29 diciembre 2019

Preludio de una filosofía del futuro. Friedrich Nietzsche




Preludio de una filosofía del futuro


Friedrich Nietzsche



Moral.


199.- Dado que, desde que hay hombres ha habido también en todos los tiempos rebaños humanos (agrupaciones familiares, comunidades, estirpes, pueblos, Estados, Iglesias), y que siempre los que han obedecido han sido muchísimos en relación con el pequeño número de los que han mandado, - teniendo en cuenta, por lo tanto, que la obediencia ha sido hasta ahora la cosa mejor y más prolongadamente ensayada y cultivada entre los hombres, es lícito presuponer en justicia que, hablando en general, cada uno lleva ahora innata en sí la necesidad de obedecer, cual una especie de conciencia formal que ordena: «se trate de lo que se trate, debes hacerlo incondicionalmente, o abstenerte de ello incondicionalmente», en pocas palabras, «tú debes».


Esta necesidad sentida por el hombre intenta saturarse y llenar su forma con un contenido; en esto, de acuerdo con su fortaleza, su impaciencia y su tensión, esta necesidad actúa de manera poco selectiva, como un apetito grosero, y acepta lo que le grita al oído cualquiera de los que mandan -padres, maestros, leyes, prejuicios estamentales, opiniones públicas-. La extraña limitación del desarrollo humano, el carácter indeciso, lento, a menudo regresivo y tortuoso de ese desarrollo descansa en el hecho de que el instinto gregario de obediencia es lo que mejor se hereda, a costa del arte de mandar. Si imaginamos ese instinto llevado hasta sus últimas aberraciones, al foral faltarán hombres que manden y que sean independientes, o éstos sufrirán interiormente de mala conciencia y tendrán necesidad, para poder mandar, de simularse a sí mismos un engaño, a saber: el de que también ellos se limitan a obedecer. Ésta es la situación que hoy se da de hecho en Europa: yo la llamo la hipocresía moral de los que mandan. No saben protegerse contra su mala conciencia más que adoptando el aire de ser ejecutores de órdenes más antiguas o más elevadas (de los antepasados, de la Constitución, del derecho, de las leyes o hasta de Dios), o incluso tomando en préstamo máximas gregarias al modo de pensar gregario, presentándose, por ejemplo, como los «primeros servidores de su pueblo» o como «instrumentos del bien común». Por otro lado, hoy en Europa el hombre gregario presume de ser la única especie permitida de hombre y ensalza sus cualidades, que lo hacen dócil, conciliador y útil al rebaño, como las virtudes auténticamente humanas, es decir: espíritu comunitario, benevolencia, deferencia, diligencia, moderación, modestia, indulgencia, compasión. Y en aquellos casos en que se cree que no es posible prescindir de jefes y carneros-guías, hácense hoy ensayos tras ensayos de reemplazar a los hombres de mando por la suma acumulativa de listos hombres de rebaño: tal es el origen, por ejemplo, de todas las Constituciones representativas. Qué alivio tan grande, qué liberación de una presión que se volvía insoportable constituye, a pesar de todo, para estos europeos-animales de rebaño la aparición de un hombre que mande incondicionalmente, eso es cosa de la cual nos ha dado el último gran testimonio la influencia producida por la aparición de Napoleón: la historia de la influencia de Napoleón es casi la historia de la felicidad superior alcanzada por todo este siglo en sus hombres y en sus instantes más valiosos.


201.- Mientras la utilidad que domine en los juicios morales de valor sea sólo la utilidad del rebaño, mientras la mirada esté dirigida exclusivamente a la conservación de la comunidad, y se busque lo inmoral precisa y exclusivamente en lo que parece peligroso para la subsistencia de la comunidad: mientras esto ocurra, no puede haber todavía una «moral del amor al prójimo». Aun suponiendo que aquí exista también ya un pequeño y constante ejercicio del respeto, de la compasión, de la equidad, de la dulzura, de la reciprocidad en el prestar auxilio, aun suponiendo que en ese estado de la sociedad actúen ya todos aquellos instintos a los que más tarde se les da el honroso nombre de «virtudes» y que, al final, casi coinciden con el concepto de «moralidad»: en esa época tales cosas no forman aún parte, en modo alguno, del reino de las valoraciones morales, todavía son extramorales. En la mejor época romana, a una acción compasiva, por ejemplo, no se la califica ni de buena ni de malvada, ni de moral ni de inmoral: e incluso cuando se la alaba, con tal alabanza continúa siendo perfectamente compatible una especie de involuntario menosprecio, a saber, tan .pronto como se la compara con cualquier acción que sirva al fomento del todo, de la res publica [cosa pública].


En definitiva, el «amor al prójimo» es siempre, con relación al temor al prójimo, algo secundario, algo parcialmente convencional y aparente-arbitrario. Cuando la estructura de la sociedad en su conjunto ha quedado consolidada y parece asegurada contra peligros exteriores, es este temor al prójimo el que vuelve a crear nuevas perspectivas de valoración moral. Ciertos instintos fuertes y peligrosos, como el placer de acometer empresas, la audacia loca, el ansia de venganza, la astucia, la rapacidad, la sed de poder, que hasta ahora tenían que ser no sólo honrados -bajo nombres distintos, como es obvio, a los que acabamos de escoger-, sino desarrollados y cultivados en un sentido de utilidad colectiva (porque cuando el todo estaba en peligro se tenía constante necesidad de ellos para defenderse contra los enemigos del todo), son sentidos a partir de ahora, con reduplicada fuerza, como peligrosos -ahora, cuando faltan los canales de derivación para ellos- y paso a paso son tachados de inmorales y entregados a la difamación. Los instintos e inclinaciones antitéticos de ellos alcanzan ahora honores morales; el instinto de rebaño saca paso a paso su consecuencia.


