12 marzo 2019

El relato fantástico: forma mixta de caso y adivinanza. Irene Bessiere


El relato fantástico:
forma mixta de caso y adivinanza


Irene Bessiere



El relato fantástico escapa a las lógicas del cuento y de la narración de los realia (novela corta o novela). En esta última, la interrogación del protagonista sobre lo real y los acontecimientos no se separa de la cuestión sobre la identidad (¿quién soy?) y de un juicio sobre el poder personal y el valor (¿qué debo hacer y qué puedo hacer?); el tema de la acción o de la actuación prevalece y explica que la exploración y la conquista de lo real sean inevitablemente una oportunidad para el conocimiento de sí mismo. Interioridad y exterioridad se comunican necesariamente. Novela realista y novela psicológica, novela balzaquiana y «nouveau román» revelan unos presupuestos intelectuales idénticos y una misma problemática; sólo varía la apreciación del poder y del deber del sujeto. El acontecimiento es considerado en relación a la condición del individuo. El relato fantástico invierte esta perspectiva: dejando un amplio espacio a lo insoluble y a lo insólito, presenta a un personaje a menudo pasivo, porque examina la manera en que las cosas suceden en el universo y extrae las consecuencias para una definición del estatuto del sujeto. Orientado hacia la verdad del acontecimiento y no hacia la de la actuación, esta interrogación para ser plena debe referirse a lo que es irreductible a todo marco cognitivo o religioso. La novela realista coloca el mundo bajo el doble signo de la necesidad y de la facticidad; hay una economía de lo real y de la historia, y una libertad del personaje. La narración fantástica generaliza la facticidad del universo, entendido como lo natural y lo sobrenatural. Es por eso que el relato de lo absurdo, basado en el juego de la facticidad y de la necesidad, puede devenir, como en la obra de Kafka, fantástico. Se entiende entonces que un estudio o una definición de lo fantástico no deben inicialmente privilegiar el examen de la condición del sujeto: en La metamorfosis, la pregunta que se hace no es «¿En qué me he convertido?», sino «¿Qué me ha pasado?». Nótese que la conciencia de sí mismo del hombre-insecto permanece intacta y que sólo importa el enigma del acontecimiento.


Lo ominoso no es el yo sino la circunstancia, indicio del trastorno del mundo. Falto de esta lógica específica, el relato puede desembocar en lo pseudofantástico. Así sucede con «El hombre de la arena», de Hoffmann, donde las peripecias conciernen y definen al protagonista porque no son consideradas en sí mismas, y se encuentran organizadas según la estructura de un fantasma. Este texto se convierte en una especie de alegoría por el juego coherente y escogido de los símbolos, la fábula del aprendizaje del mundo y del descubrimiento de sí mismo. Un cierto número de objetos y de situaciones son investidos del poder de expresar el sujeto; la ilusión y la «surrealidad» posible aparecen como los medios de atenuar el artificio de un relato donde lo insólito absoluto resulta una creación humana (es fruto de la obsesión de Nataniel y del arte de Spalanzani). El centro temático es la actuación y no el acontecimiento, la identidad personal y no la economía del universo. La imposibilidad (un ser inanimado vive o parece vivir) no suscita la cuestión fundamental de la obra fantástica: eso es o no es, pero parece una cualidad de lo real, uno de sus caracteres que definen, en verdad, el poder y la conciencia del individuo.


El no realismo del cuento, su componente maravilloso resulta del paso de la actuación al acontecimiento, que permite definir los marcos sociocognitivos como universalmente válidos y situarlos fuera de las presiones y de las metamorfosis de la historia. La intemporalidad del relato no es otra que la que queremos conceder a la ideología, y la aparente invención de lo maravilloso, el indicio de una regulación que debe escapar a la ruina y a los fracasos del mundo concreto. El cuento maravilloso, en la medida misma en que es no realista, refleja y abole el desorden de lo cotidiano, o, al menos, lo que está en desorden para un cierto pensamiento. Nosotros modificaremos la proposición de André Jolles, «de esta forma lo maravilloso no es maravilloso sino natural», definiendo lo maravilloso como sociocultural y como el medio de aniquilar simbólicamente el orden nuevo y la ilegalidad actual. En este sentido, lo maravilloso es menos extraño o insólito de lo que parece; redime el rebelde universo real y lo vuelve conforme a lo que espera el sujeto, entendido a la vez como el representante del hombre universal y de la comunidad. El objeto de esa espera -la satisfacción de las exigencias morales- no es en sí mismo maravilloso, pero sólo puede obtenerse en contra de los defectos del mundo cotidiano. El cuento muestra una actitud mágica: a fin de excluir lo que arruina el orden tenido por natural, sitúa ese orden natural bajo el signo del prodigio.


Universalidad de lo maravilloso, singularidad de lo fantástico.


