30 agosto 2015

Eichmann cumplidor de la ley. Hannah Arendt





Eichmann cumplidor de la ley

Hannah Arendt


Sí vemos cómo Eichmann tuvo abundantes oportunidades de sentirse como un nuevo Poncio Pilatos y, a medida que pasaban los meses y pasaban los años, Eichmann superó la necesidad de sentir, en general. Las cosas eran tal como eran, así era la nueva ley común, basada en las órdenes del Führer; cualquier cosa que Eichmann hiciera la hacía, al menos así lo creía, en su condición de ciudadano fiel cumplidor de la ley. Tal como dijo una y otra vez a la policía y al tribunal, él cumplía con su deber; no solo obedecía órdenes, sino que también obedecía la ley. Eichmann presentía vagamente que la distinción entre órdenes y ley podía ser muy importante, pero ni la defensa ni los juzgadores le interrogaron al respecto. Los manidos conceptos de «órdenes superiores» y «actos de Estado» iban y venían constantemente en el aire de la sala de audiencia. Estos fueron los conceptos alrededor de los que giraron los debates sobre estas materias en el juicio de Nuremberg, por la sola razón de que producían la falsa impresión de que lo totalmente carente de precedentes podía juzgarse según unos precedentes y unas normas que los mismos hechos juzgados habían hecho desaparecer. Eichmann, con sus menguadas dotes intelectuales, era ciertamente el último hombre en la sala de justicia de quien cabía esperar que negara la validez de estos conceptos y acuñara conceptos nuevos. Además, como fuere que solamente realizó actos que él consideraba como exigencias de su deber de ciudadano cumplidor de las leyes, y, por otra parte, actuó siempre en cumplimiento de órdenes —tuvo en todo momento buen cuidado de quedar «cubierto»—, Eichmann llegó a un tremendo estado de confusión mental, y comenzó a exaltar las virtudes y a denigrar los vicios, alternativamente, de la obediencia ciega, de la «obediencia de los cadáveres», Kadavergehorsam, tal como él mismo la denominaba. 


Durante el interrogatorio policial, cuando Eichmann declaró repentinamente, y con gran énfasis, que siempre había vivido en consonancia con los preceptos morales de Kant, en especial con la definición kantiana del deber, dio un primer indicio de que tenía la vaga noción de que en aquel asunto había algo más que la simple cuestión del soldado que cumple órdenes claramente criminales, tanto en su naturaleza como por la intención con que son dadas. Esta afirmación resultaba simplemente indignante, y también incomprensible, ya que la filosofía moral de Kant está tan estrechamente unida a la facultad humana de juzgar que elimina en absoluto la obediencia ciega. El policía que interrogó a Eichmann no le pidió explicaciones, pero el juez Raveh, impulsado por la curiosidad o bien por la indignación ante el hecho de que Eichmann se atreviera a invocar a Kant para justificar sus crímenes, decidió interrogar al acusado sobre este punto. Ante la general sorpresa, Eichmann dio una definición aproximadamente correcta del imperativo categórico: «Con mis palabras acerca de Kant quise decir que el principio de mi voluntad debe ser tal que pueda devenir el principio de las leyes generales» (lo cual no es de aplicar al robo y al asesinato, por ejemplo, debido a que el ladrón y el asesino no pueden desear vivir bajo un sistema jurídico que otorgue a los demás el derecho de robarles y asesinarles a ellos). A otras preguntas, Eichmann contestó añadiendo que había leído la Crítica de la razón práctica. Después, explicó que desde el momento en que recibió el encargo de llevar a la práctica la Solución Final, había dejado de vivir en consonancia con los principios kantianos, que se había dado cuenta de ello, y que se había consolado pensando que había dejado de ser «dueño de sus propios actos» y que él no podía «cambiar nada». Lo que Eichmann no explicó a sus jueces fue que, en aquel «período de crímenes legalizados por el Estado», como él mismo lo denominaba, no se había limitado a prescindir de la fórmula kantiana por haber dejado de ser aplicable, sino que la había modificado de manera que dijera: compórtate como si el principio de tus actos fuese el mismo que el de los actos del legislador o el de la ley común. O, según la fórmula del «imperativo categórico del Tercer Reich», debida a Hans Franck, que quizá Eichmann conociera: «Compórtate de tal manera, que si el Führer te viera aprobara tus actos» (Die Technik des Staates, 1942, pp. 15 -16). Kant, desde luego, jamás intentó decir nada parecido. Al contrario, para él, todo hombre se convertía en un legislador desde el instante en que comenzaba a actuar; el hombre, al servirse de su «razón práctica», encontró los principios que podían y debían ser los principios de la ley. Pero también es cierto que la inconsciente deformación que de la frase hizo Eichmann es lo que este llamaba la versión de Kant «para uso casero del hombre sin importancia». En este uso casero, todo lo que queda del espíritu de Kant es la exigencia de que el hombre haga algo más que obedecer la ley, que vaya más allá del simple deber de obediencia, que identifique su propia voluntad con el principio que hay detrás de la ley, con la fuente de la que surge la ley. En la filosofía de Kant, esta fuente era la razón práctica; en el empleo casero que Eichmann le daba, este principio era la voluntad del Führer. Gran parte de la horrible y trabajosa perfección en la ejecución de la Solución Final —una perfección que por lo general el observador considera como típicamente alemana, o bien como obra característica del perfecto burócrata— se debe a la extraña noción, muy difundida en Alemania, de que cumplir las leyes no significa únicamente obedecerlas, sino actuar como si uno fuera el autor de las leyes que obedece. De ahí la convicción de que es preciso ir más allá del mero cumplimiento del deber. 


Sea cual sea la importancia que haya tenido Kant en la formación de la mentalidad del «hombre sin importancia» alemán, no cabe la menor duda de que, en un aspecto, Eichmann siguió verdaderamente los preceptos kantianos: una ley era una ley, y no cabían excepciones. En Jerusalén, Eichmann reconoció haber hecho dos excepciones. Durante aquel período en que cada alemán, de los ochenta millones que formaban la población, tenía su «judío decente», Eichmann prestó ayuda a un primo suyo medio judío y a un matrimonio judío de Viena, en cuyo favor había intercedido su tío. Incluso en Jerusalén, estas desviaciones le hacían sentirse un tanto descontento de sí mismo, y cuando en el curso de las repreguntas le interrogaron al respecto, Eichmann adoptó una actitud de franco arrepentimiento y dijo que había «confesado sus pecados» a sus superiores. Esta impersonal actitud en el cumplimiento de sus asesinos deberes condenó a Eichmann ante sus jueces, mucho más que cualquier otra cosa, lo cual es muy comprensible, pero según él esto era precisamente lo que le justificaba, tal como anteriormente había sido lo que acalló el último eco de la voz de su conciencia. No, no hacía  excepciones. Y esto demostraba que siempre había actuado contra sus «inclinaciones», fuesen sentimentales, fuesen interesadas. En todo caso, él siempre cumplió con su deber.


El cumplimiento del «deber» al fin le condujo a una situación claramente conflictiva con las órdenes de sus superiores. Durante el último año de la guerra, más de dos años después de la Conferencia de Wannsee, Eichmann padeció su última crisis de conciencia. A medida que la derrota se aproximaba, Eichmann tuvo que enfrentarse con hombres de su propia organización que pedían insistentemente más y más excepciones, e incluso la interrupción de la Solución Final. Este fue el momento en que abandonó las precauciones y, una vez más, se permitió tener iniciativas; por ejemplo, organizó las marchas a pie de los judíos desde Budapest hasta la frontera austríaca, después de que los bombardeos de los aliados hubieran desbaratado el sistema de transportes. Corría el otoño de 1944, y Eichmann sabía que Himmler había ordenado el desmantelamiento de las instalaciones de exterminio de Auschwitz y que la matanza de judíos iba a terminar. En esta época, Eichmann tuvo una de sus poquísimas entrevistas personales con Himmler, en el curso de la cual se dijo que este gritó a aquel: «Si hasta el presente momento se ha dedicado usted a liquidar judíos, de ahora en adelante y hasta nueva orden se dedicará usted a cuidar judíos, a ser su niñera. Debo recordarle que fui yo, y no el Gruppenführer Müller, ni tampoco usted, quien en 1933 fundó la RSHA. ¡Y aquí soy yo el único que da órdenes!». El único testigo que podía corroborar lo anterior era el muy dudoso Kurt Becher. Eichmann negó que Himmler le hubiera gritado, pero no negó la realidad de la entrevista. Probablemente Himmler no pronunció exactamente las palabras que se le atribuyen, puesto que seguramente sabía que la RSHA fue fundada en 1939, y no en 1933, y no por él sino por Heydrich, con su aprobación. Sin embargo, probablemente ocurrió algo parecido a lo relatado. Himmler, en aquel entonces, daba órdenes a diestro y siniestro en el sentido de que los judíos debían ser bien tratados —eran su más «segura inversión»— y la entrevista debió de constituir una triste experiencia para Eichmann.