El grado mayor o menor de peligro que para la comunidad, que para la igualdad hay en una opinión, en un estado de ánimo y un afecto, en una voluntad, en un don, eso es lo que ahora constituye la perspectiva moral: también aquí el miedo vuelve a ser el padre de la moral. Cuando los instintos más elevados y más fuertes, irrumpiendo apasionadamente, arrastran al individuo más allá y por encima del término medio y de la hondonada de la conciencia gregaria, entonces el sentimiento de la propia dignidad de la comunidad se derrumba, y su fe en sí misma, su espina dorsal, por así decirlo, se hace pedazos: en consecuencia, a lo que más se estigmatizará y se calumniará será cabalmente a tales instintos. La espiritualidad elevada e independiente, la voluntad de estar solo, la gran razón son ya sentidas como peligro; todo lo que eleva al individuo por encima del rebaño e infunde temor al prójimo es calificado, a partir de este momento, de malvado (böse); los sentimientos equitativos, modestos, sumisos, igualitaristas, la mediocridad de los apetitos alcanzan ahora nombres y honores morales. Finalmente, en situaciones de mucha paz faltan cada vez más la ocasión y la necesidad de educar nuestro propio sentimiento para el rigor y la dureza; y ahora todo rigor, incluso en la justicia, comienza a molestar a la conciencia; una aristocracia y una autorresponsabilidad elevadas y duras son cosas que casi ofenden y que despiertan desconfianza, «el cordero» y, más todavía, «la oveja» ganan en consideración. Hay un punto en la historia de la sociedad en el que el reblandecimiento y el languidecimiento enfermizos son tales que ellos mismos comienzan a tomar partido a favor de quien los perjudica, a favor del criminal, y lo hacen, desde luego, de manera seria y honesta. Castigar: eso les parece inicuo en cierto sentido, la verdad es que la idea del «castigo» y del «deber-castigar» les causa daño, les produce miedo. «¿No basta con volver no-peligroso al criminal? ¿Para qué castigarlo además? ¡El castigar es cosa terrible!», la moral del rebaño, la moral del temor, saca su última consecuencia con esa interrogación.


Suponiendo que fuera posible llegar a eliminar el peligro, el motivo de temor, entonces se habría eliminado también esa moral: ¡ya no sería necesaria, ya no se consideraría a sí misma necesaria! Quien examine la conciencia del europeo actual habrá de extraer siempre, de mil pliegues y escondites morales, idéntico imperativo, el imperativo del temor gregario: «¡queremos que alguna vez no haya ya nada que temer!» Alguna vez, la voluntad y el camino que conduce hacia allá llámanse hoy, en todas partes de Europa, «progreso».


Doctos.


211.- Insisto en que se deje por fin de confundir a los trabajadores filosóficos y, en general, a los hombres científicos con los filósofos, en que justo aquí se dé rigurosamente «a cada uno lo suyo», a los primeros no demasiado, y a los segundos no demasiado poco. Acaso para la educación del verdadero filósofo se necesite que él mismo haya estado alguna vez también en todos esos niveles en los que permanecen, en los que tienen que permanecer sus servidores, los trabajadores científicos de la filosofía; él mismo tiene que haber sido tal vez crítico y escéptico y dogmático e historiador y, además, poeta y coleccionista y viajero y adivinador de enigmas y moralista y vidente y «espíritu libre» y casi todas las cosas, a fin de recorrer el círculo entero de los valores y de los sentimientos valorativos del hombre y a fin de poder mirar con muchos ojos y conciencias, desde la altura hacia toda lejanía, desde la profundidad hacia toda altura, desde el rincón hacia toda amplitud. Pero todas estas cosas son únicamente condiciones previas de su tarea: la tarea misma quiere algo distinto, exige que él cree valores. Aquellos trabajadores filosóficos modelados según el noble patrón de Kant y de Hegel tienen que establecer y que reducir a fórmulas cualquier gran hecho efectivo de valoraciones -es decir, de anteriores posiciones de valor, creaciones de valor que llegaron a ser dominantes y que durante algún tiempo fueron llamadas «verdades»- bien en el reino de lo lógico, bien en el de lo político (moral), bien en el de lo artístico. A estos investigadores les incumbe el volver aprehensible, manejable, dominable con la mirada, dominable con el pensamiento todo lo que hasta ahora ha ocurrido y ha sido objeto de aprecio, el acortar todo lo largo, el acortar incluso «el tiempo» mismo, y el sojuzgar el pasado entero: inmensa y maravillosa tarea en servir a la cual pueden sentirse satisfechos con seguridad todo orgullo sutil, toda voluntad tenaz. Pero los auténticos filósofos son hombres que dan órdenes y legislan: dicen: «¡así debe ser!», son ellos los que determinan el «hacia dónde» y el «para qué» del ser humano, disponiendo aquí del trabajo previo de todos los trabajadores filosóficos, de todos los sojuzgadores del pasado, ellos extienden su mano creadora hacia el futuro, y todo lo que es y ha sido conviértese para ellos en medio, en instrumento, en martillo. Su «conocer» es crear, su crear es legislar, su voluntad de verdad es - voluntad de poder.  ¿Existen hoy tales filósofos? ¿Han existido ya tales filósofos? ¿No tienen que existir tales filósofos?.


