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01 agosto 2023

El espíritu de la música, origen de la tragedia. Friedrich Nietzsche

 



El espíritu de la música, 

origen de la tragedia


Friedrich Nietzsche


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Hasta ahora hemos venido considerando lo apolíneo y su antítesis, lo dionisíaco, como potencias artísticas que brotan de la naturaleza misma, sin mediación del artista humano, y en las cuales encuentran satisfacción por vez primera y por vía directa los instintos artísticos de aquélla: por un lado, como mundo de imágenes del sueño, cuya perfección no mantiene conexión ninguna con la altura intelectual o con la cultura artística del hombre individual, por otro lado, como realidad embriagada, la cual, a su vez, no presta atención a ese hombre, sino que intenta incluso aniquilar al individuo y redimirlo mediante un sentimiento místico de unidad. Con respecto a esos estados artísticos inmediatos de la naturaleza todo artista es un «imitador», y, ciertamente, o un artista apolíneo del sueño o un artista dionisíaco de la embriaguez, o en fin - como, por ejemplo, en la tragedia griega - a la vez un artista del sueño y un artista de la embriaguez: a este último hemos de imaginárnoslo más o menos como alguien que, en la borrachera dionisíaca y en la autoalienación mística, se prosterna solitario y apartado de los coros entusiastas, y al que entonces se le hace manifiesto, a través del influjo apolíneo del sueño, su propio estado, es decir, su unidad con el fondo más íntimo del mundo, en una imagen onírica simbólica.


Tras estos presupuestos y contraposiciones generales acerquémonos ahora a los griegos para conocer en qué grado y hasta qué altura se desarrollaron en ellos esos instintos artísticos de la naturaleza: lo cual nos pondrá en condiciones de entender y apreciar con más hondura la relación del artista griego con sus arquetipos, o, según la expresión aristotélica, «la imitación de la naturaleza». De los sueños de los griegos, pese a toda su literatura onírica y a las numerosas anécdotas sobre ellos, sólo puede hablarse con conjeturas, pero, sin embargo, con bastante seguridad: dada la aptitud plástica de su ojo, increíblemente precisa y segura, así como su luminoso y sincero placer por los colores, no será posible abstenerse de presuponer, para vergüenza de todos los nacidos con posterioridad, que también sus sueños poseyeron una causalidad lógica de líneas y contornos, colores y grupos, una sucesión de escenas parecida a sus mejores relieves, cuya perfección nos autorizaría sin duda a decir, si fuera posible una comparación, que los griegos que sueñan son Homeros, y que Homero es un griego que sueña: en un sentido más hondo que si el hombre moderno osase compararse, en lo que respecta a su sueño, con Shakespeare.


No precisamos, en cambio, hablar sólo con conjeturas cuando se trata de poner al descubierto el abismo enorme que separa a los griegos dionisíacos de los bárbaros dionisíacos. En todos los confines del mundo antiguo - para dejar aquí de lado el mundo moderno -, desde Roma hasta Babilonia, podemos demostrar la existencia de festividades dionisíacas, cuyo tipo, en el mejor de los casos, mantiene con el tipo de las griegas la misma relación que el sátiro barbudo, al que el macho cabrío prestó su nombre y sus atributos, mantiene con Dioniso mismo. Casi en todos los sitios la parte central de esas festividades consistía en un desbordante desenfreno sexual, cuyas olas pasaban por encima de toda institución familiar y de sus estatutos venerables; aquí eran desencadenadas precisamente las bestias más salvajes de la naturaleza, hasta llegar a aquella atroz mezcolanza de voluptuosidad y crueldad que a mí me ha parecido siempre el auténtico «bebedizo de las brujas». Contra las febriles emociones de esas festividades, cuyo conocimiento penetraba hasta los griegos por todos los caminos de la tierra y del mar, éstos, durante algún tiempo, estuvieron completamente asegurados y protegidos, según parece, por la figura, que aquí se yergue en todo su orgullo, de Apolo, el cual no podía oponer la cabeza de Medusa a ningún poder más peligroso qué a ese poder dionisíaco, grotescamente descomunal. En el arte dórico ha quedado eternizada esa actitud de mayestática repulsa de Apolo. Más dificultosa e incluso imposible se hizo esa resistencia cuando desde la raíz más honda de lo helénico se abrieron paso finalmente instintos similares: ahora la actuación del dios délfico se limitó a quitar de las manos de su poderoso adversario, mediante una reconciliación concertada a tiempo, sus aniquiladoras armas. Esta reconciliación es el momento más importante en la historia del culto griego: a cualquier lugar que se mire, son visibles las revoluciones provocadas por ese acontecimiento. Fue la reconciliación de dos adversarios, con determinación nítida de sus líneas fronterizas, que de ahora en adelante tenían que ser respetadas, y con envío periódico de regalos honoríficos; en el fondo, el abismo no había quedado salvado. Mas si nos fijamos en el modo como el poder dionisíaco se reveló bajo la presión de ese tratado de paz, nos daremos cuenta ahora de que, en comparación con aquellos saces babilónicos y su regresión desde el ser humano al tigre y al mono, las orgías dionisíacas de los griegos tienen el significado de festividades de redención del mundo y de días de transfiguración.


Sólo en ellas alcanza la naturaleza su júbilo artístico, sólo en ellas el desgarramiento del principium individuationis se convierte en un fenómeno artístico. Aquel repugnante bebedizo de brujas hecho de voluptuosidad y crueldad carecía aquí de fuerza: sólo la milagrosa mezcla y duplicidad de afectos de los entusiastas dionisíacos recuerdan aquel bebedizo - como las medicinas nos traen a la memoria los venenos mortales -, aquel fenómeno de que los dolores susciten placer, de que el júbilo arranque al pecho sonidos atormentados. En la alegría más alta resuenan el grito del espanto o el lamento nostálgico por una pérdida insustituible. En aquellas festividades griegas prorrumpe, por así decirlo, un rasgo sentimental de la naturaleza, como si ésta hubiera de sollozar por su despedazamiento en individuos. El canto y el lenguaje mímico de estos entusiastas de dobles sentimientos fueron para el mundo de la Grecia de Homero algo nuevo e inaudito: y en especial prodújole horror y espanto a ese mundo la música dionisíaca. Si bien, según parece, la música era conocida ya como un arte apolíneo, lo era, hablando con rigor, tan sólo como oleaje del ritmo, cuya fuerza figurativa fue desarrollada hasta convertirla en exposición de estados apolíneos. La música de Apolo era arquitectura dórica en sonidos, pero en sonidos sólo insinuados, como son los propios de la cítara. Cuidadosamente se mantuvo apartado, como no-apolíneo, justo el elemento que constituye el carácter de la música dionisíaca y, por tanto, de la música como tal, la violencia estremecedora del sonido, la corriente unitaria de la melodía y el mundo completamente incomparable de la armonía. En el ditirambo dionisíaco el hombre es estimulado hasta la intensificación máxima de todas sus capacidades simbólicas; algo jamás sentido aspira a exteriorizarse, la aniquilación del velo de Maya, la unidad como genio de la especie, más aún, de la naturaleza. Ahora la esencia de la naturaleza debe expresarse simbólicamente; es necesario un nuevo mundo de símbolos, por lo pronto el simbolismo corporal entero, no sólo el simbolismo de la boca, del rostro, de la palabra, sino el gesto pleno del baile, que mueve rítmicamente todos los miembros. Además, de repente las otras fuerzas simbólicas, las de la música, crecen impetuosamente, en forma de rítmica, dinámica y armonía. Para captar ese desencadenamiento global de todas las fuerzas simbólicas el ser humano tiene que haber llegado ya a aquella cumbre de autoalienación que quiere expresarse simbólicamente en aquellas fuerzas; el servidor ditiràmbico de Dioniso es entendido, pues, tan sólo por sus iguales. ¡Con qué estupor tuvo que mirarle el griego apolíneo! Con un estupor que era tanto mayor cuanto que con él se mezclaba el terror de que en realidad todo aquello no le era tan extraño a él, más aún, de que su consciencia apolínea le ocultaba ese mundo dionisiaco sólo como un velo. 


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Para comprender esto tenemos que desmontar piedra a piedra, por así decirlo, aquel primoroso edificio de la cultura apolínea, hasta ver los fundamentos sobre los que se asienta. Aquí descubrimos en primer lugar las magníficas figuras de los dioses olímpicos, que se yerguen en los frontones de ese edificio y cuyas hazañas, representadas en relieves de extraordinaria luminosidad, decoran sus frisos. El que entre ellos esté también Apolo como una divinidad particular junto a otras y sin la pretensión de ocupar el primer puesto, es algo que no debe inducirnos a error. Todo ese mundo olímpico ha nacido del mismo instinto que tenía su figura sensible en Apolo, y en este sentido nos es lícito considerar a Apolo como padre del mismo. ¿Cuál fue la enorme necesidad de que surgió un grupo tan resplandeciente de seres olímpicos? 


Quien se acerque a estos olímpicos llevando en su corazón una religión distinta y busque en ellos altura ética, más aún, santidad, espiritualización incorpórea, misericordiosas miradas de amor, pronto tendrá que volverles las espaldas, disgustado y decepcionado. Aquí nada recuerda la ascética, la espiritualidad y el deber: aquí nos habla tan sólo una existencia exuberante, más aún, triunfal, en la que está divinizado todo lo existente, lo mismo si es bueno que si es malo. Y así el espectador quedará sin duda atónito ante ese fantástico desbordamiento de vida y se preguntará qué bebedizo mágico tenían en su cuerpo esos hombres altaneros para gozar de la vida de tal modo, que a cualquier lugar a que mirasen tropezaban con la risa de Helena, imagen ideal de su existencia, «flotante en una dulce sensualidad». Pero a este espectador vuelto ya de espaldas tenemos que gritarle: No te vayas de aquí, sino oye primero lo que la sabiduría popular griega dice de esa misma vida que aquí se despliega ante ti con una jovialidad tan inexplicable. Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el bosque al sabio Sileno, acompañante de Dioniso, sin poder cogerlo. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Rígido e inmóvil calla el demón; hasta que, forzado por el rey, acaba prorrumpiendo en estas palabras,' en medio de una risa estridente: «Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti - morir pronto». 