La última crisis de conciencia de Eichmann comenzó en ocasión de sus misiones en Hungría, durante el mes de marzo de 1944, cuando el Ejército Rojo avanzaba por los Cárpatos hacia la frontera húngara. Hungría entró en la guerra a favor de Hitler, en 1941, con la sola finalidad de anexionarse territorios de sus vecinos, Eslovaquia, Rumania y Yugoslavia. El gobierno húngaro había sido manifiestamente antisemita antes de su entrada en la guerra, y después de este último acontecimiento se dedicó a deportar a todos los judíos apátridas de los territorios recién adquiridos. (En casi todos los países, las actividades antijudías se iniciaron teniendo por objeto a los apátridas.) Esto se encontraba totalmente fuera del marco de la Solución Final, y, en realidad, no encajaba en los complicados planes, entonces en preparación, según los cuales Europa sería «rastrillada de oeste a este», con lo cual Hungría se encontraría en un lugar bastante bajo en la lista de prioridades. La policía húngara había enviado a los judíos apátridas a las más cercanas zonas de Rusia, por lo que las autoridades alemanas de ocupación de estos territorios protestaron. Los húngaros se hicieron cargo de nuevo de unos cuantos miles de hombres que gozaban de fortaleza física, y ordenaron que el ejército, asesorado por unidades de policía alemana, fusilara a los restantes. El almirante Horthy, dictador fascista del país, no quiso llevar las cosas más lejos; sin embargo —y debido probablemente a la moderadora influencia de Mussolini y el fascismo italiano—, en los años siguientes, Hungría, al igual que Italia, se convirtió en un refugio para los judíos, al que incluso podían llegar, alguna que otra vez, refugiados de Polonia y Eslovaquia. Debido a la anexión de nuevos territorios y a la constante entrada de refugiados, en Hungría el número de judíos aumentó desde los quinientos mil allí existentes antes de que empezara la guerra hasta los ochocientos mil que había en el momento en que Eichmann llegó al país.


La misión de Eichmann era evidente. Trasladó su oficina entera a Budapest (lo cual, para su carrera, significaba un descenso), a fin de cuidar que se dieran «los pasos necesarios». Eichmann nopreveía lo que iba a suceder. Su principal temor era que los húngaros ofrecieran resistencia a la ejecución de sus planes, resistencia que él no hubiera podido vencer por cuanto carecía de personal, así como de la precisa información sobre las condiciones imperantes en el país. Sus temores resultaron infundados. La policía húngara se prestó con entusiasmo a hacer cuanto fuera necesario, y el nuevo secretario encargado de asuntos políticos (judíos), en el Ministerio del Interior húngaro, Lászlo Endre, era un hombre «impuesto en el problema judío», que llegó a trabar íntima amistad con Eichmann, en cuya compañía pasaba gran parte del tiempo que sus ocupaciones le dejaban libre. Todo se desarrolló «como en un sueño», como Eichmann decía siempre que rememoraba este episodio, y no se le presentaron dificultades de género alguno. Así era, a no ser que llamemos dificultades a ciertas discrepancias de menor importancia entre sus órdenes y los deseos de sus nuevos amigos. Por ejemplo, debido seguramente a que el Ejército Rojo avanzaba desde el este, Eichmann ordenó que el país fuera «rastrillado de este a oeste», lo cual significaba que los judíos de Budapest no serían evacuados sino semanas o quizá meses después de iniciarse la operación. Esto causó gran pesar a los húngaros, que deseaban que la capital fuese la primera ciudad en quedar judenrein. (El «sueño» de Eichmann fue una increíble pesadilla para los judíos; en ningún lugar se deportó y asesinó a tanta gente en tan poco tiempo. En menos de dos meses, 147 trenes sacaron del país a 434.351 personas, transportadas en vagones sellados, a razón de cien individuos por vagón; y las cámaras de gas de Auschwitz apenas pudieron dar abasto.) Las dificultades de Eichmann tuvieron su origen en otro punto. No era un hombre solo, sino tres, los que tenían orden de colaborar en la «solución del problema judío»; cada uno de ellos pertenecía a una organización distinta y a una línea de mando distinta. Técnicamente, Winkelmann era el superior de Eichmann, pero los altos mandos de las SS y los jefes de policía no estaban bajo la jurisdicción de la RSHA, es decir, de la organización a la que Eichmann pertenecía. Y Veesenmayer, del Ministerio de Asuntos Exteriores, no dependía de ninguno de los organismos antes nombrados. El caso es que a Eichmann le molestaba la presencia de los demás, y se negó a obedecer sus órdenes. Pero quien le planteó los peores problemas fue un cuarto individuo, al que Himmler había encargado una «misión especial» en el único país europeo que no solo tenía un considerable número de judíos, sino que estos judíos gozaban todavía de una posición económica merecedora de atención. De un total de ciento diez mil establecimientos comerciales y empresas industriales que había en Hungría, se decía quecuarenta mil estaban en manos judías. El hombre al que nos hemos referido era el Obersturmbannführer, y después Standartenführer, Kurt Becher. 




 En Jerusalén, Eichmann habló de "matar",
 "asesinar", "crímenes legalizados por el Estado"


Becher, el antiguo enemigo de Eichmann, que en la actualidad es un próspero comerciante de Bremen, fue citado, aunque ello pueda parecer raro, como testigo de descargo, en el juicio de Jerusalén. Por razones evidentes, Becher no pudo ir a Jerusalén, y fue interrogado en su ciudad de residencia. Su testimonio tuvo que ser recusado, debido a que le fueron mostradas con gran anticipación las preguntas que luego contestaría bajo juramento. Fue una verdadera lástima que Eichmann y Becher no pudieran ser enfrentados, y no solo por razones jurídicas. Este careo hubiera revelado otra zona del «cuadro general» que, incluso desde un punto jurídico, no carecía de trascendencia, ni mucho menos. Según sus propias manifestaciones, la razón por la que Becher ingresó en las SS fue que «desde 1932 hasta el presente día no había dejado de montar a caballo». Hace treinta años, este deporte lo practicaban, en Europa, únicamente los individuos miembros de las clases altas. En 1934, el entrenador de Becher le convenció de que ingresara en el regimiento de caballería de las SS, lo cual era, en aquellos días, lo mejor que podía hacer el ciudadano que quisiera pasar a formar parte del «movimiento» y mantener al mismo tiempo su prestigio social. (Jamás se mencionó una de las razones por las que Becher dio tanta importancia a la equitación en sus declaraciones: el tribunal de Nuremberg excluyó de las listas de organizaciones con responsabilidades criminales a las Reiter-SS.) Al estallar la guerra, Becher fue al frente, pero no como miembro del ejército, sino de las SS armadas, en las que era oficial de enlace con los jefes del ejército. Pronto fue retirado del frente y se le encomendó la misión de organizar y dirigir la compra de caballos destinados al departamento de personal de las SS, tarea en la que consiguió casi todas las condecoraciones que en aquellos tiempos cabía conseguir. 