212.- Va pareciéndome cada vez más que el filósofo, en cuanto es un hombre necesario del mañana y del pasado mañana, se ha encontrado y ha tenido que encontrarse siempre en contradicción con su hoy: su enemigo ha sido siempre el ideal de hoy. Hasta ahora todos esos extraordinarios promotores del hombre a los que se da .el nombre de filósofos y que raras veces se han sentido a sí mismos como amigos de la sabiduría, sino más bien como necios desagradables y como peligrosos signos de interrogación, - han encontrado su tarea, su dura, involuntaria, inevitable tarea, pero finalmente la grandeza de su tarea, en ser la conciencia malvada de su tiempo. Al poner su cuchillo, para viviseccionarlo, precisamente sobre el pecho de las virtudes de su tiempo, delataban cuál era su secreto: conocer una nueva grandeza del hombre, un nuevo y no recorrido camino hacia su engrandecimiento. Siempre han puesto al descubierto cuánta hipocresía, espíritu de comodidad, dejarse ir y dejarse caer, cuánta mentira yace oculta bajo los tipos más venerados de la moralidad contemporánea, cuánta virtud estaba anticuada; siempre dijeron: «Nosotros tenemos que ir allá, allá fuera, donde hoy vosotros menos os sentís como en vuestra casa». A la vista de un mundo de «ideas modernas», el cual confinaría a cada uno a un rincón y «especialidad», un filósofo, en el caso de que hoy pueda haber filósofos, se vería forzado a situar la grandeza del hombre, el concepto «grandeza», precisamente en su amplitud y multiplicidad, en su totalidad en muchos cosas: incluso determinaría el valor y el rango por el número y diversidad de cosas que uno solo pudiera soportar y tomar sobre sí, por la amplitud que uno solo pudiera dar a su responsabilidad. Hoy el gusto de la época y la virtud de la época debilitan y enflaquecen la voluntad, nada está tan en armonía con la época como la debilidad de la voluntad: por lo tanto, en el ideal del filósofo tienen que formar parte del concepto de «grandeza» justo la fortaleza de la voluntad, justo la dureza y capacidad para adoptar resoluciones largas; con el mismo derecho con que la doctrina opuesta y el ideal de una humanidad idiota, abnegada, humilde, desinteresada serían adecuados a una época opuesta, a una época que, como el siglo xvi, sufriese a causa de su acumulada energía de voluntad y a causa de las aguas y mareas totalmente salvajes del egoísmo. En la época de Sócrates, entre hombres de instinto fatigado, entre viejos atenienses conservadores que se dejaban ir -«hacia la felicidad», según ellos decían, hacia el placer, según ellos obraban - y que, al hacerlo, continuaban empleando las antiguas y espléndidas palabras a las cuales no les daba derecho alguno su vida desde hacía mucho tiempo, quizá fuese necesaria, para la grandeza del alma, la ironía, aquella maliciosa ironía socrática del viejo médico y plebeyo que sajaba sin misericordia tanto su propia carne como la carne y el corazón del «aristócrata», con una mirada que decía bastante inteligiblemente: «¡No os disfracéis delante de mí! ¡Aquí somos iguales!» Hoy, a la inversa, cuando en Europa es el animal de rebaño el único que recibe y que reparte honores, cuando la «igualdad de derechos» podría transformarse con demasiada facilidad en la igualdad en la injusticia: yo quiero decir, combatiendo conjuntamente todo lo raro, extraño, privilegiado del hombre superior, del deber superior, de la responsabilidad superior, de la plenitud de poder y el dominio superiores,  que hoy el ser aristócrata, el querer ser para sí, el poder ser distinto, el estar solo y el tener que vivir por sí mismo forman parte del concepto de «grandeza»; y el filósofo delatará algo de su propio ideal cuando establezca: «El más grande será el que pueda ser el más solitario, el más oculto, el más divergente, el hombre más allá del bien y del mal, el señor de sus virtudes, el sobrado de voluntad; grandeza debe llamarse precisamente el poder ser tan múltiple como entero, tan amplio como pleno». Y hagamos una vez más la pregunta: ¿es hoy posible la grandeza?


Aristócratas.


257.- Toda elevación del tipo «hombre» ha sido hasta ahora obra de una sociedad aristocrática, y así lo seguirá siendo siempre: es ésa una sociedad que cree en una larga escala de jerarquía y de diferencia de valor entre un hombre y otro hombre y que, en cierto sentido, necesita de la esclavitud. Sin ese pathos de la distancia que surge de la inveterada diferencia entre los estamentos, de la permanente mirada a lo lejos y hacia abajo dirigida por la clase dominante sobre los súbditos e instrumentos, y de su ejercitación, asimismo permanente, en el obedecer y el mandar, en el mantener a los otros subyugados y distanciados, no podría surgir tampoco en modo alguno aquel otro pathos misterioso, aquel deseo de ampliar constantemente la distancia dentro del alma misma, la elaboración de estados siempre más elevados, más raros, más lejanos, más amplios, más abarcadores, en una palabra, justamente la elevación del tipo «hombre», la continua «autosuperación del hombre», para emplear en sentido sobremoral una fórmula moral. Ciertamente: no es lícito entregarse a embustes humanitarios en lo referente a la historia de la génesis de una sociedad aristocrática (es decir, del presupuesto de aquella elevación del tipo «hombre»): la verdad es dura. ¡Digámonos sin miramientos de qué modo ha comenzado hasta ahora en la tierra toda cultura superior! Hombres dotados de una naturaleza todavía natural, bárbaros en todos los sentidos terribles de esta palabra, hombres de presa poseedores todavía de fuerzas de voluntad y de apetitos de poder intactos, lanzáronse sobre razas más débiles, más civilizadas, más pacíficas, tal vez dedicadas al comercio o al pastoreo, o sobre viejas culturas marchitas, en las cuales cabalmente se extinguía la última fuerza vital en brillantes fuegos artificiales de espíritu y de corrupción. La casta aristocrática ha sido siempre al comienzo la casta de los bárbaros: su preponderancia no residía ante todo en la fuerza física, sino en la fuerza psíquica, eran hombres más enteros, lo cual significa también, en todos los niveles, bestias más enteras.


