10 febrero 2019

Colonialismo y metafísica caníbal. Rodrigo C. Orellana.


Eduardo Viveiros de Castro


Colonialismo y metafísica caníbal


Rodrigo Castro Orellana



Se cuenta que hacia el año 1520, en la zona de lo que hoy en día se conoce como Puerto Rico, los indígenas asesinaban a los conquistadores españoles ahogándoles en el río. Después, permanecían durante semanas contemplando los cadáveres, con el objetivo de saber si dichos cuerpos entraban o no en putrefacción. Esta historia la relata Claude Lévi-Strauss en Tristes Trópicos concluyendo, con una cierta ironía, que si los españoles apelaban a las «ciencias sociales» en su intento de comprender la realidad sociocultural y la naturaleza humana de los indígenas, estos últimos confiaban más bien en las «ciencias naturales» tratando de descifrar la materialidad de los cuerpos castellanos.


Tal vez podría observarse aquí la contraposición de dos modelos antropológicos. Por una parte, el interés hispánico por dilucidar el dilema de si los indios tenían o no un alma, si eran humanos, bárbaros o animales. Por otro lado, la curiosidad indígena sobre las propiedades del cuerpo de los españoles o la duda de si éstos eran dioses o no. Ambas antropologías parecen compartir una ignorancia similar acerca del lugar del otro, coinciden en la incapacidad para aceptar que las diferencias del Otro puedan integrarse en el concepto universal que se tiene de sí mismo y de la propia identidad. En tal sentido, podría decirse que el etnocentrismo no es un rasgo privativo de algunos tipos de civilización, sino una de las cosas más compartidas del mundo.


En cualquier caso, lo interesante de comparar estas dos modalidades de etnocentrismo no estaría en comprobar que los españoles y los indígenas eran igualmente ignorantes unos de otros en el contexto de la colonización. El problema decisivo consistiría en que el Otro del indígena no se corresponde con el Otro del español o, para decirlo con mayor precisión, que la experiencia de la alteridad de las sociedades amerindias resulta radicalmente diferente de la experiencia de lo Otro que está en condiciones de vivenciar el conquistador hispánico.


Sobre la experiencia de los españoles, disponemos de un abundante y complejo archivo que nos permite estudiar las representaciones que se construyeron del indígena americano durante las primeras décadas de la conquista. Al respecto podemos revisar las cartas de los descubridores y conquistadores o las crónicas del siglo XVI de Díaz del Castillo, Benavente, Landa o Las Casas. Por el contrario, la documentación que permitiría identificar la estructura cultural indígena en relación con sus específicas percepciones sobre el extranjero, lo diferente o lo Otro, resulta mucho más limitada y no ha sido objeto de una investigación tan abundante. Probablemente, por este motivo, ha podido prosperar a lo largo de los siglos una interpretación mítica, lírica o retórica de la subjetividad indígena, que utiliza de múltiples formas la vieja figura del «buen salvaje» y que describe su percepción de la alteridad como la vivencia de la crueldad y el terror impuestos por el invasor.


Desde este punto de vista, considero que la obra del antropólogo postestructuralista Eduardo Viveiros de Castro, constituye una aportación decisiva para una nueva lectura histórico-filosófica de la conquista y la colonización de América. Su trabajo etnológico con los pueblos indígenas del Amazonas y su teoría del perspectivismo, lo han convertido en un autor imprescindible para la antropología científica contemporánea. Mi propósito en este texto es abordar algunos aspectos de su trabajo que poseen importantes rendimientos filosóficos.


En particular, pretendo analizar las consecuencias de sus planteamientos para una reconceptualización del mundo indígena y de la historia latinoamericana. La hipótesis principal de Viveiros de Castro consiste en identificar la existencia de un régimen ontológico amerindio que se diferencia de los regímenes occidentales en cuanto a la función semiótica inversa que se le atribuye al cuerpo y al alma. Regresando a la historia que relata Lévi-Strauss, podríamos observar que el núcleo del sentido para los españoles se encontraba en el alma, mientras que para los indios residía en el cuerpo. Los primeros nunca se preguntaron si el cuerpo de los indios era similar o no al de ellos. Todo ser vivo, animal o humano se manifestaba indiscutiblemente como una realidad corporal.


Del mismo modo, la inquietud indígena nunca tuvo que ver con el hecho de si los europeos tenían o no un alma, puesto que se entendía que cualquier realidad (incluyendo a los animales o los espectros de los muertos) necesariamente la tiene. El problema de los españoles consistía en dilucidar si los cuerpos similares se correspondían con la presencia de almas similares, mientras que la pregunta de los indígenas era si idénticas realidades espirituales podían estar presentes en cuerpos materialmente iguales.


Esta inversión de la economía alma/cuerpo involucraría un tipo de pensamiento que subvierte la idea occidental de la naturaleza como una realidad dada y del espíritu como potencia activa y creadora. Para los indios, el alma constituye una dimensión implícita en todas las cosas, lo cual convierte al mundo en un orden poblado por «toda clase de seres reflexivos: fuerzas, espíritus, gentes animales». No hay aquí ninguna posibilidad de una historia del espíritu, porque solamente el cuerpo se inscribe en un horizonte abierto de construcción y transformación de sí mismo. En palabras de Viveiros, el cuerpo sería aquello que difiere y que descansa en la responsabilidad de los agentes. Por este motivo, el acto colonizador como proceso de apropiación de la alteridad no podría ser concebido como una característica exclusiva de la civilización europea, sino que debe comprenderse desde una perspectiva más general que muestre las diferentes modalidades de colonialidad, en función de las distintas conceptualizaciones de la naturaleza y la cultura. Como es evidente, la producción del Otro en el contexto indígena no puede ser equivalente, por ejemplo, al dispositivo de evangelización hispánico, cuyo propósito último era la incorporación de un alma cristiana en los cuerpos infieles. Necesariamente la colonialidad amerindia, como veremos, consistirá en una praxis ligada a la materialidad del cuerpo y a los ritos de metamorfosis del mismo.


