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31 julio 2021

Los cánones y más allá. Nazaret F. Auzmendi



Los cánones y más allá

 

Nazaret Fernández Auzmendi

 

Si alguien nos pidiera que confeccionáramos una lista con las obras que, a nuestro juicio, deberían pasar a la posteridad, no estaría solicitando de nosotros nada des­cabellado. Una de las habituales entre las preguntas que se le formulan a un entre­vistado es aquella en la que se le pide que escoja su lectura favorita o el libro con el que amenizaría sus días abandonado en una isla desierta. Las revistas culturales nos ofrecen inventarios en los que se seleccionan obras de entre las muchas que se publican hoy día. De hecho, resulta frecuente encontrar con la llegada del fin de año (o incluso del siglo o el milenio) un balance de los autores y textos que deben permanecer en las estanterías de nuestras casas, bibliotecas o colegios.

 

Nos gustan las listas. Es innegable que de entre el maremágnum de textos escritos y publicados a lo largo de toda la historia de la humanidad nos vemos obligados a escoger, y que necesitamos de un cicerone que vaya marcándonos el camino por entre las líneas del universo literario; alguien que determine quién dejará su huella indeleble en el barro inconsistente de la memoria. Pero, ¿qué convierte a una obra en clásico?, ¿de qué autores se acuerda la Historia Literaria?, ¿sobre qué aspectos se erige una tradición?, ¿qué criterios han de tenerse en cuen­ta en la elaboración de un canon?

 

Qué es el canon.

 

Enric Sullà abre su compilación de artículos y textos relativos al canon litera­rio con la siguiente definición. El canon literario es «una lista o elenco de obras consideradas valiosas y dignas por ello de ser estudiadas y comentadas» (Sullá, 1998). Pero lo que pretende ser una definición «sencilla y práctica» contiene términos que de nuevo planean peligrosamente sobre el terreno de lo subjeti­vo: ¿quién determina lo valioso de una obra literaria?, ¿en qué reside esa valía? o ¿por qué unas obras son dignas de ser estudiadas y otras no? A todo ello hay que sumarle que Sullà estima, o al menos eso podemos deducir de su afirmación, que los encargados de elaborar un canon han de ser cuando menos filólogos, pues las obras escogidas han de ser «comentadas», imaginamos que en el sentido de un análisis de textos, y «estudiadas», lo que nos lleva a la práctica docente y a otra de las grandes cuestiones que plantea el concepto de canon: qué lecturas elegimos para enseñar y leer en la educación Primaria, Secundaria, el Bachillerato y en el ámbito universitario.


Henry Louis Gates (en una obra cuyo título, Las obras del amo, permite en­marcarlo dentro las corrientes que reivindican la recuperación de la tradición lite­raria afroamericana) ofrece, por su parte, una definición mucho más amplia pero, no por ello, menos alejada del debate académico: el canon como «el cuaderno de lugares comunes de nuestra cultura común, donde copiamos los textos y títulos que deseamos recordar, que tuvieron algún significado especial para nosotros» (apud Sullà, 1998). Gates apela a nuestro lado emocional, ese que nos hace escoger la literatura como una parte especial de nuestras vidas o que ha decidido en un momento dado cuál sería nuestra dedicación profesional. «Trato de recordar a mis alumnos universitarios que cada uno de nosotros eligió la litera­tura a partir de esos cuadernos de lugares comunes, ya sea literal o simbólicamente». En este sentido, su definición se acerca a una de las formuladas por Bloom en su Elegía al canon occidental:


El canon, una vez que lo consideremos como la relación de un lector y escritor con lo que se ha conservado de todo lo que se ha escrito, y nos olvidemos de él como lista de libros exigidos para un estudio determinado, será idéntico a un Arte de la Memoria literaria (Bloom, 1994).


Ambos autores coinciden en una definición descriptiva del canon y se alejan de las consideraciones preceptivas que otros estudiosos le otorgan a través de pre­guntas como qué se debe leer o qué se debe seleccionar. Asimismo, tanto Bloom como Gates creen que existe una especial relación entre lector y texto, y que esa selección de obras y autores contiene una vertiente individual en la medida en que, como afirma Gates, hay libros que a nivel particular (pues no hay otra forma de entenderlo) han tenido una especial trascendencia en nuestras vidas.


Pero este último aserto choca de forma abrupta con otra de las ideas presen­tes en la definición expuesta por Gates, la de un canon que sea representativo de una «cultura común». Su enunciación desemboca en uno de los terrenos más abonados por la polémica y que mayores argumentos ha concedido a los cultural studies: el canon como la imagen representativa de una tradición y una cultura, el espejo en el que se reflejan los valores y la ideología compartidos por una socie­dad en un momento histórico preciso. En un mundo globalizado como el nuestro resulta difícil establecer una cultura común cuando compartimos nuestras vidas con personas de razas, tradiciones y lenguas diferentes a las nuestras. El propio Gates opta por proponer un plan de estudios en el que se pudiera preparar a los estudiantes para una «cultura del mundo» y modificar así las bases que sustentan un canon que él entiende como un «baluarte […] de la cultura masculina blanca occidental» (apud Sullà, 1998)


Es este el principal punto de enfrentamiento entre posturas como las defendi­das por Gates—y otros autores a los que se ha definido como anticanonicistas— y Harold Bloom, para quien la construcción del canon debe estar basada solo y exclusivamente en presupuestos estéticos, nunca ideológico


…la elección estética ha guiado siempre cualquier aspecto laico de la formación del canon, pero resulta difícil mantener este argumento en unos momentos en que la defensa del canon literario, al igual que su ataque, se ha politizado hasta tal extremo. Las defensas ideológicas del canon occidental son tan perniciosas en relación con los valores estéticos como las virulen­tas críticas de quienes, atacándolo, pretenden destruir el canon o ‘abrirlo’, como proclaman ellos. Nada resulta tan esencial al canon occidental como sus principios de selectividad, que son elitistas solo en la medida en que se fundan en criterios puramente artísticos. Aquellos que se oponen al canon insisten en que en la formación del canon siempre hay una ideología de por medio (Bloom, 1994).

 

Harold Bloom resalta la importancia de la estética y el valor artístico de los textos y, a lo largo de todo El canon occidental, argumenta que gran parte, si no toda la noción de canonicidad, reside precisamente en la originalidad (además de en otras cuestiones como el dominio del lenguaje metafórico, el poder cognitivo, la sabiduría y la exhuberancia en la dicción): «Toda poderosa originalidad literaria se convierte en canónica» (Bloom, 1994). Pero esta afirmación tampoco coadyuva al entendimiento entre las partes. No todos coinciden en este aserto y pueden considerarse otros muchos factores a la hora de decidir si Shakespeare ha de ser o no un elemento imprescindible en el canon literario occidental. Recorde­mos, por ejemplo, las pautas ofrecidas por Italo Calvino en su libro Seis propuestas para el próximo milenio, nacidas al calor de una invitación de la Universidad de Harvard, y que el escritor italiano consideró como «los valores literarios que de­berían conservarse para el próximo milenio»: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad. ¿Por qué estas pau­tas y no otras? La afirmación de Bloom de que «el yo individual es el único método y el único criterio para percibir el valor estético» no hace sino avivar la polémica (Bloom, 1994).


