19 febrero 2020

Por qué leer los clásicos. Ítalo Calvino




Por qué leer los clásicos


Ítalo Calvino



I. Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: «Estoy releyendo» y nunca «Estoy leyendo».


Es lo que ocurre por lo menos entre esas personas que se supone «de vastas lecturas»; no vale para la juventud, edad en la que el encuentro con el mundo, y con los clásicos como parte del mundo, vale exactamente como primer encuentro. El prefijo iterativo delante del verbo «leer» puede ser una pequeña hipocresía de todos los que se avergüenzan de admitir que no han leído un libro famoso. Para tranquilizarlos bastará señalar que por vastas que puedan ser las lecturas «de formación» de un individuo, siempre queda un número enorme de obras fundamentales que uno no ha leído.


Quien haya leído todo Heródoto y todo Tucídides que levante la mano. ¿Y Saint-Simon? ¿Y el cardenal de Retz? Pero los grandes ciclos novelescos del siglo XIX son también más nombrados que leídos. En Francia se empieza a leer a Balzac en la escuela, y por la cantidad de ediciones en circulación se diría que se sigue leyendo después, pero en Italia, si se hiciera un sondeo, me temo que Balzac ocuparía los últimos lugares. Los apasionados de Dickens en Italia son una minoría reducida de personas que cuando se encuentran empiezan enseguida a recordar personajes y episodios como si se tratara de gentes conocidas. Hace unos años Michel Butor, que enseñaba en Estados Unidos, cansado de que le preguntaran por Emile Zola, a quien nunca había leído, se decidió a leer todo el ciclo de los Rougon-Macquart. Descubrió que era completamente diferente de lo que creía: una fabulosa genealogía mitológica y cosmogoónica que describió en un hermosísimo ensayo.


Esto para decir que leer por primera vez un gran libro en la edad madura es un placer extraordinario: diferente (pero no se puede decir que sea mayor o menor) que el de haberlo leído en la juventud. La juventud comunica a la lectura, como a cualquier otra experiencia, un sabor particular y una particular importancia, mientras que en la madurez se aprecian (deberían apreciarse) muchos detalles, niveles y significados más. Podemos intentar ahora esta otra definición:


II. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos.


En realidad, las lecturas de juventud pueden ser poco provechosas por impaciencia, distracción, inexperiencia en cuanto a las instrucciones de uso, inexperiencia de la vida. Pueden ser (tal vez al mismo tiempo) formativas en el sentido de que dan una forma a la experiencia futura, proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación, esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza: cosas todas ellas que siguen actuando, aunque del libro leído en la juventud poco o nada se recuerde. Al releerlo en la edad madura, sucede que vuelven a encontrarse esas constantes que ahora forman parte de nuestros mecanismos internos y cuyo origen habíamos olvidado. Hay en la obra una fuerza especial que consigue hacerse olvidar como tal, pero que deja su simiente. La definición que podemos dar será entonces:


III. Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.


Por eso en la vida adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las lecturas más importantes de la juventud. Si los libros siguen siendo los mismos (aunque también ellos cambian a la luz de una perspectiva histórica que se ha transformado), sin duda nosotros hemos cambiado y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo. Por lo tanto, que se use el verbo «leer» o el verbo «releer» no tiene mucha importancia. En realidad podríamos decir: 

IV. Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera. 

V. Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura. La definición IV puede considerarse corolario de ésta:

VI. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.

Mientras que la definición V remite a una formulación más explicativa, como:

VII. Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las  lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres). 


Esto vale tanto para los clásicos antiguos como para los modernos. Si leo la Odisea leo el texto de Homero, pero no puedo olvidar todo lo que las aventuras de Ulises han llegado a significar a través de los siglos, y no puedo dejar de preguntarme si esos significados estaban implícitos en el texto o si son incrustaciones o deformaciones o dilataciones. Leyendo a Kafka no puedo menos que comprobar o rechazar la legitimidad del adjetivo «kafkiano» que escuchamos cada cuarto de hora aplicado a tuertas o a derechas. Si leo Padres e hijos de Turguéniev o Demonios de Dostoyevski, no puedo menos que pensar cómo esos personajes han seguido reencarnándose hasta nuestros días.


La lectura de un clásico debe depararnos cierta sorpresa en relación con la imagen que de él teníamos. Por eso nunca se recomendará bastante la lectura directa de los textos oríginales evitando en lo posible bibliografía crítica, comentarios, interpretaciones. La escuela y la universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; en cambio hacen todo lo posible para que se crea lo contrario. Por una inversión de valores muy difundida, la introducción, el aparato crítico, la bibliografía hacen las veces de una cortina de humo para esconder lo que el texto tiene que decir y que sólo puede decir si se lo deja hablar sin intermediarios que pretendan saber más que él. Podemos concluir que: 


VIII. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima.


El clásico no nos enseña necesariamente algo que no sabíamos; a veces descubrimos en él algo que siempre habíamos sabido (o creído saber) pero no sabíamos que él había sido el primero en decirlo (o se relaciona con él de una manera especial). Y ésta es también una sorpresa que da mucha satisfacción, como la da siempre el descubrimiento de un origen, de una relación, de una pertenencia. De todo esto podríamos hacer derivar una definición del tipo siguiente:


IX. Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.


Naturalmente, esto ocurre cuando un clásico funciona como tal, esto es, cuando establece una relación personal con quien lo lee. Si no salta la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino sólo por amor. Salvo en la escuela: la escuela debe hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales (o con referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clásicos. La escuela está obligada a darte instrumentos para efectuar una elección; pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera o después de cualquier escuela. Sólo en las lecturas desinteresadas puede suceder que te tropieces con el libro que llegará a ser tu libro. Conozco a un excelente historiador del arte, hombre de vastísimas lecturas, que entre todos los libros ha concentrado su predilección más honda en Las aventuras de Pickwick, y con cualquier pretexto cita frases del libro de Dickens, y cada hecho de la vida lo asocia con episodios pickwickianos. Poco a poco él mismo, el universo, la verdadera filosofía han adoptado la forma de Las aventuras de Pickwick en una identificación absoluta. Llegamos por este camino a una idea de clásico muy alta y exigente:


X. Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes. 


Con esta definición nos acercamos a la idea del libro total, como lo soñaba Mallarmé. Pero un clásico puede establecer una relación igualmente fuerte de oposición, de antítesis. Todo lo que Jean-Jacques Rousseau piensa y hace me interesa mucho, pero todo me inspira un deseo incoercible de contradecirlo, de criticarlo, de discutir con él. Incide en ello una antipatía personal en el plano temperamental, pero en ese sentido me bastaría con no leerlo, y en cambio no puedo menos que considerarlo entre mis autores. Diré por tanto:


XI. Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él.


Creo que no necesito justificarme si empleo el término «clásico» sin hacer distingos de antigüedad, de estilo, de autoridad. Lo que para mí distingue al clásico es tal vez sólo un efecto de resonancia que vale tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya ubicada en una continuidad cultural. Podríamos decir: 


XII. Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce enseguida su lugar en la genealogía.


Al llegar a este punto no puedo seguir aplazando el problema decisivo que es el de cómo relacionar la lectura de los clásicos con todas las otras lecturas que no son de clásicos. Problema que va unido a preguntas como: «¿Por qué leer los clásicos en vez de concentrarse en lecturas que nos hagan entender más a fondo nuestro tiempo?» y «¿Dónde encontrar el tiempo y la disponibilidad de la mente para leer los clásicos, excedidos como estamos por el alud de papel impreso de la actualidad?».


Claro que se puede imaginar una persona afortunada que dedique exclusivamente el «tiempo-lectura» de sus días a leer a Lucrecio, Luciano, Montaigne, Erasmo, Quevedo, Marlowe, el Discurso del método, el Wilhelm Meister, Coleridge, Ruskin, Proust y Valéry, con alguna divagación en dirección a Murasaki o las sagas islandesas. Todo esto sin tener que hacer reseñas de la última reedición, ni publicaciones para unas oposiciones, ni trabajos editoriales con contrato de vencimiento inminente. Para mantener su dieta sin ninguna contaminación, esa afortunada persona tendría que abstenerse de leer los periódicos, no dejarse tentar jamás por la última novela o la última encuesta sociológica. Habría que ver hasta qué punto sería justo y provechoso semejante rigorismo. La actualidad puede ser trivial y mortificante, pero sin embargo es siempre el punto donde hemos de situarnos para mirar hacia adelante o hacia atrás. Para poder leer los libros clásicos hay que establecer desde dónde se los lee. De lo contrario tanto el libro como el lector se pierden en una nube intemporal. Así pues, el máximo «rendimiento» de la lectura de los clásicos lo obtiene quien sabe alternarla con una sabia dosificación de la lectura de actualidad. Y esto no presupone necesariamente una equilibrada calma interior: puede ser también el fruto de un nerviosismo impaciente, de una irritada insatisfacción.


Tal vez el ideal sería oír la actualidad como el rumor que nos llega por la ventana y nos indica los atascos del tráfico y, las perturbaciones meteorológicas, mientras seguimos el discurrir de los clásicos, que suena claro y articulado en la habitación. Pero ya es mucho que para los más la presencia de los clásicos se advierta como un retumbo lejano, fuera de la habitación invadida tanto por la actualidad como por la televisión a todo volumen. Añadamos por lo tanto:


XIII. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.


XIV. Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone. 