Becher decía que le habían enviado a Hungría con la sola misión de comprar veinte mil caballospor cuenta de las SS. Lo cual es muy improbable, ya que  inmediatamente después de su llegada inició una serie de entrevistas y muy fructíferas negociaciones con los directores de las grandes empresas comerciales e industriales judías. Las relaciones de Becher con Himmler eran excelentes, podía verle cuando quisiera. Y su «misión especial» resultaba transparente. Su tarea consistía en obtener el control de las principales empresas judías, sin que el gobierno húngaro se enterara, y, a cambio de lo anterior, daría a los propietarios el pasaporte que les permitiera salir del país y una considerable suma en divisas. Su transacción más importante fue la concertada con la factoría dedicada a la industria del acero de Manfred Weiss, empresa gigantesca, con treinta mil empleados, que producía desde aviones, camiones y bicicletas hasta imperdibles y agujas. Como resultado de estas negociaciones cuarenta y cinco miembros de la familia Weiss emigraron a Portugal, y el señor Becher pasó a ser director de la empresa. Cuando Eichmann se enteró de tal Schweinerei, quedó indignado. La transacción podía poner en peligro sus relaciones con los húngaros, quienes, como es natural, tenían esperanzas de apoderarse de las propiedades judías radicadas en el suelo patrio. A Eichmann no le faltaba razón para indignarse, debido a que estos tratos contravenían la normal política nazi, que, en este aspecto, había sido siempre muy generosa. Por la ayuda que prestaban en la resolución del problema judío en los diversos países, los alemanes no pedían la menor parte de las propiedades judías, sino únicamente el coste de la deportación y exterminio de los judíos, y este coste variaba grandemente de un país a otro. Los eslovacos hubieran debido pa-gar entre trescientos y quinientos Reichsmarks por judío; los croatas tan solo treinta; los franceses, setecientos, y los belgas, doscientos cincuenta (parece que, salvo los croatas, nadie pagó). En aquellos últimos tiempos de la guerra, los alemanes pidieron, en Hungría, que el pago se efectuara mediante mercancías, mediante expediciones de alimentos al Reich, en cantidades equivalentes a la comida que hubieran consumido los judíos deportados. En cuanto a Eichmann  hacía referencia, el asunto Weiss estaba solamente en su inicio, y la situación empeoraría mucho todavía. Becher era un comerciante nato, y allí donde Eichmann tan solo veía enormes tareas de organización y administración, Becher vislumbraba casi ilimitadas posibilidades de ganar dinero. El único obstáculo con que tropezaba era la estrechez de miras de criaturas subordinadas cual Eichmann, que tenían el vicio de tomarse en serio el desempeño de sus tareas. Los proyectos del Obersturmbannführer Becher pronto le condujeron a colaborar estrechamente en las actividades de rescate del doctor Rudolf Kastner. (Al testimonio que Kastner prestó en su descargo, en el juicio de Nuremberg, debe Becher su libertad. Después de la guerra, Kastner, que era un viejo sionista, se trasladó a Israel, donde ocupó un alto cargo, hasta que un periodista publicó el relato de su colaboración con las SS. Inmediatamente, Kastner se querelló por difamación. Las declaraciones que había prestado en Nuremberg perjudicaron a Kastner, y cuando el tribunal de Jerusalén entendió en su caso, el juez Halevi, uno de los tres que juzgaron a Eichmann, dijo a Kastner que «había vendido su alma al diablo». En marzo de 1957, poco después de que el caso hubiera sido elevado al Tribunal Supremo de Israel, Kastner fue asesinado; al parecer, ninguno de los asesinos procedía de Hungría. En el tribunal la sentencia contra Kastner fue anulada, y su nombre plenamente rehabilitado.) Los tratos que Becher concertó con Kastner fueron mucho más simples que las complicadas negociaciones realizadas con los magnates industriales, ya que consistieron en fijar un precio por la vida de cada judío que había de ser rescatado, Hubo mucho regateo sobre este precio, y parece que en cierto momento también Eichmann intervino en el asunto, por lo menos en las conversaciones preliminares. De modo característico, el precio pedido por Eichmann fue el más bajo, a saber, doscientos dólares por judío, lo cual no se debía, como es natural, a que quisiera salvar de la muerte a más judíos, sino simplemente a que Eichmann no estaba habituado a las grandes transacciones. Por fin se acordó el precio de mil dólares, y un grupo formado por 1.684 judíos, entre los que se contaban los familiares del doctor Kastner, abandonó Hungría camino del campo de canje de Bergen-Belsen, desde el que partirían para Suiza. Un trato parecido mantuvo muy ocupadas a todas las partes interesadas hasta que los rusos ocuparon Hungría; en virtud de dicho trato, Becher y Himmler tenían esperanzas de obtener veinte millones de francos suizos, que pagaría el American Joint Distribution Committee, con los cuales podrían comprar todo género de mercancías, pero las negociaciones no produjeron resultados.


Ninguna duda cabe de que las negociaciones de Becher estaban plenamente aprobadas por Himmler, y que contradecían abiertamente las tradicionales órdenes «radicales» que Eichmann todavía recibía por medio de Müller y Kaltenbrunner, sus inmediatos superiores en la RSHA. Desde el punto de vista de Eichmann, los individuos como Becher eran corruptos, pero la corrupción difícilmente pudo ser causa de su crisis de conciencia, por cuanto, si bien Eichmann no era hombre susceptible de padecer tentaciones de este género, también es cierto que en la época a que nos referimos probablemente llevaba ya varios años rodeado por el espectáculo de la corrupción. Es difícil imaginar que Eichmann ignorase que su amigo y subordinado, el Hauptsturmführer Dieter Wisliceny, había aceptado, ya en 1942, cincuenta mil dólares del Comité Judío de Ayuda de Bratislava, a fin de que retrasara las deportaciones en Eslovaquia. Sin embargo, tampoco es imposible que Eichmann desconociera este hecho. A pesar de todo, Eichmann en modo alguno podía ignorar que Himmler, en el otoño de 1942, intentó vender permisos de salida a los judíos eslovacos, a cambio de una suma en moneda extranjera, suficiente para reclutar una división de las SS. Pero ahora, en 1944, en Hungría las cosas eran distintas, no debido a que Himmler se dedicara a los «negocios», sino debido a que los negocios se habían convertido en la política oficialmente seguida por los superiores de Eichmann. Ya no se trataba, pues, de corrupción. Al principio, Eichmann intentó participar en el juego y comportarse de acuerdo con las normas que lo regulaban. Entonces fue cuando intervino en las fantásticas negociaciones de «sangre por mercancías» —un millón de judíos a cambio de diez mil camiones para el tambaleante ejército alemán—, que, ciertamente, no fueron iniciadas por él. La manera en que, en Jerusalén, explicó la intervención que tuvo en este asunto demostró claramente cómo lo había justificado ante sí mismo. Lo consideró como una necesidad militar que le comportaría el beneficio adicional de un nuevo e importante papel en la cuestión de la emigración. Lo que nunca reconoció ante sí mismo fue que las crecientes dificultades, que surgían por todos lados, hacían de día en día más y más probable que él, Eichmann, se quedara pronto sin trabajo (y así ocurrió, pocos meses después), a no ser que consiguiera encontrar un hueco que le permitiera competir en la nueva carrera hacia el poder que había comenzado a su alrededor. Cuando el proyecto de permuta llegó a su previsible fracaso, ya era de general conocimiento que Himmler, pese a sus vacilaciones, debidas principalmente al miedo físico que Hitler le inspiraba, había decidido interrumpir la ejecución de la Solución Final, en todos sus aspectos, olvidándose de cuanto hiciera relación a negociaciones, a necesidades militares, a todo, salvo a aquellas ilusiones que se había forjado de representar, en el futuro, el papel de factor de la paz en Alemania. En esta época, apareció un «ala moderada» en las SS, formada por aquellos que eran lo bastante estúpidos para creer que el asesino capaz de demostrar que no había matado a cuantos hubiera podido matar tendría una maravillosa coartada, y que, al mismo tiempo, eran lo bastante inteligentes para prever que, con el retorno a las «circunstancias normales», el dinero y las buenas relaciones serían de suma importancia. 