Para avanzar en la comprensión de esto último, debemos observar que la concepción indígena del alma y del cuerpo involucra también una reformulación de la relación hombre-animal. Peter Sloterdijk en su conocido texto: Normas para el parque humano (Regeln für den Menschenpark), identificaba la potencia domesticadora que ha caracterizado al humanismo filosófico occidental como una forma de refrenar la fuerza anómica de la animalidad, mediante una idea ampliada del sujeto que introduce el añadido de su espiritualidad. Esta lógica, según él, ni siquiera habría sido abandonada completamente por Heidegger y su proyecto de descartar de un modo radical la definición del hombre desde la perspectiva biológica, puesto que dicha ruptura conduciría a apelar al señorío del Ser como último recurso post-humanista de domesticación.


Solamente dentro de los márgenes del pensamiento amerindio sería posible encontrar una transgresión efectiva de esta lógica, puesto que para los indios la «animalidad» no es una propiedad que define a hombres y animales, sino que más bien existe una intencionalidad que atraviesa la totalidad de lo vivo y que nosotros podríamos denominar: «humanidad». En este punto, Viveiros nos recuerda que los mitos amazónicos relatan cómo se produjo la transformación de algunos cuerpos humanos en cuerpos animales y cómo otros cuerpos humanos conservaron su morfología hasta el presente. De tal manera que el cuerpo irrumpe como un elemento plástico y un indicador inestable. No se trata de que los animales sean parecidos a los humanos o de que en el fondo ellos sean en verdad hombres. La cuestión está en que los animales poseerían una «humanidad», siendo a la vez algo distinto de los cuerpos humanos. En efecto, «nada es humano en forma clara y distinta» y, por lo mismo, la inquietud domesticadora no puede existir como tal, ya que no hay algo así como una exclusión del factor animal.


El pensamiento indígena sería «una ontología de lo múltiple que se despliega en la serie entrecruzada de perspectivas animales, humanas, sobrehumanas, y sobre la cual se constituye el plano de consistencia mítico de la naturaleza». Esta multiplicidad de puntos de vista, en donde se disuelve la oposición humano/animal y se privilegia una variación no evolutiva ni teleológica de la naturaleza, constituye lo que Viveiros denomina «perspectivismo amerindio». La pregunta por «el lugar del otro» en las sociedades amerindias exigiría, por tanto, reconocer la especificidad e importancia de estas estructuras culturales para el desarrollo de una particular economía de la alteridad.

  
Devorar al otro


El acto caníbal representa un factor decisivo para la organización sociopolítica de las comunidades precolombinas. En el caso de las sociedad maya o azteca, que despliega una forma de organización institucional, la antropofagia se presenta como una exigencia que los dioses imponen a los humanos para la continuación del ciclo cósmico. En este contexto, el consumo ceremonial de carne o sangre humana es descrito por los códices como un privilegio de los dignatarios o los sacerdotes.


Por el contrario, en el caso de las comunidades selváticas sin Estado, si bien la antropofagia continúa operando en el nivel de la relación de los hombres con los dioses, adquiere una función subjetiva que se refiere a la apropiación de la energía del guerrero sacrificado. Además, en este contexto la estructura ceremonial no deriva del soporte de la escritura, sino de una tradición oral y se convierte en un ritual colectivo. Habría, por tanto, una cierta tipología política del canibalismo que va desde su articulación aristocrática y selectiva, hasta una modalidad festiva y popular.


Estas prácticas, se encuentran integradas a una cosmovisión que tiene por fundamento el rasgo predatorio. La noche se come al sol, la tierra engulle los cadáveres de los seres vivos, los dioses beben la sangre del sacrificio, los guerreros devoran a los prisioneros y los hombres se comen a los dioses representados en figuras de maíz. Se trata de un complejo movimiento de la totalidad de la naturaleza, en donde no existe un principio rector evolutivo.


El mundo indígena sería un universo saturado de múltiples procesos de devoramiento. Hay una cosmogonía caníbal que implica un dinamismo de lo real en que las transformaciones corporales y energéticas proliferan y atraviesan a hombres, plantas, animales y fuerzas sagradas. No podría afirmarse, entonces, que la conducta antropófaga se limite a una ampliación de los ritos vinculados a la guerra permanente, sino que contiene una «fuerza del pensamiento» que manifiesta una concepción del mundo, un modo de subjetivación y un campo de significaciones para el conjunto social. En tal sentido, según Viveiros de Castro, podría suscribirse la idea de Lévi-Strauss de una «metafísica de la predación» como característica principal de la sociedad primitiva, es decir: una forma de pensamiento que define a la sociedad como una realidad que solamente llega a ser «ella misma» fuera de sí. El cuerpo social estaría constitutivamente determinado por la captura o asimilación de recursos simbólicos del exterior (nombres, almas, personas, trofeos, palabras, memorias, etcétera).


Entre tales recursos que se persigue asimilar, se encuentra la figura clave de la alteridad indígena: el enemigo. Cuando uno se come la carne del enemigo, lo que se está devorando es la propia condición de enemigo del prisionero. Dicho de otro modo, en el acto caníbal se asimila la perspectiva del enemigo, disolviendo e integrando su diferencia como si fuese un alimento. El guerrero indígena se apropia de la mirada de su víctima, hasta el punto que habla de sí mismo desde la perspectiva del enemigo muerto, dentro de una economía que establece ventajas simbólicas para el victimario y el prisionero. Cada uno ampliaría su poder a través del otro desplazando su cuerpo a una instancia superior. El guerrero conquista la dignidad del vencedor, mientras que la víctima que perece se libera «para acceder a la auténtica condición de guerrero». La práctica caníbal constituye, entonces, un rito de tránsito del cuerpo devorado a la inmortalidad que otorga el cuerpo antropófago y, en dicho juego ceremonial, se instaura una nueva alianza con aquel que fue mi enemigo.