Queda el hecho de que leer los clásicos parece estar en contradicción con nuestro ritmo de vida, que no conoce los tiempos largos, la respiración del otium humanístico, y también en contradicción con el eclecticismo de nuestra cultura, que nunca sabría confeccionar un catálogo de los clásicos que convenga a nuestra situación. Estas eran las condiciones que se presentaron plenamente para Leopardi, dada su vida en la casa paterna, el culto de la Antigüedad griega y latina y la formidable biblioteca que le había legado el padre Monaldo, con el anexo de toda la literatura italiana, más la francesa, con exclusión de las novelas y en general de las novedades editoriales, relegadas al margen, en el mejor de los casos, para confortación de su hermana («tu Stendhal», le escribía a Paolina). Sus vivísimas curiosidades científicas e históricas, Giacomo las satisfacía también con textos que nunca eran demasiado up to date: las costumbres de los pájaros en Buffon, las momias de Frederick Ruysch en Fontenelle, el viaje de Colón en Robertson.


Hoy una educación clásica como la del joven Leopardi es impensable, y la biblioteca del conde Monaldo, sobre todo, ha estallado. Los viejos títulos han sido diezmados pero los novísimos se han multiplicado proliferando en todas las literaturas y culturas modernas. No queda más que inventarse cada uno una biblioteca ideal de sus clásicos; y yo diría que esa biblioteca debería comprender por partes iguales los libros que hemos leído y que han contado para nosotros y los libros que nos proponemos leer y presuponemos que van a contar para nosotros. Dejando una sección vacía para las sorpresas, los descubrimientos ocasionales.


Compruebo que Leopardi es el único nombre de la literatura italiana que he citado. Efecto de la explosión de la biblioteca. Ahora debería reescribir todo el artículo para que resultara bien claro que los clásicos sirven para entender quiénes somos  y adónde hemos llegado, y por eso los italianos son indispensables justamente para confrontarlos con los extranjeros, y los extranjeros son indispensables justamente para confrontarlos con los italianos. Después tendría que reescribirlo una vez más para que no se crea que los clásicos se han de leer porque «sirven» para algo. La única razón que se puede aducir es que leer los clásicos es mejor que no leer los clásicos.


















Tomado de: 
CALVINO, Ítalo (1994): Por qué leer los clásicos. México, Tusquets, pp. 7-13.

14 febrero 2020

El escritor como duelista. Carlos Gamerro





El escritor como duelista 


Carlos Gamerro



«Los buenos escritores sólo compiten con los muertos», dijo alguna vez Ernest Hemingway, y es posible contemplar la historia de la literatura como una serie de duelos entre los muertos o grandes precursores, por un lado, y sus grandes seguidores o «efebos», como los denomina Bloom, por otro. Si tomamos como punto de partida al Gran Original de la cultura occidental. Homero sus precursores nos son desconocidos, y toda la cultura griega le otorga el lugar de padre fundador–, veremos cómo las siguientes grandes etapas de la literatura occidental se definen por el intento de medirse con él: el poema que encarna el ideal de la cultura romana, la Eneida, es una indudable continuación de los poemas homéricos: Virgilio vuelve a contar la historia de la caída de Troya, ahora en latín y desde el punto de vista de los vencidos troyanos; y el poema que cierra y contiene la siguiente etapa cultural, el medievo europeo, es La divina comedia, de Dante. En ella, el propio Virgilio se convierte en un personaje que guía al autor a través del Infierno y el Purgatorio. Cuando Dante está a punto de llegar al Paraíso, Virgilio le abandona. El hecho admite una lectura teológica (Virgilio, como pagano, no tiene acceso al Paraíso) y también una lectura estética: llegado a este punto, Dante ha aprendido todo lo que su maestro tenía que enseñarle; a partir de ahí lo superará. 


La angustia de las influencias se vuelve un factor decisivo, antes y después del Renacimiento, cuando –el sucesor el poeta tardío o rezagado– se encuentra con un precursor al que sabe que nunca podrá superar. En el caso de la literatura inglesa afectará a todos los escritores posteriores a Shakespeare, de Milton en adelante. Hasta el Renacimiento, señala Bloom, la influencia se recibe como un don más que como una pesada carga. El efebo ve a su precursor no como un enemigo, sino como un padre benéfico que le enseña todo lo necesario y luego le deja vivir su vida literaria, respetando su identidad e independencia. Pero a partir de esa época cada literatura va fijando su gran figura: Dante en Italia, Shakespeare en Inglaterra, Cervantes en España, Goethe en Alemania. A partir de ellos, la angustia de las influencias se convierte en el factor dominante de la historia literaria occidental. Bloom, lejos de definir esta historia con sucesivas constelaciones de autores mayores y menores, la reduce a una sucesión de grandes duelos entre pesos pesados: Milton contra Shakespeare, Wordsworth contra Milton, Keats y Shelley contra Wordsworth, Yeats contra Blake y Shelley.


Bloom considera que la influencia literaria está basada en la relación padre/hijo. El precursor es el padre, el efebo el hijo. Un hijo recibe de su padre la vida, la educación, la formación de su carácter. Pero hay un punto en el que el hijo debe independizarse, tomar las riendas de su destino, dotarse de una identidad propia. Si no lo hace, corre el peor de los riesgos: no existir como individuo, ser apenas una sombra, un pálido reflejo de su padre. La alternativa de no tener padre, o tener un padre débil, es peor aún: como la identidad del hijo se construye sobre (y contra) la del padre, el padre fuerte ofrece las mayores garantías de legar su fuerza al hijo. Pero el riesgo, en este caso, consiste en que esa misma fuerza lo abrume y anule. 


La fantasía de derrotar al padre es por definición irrealizable: el padre siempre es más fuerte. Si el hijo pudiera derrotar al padre estaría destruyendo la fuente y sentido de su propia fuerza. El padre ha llegado antes, su preeminencia no pertenece al orden del valor, sino al orden del ser. Este dilema conduce al escritor a una serie de fantasías compensatorias. Una de ellas es la de originalidad, o en otras palabras, la de orfandad. La orfandad es inalcanzable: en el mejor de los casos, lo que el escritor puede «alcanzar» es el desconocimiento o la negación de sus orígenes literarios: esto, en lugar de darle fuerza, indefectiblemente lo debilita. 


La otra fantasía es la de ser él mismo el engendrador de su propio padre. Esta noción es más compleja y dilucidarla requiere una exposición de las fuentes del propio Bloom: el Ulises, de James Joyce, y el ensayo Kafka y sus precursores, de Jorge Luis Borges. Engendrar el pasado. En el capítulo 9 del Ulises el personaje Stephen Dedalus, álter ego de Joyce, traza una analogía entre la creación divina (del mundo por Dios), la creación paterna (del hijo por el padre) y la creación literaria (de la obra por el autor). La relación madre-hijo está dada por la naturaleza: es una relación de causa y efecto sujeta a la sucesión temporal. La relación padre-hijo, en cambio, no corresponde al orden de lo real, sino al orden de lo simbólico: está establecida por la ley y el lenguaje. En cada generación, quien asume el rol de padre es no sólo padre de las generaciones que vendrán, sino también padre de las generaciones que lo precedieron, padre entonces de su propio padre, su abuelo, etc. La autoridad del padre de familia es como la del papa, o santo padre. Este rige no sólo el presente sino el pasado de la Iglesia: puede, por ejemplo, canonizar a papas o sacerdotes de tiempos pretéritos. De manera análoga, el gran escritor de cada generación define no sólo la literatura que vendrá, sino la literatura que lo ha precedido. Un hijo-efebo que consigue modificar para siempre nuestra manera de leer a su padre-precursor se convierte de alguna manera en creador de su precursor, en padre de su padre. 


De esto trata el texto «Kafka y sus pre cursores», de Borges. Este enumera una serie de obras y autores que hoy nos resultan «kafkianos»: Zenón y su paradoja contra el movimiento, un texto sobre los unicornios debido a un apólogo de un prosista chino del siglo IX, dos parábolas religiosas del filósofo danés Kierkegaard, un poema de Robert Browning, un cuento de León Bloy y otro de lord Dunsany. Nuestra lectura de Kafka, afirma Borges, refina y desvía nuestra percepción de estas obras. Ya no las leemos como se leyeron en su tiempo, como las leyeron por ejemplo quienes las escribieron. Lo más significativo, agrega Borges, es comprobar que si bien todas estas obras se parecen a Kafka, no se parecen entre sí: Kafka ha hecho un conjunto de lo que antes era una dispersión de obras disímiles. Un gran autor, concluye Borges, crea a sus precursores, o en términos de Bloom, convierte a sus padres en sus hijos. 


Bloom toma el ensayo de Borges como punto de partida, pero establece algunas diferencias. Los precursores de los que habla Borges en aquel texto son escritores menores que el efebo, incluso algunos no son precursores en sentido estricto, ya que Kafka no pudo haberlos leído. Por eso, en los casos que señala Borges, la relación precursor-efebo puede darse sin lucha, sin rivalidad, en otras palabras, sin angustia. 


La relación de influencia que más le interesa a Bloom, en cambio, es la que se establece entre un precursor fuerte, titánico, y un efebo fuerte, a veces tan fuerte como él, pero condenado, por el único pecado de haber llegado más tarde, a ser un segundón de la literatura. En estos casos, la acritud hacia el gran precursor es de admiración, rivalidad, miedo, a veces odio: ahora sí, estamos en el terreno de la angustia de las influencias. Kafka vivió intensamente tal angustia: su gran precursor fue el olímpico Goethe. Los diarios de Kafka están llenos de anotaciones sobre cuánto le cuesta hacerse un lugar en los escasos oscuros recovecos dejados por la cegadora luz del omnipotente escritor, como ésta del 4 de febrero de 1912: 


«La avidez con que leo todo lo relativo a Goethe (las conversaciones de Goethe, sus años de estudiante, entrevistas con Goethe, una visita de Goethe a Frankfurt) que me penetra entero, y que me impide absolutamente escribir.» Y un día después: «Hermosa silueta de cuerpo entero de Goethe. Inmediata impresión de repugnancia al contemplar ese cuerpo perfecto de hombre, ya que es inimaginable sobrepasar ese grado de perfección.» 


