20 enero 2020

¿La realidad está ahí afuera? David Roas





 ¿La realidad está ahí afuera?


David Roas



La inmensa mayoría de las teorías sobre lo fantástico define dicha categoría a partir de la confrontación entre dos instancias fundamentales: lo real y lo imposible (o sus sinónimos: sobrenatural, irreal, anormal, etc.). Basta revisar algunas de las primeras aproximaciones teóricas a lo fantástico: así, Castex señala que éste «se caractérise [...] par une intrusion brutale du mystère dans le cadre de la vie réelle»; por su parte Caillois afirma que lo fantástico «manifiesta un escándalo, una rajadura, una irrupción insólita, casi insoportable, en el mundo real»; y para Vax, por citar a otro de los teóricos ‘clásicos’, la narración fantástica «se deleita en presentarnos a hombres como nosotros en presencia de lo inexplicable, pero dentro de nuestro mundo real», a lo que añade que «Lo fantástico se nutre de los conflictos entre lo real y lo imposible». Una visión de lo fantástico que se reproduce después en los trabajos de Todorov, Barrenechea, Bessière, Finné, Campra, Cersowsky, Reisz, Bozzetto, Ceserani, etc.


Así pues, la convivencia conflictiva de lo posible y lo imposible define a lo fantástico y lo distingue de categorías cercanas, como lo maravilloso o la ciencia ficción, en las que ese conflicto no se produce. Pero ¿cómo identificamos un fenómeno como imposible? Evidentemente, comparándolo con la concepción que tenemos de lo real: lo imposible es aquello que no puede ser, que no puede ocurrir, que es inexplicable según dicha concepción. Ello determina una de las condiciones esenciales de funcionamiento de las obras fantásticas: los acontecimientos deben desarrollarse en un mundo como el nuestro, es decir, construido en función de la idea que tenemos de lo real. 


Pero al mismo tiempo eso nos obliga inevitablemente a reflexionar sobre la idea de realidad que estamos manejando, aspecto todavía descuidado por la mayoría de aproximaciones teóricas a lo fantástico. Algo que sorprende cuando resulta evidente que uno de los conceptos más cuestionados en las últimas décadas es la noción de realidad: son múltiples las revisiones o redefiniciones de dicha noción que se han postulado desde disciplinas tan diversas como la física, la neurobiología, la filosofía, la teoría de la literatura o la teoría de la comunicación.


La narrativa posmoderna y lo real.


La ciencia, la filosofía y la tecnología postulan nuevas condiciones en nuestro trato con la realidad. Y, como señala Calinescu, tales cambios «no pueden ocurrir sin analogías al nivel de la conciencia estética». La narrativa posmoderna supone una perfecta transposición de estas nuevas ideas, manifestadas en su cuestionamiento de la capacidad referencial del lenguaje y la literatura. Coincide así con la visión postestructuralista de la realidad, resumida en la idea de que ésta es una construcción artificial de la razón: en lugar de explicar la realidad de un modo objetivo, la razón elabora modelos culturales ideales que superpone a un mundo que se considera indescifrable. Ello implica la asunción de que no existe una realidad que pueda validar las hipótesis. De ese modo, y engarzando con las tesis científicas y filosóficas antes expuestas, la realidad es vista como un compuesto de constructos tan ficcionales como la propia literatura. Lo que se traduce en la disolución de la dicotomía realidad/ficción.


En el mundo posmoderno no hay realidad, sino —como dice Baudrillard— un simulacro, una suerte de realidad virtual creada por los medios de comunicación que suplanta o simula ser la realidad. Frente a lo real, tenemos el simulacro, que es autorreferencial: los simulacros son copias que no tienen originales o cuyos originales se han perdido.


Así, la narrativa posmoderna rechaza el contrato mimético (cuyo punto de referencia es la realidad) y se manifiesta como una entidad autosuficiente que no requiere la confirmación de un mundo exterior («real») para existir y funcionar. Por eso se pregunta Calinescu: «¿puede la literatura ser otra cosa que autorreferencial, dada la actual duda epistemológicamente radical y los modos en los que esta duda afecta al status de la representación?, ¿se puede decir que la literatura es una ‘representación de la realidad’ cuando la propia realidad resulta ser enteramente tornasolada de ficción?, ¿en qué sentido se diferencia la construcción de la realidad de la construcción de la mera posibilidad?».


La obra literaria se contempla entonces como un experimento verbal sin ninguna relación con la realidad exterior al universo lingüístico. Dicho de otro modo, no se remite a la realidad, sino que se basa en su propia ficcionalidad. ¿Puede concebirse, entonces, en el seno de la literatura posmoderna, la existencia de una categoría como lo fantástico que se define por oposición a una noción de realidad extratextual?