De esta manera, la cultura amerindia desarrollaría una estructura del pensamiento en que el enemigo se convierte en una determinación trascendental. Es todo lo contrario de lo que ocurre en la tradición occidental, donde los conceptos de amistad y verdad resultan indisociables para una fundamentación del conocimiento (por ejemplo: en la filosofía) y para el ordenamiento mismo de la sociedad (por ejemplo: la idea de una comunidad sustentada por el pacto amistoso o el consenso). Desde estos criterios, la enemistad tiene un puro carácter defectivo, representa una negatividad que solamente puede socavar la cultura. Sin embargo, en el contexto del pensamiento indígena, la alteridad radical del enemigo hace posible otra relación con el saber y otro régimen de verdad. El perspectivismo amerindio sería un enemiguismo, en donde la dicotomía social interior/exterior desaparece para convertir a lo Otro, lo extraño o lo extranjero en una fuente de subjetivación y en un principio aglutinador de la comunidad. Ahora bien, esta contraposición entre el paradigma occidental de la amistadverdad y la cosmovisión caníbal del enemigo, no pretende establecer la existencia de un abismo cultural insalvable entre ambos modelos. Lo interesante del enfoque de Viveiros sobre el pensamiento amerindio, reside en que se desprende de la acusación eurocéntrica de «primitivismo», así como también del supuesto de que aquí estaríamos ante creencias originales superiores en cuanto a su concepción de las relaciones entre el hombre y la naturaleza.


No se trata, por tanto, de justificar que los indígenas tengan procesos cognitivos diferentes de los que tendría cualquier ser humano. Viveiros entiende que los amerindios piensan como piensa el hombre occidental, pero aquello sobre lo que piensan y los conceptos de los que se sirven para hacerlo, marcan una diferencia sustantiva. Esto último supone ir más allá de la centralidad de los signos, las imágenes y los símbolos, para inferir una estructura conceptual que define al pensamiento indígena. Aquí se encuentra, entonces, una decisión teórica de Viveiros que es fundamental: tomarnos en serio el pensamiento indígena como algo que no encaja en el juego de lo racional contra lo irracional. Pensar la cosmovisión amerindia como una actualización de virtualidades insospechadas de nuestro pensamiento.



Shamán Araweté


Pensamiento decolonial y canibalismo.


La hipótesis caníbal interpela, de un modo significativo, la representación dominante del indígena, que ha caracterizado la historia del pensamiento hispanoamericano. Ésta incide de múltiples maneras en la existencia de una identidad sustantiva del indio que sobreviviría más allá de los dispositivos occidentales de dominación. Este esencialismo de la subalternidad indígena, de hecho, tiene una presencia muy relevante en la teorización latinoamericana contemporánea. Por ejemplo, en la filosofía de la liberación o en el proyecto decolonial. En relación con el primero de estos programas teóricos, resulta muy ilustrativa la construcción que Dussel ha hecho del concepto de trans-modernidad. Esta noción implica el reconocimiento de que más allá de la modernidad eurocéntrica, se encontraría un potencial de humanidad decisivo para el desarrollo de una civilización futura, el cual descansaría en el sustrato cultural de los pueblos que han sido sometidos, despreciados o ignorados. En tal sentido, habría un retorno del inconsciente histórico excluido que arremete contra la falsa pretensión totalizadora de la modernidad, como una enorme fuerza heterogénea que contiene el rostro de los damné de la terre.


Evidentemente, este argumento le permite a Dussel reafirmar el valor de las culturas indígenas originarias de América Latina, en un sentido similar al reclamo que Mignolo ha hecho de recuperar estructuras epistémicas que se derivarían de las «cosmovisiones precolombinas suprimidas». El planteamiento decolonial apuesta por una operación de auto-reconocimiento y auto-valoración de los principios culturales más propios y auténticos de los pueblos subyugados, como única alternativa para superar las falencias y asimetrías de una modernidad intrínsecamente aferrada a la violencia colonizadora. Así pues, con conceptos como transmodernidad o decolonialidad se reactiva un viejo sueño de emancipación, autenticidad, identidad y retorno de las potencias locales de la naturaleza, una utopía que ha acompañado la historia intelectual del continente americano desde las ilusiones del «arielismo» hasta el activismo indígena contemporáneo.


El problema fundamental residiría aquí en la imagen «amorosa» que se presenta del indígena precolombino. Una estrategia de adulteración histórica que recuerda la figura rousseauniana del «buen salvaje», ese sujeto apegado a la naturaleza que pone de manifiesto con su pureza la profunda potencia corruptora de la sociedad moderna. Dussel y Mignolo reducen las distintas realidades de los indígenas precolombinos a una tipología única que parece inspirarse en el paraíso perdido que Diego Rivera dibujó en su Mercado de Tlatelolco. Esa perfecta forma de convivencia comunitaria de la sociedad azteca, esa imagen luminosa de una paz perpetua consumada antes de la llegada del invasor, obedecería a ideas y valores espirituales superiores del mundo indígena que se conservan y llegan hasta nuestro presente, pese a los obstáculos que supone la maquinaria destructiva del eurocentrismo. De ahí la esperanza en un retorno efectivo de las formas puras y verdaderas de lo humano, como lo creía el indigenista González Prada cuando en 1894 profetizó que un día los indígenas descenderían de las cumbres andinas para, en un apocalipsis mesiánico, revertir la historia de victimarios y de víctimas que inició la conquista.