Hacia el final de su ensayo, Borges señala: «En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o de rivalidad.» Aquí es donde Bloom marca su principal diferencia con Borges: «Creo que Borges se engañaba al afirmar que en la relación entre el precursor y el sucesor no había celos o rivalidad. Creo que él mismo satiriza luego ese idealismo literario suyo en su gran cuento “El inmortal”» En su cuento «Pierre Menard, autor del Quijote» (1939), Jorge Luis Borges propone el caso extremo de un autor del siglo XX que, subyugado por la grandeza de Cervantes, se propone la tarea imposible de reescribir textualmente El Quijote, no copiándolo, sino creándolo él mismo de nuevo. Sólo logra completar unos fragmentos, que resultan palabra por palabra idénticos al original, pero que al ser el producto de un escritor francés del siglo XX tienen un sentido radicalmente distinto al del texto de Cervantes. El caso de Pierre Menard ilustra el predicamento del escritor tardío: aun cuando lograra reproducir la creación del precursor, su obra, por venir después, no será valorada de la misma manera. 


La conciencia de ser menor, o la más intolerable aún conciencia de ser igual de fuerte y estar condenado al lugar de segundón por el solo hecho de haber venido después, producen sufrimiento, angustia y dolor: ésta es una realidad que no puede ser modificada, pero lo que sí puede modificarse, mediante la negación, el desplazamiento, la represión, es la conciencia de esa realidad. Con esta consideración, la teoría de Bloom busca apoyo en el psicoanálisis freudiano. 


Incapaz de ser el precursor, incapaz de ignorarlo, al efebo le queda un sólo camino: revisarlo. El efebo olvida el poema de su precursor, es decir, reprime el recuerdo de ese poema: por tanto, el poema nuevo que escriba estará cargado del poema negado. O bien olvida parcialmente, recuerda mal (pero este es un olvido defensivo, creativo, que nada tiene que ver con la mera mala memoria) o lee mal, y recuerda esa mala lectura. Todo poema fuerte, señala Bloom, es una mala lectura, una mala interpretación, de un poema fuerte anterior: el error es lo que abre espacio a la creatividad. Una «buena» lectura, en cambio, sería la lectura de El Quijote que realiza Pierre Menard: tan buena que el poema nuevo no es más que un calco del anterior. Bloom utiliza el término cociente revisionista para aludir a la relación entre un poema primero y el poema segundo que lo revisa, es decir, realiza una «mala lectura» del primero. Bloom se coloca así en contra de cierta tradición crítica –y de sentido común– que divide las lecturas en buenas y malas de acuerdo a si son fieles, o no, a la obra leída. 


Bloom prefiere los términos lectura fuerte y lectura débil. Una lectura fiel, una lectura que respeta el sentido del original, lo que habitualmente se conoce como una buena lectura, es una lectura débil: no revitaliza al original, no produce nuevos sentidos, no produce nueva literatura. El escritor fiel no emergerá nunca de la sombra de su precursor. El escritor fiel es un lector idealista. La mala lectura es aquella que violenta, confunde, deforma el texto original, lo modifica para siempre. Toda lectura fuerte es una mala lectura, y el escritor que lee mal puede convertirse en un poeta fuerte, o escritor revisionista. Para que haya influencia debe haber errores de interpretación. La historia de la literatura es la historia de las malas lecturas que hacen los poetas fuertes de los poetas fuertes anteriores. Todo cociente revisionista es un mecanismo de defensa inconsciente (en el sentido freudiano) que realiza el efebo para recibir una influencia creativa del precursor sin morir (poéticamente) en el intento. Bloom señala seis maneras o modalidades de mala interpretación, es decir, seis cocientes revisionistas: 


Clinamen es la mala lectura o mala interpretación propiamente dicha. Al escribir su poema, el efebo sigue a su precursor y en algún punto se desvía, toma otra dirección. El poema del efebo no se aparta meramente ni abandona o desentiende del poema padre. Más bien, se convence de que el poema-padre debió haber realizado precisamente esta desviación que el nuevo poema va a hacer ahora. De manera análoga, en la historia de una familia un hijo intentará frecuentemente en su vida (de manera inconsciente), alejarse y acercarse a la vez al padre apartándose del camino que tomó, para tomar el camino que debió haber tomado. Esta corrección es una ilusión (el padre tomó el camino que quiso), pero le permite al hijo asimilar la influencia del padre y al mismo tiempo adquirir independencia y hasta un poder ilusorio sobre él. 


Tésera es complemento o antítesis. El poeta considera (erróneamente) que su precursor se ha quedado a mitad de camino, y el poema nuevo «completa» al poema precursor. El hijo considera no que el padre erró el camino sino que dejó una parte sin recorrer: él llegará a la meta que (según él) el padre se trazó, él completará su tarea. Se trata de nuevo de una ilusión, que frecuentemente actúa de manera inconsciente (la localización o implantación psíquica de la influencia literaria, señala Bloom, no se da en el superego sino en el ello o inconsciente), pero es una ilusión creativa que le permite al poeta-hijo recibir la influencia del padre sin ser aplastado por ella. 


Kenosis implica un aparrarse del precursor a través de un vaciarse o humillarse por parte del efebo. Bloom toma el término de san Pablo, en el que significa la «autohumillación» de Cristo al pasar de su condición de Dios a la de hombre. Es un movimiento de ruptura o discontinuidad: la peligrosa fuerza del precursor se deshace, pero en uno mismo. Bloom relaciona este cociente con los mecanismos freudianos de defensa: el hijo se defiende de la fuerza del padre deshaciéndola en sí mismo, y al hacerlo deshace también la fuerza del padre. Este tercer cociente, señala Bloom, señala más bien una relación entre poetas que entre poemas. 


Demonización. En ella el poeta posterior busca sus influencias más allá o más atrás del precursor, en una fuerza o poder anterior, a veces imaginada como sobre natural (angélica o diabólica) que el precursor habría recibido y que él ahora podrá recibir a su vez. No es del precursor de donde el efebo recibe su fuerza, sino que ambos la reciben de una fuerza superior, que por su carácter de no humana permite aliviar o desplazar los sentimientos de celos o humillación asociados con la angustia de las influencias. 


Ascesís. Aquí el poeta posterior busca la pobreza, se vuelve ascético y renuncia a alguna de sus dotes, y al hacerlo se libera (cree liberarse) de la carga de su enorme deuda con el padre-precursor. La analogía con el hijo que renuncia a una herencia para no deberle nada al padre puede resultar adecuada si recordamos que en el caso de la herencia literaria los términos de la renuncia están dictados por los términos de la herencia: el poeta segundo renuncia específicamente a aquellas cosas en las que el precursor es más fuerte, y el rechazo es tan minucioso y dependiente del original como lo sería una imitación. Un buen ejemplo es el de Samuel Beckett: en sus primeras obras trata de competir con su gran precursor Joyce en el mismo terreno, escribir obras de una riqueza e inventiva verbal que rivalicen con las de su precursor. Previsiblemente fracasa: y para escapar de la sombra de Joyce, Beckett elige otra lengua, una lengua que no domina bien: el francés. Renuncia a la lengua materna porque en esta lengua Joyce lo aplasta. En francés se ve obligado a escribir de manera seca, despojada, sin alusiones ni juegos de palabras. Luego vuelve a traducir sus textos al inglés a partir de la versión francesa, logrando un inglés huérfano, ascético, casi muerto: un inglés que es incapaz de contaminarse de la riqueza del inglés de Joyce. 


Apofrades es el retorno de los muertos. Es un movimiento que suele darse al final de una carrera exitosa del poeta. Así como el hijo que en su juventud se ha rebelado contra su padre con éxito, se convierte en un patriarca en la última etapa de su vida según el modelo de su padre y se le parece más que nunca, el poeta que se ha liberado de la sombra del precursor la invoca ahora con orgullo y respeto. Borges, que en su juventud lucha contra la sombra del poeta modernista Leopoldo Lugones, apartando su poética cuanto puede de la suya, en su madurez no sólo reivindica la figura de Lugones como padre y precursor, sino que abre su obra a su influjo. En 1960, Borges, que ya entonces había superado ampliamente a Lugones en éxitos y prestigio, se imagina llevando un ejemplar de su libro El hacedor a su maestro, ya muerto en el mundo real: «Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría.» 


La estampa del humilde discípulo que se acerca al maestro con la cabeza gacha para recibir su bendición es el reverso exacto de la realidad: es Borges el que le está ofreciendo a Lugones un lugar en su obra, es Lugones el que agradece la merced que un gran escritor le está haciendo a un escritor de segunda línea. Y es precisamente por eso que ahora en la escritura de Borges «se reconoce la voz» de Lugones con mayor claridad que en el Borges joven. Esto puede suceder ahora que Borges ha superado a Lugones y puede permitirse volver a él sin riesgo para su integridad poética. 


¿Qué es lo que está en juego, en última instancia, en el duelo literario entre efebo y precursor? ¿Cuál es el botín, cuál el trofeo? Según Bloom, es «la más grande de las ilusiones humanas, la visión de la inmortalidad». La victoria del poeta fuerte es una victoria sobre el tiempo y la muerte. La literatura es un sistema que permite defenderse de la muerte y el olvido posterior, pero es un sistema egoísta: quien se salva de la muerte y el olvido lo hace a costa de los demás. Si el canon literario es una barca que conduce a las tierras de la inmortalidad, no hay lugar para todos en ella: los más fuertes echan a los más débiles por la borda. 


