuando estaba trabajando en el Balzac, fue probablemente la única vez en su vida en que la arcilla le pareció masculina.


La contradicción que resquebraja en tal medida el arte de Rodin y que se convierte, como si dijéramos, en su contenido más profundo y más negativo debió de ser en muchos sentidos personal. Pero también era la contradicción típica de un momento histórico determinado. Nada revela más vívidamente que las esculturas de Rodin, cuando se las analiza con la suficiente profundidad, la naturaleza de la moral sexual burguesa de la mitad del siglo XIX.


Por un lado, la hipocresía, la culpabilidad, que tiende a convertir el poderoso deseo sexual, aun cuando éste se vea nominalmente satisfecho, en algo febril y fantasmagórico; por el otro, el temor a que las mujeres escapen (en cuanto propiedad) y la constante necesidad de controlarlas.


Por un lado, el Rodin que cree que las mujeres son la cosa más importante sobre la cual pensar en este mundo; por el otro, el mismo hombre que afirma bruscamente: “En el amor lo único que cuenta es el acto”.

1967








Tomado de:
BERGER, John (2005): Mirar. Bs. As. De la Flor, pp. 222-231

12 diciembre 2016

Un último tributo. John Berger


Pablo Picasso (1881-1973)

Un último tributo

John Berger


La mayor parte de los cuadros pintados por Picasso ya viejo, entre los setenta y los noventa años, sólo fueron exhibidos públicamente después de su muerte, y después de que se escribiera este libro. La mayor parte de ellos representan mujeres o parejas observadas o imaginadas como seres sexuales. Ya he señalado cierto paralelismo con los poemas tardíos de W. B. Yeats:


Piensas que es horrible que lujuria y odio
atraigan la atención en estos mis viejos años;
no eran plaga alguna en mi juventud:
¿qué más me queda que me incite al canto?
¿Por qué se adecúa tan bien al medio de la pintura esa obsesión? ¿Por qué la pintura la hace tan elocuente?


Una vez más, Picasso nos obliga a reflexionar sobre la naturaleza del arte, y por esto, una vez más, hemos de estarle agradecidos a ese viejo indomable, violento y resuelto.  Antes de intentar dar una respuesta a la pregunta, hemos de desbrozar un poco el terreno. El análisis freudiano, por más útil que pueda ser en otras circunstancias, no nos presta aquí gran ayuda, porque se refiere primariamente al simbolismo y al inconsciente, mientras que mi pregunta se dirige a lo inmediatamente físico y a lo evidentemente consciente.


Tampoco nos sirven de mucho, creo yo, los filósofos de la obscenidad -como el eminente Bataille porque de nuevo, pero de forma diferente, tienden a ser demasiado literarios y filosóficos para poder responder a la pregunta. Hemos de pensar sencillamente en el pigmento y el aspecto de los cuerpos.


Las primeras imágenes jamás pintadas representaban cuerpos de animales. Desde entonces, la mayor parte de las pinturas, a lo largo y ancho del mundo, han representado cuerpos de un tipo o de otro. No quiero con esto quitar importancia al paisaje o a otros géneros posteriores, ni tampoco pretendo establecer una jerarquía. Sin embargo, si recordamos que el objetivo primario, básico, de la pintura es conjurar la presencia de algo que está ausente, no es de sorprender que lo que se suela conjurar sean cuerpos. Es su presencia lo que necesitamos en nuestra soledad colectiva o individual para consolarnos, coger fuerzas, animarnos o inspirarnos. Las pinturas acompañan a nuestros ojos. Y la compañía suele implicar cuerpos.


Consideremos ahora, aun a riesgo de caer en una simplificación colosal, las diferentes artes. Las historias narrativas entrañan acción: tienen un principio y un final en el tiempo. La poesía se dirige al corazón, a la herida, al hecho: a todo lo que tiene su ser en el reino de nuestras subjetividades. La música trata de lo que está detrás de lo dado: lo invisible, lo carente de palabras y de límites. El teatro reconstruye el pasado. La pintura trata de lo físico, lo palpable, lo inmediato. (Superar esto era el problema insalvable al que se enfrentaba el arte abstracto.) El arte más próximo a la pintura es la danza.