Lo fantástico ante los nuevos paradigmas de realidad.


Vuelvo a la definición expuesta al principio: lo fantástico se define y distingue por proponer un conflicto entre lo real y lo imposible. Y lo esencial para que dicho conflicto genere un efecto fantástico no es la vacilación o la incertidumbre sobre las que muchos teóricos (desde el ensayo de Todorov) siguen insistiendo, sino la inexplicabilidad del fenómeno. Y dicha inexplicabilidad no se determina exclusivamente en el ámbito intratextual sino que involucra al propio lector. Porque la narrativa fantástica, conviene insistir en ello, mantiene desde sus orígenes un constante debate con lo real extratextual: su objetivo primordial ha sido y es reflexionar sobre la realidad y sus límites, sobre nuestro conocimiento de ésta y sobre la validez de las herramientas que hemos desarrollado para comprenderla y representarla. Bioy Casares resume perfectamente esta cuestión: «Al borde de las cosas que no comprendemos del todo, inventamos relatos fantásticos para aventurar hipótesis o para compartir con otros los vértigos de nuestra perplejidad». Ello determina que el mundo construido en los relatos fantásticos es siempre un reflejo de la realidad en la que habita el lector. La irrupción de lo imposible en ese marco familiar supone una transgresión del paradigma de lo real vigente en el mundo extratextual. Y, unido a ello, un inevitable efecto de inquietud ante la incapacidad de concebir la coexistencia de lo posible y lo imposible.


Por eso no estoy de acuerdo con las definiciones inmanentistas que postulan que lo fantástico surgiría simplemente del conflicto en el interior del texto entre dos códigos diferentes de realidad: 


no es para el lector —afirma erróneamente Morales— para quien [el fenómeno] debe ser inverosímil (que no se asemeje a la verdad de cómo funcionan las cosas) e increíble (imposible de aceptar dentro del marco pre-establecido como existente) [...]; es para una instancia textual (narrador o personajes) que, en un momento dado del texto, termina por reconocer lo ilegal de lo sucedido [...] Lo fantástico entonces no debería definirse en relación con las leyes del mundo ni con el estatus de realidad que se le conceda a la aparición del fenómeno anómalo en un marco determinado de convenciones empíricas, fenomenológicas o culturales, sino por la relación de efectos codificados dentro del texto que testimonien que dos órdenes excluyentes de realidad han entrado en contacto.


Si nos atenemos literalmente a esa concepción inmanentista, cualquier conflicto entre dos órdenes, cualquier transgresión de una «legalidad» instaurada en el texto (ya sea física, religiosa, moral...) podría ser calificada como fantástica. ¿Pero esa transgresión tiene el mismo significado y efecto que la que articula relatos como «El gato negro», de Poe, «¿Quién sabe?», de Maupassant, o «El libro de arena», de Borges? Esa definición inmanentista olvida que los recursos estructurales y temáticos que se emplean en la construcción de las narraciones fantásticas buscan implicar al lector en el texto por dos vías esenciales:


1) los diversos recursos formales empleados para construir el mundo del texto orientan la cooperación interpretativa del lector para que asuma que la realidad intratextual es semejante a la suya. Un mundo que reconoce y donde se reconoce. Un proceso que se inauguró con Hoffmann (sustituyó los mundos exóticos y lejanos de la narrativa gótica por la realidad cotidiana del lector) y que no ha cesado de intensificarse.

2) y, lo que es más importante, la integración del lector en el texto implica una correspondencia entre su idea de realidad y la idea de realidad creada intratextualmente. Eso le lleva a evaluar la irrupción de lo imposible desde sus propios códigos de realidad. Sin olvidar que los fenómenos que encarnan esa transgresión tocan resortes inconscientes en el lector ligados también al conflicto con lo imposible y que intensifican su efecto inquietante: como afirma Freud en «Das Unheimliche», la literatura fantástica saca a la luz de la conciencia realidades, hechos y deseos que no pueden manifestarse directamente porque representan algo prohibido que la mente ha reprimido o porque no encajan en los esquemas mentales al uso y, por tanto, no son factibles de ser racionalizados. Y lo hace del único modo posible, por vía del pensamiento mítico, encarnando en figuras ambiguas todo aquello que en cada época o período histórico se considera imposible (o monstruoso). 


En conclusión, lo fantástico conlleva siempre una proyección hacia el mundo del lector, pues exige una cooperación y, al mismo tiempo, un envolvimiento del lector en el universo narrativo. No obstante, todo esto no implica una concepción estática de lo fantástico, pues éste evoluciona al ritmo en que se modifica la relación entre el ser humano y la realidad. Ello explica que mientras los escritores del siglo XIX (y también algunos del XX, como Machen o Lovecraft) escribían relatos fantásticos para proponer excepciones a las leyes físicas del mundo, que se consideraban fijas y rigurosas, los autores del siglo XX (y del XXI), una vez sustituida la idea de un nivel absoluto de realidad por una visión de ésta como construcción sociocultural, escriben relatos fantásticos para desmentir los esquemas de interpretación de la realidad y el yo. Como advierte Roberto Reis, «o fantástico produz uma ruptura, ao pôr em cheque os precários contornos do real cultural e ideológicamente establecido».