La visión de Bloom es hasta cierto punto caníbal o vampírica: si cada obra se nutre de las energías de las anteriores, cada generación será más débil que la anterior. Tomada como un absoluto, es una visión que conduce inevitablemente a la idea del agotamiento de la literatura, y Bloom suele referirse a la nuestra como una «época tardía», como si el poema padre fuera una luz solar y los poemas posteriores apenas espejos que la van reflejando cada vez con menor intensidad. Pero habría que agregar que la literatura no sólo se nutre de la literatura, sino de todos los discursos que produce la cultura: en el pasado, de la cultura popular, y desde hace poco más de un siglo, de la cultura de masas. Autores como Dashiell Hammett, Raymond Chandler, William Burroughs, Jack Kerouac, Alien Ginsberg, Charles Bukowski, por mencionar sólo algunos de la cultura estadounidense, son olímpicamente ignorados por Bloom en sus estudios. Y justamente lo que caracteriza a estos autores es que su literatura deriva no sólo de la alta literatura anterior (como hacen los efebos de Bloom), sino de los discursos de la literatura de masas. También se manifiesta en ellos la angustia de las influencias (es notable por ejemplo en Chandler y Bukowski hacia Hemingway, en Ginsberg hacia Walt Whitman y William Carlos Williams), pero el desvío o clinamen se produce en ellos hacia fuera, hacia los márgenes de la literatura, y así escapan de ese agotamiento que Bloom señala como inevitable en nuestra época «tardía». 







Tomado de:
GAMERRO, Carlos (2003): Harold Bloom y el canon literario. Madrid, Campo de ideas, pp. 10-23.

04 febrero 2020

La aventura vanguardista de Martín Fierro. Beatriz Sarlo





La aventura vanguardista
de Martín Fierro


Beatriz Sarlo



La aparición de la revista Martín Fierro, en febrero de 1924, convirtió al campo intelectual argentino en escenario de una forma de ruptura estética típicamente moderna: la de la vanguardia. El cambio de las formas y la transformación de las costumbres literarias se manifiesta como "vanguardia" cuando existen actores y relaciones institucionales que pueden definirse como propios de un campo intelectual desarrollado. 


Es indispensable referir la vanguardia al sistema literario y al espacio socio-cultural respecto del cual rompe. Su radicalidad puede considerarse su rasgo europeo más constante (extendiéndose incluso a lo específicamente político: vanguardias rusa, alemana, surrealismo francés), pero siempre es una función relativa al campo intelectual que la vanguardia encuentra constituido y consagrado. La ruptura aparece vinculada con la extensión y desarrollo del campo intelectual, cuya legalidad la vanguardia niega. La consolidación y el prestigio de la tradición cultural crean, paradójicamente, la fuerza de su vanguardia.


Para decirlo de otro modo: el campo intelectual genera su vanguardia y las formas de la ruptura entran en sistema con las modalidades de la vida literaria preexistentes. El cambio ideológico-estético no se produce en un vacío social, sino que, por el contrario, encuentra en las formas sociales de la producción literaria sus condiciones de realización. Como momento revolucionario de la transformación de las relaciones intelectuales, la vanguardia propone no sólo cambios estéticos: también un concepto radical de libertad, el desprecio de las instituciones sociales y artísticas, el rechazo de las formas aceptadas de la carrera literaria y la consagración. A la náusea que se experimenta frente al mercado de bienes culturales, corresponde la afirmación de una verdad que divide a los artistas y al público.


La ruptura de la vanguardia, lejos de ser específicamente estética, y aun cuando reclame esa especificidad, afecta al conjunto de las relaciones intelectuales: las instituciones del campo intelectual y las funciones  socialmente aceptadas de sus actores. En suma, todas las modalidades de la organización material e ideológica de la producción artística son afectadas por la vanguardia. Pero, antes de ser afectadas, la hacen posible.

Por eso, para pensar la ruptura del martinfierrismo y, en particular, el carácter módico y la cautela de su programa, es preciso volver sobre los rasgos de la trama ideológica, histórica y cultural del campo intelectual surgido en la Argentina entre 1900 y 1920, el proceso contemporáneo de autoidentificación del escritor. Uno de los momentos de este curso de transformación es el modernismo y otro los años que rodean al Centenario de la Revolución de Mayo, cuando se difunde lo que se ha dado en llamar el primer nacionalismo cultural argentino. Se trata del pasaje de lo que David Viñas denominó escritores gentlemen del ochenta a los escritores profesionales; supone un movimiento complicado y muchas veces contradictorio, donde los rasgos de las nuevas relaciones del escritor con la sociedad aparecen contaminados por la supervivencia de formas ideológicas tradicionales.

Cuando nos referimos a escritores profesionales (tanto en el Centenario como, con algunas variaciones, en las vanguardias del veinte) lo que define la cuestión no es la forma en que los escritores obtenían sus medios de vida, ya que lo incipiente del mercado y la relativa extensión del público hacían improbable la existencia de escritores profesionales en el sentido de que vivieran de lo producido por la venta de sus obras. Se trata más bien del proceso de identificación social del escritor: hombres que dejaban de ser políticos y a la vez escritores para pasar a ser escritores que justamente en la práctica de la literatura afirmaban su identidad social. Los escritores del Centenario le dan un impulso decisivo a un proceso que había comenzado con el modernismo: el de la diferenciación de los escritores respecto de la "buena sociedad" y el de incorporación a la capa intelectual de hombres que no pertenecían a familias oligárquicas (aparecen entonces los primeros apellidos judíos e italianos de la literatura argentina). Una nueva forma de identidad social, la de artista, nuevas relaciones entre los hombres de letras y nuevos espacios para estas relaciones: el café reemplaza al club o el salón; la camaradería entre iguales, a las relaciones donde los compromisos políticos se tramaban con el parentesco. Nuevas figuras de escritor aparecen correlativamente: el bohemio, el malogrado, las jóvenes promesas. En consecuencia, el campo de estas relaciones secreta su ideología: los escritores comienzan a planear su actividad dentro de los marcos de la "vida de artista", con un proyecto creador que se esfuerzan por hacer público editando regularmente.


Hacia 1910 esta transformación está en curso, no sólo a causa de las dimensiones reducidas del campo intelectual, sino por la persistencia de algunos rasgos tradicionales: la tensión mérito estético-éxito de mercado (que no debe confundirse con una tensión sólo en apariencia similar que recorre a la vanguardia martinfierrista); la dimensión estrecha del mercado que imponía como reivindicación del escritor el patronazgo estatal o el ejercido por los grandes diarios sobre las letras y las artes; la importancia que conserva todavía en los episodios de iniciación literaria el sistema de las relaciones familiares; los límites impuestos por la represión moral y las conveniencias sociales.


El campo donde operan las instituciones intelectuales y sus agentes se ha modernizado con un ritmo creciente. Los protagonistas de esta modernización son los grupos de intelectuales y las cofradías estéticas con las que van a dirimir la supremacía del campo los martinfierristas: esto es, la revista Nosotros como órgano de consagración y difusión cultural y, en consecuencia, el grupo que de Gálvez a Giusti (con profundas diferencias  de programa ideológico y estético) funciona en torno a ella. Se cumple, en esa etapa, un programa de modernización de las costumbres culturales paralelo al de la constitución de una trama más compleja y compacta del campo intelectual. Giusti y Bianchi, los directores de Nosotros, son algo así como las figuras típicas del organizador intelectual de ese período. 


El programa es la unificación de la difusión y la producción intelectual y se corresponde con la tendencia de Nosotros de sentirse representante del campo en su conjunto, más allá de incipientes facciones que encuentran también espacio en la revista. La vanguardia vino precisamente para quebrar esta unidad: y la división fue un producto histórico del crecimiento y complejización del campo intelectual.

Martín Fierro propuso una ruptura con las instituciones y costumbres de un campo intelectual preexistente, cuyo desarrollo fue el que hizo socialmente posible el surgimiento de la vanguardia. Incluso algunas formas típicas de las costumbres literarias de los años que preceden y siguen al Centenario, dan cabida a los primeros signos de la renovación estética: la conferencia, forma típica del acto cultural en el Buenos Aires novecentista, fue también la forma en que Huidobro, en 1916, se relacionó por primera vez con el medio literario porteño. Su pasaje por Buenos Aires parece no haber dejado rastros registrables. Sin embargo, curiosamente, cuando Huidobro polemiza en España sobre su papel en la fundación de Ira estética creacionista, menciona una edición fantasma de sus poemas que habría hecho imprimir entonces, en 1916, en la ciudad porteña. Pero cuando Huidobro pasa por Buenos Aires, los que serán jefes de fila del vanguardismo no están allí o no hay condiciones reales para la recepción de su discurso. Borges vivía en Europa, y en 1918 se radicó en Madrid, donde pasó algunos años. A comienzos de la década del veinte Oliverio Girondo está también en Europa; Güiraldes, un solitario que rechaza las formas de las relaciones intelectuales de esos años, traba en París su amistad con Valéry Larbaud, cuyos Poemas de Barna-booth había conocido también en 1918. Pero, poco a poco, la trama del campo va incluyendo algunas de las líneas de un espacio habitable para la vanguardia. Dos editores vinculados con ella comienzan a publicar hacia 1918: Gleizer, que se especializó luego en ultraístas y martinfierristas, y Glusberg, fundador de la editorial Babel.