Ambas se derivan del cuerpo, ambas evocan el cuerpo, ambas son físicas en el primer sentido de la palabra. Pero existe una diferencia importante entre ellas: la danza, como la narración y el teatro, tiene un principio y un fin y, por consiguiente, existe en el tiempo, mientras que la pintura es instantánea. (La escultura constituye una categoría en sí misma: es más obviamente estática que la pintura, a menudo carece de color y, por lo general, de marco y, por tanto, es menos íntima: todo lo cual hace que requiera un ensayo independiente.)


La pintura, pues, ofrece una presencia física palpable, instantánea, inquebrantable, continua. Es la más inmediatamente sensual de todas las artes. Cuerpo a cuerpo. Y uno de ellos es el del espectador.


Esto no quiere decir que el objetivo de todas las pinturas sea sensual; el objetivo de muchas es estético. Los mensajes que se derivan de lo sensual varían de un siglo a otro, de acuerdo con las diferentes ideologías. Asimismo, cambia el papel de los sexos. Por ejemplo, las pinturas pueden representar a la mujer como un objeto sexual pasivo, como una compañera sexual activa, como alguien de quien debemos guardarnos, como una diosa, como un ser humano amado. Y, sin embargo, independientemente de cómo se utilice el arte de la pintura, el uso en sí mismo comienza con una profunda carga sensual que luego se transmite en una u otra dirección. Pensemos en una calavera pintada, una azucena, una alfombra, una cortina roja, un cadáver: en todos los casos, sea cual sea la conclusión, el inicio (si la pintura está viva) es una conmoción sensual.


Quien dice sensual -en lo que se refiere al cuerpo y la imaginación humanos-dice también sexual. Y es aquí donde la práctica de la pintura empieza a volverse más misteriosa. Lo visual juega un papel importante en la vida sexual de muchos animales e insectos. El color, la forma, el gesto visual alertan y atraen al sexo opuesto. Para los humanos, este papel de lo visual es todavía más importante, porque las señales no se dirigen sólo a los reflejos, sino también a la imaginación. (Lo visual tal vez juega un papel más importante en la sexualidad de los hombres que en la de las mujeres, pero es algo difícil de valorar dada la cantidad de tradiciones sexistas empleadas en la producción de imágenes.)


El pecho, los pezones, el pubis, el vientre son focos ópticos naturales de deseo, y la pigmentación natural acrecienta su poder de atracción. El que esto no se suela decir con la sencillez necesaria -el que se lo suela abandonar al dominio del graffiti espontáneo en las paredes públicas-no es más que un reflejo del peso de la moral puritana. La verdad es que todos estamos hechos así. En otros tiempos, otras culturas han subrayado el magnetismo y la centralidad de esas partes sirviéndose de los cosméticos. Unos cosméticos que añaden más color a la pigmentación natural del cuerpo.


Dado que la pintura es el arte propio del cuerpo y dado que el cuerpo, a fin de llevar a cabo la función básica de la reproducción, utiliza signos que estimulan la atracción sexual, podemos ver por qué la pintura nunca está muy alejada de lo erógeno.


Pensemos en La dama que descubre el seno, de Tintoretto. Esta imagen de una mujer descubriéndose el pecho es también una representación del don, el talento, de la pintura. Al nivel más básico, la pintura (con todo su arte) imita a la naturaleza (con toda su astucia) al atraer la atención hacia un pezón y su areola. Dos tipos muy diferentes de pigmentación usados para el mismo fin.


Pero así como el pezón es sólo una parte del cuerpo, así también el hecho de descubrirlo es sólo una parte de la pintura. La pintura es también la expresión distante de la mujer, el gesto no tan lejano de las manos, los vaporosos ropajes, las perlas, el peinado, los cabellos sueltos en la nuca, la pared o la cortina color carne del fondo y, en toda la pintura, el juego entre los verdes y los rosas, tan del gusto de los venecianos. La mujer pintada nos seduce con todos estos elementos, sirviéndose de los medios visibles de la mujer real. Las dos son cómplices en la misma coquetería visual.