Lo fantástico está, por tanto, en estrecha relación con las teorías sobre el conocimiento y con las creencias de una época, como ya advirtieran Bessière, Campra o Reisz. Y no sólo eso, sino que el «coeficiente de irrealidad» de una obra —utilizo el término propuesto por Rachel Bouvet—, y su correspondiente efecto fantástico, están también en función del contexto de recepción, y no sólo de la intención del autor. 


De ese modo, la experiencia colectiva de la realidad mediatiza la respuesta del lector: percibimos la presencia de lo imposible como una transgresión de nuestro horizonte de expectativas respecto a lo real, en el que no sólo están implicados los presupuestos científicos y filosóficos antes descritos, sino también lo que en otro trabajo he denominado «regularidades», es decir, las «certidumbres preconstruidas» que establecemos en nuestro trato diario con lo real y mediante las cuales codificamos lo posible y lo imposible. Como se hace evidente, por tanto, el relato fantástico descansa sobre la problematización de esa visión convencional, arbitraria y compartida de lo real. La poética de la ficción fantástica no sólo exige la coexistencia de lo posible y lo imposible dentro del mundo ficcional, sino también (y por encima de todo) el cuestionamiento de dicha coexistencia, tanto dentro como fuera del texto.


De ello se deduce que la tematización del conflicto resulta esencial: la problematización del fenómeno es lo que determina, en suma, su fantasticidad. El concepto de multiverso, antes comentado, me permite argumentar esta afirmación. En una escena de la novela de Fredric Brown, Universo de locos (1949), el protagonista afirma lo siguiente: «Si hay un número infinito de universos, entonces todas las posibles combinaciones deben existir. Entonces, en algún lugar, todo debe tener existencia real. Quiero decir que sería imposible escribir una historia fantástica porque por muy extraña que fuera eso mismo tiene que estar sucediendo en algún lugar». El personaje, evidentemente, anda errado: lo fantástico se producirá siempre que los códigos de realidad del mundo en que habitamos sean puestos en entredicho. Qué más da que exista un universo en el que los seres puedan duplicarse, vomitar conejitos o poseer libros infinitos. Sólo cuando tales fenómenos irrumpan en nuestro universo y, por tanto, subviertan nuestros códigos de realidad, se producirá lo fantástico.


Por eso en aquellas historias en las que el contacto entre dimensiones paralelas es posibilitado por las condiciones de realidad con las que se construye el mundo del texto, lo fantástico tampoco se produce. Así puede verse en la novela de Asimov Los propios dioses (1972). Ambientada en el año 2070, narra, entre otras cosas, los intercambios que se producen entre la Tierra y los habitantes de un universo paralelo con leyes físicas diferentes, gracias a la tecnología del momento. Por tanto, nunca se problematiza el contacto. Lo fantástico, como decía antes, exige la presencia de un conflicto que debe ser evaluado tanto en el interior del texto como en relación al mundo extratextual. Como afirma Jackson, lo fantástico recombina e invierte lo real, pero no escapa de éste, sino que establece con él una relación simbiótica o parasitaria.


Alazraki y otros teóricos de lo mal llamado «neofantástico» se propusieron ir más allá de esta concepción, al postular que dicho género no descansa sobre una representación causal de la realidad, sino que, aunque a veces parezca que supone una ruptura de la lógica real, lo que en verdad persigue es una ampliación de las posibilidades de la realidad. O, como dice Nandorfy, una «realidad enriquecida por la diferencia», que eliminaría la visión de lo fantástico como «alteridad negativa» de lo real: «Aunque las dicotomías sigan dando forma a  nuestras percepciones, ahora se contemplan como implicadas en la expansión de la imaginación; ya no la restringen obligando a escoger entre verdad e ilusión, tal como dictaba el enfoque absolutista».


Claro que, definido desde esta perspectiva, ¿cómo distinguimos lo fantástico actual de otras manifestaciones como la literatura surrealista, que plantea una relativización y una ampliación del concepto de realidad mediante la inclusión de estados mentales inconscientes (el sueño, la libre asociación de ideas o la locura) en un mismo plano de realidad que los productos del estado consciente? La literatura surrealista construye una realidad textual autónoma en la que se amplían los límites de lo real al borrar la frontera con lo irreal. Pero ello no supone la creación de un efecto fantástico, ni genera inquietud alguna. Un efecto que, sin embargo, se produce en los relatos mal llamados «neofantásticos», donde el lector sigue percibiendo la ruptura, el conflicto que en ellos se establece respecto de la noción extratextual de realidad, y la perturbación que ello provoca. La inquietante imposibilidad del doble o del vampiro (por citar dos motivos tradicionales) es la misma que la del vomitador de conejitos cortazariano o la del individuo que un día despierta metamorfoseado en insecto.