Como se comprenderá, en todo este enfoque no hay ningún reconocimiento efectivo de la pluralidad indígena pasada o presente, y lo que es más inquietante: se produce una especie de re-esencialización de las culturas originarias que las convierte en sistemas carentes de todo devenir y en estructuras que se preservan como espacios incontaminados. No resulta extraño, por lo tanto, que dentro de este marco la descripción del pensamiento amerindio como una «metafísica caníbal» sea profundamente problemática. Entiéndase bien, el problema no estaría en el rechazo de las supuestas implicaciones morales que tendría afirmar que la antropofagia fue decisiva en las sociedades precolombinas. Es decir, la dificultad no reside en la supuesta legitimación del poder colonial como fuerza civilizadora frente a la barbarie. Lo realmente inaceptable de la hipótesis caníbal, para el esencialismo indígena, residiría más bien en que ofrece un modelo de comprensión del proceso de colonización centrado en el devenir intensivo de los cuerpos, lo cual no permite postular identidades transhistóricas y niega la existencia de territorios puros que sean ajenos a la hibridación. En efecto, podríamos considerar que el sujeto colonizado devieneotro «a través de la incorporación de las formas de subjetivación, los modos de producción y los arquetipos deseantes del colonizador», en una dinámica que no puede ser explicada sólo desde el ángulo de la violencia. Ciertamente, los actos de colonización obedecen a dispositivos de poder etnocéntricos y subalternizadores, pero sus resultados no pueden ser interpretados de igual forma si la alteridad sobre la cual se inscriben se autodefine desde un paradigma cultural de la identidad o de la diferencia. En el caso de las sociedades amerindias, las derivaciones metonímicas del acto caníbal y los modos de subjetivación antropofágica, explicarían el mimetismo y la hibridación de los procesos culturales desarrollados desde la época de la conquista española. Así, por ejemplo, no sería lo mismo analizar la producción del «alma indígena» mediante el dispositivo de evangelización del siglo XVI, si consideramos dicho proceso como la pura coerción que se ejerce sobre una identidad sustantiva, o si lo entendemos como un simulacro en que se efectúa una transmutación de aquellos bienes simbólicos que se persigue imponer.


Desde este último punto de vista, la descripción caníbal del pensamiento indígena precolombino, permitiría introducir una perspectiva complementaria del proceso colonizador, que relativiza la centralidad del gesto de la violencia y del acto de imposición de una cultura sobre otra. Este nuevo punto de vista haría posible una interpretación del evento colonizador como una específica modalidad de realización de la pulsión predatoria, una paradójica actualización de la «vivencia del jaguar» que devora los códigos culturales del conquistador y acaba transformándose.


Sostenemos, por tanto, que establecer las características del pensamiento amerindio acerca de la alteridad, representa una cuestión clave para comprender todo lo que estaría involucrado en la compleja historia de la colonización americana. Si en la cultura amerindia se experimenta al Otro como una materialidad plástica que puede ser incorporada a través de procedimientos rituales, nada nos predispone a pensar que la intervención conquistadora castellana gatille exclusivamente una defensa radical de la identidad. Por el contrario, todo hace suponer que existe una sincronía entre la penetración colonizadora y una cosmovisión conquistada que está orientada a la diferenciación.


En este punto, resulta relevante la descripción de la conquista de América como un proceso de sobre-codificación, en donde la consistencia del sistema de signos impuesto sobre la sociedad indígena generó efectivamente una destrucción de los códigos arcaicos, pero también una suplantación, inversión, modificación y/o sincretismo de las estructuras simbólicas. Este es el planteamiento de Gruzinski quien sostiene, por ejemplo, que la desaparición del sistema social azteca no trajo consigo una disolución de la economía general del sacrificio. Dicha pervivencia de creencias y prácticas antiguas, según el historiador francés, explicaría un proceso de «colonización del imaginario» que dota de sentido las diversas manifestaciones sincréticas del México colonial. Sin embargo, la tesis de una dinámica de sobre-codificación durante la época colonial que determinaría la existencia de una guerra simbólica, continúa siendo un punto de vista excesivamente apegado a los criterios de una racionalidad moderna occidental.


Ciertamente, la colonización constituye un proceso de transformaciones culturales en que se produce una revisión, repercepción o recodificación a partir de la subsistencia de códigos indígenas, pero este enfoque excluye lo que propiamente significa para el pensamiento amerindio el hecho mismo del cambio o el devenir. Las complejas dinámicas de modificación social y cultural que involucra la conquista y colonización de América, no sólo pueden ser leídas como cambios en las formas de representación o mutaciones en los modos de pensar. Como afirma Viveiros, para los indios no son las ideas o los puntos de vista los que cambian, sino más bien los cuerpos.


El cambio, entonces, dentro de una dinámica de colonización, no se referiría a que los indios comiencen a pensar diferente. Esto más bien se correspondería con el modelo eurocéntrico de colonización, el cual depende significativamente de la idea de una conversión espiritual. Los indígenas realmente se convertirían «en otros» porque sus cuerpos abandonan los hábitos de la vida amerindia: el tipo de comida, las costumbres relativas a la bebida y la vestimenta, las marcas y decorados de la piel o el cabello, la vivencia de la sexualidad, etcétera. Aquí la pregunta fundamental sería: ¿no resulta significativo, para una comprensión de la colonización, tener presente cómo los indígenas conciben el cambio? De la misma manera que defendemos que el pensamiento amerindio sobre la alteridad cultural o el enemigo, nos proporciona un concepto más complejo del espacio de interacciones entre colonizadores y colonizados, consideramos que resulta decisivo que dicho pensamiento entienda al cuerpo como el lugar privilegiado de la variación y la multiplicidad. Ambas cuestiones: la experiencia sobre la alteridad y el significado del cambio, remiten a la estructura caníbal como una clave del mundo indígena que pone de manifiesto la matriz eurocéntrica que subyace en la defensa decolonial de la identidad.