¿Qué relación mantiene el mundo de los dioses olímpicos con esta sabiduría popular? ¿Qué relación mantiene la visión extasiada del mártir torturado con sus suplicios? Ahora la montaña mágica del Olimpo se abre a nosotros, por así decirlo, y nos muestra sus raíces. El griego conoció y sintió los horrores y espantos de la existencia: para poder vivir tuvo que colocar delante de ellos la resplandeciente criatura onírica de los olímpicos. Aquella enorme desconfianza frente a los poderes titánicos de la naturaleza, aquella Moira [destino] que reinaba despiadada sobre todos los conocimientos, aquel buitre del gran amigo de los hombres, Prometeo, aquel destino horroroso del sabio Edipo, aquella maldición de la estirpe de los Atridas, que compele a Orestes a asesinar a su madre 56, en suma, toda aquella filosofía del dios de los bosques, junto con sus ejemplificaciones míticas, por la que perecieron los melancólicos etruscos, - fue superada constantemente, una y otra vez, por los griegos, o, en todo caso, encubierta y sustraída a la mirada, mediante aquel mundo intermedio artístico de los olímpicos. Para poder vivir tuvieron los griegos que crear, por una necesidad hondísima, estos dioses: esto hemos de imaginarlo sin duda como un proceso en el que aquel instinto apolíneo de belleza fue desarrollando en lentas transiciones, a partir de aquel originario orden divino titánico del horror, el orden divino de la alegría: a la manera como las rosas brotan de un arbusto espinoso. Aquel pueblo tan excitable en sus sentimientos, tan impetuoso en sus deseos, tan excepcionalmente capacitado para el sufrimiento, ¿de qué otro modo habría podido soportar la existencia, si en sus dioses ésta no se le hubiera mostrado circundada de una aureola superior? El mismo instinto que da vida al arte, como un complemento y una consumación de la existencia destinados a inducir a seguir viviendo, fue el que hizo surgir también el mundo olímpico, en el cual la «voluntad» helénica se puso delante un espejo transfigurados Viviéndola ellos mismos es como los dioses justifican la vida humana - ¡única teodicea satisfactoria!. La existencia bajo el luminoso resplandor solar de tales dioses es sentida como lo apetecible de suyo, y el auténtico dolor de los hombres homéricos se refiere a la separación de esta existencia, sobre todo a la separación pronta: de modo que ahora podría decirse de ellos, invirtiendo la sabiduría silénica, «lo peor de todo es para ellos el morir pronto, y lo peor en segundo lugar el llegar a morir alguna vez». Siempre que resuena el lamento, éste habla del Aquiles «de corta vida», del cambio y paso del género humano cual hojas de árboles, del ocaso de la época heroica. No es indigno del más grande de los héroes el anhelar seguir viviendo, aunque sea como jornalero. En el estadio apolíneo la «voluntad» desea con tanto ímpetu esta existencia, el hombre homérico se siente tan identificado con ella, que incluso el lamento se convierte en un canto de alabanza de la misma.


Aquí hay que manifestar que esta armonía, más aún, unidad del ser humano con la naturaleza, contemplada con tanta nostalgia por los hombres modernos, para designar la cual Schiller puso en circulación el término técnico «ingenuo », no es de ninguna manera un estado tan sencillo, evidente de suyo, inevitable, por así decirlo, con el que tuviéramos que tropezamos en la puerta de toda cultura, cual si fuera un paraíso de la humanidad: esto sólo pudo creerlo una época que intentó imaginar que el Emilio de Rousseau era también un artista, y que se hacía la ilusión de haber encontrado en Homero ese Emilio artista, educado junto al corazón de la naturaleza. Allí donde tropezamos en el arte con lo «ingenuo», hemos de reconocer el efecto supremo de la cultura apolínea: la cual siempre ha de derrocar primero un reino de Titanes y matar monstruos, y haber obtenido la victoria, por medio de enérgicas ficciones engañosas y de ilusiones placenteras, sobre la horrorosa profundidad de su consideración del mundo y sobre una capacidad de sufrimiento sumamente excitable. ¡Mas qué raras veces se alcanza lo ingenuo, ese completo quedar enredado en la belleza de la apariencia! Qué indeciblemente sublime es por ello Homero, que en cuanto individuo mantiene con aquella cultura apolínea popular una relación semejante a la que mantiene el artista onírico individual con la aptitud onírica del pueblo y de la naturaleza en general. La «ingenuidad» homérica ha de ser concebida como victoria completa de la ilusión apolínea: es ésta una ilusión semejante a la que la naturaleza emplea con tanta frecuencia para conseguir sus propósitos. La verdadera meta queda tapada por una imagen ilusoria: hacia ésta alargamos nosotros las manos, y mediante nuestro engaño la naturaleza alcanza aquélla. En los griegos la «voluntad » quiso contemplarse a sí misma en la transfiguración del genio y del mundo del arte: para glorificarse ella a sí misma, sus criaturas tenían que sentirse dignas de ser glorificadas, tenían que volver a verse en una esfera superior, sin que ese mundo perfecto de la intuición actuase como un imperativo o como un reproche. Ésta es la esfera de la belleza, en la que los griegos veían sus imágenes reflejadas como en un espejo, los olímpicos. Sirviéndose de este espejismo de belleza luchó la «voluntad» helénica contra el talento para el sufrimiento y para la sabiduría del sufrimiento, que es un talento correlativo del artístico: y como memorial de su victoria se yergue ante nosotros Homero, el artista ingenuo.


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Nos acercamos ahora a la auténtica meta de nuestra investigación, la cual está dirigida al conocimiento del genio dionisíaco-apolíneo y de su obra de arte, o al menos a la comprensión llena de presentimientos del misterio de esa unidad. Ante todo vamos a preguntar aquí cuál es el lugar donde se hace notar por vez primera en el mundo helénico ese nuevo germen que evolucionará después hasta llegar a la tragedia y al ditirambo dramático. Sobre esto la Antigüedad misma nos ofrece gráficamente una aclaración al colocar juntos, en esculturas, gemas, etc., como progenitores y precursores de la poesía griega, a Homero y Arquíloco, con el firme sentimiento de que sólo a estos dos se los ha de reputar por naturalezas igual y plenamente originales, de las cuales sigue fluyendo una corriente de fuego sobre toda la posteridad griega. Homero, el anciano soñador absorto en sí mismo, el tipo de artista apolíneo, ingenuo, mira estupefacto la apasionada cabeza de Arquíloco, belicoso servidor de las musas salvajemente arrastrado a través de la existencia: y la estética moderna sólo ha sabido añadir, para interpretar esto, que aquí está enfrentado al artista «objetivo» el primer artista «subjetivo». Pequeño es el servicio que con esta interpretación se nos presta, pues al artista subjetivo nosotros lo conocemos sólo como mal artista, y en toda especie y nivel de arte exigimos ante todo y sobre todo victoria sobre lo subjetivo, redención del «yo» y silenciamiento de toda voluntad y capricho individuales, más aún, si no hay objetividad, si no hay contemplación pura y desinteresada, no podemos creer jamás en la más mínima producción verdaderamente artística. Por ello nuestra estética tiene que resolver primero el problema de cómo es posible el «lírico» como artista: él, que, según la experiencia de todos los tiempos, siempre dice «yo» y tararea en presencia nuestra la entera gama cromática de sus pasiones y apetitos. Precisamente este Arquíloco nos asusta, junto a Homero, por el grito de su odio y de su mofa, por las ebrias explosiones de su concupiscencia: él, el primer artista llamado subjetivo, ¿no es, por este motivo, el no-artista propiamente dicho? ¿De dónde procede entonces la veneración que le tributó a él, al poeta, precisamente también el oráculo dèlfico, hogar del arte «objetivo»?.


Acerca del proceso de su poetizar Schiller nos ha dado luz mediante una observación psicológica que a él mismo le resultaba inexplicable, pero que, sin embargo, no parece dudosa; Schiller confiesa, en efecto, que lo que él tenía ante sí y en sí como estado preparatorio previo al acto de poetizar no era una serie de imágenes, con unos pensamientos ordenados de manera causal, sino más bien urt estado de ánimo musical («El sentimiento carece en mí, al principio, de un objeto determinado y claro; éste no se forma hasta más tarde. Precede un cierto estado de ánimo musical, y a éste sigue después en mí la idea poética»). Si ahora añadimos a esto el fenómeno más importante de toda la lírica antigua, la unión, más aún, identidad del lírico con el músico, considerada en todas partes como natural - frente a la cual nuestra lírica moderna aparece como la estatua sin cabeza de un dios podremos ahora, sobre la base de nuestra metafísica estética antes expuesta, explicarnos al lírico de la siguiente manera. Ante todo, como artista dionisíaco él se ha identificado plenamente con lo Uno primordial, con su dolor y su contradicción, y produce una réplica de ese Uno primordial en forma de música, aun cuando, por otro lado, ésta ha sido llamada con todo derecho una repetición del mundo y un segundo vaciado del mismo; después esa música se le hace visible de nuevo, bajo el efecto apolíneo del sueño, como en una imagen onírica simbólica. Aquel reflejo a-conceptual y a-figurativo del dolor primordial en la música, con su redención en la apariencia, engendra ahora un segundo reflejo, en forma de símbolo o ejemplificación individual. Ya en el proceso dionisíaco el artista ha abandonado su subjetividad: la imagen que su unidad con el corazón del mundo le muestra ahora es una escena onírica, que hace sensibles aquella contradicción y aquel dolor primordiales junto con el placer primordial propio de la apariencia. El «yo» del lírico resuena, pues, desde el abismo del ser: su «subjetividad», en el sentido de los estéticos modernos, es pura imaginación. Cuando Arquíloco, el primer lírico de los griegos, proclama su furioso amor y a la vez su desprecio por las hijas de Licambes, no es su pasión la que baila ante nosotros en un torbellino orgiástico: a quien vemos es a Dioniso y a las ménades, a quien vemos es al embriagado entusiasta Arquíloco echado a dormir - tal como Eurípides nos describe el dormir en Las bacantes, un dormir en una elevada pradera de montaña, al sol de mediodía -: y ahora Apolo se le acerca y le toca con el laurel. La transformación mágica dionisíaco-musical del dormido lanza ahora a su alrededor, por así decirlo, chispas-imágenes, poesías líricas, que, en su despliegue supremo, se llaman tragedias y ditirambos dramáticos.


El escultor y también el poeta épico, que le es afín, están inmersos en la intuición pura de las imágenes. El músico dionisíaco, sin ninguna imagen, es total y únicamente dolor primordial y eco primordial de tal dolor. El genio lírico siente brotar del estado místico de autoalienación y unidad un mundo de imágenes y símbolos cuyo colorido, causalidad y velocidad son totalmente distintos del mundo del escultor y del poeta épico. Mientras que es en esas imágenes, y sólo en ellas, donde estos últimos viven con alegre deleite, y no se cansan de mirarlas con amor hasta en sus más pequeños rasgos, mientras que incluso la imagen del Aquiles encolerizado es para ellos sólo una imagen, de cuya encolerizada expresión ellos gozan con aquel placer onírico por la apariencia - de modo que gracias a este espejo de la apariencia están ellos protegidos contra el unificarse y fundirse con sus pensamientos -, las imágenes del lírico no son, en cambio, otra cosa que él mismo, y sólo distintas objetivaciones suyas, por así decirlo, por lo cual a él, en cuanto centro motor de aquel mundo, le es lícito decir «yo»: sólo que esta yoidad no es la misma que la del hombre despierto, empírico-real, sino la única yoidad verdaderamente existente y eterna, que reposa en el fondo de las cosas, hasta el cual penetra con su mirada el genio lírico a través de las copias de aquéllas. Ahora imaginémonos cómo ese genio se divisa también a sí mismo entre esas copias como no-genio, es decir, divisa su propio «sujeto», la entera muchedumbre de pasiones y voliciones subjetivas, dirigidas hacia una cosa determinada que él se imagina real; aun cuando ahora parezca que el genio lírico y el no-genio unido a él son una misma cosa, y que el primero, al decir la palabrita «yo», la dice de sí mismo: esa apariencia ya no podrá seguir induciéndonos ahora a error, como ha inducido indudablemente a quienes han calificado de artista subjetivo al lírico. En verdad Arquíloco, el hombre que arde de pasión, que ama y odia con pasión, es tan sólo una visión del genio, el cual no es ya Arquíloco, sino el genio del mundo, que expresa simbólicamente su dolor primordial en ese símbolo que es el hombre Arquíloco: mientras que ese hombre Arquíloco, cuyos deseos y apetitos son subjetivos, no puede ni podrá ser jamás poeta. Sin embargo, no es necesario en modo alguno que el lírico vea ante sí, como reflejo del ser eterno, única y precisamente el fenómeno del hombre Arquíloco; y la tragedia demuestra hasta qué punto el mundo visionario del lírico puede alejarse de ese fenómeno, que es de todos modos el que aparece en primer lugar.