Es cierto que la narrativa fantástica, una vez agotados los recursos más tradicionales, ha evolucionado hacia nuevas formas para expresar esa transgresión que la define: muchos autores contemporáneos han optado por representar dicha transgresión mediante la ruptura de la organización de los contenidos, es decir, en el nivel sintáctico. Según afirma Campra, ya no es tan necesaria la aparición de un fenómeno imposible (sobrenatural), porque la transgresión se genera mediante la irresoluble falta de nexos entre los distintos elementos de lo real. Pero es evidente que esas narraciones no ponen en cuestión sólo la sintaxis, es decir, la lógica narrativa (eso supondría, como antes señalé, ampliar erróneamente la categoría de lo fantástico a textos surrealistas o a la literatura del absurdo), sino que su dimensión transgresora va inevitablemente más allá de lo textual: su objetivo es siempre cuestionar los códigos que hemos diseñado para interpretar y representar lo real. 




















Tomado de:
ROAS, David: "Lo fantástico como desestabilización de lo real. Elementos para una definición". En: PELLISA, T. y MORENO SERRANO, F. (2008): Ensayos sobre ciencia ficción y literatura fantástica. 1° Congreso Internacional de Literatura Fantástica y Ciencia Ficción, pp 94-120.



14 enero 2020

Travesías de la novela histórica. María Cristina Pons





Travesías de la novela histórica


María Cristina Pons



La novela histórica de fines de siglo XX se caracteriza por la relectura crítica y desmitificadora del pasado a través de la reescritura de la historia. En este proceso, algunas novelas obstaculizan las posibilidades de conocer y reconstruir el pasado histórico, otras recuperan los silencios o el lado oculto de la historia, o bien, presentan el pasado histórico oficialmente documentado y conocido desde una perspectiva diferente. Asimismo, el poder cuestionador que caracteriza estas novelas deriva de los varios procedimientos o estrategias narrativas que emplean en la relectura y reescritura de la historia, entre los cuales se podrían mencionar: la presencia de anacronías, la creación de efectos de inverosimilitud, el uso de la ironía, la parodia y el burlesco; y el empleo de una variedad de estrategias y formas autorreflexivas que llaman la atención sobre el carácter ficticio de los textos y de la reconstrucción del pasado representado. Estas características sirven para poner de relieve una tendencia a la subjetividad en la reconstrucción literaria del pasado histórico, a partir de la cual se tiende a una explícita posición de relativismo respecto de la percepción del pasado y también respecto de la escritura de la historia. Con este relativismo se evita articular un consenso entre dos visiones diferentes, que de otra manera pretendería la tan aclamada y engañosa "objetividad" y "neutralidad" de la reconstrucción histórica.


Las novelas históricas latinoamericanas del siglo XIX se constituyen no sólo como instrumentos didácticos y de complemento de la historiografía, típico de la novela clásica, sino fundamentalmente en discursos de legitimación de la ideología liberal, de ratificación del poder y de una búsqueda para conformar la identidad de las nacientes repúblicas frente a un pasado colonial. Estas nacientes repúblicas no tenían historia, y ésta también tenía que ser construida. En cuanto a la construcción del futuro, la novela histórica acompaña a la incipiente historiografía latinoamericana en esa tarea. Los historiadores latinoamericanos del siglo XIX no sólo escribieron el pasado, sino que también formularon el futuro, afirmando que se trataba de un futuro europeizado. Claro que tampoco habría que olvidar que los que escribían novelas históricas pertenecían a la élite intelectual y al grupo hegemónico del poder. La proyección, entonces, de las preferencias de la élite liberal y la construcción de un futuro europeizado acorde a tales preferencias de la élite liberal y la construcción de un futuro europeizado acorde con tales preferencias, se hace manifiesto no sólo en la historiografía sino también en la novela histórica, siempre con miras a impulsar la propuesta de civilización, orden y progreso.


En la evolución de la novela histórica del siglo XIX se produjeron ciertamente innovaciones y cambios, algunos reflejo del despegue económico y la consolidación del equilibrio político, de la reforma legislativa, así como de la planificación de la educación y del movimiento migratorio (en el último tercio del siglo XIX). Este proceso de cambio en la trayectoria de la novela histórica continúa en el siglo XX, aunque su complejidad es mayor. En término generales, la novela histórica latinoamericana no ha dejado de practicarse, pero en el siglo XX su producción refleja notables altibajos. En algunos países latinoamericanos podría pensarse en su parcial desaparición, sobre todo en ciertos períodos como el modernismo (1882-1915) y el vanguardismo.