Walter Mignolo, autor de "Los cánones y (más allá de) las fronteras culturales (o ¿de quién es el canon del que hablamos?)", nos propone otro ejemplo de estos vín­culos (en el que nuevamente aparece la Iglesia como institución canonizadora), y lo traslada al escenario de la América en el periodo colonial:


La colonización de las lenguas en Latinoamérica […] tuvo lugar en un momento en que los valores atribuidos al texto escrito […] tuvieron un papel decisivo en la formación del canon ‘literario’ durante el perio­do colonial. No solo no se imprimieron las transcripciones escritas de los discursos amerindios, sino que los únicos textos escritos fueron los que merecieron la aprobación étnica y estética de la Inquisición. […] [H]istorias basadas en textos que habían sido bendecidos por los poderes coloniales institucionales (apud Sullà, 1998).


Para Kermode, así como para Mignolo, resulta obvio que «las instituciones confieren valor y privilegio a los textos y autorizan maneras de interpretar», pues no en vano, el autor británico considera que es solo a través de la exégesis de un texto como se pueden llegar a establecer las cualidades requeri­das para su inclusión en el canon. Sostiene Kermode que la interpretación asegura la vida de una obra; pensemos, como docentes, en la pervivencia de sonetos como el «En tanto que de rosa y azucena» de Garcilaso o «Mientras por competir con tu cabello» de Góngora, rescatados de las pantanosas aguas del olvido gracias a la exégesis básica y neófita a la que los sometemos en el transcurso de algunas de nuestras clases de Lengua Castellana y Literatura.


No obstante, y a pesar de que todos parecen coincidir en que los textos canó­nicos se institucionalizan mediante la enseñanza y el estudio (de ahí la lucha por la inclusión de determinadas obras en los programas escolares), muchos reivin­dican una desvinculación del canon literario y las instituciones, así como de los conceptos de jerarquía y especialmente del de autoridad, que son los que hacen afirmar, tal y como hace Harold Bloom, que Shakespeare es único porque es in­mortal, porque «es representado y leído en todas partes, en todos los idiomas y circunstancias» y «apela al juicio histórico de cuatro siglos» (Bloom, 1994). Curiosamente, su postura se acerca bastante (tal vez sin desearlo, ya que se aleja de lo que Bloom había considerado como un criterio ineludible en la elaboración de un canon: la estética) a lo afirmado por E. D. Hirsch en su libro Cultural Literacy, «que los contenidos de una cultura nacional común son arbitrarios» pues «los americanos deben conocer a Shakespeare, no porque sea superior a Dante, Racine o Goethe, sino porque otros americanos conocen a Shakespeare» (apud Sullà, 1998). Ambos se olvidan de que, a diferencia del canon bíblico, el canon literario no es una nómina cerrada de obras, y que existen multitud de au­tores que reivindican una lista, no con lo que los integrantes de una sociedad con cierta cultura comparten, sino con lo que deberían saber. Proponen, por tanto, el paso de un canon descriptivo a uno preceptivo, ¿qué enseñar?, ¿qué seleccionar? o ¿qué valores transmitir?, y al mismo tiempo exigen el respeto a unas cuotas re­presentativas de la literatura femenina, negra o de cualquier literatura nacional.

 

 

El pistoletazo de salida lo dio Harold Bloom con la publicación en 1994 de The Western Canon. En su estudio, el crítico norteamericano arremetía directamente contra la presencia, cada día más determinante, de los estudios culturales en los departamentos didácticos de las universidades estadounidenses, y solicitaba de sus ‘colegas’ la creación de un currículum que no estuviera «politizado» (Bloom, 1994). Bloom se hacía eco en estas páginas de una tendencia cada vez más generalizada y aplastante, la de conceder una importancia desmedida a la proce­dencia social, étnica o sexual de los autores que debían incluirse en un hipotético canon literario. Ello suponía, y de hecho lo sigue haciendo, que otras cuestio­nes tales como la estética quedaran desplazadas a un segundo plano. Podríamos plantearnos qué criterios determinan la concesión de algunos premios literarios, sobre los que en más de una ocasión sobrevuela la duda de si están encaminados a contentar a minorías sociales o tapar los agujeros de las políticas de integración.



Para el crítico nortemamericano, con los estudios culturales se renuncia a la estética, e incluso llega a afirmar que «estamos destruyendo todos los criterios intelectuales y estéticos de las humanidades y las ciencias sociales en nombre de la justicia social». La defensa del autotelismo de la obra literaria para determinar su inclusión en el canon y la afirmación de que el canon occidental no puede entenderse como «un programa de salvación social» ni, mucho menos, como una encarnación de «las siete virtudes morales que componen nuestra gama de valores normativos y principios democráticos» sintetizan bien la postura defendida por Bloom. Y lejos de negar el maridaje entre instituciones y literatura, el profesor de Yale asevera que el canon siempre ha servido a los inte­reses de las clases sociales más favorecidas y mejor situadas, «la Musa […] siempre toma partido por la élite». A pesar de ello no puede afirmarse que la crítica literaria o la elaboración de un canon occidental deban convertirse en un instrumento para mejorar la sociedad o en la piedra angular de nuestro sis­tema de enseñanza o de transmisión de valores. Para Bloom, el canon es una lista de supervivientes que se han abierto paso gracias a la fuerza estética de sus obras, tal vez auspiciados por el viento favorable del mecenazgo, la posición social o la simple y pura contingencia, pero en ningún caso como escritores repre­sentantes de una clase social o de la lucha de clases. El autor es un ser individual, como lo es el crítico, y ninguno de ellos puede ser considerado como el estandarte de un grupo social. La estética, eje motor en la confección del canon, es más un asunto individual que social.