Schopenhauer, que no se disimuló la dificultad que el lírico representa para la consideración filosófica del arte, cree haber encontrado un camino para salir de ella, mas yo no puedo seguirle por ese camino, aun cuando él fue el único que en su profunda metafísica de la música tuvo en sus manos el medio con el que aquella dificultad podía quedar definitivamente allanada: como creo haber hecho yo aquí, en su espíritu y para honra suya. Por el contrario, él define la esencia peculiar de la canción (Lied) de la manera siguiente (El mundo como voluntad y representación): «Es el sujeto de la voluntad, es decir, el querer propio el que llena la consciencia del que canta, a menudo como un querer desligado, satisfecho (alegría), pero con mayor frecuencia aún, como un querer impedido (duelo), pero siempre como afecto, pasión, estado de ánimo agitado. Junto a esto, sin embargo, y a la vez que ello, el cantante, gracias al espectáculo de la naturaleza circundante, cobra consciencia de sí mismo como sujeto del conocer puro, ajeno al querer, cuyo dichoso e inconmovible sosiego contrasta en adelante con el apremio del siempre restringido, siempre indigente querer: el sentimiento de ese contraste, de ese juego alternante, es propiamente lo que se expresa en el conjunto de la canción (Lied) y lo que constituye en general el estado lírico. En éste el conocer puro se allega, por así decirlo, a nosotros para redimirnos del querer y de su apremio: nosotros le seguimos; pero sólo por instantes: una y otra vez el querer, el recuerdo de nuestras finalidades personales, nos arranca a la inspección tranquila; pero también nos arranca una y otra vez del querer el bello entorno inmediato, en el cual se nos brinda el conocimiento puro, ajeno a la voluntad. Por ello en la canción y en el estado de ánimo lírico el querer (el interés personal de la finalidad) y la intuición pura del entorno ofrecido se entremezclan de una manera sorprendente: buscamos e imaginamos relaciones entre ambos; el estado de ánimo subjetivo, la afección de la voluntad comunican por reflejo su color al entorno contemplado, y éste, a su vez, se lo comunica a aquéllos: la canción es la impronta auténtica de todo ese estado de ánimo tan mezclado y dividido».


¿Quién no vería que en esta descripción la lírica es caracterizada como un arte imperfectamente conseguido, que, por así decirlo, llega a su meta a ratos y raras veces, más aún, como un arte a medias, cuya esencia consistiría en una extraña amalgama entre el querer y el puro contemplar, es decir, entre el estado no-estético y el estético? Nosotros afirmamos, antes bien, que esa antítesis por la que todavía Schopenhauer se guía para dividir las artes, como si fuera una pauta de fijar valores, la antítesis de lo subjetivo y de lo objetivo, es improcedente en estética, pues el sujeto, el individuo que quiere y que fomenta sus finalidades egoístas, puede ser pensado únicamente como adversario, no como origen del arte. Pero en la medida en que el sujeto es artista, está redimido ya de su voluntad individual y se ha convertido, por así decirlo, en un médium a través del cual el único sujeto verdaderamente existente festeja su redención en la apariencia. Pues tiene que quedar claro sobre todo, para humillación y exaltación nuestras, que la comedia entera del arte no es representada en modo alguno para nosotros, con la finalidad tal vez de mejorarnos y formarnos, más aún, que tampoco somos nosotros los auténticos creadores de ese mundo de arte: lo que sí nos es lícito suponer de nosotros mismos es que para el verdadero creador de ese mundo somos imágenes y proyecciones artísticas, y que nuestra suprema dignidad la tenemos en significar obras de arte - pues sólo como fenómeno estético están eternamente justificados la existencia y el mundo: - mientras que, ciertamente, nuestra consciencia acerca de ese significado nuestro apenas es distinta de la que unos guerreros pintados sobre un lienzo tienen de la batalla representada en el mismo. Por tanto, todo nuestro saber artístico es en el fondo un saber completamente ilusorio, dado que, en cuanto poseedores de él, no estamos unificados ni identificados con aquel ser que, por ser creador y espectador único de aquella comedia de arte, se procura un goce eterno a sí mismo. El genio sabe algo acerca de la esencia eterna del arte tan sólo en la medida en que, en su acto de procreación artística, se fusiona con aquel artista primordial del mundo; pues cuando se halla en aquel estado es, de manera maravillosa, igual que la desazonante imagen del cuento, que puede dar la vuelta a los ojos y mirarse a sí misma; ahora él es a la vez sujeto y objeto, a la vez poeta, actory espectador.


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Tanto el sátiro como el idílico pastor de nuestra época moderna son, ambos, productos nacidos de un anhelo orientado hacia lo originario y natural; ¡mas con qué firme e intrépida garra asía el griego a su hombre de los bosques, y de qué avergonzada y débil manera juguetea el hombre moderno con la imagen lisonjera de un pastor delicado, blando, que toca la flauta! Una naturaleza no trabajada aún por ningún conocimiento, en la que todavía no han sido forzados los cerrojos de la cultura - eso es lo que el griego veía en su sátiro, el cual, por ello, no coincidía aún, para él, con el mono. Al contrario: era la imagen primordial del ser humano, la expresión de sus emociones más altas y fuertes, en cuanto era el entusiasta exaltado al que extasía la proximidad del dios, el camarada que comparte el sufrimiento, en el que se repite el sufrimiento del dios, el anunciador de una sabiduría que habla desde lo más hondo del pecho de la naturaleza, el símbolo de la omnipotencia sexual de la naturaleza, que el griego está habituado a contemplar con respetuoso estupor. El sátiro era algo sublime y divino: eso tenía que parecerle especialmente a la mirada del hombre dionisíaco, vidriada por el dolor. A él le habría ofendido el pastor acicalado, ficticio: con sublime satisfacción demorábase su ojo en los trazos grandiosos de la naturaleza, no atrofiados ni cubiertos por velo alguno; aquí la ilusión de la cultura había sido borrada de la imagen primordial del ser humano, aquí se desvelaba el hombre verdadero, el sátiro barbudo, que dirige gritos de júbilo a su dios. Ante él, el hombre civilizado se reducía a una caricatura mentirosa. También en lo que respecta a estos comienzos del arte trágico tiene razón Schiller: el coro es un muro vivo erigido contra la realidad asaltante, porque él - el coro de sátiros - refleja la existencia de una manera más veraz, más real, más completa que el hombre civilizado, que comúnmente se considera a sí mismo como única realidad. La esfera de la poesía no se encuentra fuera del mundo, cual fantasmagórica imposibilidad propia de un cerebro de poeta: ella quiere ser cabalmente lo contrario, la no aderezada expresión de la verdad, y justo por ello tiene que arrojar lejos de sí el mendaz atavío de aquella presunta realidad del hombre civilizado. El contraste entre esta auténtica verdad natural y la mentira civilizada que se comporta como si ella fuese la única realidad es un contraste similar al que se da entre el núcleo eterno de las cosas, la cosa en sí, y el mundo aparencial en su conjunto: y de igual modo que con su consuelo metafísico la tragedia señala hacia la vida eterna de aquel núcleo de la existencia, en medio de la constante desaparición de las apariencias, así el simbolismo del coro satírico expresa ya en un símbolo aquella relación primordial que existe entre la cosa en sí y la apariencia. Aquel idílico pastor del hombre moderno es tan sólo un remedo de la suma de ilusiones culturales que éste considera como naturaleza: el griego dionisíaco quiere la verdad y la naturaleza en su fuerza máxima - se ve a sí mismo transformado mágicamente en sátiro.


Con tales estados de ánimo y tales conocimientos la muchedumbre entusiasmada de los servidores de Dioniso lanza gritos de júbilo: el poder de aquéllos los transforma ante sus propios ojos, de modo que se imaginan verse como genios naturales renovados, como sátiros. La constitución posterior del coro trágico es la imitación artística de ese fenómeno natural; en esta imitación fue necesario realizar, de todos modos, una separación entre los espectadores dionisíacos y los hombres transformados por la magia dionisíaca. Sólo que es preciso tener siempre presente que el público de la tragedia ática se reencontraba a sí mismo en el coro de la orquesta, que en el fondo no había ninguna antítesis entre público y coro: pues lo único que hay es un gran coro sublime de sátiros que bailan y cantan, o de quienes se hacen representar por ellos. La frase de Schlegel tiene que descubrírsenos aquí en un sentido más profundo. El coro es el «espectador ideal» en la medida en que es el único observador, el observador del mundo visionario de la escena. El público de espectadores, tal como lo conocemos nosotros, fue desconocido para los griegos: en sus teatros, dada la estructura en forma de terrazas del espacio reservado a los espectadores, que se elevaba en arcos concéntricos, érale posible a cada uno mirar desde arriba, con toda propiedad, el mundo cultural entero que le rodeaba, e imaginarse, en un saciado mirar, coreuta él mismo. De acuerdo con esta intuición nos es lícito llamar al coro, en su estadio primitivo de la tragedia primera, un autorreflejo del hombre dionisíaco: lo que mejor puede aclarar este fenómeno es el proceso que acontece en el actor, el cual, cuando es de verdadero talento, ve flotar tangiblemente ante sus ojos la figura del personaje que a él le toca representar. El coro de sátiros es ante todo una visión tenida por la masa dionisíaca, de igual modo que el mundo del escenario es, a su vez, una visión tenida por ese coro sátiros: la fuerza de esa visión es lo bastante poderosa para hacer que la mirada quede embotada y se vuelva insensible a la impresión de la «realidad», a los hombres civilizados situados en torno en las filas de asientos. La forma del teatro griego recuerda un solitario valle de montaña; la arquitectura de la escena aparece como una resplandeciente nube que las bacantes que vagan por la montaña divisan desde la cumbre, como el recuadro magnífico en cuyo centro se les revela la imagen de Dioniso. Dada nuestra visión erudita de los procesos artísticos elementales, ese fenómeno artístico primordial de que aquí hablamos para explicar el coro trágico resulta casi escandaloso: mientras que no puede haber cosa más cierta que ésta, que el poeta es poeta únicamente porque se ve rodeado de figuras que viven y actúan ante él y en cuya esencia más íntima él penetra con su mirada. Por una peculiar debilidad de la inteligencia moderna, nosotros nos inclinamos a representarnos el fenómeno estético primordial de una forma demasiado complicada y abstracta. Para el poeta auténtico la metáfora no es una figura retórica, sino una imagen sucedánea que flota realmente ante él, en lugar de un concepto. Para él el carácter no es un todo compuesto de rasgos aislados y recogidos de diversos sitios, sino un personaje insistentemente vivo ante sus ojos, y que se distingue de la visión análoga del pintor tan sólo porque continúa viviendo y actuando de modo permanente. ¿Por qué las descripciones que Homero hace son mucho más intuitivas que las de todos los demás poetas? Porque él intuye mucho más que ellos. Sobre la poesía nosotros hablamos de modo tan abstracto porque todos nosotros solemos ser malos poetas. En el fondo el fenómeno estético es sencillo; para ser poeta basta con tener la capacidad de estar viendo constantemente un juego viviente y de vivir rodeado de continuo por muchedumbres de espíritus; para ser dramaturgo basta con sentir el impulso de transformarse a sí mismo y de hablar por boca de otros cuerpos y otras almas.