A comienzos de la década del veinte, en los dos o tres años anteriores a la aparición de las revistas de la vanguardia (Prisma, Proa, Inicial, Martín Fierro) el campo intelectual, hegemonizado todavía por la revista Nosotros, parece relativamente unificado. En estos años, por lo demás, la unidad del campo fue un requisito de su expansión. La prueba está en la historia, en el interior de Nosotros, de quienes serán los jefes o miembros de la vanguardia ultraísta y martinfierrista. En 1921, en su número 121, Nosotros publicó un texto programático de Jorge Luis Borges, "Ultraísmo", donde se desarrollaban algunas proposiciones estéticas de la vanguardia y se incluían cinco o seis poemas. Casi un año después, sin comentarios, se publicó una "Antología ultraísta" y, en el curso de 1923, un poema decididamente ultraísta de González Lanuza (número 171), otro de Córdova-Iturburu (número 166) y un artículo de Borges, "La encrucijada de Berkeley". En diciembre de 1923 se publica también en Nosotros otro artículo de Borges ("Acerca de Unamuno poeta", número 175) y en marzo de 1924 la revista reproduce un comentario de Díaz-Canedo, aparecido en España, sobre Fervor de Buenos Aires. Allí prácticamente se interrumpe la historia de esas relaciones entre la zona más institucionalizada del campo intelectual y los que constituirán casi de inmediato su vanguardia.


En el primer número de la revista Proa, donde colaboraron Borges, Guillermo de Torre, González Lanuza, Roberto Ortelli, Sergio Pinero, el manifiesto "Al oportuno lector" incluía afirmaciones como la que sigue: "El ultraísmo no es una secta carcelaria". ¿Cuál es el significado de esta denegación? Afirmar justamente la marginalidad respecto del campo intelectual consagrado por el prestigio y la crítica (de Nosotros) o, y quizás al mismo tiempo, reclamar un lugar en él. Sin embargo, como se ha visto, al mes siguiente (Proa sale en agosto), en el número de setiembre de Nosotros, se publica la primera antología del ultraísmo argentino: Borges, Pinero, Norah Lange, Ortelli, Guillermo Juan, González Lanuza. Episodios de una historia que era vivida por sus actores de manera compleja y contradictoria: si, por un lado, el de Nosotros, la tendencia hasta la aparición de Inicial  fue la de incluir a los jóvenes ultraístas en su marco, con la condescendencia propia de un aparato de consagración que no se permite marginar las formas de la renovación literaria; por el otro, desde la vanguardia, la colocación fue ambigua. En Martín Fierro se reclamará el cierre de la revista Nosotros, invocando una disposición municipal que prohíbe tener cadáveres en exhibición, pero hasta que la vanguardia no se dotó de espacio propio (la línea de revistas que, durante siete años, va de Prisma a Martín Fierro), la colocación de los jóvenes ultraístas no los obligó a ignorar, por principio, el espacio de consagración de Nosotros. 



Si la vanguardia va a enfrentarse con Nosotros en todo lo que se refiere al sistema, los principios y las instituciones de consagración (enfrentamiento, por lo tanto, estético e ideológico), la ruptura, que arrojó consecuencias decisivas sobre la literatura argentina, tuvo modalidades definidas por los rasgos del campo intelectual: el espacio reducido, las relaciones más o menos directas con los consagrados, la idea, propia de los directores de Nosotros, de que su revista podía ser la escena de un relevo generacional siempre que se aceptara el eclecticismo estético como marco, influyeron sobre los acontecimientos de la vida literaria hasta, por lo menos, la aparición de Inicial. En octubre de 1923, en los carteles que la anunciaban podía leerse: "¿Queréis saber cómo piensa la juventud argentina? Leed Inicial, Revista de la nueva generación". Y en el primer número (las cuatro primeras entregas son las más radicales): "Inicial será el hogar de toda esa juventud dispersa que vagabundea por las publicaciones y revistas más o menos desteñidas de nuestro ambiente". Nosotros, una de ellas.


Al mismo tiempo que aparecía Inicial, Nosotros publicó, en casi todos los números de 1923, la respuesta a su encuesta a la nueva generación. La dirección, en el número 168, presenta la encuesta así: "Horas de calma parecen ser las actuales. ¿Pero lo son, ciertamente? ¿No nos engañaremos? Para saberlo con precisión Nosotros ha iniciado una encuesta sobre las tendencias de la nueva generación literaria". Se puede trabajar la encuesta sobre dos líneas: en primer lugar, cuál es la jerarquía estético-literaria reconocida por los jóvenes cuando responden a las preguntas sobre los escritores mayores que respetan o consideran sus maestros. En segundo lugar, qué grado de cohesión e identificación experimentan, en su conjunto, como grupo y respecto del ultraísmo.


Las respuestas confirman la colocación y el peso de Lugones en el sistema literario argentino. Prácticamente sin excepción, y empezando por Borges, se le asigna, por su poesía o por su prosa, el centro del sistema. En Lugones se aprende a escribir: los argentinos tienen que escribir como Lugones o contra él. Y ambas opciones forman una estructura. En esta colocación central puede leerse la que Lugones tendrá para la revista Martín Fierro, una especie de obsesión literaria y política permanente: objeto del Parnaso satírico, centro de polémicas literarias, gran viejo. Si el caso de Lugones es tanto un fenómeno social como un efecto de su colocación en el campo, los otros consagrados por el sistema del Centenario aparecen también más o menos bien ubicados, aunque con desplazamientos, en las respuestas de los jóvenes de la vanguardia. La crítica y la estética de Nosotros puede reivindicar un triunfo significativo: los poetas Banchs y Capdevila, el novelista Gálvez, el ensayista Rojas, cuyo desprestigio meses después va a ser contraseña de la vanguardia, mantienen en la encuesta una colocación que se corresponde con la jerarquía oficial de la revista.

Lugones, como figura en negativo, siguió siendo parte del sistema literario de la vanguardia. Banchs y Capdevila, en cambio, desaparecen para encontrar lugar sólo en los Parnasos satíricos y Epitafios de Martín Fierro. Lugones reaparece como obsesión: es a su retórica a la que hay que retorcerle el cuello, el enemigo, así como Macedonio Fernández, otro gran viejo, es el maestro.


De algún modo, todavía el sistema de preferencias y exclusiones que diseñan las respuestas a la encuesta es el sistema de Nosotros. Entiéndase: los que responden recolocan algunos nombres dentro de la jerarquía de los consagrados, pero son retoques, ya que, excepto dos o tres menciones a Macedonio Fernández, no aparecen los que pocos meses después integrarán el sistema de la vanguardia martinfierrista: en primer lugar, sorprende la ausencia de Ricardo Güiraldes y, en segundo, la de Carriego, cuya herencia será reivindicada por Martín Fierro, disputándosela a los escritores de Boedo. La importancia de Carriego para una zona de la estética y la temática de la vanguardia se fija definitivamente, en 1930, en el libro que le dedica Borges. En los pocos meses que van del 23 al 24, la vanguardia ha montado su "álbum de familia" alternativo.


Crear un ambiente.


En 1923, Rojas ganaba el Premio Nacional de Literatura por su Historia de la literatura argentina, texto que puede pensarse como la síntesis ideológica y literaria del Centenario, y Güiraldes, después de vender 90 ejemplares de Xaimaca, en un gesto que resumía su desazón frente al "filisteísmo estético", tiró a un pozo de su estancia la edición de sus obras. En ambos datos pueden resumirse las tensiones que atravesaban el campo intelectual desde comienzos de la década del veinte. Y estos dos datos son los que se alterarán fundamentalmente en la operación de la vanguardia. 


En efecto, si hay una zona que la aparición de las revistas de vanguardia y en especial de Martín Fierro afecta profundamente, es la de las instituciones formales e informales del campo intelectual. Desde 1924, en todo lo que se refiere al sistema de consagración, la vanguardia se enfrenta por completo con Nosotros. Para Martín Fierro, la revista Nosotros representa una reduplicación, cuando no una agencia, en el campo intelectual, del sistema oficial de consagración y de sus criterios estéticosEn este aspecto se producirá una disputa enconada, porque lo que está en juego es la consagración, el prestigio y el público.


En una serie de artículos que llaman la atención por su sistematicidad, la dirección de Martín Fierro propone un programa de intervención para modificar el circuito tradicional de consagración. La revista se plantea una competencia por el prestigio literario desde el interior mismo de las instituciones y los premios oficiales. Acepta el "concurso" como mecanismo de promoción de los artistas jóvenes; también reconoce explícitamente la legitimidad de la intervención estatal como reguladora  y patrocinadora de las artes.


Traduciendo del sistema de oposiciones estético-institucionales, la política de círculo es la que se apoya en agentes del tipo de Nosotros, es decir las figuras consagradas de la década anterior. Esta política oficial no trae ningún "beneficio para el país", aclara la dirección de la revista, que en este aspecto de su línea se inscribe más en una tradición de reforma pacífica de las instituciones culturales que en una perspectiva radical propia de refusés como la de las vanguardias europeas. El moderatismo de Martín Fierro (el de Evar Méndez, su director y autor o inspirador de estos artículos) se limita a denunciar la política de camarillas, reclamando del Estado nacional una intervención que ponga fin a los favoritismos municipales. Al proponer que los premios de literatura pasen a depender del Ministerio de Instrucción Pública, Martín Fierro prolonga una línea que Manuel Gálvez, uno de sus enemigos literarios, había teorizado quince años en El diario de Gabriel Quiroga: la obligación que tiene el Estado de proteger económicamente a los artistas que, en una sociedad como la argentina y con un mercado literario incipiente, no pueden aún aspirar a vivir del producto de sus obras. 