Eichmann nunca se unió a esta «ala moderada», y es muy dudoso que hubiera sido admitido en ella, caso de pretenderlo. Eichmann no solo se había comprometido muy gravemente, sino que sus constantes relaciones con los representantes judíos le habían dado amplia notoriedad. Por otra parte, era demasiado primitivo para ser aceptado por aquellos bien educados «caballeros» de la clase media alta, hacia quienes tuvo, hasta el último momento, el más amargo de los resentimientos. Eichmann era muy capaz de enviar a la muerte a millones de individuos, pero no sabía hablar de ello de la manera adecuada, si no le proporcionaban el correspondiente código de lenguaje en clave. En Jerusalén, donde carecía de claves, Eichmann habló cuanto quiso de «matar», «asesinar», «crímenes legalizados por el Estado»... Llamaba al pan, pan y al vino, vino, en contraste con su defensor, cuyos sentimientos de superioridad social, con respecto a su defendido, se pusieron de manifiesto en más de una ocasión. (El doctor Dieter Wechtenbruch, ayudante del doctor Servatius —y discípulo de Carl Schmitt—, que estuvo presente durante las primeras semanas del juicio, fue enviado después a Alemania para interrogar a los testigos de la defensa y reapareció en Jerusalén en la última semana de agosto, estuvo siempre a disposición de los periodistas para contestar a sus preguntas, y parecía más impresionado por la falta de educación y de elegancia de Eichmann que por sus crímenes. El doctor Wechtenbruch dijo: «Es un ser insignificante, habrá que ver cómo nos las arreglamos para que salve los obstáculos que tiene ante sí» —wie wir das Würstchen über die Runden bringen—. El propio Servatius declaró, incluso antes del juicio, que la personalidad de su cliente era la propia de un «vulgar cartero».) Cuando Himmler adoptó una actitud «moderada», Eichmann saboteó sus órdenes tanto cuanto su valor se lo permitió, o, por lo menos, en tanto en cuanto creía estar «cubierto» por sus superiores inmediatos. En cierta ocasión, el doctor Kastner preguntó a Wisliceny: «¿Cómo se atreve Eichmann a sabotear las órdenes de Himmler?». En este caso, Kastner se refería a la interrupción de las marchas a pie en el otoño de 1944. Y la respuesta fue: «Probablemente puede ampararse en algún telegrama. Müller y Kaltenbrunner seguramente le han puesto a cubierto». Es muy posible que Eichmann tuviera una especie de confuso plan para liquidar el campo de Theresienstadt, antes de que a él llegara el Ejército Rojo, aun cuando al sentar esta afirmación únicamente podemos fundarnos en el dudoso testimonio de Dieter Wisliceny (quien meses, o quizá años, antes del fin de la guerra comenzó a preparar en propio beneficio y a expensas de Eichmann una coartada que presentó al tribunal de Nuremberg, ante el que compareció como testigo de la acusación, aunque de nada le sirvió ya que se concedió su extradición a Checoslovaquia, donde fue acusado para, en su día, ser ejecutado en Praga, donde no tenía amistades y donde de nada podía servirle el dinero). Otros testigos aseguraron que fue Rolf Günther, uno de los subordinados de Eichmann, quien preparó el desmantelamiento de Theresienstadt, y que, por el contrario, había una orden dictada por Eichmann, en el sentido de que el gueto se dejara intacto. De todos modos, no cabe ninguna duda de que incluso en el mes de abril de 1945, cuando prácticamente todos pasaron a ser «moderados», Eichmann aprovechó una visita que Paul Dunand, de la Cruz Roja Suiza, efectuó a Theresienstadt, para hacer constar que no estaba de acuerdo con la nueva política seguida por Himmler con respecto a los judíos.


En consecuencia, no cabe siquiera discutir que Eichmann hizo cuanto estuvo en su mano para que la Solución Final fuera verdaderamente final o definitiva. Tan solo cabe preguntarnos si ello fue así en virtud de su fanatismo, de su odio sin límites hacia los judíos, o si mintió ante la policía y juró en falso ante el tribunal de Jerusalén, cuando afirmó que siempre se había limitado a cumplir órdenes. Estas fueron las alternativas que se formularon los jueces, que tanto se  esforzaron en comprender al acusado, que le trataron con consideración y auténtica, cálida, humanidad, como probablemente jamás se había visto tratado. (El doctor Wechtenbruch dijo a los periodistas que Eichmann tenía «gran confianza en el juez Landau», como si Landau pudiera solucionar los problemas de Eichmann; el doctor Wechtenbruch consideró que la confianza que Eichmann sentía era el resultado de la necesidad que tenía de estar sometido a una autoridad u otra. Cualquiera que fuese su base, dicha confianza fue evidente en el curso del juicio, y quizá a ello se debiera que Eichmann sufriera tan gran «desengaño» al enterarse de la sentencia. Eichmann confundió los sentimientos humanitarios con la blandura.) La «bondad» de los tres jueces, su imperturbable y ligeramente anticuada fe en los fundamentos morales de su profesión, quizá sean la prueba de que nunca llegaron a comprender a Eichmann. La triste e inquietante verdad es, probablemente, que no fue su fanatismo sino su mismísima conciencia lo que impulsó a Eichmann a adoptar su negativa actitud en el curso del último año de la guerra, del mismo modo que le había impulsado a adoptar una actitud de sentido contrario durante una breve temporada, tres años antes. Eichmann sabía que las órdenes de Himmler contradecían abiertamente la orden del Führer. Por esto, no necesitaba conocer los detalles de las operaciones que se llevaban a cabo, pese a que el conocimiento de los mismos hubiera fortalecido aún más la postura adoptada. Tal como resaltó la acusación en la vista ante el Tribunal Supremo, cuando Hitler se enteró, a través de Kaltenbrunner, de las negociaciones encaminadas a permutar judíos por camiones, «la posición de Himmler quedó gravemente quebrantada a ojos de Hitler». Y pocas semanas antes de que Himmler detuviera la labor de exterminio en Auschwitz, Hitler, plenamente conocedor de las últimas maniobras de Himmler, mandó un ultimátum a Horthy, diciéndole que «esperaba que el gobierno de Budapest adoptara sin más retrasos las medidas pertinentes contra los judíos». Cuando llegó a Budapest la orden de Himmler en la que exigía la interrupción de la evacuación de los judíos húngaros, Eichmann amenazó, según un telegrama enviado por Veesenmayer, con «solicitar al Führer una nuevadecisión», y los jueces de Jerusalén consideraron que este telegrama tenía una fuerza acusatoria «muy superior a la de cien testigos».


Eichmann perdió su batalla contra el «ala moderada», encabezada por el Reichsführer SS y jefe de la policía alemana. El primer indicio de su derrota se produjo en el mes de enero de 1945, cuando el Obersturmbannführer Kurt Becher fue ascendido a Standartenführer, el grado que Eichmann ambicionó obtener durante toda la guerra. (Eichmann tan solo decía la verdad a medias cuando afirmaba que en su organización no podía alcanzar un grado superior al que tenía, ya que hubiese podido ser nombrado jefe del Departamento IV-B, en vez de ocupar la Subsección IV-B-4, y entonces hubiese sido automáticamente ascendido. La verdad probablemente era que a los individuos como Eichmann, que habían ascendido desde la categoría de simples números, jamás se les permitía rebasar el grado de teniente coronel, como no fuera por méritos de guerra.) El mismo mes en que Hungría fue liberada, Eichmann fue llamado de nuevo a Berlín. Allí, Himmler había nombrado a Becher, el enemigo de Eichmann, Reichssonderkomissar al frente de todos los campos de concentración, y Eichmann fue trasladado de la oficina de «asuntos judíos» a otra, extremadamente insignificante, relacionada con la «lucha contra las iglesias», asunto del cual, para colmo de males, Eichmann no sabía absolutamente nada. La rapidez del ocaso de Eichmann, durante los últimos meses de la guerra, es un expresivo indicio de hasta qué punto estaba Hitler en lo cierto, cuando declaró en su búnker de Berlín, en abril de 1945, que las SS ya no merecían su confianza.