Sin embargo, se podría mencionar otra variante de la novela histórica de principios de siglo XX y que tiene raíz en el revisionismo histórico. Por ejemplo, una importante producción de novelas histórica en Argentina en la época del primer revisionismo. La más significativa de estas reacciones fue la suscitada en torno a la identidad nacional, la cual, sumada al espíritu de conciliación hacia España y la reconsideración de la herencia española, marcan un viraje respecto de la tradición liberal decimonónica y da lugar a una nueva visión del pasado, alimentando mitos como el de la raza. Manuel Gálvez es un claro exponente cuyas novelas son una respuesta a un presente histórico considerado problemático por la creciente inmigración, las tensiones, conflictos y luchas de clase del mundo capitalista, protestas obreras, el anarquismo, el socialismo, demandas de las clases medias para democratizar el régimen político. el revisionismo de Gálvez se orienta a una exaltación del nacionalismo en la figura de Rosas y a una legitimación del poder oligárquico.


Podría pensarse que el desarrollo de lo que se llamó la novela de la tierra y el criollismo -por su énfasis en lo autóctono y el papel protagónico de la naturaleza como parteaguas entre la civilización y la barbarie- desplazó la novela histórica como forma literaria de afirmación de la identidad y la nacionalidad. Pero además, en el primer cuarto de este siglo, las economías de exportación de la región experimentaron un crecimiento. La preocupación de forjar el futuro recurriendo al pasado se torna en un interés por el presente. Este presente es un de exploración por parte de las minorías oligárquicas agrarias nacionales o corporaciones internacionales, así como la proliferación de caciques y caudillos latifundistas. Incluso, podría pensarse que el desplazamiento del interés por el pasado se debe a que la coyuntura histórica no requería tanto de una mirada al pasado para buscar las causas de las crisis del presente, sino más bien necesitaba impulsar los cambios revolucionarios.


Habría que tener en cuenta, además, que el desarrollo de ciertas ciencias y disciplinas como el psicoanálisis, la psicología, la economía, la antropología y la sociología, impulsan un progresivo abandono de la preocupación por el pasado y respalda un mayor interés por el presente y la inmediatez de los conflictos sociales y económicos, así como el individuo. Hacia la década de los '40 comienza a cobrar primacía el subconsciente y la conciencia individual en la percepción de la realidad, lo cual ayuda a acenturar una preocupación existencial, así como una desconfianza y subjetivación de la historia, que seguía de cerca el escepticismo frente al discurso historiográfico.


Hacia los años '70, el retorno de la novela histórica se incuba al calor de la desazón frente al fracaso de la gesta revolucionaria y libertadora de los años cincuenta y sesenta. Es una década de grandes crisis políticas. A fines de la década del '60, la Revolución Cubana comenzó a repetir la trayectoria de otras que, tras de una primera etapa abierta a la innovación artística, se reorientaron hacia ideales menos aventureros. Comienza así un distanciamiento entre Cuba y el grupo de vanguardia literaria que, a principios de 1960, se había considerado como vanguardia política. Más aún, el fracaso de las guerrillas urbanas y el resurgimiento de las dictaduras militares en América Latina en la década del '70, resquebrajaron el optimismo y la visión utópica de un nuevo orden y de un hombre nuevo, que predominaba entre los intelectuales progresistas de la década precedente. Fracasaron los proyectos socialistas y los sistemas de gobierno populares, y comienzaron los episodios de crimen institucionalizado y sistemático de las corporaciones militares y para militares en el poder.


Si la década del '70 es para América Latina de crisis política, la del '80 es de crisis económica, en la que se experimenta un decrecimiento económico. Más allá del autoritarismo estatal de la década del '70 y la crisis económica de los '80, este período se va a caracterizar, en el nivel global, por una serie de factores, entre otros por un proceso de Globalización por la creciente transnacionalización de la economía, la política y la cultura y por la emergencia de los movimientos sociales de resistencia (movimientos ecológicos, feministas, etc.).