La excitación dionisiaca es capaz de comunicar a una masa entera ese don artístico de verse rodeada por semejante muchedumbre de espíritus, con la que ella se sabe íntimamente unida. Este proceso del coro trágico es el fenómeno dramático primordial: verse uno transformado a sí mismo delante de sí, y actuar uno como si realmente hubiese penetrado en otro cuerpo, en otro carácter. Este proceso está al comienzo del desarrollo del drama. Aquí hay una cosa distinta del rapsoda, el cual no se fusiona con sus imágenes, sino que, parecido al pintor, las ve fuera de sí con ojo contemplativo; aquí hay ya una suspensión del individuo, debida al ingreso en una naturaleza ajena. Y, en verdad, ese fenómeno sobreviene como una epidemia: una muchedumbre entera se siente mágicamente transformada de ese modo. El ditirambo es, por ello, esencialmente distinto de todo otro canto coral. Las vírgenes que se dirigen solemnemente hacia el templo de Apolo con ramas de laurel en las manos y que entre tanto van cantando una canción procesional continúan siendo quienes son y conservan su nombre civil: el coro ditiràmbico es un coro de transformados, en los que han quedado olvidados del todo su pasado civil, su posición social: se han convertido en servidores intemporales de su dios, que viven fuera de todas las esferas sociales. Todo el resto de la lírica coral de los helenos es tan sólo una gigantesca ampliación del cantor apolíneo individual; mientras que en el ditirambo lo que está ante nosotros es una comunidad de actores inconscientes, que se ven unos a otros como transformados. La transformación mágica es el presupuesto de todo arte dramático. Transformado de ese modo, el entusiasta dionisíaco se ve a sí mismo como sátiro, y como sátiro ve también al dios, es decir, ve, en su transformación, una nueva visión fuera de sí, como consumación apolínea de su estado. Con esta nueva visión queda completo el drama. 


De acuerdo con este conocimiento, hemos de concebir la tragedia griega como un coro dionisíaco que una y otra vez se descarga en un mundo apolíneo de imágenes. Aquellas partes corales entretejidas en la tragedia son, pues, en cierto modo, el seno materno de todo lo que se denomina diálogo, es decir, del mundo escénico en su conjunto, del drama propiamente dicho. En numerosas descargas sucesivas ese fondo primordial de la tragedia irradia aquella visión en que consiste el drama: visión que es en su totalidad una apariencia onírica, y por tanto de naturaleza épica, mas, por otro lado, como objetivación de un estado dionisíaco, no representa la redención apolínea en la apariencia, sino, por el contrario, el hacerse pedazos el individuo y el unificarse con el ser primordial. El drama es, por tanto, la manifestación apolínea sensible de conocimientos y efectos dionisíacos, y por ello está separado de la epopeya como por un abismo enorme.


El coro de la tragedia griega, símbolo de toda la masa agitada por una excitación dionisíaca, encuentra su explicación plena en esta concepción nuestra. Mientras que antes, por estar habituados a la posición que en el escenario moderno ocupa el coro, sobre todo el coro de ópera, no podíamos comprender en modo alguno que aquel coro trágico de los griegos fuese más antiguo, más originario, incluso más importante que la «acción» propiamente dicha - como nos decía con toda claridad la tradición -, mientras que antes tampoco podíamos compaginar con aquella elevada importancia y originariedad de que habla la tradición el hecho de que, sin embargo, el coro estuviese compuesto de seres bajos y serviles, más aún, al principio sólo de sátiros cabrunos, mientras que antes la colocación de la orquesta delante del escenario continuaba siendo para nosotros un enigma, ahora hemos comprendido que en el fondo el escenario, junto con la acción, fue pensado originariamente sólo como una visión, que la única «realidad» es cabalmente el coro, el cual genera de sí la visión y habla de ella con el simbolismo total del baile, de la música y de la palabra. Este coro contempla en su visión a su señor y maestro Dioniso, y por ello es eternamente el coro servidor: él ve cómo aquél, el dios, sufre y se glorifica, y por ello él mismo no actúa. En esta situación de completo servicio al dios el coro es, sin embargo, la expresión suprema, es decir, dionisiaca de la naturaleza, y por ello, al igual que ésta, pronuncia en su entusiasmo oráculos y sentencias de sabiduría: por ser el coro que participa del sufrimiento es a la vez el coro sabio, que proclama la verdad desde el corazón del mundo. Así es como surge aquella figura fantasmagórica, que parece tan escandalosa, del sátiro sabio y entusiasmado, que es a la vez el «hombre tonto» en contraposición al dios: reflejo de la naturaleza y de sus instintos más fuertes, más aún, símbolo de la misma, y a la vez pregonero de su sabiduría y de su arte: músico, poeta, bailarín, visionario en una sola persona.


Según este conocimiento y según la tradición, al principio, en el período más antiguo de la tragedia, Dioniso, héroe genuino del escenario y punto central de la visión, no está verdaderamente presente, sino que sólo es representado como presente: es decir, en su origen la tragedia es sólo «coro» y no «drama». Más tarde se hace el ensayo de mostrar como real al dios y de representar como visible a cualquier ojo la figura de la visión, junto con todo el marco transfigurados así es como comienza el «drama» en sentido estricto. Ahora se le encomienda al coro ditiràmbico la tarea de excitar dionisíacamente hasta tal grado el estado de ánimo de los oyentes, que cuando el héroe trágico aparezca en la escena éstos no vean acaso el hombre cubierto con una máscara deforme, sino la figura de una visión, nacida, por así decirlo, de su propio éxtasis. Imaginémonos a Admeto recordando en profunda meditación a su esposa Alcestis que acaba de fallecer, y consumiéndose totalmente en la contemplación espiritual de la misma - cómo de repente conducen hacia él, cubierta por un velo, una figura femenina de formas semejantes a las de aquélla, de andar parecido: imaginémonos su súbita y trémula inquietud, su impetuoso comparar, su convicción instintiva - tendremos así algo análogo al sentimiento con que el espectador agitado por la excitación dionisíaca veía avanzar por el escenario al dios con cuyo sufrimiento se había ya identificado. Involuntariamente transfería la imagen entera del dios que vibraba mágicamente ante su alma a aquella figura enmascarada, y, por así decirlo, diluía la realidad de ésta en una irrealidad fantasmal. Éste es el estado apolíneo del sueño, en el cual el mundo del día queda cubierto por un velo, y ante nuestros ojos nace, en un continuo cambio, un mundo nuevo, más claro, más comprensible, más conmovedor que aquél, y, sin embargo, más parecido a las sombras. Según esto, nosotros percibimos en la tragedia una antítesis estilística radical: en la lírica dionisíaca del coro y, por otro lado, en el onírico mundo apolíneo de la escena, lenguaje, color, movilidad, dinamismo de la palabra se disocian como esferas de expresión completamente separadas. Las apariencias apolíneas, en las cuales Dioniso se objetiva, no son ya «un mar eterno, un cambiante mecerse, un ardiente vivir», como lo es la música del coro, no son ya aquellas fuerzas sólo sentidas, pero no condensadas en imagen, en las que el entusiasta servidor de Dioniso barrunta la cercanía del dios: ahora son la claridad y la solidez de la forma épica las que le hablan desde el escenario, ahora Dioniso no habla ya por medio de fuerzas, sino como un héroe épico, casi con el lenguaje de Homero.














Tomado de: 

NIETZSCHE, Friedrich (2004): El origen de la tragedia. Bs. As., Siglo XX, pp. 41-47; 50-55; 64-67. 

23 julio 2023

La sublimación de la experiencia dionisíaca y su función cultural. Conferencia de Diego Sánchez Meca






La sublimación de la experiencia dionisíaca y su función cultural



Conferencia de Diego Sánchez Meca



La conferencia se orienta en el enfoque realizado por F. Nietzsche sobre la tragedia griega, combinando estudios filológicos con sociohistóricos de la polis griega en que las tragedias surgieron. El filosofo concertará lo dionisiaco y lo apolíneo en una misma unidad sometida a una experiencia sublimada para el beneficio de la comunidad. Para ello destacará a los elementos precivilizatorios, primitivos y sufrientes como los sátiros, las gorgonas, y las efigies, sobre los cuales la civilización olímpica se creo para sosegar aquel sentimiento instintivo. La tragedia griega como artilugio artístico nunca los reprimió sino que sublimó las experiencias espantosas y las placenteras asociadas a estos seres en algo útil, neutralizando con ello el pesimismo con el poder de la mentira o el sentimiento de una victoria de los bello.

29 diciembre 2019

Preludio de una filosofía del futuro. Friedrich Nietzsche




Preludio de una filosofía del futuro


Friedrich Nietzsche



Moral.


199.- Dado que, desde que hay hombres ha habido también en todos los tiempos rebaños humanos (agrupaciones familiares, comunidades, estirpes, pueblos, Estados, Iglesias), y que siempre los que han obedecido han sido muchísimos en relación con el pequeño número de los que han mandado, - teniendo en cuenta, por lo tanto, que la obediencia ha sido hasta ahora la cosa mejor y más prolongadamente ensayada y cultivada entre los hombres, es lícito presuponer en justicia que, hablando en general, cada uno lleva ahora innata en sí la necesidad de obedecer, cual una especie de conciencia formal que ordena: «se trate de lo que se trate, debes hacerlo incondicionalmente, o abstenerte de ello incondicionalmente», en pocas palabras, «tú debes».