En Jerusalén, al tener Eichmann las pruebas documentales de su extraordinaria lealtad a Hitler y a las órdenes del Führer, intentó, en diversas ocasiones, explicar que en el Tercer Reich «las palabras del Führer tenían fuerza de ley» (Führerworte baben Gesetzeskraft), lo cual significaba, entre otras cosas, que si la orden emanaba directamente de Hitler no era preciso que constara por escrito. Eichmann procuró explicar que esta era la razón por la que nunca pidió que le dieran una orden escrita del Führer (jamás se ha podido hallar un solo documento de tal índole, referente a la Solución Final, y probablemente nunca lo hubo), pero que, en cambio, sí pidió que le enseñaran las órdenes de Himmler. Ciertamente, este estado de cosas era verdaderamente fantástico, y se han escrito montones de libros, verdaderas bibliotecas, de muy «ilustrados» comentarios jurídicos demostrando que las palabras del Führer, sus manifestaciones orales, eran el derecho común básico. En este contexto «jurídico», toda orden que en su letra o espíritu contradijera una palabra pronunciada por Hitler era, por definición, ilegal. En consecuencia, la posición de Eichmann ofrecía un extremadamente desagradable parecido a la de aquel soldado, tantas veces citado, que hallándose en una situación normalmente legal, se niega a cumplir órdenes que son contrarias a su ordinario concepto y experiencia de lo que es legal, por lo cual las considera criminales. La abundante literatura existente sobre este tema suele basar sus razonamientos en el significado, comúnmente equívoco, de la palabra «ley», que en este contexto significa, a veces, la ley común —es decir, la ley promulgada y positiva—, y, otras veces, la ley que según se dice está grabada por igual en el corazón de todos los hombres. Sin embargo, desde un punto de vista práctico, para poder desobedecer una orden es necesario que esta sea «manifiestamente ilegal», y la ilegalidad debe «flamear» como una bandera negra en estas órdenes, como un aviso que rece ¡Prohibido!, tal como la sentencia hizo constar. En un régimen político criminal, la bandera negra con su aviso flamea, «manifiestamente, sobre órdenes que serían las legales en regímenes normales —por ejemplo, «no matar a ciudadanos inocentes por el solo hecho de ser judíos»—, tal como ondea sobre una orden criminal dada en circunstancias normales. Recurrir a la inequívoca voz de la conciencia o, dicho sea en el lenguaje todavía más vago que emplean los juristas, al «general sentimiento de humanidad» (Oppenheim-Lauterpacht, en International Law, 1952), no solo constituye una petición de principio, sino que significa rehusar conscientemente a enfrentarse con el más básico fenómeno moral, jurídico y político de nuestro siglo. 


Sin duda, no fue tan solo la convicción que Eichmann tenía de que Himmler daba en aquel entonces órdenes criminales lo que determinó su actuación. Concurría también un factor personal que no era fanatismo, sino su genuina, «ilimitada e inmoderada admiración hacia Hitler» (como la calificó uno de los testigos de la defensa), hacia el hombre que había llegado «desde cabo acanciller del Reich». Sería ocioso intentar averiguar qué era más fuerte en Eichmann, su admiración hacia Hitler o su decisión de seguir siendo un ciudadano fiel cumplidor de las leyes del Tercer Reich, cuando Alemania era ya un montón de ruinas. Durante los últimos días de la guerra, ambos motivos ejercieron su influjo una vez más, cuando Eichmann estaba en Berlín y vio con violenta indignación que todos los que le rodeaban tenían el sentido común de proveerse de documentos falsos, antes de que llegaran los rusos o los americanos. Pocas semanas después, el propio Eichmann comenzó a ir de un lado para otro, bajo nombre supuesto, pero, entonces, Hitler ya había muerto, la «ley común» había dejado de existir, y Eichmann, tal como dijo, había quedado liberado de su juramento. El juramento que prestaban los miembros de las SS se diferenciaba del de los soldados en cuanto les ligaba solamente a Hitler, no a Alemania. 


El caso de conciencia de Adolf Eichmann, evidentemente complicado pero no único, no admite comparación con el de los generales alemanes, uno de los cuales, al preguntársele en Nuremberg: «¿Cómo es posible que todos ustedes, honorables generales, siguieran al servicio de un asesino, con tan inquebrantable lealtad?», repuso que no era «misión del soldado ser juez de su comandante supremo. Esta es una función que corresponde a la Historia, o a Dios en los Cielos» (palabras del general Alfred Jodl, ahorcado en Nuremberg). Eichmann, mucho menos inteligente y prácticamente carente de educación, vislumbraba, por lo menos, de un modo vago, que no fue una orden sino una ley lo que les había convertido a todos en criminales. La distinción entre una orden y la palabra del Führer radicaba en que la validez de esta última no quedaba limitada en el tiempo y el espacio, lo cual es la característica más destacada de la primera. Esta es también la razón en cuya virtud la orden dada por el Führer de que se llevara a término la Solución Final fue seguida por un diluvio de reglamentos y ordenanzas, documentos todos redactados por expertos juristas y no por funcionarios administrativos; la orden de Hitler, a diferencia de las órdenes corrientes, recibió el tratamiento propio de una ley. No es necesario añadir que los consecuentes formalismos jurídicos, lejos de ser una simple manifestación de pedantería o perfeccionismo alemán, cumplieron muy eficazmente la función de dar externa apariencia de legalidad a la situación existente. Y, al igual que la ley de los países civilizados presupone que la voz de la conciencia dice a todos «no matarás», aun cuando los naturales deseos e inclinaciones de los hombres les induzcan a veces al crimen, del mismo modo la ley común de Hitler exigía que la voz de la conciencia dijera a todos «debes matar», pese a que los organizadores de las matanzas sabían muy bien que matar es algo que va contra los normales deseos e inclinaciones de la mayoría de los humanos. El mal, en el Tercer Reich, había perdido aquella característica por la que generalmente se le distingue, es decir, la característica de constituir una tentación. Muchos alemanes y muchos nazis, probablemente la inmensa mayoría, tuvieron la tentación de no matar, de no robar, de no permitir que sus semejantes fueran enviados al exterminio (que los judíos eran enviados a la muerte lo sabían, aunque quizá muchos ignoraran los detalles más horrendos), de no convertirse en cómplices de estos crímenes al beneficiarse con ellos. Pero, bien lo sabe el Señor, los nazis habían aprendido a resistir la tentación.


















Tomado de:
ARENDT, Hannah (2003): Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. Barcelona, Lumen, pp.83-91

19 agosto 2015

Michelet y el abismo del mal. Georges Bataille




Michelet y el abismo del mal

Georges Bataille


Pocos hombres apostaron con más ingenuidad que Michelet por unas cuantas ideas simples: para él, el progreso de la Verdad y de la Justicia, y el retorno a las leyes de la Naturaleza, eran procesos indefectibles. Su obra es, en ese sentido, un hermoso acto de fe. Pero aunque percibió mal los límites de la razón, las pasiones que se oponen a ella - es la paradoja que me sorprende- encontraron en él, en algún caso, a un cómplice. Yo no comprendo cómo llegó a escribir un libro como La Sorciére (La Bruja) (que sin duda obra de la suerte parece ser que algunos dossiers no utilizados hasta entonces, reunidos en el curso de algunos años, le decidieron a redactarla)-. La Bruja convierte a su autor en uno de los que con más humanidad han hablado del Mal.


A mi parecer se extraviaba. Pero los caminos que siguió - al azar, guiado por una curiosidad "malsana"- no dejan de llevar hacia nuestras verdades. No hay duda de que esas caminos son los del Mal. No del Mal que hacemos abusando de la fuerza a costa da los débiles: sino de ese Mal, al contrario, exigido por un deseo enloquecido de libertad, y que va contra el propio interés. Michelet lo consideraba como un rodeo que hubiera dado el Bien. Intentó legitimarlo cuando le era posible: la bruja era la víctima y moría en el horror de las llamas. Era natural invertir los valores de los teólogos. ¿No se hallaba el Mal del lado del verdugo? La bruja encarnaba a la humanidad sufriente, que los fuertes perseguían. Estos puntos de vista, sin duda fundados en parte, corrían el riesgo de impedir a priori al historiador ver más allá. Pero su alegato oculta una intención profunda. Lo que sensiblemente guiaba a Michelet era el vértigo del Mal: era una especie de extravío. El abismo del Mal atrae, independientemente de las ventajas que se deriven de las malas acciones (al menos de algunas de ellas, pero si se consideran en su conjunto los caminos del Mal, ¡qué pocos llevan al interés!).


El sacrificio.


Los datos de este problema no son externos a sus orígenes históricos, es decir, a la oposición del maleficio y el sacrificio. Este enfrentamiento no es en ninguna parte tan vivo como en el mundo cristiano que lo iluminó con los fulgores de innumerables hogueras. Pero aproximadamente viene a ser el mismo en todos partes y en todas las épocas: es una constante que afecta por una parte a la iniciativa social, que confiere al sacrificio una dignidad, vinculada a las religiones y que afecta, por otra parte, a la iniciativa particular, no social que subraya el sentido poco recomendable del sacrificio, vinculado a las prácticas de la magia. Esta constante responde sin duda a alguna necesidad elemental, cuyo enunciado debería imponerse por su carácter evidente.