259.- Abstenerse mutuamente de la ofensa, de la violencia, de la explotación: equiparar la voluntad de uno a la voluntad del otro: en un cierto sentido grosero esto puede llegar a ser una buena costumbre entre los individuos, cuando están dadas las condiciones para ello (a saber, la semejanza efectiva entre sus cantidades de fuerza y entre sus criterios de valor, y su homogeneidad dentro de un solo cuerpo). Mas tan pronto como se quisiera extender ese principio e incluso considerarlo, en lo posible, como principio fundamental de la sociedad, tal principio se mostraría enseguida como lo que es: como voluntad de negación de la vida, como principio de disolución y de decadencia. Aquí resulta necesario pensar a fondo y con radicalidad y defenderse contra toda debilidad sentimental: la vida misma es esencialmente apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más débil, opresión, dureza, imposición de formas propias, anexión y al menos, en el caso más suave, explotación, ¿mas para qué emplear siempre esas palabras precisamente, a las cuales se les ha impreso desde antiguo una intención calumniosa? También aquel cuerpo dentro del cual, como hemos supuesto antes, trátanse los individuos como iguales -esto sucede en toda aristocracia sana- debe realizar, al enfrentarse a otros cuerpos, todo eso de lo cual se abstienen entre sí los individuos que están dentro de él, en el caso de que sea un cuerpo vivo y no un cuerpo moribundo: tendrá que ser la encarnada voluntad de poder, querrá crecer, extenderse, atraer a sí, obtener preponderancia, no partiendo de una moralidad o inmoralidad cualquiera, sino porque vive, y porque la vida es cabalmente voluntad de poder. En ningún otro punto, sin embargo, se resiste más que aquí a ser enseñada la consciencia común de los europeos: hoy se fantasea en todas partes, incluso bajo disfraces científicos, con estados venideros de la sociedad en los cuales desaparecerá «el carácter explotador»:  a mis oídos esto suena como si alguien prometiese inventar una vida que se abstuviese de todas las funciones orgánicas. La «explotación» no forma parte de una sociedad corrompida o imperfecta y primitiva: forma parte de la esencia de lo vivo, como función orgánica fundamental, es una consecuencia de la auténtica voluntad de poder, la cual es cabalmente la voluntad propia de la vida. Suponiendo que como teoría esto sea una innovación, como realidad es el hecho primordial de toda historia: ¡seamos, pues, honestos con nosotros mismos hasta este punto!.


260.-En mi peregrinación a través de las numerosas morales, más delicadas y más groseras, que hasta ahora han dominado o continúan dominando en la tierra, he encontrado ciertos rasgos que se repiten juntos y que van asociados con regularidad: hasta que por fin se me han revelado dos tipos básicos y se ha puesto de relieve una diferencia fundamental. Hay una moral de señores y hay una moral de esclavos; me apresuro a añadir que en todas las culturas más altas y más mezcladas aparecen también intentos de mediación entre ambas morales, y que con más frecuencia todavía aparecen la confusión de esas morales y su recíproco malentendido, y hasta a veces una ruda yuxtaposición entre ellas, incluso en el mismo hombre, dentro de una sola alma. Las diferenciaciones morales de los valores han surgido, o bien entre una especie dominante, la cual adquirió consciencia, con un sentimiento de bienestar, de su diferencia frente a la especie dominada, o bien, entre los dominados, los esclavos y los subordinados de todo grado. En el primer caso, cuando los dominadores son quienes definen el concepto de «bueno», son los estados psíquicos elevados y orgullosos los que son sentidos como aquello que distingue y que determina la jerarquía. El hombre aristocrático separa de sí a aquellos seres en los que se expresa lo contrario de tales estados elevados y orgullosos: desprecia a esos seres. Obsérvese enseguida que en esta primera especie de moral la antítesis «bueno» y «malo» es sinónima de «aristocrático» y «despreciable»: la antítesis «bueno» y «malvado» es de otra procedencia. Es despreciado el cobarde, el miedoso, el mezquino, el que piensa en la estrecha utilidad; también el desconfiado de mirada servil, el que se rebaja a sí mismo, la especie canina de hombre que se deja maltratar, el adulador que pordiosea, ante todo el mentiroso: creencia fundamental de todos los aristócratas es que el pueblo vulgar es mentiroso. «Nosotros los veraces», éste es el nombre que se daban a sí mismos los nobles en la antigua Grecia. Es evidente que las calificaciones morales de los valores se aplicaron en todas partes primero a seres humanos y sólo de manera derivada y tardía a acciones, por lo cual constituye un craso desacierto el que los historiadores de la moral partan de preguntas como: «¿por qué ha sido alabada la acción compasiva?» La especie aristocrática de hombre se siente a sí misma como determinadora de los valores, no tiene necesidad de dejarse autorizar, su juicio es: «lo que me es perjudicial a mí, es perjudicial en sí», sabe que ella es la que otorga dignidad en absoluto a las cosas, ella es creadora de valores. Todo lo que conoce que hay en ella misma lo honra: semejante moral es autoglorificación. En primer plano se encuentran el sentimiento de la plenitud, del poder que quiere desbordarse, la felicidad de la tensión elevada, la consciencia de una riqueza que quisiera regalar y repartir: también el hombre aristocrático socorre al desgraciado, pero no, o casi no, por compasión, sino más bien por un impulso engendrado por el exceso de poder. El hombre aristocrático honra en sí mismo al poderoso, también al poderoso que tiene poder sobre él, que es diestro en hablar y en callar, que se complace en ser riguroso y duro consigo mismo y siente veneración por todo lo riguroso y duro. «Wotan me ha puesto un corazón duro en el pecho», se dice en una antigua saga escandinava: ésta es la poesía que brotaba, con todo derecho, del alma de un vikingo orgulloso. Esa especie de hombre se siente orgullosa cabalmente de no estar hecha para la compasión: por ello el héroe de la saga añade, con tono de admonición, «el que ya de joven no tiene un corazón duro, no lo tendrá nunca». Los aristócratas y valientes que así piensan están lo más lejos que quepa imaginar de aquella moral que ve el indicio de lo moral cabalmente en la compasión, o en el obrar por los demás, o en el désintéressement [desinterés]; la fe en sí mismo, el orgullo de sí mismo, una radical hostilidad y una ironía frente al «desinterés» forman parte de la moral aristocrática, exactamente del mismo modo que un ligero menosprecio y cautela frente a los sentimientos de simpatía y el «corazón cálido». Los poderosos son los que entienden de honrar, esto constituye su arte peculiar, su reino de la invención. El profundo respeto por la vejez y por la tradición el derecho entero se apoya en ese doble respeto, la fe y el prejuicio favorables para con los antepasados y desfavorables para con los venideros son típicos en la moral de los poderosos; y cuando, a la inversa, los hombres de las «ideas modernas» creen de modo casi instintivo en el «progreso» y en «el futuro » y tienen cada vez menos respeto a la vejez, esto delata ya suficientemente la procedencia no aristocrática de esas «ideas». Pero lo que más hace que al gusto actual le resulte extraña y penosa una moral de dominadores es la tesis básica de ésta de que sólo frente a los iguales se tienen deberes; de que, frente a los seres de rango inferior, frente a todo lo extraño, es lícito actuar como mejor parezca, o «como quiera el corazón», y, en todo caso, «más allá del bien y del mal», acaso aquí tengan su sitio la compasión y otras cosas del mismo género. La capacidad y el deber de sentir un agradecimiento prolongado y una venganza prolongada -ambas cosas, sólo entre iguales -, la sutileza en la represalia, el refinamiento conceptual en la amistad, una cierta necesidad de tener enemigos (como canales de desagüe, por así decirlo, para los afectos denominados envidia, belicosidad, altivez, en el fondo, para poder ser buen amigo: todos ésos son caracteres típicos de la moral aristocrática, la cual, como ya hemos insinuado, no es la moral de las «ideas modernas», por lo cual hoy resulta difícil sentirla y también es dificil desenterrarla y descubrirla. Las cosas ocurren de modo distinto en el segundo tipo de moral, la moral de esclavos. Suponiendo que los atropellados, los oprimidos, los dolientes, los serviles, los inseguros y cansados de sí mismos moralicen: ¿cuál será el carácter común de sus valoraciones morales? Probablemente se expresará aquí una suspicacia pesimista frente a la entera situación del hombre, tal vez una condena del hombre, así como de la situación en que se encuentra. La mirada del esclavo no ve con buenos ojos las virtudes del poderoso: esa mirada posee escepticismo y desconfianza, es sutil en su desconfianza frente a todo lo «bueno» que allí es honrado, quisiera convencerse de que la felicidad misma no es allí auténtica. A la inversa, las propiedades que sirven para aliviar la existencia de quienes sufren son puestas de relieve e inundadas de luz: es la compasión, la mano afable y socorredora, el corazón cálido, la paciencia, la diligencia, la humildad, la amabilidad lo que aquí se honra, pues estas propiedades son aquí las más útiles y casi los únicos medios para soportar la presión de la existencia.