Podemos estar de acuerdo con algunas de las afirmaciones que hace Bloom, y tal vez fuera necesaria la censura sobre la inclusión forzada, en las nóminas de autores estudiados en las aulas, de cuotas de minorías étnicas y sociales. Sin embargo, sus criterios a la hora de dictaminar los nombres que deben adherirse al canon occidental dejan bastante que desear. Bloom se olvida de que los valo­res que hicieron que algunos textos se incluyeran en la Historia de la Literatura Occidental no son los mismos que deciden hoy si un texto conformará o no ese parnaso de los escogidos. Como tampoco podemos coincidir con él en que pue­dan desvincularse totalmente de la noción de canon los factores sociales, políticos e ideológicos. Son muchos más valores, y no solo los estéticos, los que han par­ticipado en la elección de las obras que hoy conservamos, leemos y enseñamos en las aulas. Ciertas consideraciones políticas e históricas convirtieron a finales del siglo XIX, y durante todo el franquismo español, el Cantar de Mio Cid en un estandarte de nuestra cultura e idiosincrasia, y así lo demostró su inclusión en los programas escolares y su presencia en el ámbito académico y de investigación. Y precisamente estos factores mantuvieron al margen del canon literario español y de nuestras aulas a gran parte de la nómina del grupo generacional del 27, hoy indiscutible en cualquier manual de literatura. No olvidemos que la selección de un canon se hace desde el punto de vista de los valores e ideologías de una época y una cultura dadas. Novelistas como Galdós, que en la actualidad goza de gran reconocimiento, no soportarían algunas de las razones que Bloom arguye en de­fensa de la canonicidad, como el hecho de que los autores hoy canónicos siempre han disfrutado de una posición privilegiada en las páginas de las antologías o his­torias de la literatura, y es innegable que en algunas ocasiones las obras seleccio­nadas para conformar el canon representan a una clase social. Pongamos por caso la novela europea decimonónica: Anna Karenina, Madame Bovary, La Regenta, El primo Basilio o Rojo y negro aparecen en los manuales de literatura o en los libros de textos y recogen un estereotipo, el de la mujer burguesa, adúltera y has­tiada del entorno y de sí misma, y, como hacemos con el Lazarillo o con algunas novelas de Galdós, las interpretamos en cierta media como ‘documentos sociales’ en tanto que transmiten la visión de mundo de su autor y de una época.

 

Podemos coincidir con Pozuelo en que Bloom ha desperdiciado una buena ocasión para plantear «las auténticas cuestiones claves: ¿qué enseñar?, ¿cómo ha­cer que la Literatura permanezca viva en nuestras sociedades postindustriales?, [o] ¿cómo integrar ideología y estética?», y hemos de darle la razón en que el elenco de autores que ofrece depende en exceso de sus gustos y afinidades, con lo que acaba por convertirse en una «antología personal» (Pozuelo, 1996) que ha recibido los calificativos de blanca, machista y occidental.


Al otro lado de la frontera, se encuentran aquellos que postulan, más que una destrucción o el cuestionamiento de la noción de canon, una revisión de las obras y textos que lo conforman. A estas alturas del partido, nadie pone en duda la exis­tencia de un canon, porque su constitución es tan evidente como necesaria: «Po­seemos el canon porque somos mortales y nuestro tiempo es limitado» (Bloom, 1994). No obstante, la mayoría de los autores que se acercan a posturas revisionistas con una intención inquisitiva son conocidos como representantes de la Escuela del Resentimiento o incluso como anticanonicistas.


Dicho grupo es el encargado de trasladar al mundo académico una realidad plural y compleja en la que se da la circunstancia de que las minorías de una so­ciedad dada «rechazan la identidad que les ofrece la cultura occidental y buscan en cambio que sea reconocida su diferencia», una identidad, una tradición, unos valores y una voz propios (Sullà, 1998). Este hecho, tal y como propone Sullà, solo puede tener dos consecuencias: la apertura del canon, para que deje traslucir un multiculturalismo, siempre deseable y cada vez más evidente en las sociedades occidentales contemporáneas, o la sustitución de ese canon tradicio­nal por «cánones locales, parciales». Resulta evidente que ambas posturas entienden el canon como la representación de unos valores y de una tradición que vinculan directamente con la enseñanza, y la primera de las opciones les lleva a plantearse cuestiones como si «¿Debe considerarse el canon y, por lo tanto, los programas académicos que se basan en él, como un compendio de lo mejor o más bien como un registro de la historia cultural?» (apud Sullà, 1998). El peligro que se cierne sobre estos estudios basados en minorías étnicas, sexua­les o nacionales es el de terminar concluyendo que son necesarias determinadas cuotas, una paridad que garantice la presencia de textos y autores en los que todos los integrantes de una sociedad puedan mirarse y reconocerse. Por otra parte, es cierto que estas reivindicaciones han sido en algunos casos necesarias para resca­tar obras y nombres que fueron desechados en épocas anteriores por cuestiones de raza o discriminación.


Pero la pregunta es:

[…] ¿se debería, en interés de la representación de la alteridad, tratar de incluir una muestra ‘representativa’ de las obras de tradiciones no occi­dentales y de las tradiciones minoritarias dentro de la cultura occidental? (Culler apud Sullà, 1998).

 

Gates considera imprescindible una reformulación de los planes de estudio para incluir en ellos textos representativos de las tradiciones asiática, africana o de Europa del Este, con el fin de demostrar a nuestros alumnos que se trata de textos con una «elocuencia comparable» a la de los nuestros y, especialmente, para prepararles para «su papel como ciudadanos de una cultura del mundo».


Mucho antes de que surgiera la polémica en torno al canon (1983), en su artículo Traicionando nuestro texto. Desafíos feministas al canon literario, Lillian S. Robinson aclara que la crítica feminista no pretende cuestionar la cano­nicidad de los clásicos ni atentar contra el concepto de canon como tal, sino que su intención es proponer una revisión de los textos para identificar los valores sociales que se transmiten y a partir de ahí modificarlos.


Desde luego, no se lanza ningún desafío a nociones como las de calidad literaria, atemporalidad, universalidad y otras cualidades que constituyen la razón fundamental de la canonicidad (apud Sullà, 1998, p. 122).


De esta forma, pretenden crear un contra-canon femenino, una alternativa a la tradición literaria, eminentemente masculina; pero sus aspiraciones son además conseguir que las mujeres escritoras tengan también su representación dentro de ese canon, autorizado y legitimado, digamos, por el tiempo y otros autores.


Robinson refleja en su estudio una postura bastante moderada y reconoce que gran parte de la crítica feminista se ha centrado en mujeres blancas pertenecien­tes a la clase alta del siglo XIX, lo cual no deja de ser contradictorio. No obstante, Robinson, si no cuestiona el canon en sí mismo, sí muestra un desacuerdo con sus principios de selección, predispuestos desde su punto de vista hacia lo mas­culino:


Volver a examinar estos textos [se refiere a las narraciones de las mu­jeres americanas entre 1820 y 1870] puede muy bien demostrar la falta de maestría y de complejidad estética, intelectual y moral que exigimos a la gran literatura. Francamente confieso que […] no he desenterrado a una Jane Austen o una George Elliot olvidadas […]. Con todo, no puedo evi­tar la creencia de que criterios ‘puramente’ literarios, como los que se han empleado para identificar a las mejores obras americanas, han mostrado inevitablemente predisposiciones a lo masculino.