He ahí lo que habremos de demostrar. Lo mismo que algunos insectos, en condiciones determinadas, se dirigen juntos hacia un foco de luz, nosotros nos dirigimos todos a la parte opuesta a una región donde domina la muerte. El resorte de la actividad humana es por lo general el deseo de alcanzar el punto más alejado posible del terreno fúnebre (que se caracteriza por lo podrido, lo sucio, lo impuro): por todas partes borramos las huellas, los signos, los símbolos de la muerte, a costa de incesantes esfuerzos. Llegamos a borrar incluso, si es posible, las huellas y los signos de esos esfuerzos. Nuestro deseo de elevarnos no es más que un síntoma, entre cientos, de esa fuerza que nos dirige hacia las antípodas de la muerte. El horror que experimentan los ricos ante los obreros, el pánico que sienten los pequeños burgueses ante la idea de caer en la condición obrera procede del hecho de que a sus ojos los pobres están más cerca que ellos de la guadaña de la muerte. Y a veces esos caminos turbios de la suciedad, de la impotencia, del lodazal, que se deslizan hacia la muerte son más aún objeto de nuestra aversión que la misma muerte. Esta inclinación angustiada actúa quizá todavía más en nuestras afirmaciones de principios morales que en nuestros reflejos. Nuestras afirmaciones son veladas: palabras altisonantes confieren a una aceitada negativa un sentido positivo - vacío, evidentemente -, pero engalanado con el brillo de los valores resplandecientes. Sólo sabemos dar el primer rango al bien de todos - ganancia fácil y pan asegurado -, fines legítimos y puramente negativos (se trata en realidad de alejar a la muerte). En la escala de la sabiduría nuestras concepciones generales de la vida son siempre reductibles al deseo de durar. Michelet, en esto, no se diferencia de los más sabios. 


Esta actitud y estos principios son inmutables. Por lo menos, en tanto que existen siguen siendo y deben seguir siendo la base. Pero no podríamos adherirnos a ellos por completo. Incluso para buscar el interés que ellos persiguen, es necesario contravenirlos en una cierta medida. A veces la vida necesita no huir de las sombras de la muerte, sino por el contrario dejarlas crecer en sí, hasta los límites del desfallecimiento, hasta el fin de la misma muerte. El constante retorno de elementos aborrecidos - cotra los que se dirigen los movimientos de la vida- seda en las condiciones normales pero insuficientemente. Por lo menos no es suficiente que las sombras de la muerte renazcan u pesar muestro: debemos incluso atraerlas voluntariamente - de un modo que responda con exactitud a nuestras necesidades (me refiero a las sombras, no a la muerte misma)-. Para ello nos sirven las artes que, en las salas de espectáculos, tienen como efecto llevarnos al más alto grado posible de angustia. Las artes - o por lo menos algunas de ellas- evocan sin cesar ante nosotros esos desórdenes, esos desgarramientos y esas decadencias que toda nuestra actividad está encaminada a evitar. (Proposición que se verifica incluso en el arte cómico) Por muy poco peso que tengan, en última instancia, estos elementos que queremos eliminar de nuestra vida, y que de nuevo nos traen las artes, no dejan de ser signos de muerte: si reímos, si lloramos, es por que, víctimas por un instante de un juego o depositarios de un secreto, la muerte nos parece libera. Pero esto no quiere decir que el horror que nos inspira se haya hecho ajeno a nosotros: sino que lo hemos superado por un instante. 


Indudablemente los impulsos vitales provocados de este modo carecen de alcance práctico: no poseen la fuerza convincente de aquellos que, al proceder de la aversión, provocan el sentimiento del trabajo necesario. Pero no por ello tienen menos valor. Lo que la risa enseña es que al evitar con prudencia los elementos de muerte, tendemos tan sólo a conservar la vida: pero en cambio al penetrar en la región que la prudencia nos aconseja evitar, la vivimos. Porque la locura de la risa es sólo aparente. Al arder al contacto con la muerte, al extraer de los signos que representan su vacío una reduplicación de la conciencia del ser, y al introducir -violentamente- lo que debía ser rechazado, nos saca durante un cierto tiempo del callejón sin salida en el que encierran la vida aquellos que no saben hacer más que conservarla. 


Excediéndome un poco de la intención limitada que tengo de plantear razonablemente el problema del Mal, diré del ser que nosotros somos, que es, en primer lugar, finito (individuo mortal). Sus límites le son sin duda necesarios, pero no obstante él no puede soportarlos. Transgrediendo esos límites necesarios para su conservación es como afirma su esencia. El carácter finito de los únicos seres conocidos sería contrario, admitámoslo, a otros caracteres del ser, si no estuviera paliado por una extrema inestabilidad. Además no importa: me queda por recordar que esas artes que mantienen en nosotros la angustia y la superación de la angustia, son las herederas de las religiones. Nuestras tragedias, nuestras comedias son la prolongación de los antiguos sacrificios, cuya disposición responde con más claridad a mis descripciones. Prácticamente, todos los pueblos han atribuido la mayor importancia a esas solemnes destrucciones de animales, de hombres o de vegetales, que unas veces efectivamente eran de gran valor, y que otras eran ficticiamente tasados como si tuvieran gran valor. Estas destrucciones, en su principio, eran consideradas criminales, pero la comunidad tenía la obligación de realizarlas. Los fines que se atribuían, abiertamente, a los sacrificios eran muy diversos, y por tanto hemos de buscar por nosotros mismos, y remontándonos más allá, el origen de una práctica tan general. La opinión más juiciosa consideraba al sacrificio como la institución que fundamentaba el vínculo social (pero no aclaraba, también es cierto, por qué razón una efusión de sangre, consolidaba el vínculo social mejor que otros medios). Pero si necesitamos aproximarnos lo más cerca y con la mayor frecuencia- al objeto mismo de nuestro horror, si el hecho de introducir no la vida, dañándola lo menos posible, la mayor cantidad posible de elementos que la contradigan, es lo que define a nuestra naturaleza, en ese caso la operación del sacrificio no es ya esa conducta humana elemental, y sin embargo, ininteligible, que era hasta este momento. (Era inevitable que una costumbre tan eminente "respondiera a alguna elemental necesidad cuyo enunciado se impone por un carácter evidente".) Claro está que la mayor cantidad posible, suele ser poco, y que para reducir al mínimo los daños solía recurrirse a muchos trucos. Dependió de la fuerza relativa: el pueblo dispuesto a ello, llevaba las cosas más lejos. Las hecatombes aztecas indican el grado de horror en que se puede llegar. Los millares de víctimas aztecas del Mal no eran sólo cautivos: los altares estaban alimentados por las Guerras, y la muerte en el combate asociaba expresamente a los hombres de la tribu con la muerte ritual de los otros. Incluso a veces, en determinadas fiestas, los mejicanos sacrificaban a sus propios hijos. El carácter de la operación, que pretende que alcance el  más alto grado tolerable de horror, se resalta penosamente en este caso. Fue necesaria una ley, que ordenara el castigo de los hombres que al ver a aquellos niño; conducidos al templo, se apartaban del cortejo. El límite, en último extremo, es el desfallecimiento. 


La vida humana implica ese violento movimiento (de otro modo podríamos prescindir de las artes). El hecho de que los momentos de intensidad de la vida sean necesarios para fundamentar el vínculo social es de un interés secundario. El vinculo ha de ser fundado y comprendemos fácilmente que lo fuera mediante el sacrificio: porque los momentos de intensidad son los momentos de exceso y de fusión de los seres. Pero los seres humanos no fueron llevados a su punto de fusión porque tenían que formar las sociedades (como cuando nosotros fundimos distintos pedazos de un metal para hacer con ellos un solo pedazo nuevo). Cuando llegamos mediante la angustia o la superación de la angustia a esos estados de fusión, de los que la risa o las lágrimas son casos particulares, respondemos, me parece, de acuerdo con los medios propios del hombre, a la exigencia elemental de seres finitos.


Algo de la bruja se une a la 
idea  de seducción.


El maleficio.