La moral de esclavos es, en lo esencial, una moral de la utilidad. Aquí reside el hogar donde tuvo su génesis aquella famosa antítesis «bueno» y «malvado»: se considera que del mal forman parte el poder y la peligrosidad, así como una cierta terribilidad y una sutilidad y fortaleza que no permiten que aparezca el desprecio. Así, pues, según la moral de esclavos, el «malvado» inspira temor; según la moral de señores, es cabalmente el «bueno» el que inspira y quiere inspirar temor, mientras que el hombre «malo» es sentido como despreciable. La antítesis llega a su cumbre cuando, de acuerdo con la consecuencia propia de la moral de esclavos, un soplo de menosprecio acaba por adherirse también al «bueno» de esa moral, menosprecio que puede ser ligero y benévolo, porque, dentro del modo de pensar de los esclavos, el bueno tiene que ser en todo caso el hombre no peligroso: el bueno es bonachón, fácil de engañar, acaso un poco estúpido un bonhomme [un buen hombre]. En todos los lugares en que la moral de esclavos consigue la preponderancia el idioma muestra una tendencia a aproximar entre sí las palabras «bueno» y «estúpido». Una última diferencia fundamental: el anhelo de libertad, el instinto de la felicidad y de las sutilezas del sentimiento de libertad forman parte de la moral y de la moralidad de esclavos con la misma necesidad con que el arte y el entusiasmo en la veneración, en la entrega, son el síntoma normal de un modo aristocrático de pensar y valorar. Ya esto nos hace entender por qué el amor como pasión es nuestra especialidad europea, tiene que tener sencillamente una procedencia aristocrática: como es sabido, su invención es obra de los poetas-caballeros provenzales, de aquellos magníficos e ingeniosos hombres del «gai saber», a los cuales debe Europa tantas cosas y casi su propia existencia. 











Tomado de:
NIETZSCHE, Friedrich (1993): Más allá del bien y del mal. Preludio de una filosofía del futuro. Buenos Aires, Alianza, pp. 128-132; 154-157 y 219-226. 

21 diciembre 2019

Las palabras y las cosas en tres videos.




Las palabras y las cosas en tres videos

Darin McNabb





¿Has oído hablar de "discurso" y "episteme"? ¿Qué es lo que determina cómo pensamos y experimentamos el mundo? Encontramos una fascinante respuesta en este importante libro de Michel Foucault.







La semejanza del Renacimiento da paso a la representación como episteme de la época clásica. En este video vemos cómo se manifiesta en varias ciencias de la época y cómo Las meninas de Velásquez lo ilustra.







Veremos el episteme de la época moderna y el análisis de los dobles empírico-trascendental.



10 diciembre 2019

El indigenismo de Jesús Lara. Estelle Tarica


Jesús Lara (1898-1980)


El indigenismo de Jesús Lara


Estelle Tarica



El escritor boliviano Jesús Lara solía calificarse como “retoño de la cholada”, auto-denominación cuya veracidad es poco fiable: también se hacía pasar, de vez en cuando, por “indio puro”. ¿Cómo interpretar esta llamativa confusión? Diríamos que refleja la diversidad histórica de determinadas coyunturas políticas que incitan a acentuar algunas formas de identificación a la vez que limitan otras. Pero esta confusión también podría considerarse propia de toda literatura indigenista que surge de la realidad “abigarrada” de las sociedades andinas, e instarnos a repensar el esquema binario propuesto por Mariátegui: que la literatura indigenista se diferencia de la literatura propiamente indígena por ser obra de mestizos. No obstante la “tesis dualista” que tantas obras del corpus indigenista plantean, el estatus del mestizo como productor y protagonista literario sigue siendo una suerte de talón de Aquiles que propicia el total desmantelamiento ideológico del indigenismo, a la vez que apunta hacia su condición fascinante de “literatura heterogénea”, en la célebre frase  de Antonio Cornejo Polar. De ahí que lo que sigue no será un intento de establecer de una vez por todas la ‘verdadera’ identidad socioétnica de Lara. Su mismo origen de provinciano cochabambino, región marcada por la fluidez histórica de las identidades socioculturales, haría de ésta una tarea imposible.