Asimismo, constata que la literatura de mujeres suele presentarse como algo ajeno o cuando menos como algo que no afecta al resto de la historia de la lite­ratura, a pesar del conflicto que supone a veces determinar qué es la literatura de mujeres (¿la escrita por mujeres, la que trata sobre mujeres?), y si esa nomenclatu­ra coincide con la de literatura femenina.

 

Jonathan Culler, en El futuro de las Humanidades, advierte de los peligros de entender la educación como «la transmisión de una herencia común […] más que como un aprendizaje de los hábitos del pensamiento crítico» (apud Sullà, 1998). Desde este punto de vista sería difícil encontrar una explicación a por qué se sigue difundiendo la herencia grecolatina en nuestras aulas, en el marco de una sociedad como la nuestra, multirracial y multicultural, cuando la tan reque­rida cultura común está basada principalmente en los medios de comunicación. Los estudiantes no llegan a nuestras manos como una tabula rasa, sino que «ya se encuentran inmersos en una cultura» cuando entran en nuestras universidades (e institutos) y «hasta cierto punto, permanecen en esa misma cultura con inde­pendencia de cuáles sean los libros que decidamos hacerles leer». Cuando optamos por incluir en una asignatura como Literatura Universal títulos como El gato negro de E. A. Poe, El extranjero de Albert Camus o La metamorfosis de Franz Kafka, no estamos pensando ni mucho menos en difundir entre nuestros alumnos los valores que los protagonistas o sucesos de las obras exhalan. ¿Qué relación pueden mantener La Celestina, La familia de Pascual Duarte o El alcalde de Zalamea (lecturas que vienen ya determinadas en algunos currículos) con los contenidos transversales que en otras muchas circunstancias sí trabajamos en las aulas? Se trata de personajes mezquinos y codiciosos (en el caso de La Celestina o La metamorfosis), violentos, vengativos y desequilibrados: el asesinato aparece en cinco de las seis obras mencionadas —podemos excluir La metamorfosis— y el maltrato a la mujer vertebra los versos y líneas de El alcalde de Zalamea, La familia de Pascual Duarte y El gato negro. ¿Por qué, entonces, seleccionamos estas obras?


En muchos casos, nuestra tarea como profesores nos lleva simplemente a fo­mentar en los alumnos el placer por la lectura, y nuestros medios para conseguirlo pasan por satisfacer gustos ya existentes, como la atracción que muchos jóvenes profesan hacia el terror, lo macabro o lo escabroso. Ello nos hace decantarnos por los Cuentos de Poe, las Leyendas de Bécquer o historias protagonizadas por asesinos, y entonces les sugerimos que lean El perfume. Sus preferencias, y proba­blemente las deficiencias en compresión lectora, han sustituido en las listas de lec­turas obligatorias obras como Tiempo de silencio, Cien años de soledad, La colmena o Las ratas por otras pertenecientes al género de lo que denominamos literatura juvenil; en su lugar, muchos de nuestros alumnos leen hoy a Laura Gallego y sus Memorias de Idhún o las narraciones premiadas de Jordi Sierra i Fabra. El canon literario de la Enseñanza Secundaria Obligatoria tiene poco que ver con el que se enseñaba y leíamos hace apenas quince años.


En segundo lugar, los currículos oficiales de la enseñanza han comenzado a incluir desde hace unos años nombres que durante mucho tiempo estuvieron relegados a un segundo plano. Si en Estados Unidos la polémica surgía al querer interpretar la cultura, y por lo tanto también la literatura, según parámetros de raza, clase y sexo, el desafío en España parecen plantearlo «las nacionalidades históricas y su política de reconocimiento lingüístico y cultural», que exigen su es­pacio en las aulas y libros de textos (Sullà, 1998). Así, nos encontramos la mayoría de las veces con un currículo diseñado exclusivamente para cada comu­nidad autónoma, lo que hace que se incluyan y estudien nombres que no siempre aparecieron en las páginas principales de los libros de textos y restan su parcela de tiempo a los considerados clásicos. Surge de nuevo la polémica al plantearnos si la procedencia de un autor es motivo suficiente para ingresar en el canon educativo o si aquellos que elaboraron estas y otras listas observaron criterios más cercanos a las consideraciones estéticas.


Por último, otros parecen ser los hilos que manejamos en los principios de se­lección que rigen las lecturas escogidas para el Bachillerato. Si la literatura juvenil campa a sus anchas por los maltratados —y denostados— páramos de la Secunda­ria, los clásicos continúan ocupando su parcela de rigor y se resisten a abandonar el territorio conquistado. El propio currículo nos impone una selección de textos que han de ser explicados y leídos en clase: «Análisis de capítulos representati­vos del Quijote», «Lectura y análisis de poemas representativos de Garcilaso, Fray Luis, San Juan, Góngora, Quevedo», «Comentario de unas escenas de El alcalde de Zalamea, de Calderón de la Barca» o «Lectura de una novela de Galdós» son contenidos comunes en los currículos españoles de Bachillerato.


¿Qué criterios determinan que estas lecturas se enseñen en nuestras aulas? La canonicidad de dichos textos probablemente resida en una amalgama de los muchos factores que hasta ahora hemos mencionado: su pertenencia a la tradi­ción literaria, un consenso generalizado sobre su calidad literaria, refutado por las afirmaciones de otros autores o de la crítica literaria, su presencia y aparición en textos posteriores o el hecho de que todos las conocemos y las sentimos como propias y representativas de nuestra tradición y cultura. 

 

La formación del canon.

 

Como legado de nuestra cultura y valores o como antología de textos elevados a la categoría de clásicos, el canon está ineludiblemente vinculado al sistema escolar y a la práctica docente. Por ello quizá debe salir cuanto antes del terreno de la dis­cusión para ayudarnos a entender las nociones de tradición y clásico, los límites de la Historia de la Literatura, su evolución, sus cambios y su aplicación y docencia en las aulas.