Paradójicamente, el cuento coopera con la «función de lo real». Utiliza el universo de los fantasmas y de la no coincidencia del acontecimiento con la realidad evidente, no para romper nuestros vínculos con dicha realidad, sino para asegurar (tranquilizar) nuestro dominio y la validez de los medios (moral, leyes de la conducta y del conocimiento) de nuestra dominación práctica. La imposibilidad de los hechos narrados, unida a la indeterminación espacio-temporal -todo sucede en un lugar y en un tiempo lejanos-, indica que ninguno de los personajes es verdaderamente activo y que el acontecimiento es de orden moral. Lo cotidiano se simboliza siguiendo una doble dirección, la de la tragedia y la de la tranquilidad; ogros y hadas madrinas se oponen según las disposiciones de la mentalidad colectiva, según la exigencia del bien. La separación aparentemente radical entre el universo del cuento y el universo de los realia, la metamorfosis que presenta siempre una secesión de lo cotidiano en sus aspectos concretos -la calabaza se convierte en carroza y los ratones en caballos-, no son los medios de la invención sino de la reconstitución del orden. Quien dice cuento, dice apólogo y, en consecuencia, parábola. Lo maravilloso se manifiesta como el instrumento de la distancia pedagógica y del derecho. Para fundir la lección y la imagen, es necesario rechazar el presente. La parábola, advierte Brecht, es la forma artística más astuta, puesto que propone, mediante el recurso de la imaginería, unas verdades que, de otro modo, no tendrían valor alguno. El cuento rechaza la realidad presente en el exotismo de lo maravilloso, a fin de juzgarla mejor. Supone un rigor que no sufre la ambigüedad de lo fantástico, y, mediante su juego con las apariencias, constituye lo escrito como el lugar de la verdad y lo real como el de la mentira. La relación entre lo evidente -la zapatilla, los harapos de Cendrillon- y lo insólito es siempre legible: la de la ética. El corte con la actualidad debe ser tanto más limpio cuanto que esta actualidad no tiene lugar en el universo «moral». Lo maravilloso se impone porque niega el presente, concebido como accidental. La imaginación lo asimila a la salud del mundo, y confunde lo real con la enfermedad. Los objetos de lo concreto no subsisten en el cuento más que como indicación de la necesaria curación. Que el cuento maravilloso (en sus formas literarias, cultas) se sumerja en el imaginario popular, que tome prestado de éste temas y figuras, no contradice ni el principio de distanciamiento ni el de orden. El rechazo o la desaprobación de la actualidad instalan la obra en la ruptura; la afirmación del orden debe procurar un medio de reconocimiento. Los seres sobrenaturales, ogros y hadas madrinas, impiden la identificación del lector, del oyente con el relato; pero, a la vez, el cuento maravilloso, aunque extraña, no sorprende, porque dichos seres son familiares, porque se modelan y se organizan según una tipología cultural. Lo insólito no es lo extraño. Lo maravilloso es el lenguaje de la comunidad en el cual ésta se encuentra para comprender que, sin ser ilegítimo, no expresa lo cotidiano. Representa, en definitiva, la emancipación de la representación literaria del mundo real, y la adhesión del lector a lo representado, donde las cosas terminan siempre por suceder como deben hacerlo.


El relato fantástico surge del cuento maravilloso, cuyo marco sobrenatural y cuya interrogación sobre el acontecimiento conserva. Aunque, sin embargo, ambos presentan notables diferencias. La no realidad del cuento es una forma de situar los valores que expresa bajo el signo de lo absoluto. En él, el mal y el bien se objetivizan. El que podamos enumerar los motivos de los cuentos a través de las diversas literaturas prueba que la ideología que encierra lo maravilloso toma la máscara de la universalidad: ser tonto, ir vestido con harapos, ser un monstruo o un ogro son las figuras del mal y de la injusticia; ser un hada madrina, casarse con un príncipe, las de la justicia. Lo maravilloso no cuestiona la esencia misma de la ley que rige el acontecimiento, pero la expone. Es por ello que tiene siempre una función y un valor de ejemplo o de ilustración. Manteniendo las metamorfosis y los genios benéficos o maléficos, el relato fantástico tiene como motor el problema de la naturaleza, de la ley, de la norma. La no realidad plantea siempre la pregunta sobre el acontecimiento, pero dicho acontecimiento es un atentado contra el orden del bien, del mal, de lo natural, de lo sobrenatural, de la sociedad. Así como lo maravilloso es el lugar de lo universal, lo fantástico es el de lo singular en el sentido jurídico. Todo acontecimiento, en este tipo de relatos, es una excepción. Lo maravilloso exhibe la norma; lo fantástico expone cómo esa norma se manifiesta, se realiza, o cómo no puede ni materializarse m manifestarse. Desde el punto de vista de la lógica y de la razón, se trata de un problema de derecho, es decir, de juicio, es necesario valorar el hecho y la norma. El acontecimiento extraño provoca una interrogación sobre la validez de la ley. Y nada ilustra mejor ese deslizamiento de lo general al caso particular, de lo maravilloso a lo fantástico que la utilización del pacto demoníaco. El cuento diabólico, en su forma tradicional, presenta una taxonomía de la tentación, la caída, las artimañas y las apariencias del maligno; todo en él está fijado. A menudo parece una prolongación del tratado de demonología, con el cual comparte la certeza de la existencia de Satán y de sus diversas manifestaciones en lo cotidiano. Lo natural y lo sobrenatural, el bien y el mal están determinados. Ese mismo pacto demoníaco da origen a la narración fantástica cuando se construye sobre una inadecuación del acontecimiento con la norma, y a la inversa. Así, El diablo enamorado (1772), de Cazotte, puede leerse como un cuento diabólico ortodoxo si privilegiamos, en el equilibrio de la estructura y en la interpretación, la conclusión que hace referencia explícita a los libros de exorcismo de los siglos XVI y XVII. Si examinamos detalladamente la obra, lo sobrenatural ortodoxo no se constituye nunca de forma definitiva porque todo se encuentra bajo el signo de la inadecuación. Ninguna norma basta para concluir con certeza que Biondetta es el diablo, pero tampoco hay ninguna para atestiguar que no lo es. Si Alvare escoge una de las dos soluciones corre inevitablemente el riesgo de equivocarse. El juego de coherencia y de incoherencia no puede conducirle más que a la aserción de esas mismas probabilidades, al enunciado de argumentos que finalmente no definen el acontecimiento. Lo fantástico supone la medida del hecho según las normas internas y externas, el equilibrio constantemente mantenido entre evaluaciones contrarias. Constituye la lengua especial del universo de la valoración, donde la ambigüedad marca la imposibilidad de toda aserción. Se confunde, por ello, con la interrogación sobre la norma, mientras que lo maravilloso parece un manual de la legalidad y también, en consecuencia, de la ilegalidad. No debemos considerar trivial que el relato fantástico se constituya muchas veces a partir del pacto demoníaco y, por lo menos en Francia, en el momento en que los procesos de brujería o de posesión son rarísimos. Allí donde el poder judicial se dedicaba a dilucidar, la obra literaria trata de mostrar que la balanza de la ley es la de la incertidumbre. Como caso, el acontecimiento fantástico impone el decidirse, pero no contiene el medio de la decisión, puesto que permanece incalificable. Lo fantástico generaliza la lógica de una vía de expresión que pertenece propiamente a la moral y al derecho, a las creencias religiosas, porque, en sus comienzos, se confunde con el examen de la validez de la palabra sagrada o del absoluto moral.