A pesar del calificativo de “Novela quechua” con el cual Lara subtitulaba la mayoría de sus ficciones (todas escritas en castellano), su obra procede claramente de la trayectoria histórica llamada “la ciudad letrada” por Ángel Rama, ciudad a la vez efímera y real en la cual se ha concentrado el poder de la escritura en América Latina, poder ligado casi siempre al estado. Si bien los modelos de Mariátegui y Rama siguen siendo instrumentos fundamentales para entender la sociología de la producción literaria en los Andes, echan poca luz a la hora de interpretar el paisaje cambiante de una geografía social tan profundamente marcada por la permanencia de luchas campesinas y por los procesos de migración, asimilación y bilingüismo. Estos fenómenos complican irremediablemente cualquier intento de delinear una separación entre campo y ciudad, indio y no-indio.


Dos textos de Lara, su novela Surumi (1943) y su ensayo y antología La poesía quechua (1947), ambos de la época anterior a la revolución y reforma agraria de 1952-53, permiten elaborar una nueva mirada hacia la producción indigenista de este autor, ubicándola en el espacio de la “heteróclita pluralidad” andina (Cornejo Polar). Estas obras indigenistas tempranas de Lara están marcadas por un intento de representar el proceso de migración y asimilación por el cual tuvo que pasar todo provinciano quechua, tanto indio como cholo, que quería hacerse letrado, proceso por el cual el autor mismo pasó, y a duras penas.


Al igual que en la ideología del movimiento revolucionario que surge en este periodo antes de asumir el poder, la propuesta nacional elaborada por Lara toma como base al mestizo a la vez que reivindica a los sectores indios, posición contradictoria característica de todo nacionalismo integracionista. Subyace sin embargo en estos textos una conciencia dispar de las rupturas y pérdidas que implicaban la migración del campo a la ciudad. Las dos obras narran la violencia invisible del cambio cultural auto-impuesto, haciendo uso de una matriz autobiográfica que, a pesar de ser esquiva, nos obliga a repensar la definición de la literatura indigenista, matizándola de tal forma que da cuenta de los espacios divergentes de los cuales surge. Sería posible, por ejemplo, calificar estas obras de Lara como ejemplos de un “indigenismo íntimo”, puesto que ya no se trata solamente de una visión hacia el ‘otro’, el indio, que testimonia inconscientemente las fracturas insondables de las sociedades andinas, sino también de registrar los senderos por los cuales los protagonistas logran cruzar y reconfigurar las fronteras internas de la sociedad boliviana pre-revolucionaria. En Surumi, esto fue un propósito claro del autor, quien cuenta que quiso escribir una novela de tesis que demostrara que la cultura iguala a los hombres y borra las fronteras que hay entre las clases sociales. Si bien la novela presenta rasgos de esta índole idealista (sobretodo en su trayectoria romántica), deja claro que la movilidad social de su protagonista no basta para acabar con estas fronteras, pues Surumi termina con una mirada hacia el panorama de la lucha que se extiende inmenso y arduo como el suelo boliviano, un horizonte de cambio social que sólo se conquistará mediante la lucha revolucionaria. Se trata, entonces, de una novela consciente de lo que Silvia Rivera llama “la paradoja de la oferta liberal de ciudadanía”, cuyos “mecanismos integradores por excelencia –el mercado, la escuela, el cuartel, el sindicato– han generado nuevas y más sutiles formas de exclusión, y es en torno a ellas que se recomponen las identidades cholas e indígenas como demanda y desafío de coherencia hacia la sociedad”. Surumi se elabora en torno a estos “mecanismos integradores” para narrar la trayectoria de un indio que se transforma en ciudadano al entrar en la ciudad letrada, que se asimila a la cultura dominante sin por ello abandonar una conciencia histórica de carácter indiocampesino.


La poesía quechua también demuestra esta precaria y contradictoria integración del campo a la ciudad letrada, pero toma otro punto de partida: la desvalorización del idioma y la cultura quechuas. Contra este fondo social el texto trata no sólo de revalorizar el idioma y la literatura indígena sino también de asentar las bases para el fortalecimiento de una conciencia mestiza bilingüe. Lara perteneció a una generación de intelectuales cuya voz emergió en los años 30 y 40, después de la guerra del Chaco. Muchos de estos letrados lucharon en la guerra, y sus experiencias en el frente dieron mayores impulsos a la creciente denuncia de la oligarquía nacional y de los gobiernos militares de estos años; denuncia que también se manifestaba en fuertes movilizaciones campesinas. Aparte de ser un texto sumamente académico, La poesía quechua es una intervención directa en los debates políticos de esta época, sobre todo en lo que concierne a la posible contribución del campesinado quechua en la modernización del país. A pesar de sus metas aparentemente divergentes, se verá que ambos textos, Surumi y La poesía quechua, tratan de reestablecer la conexión negada entre lo indio y lo cholo, y fusionar, en una sola historia continua, nacional y letrada, dos historias conflictivas:  la historia indígena y chola, por una parte, y la historia criolla letrada, por otra. 




Surumi (1943) y La poesía quechua (1947)
 definen el indigenismo transculturador de J. Lara.



La poesía quechua: la vindicación del ‘mestizo letrado’.


Es precisamente esta conciencia histórica continua la que Lara trata de recomponer en La poesía quechua, mediante el recurso muy paradójico de pretender fijar un canon letrado quechua. La gran parte del ensayo que constituye el grueso de La poesía quechua contiene un esbozo histórico –de la época pre-hispánica al periodo republicano– y una explicación de las formas literarias quechuas, evaluadas según criterios propiamente literarios y no folklóricos o etnohistóricos, como anteriormente había sido el caso. El propósito principal de La poesía quechua fue revalorizar y rehabilitar la cultura indígena de origen incaico. Esto fue sin duda su propósito más explícito y lo que más reconocimientos le mereció. 