Viveiros ha expuesto con mucha claridad la incompatibilidad entre la estructura caníbal y una concepción identitaria. A partir del análisis de los ceremoniales practicados por los Tupinambá en siglo XVI, concluye que el canibalismo no es una absorción del Otro que se incorpora como una parte integrante de mi identidad. Se trata, por el contrario, de una forma de salir de sí mismo, de transformarse en Otro. El acto antropófago no anula la diferencia o la alteridad radical que enfrenta, sino que la reposiciona en una interioridad que se modifica simultáneamente). La diferencia exterior no desaparece cuando es devorada, pervive en un interior que se convierte en algo Otro. En tal sentido, el canibalismo ofrecería un modo para pensar el proceso de sobrecodificación característico de la colonización, no como la imposición violenta de una identidad que excluye otras identidades que permanecen silenciadas u olvidadas, ni tampoco como la producción de mestizajes y mezclas en medio de las cuales se conserva un resabio de identidades ancestrales. La hipótesis caníbal permite ir más allá de estos relatos que se centran en el privilegio del invasor como agente de todos los procesos, para vislumbrar el papel activo del indígena que encara una diferencia radical que irrumpe en su horizonte existencial.


Mi tesis es que, frente a dicha diferencia, el pensamiento amerindio no apela a una defensa de la identidad ni tampoco la retiene de algún modo en la dinámica de asumir e incorporar nuevos y extraños códigos. Lo único que cabría desprender desde la estructura caníbal sería el gesto de habitar esa diferencia, el acto de ser ella misma pero no simplemente reproduciéndola. La diferencia se incorporaría no para seguir afirmando pese a todo un «Yo», ni para que el sujeto se vista con los ropajes de la identidad hispánica, sino para transformarse en un Otro que no es el indio ni tampoco el español.








Tomado de:
CASTRO ORELLANA, Rodrigo (2018): "Pensar el lugar del otro. Colonialismo y metafísica caníbal". En: Revista Tabula Rasa, n° 28, pp.257-274.

08 febrero 2019

Los tres estados del capital cultural. Pierre Bourdieu




Los tres estados del capital cultural


Pierre Bourdieu



La condición de capital cultural se impone en primer lugar como una hipótesis indispensable para dar cuenta de las diferencias en los resultados escolares que presentan niños de diferentes clases sociales respecto del éxito “escolar”, es decir, los beneficios específicos que los niños de distintas clases y fracciones de clase pueden obtener del mercado escolar, en relación a la distribución del capital cultural entre clases y fracciones de clase. Este punto de partida significa una ruptura con los supuestos inherentes tanto a la visión común que considera el éxito o el fracaso escolar como el resultado de las aptitudes naturales, como a las teorías de “capital humano”.


Los economistas tienen el aparente mérito de plantear explícitamente la cuestión de la relación entre las tasas de rendimiento aseguradas por la inversión educativa y la inversión económica (y de su evolución). A pesar de que su medición del rendimiento escolar sólo toma en cuenta las inversiones y las ganancias monetarias (o directamente convertibles en dinero), como los gastos que conllevan los estudios y el equivalente en dinero del tiempo destinado al estudio, no pueden dar cuenta de las partes relativas que los diferentes agentes o clases otorgan a la inversión económica y cultural, porque no toman en cuenta, sistemáticamente, la estructura de oportunidades diferenciales del beneficio que les es prometido por los diferentes mercados, en función del volumen y de la estructura de su patrimonio. 


Además, al dejar de reubicar las estrategias de inversión escolar en el conjunto de las estrategias educativas y en el sistema de las estrategias de la reproducción, se condenan a dejar escapar, por una paradoja necesaria, las más oculta y la más determinada socialmente de las inversiones educativas, a saber, la transmisión del capital cultural.


Sus interrogantes sobre la relación entre la “aptitud” (ability) por los estudios y la inversión de estudios, demuestran que ignoran que la “aptitud” o el “don” es también el producto de una inversión en tiempo y capital cultural. Y se entiende entonces, que al evaluar los beneficios de la inversión escolar, sólo se pueden interrogar sobre la rentabilidad de los gastos educativos para la “sociedad” en su conjunto, o sobre la contribución de la educación a la “productividad nacional”.


Esta definición, típicamente funcionalista de las funciones de la educación, que ignora la contribución que el sistema de enseñanza aporta a la reproducción de la estructura social, al sancionar la transmisión hereditaria del capital cultural se encuentra de hecho comprometida, desde su origen, con una definición del “capital humano”, la cual a pesar de sus connotaciones “humanistas”, no escapa a un economicismo e ignora que el rendimiento de la acción escolar depende del capital cultural previamente invertido por la familia. Desconoce también que el rendimiento económico y social del título escolar, depende del capital social, también heredado, y que puede ponerse a su servicio. a condición de capital cultural se impone en primer lugar como una hipótesis indispensable para dar cuenta de las diferencias en los resultados escolares que presentan niños de diferentes clases sociales respecto del éxito “escolar”, es decir, los beneficios específicos que los niños de distintas clases y fracciones de clase pueden obtener del mercado escolar, en relación a la distribución del capital cultural entre clases y fracciones de clase. Este punto de partida significa una ruptura con los supuestos inherentes tanto a la visión común que considera el éxito o el fracaso escolar como el resultado de las aptitudes naturales, como a las teorías de “capital humano”.


El capital cultural puede existir bajo tres formas: en el estado incorporado, es decir, bajo la forma de disposiciones duraderas del organismo; en el estado objetivado, bajo la forma de bienes culturales, cuadros, libros, diccionarios, instrumentos, maquinaria, los cuales son la huella o la realización de teorías o de críticas a dichas teorías, y de problemáticas, etc., y finalmente en el estado institucionalizado, como forma de objetivación muy particular, porque tal como se puede ver con el titulo escolar, confiere al capital cultural —que supuestamente debe de garantizar— las propiedades totalmente originales.