El relato fantástico, pariente del cuento, se presenta como un anti-cuento. Al deber ser de lo maravilloso, impone la indeterminación. La no-realidad del cuento hace evidente la norma en el mundo cotidiano o en el mundo superior; la no-realidad de lo fantástico extrae de la unión de esos dos mundos, tal como es definida en la tradición popular y por los clérigos de la Iglesia, el argumento que anula toda legalidad. Invierte las relaciones del texto y del lector. Como recurso distanciador, sustituye lo maravilloso por lo extraño y lo «surreal», siempre próximos puesto que obligan a una decisión. Hace de toda legalidad un asunto individual porque ninguna legalidad física o religiosa es satisfactoria.


Asimismo, lo inverosímil del relato fantástico se corresponde con la no observación del «principio formal del respeto a la norma», que rige lo verosímil; la imposibilidad de la explicación no es más que el desarrollo narrativo de la inevitable ruptura entre la conducta, el acontecimiento particular y la máxima general o la norma. Esta ruptura, extendida a la evocación de los dominios de lo natural y lo sobrenatural, excluye el relato fantástico de los campos de la excentricidad y de la simple fantasía. El demonio del razonamiento no es aquí el medio de restablecer la continuidad del deber ser, sino el de romper el silencio sobre los presupuestos de toda verosimilitud, de revelar que la originalidad absoluta es necesariamente el fin de una servidumbre. Asimila la exhibición de toda coherencia a lo arbitrario de un discurso colectivamente admitido. El relato fantástico, que convierte el caso en su objeto narrativo, trata de lo verosímil por medio del tema de la falsedad, en sí mismo inseparable de la multiplicidad de los verosímiles empleados (lo natural y lo sobrenatural, tesis física, tesis religiosa) y contradictorios. Esta elección de la falsedad distingue a lo fantástico, como procedimiento narrativo, del simple misterio, del simple enigma. En él hay inverosimilitud, pero también verdad: la solución indica claramente que el acontecimiento que parece escapar a una verosimilitud de primer grado se subsume bajo una verosimilitud de segundo grado, la cual, a su vez, recubre lo verosímil de primer grado. La inverosimilitud no es más que aparente, para resolverla basta con hacer explícito el código de lo verosímil primero, es decir, con poner de manifiesto el fundamento. La explicación del enigma se confunde con ese movimiento de regresión que se detiene con el descubrimiento de la causa. Lo fantástico rechaza esa regresión; la sucesión de las explicaciones no conduce jamás a una explicación, toda propuesta de solución requiere su propia explicitación, a falta de la cual acaba en lo inverosímil. El relato fantástico es, según la sugerencia de Henry James en Otra vuelta de tuerca, la primera vuelta de un tornillo sin fin.