Tintoretto recibió este apodo porque su padre era tintorero. El hijo, aunque hasta cierto punto se apartó del oficio y pasó, consiguientemente, al reino del arte, era, como todos los pintores, un «coloreador» de los cuerpos, la piel, los miembros.


Tintoretto. La dama que descubre el seno
 (Museo del Prado, Madrid)

Giorgione. Anciana (Galleria dell Accademia, Venecia)



Supongamos que ponemos la Anciana, de Giorgione, pintada unos cincuenta años antes, al lado del Tintoretto. Puestas juntas, las dos obras muestran que la relación peculiar e íntima existente entre el pigmento y la carne no entraña necesariamente una provocación sexual. Por el contrario, el tema de la pintura de Giorgione es la pérdida de ese poder de provocación.


Encontré al obispo en mi camino y muchas fueron las cosas que nos dijimos. «Ese pecho que ahora se ve flácido y caído, esas venas que pronto habrán de quedar secas, viven en una mansión celestial, y no en una inmunda pocilga.»


«La belleza y la inmundicia son parientes, y la belleza necesita la inmundicia», exclamé. Y, sin embargo, ninguna descripción en palabras -ni siquiera los versos de Yeats-pueden registrar, como lo hace la pintura, la tristeza de la carne de la anciana, cuya mano derecha muestra un gesto tan similar y, al mismo tiempo, tan diferente del de la mujer descubriéndose. ¿Por qué? ¿Tal vez porque el pigmento se ha convertido en carne? Podría ser así, pero no lo es exactamente. Más bien se diría que el pigmento ha pasado a ser la comunicación de esa carne, su lamento.


Finalmente, añadamos a estas dos pinturas Vanidad del mundo, de Tiziano, obra en la que una mujer se ha despojado de todas sus joyas (a excepción de su alianza) y de todos sus adornos. Los «perifollos» que ha rechazado por ser signos de la vanidad se reflejan en el enigmático espejo que sostiene en una mano. Pero incluso ahí, en el menos apropiado de los contextos, su cabeza pintada y sus hombros son una llamada de atención a su atractivo. Y el pigmento es esa llamada.


Tal es el vínculo, antiguo y misterioso, entre el pigmento y la carne. Este vínculo permite que las grandes Vírgenes con Niño ofrezcan una profunda seguridad y delicia sensual, del mismo modo que confiere a las grandes Pietàs todo el peso de su dolor: el peso terrible de la esperanza imposible de que la carne vuelva a estar viva. La pintura pertenece al cuerpo.


La materia de los colores posee una carga sexual. Cuando Manet pinta Merienda campestre (un cuadro que Picasso copió muchas veces durante su última etapa), la obvia palidez de la pintura no se limita a imitar, sino que pasa a ser la desnudez evidente de las mujeres recostadas sobre la hierba. Lo que exhibe la pintura es el cuerpo exhibido. La relación íntima (el punto de contacto) entre la pintura y el deseo físico, que uno ha de sacar de las iglesias y museos, academias y juzgados, tiene muy poco que ver con la especial textura mimética de los óleos, tal como lo expongo en mi libro Modos de ver. La relación comienza con el acto de pintar. Lo que cuenta no es la tangibilidad ilusoria de los cuerpos pintados, sino sus señales visuales, que tienen una complicidad tan asombrosa con las de los cuerpos reales.


Tal vez ahora podemos comprender un poco mejor lo que hizo Picasso durante los últimos veinte años de su vida, lo que se vio impulsado a hacer y lo que, como se podría esperar, nadie había hecho antes igual.


Estaba envejeciendo, era más orgulloso que nunca, amaba a las mujeres tanto como lo había hecho siempre y se enfrentaba al absurdo de su propia impotencia relativa. Una de las bromas más antiguas del mundo pasó a convertirse en su dolor y su obsesión e, igualmente, en un reto para su inmenso orgullo. Al mismo tiempo, vivía en un extraño aislamiento del mundo: un aislamiento que, como ya he observado, no había escogido él mismo, sino que era una consecuencia de su inmensa fama. La soledad de este aislamiento no aliviaba en modo alguno su obsesión; por el contrario, le alejaba cada vez más de toda preocupación o interés alternativo. Estaba condenado, sin posibilidad de escape, a un solo objetivo, a una suerte de manía, que tomó la forma de un monólogo. Un monólogo que se dirigía a la práctica de la pintura y a aquellos pintores del pasado que admiraba o amaba o envidiaba. El monólogo trataba del sexo. Su humor cambiaba de una obra a otra, pero el tema era siempre el mismo.