El estado incorporado


La mayor parte de las propiedades del capital cultural puede deducirse del hecho de que en su estado fundamental se encuentra ligado al cuerpo y supone la incorporación. La acumulación del capital cultural exige una incorporación que, en la medida en que supone un trabajo de inculcación y de asimilación, consume tiempo, tiempo que tiene que ser invertido personalmente por el “inversionista” (al igual que el bronceado, no puede realizarse por poder): El trabajo personal, el trabajo de adquisición, es un trabajo del “sujeto” sobre sí mismo (se habla de cultivarse). El capital cultural es un tener transformador en ser, una propiedad hecha cuerpo que se convierte en una parte integrante de la “persona”, un hábito. Quien lo posee ha pagado con su “persona”, con lo que tiene de más personal: su tiempo. Este capital “personal” no puede ser transmitido instantáneamente (a diferencia del dinero, del título de propiedad y aún de nobleza) por el don o por la transmisión hereditaria, la compra o el intercambio. Puede adquirirse, en lo esencial, de manera totalmente encubierta e inconsciente y queda marcado por sus condiciones primitivas de adquisición; no puede acumularse más allá de las capacidades de apropiación de un agente en particular; se debilita y muere con su portador (con sus capacidades biológicas, su memoria, etc.). Por estar ligado de múltiples maneras a la persona, a su singularidad biológica, y por ser objeto de una transmisión hereditaria siempre altamente encubierta y hasta invisible, constituye un desafío para todos aquellos que apliquen la vieja y persistente distinción que hacían los juristas griegos entre las propiedades heredadas y las adquiridas —es decir, agregadas por el propio individuo a su patrimonio hereditario de manera que alcance a acumular los prestigios de la propiedad innata y los méritos de la adquisición. De allí que este capital cultural presenta un más alto grado de encubrimiento que el capital económico, por lo que está predispuesto a funcionar como capital simbólico, es decir desconocido y reconocido, ejerciendo un efecto de (des)conocimiento, por ejemplo sobre el mercado matrimonial o el mercado de bienes culturales en los que el capital económico no está plenamente reconocido.


La economía de las grandes colecciones de pintura, de las grandes fundaciones culturales, así como la economía de la beneficencia, de la generosidad y del legado, descansan sobre propiedades del capital cultural que los economistas no pueden explicar. Por su naturaleza, al economicismo se le escapa la alquimia propiamente social por la que el capital económico se transforma en capital simbólico, capital denegado o más bien desconocido. Paradójicamente también ignora la lógica propiamente simbólica de la distinción que asegura provechos materiales y simbólicos a los poseedores de un fuerte capital cultural, quienes reciben un valor de escasez según su posición en la estructura de la distribución del capital cultural (en ultimo análisis, este valor de escasez se basa en el principio de que no todos los agentes tienen los medios económicos y culturales para permitir a sus hijos proseguir sus estudios, más allá de un mínimo necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo menos valorada en un momento dado).


Sin duda, en la lógica de la transmisión del capital cultural es donde reside el principio más poderoso de la eficacia ideológica de este tipo de capital. Por una parte se sabe que la apropiación del capital cultural objetivado —y por lo tanto, el tiempo necesario para realizarla— depende principalmente del capital cultural incorporado al conjunto de la familia, incorporación que se da mediante el efecto Arrow generalizado y todas las formas de transmisión implícita, entre otras cosas. Por otra parte, se sabe que la acumulación inicial de capital cultural, condición de acumulación rápida y fácil de cualquier tipo de capital cultural útil, comienza desde su origen, sin retraso ni pérdida de tiempo, sólo para las familias dotadas con un fuerte capital cultural. En este caso, el tiempo de acumulación comprende la totalidad del tiempo de socialización. De allí que la transmisión del capital cultural sea sin duda la forma mejor disimulada de transmisión hereditaria de capital y, por lo mismo, su importancia relativa en el sistema de las estrategias de la reproducción es mayor, en la medida en que las formas directas y posibles de transmisión tienden a ser más fuertemente censuradas y controladas.


Inmediatamente se ve que es a través del tiempo necesario para la adquisición como se establece el vínculo entre el capital económico y el capital cultural. Efectivamente, las diferencias entre el capital cultural de una familia, implican diferencias, primero, en la precocidad del inicio de la transmisión y acumulación, teniendo por límite la plena utilización de la totalidad del tiempo biológico disponible, siendo el tiempo libre máximo puesto al servicio del capital cultural máximo. En segundo término, implica diferencias en la capacidad de satisfacer las exigencias propiamente culturales de una empresa de adquisición prolongada. Además y correlativamente, el tiempo durante el que un individuo puede prolongar su esfuerzo de adquisición, depende del tiempo libre que su familia le puede asegurar, de decir, liberar de la necesidad económica, como condición de la acumulación inicial.


El estado objetivado


El capital cultural en su estado objetivado posee un cierto número de propiedades que se definen solamente en su relación con el capital cultural en su forma incorporada. El capital cultural objetivado en apoyos materiales —tales como escritos, pinturas, monumentos, etc.—, es transmisible en su materialidad.


Una colección de cuadros, por ejemplo, se transmite también como el capital económico, si no es que mejor, ya que posee un nivel de eufemización superior que aquél. Pero lo que es transmisible es la propiedad jurídica y no (o necesariamente) lo que constituye la condición de la apropiación específica, es decir, la posesión de instrumentos que permiten consumir un cuadro o bien utilizar una máquina, y que por ser una forma de capital incorporado, se someten a las mismas leyes de transmisión.