Esta necesidad sentida por el hombre intenta saturarse y llenar su forma con un contenido; en esto, de acuerdo con su fortaleza, su impaciencia y su tensión, esta necesidad actúa de manera poco selectiva, como un apetito grosero, y acepta lo que le grita al oído cualquiera de los que mandan -padres, maestros, leyes, prejuicios estamentales, opiniones públicas-. La extraña limitación del desarrollo humano, el carácter indeciso, lento, a menudo regresivo y tortuoso de ese desarrollo descansa en el hecho de que el instinto gregario de obediencia es lo que mejor se hereda, a costa del arte de mandar. Si imaginamos ese instinto llevado hasta sus últimas aberraciones, al foral faltarán hombres que manden y que sean independientes, o éstos sufrirán interiormente de mala conciencia y tendrán necesidad, para poder mandar, de simularse a sí mismos un engaño, a saber: el de que también ellos se limitan a obedecer. Ésta es la situación que hoy se da de hecho en Europa: yo la llamo la hipocresía moral de los que mandan. No saben protegerse contra su mala conciencia más que adoptando el aire de ser ejecutores de órdenes más antiguas o más elevadas (de los antepasados, de la Constitución, del derecho, de las leyes o hasta de Dios), o incluso tomando en préstamo máximas gregarias al modo de pensar gregario, presentándose, por ejemplo, como los «primeros servidores de su pueblo» o como «instrumentos del bien común». Por otro lado, hoy en Europa el hombre gregario presume de ser la única especie permitida de hombre y ensalza sus cualidades, que lo hacen dócil, conciliador y útil al rebaño, como las virtudes auténticamente humanas, es decir: espíritu comunitario, benevolencia, deferencia, diligencia, moderación, modestia, indulgencia, compasión. Y en aquellos casos en que se cree que no es posible prescindir de jefes y carneros-guías, hácense hoy ensayos tras ensayos de reemplazar a los hombres de mando por la suma acumulativa de listos hombres de rebaño: tal es el origen, por ejemplo, de todas las Constituciones representativas. Qué alivio tan grande, qué liberación de una presión que se volvía insoportable constituye, a pesar de todo, para estos europeos-animales de rebaño la aparición de un hombre que mande incondicionalmente, eso es cosa de la cual nos ha dado el último gran testimonio la influencia producida por la aparición de Napoleón: la historia de la influencia de Napoleón es casi la historia de la felicidad superior alcanzada por todo este siglo en sus hombres y en sus instantes más valiosos.


201.- Mientras la utilidad que domine en los juicios morales de valor sea sólo la utilidad del rebaño, mientras la mirada esté dirigida exclusivamente a la conservación de la comunidad, y se busque lo inmoral precisa y exclusivamente en lo que parece peligroso para la subsistencia de la comunidad: mientras esto ocurra, no puede haber todavía una «moral del amor al prójimo». Aun suponiendo que aquí exista también ya un pequeño y constante ejercicio del respeto, de la compasión, de la equidad, de la dulzura, de la reciprocidad en el prestar auxilio, aun suponiendo que en ese estado de la sociedad actúen ya todos aquellos instintos a los que más tarde se les da el honroso nombre de «virtudes» y que, al final, casi coinciden con el concepto de «moralidad»: en esa época tales cosas no forman aún parte, en modo alguno, del reino de las valoraciones morales, todavía son extramorales. En la mejor época romana, a una acción compasiva, por ejemplo, no se la califica ni de buena ni de malvada, ni de moral ni de inmoral: e incluso cuando se la alaba, con tal alabanza continúa siendo perfectamente compatible una especie de involuntario menosprecio, a saber, tan .pronto como se la compara con cualquier acción que sirva al fomento del todo, de la res publica [cosa pública].


En definitiva, el «amor al prójimo» es siempre, con relación al temor al prójimo, algo secundario, algo parcialmente convencional y aparente-arbitrario. Cuando la estructura de la sociedad en su conjunto ha quedado consolidada y parece asegurada contra peligros exteriores, es este temor al prójimo el que vuelve a crear nuevas perspectivas de valoración moral. Ciertos instintos fuertes y peligrosos, como el placer de acometer empresas, la audacia loca, el ansia de venganza, la astucia, la rapacidad, la sed de poder, que hasta ahora tenían que ser no sólo honrados -bajo nombres distintos, como es obvio, a los que acabamos de escoger-, sino desarrollados y cultivados en un sentido de utilidad colectiva (porque cuando el todo estaba en peligro se tenía constante necesidad de ellos para defenderse contra los enemigos del todo), son sentidos a partir de ahora, con reduplicada fuerza, como peligrosos -ahora, cuando faltan los canales de derivación para ellos- y paso a paso son tachados de inmorales y entregados a la difamación. Los instintos e inclinaciones antitéticos de ellos alcanzan ahora honores morales; el instinto de rebaño saca paso a paso su consecuencia.


El grado mayor o menor de peligro que para la comunidad, que para la igualdad hay en una opinión, en un estado de ánimo y un afecto, en una voluntad, en un don, eso es lo que ahora constituye la perspectiva moral: también aquí el miedo vuelve a ser el padre de la moral. Cuando los instintos más elevados y más fuertes, irrumpiendo apasionadamente, arrastran al individuo más allá y por encima del término medio y de la hondonada de la conciencia gregaria, entonces el sentimiento de la propia dignidad de la comunidad se derrumba, y su fe en sí misma, su espina dorsal, por así decirlo, se hace pedazos: en consecuencia, a lo que más se estigmatizará y se calumniará será cabalmente a tales instintos. La espiritualidad elevada e independiente, la voluntad de estar solo, la gran razón son ya sentidas como peligro; todo lo que eleva al individuo por encima del rebaño e infunde temor al prójimo es calificado, a partir de este momento, de malvado (böse); los sentimientos equitativos, modestos, sumisos, igualitaristas, la mediocridad de los apetitos alcanzan ahora nombres y honores morales. Finalmente, en situaciones de mucha paz faltan cada vez más la ocasión y la necesidad de educar nuestro propio sentimiento para el rigor y la dureza; y ahora todo rigor, incluso en la justicia, comienza a molestar a la conciencia; una aristocracia y una autorresponsabilidad elevadas y duras son cosas que casi ofenden y que despiertan desconfianza, «el cordero» y, más todavía, «la oveja» ganan en consideración. Hay un punto en la historia de la sociedad en el que el reblandecimiento y el languidecimiento enfermizos son tales que ellos mismos comienzan a tomar partido a favor de quien los perjudica, a favor del criminal, y lo hacen, desde luego, de manera seria y honesta. Castigar: eso les parece inicuo en cierto sentido, la verdad es que la idea del «castigo» y del «deber-castigar» les causa daño, les produce miedo. «¿No basta con volver no-peligroso al criminal? ¿Para qué castigarlo además? ¡El castigar es cosa terrible!», la moral del rebaño, la moral del temor, saca su última consecuencia con esa interrogación.


Suponiendo que fuera posible llegar a eliminar el peligro, el motivo de temor, entonces se habría eliminado también esa moral: ¡ya no sería necesaria, ya no se consideraría a sí misma necesaria! Quien examine la conciencia del europeo actual habrá de extraer siempre, de mil pliegues y escondites morales, idéntico imperativo, el imperativo del temor gregario: «¡queremos que alguna vez no haya ya nada que temer!» Alguna vez, la voluntad y el camino que conduce hacia allá llámanse hoy, en todas partes de Europa, «progreso».


Doctos.


211.- Insisto en que se deje por fin de confundir a los trabajadores filosóficos y, en general, a los hombres científicos con los filósofos, en que justo aquí se dé rigurosamente «a cada uno lo suyo», a los primeros no demasiado, y a los segundos no demasiado poco. Acaso para la educación del verdadero filósofo se necesite que él mismo haya estado alguna vez también en todos esos niveles en los que permanecen, en los que tienen que permanecer sus servidores, los trabajadores científicos de la filosofía; él mismo tiene que haber sido tal vez crítico y escéptico y dogmático e historiador y, además, poeta y coleccionista y viajero y adivinador de enigmas y moralista y vidente y «espíritu libre» y casi todas las cosas, a fin de recorrer el círculo entero de los valores y de los sentimientos valorativos del hombre y a fin de poder mirar con muchos ojos y conciencias, desde la altura hacia toda lejanía, desde la profundidad hacia toda altura, desde el rincón hacia toda amplitud. Pero todas estas cosas son únicamente condiciones previas de su tarea: la tarea misma quiere algo distinto, exige que él cree valores. Aquellos trabajadores filosóficos modelados según el noble patrón de Kant y de Hegel tienen que establecer y que reducir a fórmulas cualquier gran hecho efectivo de valoraciones -es decir, de anteriores posiciones de valor, creaciones de valor que llegaron a ser dominantes y que durante algún tiempo fueron llamadas «verdades»- bien en el reino de lo lógico, bien en el de lo político (moral), bien en el de lo artístico. A estos investigadores les incumbe el volver aprehensible, manejable, dominable con la mirada, dominable con el pensamiento todo lo que hasta ahora ha ocurrido y ha sido objeto de aprecio, el acortar todo lo largo, el acortar incluso «el tiempo» mismo, y el sojuzgar el pasado entero: inmensa y maravillosa tarea en servir a la cual pueden sentirse satisfechos con seguridad todo orgullo sutil, toda voluntad tenaz. Pero los auténticos filósofos son hombres que dan órdenes y legislan: dicen: «¡así debe ser!», son ellos los que determinan el «hacia dónde» y el «para qué» del ser humano, disponiendo aquí del trabajo previo de todos los trabajadores filosóficos, de todos los sojuzgadores del pasado, ellos extienden su mano creadora hacia el futuro, y todo lo que es y ha sido conviértese para ellos en medio, en instrumento, en martillo. Su «conocer» es crear, su crear es legislar, su voluntad de verdad es - voluntad de poder.  ¿Existen hoy tales filósofos? ¿Han existido ya tales filósofos? ¿No tienen que existir tales filósofos?.


212.- Va pareciéndome cada vez más que el filósofo, en cuanto es un hombre necesario del mañana y del pasado mañana, se ha encontrado y ha tenido que encontrarse siempre en contradicción con su hoy: su enemigo ha sido siempre el ideal de hoy. Hasta ahora todos esos extraordinarios promotores del hombre a los que se da .el nombre de filósofos y que raras veces se han sentido a sí mismos como amigos de la sabiduría, sino más bien como necios desagradables y como peligrosos signos de interrogación, - han encontrado su tarea, su dura, involuntaria, inevitable tarea, pero finalmente la grandeza de su tarea, en ser la conciencia malvada de su tiempo. Al poner su cuchillo, para viviseccionarlo, precisamente sobre el pecho de las virtudes de su tiempo, delataban cuál era su secreto: conocer una nueva grandeza del hombre, un nuevo y no recorrido camino hacia su engrandecimiento. Siempre han puesto al descubierto cuánta hipocresía, espíritu de comodidad, dejarse ir y dejarse caer, cuánta mentira yace oculta bajo los tipos más venerados de la moralidad contemporánea, cuánta virtud estaba anticuada; siempre dijeron: «Nosotros tenemos que ir allá, allá fuera, donde hoy vosotros menos os sentís como en vuestra casa». A la vista de un mundo de «ideas modernas», el cual confinaría a cada uno a un rincón y «especialidad», un filósofo, en el caso de que hoy pueda haber filósofos, se vería forzado a situar la grandeza del hombre, el concepto «grandeza», precisamente en su amplitud y multiplicidad, en su totalidad en muchos cosas: incluso determinaría el valor y el rango por el número y diversidad de cosas que uno solo pudiera soportar y tomar sobre sí, por la amplitud que uno solo pudiera dar a su responsabilidad. Hoy el gusto de la época y la virtud de la época debilitan y enflaquecen la voluntad, nada está tan en armonía con la época como la debilidad de la voluntad: por lo tanto, en el ideal del filósofo tienen que formar parte del concepto de «grandeza» justo la fortaleza de la voluntad, justo la dureza y capacidad para adoptar resoluciones largas; con el mismo derecho con que la doctrina opuesta y el ideal de una humanidad idiota, abnegada, humilde, desinteresada serían adecuados a una época opuesta, a una época que, como el siglo xvi, sufriese a causa de su acumulada energía de voluntad y a causa de las aguas y mareas totalmente salvajes del egoísmo. En la época de Sócrates, entre hombres de instinto fatigado, entre viejos atenienses conservadores que se dejaban ir -«hacia la felicidad», según ellos decían, hacia el placer, según ellos obraban - y que, al hacerlo, continuaban empleando las antiguas y espléndidas palabras a las cuales no les daba derecho alguno su vida desde hacía mucho tiempo, quizá fuese necesaria, para la grandeza del alma, la ironía, aquella maliciosa ironía socrática del viejo médico y plebeyo que sajaba sin misericordia tanto su propia carne como la carne y el corazón del «aristócrata», con una mirada que decía bastante inteligiblemente: «¡No os disfracéis delante de mí! ¡Aquí somos iguales!» Hoy, a la inversa, cuando en Europa es el animal de rebaño el único que recibe y que reparte honores, cuando la «igualdad de derechos» podría transformarse con demasiada facilidad en la igualdad en la injusticia: yo quiero decir, combatiendo conjuntamente todo lo raro, extraño, privilegiado del hombre superior, del deber superior, de la responsabilidad superior, de la plenitud de poder y el dominio superiores,  que hoy el ser aristócrata, el querer ser para sí, el poder ser distinto, el estar solo y el tener que vivir por sí mismo forman parte del concepto de «grandeza»; y el filósofo delatará algo de su propio ideal cuando establezca: «El más grande será el que pueda ser el más solitario, el más oculto, el más divergente, el hombre más allá del bien y del mal, el señor de sus virtudes, el sobrado de voluntad; grandeza debe llamarse precisamente el poder ser tan múltiple como entero, tan amplio como pleno». Y hagamos una vez más la pregunta: ¿es hoy posible la grandeza?