Para aclarar el concepto de canon y explicar su formación, Pozuelo (1995) recu­rre a la teoría de la semiosfera desarrollada por Iuri Lotman y la Escuela de Tartu. El objeto de investigación de estos autores es la semiótica de la cultura, es decir, el funcionamiento de la lengua en el contexto general de la cultura. Trabajan, por tanto, con textos, pero no desde la perspectiva linguocentrista de Jakobson, sino partiendo de la idea del pluralismo de los códigos culturales: para Lotman, el texto es autosuficiente en la medida en que en sí mismo constituye un universo semán­tico, sin embargo, está siempre incluido en una cultura y forma parte de ella. La cultura se entiende, por tanto, no como un mero conjunto de textos, sino como un mecanismo con capacidad para organizarlos. La identidad de una comunidad se extrae precisamente de esos textos y de una realidad extratextual que no es sino algo derivado del propio discurso. Ahora bien, las fronteras de la cultura no son líneas nítidas y claramente delimitadas: toda cultura cobra significado por lo que es, pero también por lo que no es, todas las culturas opuestas a ella que en un constante diálogo la estructuran, transforman e incluso le otorgan su mismidad. Gracias a estas relaciones, la cultura de una sociedad dada adquiere su identidad, digamos que por oposición, y es capaz de interpretar sus códigos. Cuantas más relaciones exteriores se mantengan, y tanto más variadas sean, tanto más rica será una cultura (Lotman, 2005):


La definición misma de cultura reclama a la de canon como elenco de textos por los cuales una cultura se autopropone como espacio interno, con un orden limitado y delimitado frente al externo, del que sin duda precisa (Pozuelo apud Sullà, 1998).


Esto hace que dentro de una sociedad nos encontremos con elementos y dis­cursos canonizados en continua dialéctica con otros textos no canonizados que luchan por integrarse dentro del sistema. Lotman habla de un centro y una pe­riferia; las estructuras externas al modelo establecido se sitúan al otro lado de la frontera, fuera de ese centro, y son denominadas «no-estructuras», «no-textos» y en definitiva «no-cultura». Estos integrantes de la periferia permiten definir una cultura, el canon o la identidad de una comunidad: «no hay centro sin periferia y el dominio de la cultura, su propia constitución interna, precisa de lo externo a ella para definirse», y de hecho los elementos de la periferia terminan en muchas ocasiones integrándose en el centro y transformando por ello la cultura (Pozuelo apud Sullà, 1998).


Las reflexiones aportadas por Pozuelo a partir de la teoría de la semiosfera de Lotman nos conducen a dos conclusiones. Por un lado, de sus afirmaciones se deduce que todo canon es «histórico» y «positivo», así debemos entender el canon como un proceso en marcha, vinculado al devenir histórico y, por lo tanto, inestable, versátil y cambiante. Si a ello le sumamos la variabilidad del concepto de literatura a lo largo del tiempo y la dificultad de trazar sus fronteras, entende­remos mejor que no puede concebirse el canon como algo estático. Por ejemplo, el canon medieval integraba obras que hoy distan mucho de estar incluidas en el ámbito de lo literario: las crónicas de Indias son leídas actualmente como literatu­ra y no como un documento social.


Por otro lado, la comparación entre la formación del canon y el funcionamien­to de los sistemas semióticos revela que se trata de procesos en continua creación, pero también que para la constitución de este canon siempre se han tenido en cuenta los valores y las ideologías de su cultura, determinantes en la selección de las obras y autores que finalmente lo compondrán. Los valores y principios impe­rantes en una época hacen que nos decantemos por unas obras y no por otras en la configuración de una Historia de la Literatura. La concepción, hoy desterrada y vilipendiada (por las influencias románticas), de la creación literaria como imitatio ha consagrado como clásicos a autores como Berceo, Garcilaso o gran parte de la nómina que configura el Clasicismo francés o español.mPodemos concluir pues que no se puede hablar de un canon único sino de una superposición de sistemas que se complementan, sustituyen y transforman.


Si trasladamos estas reflexiones al terreno de la enseñanza, el peligro, en opi­nión de Walter Mignolo, reside en confundir los aspectos vocacionales con los epistémicos en la formación del canon.


A nivel vocacional, un canon literario debería verse en el contexto aca­démico (¿qué debería enseñarse y por qué?). A nivel epistémico, la for­mación del canon debería analizarse en el contexto de los programas de investigación, como un fenómeno que debe ser descrito y explicado (¿cómo se forman y transforman los cánones?, ¿qué grupos o clases sociales se re­presentan mediante el canon?, ¿qué esconde el canon?, etc.) […] Mientras que en la mayoría de las ciencias humanas enseñar significa, básicamente, enseñar el canon epistémico, con los estudios literarios […] se enseña el canon vocacional. […] [D]eberíamos llegar a la conclusión de que lo que hacen los profesores de literatura es enseñar a leer. En este punto enseñar una habilidad (como leer) se aleja de leer un conjunto de textos selecciona­dos por sus valores estéticos, étnicos o tradicionales (qué leer) (apud Sullà, 1998).


Mignolo traslada esta visión a la forma que tienen de constituirse los cánones en lo que denominamos tercer mundo, y precisa que mientras en el mundo occi­dental el canon se erige como objeto de debate, en estas otras literaturas ha actua­do como elemento de cohesión de las comunidades humanas, tanto si se concibe como un conjunto de valores o se entiende como un conjunto de relatos. Frente a los que solicitan del mundo occidental una integración de la periferia en el centro, Mignolo reclama que esta literatura que hemos dado en situar en la periferia bien puede constituir en sí misma un centro. Todo parte de la pregunta de «¿Quién enseña el canon de quién?», y de la observación de que aquellos que reclaman la integración de textos no occidentales en el canon lo hacen desde una perspectiva vocacional y se olvidan de que existen tantos cánones como comunidades. Nada adelantamos con ir ganando terreno para incluir con una cuña relatos pertene­cientes a esas otras culturas que consideramos marginales o periféricas. Mignolo recurre a un ejemplo clarificador: el Popol Vuh, que parece haberse ganado un sitio y un reconocimiento en los programas de estudios occidentales, «no tiene, para un estudioso de la literatura hispanoamericana, los mismos valores canónicos que tiene para la comunidad quiché» (ibid., p. 265):


Para evitar la tentación de proyectar valores del «primer mundo» sobre la literatura del tercer mundo, así como para evitar disminuir los criterios del «tercer mundo» comparándolos con los del primer mundo, necesitamos descripciones epistémicas de la literatura que puedan distinguirse de las defini­ciones vocacionales.


La cuestión radica en que con respecto al canon literario nos comportamos al mismo tiempo como creyentes y como estudiosos. Como creyentes, necesitamos vernos reflejados en un canon que contenga nuestras tradiciones, valores, ideo­logía y lo que la crítica literaria, las instituciones o el propio devenir histórico han considerado nuestros clásicos. Con este punto de vista nos situamos en un nivel vocacional que percibe el canon como la forma que una comunidad tiene de legitimarse y definir su territorio, reforzando o renovando su tradición. Como académicos o estudiosos nuestros esfuerzos deberían ir encaminados a estudiar cómo se configura un canon y a explicar en qué consisten esas transformaciones y, por otro lado, tratar de evitar una universalización de nuestros valores estéticos o modelos. En definitiva, la formación del canon plantea el problema de la univer­salidad o el regionalismo en la literatura, por lo que Mignolo, recurriendo también a Lotman, considera que:


…comprender las prácticas discursivas y las interacciones semióticas como sistemas autoorganizados más allá de las fronteras culturales sería una forma de evitar enseñar cánones literarios regionales como si fueran uni­versales.