Esta ideología del patronazgo estatal, que se corresponde con el carácter aún poco articulado del campo intelectual, coexiste en Martín Fierro y en la vanguardia en general con un rechazo elitista de los productos que la industria editorial lanza para un público más extenso y, por supuesto, menos culto.


La necesidad del apoyo institucional para el desarrollo del arte y la literatura se vincula, en Martín Fierro, con el reconocimiento de los derechos del Estado, de los principios de la nacionalidad cultural, y también de los méritos de los que trabajaron antes en el campo de la cultura. Esta disposición conciliadora, cuando elige un enemigo lo encuentra, típicamente, en el intendente de Buenos Aires y en la revista Nosotros, de donde salían muchos de los jurados y premiados municipales. La tensión antiburguesa característica de la vanguardia europea tiene su traducción rioplatense como oposición al filisteísmo estético y al mal gusto del burgués medio.


Es posible pensar razones económico-sociales del moderatismo martinfierrista. Junto con ellas, sobredeterminándolas, operaron los rasgos del campo intelectual que ya se han definido. Producto de ambas series es el programa que la dirección de Martín Fierro expuso del primer al último número. Para decirlo con las palabras con que el director Méndez resume, en 1927, la función de la revista: "formar un ambiente y despertar la vida literaria". Una parte muy importante de la agitación del periódico tiene como fin la modificación del campo intelectual la creación de un público, la implantación de nuevas costumbres en la vida literaria, la modificación del gusto.

Por eso, cuando el periódico se piensa a sí mismo define un conjunto de actividades fundadoras. Las editoriales Proa y Martín Fierro, que de diverso modo están vinculadas a Evar Méndez y editan a los escritores de vanguardia, tienen un programa explícito: serán exclusivistas, partidarias y de tendencia, comercialmente desinteresadas, respetuosas de los derechos del autor, pero también de las normas que sigue la moderna difusión del libro (publicidad en la calle, precios promocionales, descuentos especiales a los libreros por compras en firme, etc.). En suma el comienzo del fin de las ediciones de autor que fueron características del Centenario y de la década del 10 al 20.


Pero la reforma vanguardista afectó también otras modalidades del campo, por ejemplo, y pese al moderatismo frente a la sociedad y el Estado, la institucionalización del escándalo como forma típicamente vanguardista de la ruptura o la polémica literaria. El moderatismo del periódico y de toda la vanguardia argentina habla no sólo de los límites ideológicos de sus integrantes, sino fundamentalmente del campo intelectual y de la sociedad que lo contiene. La represión sexual y moral, el apoliticismo, la disciplinada afirmación de la nacionalidad y el poder del Estado, tienen que ver con ideologías sociales todavía tradicionales en sus estructuras profundas, que en este plano producen una vanguardia poco cuestionadora del orden social. Si el martinfierrismo no bromea con la familia, con la patria, con la religión ni con la autoridad; si, en oposición al proyecto de Bretón, la vida literaria es más literaria que vida, no puede dejar de reconocerse sin embargo que reformaron de manera decisiva las costumbres literarias del campo intelectual argentino. "Martín Fierro, recuerda Ulyses Petit de Murat, había incorporado mujeres a los banquetes. La literatura entonces era una cosa de hombres. Norah Lange fue pilar fundamental de estas reuniones. Pronunciaba discursos subida sobre una mesa". En efecto, la importancia de las relaciones literarias y su modificación es unánimemente subrayada en los recuerdos de los vanguardistas del veinte.


Finalmente, en este aspecto, Martín Fierro, tuvo sus amigos y aliados. En lo esencial, dos: Macedonio Fernández y Güiraldes. Ahora bien, para lograr 'verlos' había sido necesario que los martinfierristas reformaran el sistema literario argentino. Sólo un cambio de perspectiva sobre lo que la literatura es, podía permitir descubrir a Macedonio Fernández. Si uno de los rasgos de la vanguardia es enfrentarse con la norma poética que hegemoniza el mercado literario, si tiende a alejarse cuanto sea posible de esa norma y pretende con ese movimiento negar el mercado mismo y con él a su aparato de consagración y su disposición del prestigio, fue precisamente la publicación de los textos de Macedonio Fernández uno de los gestos más decididamente vanguardistas del periódico. En 1924, el mismo año en que aparece Martín Fierro, se publica Eurindia de Ricardo Rojas, verdadera Suma de la ideología del nacionalismo cultural novecentista. En la misma serie y en el mismo año se coloca El espíritu de aristocracia y otros ensayos, de Manuel Gálvez. Un año antes, Payró, que había vuelto de su larga permanencia europea, se hace cargo de la sección fija de La Nación, "Al azar de las lecturas". Frente a esta trama tupida del campo intelectual se produce la intervención de la vanguardia que comienza a construir su sistema en oposición con el hegemónico, que de ningún modo era socialmente percibido como arcaico o superado. En ese marco se ubica, entonces, la inclusión central de Macedonio en Martín Fierro.





Portadas de la revista Martín Fierro 



La literatura como mercancía.


La vanguardia reforma el sistema literario, niega la tradición y los linajes del campo intelectual y divide al público. Descubre sus antepasados en los que fueron rechazados por el mecanismo de consagración; convierte a un marginal en centro de su sistema, afirma que los que no leen así la literatura son incapaces, por reaccionarismo estético, de comprender a la vanguardia. Apollinaire editó a Sade y los martinfierristas, a Macedonio Fernández, los grandes marginales de las instituciones, ignorados por el mercado y por el público. Hay un destino común en estos marginados, que se resume en la oposición a la lógica y la moral del mercado (para la vanguardia la Lógica del mercado, el lucro, es su moral).


La vanguardia se concibe a sí misma como la verdad estética que, oponiéndose a la 'verdad' mercantil está en condiciones de poner en  descubierto la naturaleza real de la producción para el mercado. Su relación con el mercado es tan intensa porque la vanguardia es también, de algún modo, su producto. Sólo la producción de bienes simbólicos que concibe varios niveles de público y se piensa para uno de ellos, permite, como su cara negativa, textos que, aunque sea ilusoriamente, se postulen fuera del mercado y libres (opuestos) respecto de sus regulaciones. Pero este "estar fuera" propio de un momento de la vanguardia es siempre una colocación conflictiva. La vanguardia no se piensa a sí misma como un espacio alternativo del campo intelectual, sino que tiende a concebirse como el único espacio moral y estéticamente válido. Su tensión con la 'industria cultural' y con la cultura 'media' y 'baja' es ética. Pero también informa de una verdad social. La vanguardia es posible cuando tanto el campo intelectual como el mercado de bienes simbólicos han alcanzado un desarrollo relativamente extenso. Es decir, cuando el escritor siente a la vez la fascinación y la competencia del mercado, lo rechaza como espacio de consagración pero, secretamente, espera su juicio. La competencia en el mercado y por el público es, entonces, una de las formas modernas de la competencia estética. La tensión puede ser tan grande, o la vanguardia puede sentirse tan débil, que la retirada del mercado es uno de los momentos (el que se llamó 'heroico') de esta competencia. Cuando la vanguardia niega al mercado, divide al mismo tiempo al público, fundando para sus textos un tipo de lectura practicada en primer lugar por los escritores mismos: una lectura entre iguales.


La vanguardia argentina experimentó esta tensión con el mercado y con el público, rechazando al primero y proclamando la necesidad de hacer surgir un lector de nuevo tipo: reformar el gusto y crear los canales alternativos al mercado literario. Dos ejes: lucro-arte y argentinosinmigrantes definen la actitud del martinfierrismo frente a la literatura como mercancía. Hacer dinero con la literatura es una aspiración vinculada explícitamente al origen de clase del escritor. Este nexo no tiene para Martín Fierro excepciones.


La tensión de los vanguardistas argentinos, frente a la 'industria cultural' no es un mero reflejo de la ideología europea. Desde 1915 había prosperado en Buenos Aires una literatura producida para sectores medios y bajos, con tiradas relativamente altas de ediciones semanales a precios accesibles. A principios de la década del veinte, aunque esta tendencia del mercado había ya dejado atrás su apogeo, subsistían una decena de esas publicaciones semanales que llegaban a sacar hasta cincuenta números por año. No toda la literatura de este circuito era folletín, novela sentimental o de aventuras. Quiroga, en primer lugar, no sólo había publicado en muchas de estas colecciones sino que además había dirigido una, "El cuento ilustrado", de la que aparecieron en 1918, 30 números, con relatos de Güiraldes, Defilippis Novoa, Benito Lynch y Juan Carlos Dávalos. Sobre el final del período de apogeo, en 1922, se inicia "Los Pensadores", colección dirigida por Antonio Zamora, que será el editor de "Claridad" y, en consecuencia, de la literatura de Boedo. Salen hasta 1924 cien números, con tiradas que alcanzaron regularmente los 5000 ejemplares. Eran cuadernillos de 32 páginas, publicitados masivamente en Buenos Aires, que difundieron casi con exclusividad traducciones, en especial de literatura francesa y rusa. En 1924, "Los Pensadores" se convierte en revista, de la que aparecen, hasta 1926, 22 números con los textos y las polémicas de los "escritores sociales", la literatura de Boedo.