Aunque quizás la naturaleza radical de su propuesta pase inadvertida hoy en día, basta recordar lo difícil que fue admitir la existencia anterior –y la posibilidad futura– de una cultura letrada de corte campesino e indio. Al afirmar que la literatura quechua existía, que fue de alta calidad y muy bien desarrollada, y que además podría otra vez renacer si las condiciones de enseñanza en quechua fueran dadas, Lara apostaba a favor de una identidad indígena letrada. Tal posibilidad –o imposibilidad– se presentó para Lara en un momento histórico en el cual la interpelación del indio por el estado y por otros discursos de poder sufría cambios importantes. Como lo han demostrado varias historiadoras, es precisamente en esa época, tanto en el Perú como en Bolivia, cuando muchos intelectuales hacen de “lo indio” la encarnación de lo ajeno a la modernidad. Según Marisol de la Cadena, por ejemplo, la compleja dinámica en la cual se formaban las identidades andinas se ve reducida en esta época, por los discursos de poder, a una simple dualidad entre dos fuerzas opositoras: por un lado, el campesinado indígena analfabeto e inocente y, por otro, los sectores oligárquicos y mestizos, ambos tachados de corruptos. Esta simplificación corresponde al auge de gobiernos progresistas y populistas que, sin embargo, mantuvieron fuertes alianzas con sectores conservadores oligárquicos y, en el caso boliviano, mineros. Dentro de esta coyuntura histórica se redefinió la identidad indígena de una forma rígida, para convertirla en algo inherentemente incompatible con los procesos políticos racionales. 


Por eso, según Laura Gotkowitz, la presencia de líderes indígenas educados, que en Bolivia en esa época formaron alianzas provisionales e inestables con los gobiernos militares, dio lugar en el seno de las clases hacendadas al surgimiento y la difusión de la premisa de la inocencia primitiva de los indios y la consecuente imposibilidad de que éstos se defendieran mediante el uso de las letras. Esta premisa fue nada menos que una estrategia política para descalificar las demandas campesinas contra el sector oligárquico, atribuyéndolas a fuerzas supuestamente ajenas al campesinado: mestizos, comunistas, líderes sindicales, gente de la ciudad, etc. Es así que la escritura llega a constituirse en una especie de frontera sociocultural, cuya naturaleza, en lo que se refiere a la identidad indígena, es absoluta: los indios que cruzan esta frontera dejan de ser lo que eran antes. Por eso Luis Valcárcel se vio con derecho a declarar, en 1927, que los indios que se educaban ya no eran indios, sino “tinterillos” y “mestizos degenerados”.


Es precisamente este paradigma el que Lara tuvo que enfrentar y reformular al construir un canon de letras quechuas. Su argumento se dirige principalmente a los pensadores bolivianos que siguen creyendo, al igual que la mayoría de los primeros españoles, que el indio es un ser sin historia, abyecto y reacio a todo impulso de progreso, y en posesión de un feísimo dialecto. La respuesta de Lara a esta clase de juicios es clara y directa: todas estas valoraciones negativas se basan en el mismo enjambre de intereses, prejuicios y pasiones”que actuaba en la antigua sociedad colonial. 


“En tal situación”, dice Lara, “ha permanecido el indio hasta los tiempos que corren, pues no forma parte todavía de la familia boliviana”. Pero el giro más importante que tomará su argumento para combatir estos prejuicios radica en otro planteamiento central del ensayo, esto es, que la mayoría de los que han estudiado las formas quechuas no poseen el conocimiento suficiente de la lengua para hacer tales afirmaciones. Así Lara descalifica a todos los que sostienen, desde la época colonial hasta sus días, que el idioma quechua, por ser “rudo” y “primitivo”, es un vehículo inapropiado a la expresión de la belleza. Lara se empeña en demostrar que la lengua quechua está dotada de una fluidez y sutileza extraordinaria. Pero sólo los que tienen un conocimiento profundo de la lengua están conscientes de sus riquezas expresivas:


"Es verdad que la esencia de la poesía –sutil en extremo– sólo puede ser valorada y gustada, en muchos casos, por aquellos que poseen por herencia el genio del idioma [...] La ignorancia del idioma ha sido en todo tiempo un serio obstáculo para el enjuiciamiento razonable del pueblo incaico, principalmente de su cultura. A esta causa no sólo ha resultado difícil captar las prestancias de su espíritu y de su obra, sino que casi siempre se ha traducido e interpretado mal lo que hay escrito en quechua". 


Para los que conocen “por herencia” el idioma, no hay duda alguna de que el quechua alcanza las mismas alturas estéticas que cualquier idioma europeo. Estos idiomas, prosigue Lara, se consideran la expresión cultural más alta de sus pueblos, obras de arte en sí. Y luego pregunta retóricamente: “¿Pero seríanos permitido aventurarnos a decir otro tanto de la lengua general del Perú llamada comúnmente quechua? ¿No sería una herejía pretender colocar junto a las perfecciones del altivo occidente un dialecto de los atrasados pueblos de América?”. Poniendo el énfasis retórico en la palabra “dialecto”, Lara subraya que el asignar el quechua como tal puede considerarse la suma de todas las injusticias sufridas.


Cabe señalar que esta estrategia no es un mero gesto retórico. El lenguaje es la base de la jerarquía colonial que Lara propone atacar, desequilibrando esta estructura para derrumbarla. Lara plantea que, al negar los alcances lingüísticos de los Incas, los españoles podían justificar con mayor facilidad la explotación económica de los indios en el trabajo forzado: “La lengua aborigen despertó en la conciencia del resto de los conquistadores una concepción que guarda armonía con la servidumbre a que había quedado sometida la raza que la creó”. 


Dos argumentos, entonces, sostienen la trayectoria polémica de la parte ensayística de La poesía quechua: establecer la conexión instrumental entre el sojuzgamiento histórico del indio y la desvalorización del idioma quechua –un argumento que se maneja todavía hoy en día– y descalificar a los responsables de esta desvalorización atribuyéndoles un conocimiento deficiente del idioma que pretenden juzgar. Lara plantea que sólo los que poseen por herencia el dominio del quechua están en condiciones de apreciarlo. Cualquier investigador de la realidad socio-lingüística de Bolivia, sobretodo en lo que concierne a los valles cochabambinos, entiende lo difícil que es medir las identidades socio-culturales mediante el recurso de la lengua. No cabe duda de que la mayoría de los cochabambinos hablan y hablaban el quechua de una forma u otra, y de que este fenómeno se extendía, y todavía se extiende, no sólo a sectores indios y campesinos, sino a todos los sectores articulados en la producción y el mercado agrícolas.