Resulta cuando menos complicado no caer en la práctica de la que nos advier­te Mignolo, especialmente en una época como la nuestra en la que la maquina­ria occidental, sin haber dejado atrás los procesos colonizadores, y con una mal entendida globalización de los espacios y culturas, no deja de mirar por encima del hombro a esas culturas marginales y periféricas que luchan por encuadrarse en nuestros departamentos universitarios, hacerse un lugar en la sección cultural de nuestras revistas y periódicos o colgarse el galardón de algún premio literario, creyendo que con ello conquistarán un espacio de representatividad y reconoci­miento en la sociedad actual, más allá de lo literario.


 

Tomado de:

FERNÁNDEZ AUSMENDI, Nazaret (2008): "El canon literario: un debate abierto" En Revista Per Abbat, n°7.pp.61-76.


14 febrero 2020

El escritor como duelista. Carlos Gamerro





El escritor como duelista 


Carlos Gamerro



«Los buenos escritores sólo compiten con los muertos», dijo alguna vez Ernest Hemingway, y es posible contemplar la historia de la literatura como una serie de duelos entre los muertos o grandes precursores, por un lado, y sus grandes seguidores o «efebos», como los denomina Bloom, por otro. Si tomamos como punto de partida al Gran Original de la cultura occidental. Homero sus precursores nos son desconocidos, y toda la cultura griega le otorga el lugar de padre fundador–, veremos cómo las siguientes grandes etapas de la literatura occidental se definen por el intento de medirse con él: el poema que encarna el ideal de la cultura romana, la Eneida, es una indudable continuación de los poemas homéricos: Virgilio vuelve a contar la historia de la caída de Troya, ahora en latín y desde el punto de vista de los vencidos troyanos; y el poema que cierra y contiene la siguiente etapa cultural, el medievo europeo, es La divina comedia, de Dante. En ella, el propio Virgilio se convierte en un personaje que guía al autor a través del Infierno y el Purgatorio. Cuando Dante está a punto de llegar al Paraíso, Virgilio le abandona. El hecho admite una lectura teológica (Virgilio, como pagano, no tiene acceso al Paraíso) y también una lectura estética: llegado a este punto, Dante ha aprendido todo lo que su maestro tenía que enseñarle; a partir de ahí lo superará. 


La angustia de las influencias se vuelve un factor decisivo, antes y después del Renacimiento, cuando –el sucesor el poeta tardío o rezagado– se encuentra con un precursor al que sabe que nunca podrá superar. En el caso de la literatura inglesa afectará a todos los escritores posteriores a Shakespeare, de Milton en adelante. Hasta el Renacimiento, señala Bloom, la influencia se recibe como un don más que como una pesada carga. El efebo ve a su precursor no como un enemigo, sino como un padre benéfico que le enseña todo lo necesario y luego le deja vivir su vida literaria, respetando su identidad e independencia. Pero a partir de esa época cada literatura va fijando su gran figura: Dante en Italia, Shakespeare en Inglaterra, Cervantes en España, Goethe en Alemania. A partir de ellos, la angustia de las influencias se convierte en el factor dominante de la historia literaria occidental. Bloom, lejos de definir esta historia con sucesivas constelaciones de autores mayores y menores, la reduce a una sucesión de grandes duelos entre pesos pesados: Milton contra Shakespeare, Wordsworth contra Milton, Keats y Shelley contra Wordsworth, Yeats contra Blake y Shelley.


Bloom considera que la influencia literaria está basada en la relación padre/hijo. El precursor es el padre, el efebo el hijo. Un hijo recibe de su padre la vida, la educación, la formación de su carácter. Pero hay un punto en el que el hijo debe independizarse, tomar las riendas de su destino, dotarse de una identidad propia. Si no lo hace, corre el peor de los riesgos: no existir como individuo, ser apenas una sombra, un pálido reflejo de su padre. La alternativa de no tener padre, o tener un padre débil, es peor aún: como la identidad del hijo se construye sobre (y contra) la del padre, el padre fuerte ofrece las mayores garantías de legar su fuerza al hijo. Pero el riesgo, en este caso, consiste en que esa misma fuerza lo abrume y anule. 


La fantasía de derrotar al padre es por definición irrealizable: el padre siempre es más fuerte. Si el hijo pudiera derrotar al padre estaría destruyendo la fuente y sentido de su propia fuerza. El padre ha llegado antes, su preeminencia no pertenece al orden del valor, sino al orden del ser. Este dilema conduce al escritor a una serie de fantasías compensatorias. Una de ellas es la de originalidad, o en otras palabras, la de orfandad. La orfandad es inalcanzable: en el mejor de los casos, lo que el escritor puede «alcanzar» es el desconocimiento o la negación de sus orígenes literarios: esto, en lugar de darle fuerza, indefectiblemente lo debilita. 


La otra fantasía es la de ser él mismo el engendrador de su propio padre. Esta noción es más compleja y dilucidarla requiere una exposición de las fuentes del propio Bloom: el Ulises, de James Joyce, y el ensayo Kafka y sus precursores, de Jorge Luis Borges. Engendrar el pasado. En el capítulo 9 del Ulises el personaje Stephen Dedalus, álter ego de Joyce, traza una analogía entre la creación divina (del mundo por Dios), la creación paterna (del hijo por el padre) y la creación literaria (de la obra por el autor). La relación madre-hijo está dada por la naturaleza: es una relación de causa y efecto sujeta a la sucesión temporal. La relación padre-hijo, en cambio, no corresponde al orden de lo real, sino al orden de lo simbólico: está establecida por la ley y el lenguaje. En cada generación, quien asume el rol de padre es no sólo padre de las generaciones que vendrán, sino también padre de las generaciones que lo precedieron, padre entonces de su propio padre, su abuelo, etc. La autoridad del padre de familia es como la del papa, o santo padre. Este rige no sólo el presente sino el pasado de la Iglesia: puede, por ejemplo, canonizar a papas o sacerdotes de tiempos pretéritos. De manera análoga, el gran escritor de cada generación define no sólo la literatura que vendrá, sino la literatura que lo ha precedido. Un hijo-efebo que consigue modificar para siempre nuestra manera de leer a su padre-precursor se convierte de alguna manera en creador de su precursor, en padre de su padre. 