Así los bienes culturales pueden ser objeto de una apropiación material que supone el capital económico, además de una apropiación simbólica, que supone el capital cultural. De allí que el propietario de los instrumentos de producción debe de encontrar la manera de apropiarse, o bien del capital incorporado, que es la condición de apropiación específica, o bien de los servicios de los poseedores de este capital: es suficiente tener el capital económico para tener máquinas; para apropiárselas y utilizarlas de acuerdo con su destino específico (definido por el capital científico y técnico que se encuentra en ellas incorporado) hay que disponer, personalmente o por poder, del capital incorporado. Tal es sin duda el fundamento del estatuto ambiguo de los “cuadros”: si se enfatiza el hecho de que no son los propietarios (en el sentido estrictamente económico) de los medios de producción que utilizan, y que solamente sacan provecho de su capital cultural vendiendo los servicios y los productos que les es posible, se les ubica del lado de los dominados; si se insiste en el hecho de que se benefician con la utilización de una forma particular de capital, son colocados del lado de los dominadores. Todo parece indicar que en la medida en que se incrementa el capital cultural incorporado a los instrumentos de producción (al igual que el tiempo incorporado necesario para adquirir los medios de apropiárselo, o sea, para atender a su intención objetiva, su destino y su función) la fuerza colectiva de los propietarios del capital cultural tendería a incrementarse, a menos de que los dueños de la especie dominante del capital no estuvieran en condición de poner a competir a los poseedores del capital cultural (éstos, además, tienen una inclinación a la competencia, dadas las condiciones mismas de su selección y formación, particularmente en la lógica de la competencia escolar y el concurso).


El capital cultural en su estado objetivado se presenta con todas las apariencias de un universo autónomo y coherente, que, a pesar de ser el producto del actuar histórico, tiene sus propias leyes trascendentes a las voluntades individuales, y que, como lo muestra claramente el ejemplo de la lengua, permanece irreductible ante lo que cada agente o aún el conjunto de agentes puede apropiarse (es decir, de capital cultural incorporado). Sin embargo, hay que tener cuidado de no olvidar que este capital cultural solamente subsiste como capital material y simbólicamente activo, en la medida en que es apropiado por agentes y comprometido, como arma y como apuesta que se arriesga en las luchas cuyos campos de producción cultural (campo artístico, campo científico, etc.) —y más allá, el campo de las clases sociales— sean el lugar en donde los agentes obtengan los beneficios ganados por el dominio sobre este capital objetivado, y por lo tanto, en la medida de su capital incorporado.


El estado institucionalizado


La objetivación del capital cultural bajo la forma de títulos constituye una de las maneras de neutralizar algunas de las propiedades que, por incorporado, tiene los mismos límites biológicos que su contenedor. Con el título escolar —esa patente de competencia cultural que confiere a su portador un valor convencional, constante y jurídicamente garantizado desde el punto de vista de la cultura— la alquimia social produce una forma de capital cultural que tiene una autonomía relativa respecto a su portador y del capital cultural que él posee efectivamente en un momento dado; instituye el capital cultural por la magia colectiva, a la manera (según Merleau Ponty) como los vivos instituyen sus muertos mediante los ritos de luto. Basta con pensar en el concurso, el cual a partir del continuum de las diferencias infinitesimales entre sus resultados, produce discontinuidades durables y brutales del todo y la nada, como aquello que separa el último aprobado del primer reprobado, e instituye una diferencia esencial entre la competencia estatutariamente reconocida y garantizada, y el simple capital cultural, al que se le exige constantemente validarse. 


No existe sino una frontera mágica, es decir impuesta y sostenida (a veces arriesgando la vida), por la creencia colectiva (“verdad del lado de los Pirineos, error más allá de ellos”). Es la misma diacrisis originaria la que instituye el grupo como realidad a la vez constante (es decir, trascendente a los individuos), homogénea y diferente, mediante la institución (arbitraria y desconocida en tanto tal) de una frontera jurídica que instituye los últimos valores del grupo, aquellos que tienen como principio la creencia del grupo en su propio valor y que se definen en oposición a los otros grupos.


Al conferirle un reconocimiento institucional al capital cultural poseído por un determinado agente, el título escolar permite a sus titulares compararse y aun intercambiarse (substituyéndose los unos por los otros en la sucesión). Y permite también establecer tasas de convertibilidad entre capital cultural y capital económico, garantizando el valor monetario de un determinado capital escolar. El título, producto de la conversión del capital económico en capital cultural, establece el valor relativo del capital cultural del portador de un determinado título, en relación a los otros poseedores de títulos y también, de manera inseparable, establece el valor en dinero con el cual puede ser cambiado en el mercado de trabajo. La inversión escolar sólo tiene sentido si un mínimo de reversibilidad en la conversión está objetivamente garantizado. Dado que los beneficios materiales y simbólicos garantizados por el título escolar dependen también de su escasez, puede suceder que las inversiones (en tiempo y esfuerzos) sean menos rentables de lo esperable en el momento de su definición (o sea que la tasa de convertibilidad del capital escolar y del capital económico sufrieron una modificación de facto). Las estrategias de reconversión del capital económico en capital cultural, como factores coyunturales de la explosión escolar y de la inflación de los títulos escolares, son determinadas por las transformaciones de las estructuras de oportunidades del beneficio, aseguradas por los diferentes tipos de capital.