Ese carácter suspensivo de la narración corresponde a un tratamiento específico del caso. Éste hace «una pregunta sin querer dar la respuesta, nos impone la obligación de decidir pero sin contener la propia decisión; es el lugar del esfuerzo pero no su resultado». El caso no deja de estar constituido más que por una decisión positiva del sujeto de resolverlo. La casuística se dedica a normalizar este tipo de decisión que está, por definición, fuera de la norma. Sin embargo, la decisión, valiéndose de una norma parcial respecto al problema planteado, no hace sino suscitar otros casos. Tal es la lógica en la que se funda el argumento de las Ficciones de Borges, que, por eso mismo, no son exactamente fantásticas. Este se dedica a hacer del caso el lugar de las probabilidades mismas, las cuales no pueden, en consecuencia, privilegiar la referencia a una norma particular: todas las normas son equivalentes, concurrentes, no jerarquizadas, no hay diversos grados de verosimilitud como en el enigma, sino una multiplicidad de verosímiles que, por su coexistencia, dibujan lo improbable. El caso puede dar origen a la narración enmarcada o laberíntica; toda solución propuesta, necesariamente insuficiente con respecto a un rasgo del objeto considerado, conlleva la formulación de una nueva pregunta. Genera lo fantástico cuando no puede dar cuenta de la totalidad del campo considerado más que mediante verosímiles antinómicos, que pierden, de ese modo, toda validez. La diferencia entre los dos tipos de argumento no es tanto lógica como de grado: el primero considera inadecuados los códigos sociocognitivos, pero certifica su valor operativo, es discursivo; el segundo utiliza términos similares, pero se atiene a la inadecuación absoluta porque toda determinación de una solución vuelve a excluir un elemento del problema. La vacilación entre sobrenatural y extraño, propuesta por Todorov, no es más que la articulación narrativa de esta vía. La solución de una ficción de Borges remite a la ausencia de las soluciones posibles mediante las cuales ésta habría podido ser escogida, y que la determinan implícitamente. En el relato fantástico, la imposibilidad de la solución se deriva de la presencia de la manifestación de todas las soluciones posibles
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Esta imposibilidad de la solución no es otra que la de la solución libremente escogida. El relato fantástico excluye la forma de la decisión porque superpone a la problemática del caso la de la adivinanza. La entidad tenebrosa que atormenta el relato se presenta como objeto de desciframiento; la cuestión citada parece tener por antecedente un saber, una determinación, fuera del alcance del actor, pero que éste debe ser capaz de reconocer, de expresar. En este sentido, toda interrogación en lo fantástico está próxima a convertirse en respuesta. Este tema de la adivinanza está en el centro de Vatheh (1787), de William Beckford. Las inscripciones cambiantes del sable, así como Giaour, representan esta cuestión cuya solución no tiene importancia puesto que el interrogador (Giaour) la posee, pero cuya resolución es esencial: se trata de inducir al cuestionado a formular la respuesta, a fin de que pruebe su poder y su dignidad. Lo fantástico, inseparable de la escritura cifrada, remite a la evidencia de lo anormal absoluto y a la búsqueda del secreto de Eblis. El diablo enamorado presenta una dualidad semejante, que representa el tema de la adivinanza bajo el de la iniciación y el del caso mediante la identidad cambiante de Biondetta. Todo el equívoco fantástico se instala entre la ausencia de la determinación (acontecimientos múltiples e incoherentes) y su presencia ligada a la solución de la adivinanza. Esta provoca una especie de inconsecuencia: Alvare invoca al diablo, pero olvida que él mismo ha creado su «desgracia». El Manuscrito encontrado en Zaragoza organiza la adivinanza sobre los planos de lo cotidiano y de lo sobrenatural: víctima de una maquinación político-policíaca o diabólica, Alphonse es puesto a prueba a fin de que manifieste su sabiduría. Esta novela fantástica se presenta, así, como novela de aprendizaje, y evoca la imagen del padre, origen de la autoridad y del conocimiento, a la que el hijo debe permanecer fiel.'Así como el caso reclama la libertad del sujeto, el enigma impone el reconocimiento de una necesidad. El relato fantástico es falsamente deliberativo.

Caso y adivinanza: perplejidad inevitable y reconocimiento del orden


Ambivalente, contradictorio, ambiguo, el relato fantástico es esencialmente paradójico. Se constituye sobre el reconocimiento de la alteridad absoluta, a la cual presupone una racionalidad original, «otra» justamente. Más que de la derrota de la razón, extrae su argumento de la alianza de la razón con lo que ésta habitualmente rechaza. Discurso fundamentalmente poético porque invalida la pertinencia de toda denominación intelectual, recoge, sin embargo, la obsesión de una legalidad que, a falta de ser natural, puede ser sobrenatural. Forma mixta de caso y adivinanza, se construye sobre la dialéctica de la norma que, indicio de otro orden, no es necesariamente la de una armonía, y cuyas prescripciones suponen otros tantos problemas. Se burla de la realidad en la medida en que identifica lo singular con la ruptura de la identidad, y la manifestación de lo insólito con la de una heterogeneidad, siempre percibida como organizada, como portadora de una lógica secreta o desconocida. Alimentado con el escepticismo y el relativismo de la creencia, muestra el rechazo de un orden que es siempre una mutilación del mundo y del yo, y la espera de una autoridad que legitime y explique todo orden, todo el orden.