De esto trata el texto «Kafka y sus pre cursores», de Borges. Este enumera una serie de obras y autores que hoy nos resultan «kafkianos»: Zenón y su paradoja contra el movimiento, un texto sobre los unicornios debido a un apólogo de un prosista chino del siglo IX, dos parábolas religiosas del filósofo danés Kierkegaard, un poema de Robert Browning, un cuento de León Bloy y otro de lord Dunsany. Nuestra lectura de Kafka, afirma Borges, refina y desvía nuestra percepción de estas obras. Ya no las leemos como se leyeron en su tiempo, como las leyeron por ejemplo quienes las escribieron. Lo más significativo, agrega Borges, es comprobar que si bien todas estas obras se parecen a Kafka, no se parecen entre sí: Kafka ha hecho un conjunto de lo que antes era una dispersión de obras disímiles. Un gran autor, concluye Borges, crea a sus precursores, o en términos de Bloom, convierte a sus padres en sus hijos. 


Bloom toma el ensayo de Borges como punto de partida, pero establece algunas diferencias. Los precursores de los que habla Borges en aquel texto son escritores menores que el efebo, incluso algunos no son precursores en sentido estricto, ya que Kafka no pudo haberlos leído. Por eso, en los casos que señala Borges, la relación precursor-efebo puede darse sin lucha, sin rivalidad, en otras palabras, sin angustia. 


La relación de influencia que más le interesa a Bloom, en cambio, es la que se establece entre un precursor fuerte, titánico, y un efebo fuerte, a veces tan fuerte como él, pero condenado, por el único pecado de haber llegado más tarde, a ser un segundón de la literatura. En estos casos, la acritud hacia el gran precursor es de admiración, rivalidad, miedo, a veces odio: ahora sí, estamos en el terreno de la angustia de las influencias. Kafka vivió intensamente tal angustia: su gran precursor fue el olímpico Goethe. Los diarios de Kafka están llenos de anotaciones sobre cuánto le cuesta hacerse un lugar en los escasos oscuros recovecos dejados por la cegadora luz del omnipotente escritor, como ésta del 4 de febrero de 1912: 


«La avidez con que leo todo lo relativo a Goethe (las conversaciones de Goethe, sus años de estudiante, entrevistas con Goethe, una visita de Goethe a Frankfurt) que me penetra entero, y que me impide absolutamente escribir.» Y un día después: «Hermosa silueta de cuerpo entero de Goethe. Inmediata impresión de repugnancia al contemplar ese cuerpo perfecto de hombre, ya que es inimaginable sobrepasar ese grado de perfección.» 


Hacia el final de su ensayo, Borges señala: «En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o de rivalidad.» Aquí es donde Bloom marca su principal diferencia con Borges: «Creo que Borges se engañaba al afirmar que en la relación entre el precursor y el sucesor no había celos o rivalidad. Creo que él mismo satiriza luego ese idealismo literario suyo en su gran cuento “El inmortal”» En su cuento «Pierre Menard, autor del Quijote» (1939), Jorge Luis Borges propone el caso extremo de un autor del siglo XX que, subyugado por la grandeza de Cervantes, se propone la tarea imposible de reescribir textualmente El Quijote, no copiándolo, sino creándolo él mismo de nuevo. Sólo logra completar unos fragmentos, que resultan palabra por palabra idénticos al original, pero que al ser el producto de un escritor francés del siglo XX tienen un sentido radicalmente distinto al del texto de Cervantes. El caso de Pierre Menard ilustra el predicamento del escritor tardío: aun cuando lograra reproducir la creación del precursor, su obra, por venir después, no será valorada de la misma manera. 


La conciencia de ser menor, o la más intolerable aún conciencia de ser igual de fuerte y estar condenado al lugar de segundón por el solo hecho de haber venido después, producen sufrimiento, angustia y dolor: ésta es una realidad que no puede ser modificada, pero lo que sí puede modificarse, mediante la negación, el desplazamiento, la represión, es la conciencia de esa realidad. Con esta consideración, la teoría de Bloom busca apoyo en el psicoanálisis freudiano. 


Incapaz de ser el precursor, incapaz de ignorarlo, al efebo le queda un sólo camino: revisarlo. El efebo olvida el poema de su precursor, es decir, reprime el recuerdo de ese poema: por tanto, el poema nuevo que escriba estará cargado del poema negado. O bien olvida parcialmente, recuerda mal (pero este es un olvido defensivo, creativo, que nada tiene que ver con la mera mala memoria) o lee mal, y recuerda esa mala lectura. Todo poema fuerte, señala Bloom, es una mala lectura, una mala interpretación, de un poema fuerte anterior: el error es lo que abre espacio a la creatividad. Una «buena» lectura, en cambio, sería la lectura de El Quijote que realiza Pierre Menard: tan buena que el poema nuevo no es más que un calco del anterior. Bloom utiliza el término cociente revisionista para aludir a la relación entre un poema primero y el poema segundo que lo revisa, es decir, realiza una «mala lectura» del primero. Bloom se coloca así en contra de cierta tradición crítica –y de sentido común– que divide las lecturas en buenas y malas de acuerdo a si son fieles, o no, a la obra leída. 


Bloom prefiere los términos lectura fuerte y lectura débil. Una lectura fiel, una lectura que respeta el sentido del original, lo que habitualmente se conoce como una buena lectura, es una lectura débil: no revitaliza al original, no produce nuevos sentidos, no produce nueva literatura. El escritor fiel no emergerá nunca de la sombra de su precursor. El escritor fiel es un lector idealista. La mala lectura es aquella que violenta, confunde, deforma el texto original, lo modifica para siempre. Toda lectura fuerte es una mala lectura, y el escritor que lee mal puede convertirse en un poeta fuerte, o escritor revisionista. Para que haya influencia debe haber errores de interpretación. La historia de la literatura es la historia de las malas lecturas que hacen los poetas fuertes de los poetas fuertes anteriores. Todo cociente revisionista es un mecanismo de defensa inconsciente (en el sentido freudiano) que realiza el efebo para recibir una influencia creativa del precursor sin morir (poéticamente) en el intento. Bloom señala seis maneras o modalidades de mala interpretación, es decir, seis cocientes revisionistas: 


Clinamen es la mala lectura o mala interpretación propiamente dicha. Al escribir su poema, el efebo sigue a su precursor y en algún punto se desvía, toma otra dirección. El poema del efebo no se aparta meramente ni abandona o desentiende del poema padre. Más bien, se convence de que el poema-padre debió haber realizado precisamente esta desviación que el nuevo poema va a hacer ahora. De manera análoga, en la historia de una familia un hijo intentará frecuentemente en su vida (de manera inconsciente), alejarse y acercarse a la vez al padre apartándose del camino que tomó, para tomar el camino que debió haber tomado. Esta corrección es una ilusión (el padre tomó el camino que quiso), pero le permite al hijo asimilar la influencia del padre y al mismo tiempo adquirir independencia y hasta un poder ilusorio sobre él. 