¿Quiénes son, entonces, los que poseen por herencia el quechua? En primer plano habría que señalar a los indios mismos, el objeto aparente de su labor de reivindicación. Pero la referencia de Lara a los que poseen por herencia el quechua es también una referencia al propio autor –quien no era indio, cabe recordar, sino mestizo–, pues de esa manera Lara ha podido autorizar su propio discurso. Aunque es cierto que a lo largo del ensayo Lara nunca se confiesa directamente hablante nativo (aunque sí por inferencia, como se verá), no hace falta tal designación. Lara afirma que sólo el hablante nativo puede interpretar la poesía quechua debidamente. Las interpretaciones literarias que se ofrecen a lo largo del ensayo, entonces, no pueden ser otra cosa que el fruto del conocimiento íntimo del idioma quechua del autor mismo. De ahí que, en el segundo plano, Lara autoriza el conocimiento no sólo de los indios, sino también de los mestizos quechua-hablantes. Cornejo Polar plantea que una característica de todo texto indigenista es que opera una singular operación mediante la cual el objeto de su discurso –el indio– se desplaza hacia el sujeto que enuncia la queja contra el régimen oligárquico. Este sujeto, el autor mismo del texto, viene a ocupar el centro del escenario nacional, a pesar de su ausencia formal del texto mismo y el aparente protagonismo del indio. Tal sería el caso de La poesía quechua de Lara. Aunque el protagonista central de la obra es el idioma y la cultura india, el texto se dirige a otro sector social representado por un sujeto que Lara llamaba el “mestizo letrado”:


"El idioma de la raza madre es un estigma para la clase dirigente de Bolivia. El mestizo letrado imita al español de la colonia, ocultando además su origen bajo imaginarios blasones de nobleza y el indio enriquecido – también él– no vacila en seguir el ejemplo del mestizo. Nadie que se precia de civilizado, nadie que se siente capaz de hacerse entender en castellano se resigna a emplear el lenguaje materno, cada vez más desdeñado y relegado".


La figura del “mestizo letrado” merece sólo esta única y breve referencia. Aún así, posibilita la operación retórica señalada por Cornejo Polar mediante la cual el enunciador desplaza al objeto de su discurso. De tal forma, se nos hace patente otro propósito del ensayo, propósito esquivo pero no por ello menos importante: abogar por una manera de ser mestizo y letrado que no implique una enajenación profunda de la cultura indígena. Tal mensaje subterráneo se verá confirmado en las últimas páginas del ensayo, dedicadas a la poesía quechua del periodo republicano (o sea, el periodo contemporáneo). Esta sección consiste sólo de tres páginas, signo de la escasez de la poesía quechua de este periodo relativo a las épocas anteriores –escasez que prueba hasta qué grado fueron exitosas las campañas para eliminar el quechua en el siglo XIX, por considerarlo “un agente de retrogradación”. Encontramos aquí las siguientes líneas:


"El lenguaje indígena manchaba igual que un delito a quienes lo empleaban. Se lo abominaba en la tertulia y se lo prohibía en la escuela. Aquella prohibición todavía existía a principios del siglo actual. No olvidamos que en la escuela, allá en una provincia de los valles de Cochabamba, el maestro nos castigaba toda vez que éramos acusados de haber utilizado el quechua. Y la verdad era que no conocíamos otro idioma".


Sólo aquí la voz impersonal del escritor que se encuentra a lo largo del ensayo –la voz incorpórea del “nosotros” común a todo discurso académico– se convierte ahora en otro “nosotros”, portavoz de la memoria colectiva de una comunidad que se niega a reconocerse como tal y cuya emergencia ha sido resueltamente suprimida. Aunque esta comunidad ya no se podía considerar una comunidad indígena, era una comunidad unida sobre todo por un lazo lingüístico, en este caso el quechua. ¿Cuál es la diferencia entre un nativo y un hablante nativo? Según Lara, los dos comparten el mismo patrimonio cultural, el mismo idioma materno, y por ende pertenecen a la misma nación imaginada. Por eso vemos en la antología a poetas tan dispares como los compositores ahora anónimos de los grandes jaillis sagrados inca, y la única poetisa boliviana reconocida de fines del siglo XIX, Adela Zamudio. A pesar de que ella, nos dice Lara, “se enorgullecía de rancio abolengo español”  


Lara propone soldar la brecha entre los sujetos del primer propósito de su ensayo –el indio y la cultura indígena– y los sujetos del segundo –los mestizos letrados– uniendo a estos dos grupos en un solo patrimonio cultural que parta del quechua. Es así que el verdadero protagonista del ensayo no es ni la poesía ni la cultura india, sino el lenguaje quechua, que a Lara le gustaba calificar de “obra maestra”. Y es alrededor de esta “obra maestra” que Lara propone reconstruir una comunidad nacional fracturada por la auto-enajenación que acompaña a los procesos de inmigración y ascenso social. El ensayo y la antología pretenden de tal manera soldar la escisión entre la oralidad indígena y la cultura letrada del occidente, inaugurada por la conquista cuando Atahualpa arrojó la Biblia a los pies del padre Valverde y desencadenó la violencia que pondría fin a su imperio. El fin del imperio inca, comenta Cornejo Polar, “comienza con el poderoso misterio de la escritura”. Según Lara, la restitución de la herencia grandiosa de este imperio se hará también mediante las letras, pero dentro de los límites de la nación moderna.


El canon quechua de Lara no es, entonces, un intento de autorizar la existencia de una identidad quechua nacional al margen de la nación actual. Lo que sí hace, junto con Surumi, es autorizar la toma de poder de unos nuevos sujetos indios y cholos, librando a los dos de las manchas delictivas de la raza y la lengua. Ambos textos reconfiguran el espacio ambiguo entre el campo y la ciudad letrada, borrando sólo parcialmente la huella de las rupturas que marcaron su naturaleza conflictiva y contradictoria, para convertirla en la base de una conciencia nacional aún por nacer. 









Tomado de: 
TARICA, Estelle (2008): "El indigenismo de Jesús Lara: entre el campo y la ciudad letrada" En: Revista de crítica latinoamericana. Año XXXIV, N°67. Lima Hanover pp. 237-254.