Paralelamente en los años '60 y '80, un debate sobre la validez de los grandes discursos del siglo XIX que dominan la historia -desde la gran narrativa del pensamiento liberal y del marxismo, hasta el gran discurso de la historia-, tiene lugar en Europa occidental y se proyecta con fuerza en Latinoamérica, introduciendo lo que se ha dado en llamar la condición posmoderna. Entendemos aquí como condición posmoderna una nueva sensibilidad estética, una nueva corriente de pensamiento y un nuevo estado de ánimo que corresponde a una nueva realidad social: el agotamiento o crisis de una modernidad inconclusa. El pensamiento posmoderno afecta a la novela histórica de manera particular: al negar los logros y los valores de la modernidad (como el proyecto de emancipación), elimina toda acción posible, manifiesta una visión apocalíptica de la historia y, por ende, todo se convierte en una circularidad de repeticiones sin solución ni salida. Obviamente que esta postura, a su vez, resulta en un total descreimiento en la historia y en la posibilidad de producir y recuperar el sentido de la misma en la desesperación de la impotencia y en la pasividad ante la supuesta situación de "calle sin salida"; por la falta de alternativas y posibilidades producir un cambio radical de la sociedad; no hay lugar para los cambios ni utopías.


Muchas de las novelas histórica contemporáneas ponen en relevancia que volver a narrar una/otra historia no está 2afectado por la teoría de la "muerte de los grandes relatos", teoría que indica, según algunos, algo real, verificable (la muerte del psicoanálisis, del marxismo, de la propia historia como discursos omniabarcadores, coherentes y de total poder explicativo), o bien, según otros, algo supuesto e inverificable.


Quizá, viendo las cosas desde la literatura, el retorno tenga que ver con cierta fatiga respecto de la experimentación -que no es por fuera una actitud vanguardista-, que fue tan fuerte y notoria en la década del '60 y, en consecuencia, con un resurgimiento del interés por "contar" que manifestaron los receptores y del que los narradores se hicieron cargo, aunque en muchos casos sin pagar tributo a las innovaciones que habían modificado las pautas de escritura.


El acontecer histórico que marcó las últimas décadas de este siglo cambió radicalmente la experiencia del mundo y la vida personal de muchos; fueron años que tuvieron, sin duda, repercusiones en la construcción del pensamiento y cambiaron rotundamente las condiciones de producción material y simbólica. Mientras que la nueva narrativa de los '60, leída como una forma de rebelión en la búsqueda de volver a nombrar a América Latina, se apartó de la redacción de la historia, ahora el regreso a la historia aparece como un acto de resistencia. Quizá sería oportuno aquí recordar aquel comentario de Ángel Rama al referirse a las razones que llevaron a la "defunción" del boom de la literatura latinoamericana.


Sin duda, una de las obras que más claramente marca esta inflexión, como acto de resistencia es Respiración artificial de Ricardo Piglia, publicada en 1980; en su elaboración ficticia de la historia parece evidente e innegable que establece un juicio sobre las circunstancias en que se vive en el país, aunque no por analogías sino mediante un esfuerzo por hallar categorías interpretativas, objetos de lectura, que en el pasado puedan dar sentido a ese onimoso presente.


Algo semejante podría decirse a propósito de otros textos que intentan, como Cuerpo a cuerpo (1979) de David Viñas, revisar con mirada crítica grandes mitos fundacionales, en la línea de sus novelas anteriores, Cayó sobre su rostro (1955), Los dueños de la tierra (1959) y Los hombres de a caballo (1967). Lo que Viñas a venido explorando, es la afirmación del Estado nacional en el territorio como empresa militar y de conquista, y a la vez como correlato político de la conquista privada de ese territorio. Después, la individualización de un Otro que requiere ser marginado y, en el límite, exterminado, como correlato ideológico igualmente necesario a esa empresa, todo lo cual, al triunfar, constituye un anuncio del horror del presente. Sin embargo, estas relaciones son sólo aludidas, no descritas o narradas, mediante un sistema fragmentario de exposición, por momentos extremadamente fabulador, mítico, grotesco y desaforado, lo cual hace evidente que no se trata de una reconstrucción del pasado tal como pudo haber sucedido sino de una travesía que llega al presente en virtud de los procedimientos de escritura.


Un razonamiento similar puede hacerse, en un terreno más definido en tormo al descubrimiento y la conquista, de los textos de Abel Posse, en especial Daimón (1978) y Los perros del paraíso (1983), en los que se reconoce una inflexión paródica, erótica y de un humorismo grotesco. La reconstrucción del pasado, que sin embargo se representa, es tan distorsionada que es casi obvia la ausencia de todo propósito realista; se trata más bien, de presentar -mediante evidentes tergiversaciones, anacronismos, magnificaciones y fantasías, así como de referencias intertextuales y alusiones a personajes actuales- ciertas instancias sociales o problemas que, como constantes que atraviesan los siglos, se reiteran en diversos tiempos y situaciones: el poder y la identidad, la expansión imperialista, el autoritarismo, la dominación de los cuerpos, la ansiedad, como una suerte de expresión filosófica de la historia.