Tésera es complemento o antítesis. El poeta considera (erróneamente) que su precursor se ha quedado a mitad de camino, y el poema nuevo «completa» al poema precursor. El hijo considera no que el padre erró el camino sino que dejó una parte sin recorrer: él llegará a la meta que (según él) el padre se trazó, él completará su tarea. Se trata de nuevo de una ilusión, que frecuentemente actúa de manera inconsciente (la localización o implantación psíquica de la influencia literaria, señala Bloom, no se da en el superego sino en el ello o inconsciente), pero es una ilusión creativa que le permite al poeta-hijo recibir la influencia del padre sin ser aplastado por ella. 


Kenosis implica un aparrarse del precursor a través de un vaciarse o humillarse por parte del efebo. Bloom toma el término de san Pablo, en el que significa la «autohumillación» de Cristo al pasar de su condición de Dios a la de hombre. Es un movimiento de ruptura o discontinuidad: la peligrosa fuerza del precursor se deshace, pero en uno mismo. Bloom relaciona este cociente con los mecanismos freudianos de defensa: el hijo se defiende de la fuerza del padre deshaciéndola en sí mismo, y al hacerlo deshace también la fuerza del padre. Este tercer cociente, señala Bloom, señala más bien una relación entre poetas que entre poemas. 


Demonización. En ella el poeta posterior busca sus influencias más allá o más atrás del precursor, en una fuerza o poder anterior, a veces imaginada como sobre natural (angélica o diabólica) que el precursor habría recibido y que él ahora podrá recibir a su vez. No es del precursor de donde el efebo recibe su fuerza, sino que ambos la reciben de una fuerza superior, que por su carácter de no humana permite aliviar o desplazar los sentimientos de celos o humillación asociados con la angustia de las influencias. 


Ascesís. Aquí el poeta posterior busca la pobreza, se vuelve ascético y renuncia a alguna de sus dotes, y al hacerlo se libera (cree liberarse) de la carga de su enorme deuda con el padre-precursor. La analogía con el hijo que renuncia a una herencia para no deberle nada al padre puede resultar adecuada si recordamos que en el caso de la herencia literaria los términos de la renuncia están dictados por los términos de la herencia: el poeta segundo renuncia específicamente a aquellas cosas en las que el precursor es más fuerte, y el rechazo es tan minucioso y dependiente del original como lo sería una imitación. Un buen ejemplo es el de Samuel Beckett: en sus primeras obras trata de competir con su gran precursor Joyce en el mismo terreno, escribir obras de una riqueza e inventiva verbal que rivalicen con las de su precursor. Previsiblemente fracasa: y para escapar de la sombra de Joyce, Beckett elige otra lengua, una lengua que no domina bien: el francés. Renuncia a la lengua materna porque en esta lengua Joyce lo aplasta. En francés se ve obligado a escribir de manera seca, despojada, sin alusiones ni juegos de palabras. Luego vuelve a traducir sus textos al inglés a partir de la versión francesa, logrando un inglés huérfano, ascético, casi muerto: un inglés que es incapaz de contaminarse de la riqueza del inglés de Joyce. 


Apofrades es el retorno de los muertos. Es un movimiento que suele darse al final de una carrera exitosa del poeta. Así como el hijo que en su juventud se ha rebelado contra su padre con éxito, se convierte en un patriarca en la última etapa de su vida según el modelo de su padre y se le parece más que nunca, el poeta que se ha liberado de la sombra del precursor la invoca ahora con orgullo y respeto. Borges, que en su juventud lucha contra la sombra del poeta modernista Leopoldo Lugones, apartando su poética cuanto puede de la suya, en su madurez no sólo reivindica la figura de Lugones como padre y precursor, sino que abre su obra a su influjo. En 1960, Borges, que ya entonces había superado ampliamente a Lugones en éxitos y prestigio, se imagina llevando un ejemplar de su libro El hacedor a su maestro, ya muerto en el mundo real: «Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío. Ello no ocurrió nunca, pero esta vez usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso, acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría.» 


La estampa del humilde discípulo que se acerca al maestro con la cabeza gacha para recibir su bendición es el reverso exacto de la realidad: es Borges el que le está ofreciendo a Lugones un lugar en su obra, es Lugones el que agradece la merced que un gran escritor le está haciendo a un escritor de segunda línea. Y es precisamente por eso que ahora en la escritura de Borges «se reconoce la voz» de Lugones con mayor claridad que en el Borges joven. Esto puede suceder ahora que Borges ha superado a Lugones y puede permitirse volver a él sin riesgo para su integridad poética. 


¿Qué es lo que está en juego, en última instancia, en el duelo literario entre efebo y precursor? ¿Cuál es el botín, cuál el trofeo? Según Bloom, es «la más grande de las ilusiones humanas, la visión de la inmortalidad». La victoria del poeta fuerte es una victoria sobre el tiempo y la muerte. La literatura es un sistema que permite defenderse de la muerte y el olvido posterior, pero es un sistema egoísta: quien se salva de la muerte y el olvido lo hace a costa de los demás. Si el canon literario es una barca que conduce a las tierras de la inmortalidad, no hay lugar para todos en ella: los más fuertes echan a los más débiles por la borda. 


La visión de Bloom es hasta cierto punto caníbal o vampírica: si cada obra se nutre de las energías de las anteriores, cada generación será más débil que la anterior. Tomada como un absoluto, es una visión que conduce inevitablemente a la idea del agotamiento de la literatura, y Bloom suele referirse a la nuestra como una «época tardía», como si el poema padre fuera una luz solar y los poemas posteriores apenas espejos que la van reflejando cada vez con menor intensidad. Pero habría que agregar que la literatura no sólo se nutre de la literatura, sino de todos los discursos que produce la cultura: en el pasado, de la cultura popular, y desde hace poco más de un siglo, de la cultura de masas. Autores como Dashiell Hammett, Raymond Chandler, William Burroughs, Jack Kerouac, Alien Ginsberg, Charles Bukowski, por mencionar sólo algunos de la cultura estadounidense, son olímpicamente ignorados por Bloom en sus estudios. Y justamente lo que caracteriza a estos autores es que su literatura deriva no sólo de la alta literatura anterior (como hacen los efebos de Bloom), sino de los discursos de la literatura de masas. También se manifiesta en ellos la angustia de las influencias (es notable por ejemplo en Chandler y Bukowski hacia Hemingway, en Ginsberg hacia Walt Whitman y William Carlos Williams), pero el desvío o clinamen se produce en ellos hacia fuera, hacia los márgenes de la literatura, y así escapan de ese agotamiento que Bloom señala como inevitable en nuestra época «tardía». 







Tomado de:
GAMERRO, Carlos (2003): Harold Bloom y el canon literario. Madrid, Campo de ideas, pp. 10-23.