Elegir el evocar nuestra actualidad bajo el signo del acontecimiento y no bajo el de la actuación, es reconocer lo extraño de dicha actualidad, sugerir que la actuación no tiene pertinencia en el mundo de la alienación. Convertir esa distancia entre el sujeto y el mundo en el lugar de una legalidad diferente es, a la vez, plantear que la norma cotidiana se nos ha hecho extraña y, en consecuencia, reconocer nuestra dependencia, pero también —como forma de la adivinanza— plantear que estamos siempre preparados para admitir, para aceptar, para penetrar en esa legalidad, para ligarnos a lo que nos domina, a lo que se nos escapa. La ambigüedad ideológica del relato fantástico, como forma del caso, expresa nuestra miseria y nuestra perplejidad esenciales, lo arbitrario de toda razón y de toda realidad, pero sugiere la tentación constante de alcanzar el orden superior. Una ambigüedad casi filosófica que, prefiriendo el acontecimiento a la actuación, evoca la eternidad en la historia y la precariedad de toda creencia, que se alimenta de la incredulidad, pero puede suscitar en el lector, mediante la angustia, una religiosidad, una espiritualidad, una adhesión difusa a un más allá. Se trata de un discurso cuya extrañeza nace de su confusión; un discurso de lo ilegal, pero que es de hecho un discurso de la ley. Se presenta como un juego, pero repone el sentido perdido, el objeto con el que no se sabe qué hacer, sobre otro tablero. Unir caso y adivinanza es pasar de la ineficacia de un código (razón, convenciones sociocognitivas) a la eficacia de otro que aún no nos pertenece, el de nuestros maestros. Por esta razón, el relato fantástico une la incertidumbre con la convicción de que un saber es posible: sólo es necesario ser capaz de adquirirlo. El caso existe por la incapacidad del protagonista de resolver la adivinanza.





















Tomado de:
BESSIERE, Irene: "El relato fantástico: forma mixta entre caso y adivinanza". En: ROAS, D. (comp.) (2001): Teorías de lo fantástico. Madrid, Arcos, pp. 83-104.

05 marzo 2019

Poder, autoridad y legalidad en el discurso literario.


Poder, autoridad y legalidad
 en el discurso literario.

Silvia Anderlini



El místico que proporciona nuevos significados a los textos sagrados, a los dogmas y al ritual de su religión descubre una nueva profundidad en su propia tradición. Al utilizar símbolos para describir su propia experiencia y formular la concepción que de ella tiene, intenta en realidad confirmar la autoridad religiosa por medio de su reinterpretación, bien sea en el momento en que considera ciertos contenidos tradicionales como símbolos, o bien cuando intenta esclarecerlos mediante símbolos nuevos. Gershom Scholem muestra así en La Cábala y su simbolismo (1987) que la experiencia mística hace nacer la autoridad religiosa y la establece. Por medio de este acto que inicia la apertura a la dimensión simbólica, el místico contribuye a alterar la autoridad, y el simbolismo es el instrumento de tal transformación, produciendo un saludable intercambio entre los significados establecidos y los nuevos sentidos vislumbrados, que encuentran su expresión en las formas heredadas –y transformadasde la tradición.


Los cabalistas han considerado siempre la consonante alef como la raíz espiritual de todas las demás letras, que contiene en su esencia todo el alfabeto sagrado y, con ello, todos los elementos del habla humana. Cuenta un rabí que lo único que Moisés escuchó en el monte Sinaí fue el sonido de esta consonante, que en realidad no representa nada, sino que más bien es la transición a cualquier lenguaje comprensible.


Para poder fundamentar la autoridad religiosa, este sonido debía ser traducido a un lenguaje humano, y esto es lo que habría hecho Moisés, según esta narración. De esta manera la revelación se reduce a la mera pronunciación de un sonido, es decir, carece de significado específico, aunque contiene la potencialidad infinita de la significación. Entonces toda afirmación capaz de crear autoridad no sería sino una interpretación, y éste es un buen punto de partida para seguir pensando en la deconstrucción del fundamento de las leyes y de la autoridad humanas.


Una autoridad que indiscutiblemente surge vinculada a la escritura en el horizonte de la Modernidad, es la del autor. En primera instancia reflexionaremos sobre su función en el contexto de una concepción del lenguaje como lugar o espacio donde se inscribe el poder.


El Diccionario Latino-Español señala que autor viene de “auctor/is”, una de cuyas acepciones es ser “garante de una afirmación, testigo, autoridad, fuente histórica”. En sus orígenes, la figura autorial es trazada, principalmente, a partir de la legalidad: historia del autor, historia de sus derechos, de sus avances en el campo social y cultural.

Otro diccionario define al autor del siguiente modo:

Autor. [...] Dos acepciones tiene esta palabra en sentido jurídico: 1. El principal de los delincuentes, o sea, el que ya directamente por sí mismo, ya induciendo a otra persona, ya cooperando de un modo necesario, ha cometido un acto criminal punible, de cuya acepción se tratará en la palabra Delincuente; y 2. El que concibe y realiza alguna obra científica, literaria o artística, correspondiéndole por tanto su propiedad y los derechos (derechos de autor) que de esta propiedad se derivan, de todo lo cual se tratará en Propiedad.


Curiosamente, propiedad y delincuencia aparecen juntas en esta definición; la literatura, no obstante, es un espacio de apropiaciones y transgresiones (o rupturas) y estas últimas surgen muy particularmente en ese momento de desvinculación que significa el estatuto "legal" del autor: el autor se convierte en "propietario" de un objeto, que es el libro.