Lejos de ser el origen del sacrificio, la institución del lazo social puede llegar incluso a disminuir su valor. El sacrificio ocupa en la ciudad un rango elevado, se relaciona con los deseos más santos y al mismo tiempo más conservadores (en el sentido de sostén de la vida y de las obras). En realidad, lo que él funda, se aleja al máximo del movimiento inicial que es su sentido. Pero en cambio no ocurre lo mismo con el maleficio. Los autores del sacrificio tenían conciencia del crimen que en el fondo suponía la inmolación. Pero lo consumaban para obtener un bien. El Bien seguía siendo el fin último del sacrificio. De este modo la operación quedaba viciada y como fallida. El maleficio, evidentemente, no tiene como origen el fracaso del sacrificio, pero no fracasa por las mismas razones. Se consumaba para fines ajenos e incluso opuestos al Bien (esto es lo que le diferencia del sacrificio, y no, ningún otro carácter esencial). En estas condiciones había pocas´probabilidades de que se atenuase la transgresión sobre la que está fundado. El sacrificio reduce, en lo posible, la intrusión de elementos perturbadores: logra sus efectos por el contraste obtenido al resaltar la pureza, la nobleza de la víctima y del lugar. En cambio en el caso del maleficio a posible insistir sobre el elemento negro. 


Aunque no es esencial para la realización de la magia, ésta encuentra en él su campo de elección. La brujería pasó a ser en la Edad Media exactamente el reverso de una religión que se confundía con la moral. Sabemos poca cosa del aquelarre (sólo las investigaciones represivas nos informan al respecto, y los acusados cansados de luchar, podían hacer confesiones que responderían a las ideas de los inquisidores) pero podemos admitir, con Michelet, que fue la parodia del sacrificio cristiano: lo que se llamó la misa negra. Aún cuando los relatos tradicionales fueran en parte imaginados, respondían en alguna medida a los datos reales: tenían por lo menos el valor significativo de un mito o de un sueño. El espíritu humano, sometido a la moral cristiana, se vio llevado a desarrollar nuevos enfrentamientos que se habían hecho posibles. Todos los caminos que nos permiten aproximarnos más al objeto de nuestro horror, tienen su valor. De un informe eclesiástico, Michelet saca la evocación turbadora de ese arrebato del espíritu que se acerca, tiembla y al que una fatalidad lleva ante lo peor: "Unos -dice- no veían allí más que el terror: otros parecían emocionados ante el orgullo melancólico en que parecía sumido el eterno Exiliado." Ese dios, del que los fieles "prefirieron la espalda", que de algún modo no servia para asegurar las obras comunes, responde a una trayectoria decidida que va en el sentido de la noche. 


La imagen de la muerte infamante de Dios, la más paradójica y la más rica, en la culminación de la idea de sacrificio, es superada mediante esta  inversión. La situación especial de la magia, no limitada por sentimiento alguno de responsabilidad ni de medida, confiere a la misa negra el sentido de un máximo de posibilidades. Se subestima la grandeza de esos ritos de cuyo sentido es una nostalgia de mancha. Tienen el carácter de parásitos: son las inversiones del tema cristiano. Pero la inversión, que parte de una audacia ya excesiva, viene a concluir un impulso cuya finalidad es volver a encontrar lo que cl deseo da perdurar nos obliga a evitar. El auge popular de los aquelarres respondió quizá, a finales de la Edad Media, al declinar de una Iglesia de la que viene a ser, si se quiere, el resplandor moribundo. Las innumerables hogueras, los suplicios de toda clase que la angustia de los sacerdotes opuso a este movimiento, subrayan ese sentido. A su carácter excepcional viene a añadirse el hecho de que los pueblos han perdido desde entonces el poder de responder a sus sueños por medio de ritos. Por eso el aquelarre puede ser considerado como una última palabra. El hombre mítico ha muerto, dejándonos ese último mensaje - en resumidas cuentas, una risa negra. A Michelet le corresponde el honor de haber concedido a esas fiestas del sin-sentido el valor que se les debe. Les restituyó el calor humano, que es más el de los corazones que el da los cuerpos. No es seguro que tenga razón cuando relaciona los aquelarres con las "grandes y terribles revueltas", con los levantamientos campesinos de la Edad Media. Pero los ritos de brujería son los ritos de los oprimidos. 


Una religión de pueblo conquistado se ha convertido en muchos casos en la magia de las sociedades formadas después de la conquista. Los ritos  nocturnos de la Edad Media prolongan, sin duda, en cierto sentido, los de la religión de los Antiguos (conservando los aspectos sospechosos: Satán es en cierto modo un Dionysos redivivus): son ritos de pagan¡, de campesinos, de esclavos, de víctimas de un orden establecido y de la autoridad de una religión dominante. Nada resulta claro en este mundo subterrá neo: lo cual no es óbice para que consideremos con respeto a Michelet, por haber hablado de él como de nuestro mundo - el que anima el temblor de nuestro corazón -, aquel en cuyo seno se encuentran la esperanza y la desesperanza que son nuestro patrimonio, esperanza y desesperanza en las que nos reconocemos. Las expresiones con que Michelet afirma la preeminencia de las mujeres en estas obras malditas son también un acierto. El capricho, la dulzura femenina ilumina el imperio de las tinieblas; algo de la bruja, como contrapartida, se une a la idea que nos hemos hecho de la seducción. La exaltación de la Mujer y del Amor que sustenta hoy nuestras riquezas morales, no se deriva sólo de las leyendas de caballería, sino también del papel que desempeñó la mujer en la magia: "Por cada brujo, diez mil brujas..." y les esperaba la tortura, las tenazas, el fuego. 


El bien, el mal y el valor.


Daré a continuación la conclusión de esta exposición del problema del Mal. Creo que se desprende de la forma en que he presentado el tema. La humanidad persigue dos fines, uno de los cuales, negativo, es conservar la vida (evitar la muerte) y el otro, positivo, es aumentar su intensidad. Estos dos fines no son contradictorios. Pero la intensidad jamás se ha aumentado sin peligro; la intensidad deseada por la mayoría (o el cuerpo social) está subordinada a la preocupación por mantener la vida y sus obras, que posee una primacía indiscutida. Pero cuando es buscada por las minorías o por los individuos, puede ser buscada sin esperanza, más allá del deseo de perdurar. La intensidad varia según la mayor o menor libertad. Este enfrentamiento de la intensidad y la perduración es válido en conjunto y presenta a veces muchas coincidencias (el ascetismo religioso; la búsqueda de fines individuales cuando se trata de la magia). La consideración del Bien y del Mal debe ser reexaminada a partir de estos datos.


La intensidad puede ser definida como el valor (es el único valor positivo), y la duración como el Bien (es el fin general propuesto a la virtud). La noción de intensidad no es reductible a la de placer, porque, como hemos visto, la búsqueda de la intensidad requiere que lleguemos hasta el malestar, hasta los límites del desfallecimiento. Por tanto, lo que yo llamo valor difiere a la vez del Bien y del placer. El valor a veces coincide con el Bien y a veces no coincide. Coincide a veces con el Mal: el valor se sitúa más allá del Bien y del Mal, pero aparece bajo dos formas opuestas, una vinculada al principio del Bien, la otra al del Mal. El deseo del Bien limita el impulso que nos lleva a buscar el valor. En cambio la libertad hacia el Mal, abre un acceso a las formas excesivas del valor. No obstante, estos datos no nos permiten concluir que el auténtico valor se sitúa del lado del Mal, El principio mismo del valor exige que nosotros lleguemos "lo más lejos posible". A este respecto, la asociación al principio del Bien mide "el más lejos" del cuerpo social (el punto extremo, más allá del cual la sociedad constituida no puede ir); la asociación al principio del Mal mide el "más lejos" que temporalmente alcanzan los individuos - o las minorías; "más lejos" no puede llegar nadie. Existe un tercer caso. Una minoría puede, en un momento de su historia, superar la pura y simple revuelta, y asumir poco a poco las obligaciones de un cuerpo social. Este último caso hace posibles ciertos desplazamientos de sentido. 




















Tomado de:
BATAILLE, Georges (1987): La literatura y el mal. Madrid, Taurus, pp. 97-114.

16 agosto 2015

¿Qué puede un cuerpo cuando se lo convierte en fetiche?




¿Qué puede un cuerpo cuando 
se lo convierte en fetiche?