El simbolismo metafísico de la cruz. René Guénon




El simbolismo metafísico de la cruz


René Guénon


La mayoría de las doctrinas tradicionales simbolizan la realización del «Hombre Universal» por medio de un signo que en todas partes es el mismo, ya que, tal como dijimos al principio, es de los que se relacionan directamente con la Tradición primordial: el signo de la cruz, que representa de modo muy claro cómo esta realización se alcanza por la comunión perfecta de la totalidad de los estados del ser, jerarquizados en armonía y conformidad, desarrollándose tanto en el sentido de «amplitud» como en el de «exaltación». En efecto, este doble desarrollo del ser puede ser visto como si se realizase, por un lado, horizontalmente, es decir, en un determinado nivel o grado de existencia, y por otro, verticalmente, es decir, dentro de la superposición jerárquica de todos los grados. Así, el sentido horizontal representa la «amplitud» o extensión íntegra de la individualidad tomada como base de la realización, extensión que consiste en el desarrollo indefinido de un conjunto de posibilidades sometidas a ciertas condiciones especiales de manifestación; ha de quedar claro que, en el caso del ser humano, esta extensión en absoluto se limita a la parte corporal de la individualidad, sino que comprende todas sus modalidades, siendo el estado corporal sólo una de estas modalidades.

El sentido vertical representa la jerarquía, que también, y con mayor motivo, constituye una serie indefinida de estados múltiples, cada uno de los cuales, visto así mismo íntegramente, es uno de estos conjuntos de posibilidades que se refieren a otros tantos «mundos» o grados, comprendidos en la síntesis total del «Hombre Universal». En esta crucial representación, la expansión horizontal corresponde al número indefinido de modalidades posibles de un mismo estado del ser considerado íntegramente, y la superposición vertical a la serie indefinida de estados del ser total.

Por otro lado, es evidente que el estado cuyo desarrollo viene representado por la línea horizontal puede ser un estado cualquiera; de hecho sería el estado actual en el que se encontrase, en cuanto a su manifestación, el ser que realizara el «Hombre Universal», estado que sería para él el punto de partida y el soporte o base de dicha realización. Todo estado, sea el que sea, puede proporcionar a un ser una base de este tipo tal como se verá más claramente por lo que sigue a continuación; si consideramos particularmente bajo este aspecto el estado humano, siendo el nuestro, lo que éste es nos concierne de forma directa, de tal modo que el caso del que sobre todo nos hemos de ocupar es del de los seres que parten de este estado para efectuar la realización de que se trata; pero debe estar muy claro que, desde el punto de vista puramente metafísico, éste no constituye de ninguna manera un caso privilegiado.

Desde este momento se debe comprender que la totalización efectiva del ser, estando más allá de toda condición, es lo mismo que lo que la doctrina hindú denomina «liberación» (Moksha) o que el esoterismo islámico llama «Identidad Suprema». Por otra parte, dentro de esta última forma tradicional, se enseña que el «Hombre Universal», en tanto que representado por el conjunto «Adán-Eva», tiene el valor numérico de Allâh, lo cual es una clara expresión de la «Identidad Suprema». A propósito de ello, hay que darse cuenta de algo bastante importante, ya que se podría objetar que la designación de «Adán-Eva», aunque pueda ser susceptible de transposición, sin embargo no se aplica en sentido propio, más que al estado humano primordial; se trata de que si la «Identidad Suprema» no se encuentra realizada de forma efectiva más que en la totalización de los estados múltiples, se puede decir que ya se encuentra en cierta forma virtualmente realizada en el estado «edénico», en la integración del estado humano devuelto a su centro original, centro que, por otra parte, tal como veremos, es el punto de comunicación directa con los demás estados. 

Por lo demás, también se podría decir que la integración del estado humano, o de no importa que otro estado, representa, en su orden y en su grado, la totalización misma del ser; ello se traduce muy claramente en el simbolismo geométrico que vamos a exponer. Si es así, lo cual se puede encontrar en todas las cosas, claramente en el hombre individual, y de modo más particular en el hombre corporal, correspondencia y figuración del «Hombre Universal», cada una de las partes del Universo, ya se trate de un mundo o de un ser particular, es siempre y en todas partes, análoga al todo. También un filósofo como Leibnitz tuvo razón, sin duda, al admitir que toda «substancia individual» (con las reservas hechas más arriba sobre el valor de esta expresión) debe contener en sí misma una representación integral del Universo, lo cual es una aplicación correcta de la analogía entre el «macrocosmos» y el «microcosmos»; pero, limitándose a considerar la «substancia individual» y queriendo hacer de ella el ser mismo, un ser completo e incluso cerrado, sin comunicación real alguna con nada que esté fuera de él, se ha impedido a sí mismo el pasar del sentido de la «amplitud» al de la «exaltación», con lo que ha privado a su teoría de un alcance verdaderamente metafísico. En absoluto pretendemos entrar aquí en el estudio de las concepciones filosóficas, cualesquiera de que se trate, ni de cualquier otra cosa que pertenezca también al dominio de lo «profano»; esta observación ha venido de forma natural, como una aplicación casi inmediata de lo que acabábamos de decir sobre los dos sentidos según los cuales se efectúa el desarrollo del ser total.

Volviendo al simbolismo de la cruz, nos queda por indicar que éste, aparte de su significado metafísico y principal, del que exclusivamente hemos hablado hasta aquí, tiene otros sentidos diversos más o menos secundarios y contingentes; es normal que sea así, después de lo que acabamos de decir, de manera general, de la pluralidad de sentidos incluidos en todo símbolo. Antes de desarrollar la representación geométrica del ser y de sus múltiples estados, tal como se resume sintéticamente en el signo de la cruz, y de penetrar en detalle en este simbolismo, bastante complejo cuando se quiere penetrar en él todo lo posible, hablaremos un poco de los demás sentidos, pues, aunque las consideraciones a las que hacen referencia no sean propiamente el objeto de la presente exposición, sin embargo, se encuentran relacionados en cierto modo, y, a veces, incluso más estrechamente de lo que podríamos imaginar en un principio, siempre debido a esta ley de correspondencia a la que nos estamos refiriendo desde el principio como fundamento mismo de todo simbolismo.








Tomado de:
GUÉNON, René (1987):El simbolismo de la cruz. Barcelona, Obelisco, pp 16,17.