Como varios de sus contemporáneos, Foucault niega al autor como sujeto psicológico, como persona que "autoriza" un discurso; la invención de una figura tal, subraya, es de data reciente, y en modo alguno es una "persona real". Aun así, para Foucault todavía merece la pena detenerse en el autor y considerarlo en tanto "función": la función autor. Es evidente que a él le interesa abordar el problema desde lo que ha sido su crítica de los mecanismos de poder y su injerencia en la producción del discurso. Por ello sitúa al autor -"al menos en apariencia" "fuera" del texto, antecediéndolo y organizando los modos de ser del mismo.


El nombre del autor como entidad, categoría o función general, es por lo tanto una propiedad legal que apoya y es apoyada por los discursos relativos a la libertad, los derechos, las obligaciones, los castigos, etc.; es decir, como muchos, un sistema de exclusión e inclusión. Es una función propia del discurso, consagrada por la circulación social aceptada, por la necesidad de rúbrica, por la necesidad legal, por la necesidad de distinción, para ordenar, para separar, para dividir, para gobernar.




 Michel Foucault (1926-1984) & Giorgio  Agamben (1942)



Giorgio Agamben también realiza un cuestionamiento a la autoridad literaria en su artículo “El autor como gesto”, siguiendo los pasos de Foucault en su conferencia ¿Qué es un autor" en la que –como señalamos- opone al autor individuo real, la función autor. Para Foucault el individuo sólo existe en función de los procesos objetivos de subjetivación y los dispositivos que lo inscriben en los mecanismos de poder. De ahí que la función autor, según Agamben, implica:


[...] un régimen particular de apropiación, que sanciona el derecho de autor, y al mismo tiempo, la posibilidad de perseguir y castigar al autor de un texto; la posibilidad de seleccionar y distinguir los discursos en textos literarios y textos científicos, a los cuales corresponden modos diversos de la función misma; la posibilidad de autentificar los textos constituyéndolos en un canon o, por el contrario, la posibilidad de afirmar su carácter apócrifo… y; en fin, la posibilidad de construir una función transdiscursiva que convierte al autor, más allá de los límites de su obra, en “instaurador de discursividad”. 


Pero la interpretación específica de Agamben sobre la función autor -en relación a la de Foucault- plantea una posibilidad de libertad en el acto de rescatar al sujeto autor en su misma ausencia y en su ilegibilidad. Al permanecer el autor inexpresado en la obra y, de esa manera, al mismo tiempo, manteniendo su irreductible presencia, de igual modo la subjetividad se muestra y resiste con más fuerza en el punto en el que los dispositivos del discurso la capturan y la ponen en juego: “Una subjetividad se produce donde el viviente, encontrando el lenguaje y poniéndose en juego en él sin reservas, exhibe en un gesto su irreductibilidad a él”. De esta forma el sujeto sólo se afirma, paradójicamente, a través de las huellas de su ausencia.


Esto ocurre principalmente en los discursos literarios, puesto que éstos a veces se cruzan con las vidas. No se trata de una relación de representación o de figuración, sino que las vidas son puestas en juego en las frases y expresiones en las que su libertad y sus desventuras han sido arriesgadas y decididas. Para Agamben “una vida ética no es simplemente la que se somete a la ley moral, sino aquella que acepta ponerse en juego en sus gestos de manera irrevocable y sin reservas. Incluso a riesgo de que, de ese modo, su felicidad y su desventura sean decididas de una vez y para siempre”, como le sucede a los personajes de ficción.


Así, a través de la función autor revisada por Agamben, en la que el sujeto no está representado, sino puesto en juego –como gesto- en el discurso, el sujeto puede inscribirse -y arriesgarse- en el lenguaje (visto como dispositivo del poder) sin temor a quedar fatalmente reducido a él.


El llamado giro lingüístico ha consistido en gran medida en dejar de ver al lenguaje como representación, como significante de un significado cierto y preciso, para ser considerado como acción. No sólo decimos cosas, sino que hacemos cosas, recordando el título de la famosa obra de Austin: Cómo hacer cosas con palabras. Es decir que el giro es, en gran medida, pragmático. En consecuencia, se observa la fuerte influencia de la pragmática en los llamados posestructuralistas, llevándolos a pensar el lenguaje como espacio donde se inscribe el poder


Roland Barthes, en su “Lección Inaugural de la cátedra de semiología linguística”, pronunciada en 1977, destaca que el lenguaje es una legislación, y que la lengua es su código: No vemos el poder que hay en la lengua porque olvidamos que toda lengua es una clasificación, y que toda clasificación es opresiva… Como Jakobson lo ha demostrado, un idioma se define menos por lo que permite decir que por lo que obliga a decir. En el acto de enunciación el sujeto se pone al servicio de los signos, y los confirma en su repetición. Por eso Barthes concluye que servilismo y poder se confunden irremediablemente en el lenguaje, y que sólo puede haber libertad “fuera del lenguaje”. Este afuera es un lugar bastante difícil de determinar, sobre todo después del giro lingüístico-hermenéutico de la línea Heidegger-Gadamer, que acuñara la afirmación: “El ser que puede ser comprendido es lenguaje”. ¿Qué queda entonces fuera del lenguaje? ¿Aquello que no es posible de comprender ni de determinar? Barthes observa que sin embargo hay algunas pocas instancias en las que es posible sustraerse al poder del lenguaje, para algunos sujetos especiales como los místicos, por ejemplo, cuyas experiencias lindan lo incomunicable. Sin embargo, para el común de los mortales - los que no somos “caballeros de la fe” ni “superhombres” -sólo nos resta “hacerle trampas a la lengua”: “A esta fullería saludable, a esta esquiva y magnífica engañifa que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, por mi parte yo la llamo: literatura”.