Aristócratas.


257.- Toda elevación del tipo «hombre» ha sido hasta ahora obra de una sociedad aristocrática, y así lo seguirá siendo siempre: es ésa una sociedad que cree en una larga escala de jerarquía y de diferencia de valor entre un hombre y otro hombre y que, en cierto sentido, necesita de la esclavitud. Sin ese pathos de la distancia que surge de la inveterada diferencia entre los estamentos, de la permanente mirada a lo lejos y hacia abajo dirigida por la clase dominante sobre los súbditos e instrumentos, y de su ejercitación, asimismo permanente, en el obedecer y el mandar, en el mantener a los otros subyugados y distanciados, no podría surgir tampoco en modo alguno aquel otro pathos misterioso, aquel deseo de ampliar constantemente la distancia dentro del alma misma, la elaboración de estados siempre más elevados, más raros, más lejanos, más amplios, más abarcadores, en una palabra, justamente la elevación del tipo «hombre», la continua «autosuperación del hombre», para emplear en sentido sobremoral una fórmula moral. Ciertamente: no es lícito entregarse a embustes humanitarios en lo referente a la historia de la génesis de una sociedad aristocrática (es decir, del presupuesto de aquella elevación del tipo «hombre»): la verdad es dura. ¡Digámonos sin miramientos de qué modo ha comenzado hasta ahora en la tierra toda cultura superior! Hombres dotados de una naturaleza todavía natural, bárbaros en todos los sentidos terribles de esta palabra, hombres de presa poseedores todavía de fuerzas de voluntad y de apetitos de poder intactos, lanzáronse sobre razas más débiles, más civilizadas, más pacíficas, tal vez dedicadas al comercio o al pastoreo, o sobre viejas culturas marchitas, en las cuales cabalmente se extinguía la última fuerza vital en brillantes fuegos artificiales de espíritu y de corrupción. La casta aristocrática ha sido siempre al comienzo la casta de los bárbaros: su preponderancia no residía ante todo en la fuerza física, sino en la fuerza psíquica, eran hombres más enteros, lo cual significa también, en todos los niveles, bestias más enteras.


259.- Abstenerse mutuamente de la ofensa, de la violencia, de la explotación: equiparar la voluntad de uno a la voluntad del otro: en un cierto sentido grosero esto puede llegar a ser una buena costumbre entre los individuos, cuando están dadas las condiciones para ello (a saber, la semejanza efectiva entre sus cantidades de fuerza y entre sus criterios de valor, y su homogeneidad dentro de un solo cuerpo). Mas tan pronto como se quisiera extender ese principio e incluso considerarlo, en lo posible, como principio fundamental de la sociedad, tal principio se mostraría enseguida como lo que es: como voluntad de negación de la vida, como principio de disolución y de decadencia. Aquí resulta necesario pensar a fondo y con radicalidad y defenderse contra toda debilidad sentimental: la vida misma es esencialmente apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más débil, opresión, dureza, imposición de formas propias, anexión y al menos, en el caso más suave, explotación, ¿mas para qué emplear siempre esas palabras precisamente, a las cuales se les ha impreso desde antiguo una intención calumniosa? También aquel cuerpo dentro del cual, como hemos supuesto antes, trátanse los individuos como iguales -esto sucede en toda aristocracia sana- debe realizar, al enfrentarse a otros cuerpos, todo eso de lo cual se abstienen entre sí los individuos que están dentro de él, en el caso de que sea un cuerpo vivo y no un cuerpo moribundo: tendrá que ser la encarnada voluntad de poder, querrá crecer, extenderse, atraer a sí, obtener preponderancia, no partiendo de una moralidad o inmoralidad cualquiera, sino porque vive, y porque la vida es cabalmente voluntad de poder. En ningún otro punto, sin embargo, se resiste más que aquí a ser enseñada la consciencia común de los europeos: hoy se fantasea en todas partes, incluso bajo disfraces científicos, con estados venideros de la sociedad en los cuales desaparecerá «el carácter explotador»:  a mis oídos esto suena como si alguien prometiese inventar una vida que se abstuviese de todas las funciones orgánicas. La «explotación» no forma parte de una sociedad corrompida o imperfecta y primitiva: forma parte de la esencia de lo vivo, como función orgánica fundamental, es una consecuencia de la auténtica voluntad de poder, la cual es cabalmente la voluntad propia de la vida. Suponiendo que como teoría esto sea una innovación, como realidad es el hecho primordial de toda historia: ¡seamos, pues, honestos con nosotros mismos hasta este punto!.


260.-En mi peregrinación a través de las numerosas morales, más delicadas y más groseras, que hasta ahora han dominado o continúan dominando en la tierra, he encontrado ciertos rasgos que se repiten juntos y que van asociados con regularidad: hasta que por fin se me han revelado dos tipos básicos y se ha puesto de relieve una diferencia fundamental. Hay una moral de señores y hay una moral de esclavos; me apresuro a añadir que en todas las culturas más altas y más mezcladas aparecen también intentos de mediación entre ambas morales, y que con más frecuencia todavía aparecen la confusión de esas morales y su recíproco malentendido, y hasta a veces una ruda yuxtaposición entre ellas, incluso en el mismo hombre, dentro de una sola alma. Las diferenciaciones morales de los valores han surgido, o bien entre una especie dominante, la cual adquirió consciencia, con un sentimiento de bienestar, de su diferencia frente a la especie dominada, o bien, entre los dominados, los esclavos y los subordinados de todo grado. En el primer caso, cuando los dominadores son quienes definen el concepto de «bueno», son los estados psíquicos elevados y orgullosos los que son sentidos como aquello que distingue y que determina la jerarquía. El hombre aristocrático separa de sí a aquellos seres en los que se expresa lo contrario de tales estados elevados y orgullosos: desprecia a esos seres. Obsérvese enseguida que en esta primera especie de moral la antítesis «bueno» y «malo» es sinónima de «aristocrático» y «despreciable»: la antítesis «bueno» y «malvado» es de otra procedencia. Es despreciado el cobarde, el miedoso, el mezquino, el que piensa en la estrecha utilidad; también el desconfiado de mirada servil, el que se rebaja a sí mismo, la especie canina de hombre que se deja maltratar, el adulador que pordiosea, ante todo el mentiroso: creencia fundamental de todos los aristócratas es que el pueblo vulgar es mentiroso. «Nosotros los veraces», éste es el nombre que se daban a sí mismos los nobles en la antigua Grecia. Es evidente que las calificaciones morales de los valores se aplicaron en todas partes primero a seres humanos y sólo de manera derivada y tardía a acciones, por lo cual constituye un craso desacierto el que los historiadores de la moral partan de preguntas como: «¿por qué ha sido alabada la acción compasiva?» La especie aristocrática de hombre se siente a sí misma como determinadora de los valores, no tiene necesidad de dejarse autorizar, su juicio es: «lo que me es perjudicial a mí, es perjudicial en sí», sabe que ella es la que otorga dignidad en absoluto a las cosas, ella es creadora de valores. Todo lo que conoce que hay en ella misma lo honra: semejante moral es autoglorificación. En primer plano se encuentran el sentimiento de la plenitud, del poder que quiere desbordarse, la felicidad de la tensión elevada, la consciencia de una riqueza que quisiera regalar y repartir: también el hombre aristocrático socorre al desgraciado, pero no, o casi no, por compasión, sino más bien por un impulso engendrado por el exceso de poder. El hombre aristocrático honra en sí mismo al poderoso, también al poderoso que tiene poder sobre él, que es diestro en hablar y en callar, que se complace en ser riguroso y duro consigo mismo y siente veneración por todo lo riguroso y duro. «Wotan me ha puesto un corazón duro en el pecho», se dice en una antigua saga escandinava: ésta es la poesía que brotaba, con todo derecho, del alma de un vikingo orgulloso. Esa especie de hombre se siente orgullosa cabalmente de no estar hecha para la compasión: por ello el héroe de la saga añade, con tono de admonición, «el que ya de joven no tiene un corazón duro, no lo tendrá nunca». Los aristócratas y valientes que así piensan están lo más lejos que quepa imaginar de aquella moral que ve el indicio de lo moral cabalmente en la compasión, o en el obrar por los demás, o en el désintéressement [desinterés]; la fe en sí mismo, el orgullo de sí mismo, una radical hostilidad y una ironía frente al «desinterés» forman parte de la moral aristocrática, exactamente del mismo modo que un ligero menosprecio y cautela frente a los sentimientos de simpatía y el «corazón cálido». Los poderosos son los que entienden de honrar, esto constituye su arte peculiar, su reino de la invención. El profundo respeto por la vejez y por la tradición el derecho entero se apoya en ese doble respeto, la fe y el prejuicio favorables para con los antepasados y desfavorables para con los venideros son típicos en la moral de los poderosos; y cuando, a la inversa, los hombres de las «ideas modernas» creen de modo casi instintivo en el «progreso» y en «el futuro » y tienen cada vez menos respeto a la vejez, esto delata ya suficientemente la procedencia no aristocrática de esas «ideas». Pero lo que más hace que al gusto actual le resulte extraña y penosa una moral de dominadores es la tesis básica de ésta de que sólo frente a los iguales se tienen deberes; de que, frente a los seres de rango inferior, frente a todo lo extraño, es lícito actuar como mejor parezca, o «como quiera el corazón», y, en todo caso, «más allá del bien y del mal», acaso aquí tengan su sitio la compasión y otras cosas del mismo género. La capacidad y el deber de sentir un agradecimiento prolongado y una venganza prolongada -ambas cosas, sólo entre iguales -, la sutileza en la represalia, el refinamiento conceptual en la amistad, una cierta necesidad de tener enemigos (como canales de desagüe, por así decirlo, para los afectos denominados envidia, belicosidad, altivez, en el fondo, para poder ser buen amigo: todos ésos son caracteres típicos de la moral aristocrática, la cual, como ya hemos insinuado, no es la moral de las «ideas modernas», por lo cual hoy resulta difícil sentirla y también es dificil desenterrarla y descubrirla. Las cosas ocurren de modo distinto en el segundo tipo de moral, la moral de esclavos. Suponiendo que los atropellados, los oprimidos, los dolientes, los serviles, los inseguros y cansados de sí mismos moralicen: ¿cuál será el carácter común de sus valoraciones morales? Probablemente se expresará aquí una suspicacia pesimista frente a la entera situación del hombre, tal vez una condena del hombre, así como de la situación en que se encuentra. La mirada del esclavo no ve con buenos ojos las virtudes del poderoso: esa mirada posee escepticismo y desconfianza, es sutil en su desconfianza frente a todo lo «bueno» que allí es honrado, quisiera convencerse de que la felicidad misma no es allí auténtica. A la inversa, las propiedades que sirven para aliviar la existencia de quienes sufren son puestas de relieve e inundadas de luz: es la compasión, la mano afable y socorredora, el corazón cálido, la paciencia, la diligencia, la humildad, la amabilidad lo que aquí se honra, pues estas propiedades son aquí las más útiles y casi los únicos medios para soportar la presión de la existencia.