El nexo entre Zamora, "Los Pensadores" como colección semanal de ficción y Los Pensadores como espacio de la literatura social argentina, es importante para entender de qué modo en el rechazo del mercado, Martín Fierro une la condena moral ante el lucro y la refutación de una estética 'inferior'. Si el surgimiento del mercado de obras literarias tiene que ver con la ampliación del público, el problema de la vanguardia es, invariablemente, cómo dividirlo. Y la cuestión no es, por supuesto, meramente cualitativa. Las ideologías literarias opuestas de la vanguardia y el realismo social se enfrentan también en la opción sobre ampliación o división del público.


Hay zonas importantes de la producción literaria argentina del momento que Martín Fierro se propone ignorar, porque están relacionadas demasiado directamente con el mercado, y en consecuencia, con un público cuyo gusto 'filisteo' la vanguardia repudia. Si es preciso crear un público nuevo, hay que hacerlo reprimiendo, pulverizando el gusto del mercado. La literatura de kiosco y el teatro le parecen a la revista una forma corruptora de la competencia. De allí el reproche elitista que se les formula a los escritores de Boedo: ellos se proponen escribir controlando con un ojo el mercado, lo que es lo mismo: movidos por el lucro.


La estética de Boedo, desde la perspectiva de la vanguardia, revela su verdadero fin en la disputa por un lugar en el mercado, que tiene el poder de degradar todo lo que entra en su flujo. Martín Fierro, una de cuyas misiones programáticas era retorcerle el cuello al cisne modernista, se alarma, sin embargo, de que Zamora edite, en 32 páginas de mal papel y minúsculo cuerpo ocho, las Prosas profanas de Darío. Es claro que para Méndez, que firma el artículo, el modernismo es un enemigo que hay que liquidar estéticamente, pero al que no puede sino desear que quede inmune de la contaminación mercantil. Porque esta contaminación es también de clase: el peligro que amenaza a Darío no es sólo, como podría pensarse, el del filisteísmo estético de la burguesía. Más abajo en la sociedad, existen lectores más incomprensivos: "Padeces, le dice Méndez a Darío, ahora por el envilecimiento de 'Era un aire suave', de tu 'Palimpsesto', de tu 'Coloquio de los centauros', de todos los poemas de tu libro delicioso y predilecto, que las Milonguitas del barrio de Boedo y Chiclana, los malevos y los verduleros de las pringosas 'pizzerías' locales recitarán...".


Así la oposición lucro-arte revela detrás de las tensiones del campo intelectual, su verdad social. La flexión ética con que la vanguardia enuncia su juicio sobre el éxito de mercado, flexión que de ningún modo es pura falsedad, mera- representación ideológica o denegación simbólica, está reduplicada por una razón de clase. "Sabemos, sí, de la existencia de una subliteratura, que alimenta la voracidad inescrupulosa de empresas comerciales creadas con el objeto de satisfacer los bajos gustos de un público semianalfabeto". Este público, prosigue Martín Fierro, es el que alimenta las "glorias de la novela semanal". El vínculo que se establece así entre el carácter mercantil de la edición popular y la sensibilidad 'inferior', subraya también una relación entre el origen del escritor (sin entender a éste en términos estrechamente biográficos) y el dinero que la literatura puede producir. Hay una estética del escritor profesional (en términos amplios, en ese momento, la del realismo) que genera una continuidad no sólo aparente entre un novelista como Manuel Gálvez y los boedistas. Frente a esta estética, que produce su ideología corporativa, los martinfierristas proponen la verdad de la vanguardia, que condena la mercantilización artística: contra los "fabricantes de novelas", que no pueden aspirar a una legítima consagración.


La literatura de la "novela semanal" (arquetipo de literatura 'baja') tiene una poética que, definida por la presión del mercado, revela su origen. Escrita según una típica "deformidad de pronunciación" donde puede rastrearse al inmigrante, Martín Fierro retorna a propósito de ella el tema de la pureza lingüística como prueba de su disposición 'natural' para la cultura y el arte.


La violencia del ataque no es típica de Martín Fierro, que discute poco por cuestiones de principio, y, si lo hace, suele preferir la parodia o cualquier otra forma de la distancia humorística. Esta violencia es síntoma de que lo que está en debate es una cuestión fundamental, más desde el punto de vista ideológico que desde el estético. La oposición lucro-arte se ha transformado en la contradicción (social) argentinos viejos-inmigrantes. El carácter absoluto de esta contradicción es un obstáculo para registrar diferencias en la literatura que circula en el mercado. Por eso, la vanguardia tampoco puede leer a Horacio Quiroga, que ni es hijo de italiano, ni tiene que disimular una lengua que no le es 'natural', ni, finalmente, escribe mal, en el borde entre el naturalismo y el folletín, como Manuel Gálvez. La década del veinte es, en parte, la década de Quiroga en la literatura argentina: sus dos mejores colecciones de cuentos aparecen en 1924 y 1926 (El desierto y Los desterrados respectivamente). El 25 es quizás uno de los años cumbre de su prestigio. Publica en La Nación, La Prensa, Plus Ultra, Caras y Caretas, La Novela Semanal. En Martín Fierro se lo menciona una sola vez, en un poema del Parnaso satírico: "Escribió cuentos dramáticos / sumamente dolorosos / como los quistes hepáticos. / Hizo hablar leones y osos, / caimanes y jabalíes. La selva puso a sus pies / hasta que un autor inglés / (Kipling) le puso al revés / los puntos sobre la íes".Y en el número 36, en nota de Jacobo Fijman puede leerse como comentario a Cuentos para una inglesa desesperada, de Mallea: "este género literario tan explotado en nuestro medio por iletrados y semianalfabetos imaginativos". Junto con Quiroga, Lynch es el otro gran expulsado de la vanguardia martinfierrista. No es una disputa sobre los principios estéticos la que aísla a Quiroga de la revista que, por lo demás, cultiva el eclecticismo. El silencio hostil tiene más bien que ver con el tema reiterado de "los que hacen dinero con el arte", fórmula en la que se condensan no sólo todos los enemigos con que el mercado amenaza a la vanguardia, sino también todos los fantasmas que la ampliación del público había ya agitado frente a los escritores novecentistas, obligados, por primera vez en la historia literaria argentina, a competir en un espacio público, según leyes que no habían definido ellos mismos, y con hombres que, llegados de otras clases y de otros países, parecían dispuestos a reclamar un lugar en el campo intelectual y en la sociedad en su conjunto.


Por supuesto que esta oposición en el mercado es ennoblecida por la ideología literaria. Dividir al público es el gesto característico de la vanguardia y, sin duda, en esta división está una parte de su verdad. Pero encubre también la zona de una fisura social: "En arte hay dos actitudes: la de mirar al público y hacer piruetas de histrión necesarias para que los espectadores le arrojen moneditas de su simpatía (gloria mundana) y la de encararse con el misterio inexpugnable del arte mismo, siempre capaz de ennoblecer con su perenne juventud a los que se dan de cuerpo y alma". Léase también en este sentido el saludo de Martín Fierro a la aparición de Proa: "acción depuradora en un estilo superior", "independencia absoluta para la expresión del pensamiento escrito, sin las deformaciones impuestas por las convenciones, conveniencias y prejuicios"; de ellos se puede esperar mucho por su "adentramiento en la tradición, ya que sus nombres les enraiza en familias netamente argentinas". Origen de clase, relación con la tradición nacional, relación con el lenguaje y desinterés frente al mercado literario forman una estructura ideológica de la vanguardia argentina. 


El público de Boedo es el público de los barrios frente al del centro; en un sentido nacional, es un lector inseguro de su idioma argentino; en un sentido estético, es fundamentalmente un consumidor de cuentos y novelas, frente al público de Martín Fierro que lee poesía; en este mismo sentido, es de un público de teatro, fanático de las grandes compañías nacionales, frente al público de una revista que afirma la dignidad estética del cine y del jazz. Dos públicos y también dos sistemas literarios, dos sistemas de traducciones, dos formas que se acusan mutuamente de cosmopolitismo.


Vanguardia y criollismo.


El nombre que la revista adoptó en 1924 y conservó hasta su desaparición no puede explicarse sólo por la historia exterior que vincula a este segundo Martín Fierro con el primer Martín Fierro de 1919 y a éste con el suplemento de La Protesta, editado por Ghiraldo en la primera década del siglo. Hay que preguntarse por qué la revista más importante de la vanguardia argentina se llamó Martín Fierro precisamente. La conservación del nombre alude, desde el cabezal del periódico, a la cuestión de la nacionalidad cultural. Adolfo Prieto30 señaló con inteligencia que el criollismo tuvo una vigencia sorprendente en el interior del movimiento martinfierrista.


¿Por qué la problemática del nacionalismo cultural es tan persistente en la Argentina? Los escritores del Centenario, en especial Rojas, Lugones y Gálvez, tematizan la significación del Martín Fierro de Hernández en la elaboración de los mitos nacionales, formulando al mismo tiempo el primer cuerpo doctrinario del nacionalismo cultural. Tienen como telón de fondo la presión que intelectuales ajenos a las clases altas tradicionales ejercían sobre el campo intelectual, como parte de un proceso más global de constitución de capas medias urbanas de origen inmigratorio. Se plantea entonces, por primera vez de manera global y dramática, la cuestión de la identidad nacional, interrelacionada con la de la tradición cultural y el carácter sintético del "ser nacional" argentino. Sobre este punto el nacionalismo cultural se bifurca en dos líneas: los que como Ricardo Rojas proponen una fusión de la población nativa, gaucha, criolla de origen español e indígena, con los inmigrantes y sus hijos; y los que, como Lugones y Gálvez, perciben amenazada a la idiosincrasia cultural justamente por la presión lingüística, cultural e ideológica de la inmigración.