A su vez, en El entenado (1983), de Juan José Saer, se afirma que "que el momento presente no tiene más fundamento que su parentesco con el pasado", lo cual parece condensar la posición de una cadena de novelas que gira en torno a una idea parecida, muy vinculada con la racionalidad misma de la novela histórica. Pero también, como lo muestra la trayectoria de la novela histórica, los cambios en los modos de producción material y simbólica de la realidad social se reflejarán no sólo en un cambio en los modos de representación sino en la visión y versiones de la historia que en ellas se proponga.


Conquista, dominación y exterminio son temáticas que confieren a un gran número de novelas históricas contemporáneas un sello común. Se trata, sin duda, de una actitud ante la historia marcada por posiciones filosóficas y políticas neutrales. No como las que podían quizás observarse en algunos clásicos del género, en las que es fácil reconocer otras filosofías, la de un liberalismo positivista que sostiene que los grandes procesos del pasado fueron guiados por una voluntad constructiva. Por el contrario, lo que emerge es una actitud crítica apoyada en diversos movimientos revisionistas, que reivindican al derrotado y al humillado en la construcción de América Latina. El exterminio y, desde luego, quienes fueron objeto de él, es un tema atractivo para los novelistas. En especial el exterminio de los indígenas es una presencia recurrente; así se aprecia, por ejemplo, en las novelas como Fuegia (1991), de Eduardo Belgrano Rawson, Un piano en bahía desolación (1994), El río de las congojas (1981) y Flor de hierro (1978) de Libertad Demitrópulos, La pasión de los nómades (1994) de María Rosa Lojo o Jaque a Paysandú (1964), de María Esther de Miguel.


El autoritarismo es, sin duda, otros de los temas y problemas abordado por la novela histórica contemporánea. claro que es tal la profusión, la variedad y la riqueza que presentan estas novelas que hablar de elementos dominantes en una u otra no necesariamente implica que sea concluyente. Así, puede haber una novela en la que la dirección principal sea una denuncia o acotación del "autoritarismo" para que no excluya la presencia de una afirmación de identidad. Así, consideremos el autoritarismo, tanto político -tiranía, dictadura o caudillismo- como de orden principal o de relaciones jerárquicas, muy presente, por ejemplo, en novelas como Juanamanuela, mucha mujer (1980) o Belisario en son de guerra (1984) de Marta Mercader. En estas novelas advertimos que existe una preocupación por atender la esencial cuestión de la subordinación y el sostenimiento de las mujeres, instaladas en el callejón de las tres decentes opciones: el matrimonio, el convento o el silencio. La novela denuncia el machismo o la prepotencia militar como pilares del orden social autoritario. En ocasiones este propósito es verbalizado en estilo directo o indirecto, pero en otras, como en Belisario es el protagonista, un héroe de la independencia, quien sintetiza, machismo y militarismo, lo que indica hasta qué punto en estas novelas los temas son estructurantes, determinando elecciones y articulaciones; no provienen ni se extrapolan de un puro conocimiento histórico, sino que son desencadenantes de escritura que será vertida con todas las variantes imaginables. Es más, podría decirse que la novela histórica contemporánea tiende a presentar el lado antiheroico o antiépico del pasado, particularmente en torno a episodios y figuras centrales relacionados con las guerras de la independencia, el caudillismo y las tensiones entre facciones.


Lo antiheroico y antiépico de la reconstrucción del pasado resulta no sólo de una recuperación de los silencios o del lado oculto a las grandes figuras de la historia sino también en tanto enfocan aspectos, figuras o acontecimientos marginales, desconocidos, olvidados o ignorados por las historias oficiales. Es lo que se advierte en novelas como Ansay o lo infortunios de la gloria (1984), un episodio de la historia argentina extraído de unas memorias de un comandante de armas destituido por la Junta de 1810; en La campaña de Carlos Fuentes, que se enfoca, no sin un dejo paradógico, en esta misma época de la historia argentina a partir de la historia de personajes totalmente secundarios o desconocidos, o En esta dulce tierra (1984) de Andrés Rivera, especie de parodia del clásico Amalia, de José Mármol.


Si bien en algunas novelas los personajes y las situaciones narradas se basan en hechos históricamente verificados, en otras la reconstrucción del pasado se lleva cabo mediante elementos imaginados, que se representan ficticios, o sea como si se hubieran producido realmente, dentro de un contexto de acontecimientos históricamente conocidos y reconocibles. Pero cualquiera que sea el caso, la intención es clara: se trata de recoger la historia de abajo, si se piensa en lo representado, y desde abajo, si se piensa en el punto de vista de quien narra. Esta inflexión de la escritura supone una ética: implica la opción de no otorgarle un lugar de privilegios a los artífices de los cambios y las acciones que hicieron historia, y de reivindicar, en cambio, a los que sufrieron sus consecuencias, o actuaron desde los márgenes sin dejar rastro.