La moral de esclavos es, en lo esencial, una moral de la utilidad. Aquí reside el hogar donde tuvo su génesis aquella famosa antítesis «bueno» y «malvado»: se considera que del mal forman parte el poder y la peligrosidad, así como una cierta terribilidad y una sutilidad y fortaleza que no permiten que aparezca el desprecio. Así, pues, según la moral de esclavos, el «malvado» inspira temor; según la moral de señores, es cabalmente el «bueno» el que inspira y quiere inspirar temor, mientras que el hombre «malo» es sentido como despreciable. La antítesis llega a su cumbre cuando, de acuerdo con la consecuencia propia de la moral de esclavos, un soplo de menosprecio acaba por adherirse también al «bueno» de esa moral, menosprecio que puede ser ligero y benévolo, porque, dentro del modo de pensar de los esclavos, el bueno tiene que ser en todo caso el hombre no peligroso: el bueno es bonachón, fácil de engañar, acaso un poco estúpido un bonhomme [un buen hombre]. En todos los lugares en que la moral de esclavos consigue la preponderancia el idioma muestra una tendencia a aproximar entre sí las palabras «bueno» y «estúpido». Una última diferencia fundamental: el anhelo de libertad, el instinto de la felicidad y de las sutilezas del sentimiento de libertad forman parte de la moral y de la moralidad de esclavos con la misma necesidad con que el arte y el entusiasmo en la veneración, en la entrega, son el síntoma normal de un modo aristocrático de pensar y valorar. Ya esto nos hace entender por qué el amor como pasión es nuestra especialidad europea, tiene que tener sencillamente una procedencia aristocrática: como es sabido, su invención es obra de los poetas-caballeros provenzales, de aquellos magníficos e ingeniosos hombres del «gai saber», a los cuales debe Europa tantas cosas y casi su propia existencia. 











Tomado de:
NIETZSCHE, Friedrich (1993): Más allá del bien y del mal. Preludio de una filosofía del futuro. Buenos Aires, Alianza, pp. 128-132; 154-157 y 219-226. 

22 abril 2017

El estado griego. Friedrich Nietzsche




El Estado griego


Friedrich Nietzsche



Nosotros, los modernos, tenemos respecto de los griegos dos prejuicios que son como recursos de consolación de un mundo que ha nacido esclavo y que, por lo mismo, oye la palabra «esclavo» con angustia: me refiero a esas dos frases «la dignidad del hombre» y «la dignidad del trabajo». Todo se conjura para perpetuar una vida de miseria; esta terrible necesidad nos fuerza a un trabajo aniquilador, que el hombre (o mejor dicho, el intelecto humano), seducido por la «Voluntad», considera como algo sagrado. Pero para que el trabajo pudiera ostentar legítimamente este carácter sagrado, sería ante todo necesario que la vida misma, de cuyo sostenimiento es un penoso medio, tuviese alguna mayor dignidad y algún mayor valor que el que las religiosas y las graves filosofías le atribuyen. ¿Y qué hemos de ver nosotros en la necesidad del trabajo de tantos millones de hombres, sino el instinto de conservar la existencia, el mismo instinto omnipotente por el cual algunas plantas raquíticas quieren afianzar sus raíces en un suelo roquizo?



En esta horrible lucha por la existencia sólo sobrenadan aquellos individuos exaltados por la noble quimera de una cultura artística, que los preserva del pesimismo práctico, enemigo de la Naturaleza como algo verdaderamente antinatural. En el mundo moderno, que en comparación con el mundo griego no produce casi más que monstruos y centauros, y en el cual el hombre individual, como aquel extraño compuesto de que nos habla Horacio al empezar su Arte Poética, está hecho de fragmentos incoherentes, comprobamos a veces, en un mismo individuo, el instinto de la lucha por la existencia y la necesidad del arte. De esta amalgama artificial ha nacido la necesidad de justificar y disculpar ante el concepto del arte aquel primer instinto de conservación. Por esto creemos en la «dignidad del hombre» y en la «dignidad del trabajo».



Los griegos no inventaban para su uso estos conceptos alucinatorios; ellos confesaban, con una franqueza que hoy nos asustaría, que el trabajo es vergonzoso, y una sabiduría más oculta y más rara, pero viva por doquier, añadía que el hombre mismo era algo vergonzoso y lamentable, una nada, la «sombra de un sueño». El trabajo es una vergüenza porque la existencia no tiene ningún valor en sí, pero si adornamos esta existencia por medio de ilusiones artísticas seductoras, y le conferimos de este modo un valor aparente, aun así podemos repetir nuestra afirmación de que el trabajo es una vergüenza, y por cierto en la seguridad de que el hombre que se esfuerza únicamente por conservar la existencia, no puede ser un artista. En los tiempos modernos, las conceptuaciones generales no han sido establecidas por el hombre artista, sino por el esclavo: y este, por su propia naturaleza, necesita, para vivir, designar con nombres engañosos todas sus relaciones con la Naturaleza. Fantasmas de este género, como «la dignidad del hombre» y «la dignidad del Trabajo», son engendros miserables de una Humanidad esclavizada que se quiere ocultar a sí misma su esclavitud. Míseros tiempos en que el esclavo usa tales conceptos y necesita reflexionar sobre sí mismo y sobre su porvenir. ¡Miserables seductores, ustedes, los que han emponzoñado el estado de inocencia del esclavo con el fruto del árbol de la ciencia! Desde ahora, todos los días resonarán en sus oídos esos pomposos tópicos de la «igualdad de todos» o de «los derechos fundamentales del hombre», del hombre como tal, o de «la dignidad del trabajo», mentiras que no pueden engañar a un entendimiento perspicaz. Y eso se lo dirán a quien no puede comprender a qué altura hay que elevarse para hablar de «dignidad», a saber, a esa altura en que el individuo, completamente olvidado de sí mismo y emancipado del servicio de su existencia individual, debe crear y trabajar.



Y aun en este grado de elevación del «trabajo», los griegos experimentaban un sentimiento muy parecido al de la vergüenza. Plutarco dice en una de sus obras, con instinto de neto abolengo griego, que ningún joven de familia noble habría sentido el deseo de ser un Fidias al admirar en Pisa el Júpiter de este escultor; ni de ser un Policleto cuando contemplaba la Hera de Argos; ni tampoco habría querido ser un Anacreonte, ni un Filetas, ni un Arquíloco, por mucho que se recrease en sus poesías. La creación artística, como cualquier otro oficio manual, caía para los griegos bajo el concepto poco dignificado de «trabajo». Pero cuando la inspiración artística se manifestaba en el griego, tenía que crear y doblegarse a la necesidad del trabajo. Y así como un padre admira y se recrea en la belleza y en la gracia de sus hijos pero cuando piensa en el acto de la generación experimenta un sentimiento de vergüenza, igual le sucedía al griego. La gozosa contemplación de lo bello no lo engañó nunca sobre su destino, que consideraba como el de cualquier otra criatura de la Naturaleza, como una violenta necesidad, como una lucha por la existencia. Lo que no era otro sentimiento que el que lo llevaba a ocultar el acto de la generación como algo vergonzoso, si bien, en el hombre, este acto tenía una finalidad mucho más elevada que les actos de conservación de su existencia individual; este mismo sentimiento era el que velaba el nacimiento de las grandes obras de arte, a pesar de que para ellos estas obras inauguraban una forma más alta de existencia, como por el acto genésico se inaugura una nueva generación. La vergüenza parece, pues, que nace allí donde el hombre se siente un mero instrumento de formas o fenómenos infinitamente más grandes que él mismo como individuo.



Ánfora corintia con escena
 de la Ilíada homérica.  



Y con esto hemos conseguido apoderarnos del concepto general dentro del que debemos agrupar los sentimientos que los griegos experimentaban respecto del trabajo y la esclavitud. Ambos eran para ellos una necesidad vergonzosa ante la cual se sentía rubor, necesidad y oprobio a la vez. Bajo este sentimiento de rubor se ocultaba el reconocimiento inconsciente de que su propio fin necesita de aquellos supuestos, pero que precisamente en esta necesidad estriba el carácter espantoso y de rapiña que ostenta la esfinge de la Naturaleza, a quien el arte ha representado con tanta elocuencia bajo la figura de una virgen. La educación, que ante todo es una verdadera necesidad artística, se basa en una razón espantosa; y esta razón se oculta bajo el sentimiento crepuscular del pudor. Con esto tenemos ya un campo amplio y fértil para la evolución del arte. La inmensa mayoría de los individuos debe ponerse al servicio de una minoría. Esta mayoría debe ser esclavizada, y sus necesidades individuales deben ser subordina das a fines más altos. A su costa, por su ímprobo trabajo, aquella clase privilegiada se sustrae a la lucha por la existencia para engendrar y dar cima a un nuevo mundo y a nuevas necesidades. 