Planteado en estos términos, el debate no estaba cerrado en la década de 1920, aunque sí se habían formulado ya las posiciones definitivas, en especial en Eurindia, síntesis de la variante liberal democrática del nacionalismo cultural. Sin embargo, Brandan Caraffa afirma, medio siglo después, que entonces, en los años veinte, comenzaba a plantearse la cuestión nacional entre los intelectuales. Este sentimiento, históricamente falso ya que los escritores del Centenario tenían preeminencia, revela en cambio su verdad ideológica. También para la vanguardia las tareas de una cultura nacional deben resolverse en el vasto movimiento de renovación estética y vital que se propone al campo intelectual argentino. En el primer número de la revista, su presentación con el título "La vuelta de Martín Fierro" recibe la fuertísima carga simbólica que en la tradición argentina transfiere la alusión transparente no a la reaparición de un periódico anterior que llevaba el mismo nombre, sino al título de la segunda parte del poema de José Hernández y, especialmente, a este tercer regreso de su héroe, concebido como "esencia nacional" y encarnado en la vanguardia. La insistencia sobre la argentinidad del periódico aparece como requisito de que pueda cumplir su programa de renovación: Martín Fierro "acepta la responsabilidad de localizarse, porque de ello depende su salud". La decisión con que la revista reivindica un programa de regeneración cultural nacionalista se incluye, por supuesto, en el sistema de contradicciones que van a gobernar toda su historia. En el "Manifiesto" del número 4, la tradición cultural es descripta, con mayor desenfado, como el "álbum de familia" del que no se reniega pero respecto del cual no se experimenta una veneración fetichista. Sin embargo en el mismo "Manifiesto" comienza la exposición de un tema que, tributario parcialmente de esta problemática, enriquece las verdaderas novedades de la vanguardia. Se trata del nacionalismo lingüístico: "Martín Fierro tiene fe en nuestra fonética".


En su polémica sobre la literatura social con los escritores de Boedo, uno de los puntos centrales de la argumentación de Martín Fierro fueron los efectos literarios de la diferencia entre "argentinos sin esfuerzo" e hijos de inmigrantes. El punto clave es la relación que unos y otros tienen con el lenguaje, en especial con la lengua oral y su realización fonética. 


En el discurso de Martín Fierro la nacionalidad es una naturaleza. "Describir Cochinchina, se lee en uno de los 'Membretes' de Girondo, y que el poema tenga un sabor, inconfundible, a carbonada". Pero ¿cómo lograr que esta 'esencia nacional' impregne la escritura literaria? Marechal, en su nota crítica sobre Luna de enfrente de Borges, señala a la retórica como obstáculo de esa lengua hablada y escuchada: "Todo en un lenguaje que nos es querido, porque es el que hablamos de verdad, sin enaguas de retórica".Girondo concibe a la identidad (lingüística, gestual, corporal) como algo dado inmediatamente que, por su cualidad, es incompatible con el "esfuerzo intelectual" y con el trabajo presupuestos en toda adquisición.


La insistencia sobre las flexiones de la lengua oral es un tópico que, desde Martín Fierro, se va a proyectar en la década siguiente. Prieto, en sus consideraciones sobre El hombre que está solo y espera, texto de Scalabrini Ortiz que en su opinión pertenece al ciclo del martinfierrismo, señala: "Scalabrini advierte en la lengua coloquial un reflejo de la profunda alquimia que se opera en el alma del hablante, juzga a aquélla por ésta y se congratula de que las palabras y los giros convencionales circulen en el nivel de la más ajustada reciprocidad. Scalabrini comparte la gozoza convicción enunciada por algunos de los hombres de su generación (ese 'Martín Fierro tiene fe en nuestra fonética' de Girondo) y omite toda pauta comparativa que no provenga de las fuentes mismas del idioma". Al mismo tiempo, la seguridad que los martinfierristas experimentan frente a su "lengua natural" se emparenta con un motivo clásico del debate sobre la lengua en la Argentina: el de la peculiaridad del español rioplatense, que, desde la generación de 1837, opuso los rasgos renovadores de la lengua de los intelectuales argentinos a cualquier pretensión de hegemonía por parte del español de España. El tema de la independencia lingüística se une en Martín Fierro, como en los románticos, con la reivindicación de una libertad: la de 'contaminar' a la lengua literaria con las lenguas extranjeras. 


Ese ideal de español galicado, única lengua en que sería posible pensar a los rioplatenses, que defendieron Sarmiento y Juan María Gutiérrez, el ideal del poliglotismo del siglo XIX argentino, reaparece en la respuesta que los redactores de Martín Fierro dan al proyecto de La Gaceta Literaria de Madrid, de que, para evitar la fragmentación de Hispanoamérica, Madrid fuera declarada su "meridiano intelectual". 



En el discurso martinfierrista se resuelve la cuestión de quiénes son los que, por su relación 'natural' con la lengua nacional, pueden ser políglotas: un políglota argentino es el que tiene el español del Río de la Plata como lengua materna, de origen, y sólo sobre este origen seguro se puede construir el poliglotismo legítimo: podemos leer, incluso escribir, francés, inglés, italiano, pero la pronunciación lo decide todo. Es en la fonética donde se arriesga y se gana la propiedad de la lengua. La cuestión de la lengua es un capítulo de esa vasta y obsesiva (para los intelectuales argentinos) cuestión de la tradición cultural, vinculada, en la primera encuesta que organiza Martín Fierro, con la definición de un 'ser nacional', descripto en las preguntas como "sensibilidad y mentalidad argentina".


La cuestión de la nacionalidad cultural y, correlativa a ésta, del cosmopolitismo, es, en ese momento del proceso social argentino, una línea que divide el campo intelectual con un marcado sesgo de clase. Los escritores de Boedo casi no la tienen planteada o, cuando abordan el problema del cosmopolitismo cultural, es para afirmar que son los martinfierristas los verdaderamente europeizantes y cosmopolitas. Los martinfierristas, al mismo tiempo que se apoyan en la 'naturalidad' de la idiosincrasia cultural de la que serían depositarios, devuelven la acusación de cosmopolitismo y la convierten en un cargo de extranjería lingüística y cultural.


En realidad, la cuestión del cosmopolitismo debe leerse siempre como posiciones variables en un campo en disputa: cosmopolita es siempre el otro. Y, en el caso de las vanguardias del veinte, cosmopolitas son aquellos que traducen otros libros distintos de los que traducen ellos mismos: traducir a Tolstoi o a Anatole France es cosmopolitismo, mientras que, para los de Boedo, el europeísmo de la vanguardia se demuestra en la publicación de Supervielle, Apollinaire, Marinetti. El cosmopolitismo define una relación lícita o ilícita con la literatura extranjera.


La tradición de la vanguardia.


En el número 22, aparece un suelto firmado por Oliverio Girondo, proponiendo una campaña para un monumento a José Hernández, que debería recibir "la adhesión de todos los artistas sin distinción". La dirección, en el mismo número, contesta entusiasmada, trazando las líneas de una tradición nacional, pero liberal: "...filósofos como Agustín Alvarez, escritores como Eduardo Wilde, poetas como Guido Spano, del Campo, Ascasubi, Hernández, que constituyen la más enraizada nacionalidad, en cuya obra los argentinos futuros rastrearán y hallarán su espíritu y origen". Los nombres de la tradición son propuestos varias veces en Martín Fierro, y la encuesta sobre la '"sensibilidad argentina" hace pensar de inmediato a los que responden en una línea de filiación con los escritores del siglo XIX (Borges piensa en Eduardo Wilde; Rojas Paz, inexplicablemente, en el naturalista Cambaceres). Pero es un punto de esta tradición, el criollismo, el que se coloca como centro ideológico y estético, porque relacionada con él aparece la temática populista urbana. La cuestión del criollismo traza una línea en el interior del espacio propio de la revista. 


Hay criollismo legítimo y falso criollismo, hay un criollismo 'necesario' y un criollismo 'exagerado', superfluo desde el punto de vista de la lengua o de la temática. Es casi una tradición nacional argentina que el criollismo sea un campo de disputa y que la afirmación de un criollismo se haga siempre explícitamente en contra de otro. Sergio Pinero, en nota bibliográfica sobre Inquisiciones de Borges, traza el eje de la cuestión: "Creo que no es necesario referirse al lazo, al rodeo, ni a los potros para ser y manifestar alma de gaucho". Es claro que, centralmente, la afirmación se aplica al criollismo de Güiraldes, reivindicado por Marechal como 'auténtico' criollismo: "Don Segundo Sombra de Güiraldes me parece la obra más honrada que se haya escrito hasta ahora sobre el asunto. El autor destierra ese tipo de gaucho inepto, sanguinario y vicioso que ha loado una mala literatura popular". En este caso, la oposición criollismo versus moreirismo indicaría que la línea de disputa no es sólo interior al campo de la vanguardia sino que duplica, también ella, un límite de clase.


La pregunta que se hacen los martinfierristas es, en síntesis, cuál es la garantía del 'verdadero localismo' y, en consecuencia, quiénes pueden escribir sobre la temática populista urbana. Carriego, pero no los escritores de Boedo. Es la vanguardia la que puede depurar al criollismo y, según la propuesta de Borges, urbanizarlo. En este sentido los martinfierristas leen bien, en la construcción literaria de Borges, la novedad de lo que podría denominarse criollismo urbano de vanguardia.






















Tomado de:
SARLO, Beatriz: "Vanguardia y criollismo. La aventura de Martín Fierro".  En: ALTAMIRANO, C. Y SARLO, B. (1997): Ensayos argentinos. De Sarmiento a la Vanguardia. Bs As. Ariel, pp. 211-260.