Alejandra Lidman-Diego Sztulwark-Pedro Yagüe



El fetichismo del cuerpo consiste en el hecho de atribuir al cuerpo humano unos valores-imagen separados del cuerpo de los afectos. Cuando Spinoza se preguntaba, allá por el siglo XVII, qué puede la fábrica del cuerpo humano, la disputa central era contra la teología y el racionalismo cristiano a la Descartes. Ante el cuerpo devaluado por la cultura monoteísta o racionalista, el “paralelismo” (término que se adjudica al spinozismo, sin haber sido empleado nunca por Spinoza mismo) entre cuerpo-alma, tal y como viene postulado y demostrado en la Proposición VII del Libro II (con su Escolio respectivo) procuraba salvar al alma (la mente, el pensamiento) de los poderes espirituales y políticos que la querían obediente bajo el peso de la moral (para la cual el cuerpo era sólo objeto de vergüenza y negación)


En el Libro II de la Ética, el filósofo, empeñado en comprender el alma humana, concluye (Proposición XIII) que la realidad del alma es ser idea del cuerpo, y que el alma es tan perfecta como perfección tiene el cuerpo actual del cual es idea. En efecto, el cuerpo puede afectar y ser afectado de muchas formas simultáneamente, y sólo por eso el alma puede percibir igualmente muchas formas. En el Prefacio al Libro III, acerca de los afectos, hay un duro ataque contra todos aquéllos que se burlan de la naturaleza del cuerpo humano, ignorando que no existe en él vicio alguno. Spinoza grita en su Ética: se ha inoculado en el cuerpo humano motivos de vergüenza, se ha depositado en él toda la negatividad que se le atribuyen a las pasiones, esa materia demasiado humana que se supone que el pensamiento debiera dominar. Pero esa alma, ese pensamiento que se cree libre, es en verdad una proyección lógica, un ideal moral introyectado. Spinoza desarticula la idea de que las cosas tengan un fin, un objetivo de su existencia que les haga de modelo y divida lo real. Es en el cuerpo donde Spinoza encuentra una dimensión que, devuelta a su materialidad, rompe las proyecciones lógicas del idealismo de su época. El cuerpo como dispositivo desplaza la lógica y reabrre la experimentación como verificador de caminos de potencia. El cuerpo, dice Gilles Deleuze, actúa en la Ética como “modelo del pensamiento”.


¿Un cuerpo activo es un cuerpo
 en movimiento?

La teología y la moral nos habían dicho que el cuerpo es un reflejo inferior respecto del alma. “No se sabe lo que puede un cuerpo” es el grito spinozista que rompe con el peso del idealismo de su época, pero ¿sigue siendo válido ese grito hoy? Cuatro siglos después, cuando el cuerpo sí se toma en cuenta aunque capturado como mercancía y fetiche, ¿conserva su vigencia el proyecto de tomar al cuerpo como modelo para el pensamiento? En esta época, en la cual la cultura de la imagen ha pasado a tener un lugar central ¿qué entendemos por el poder de los cuerpos? 


El corporalismo propone un cuerpo para el consumo: “tener un buen cuerpo”: bello, modelado, saludable. Valores todos que surgen de las exigencias y parámetros del mercado. Nociones como “experiencia intensa” o “vence tu límite” ya no surgen de viejas sabidurías, sino que circulan como consignas de creativos publicitarios, pagos por los departamentos de ventas de las grandes empresas. Este nuevo corporalismo no sólo propone un cuidado y un tipo de experiencia-sin-experimentación de nuestro cuerpo, sino que también lo concibe como un bien a ser utilizado. El cuerpo aparece como una pertenencia del individuo mediante la cual éste puede satisfacer libremente sus propios deseos. Como toda mercancía, el cuerpo que nos ofrece el mercado tiene también un valor de uso. Pero entonces, ¿nos sirve todavía aquel grito spinozista del siglo XVII contra el sistema del idealismo? ¿O sucede más bien que necesitamos gritar a favor del “paralelismo”?


¿El cuerpo como contrapoder?


Ahora bien, cabe preguntarnos ¿es tan diferente la metafísica del alma (teológico-racionalista) del occidente europeo, esas a las cuales el spinozismo oponía al cuerpo como contrapoder, de la que orienta al neoliberalismo contemporáneo y su imagen del cuerpo?


El cuerpo como imagen-mercancía, puesto a crear valor en cada uno de sus actos, envuelto en un constante trabajo empresarial sobre sí, ya no puede obrar como contra-poder alguno. No al menos, cuando el imperativo de cada vida es la de desenvolverse como un capital que se valoriza en el mercado dándole de ese modo sus capacidades de inserción y venta de sí mismo para la obtención de una renta. Es un cuerpo presentado como un bien, disociado del individuo que “lo posee”, y en el que se puede intervenir libremente para volverlo más rentable.  


De allí que nos volvamos a preguntar: los discursos críticos actuales que hacen énfasis en el cuerpo como fuente de verdad y autenticidad, ¿tienen todavía hoy para nosotros una carga subversiva? ¿No sucede, al revés, que el cuerpo-fetiche sea la evolución del cuerpo degradado del cristiano-racionalismo?


El cuerpo en Spinoza constituía un dispositivo anti-ontológico y anti-teológico. Fábrica insurgente de potencia individual y política. Ese cuerpo, sin embargo, no es el que se nos ofrece de inmediato ni el que el mercado nos pide. No nos es accesible sin atravesar el fetichismo mercantil que lo recubre y que hace de él un objeto de discursos (incluso filosóficos y universitarios) falsos, o mentirosos. Sin adoptar ciertos recaudos, no constituiremos los dispositivos anti-ontológicos a la altura de los desafíos de nuestra época: la exaltación de una sociabilidad extremadamente penetrada por la lógica de la ley del valor. Y esto, en el caso del cuerpo, implica romper con la suposición que nos dice que un cuerpo activo es un cuerpo en movimiento: poner el cuerpo en juego no implica necesariamente ni moverse ni ejercitar prácticas corporales específicas sino poder pensar la afectividad como premisa del pensamiento. Se podría pensar con Benjamin, que se produce en el nivel de los cuerpos una suerte de estetización, un modo de movilizar fijando, es decir, una movilización a la que le es vedada desde el inicio su capacidad de reorganizar las estructuras de poder. Es la potencia gobernada. Nuestros cuerpos están puestos en el centro, dándoles proyectos, movilizándolos, pero imposibilitando que esos proyectos se conviertan en una potencia política autónoma capaz de revisar la estructura de propiedad.


El énfasis neoliberal en el cuerpo, entonces, puede operar como dispositivo ontológico. Su efecto esencial sería el de amarrar la dominación desde “abajo”. No solo devaluando el cuerpo al nivel de mera mercancía, sino neutralizando la potencia del pensamiento. El control sensible de los cuerpos como control del acontecimiento en las mentes. El cuerpo vuelto una superficie de inscripción de pasiones tristes (miedo y esperanza) como modo de sostener la pasividad del alma. El cuerpo como objeto y no como causa de deseo. Moderna teología, dócil academia.


Por un paralelismo radical.


Contra todo dualismo alma/cuerpo, pensamiento y cuerpo son para Spinoza una y la misma cosa. Pero esa cosa puede o bien permanecer pasiva o bien devenir activa. Identificar los dispositivos de pasivización (infantilización, culpabilización) constituye un primer momento en toda cartografía ética.


El Libro III de Ética se dedica a explicar la centralidad del “afecto” en la unión cuerpo-pensamiento. “Afecto” es aquella disminución o aumento de nuestra potencia de actuar/pensar originada por una afección. Dado que toda afección deja unos vestigios en el cuerpo afectado, es esa presencia del mundo en nosotros lo que da origen a la valoración de la potencia, tanto en el cuerpo como en la constitución de la idea. De allí, que los encuentros sean (no necesariamente) la ocasión para la transformación ¿Puede el encuentro de los cuerpos, eso que llamamos política, conducirnos a producir modos de vida dentro, contra y más allá del neoliberalismo que nos regula? Si el neoliberalismo establece las condiciones históricas de los encuentros posibles, habrá que pensar qué elementos del entramado neoliberal habilitan la producción de nuevas composiciones que dinamiten la imagen mercantil del cuerpo. La actividad de los cuerpos y la formación de las ideas constituyen el “paralelo” interno a la elaboración de la potencia. Necesitamos profundizar en una vía de comprensión no idealista del pensamiento, una apropiación no fetichista del cuerpo.






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