Roland Barthes (19155-1980) & Jacques Derrida (1930-2004)



Enuncia luego las fuerzas de la literatura (otra vez la influencia de la pragmática) que garantizan esta posibilidad de burlar el poder opresivo del lenguaje, mediante la actuación de los signos a través de la heteronimia de las cosas. De acuerdo a esto la literatura es concebida como una estrategia para burlar el poder mediante el lenguaje mismo, una forma de hacerle trampas en su propio seno, al ser capaz de generar una suerte de libertad clandestina que emerge entre las ruinas de la opresión lingüística.


Derrida, por su parte, señala que, sin embargo, también en la literatura aparecen problemas vinculados a las leyes y al poder: Sea cual sea la estructura de la institución jurídica y, por lo tanto, política que viene a garantizar la obra, ésta surge y permanece siempre ante la ley. La obra no tiene existencia o consistencia sino bajo las condiciones de la ley y no se convierte en «literaria» sino en cierta época del derecho que regula los problemas de la propiedad de las obras, de la identidad de los corpus, del valor de las firmas, de la diferencia entre crear, producir y reproducir, etc. (Derrida, 1984) En términos generales, ese derecho se había establecido entre fines del siglo XVII y principios del siglo XIX en Europa. A pesar de eso, Derrida señala que el concepto de literatura que mantiene este derecho sobre las obras permanece “oscuro”.


Las leyes positivas a las que se refiere valen también para otras artes y no arrojan luz crítica sobre sus propias presuposiciones conceptuales. Esas presuposiciones “oscuras” implican también el lote de «guardianes», es decir: críticos, académicos, teóricos de la literatura, escritores, filósofos. Todos ellos deben apelar a una ley, comparecer ante ella, tanto velar por ella como dejarse vigilar por ella. Todos ellos la interrogan inocentemente respecto a lo singular y lo universal, y ninguno de ellos recibe una respuesta que no implique la différance, es decir, lo diferido, lo desplazado. Es a propósito del cuento “Ante la ley” de Kafka que Derrida hace estas derivaciones hacia el campo literario en general. Esta pequeña parábola aparece en vida de Kafka en el volumen de relatos titulado Un médico rural, publicado en 1909. Tras su muerte, se publica inserta en el capítulo noveno de El proceso. Como muchos saben, la parábola cuenta que ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta a él y solicita que le deje entrar, pero el guardián contesta que por ahora no puede. El campesino se asoma a la puerta de la ley, que está, como siempre, abierta. El guardián, al verlo, se ríe y le dice que puede probar a entrar si quiere, pero que recuerde que él, con ser poderoso, es sólo el último de los guardianes; entre salón y salón hay más. Ya el tercero es tan terrible que ni el mismo guardián puede soportar su aspecto.


El campesino no había previsto estos problemas, él creía que la ley debía estar siempre abierta para todos. Pero observa el porte temible del guardián y se convence de que conviene esperar. El guardián le deja un taburete para que se siente. Allí espera el campesino días y años, a menudo conversa con el guardián sobre temas sin importancia, y también intenta sobornarle. El guardián acepta las dádivas, para que el campesino no crea haber omitido nada, según dice, pero no cambia su actitud. Durante muchos años el hombre observa casi continuamente al guardián, maldice su mala suerte, al final su vista se debilita y todo se vuelve oscuro. En medio de la oscuridad distingue un resplandor que surge de la puerta de la ley. El campesino sabe que va a morir. Llama al guardián, y le formula una pregunta que antes no le había formulado: si todos quieren acceder a la ley, ¿cómo es que en todos aquellos años nadie más que él ha pretendido entrar? El guardián comprende que el hombre está muriendo, y para que pueda oírle bien le dice con voz poderosa: "A nadie se le habría permitido el acceso por aquí, porque esta entrada estaba destinada exclusivamente para ti. Ahora voy y la cierro". .


El cuento plantea una imposibilidad: la de acceder plenamente al texto (de la Ley), o al sentido del texto, resguardado por el “guardián”. La inaccesibilidad de la ley implica también el desvío infinito en su intento de abordarla, pues su universalidad parece desbordar lo finito y accesible. Dice Derrida:


¿Aquello que nos mantiene detenidos ante la ley, como al campesino, no es también eso que nos paraliza y nos retiene ante un cuento [récit], su posibilidad e imposibilidad, su inteligibilidad o ininteligibilidad, su necesidad y su prohibición, y también aquellas cuestiones de la relación [relation], de la repetición, de la historia? 


Leer quizá consista en experimentar esta inaccesibilidad del sentido. No hay sentido escondido detrás de los signos, porque la experiencia del texto supera el concepto tradicional de lectura. Lo que se lee es una cierta ilegibilidad. También los textos sagrados se tornaron ilegibles. Scholem trae a colación un comentario a los Salmos de Orígenes en el que un sabio hebreo le explica que las Sagradas Escrituras se asemejan a una gran casa con muchísimos aposentos, y que delante de cada aposento se encuentra una llave, pero no la que conviene:


Las llaves de todos los aposentos están cambiadas, y la difícil y al mismo tiempo importante tarea consiste en encontrar la llave adecuada. Esta parábola, que enlaza ya la situación kafkiana con una tradición talmúdica en pleno desarrollo… nos puede dar una idea de lo profundamente enraizado que está el mundo kafkiano en la genealogía de la mística judía. El rabí cuya parábola tanto impresionó a Orígenes está aún en posesión de la revelación, pero sabe que ya no cuenta con la clave adecuada, y está buscándola. 