Algunos textos privilegian la trama o un fragmento de referente que, en la narración, constituirán una vía de acceso a la historia misma. Otros, sin embargo, privilegian el proceso de la escritura, tanto del relato novelesco como de la historia misma. Entre ellas, por lo general, no sólo se utiliza como tema el mismo proceso de escritura del texto y del documento, sino además, se subraya la relación entre la ficción y la historia que tal proceso conlleva. Ése es el interés y la novedad que posee un sinnúmero de textos: La novela de Perón y Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez; Noticias del imperio, de Fernando del Paso; Yo el supremo de Roa Bastos; Juanamanuela, mucha mujer, de Marta Mercader, o El informe (1997) de Martín Kohan. En las novelas de Martínez la noción de "documento" lleva al extremo la idea de que no sólo se construye en sí, sino también el "referente" (el hecho histórico). En la de Marta Mercader se afirma continuamente que no sólo todo lo referido en las memorias que escribe el personaje puede haber ocurrido tal como él lo escribe; personajes secundarios que contradicen, notas al pie o aclaraciones intercaladas, parecen atacar a la narradora misma. Las versiones contradictorias y la invalidez de documentos oficiales, así como una crítica al detallismo superfluo y a un exceso de empiricismo inútil en la escritura de la historia también son preocupaciones temáticas centrales de Noticias del Imperio. El narrador de la novela de Kohan, en una línea similar, destaca que la ausencia de registros documentales que sirvan de apoyo no implica por fuerza que los hechos que se narran sean irreales inexistentes, del mismo modo que la invocación a éstos tampoco implicaría un juicio de realidad.


La novela histórica contemporánea no propone una visión apocalíptica de la historia, sino que ésta es percibida como un proceso ininterrumpido de cambio que afecta la vida del individuo de manera que la existencia de éste aparece históricamente condicionada. Lo que se propone es recuperar lo particular, lo singular, lo heterogéneo y la dimensión de tiempo histórico en el cual el pasado no es un tiempo fijo y concluido sino cambiante que se conecta con un presente también cambiante e inacabado, en su contemporaneidad inconclusa, aun aquello que aparece bloqueado en la memoria y en la historia.


Tampoco en estas novelas se trata de hacer una apología de la marginalidad y del exilio, sino más bien subrayar la ubicación, en término espacio-temporales e ideológicos, desde donde se produce el discurso y la (re)escritura de la historia. Recuperar el pasado desde el margen, desde abajo, desde una posición de alteridad, implica cuestionar en términos históricos y culturales la manera en qué los límites y los significados de pertenencia son construidos a partir de identidades y exclusiones, y de manera quizá autoevidente y frecuentemente fuera de la crítica. por un lado, se percibe que tal percepción de la alteridad, desde una posición hegemónica de poder, defina al otro (sea amerindio, diferente, el marginal o la misma identidad de América Latina) como una "otredad" que sirva para sustentar los mitos y estrategias de autodefinición y autolegitimación de los discursos de poder. Lo que esta nueva producción pareciera proponer es una concepción de una América Latina heterogénea y plural, para explorar un horizonte en el que el sujeto se reconoce no en uno sino en varios rostros.


Bajo el régimen neoliberal de los años '90, se aprecia, por un lado, la predominancia en la producción de ciertos géneros literarios del bestsellerismo. Por otro lado, no deja de hacerse presente la producción de una literatura crítica que acentúa la distancia respecto de las técnicas productivas que acompañan la ideología dominante. Desafortunadamente, la novela histórica parece ilustrar la primera de estas situaciones. Los procesos de mercantilización de géneros literarios específicos, entre ellos la novela histórica junto a otros como la biografías, autobiografías u otro tipo de literatura de tono periodístico sensacionalista, dejan que ciertos valores éticos o estéticos pasen a segundo plano.


Por esto, aparecen en el mercado novelas que no sólo se alejan de la diversidad y complejidad tanto temática como de estrategias narrativas que presentaban sus antecesoras, sino que además no necesariamente se trata de narrativas contrahegemónicas. Se trata, por el contrario, de novelas que conforman un cuerpo relativamente homogéneo de fácil lectura en cuanto a la sofisticación de sus técnicas de representación, así como por la manera como se aborda la historia. Por lo general, se trata de romances de personajes históricos o marginales, algunos con tonalidades melodramáticas o de un heroísmo trágico, o las aventuras amorosas de las grandes figuras históricas, ninguna necesariamente controversial. 























Tomado de:
PONS, María Cristina (1999): "La novela histórica de fin de siglo XX: De inflexión literaria y gesto político a retórica de consumo". En: Revista Perfiles Latinoamericanos. Facultad Latinoamericana de Estudios Sociales. México, pp. 139-169.