Las últimas pinturas de Rembrandt, en particular los autorretratos, son proverbiales por el modo en que ponen en tela de juicio todo lo que el artista había hecho o pintado antes. Todo se ve bajo otra luz. Tiziano, que murió casi tan viejo como Picasso, pintó hacia el final de su vida El desollamiento de Marsias y La Piedad, ambas en Venecia: dos extraordinarias obras últimas en las que la pintura, en cuanto que carne, se enfría. En el caso de Rembrandt y Tiziano, el contraste entre las primeras obras y las últimas es muy marcado. Pero también hay una continuidad, cuya base es difícil de definir en pocas líneas. Una continuidad del lenguaje pictórico, de la referencia cultural, de la religión y del papel del arte en la vida social. Esta continuidad matizaba y reconciliaba, hasta cierto punto, la desesperación de los dos pintores en su vejez: la desolación que sentían se convirtió en una triste sabiduría o en una súplica.


Tiziano. El desollamiento de Marsias


Con Picasso no sucedió lo mismo, tal vez porque, debido a múltiples razones, no se dio esa continuidad. En lo que al arte se refiere, él mismo había hecho mucho por destruirla. No porque fuera un iconoclasta, ni porque fuera impaciente con el pasado, sino porque odiaba las medias verdades heredadas de las clases cultas. El suyo fue un rompimiento en nombre de la verdad. Pero este rompimiento no tuvo tiempo de reintegrarse en la tradición antes de la muerte del pintor. Sus copias, durante el último período de su vida, de los antiguos maestros, como Velázquez, Poussin o Delacroix, eran un intento de encontrar compañía, de restablecer una tradición rota. Y le permitían unirse a ellos.


Pero ellos no podían unirse a él. Y así, se quedó solo: como siempre se quedan los viejos. Pero su soledad era irremediable porque, como persona histórica, se separó del mundo de su tiempo, y, como pintor, de una tradición pictórica que se había continuado hasta él. Nada podía responderle, nada le forzaba, y por ello su obsesión se convirtió en un delirio: lo opuesto a la sabiduría.


El delirio de un viejo con respecto a la belleza de algo que él ya no puede hacer. Una farsa. Una furia. ¿Y cómo se expresa el delirio? (Si no hubiera sido capaz de seguir pintando cada día, se habría vuelto loco o habría muerto: necesitaba el gesto de pintar para demostrarse a sí mismo que estaba vivo.) El delirio se expresa volviendo directamente a aquel vínculo misterioso que existe entre el pigmento y la carne y los signos que comparten. Es el delirio de ver la pintura como una zona erógena ilimitada. Pero los signos compartidos, en lugar de indicar un deseo mutuo, ahora sólo exhiben el mecanismo sexual. Toscamente. Con ira. Con una palabrota. Es ésta una pintura que echa pestes contra su propio poder, contra su madre. Una pintura que insulta a lo que antes celebró como sagrado. Nadie antes había imaginado hasta qué punto la pintura podía ser obscena con sus propios orígenes, como algo diferente de la ilustración de obscenidades. Picasso lo descubrió.


¿Cómo se pueden juzgar estas obras tardías? Es demasiado pronto para hacerlo. Quienes pretenden que son la cumbre del arte del pintor se muestran tan absurdos como siempre lo han sido los hagiógrafos de Picasso. Quienes las rechazan diciendo que no son sino las ampulosas repeticiones de un viejo saben muy poco del amor o de las crisis humanas. Los españoles se sienten orgullosos de su proverbial manera de soltar tacos. Admiran el ingenio de sus palabrotas y saben que el decirlas puede ser un atributo, incluso una prueba de dignidad. Nadie antes había sido un malhablado en términos pictóricos.





















BERGER, John (2013) Fama y soledad de Picasso. Madrid, Santillana. pp. 111-116.