Para Scholem, la Ley representa en Kafka una metáfora de la idea de sentido, el cual se ha retirado; y la crisis del relato que refleja su obra, la imposibilidad de la tradición de la verdad, que sin embargo sigue testimoniando una forma de “relatar la historia” (una forma de transmisión). Que el texto de la revelación ya no sea descifrable se traduce en la obra de Kafka con la metáfora de la Ley ininteligible. Sin embargo aunque parezca haber perdido todo significado, no deja de perseguir al héroe kafkiano con una violencia a veces obsesiva.


Se observa cómo la ley (y su desvío) está presente en la noción de texto del pensamiento judío, que proviene de las concepciones sobre la naturaleza real de la Tora. Por un lado, en la noción de Texto Absoluto, basada en el principio del nombre de Dios (Tetragrama), que no tiene significado en sí mismo, pero dota de significado a cualquier otra forma. La Tora aquí es un Absoluto, una Ley que antecede a todas las fases de la interpretación humana. Por otro lado, está el principio de la infinita multiplicidad de sentidos de la palabra divina. En la base de la exégesis judía, la autoridad absoluta canónica y “legal” del texto convive así con la infinita multiplicidad de sus sentidos. Se trata de un texto perfecto, y aún así, en movimiento. Scholem dice, basándose en los escritos de la cábala luriánica, que cada palabra de la Torá posee 600.000 “rostros”, planos de sentido, o entradas (según el número de los hijos de Israel que se encontraban reunidos en el monte Sinaí). Cada rostro sólo es visible y descifrable por uno de ellos. Cada uno está en posesión de una propia e inconfundible posibilidad de acceso a la revelación. De este modo la autoridad ya no constituye el “sentido” unilateral e inconfundible del texto, sino que es muestra de su plasticidad infinita.


Esta posición se puede vincular con las posturas posestructuralistas del texto, y ser comparada, por ejemplo, con la noción de “texto plural” de Barthes, en cuanto que éste:


[...] no es una estructura de significados, es una galaxia de significantes; no tiene comienzo, es reversible; se accede a él a través de múltiples entradas, sin que ninguna de ellas pueda ser declarada con toda seguridad la principal; los códigos que moviliza se perfilan hasta perderse de vista, son indecibles; los sistemas de sentido pueden apoderarse de este texto absolutamente plural, pero su número no se cierra nunca, al tener como medida el infinito del lenguaje. 


El mismo Barthes que hablara del poder inscripto en el lenguaje en su “Lección inaugural”, cuya única posibilidad de liberación consiste en “hacerle trampas” mediante la literatura, aquí se refiere al infinito del lenguaje como posibilidad de una apertura, a partir del texto plural.


Pero con la radicalización efectuada por Derrida, la relación con el texto no es el desafío de superar el malentendido de la distancia temporal, sino más bien una experiencia de interrupción y de separación. Toda interpretación, en el horizonte de una hermenéutica del sentido, está ya acordada de inicio, basada en el presupuesto de que el texto tiene un sentido, garantizado por la continuidad de la transmisión histórica. Pero si la escritura es “la huella muda de una tradición caduca”  la lectura como interpretación es un proceso sin fin, una deriva perpetua, en la que no importa tanto el sentido verdadero del texto, sino su transmisibilidad, es decir, su reproductibilidad significante, que deja en suspenso al sentido. Tal vez sea ésta una forma propicia de abordar el problema de la Ley ininteligible en Kafka. 


No es posible saber qué cosa significa un texto transmitido por una tradición opaca, dice Derrida. Si no hay sentido verdadero de un texto, es porque no poseeremos jamás el contexto que lo define. La gramatología interpreta así la tradición como un texto sin voz, cuya felicidad de interpretación no depende de su conformidad con un sentido acordado (por lo demás, conjetural), sino por su felicidad en cuanto a sus efectos.


De esta manera el lector en su errancia asume un riesgo, pero tiene la posibilidad de establecer cómo el texto se autodeconstruye, y de este modo reconocer los límites de toda travesía hacia el sentido. El campesino de la parábola kafkiana no puede emprender esta travesía hacia la Ley, pues el poder del guardián se lo impide. El campesino no se arriesga, únicamente espera. Pero antes de morir, sí puede vislumbrar el resplandor que sale por la puerta de la Ley… Y eso es todo lo que pudo obtener de su larga espera. Del mismo modo la lectura como interpretación implica una experiencia de errancia en la que no importa tanto el contenido de verdad del texto, sino su escritura, y su re-escritura infinitas, cuya única motivación quizá consista en vislumbrar tras la puerta, como el campesino kafkiano, el resplandor de un sentido ya por siempre diferido. 







Tomado de:
ANDERLINI, Silvia: "Poder, autoridad y legalidad en el discurso literario: notas para una deconstrucción posible" Ponencia inédita.