En consecuencia debemos, desde luego, asentar una verdad, por cruel que parezca: que la cultura requiere necesariamente, esencialmente, la existencia de la esclavitud. Y esta es una verdad que no deja lugar a dudas, sobre el valor absoluto de la existencia. Es el buitre que roe las entrañas de todos los Prometeos de la cultura. La miseria del hombre que vive en condiciones difíciles debe ser  aumentada, para que un pequeño número de hombres olímpicos puedan acometer la creación de un mundo artístico. Aquí está la fuente del rencor que comunistas y socialistas, así como sus pálidos descendientes, la raza blanca de los «liberales», han alimentado en todo tiempo contra el arte, y en particular contra la Antigüedad clásica. Si realmente la cultura quedase al capricho de un pueblo, si en este punto no actuasen fuerzas ineludibles que pusieran coto al libre albedrío de los individuos, entonces el menosprecio de la cultura, la apoteosis de los pobres de espíritu, la iconoclasta destrucción de las aspiraciones artísticas sería algo más que la insurrección de las masas oprimidas contra las individualidades amenazadoras: sería el grito de compasión que derribaría los muros de la cultura; el anhelo de justicia, de igualdad en el sufrimiento superaría todos los demás anhelos. De hecho, en varios momentos de la historia un exceso de compasión ha roto todos los diques de la cultura; un iris de misericordia y de paz empieza a lucir con los primeros fulgores del cristianismo, y su más bello fruto, el Evangelio de San Juan, nace a esta luz. Pero se dan también casos en que, durante largos períodos, el poder de la religión ha petrificado todo un estadio de cultura, cortando con despiadada tijera todos los retoños que querían brotar. Pero no debemos olvidar una cosa: la misma crueldad que encontramos en el fondo de toda cultura, yace también en el fondo de toda religión y, en general, en todo poder, que siempre es malvado; y así lo comprendemos claramente cuando vemos que una cultura destroza o destruye con el grito de libertad, o por lo menos de justicia, el baluarte fortificado de las reivindicaciones religiosas. Lo que en esta terrible constelación de cosas quiere vivir, o mejor, debe vivir, es, en el fondo, un trasunto del entero contraste primordial, del dolor primordial que a nuestros ojos terrestres y mundanos debe aparecer insaciable apetito de la existencia y eterna contradicción en el tiempo, es decir, como devenir. Cada momento devora al anterior, cada nacimiento es la muerte de innumerables seres, engendrar la vida y matar es una misma cosa. Por esto también debemos comparar la cultura con el guerrero victorioso y ávido de sangre que unce a su carro triunfal, como esclavos, a los vencidos, a quienes un poder bienhechor ha cegado hasta el punto de que, casi despedazados por las ruedas del carro, exclaman aún: «¡Dignidad del trabajo! ¡Dignidad del hombre!». La cultura, como exuberante Cleopatra, echa perlas de incalculable valor en su copa: estas perlas son las lágrimas de compasión derramadas por los esclavos y por la miseria de los esclavos. Las miserias sociales de la época actual han nacido de ese carácter de niño mimado del hombre moderno, no de la verdadera y profunda piedad por los que sufren; y si fuera verdad que los griegos perecieron por la esclavitud, es mucho más cierto que nosotros pereceremos por la falta de esclavitud; esclavitud que ni al cristianismo primitivo ni a los mismos germanos les pareció extraña, ni mucho menos reprobable. ¡Cuán digna nos parece ahora la servidumbre de la Edad Media, con sus relaciones jurídicas de subordinación al señor, en el fondo fuertes y delicadas, con aquel sabio acotamiento de su estrecha existencia!; ¡cuán digna!, ¡y cuán reprensible!



Así, pues, que reflexione sin prejuicios sobre la estructura de la sociedad, que la imagine como el parto doloroso y progresivo de aquel privilegiado hombre de la cultura a cuyo servicio se deben inmolar todos los demás, ese ya no será víctima del falso esplendor con que los modernos han embellecido el origen y la significación del Estado. ¿Qué puede significar para nosotros el Estado, sino el medio de realizar el proceso social antes descripto, asegurándole un libre desarrollo? Por fuerte que sea el instinto social del hombre, solo la fuerte laña del Estado sirve para organizar a las masas de modo que se pueda evitar la descomposición química de la sociedad, con su moderna estructura piramidal. ¿Pero de dónde surge este poder repentino del Estado cuyos fines escapan a la previsión y al egoísmo de los individuos? ¿Cómo nace el esclavo, ese topo de la cultura? Los griegos nos lo revelaron con su certero instinto político, que, aun en los estadios más elevados de su civilización y humanidad, no cesó de advertirles con acento broncíneo: «el vencido pertenece al vencedor, con su mujer y sus hijos, con sus bienes y con su sangre. La fuerza prima al derecho, y no hay derecho que en su origen no sea demasía, usurpación violenta». 



Aquí volvemos a ver con qué despiadada dureza forja la Naturaleza, para llegar a ser sociedad, el cruel instrumento del Estado, es decir, aquel conquistador de férrea mano que no es más que la objetivación del mencionado instinto. En la indefinible grandeza y el indefinible poderío de tales conquistadores, el observador vislumbra que solo son un medio del que se sirve un designio que en ellos se revela, pero que a la vez ellos mismos desconocen. Como si de ellos emanase un efluvio mágico de voluntad, misteriosamente se les rinden las otras fuerzas menos poderosas, que manifiestan, ante la repentina hinchazón de aquel poderoso alud, bajo el hechizo de aquel núcleo creador, una afinidad desconocida hasta entonces. Cuando ahora vemos qué poco se preocupan los súbditos de las naciones del terrible origen del Estado, hasta el punto de que sobre ninguna clase de  acontecimientos nos instruye menos la historia que sobre aquellas usurpaciones violentas y repentinas, manchadas de sangre, y por lo menos en un punto inexplicables; cuando vemos que antes bien la magia de este poder en formación alivia los corazones, con el presentimiento de un oculto y profundo designio, allí donde la fría razón solo ve una suma de fuerzas; cuando se considera al Estado fervorosamente como punto de culminación de todos los sacrificios y deberes de los individuos, nos convencemos de la enorme necesidad del Estado, sin el cual la Naturaleza no podría llegar a redimirse por la virtud y el poder del genio. Este goce instintivo en el Estado, ¡cuán superior es a todo conocimiento! Podría creerse que una criatura que reflexionase sobre el origen del Estado buscaría su salud lejos de este. ¿Y dónde no hallaríamos las huellas de su origen, los países devastados, las ciudades destruidas, los hombres convertidos en salvajes, los pueblos destruidos por la guerra?  



Pero los griegos aparecen ante nosotros, ya a priori, precisamente por la grandeza de su arte, como los hombres políticos por antonomasia; y en verdad, la historia no nos presenta un segundo ejemplo de tan prodigioso desarrollo de los instintos políticos, de tal subordinación de todos los demás intereses al interés del Estado, si no es, a lo sumo y por analogía de razones, el que dieron los hombres del Renacimiento en Italia. Tan excesivo era en los griegos dicho instinto, que continuamente se vuelve contra ellos mismos y clava sus dientes en su propia carne. Ese celo sangriento que vemos extenderse de ciudad en ciudad, de partido en partido; esta ansia homicida de aquellas pequeñas contiendas; la expresión triunfal de tigres que mostraban ante el cadáver del enemigo; en suma, la incesante renovación de aquellas escenas de la guerra de Troya, en cuya contemplación se embriagaba Homero como puro heleno; ¿qué significa toda esta barbarie del Estado griego, de dónde saca su disculpa ante el tribunal de la eterna justicia? Ante él aparece altivo y tranquilo el Estado y de su mano conduce a la mujer radiante de belleza, a la sociedad griega. Por esta Helena hizo aquella guerra, ¿qué juez venerable la condenaría?



En esta misteriosa relación que aquí señalamos entre Estado y Arte, instintos políticos y creación artística, campo de batalla y obra de arte, entendemos por Estado, como ya hemos dicho, el vínculo de acero que rige el proceso social; porque sin Estado, en natural «bellum omnium contra omnes», la sociedad poco puede hacer y apenas rebasa el círculo familiar. Pero cuando poco a poco va formándose el Estado, aquel instinto del «bellum omnium contra omnes» se concentra en frecuentes guerras entre los pueblos y se descarga en tempestades no tan frecuentes, pero más poderosas. En los intervalos de estas guerras, la sociedad, disciplinada por sus efectos, va desarrollando sus gérmenes para hacer florecer, en épocas apropiadas, la exuberante flor del genio.



Ante el mundo político de los helenos, yo no quiero ocultar los recelos que me asaltan de posibles perturbaciones para el arte y la sociedad en ciertos fenómenos semejantes de la esfera política. Si imaginásemos la existencia de ciertos hombres, que por su nacimiento estuviesen por encima de los instintos populares y estatales, y que, por consiguiente, concibieran el Estado solo en su propio interés, estos hombres considerarían necesariamente como última finalidad del Estado la convivencia armónica de grandes comunidades políticas, en las cuales se les permitiera, sin limitación de ninguna clase, abandonarse a sus propias iniciativas. Imbuidos de estas ideas fomentarían aquella política que mayor posibilidad de triunfo ofreciese a estas iniciativas, y sería, por el contrario, increíble que se sacrificasen por algo opuesto a sus ideales, por ejemplo, por un instinto inconsciente, porque en realidad carecerían de tal instinto. Todos los demás ciudadanos del Estado siguen ciegamente su instinto estatal; solo aquellos que están por encima de este instinto saben lo que quieren del Estado y lo que les debe proporcionar a ellos el Estado. Por esto es completamente inevitable que tales hombres adquieran un gran influjo, mientras que todos los demás sometidos al yugo de los fines inconscientes del Estado no son más que meros instrumentos de tales fines. Ahora bien, para poder conseguir por medio del Estado la consecución de sus fines individuales, es necesario, ante todo que el Estado se vea libre de las convulsiones de la guerra, cuyas consecuencias incalculables son espantosas, para de este modo poder gozar de sus beneficios; y por esto se esfuerzan, del modo más consciente posible, por hacer imposible la guerra. Para esto es preciso, en primer término, debilitar y podar las distintas tendencias políticas particulares, creando agrupaciones que se equilibren y aseguren el buen éxito de una acción bélica, para hacer de este modo altamente improbable la guerra; por otra parte, tratan de sustraer la decisión de la paz y la guerra a los poderes políticos, para dejarla entregada al egoísmo de las masas o de sus representantes, por lo que a su vez tienen necesidad de ir sofocando paulatinamente los instintos monárquicos de los pueblos. A estos fines, utilizan la concepción liberal-optimista, hoy tan extendida por todas partes, que tiene sus raíces en el enciclopedismo francés y en la Revolución Francesa, es decir, en una filosofía completamente antigermana, netamente latina, vulgar y desprovista de toda metafísica. Yo no puedo menos que ver, en el actual movimiento dominante de las nacionalidades, y en la coetánea difusión del sufragio universal, los efectos predominantes del miedo a la guerra; y en el fondo de estos movimientos, los verdaderos miedosos, esos solitarios del dinero, hombres internacionales sin patria, que dada su natural carencia de instinto estatal han aprendido a utilizar la política como instrumento bursátil, y el Estado y la sociedad como aparato de enriquecimiento. Contra los que de este lado quieren convenir la tendencia estatal en tendencia económica, no hay más que un medio de defensa: la guerra y cien veces la guerra. 



En estos conflictos se pone de manifiesto que el Estado no ha nacido por el miedo a la guerra y como una institución protectora de intereses individuales egoístas, sino que, inspirado en el amor de la patria y del príncipe, constituye, por su naturaleza eminentemente ética, la aspiración hacia más altos ideales. Si por consiguiente señalo como peligro característico de la política actual el empleo de la idea revolucionaria al servicio de una aristocracia del dinero egoísta y sin sentimiento del Estado, y la enorme difusión del optimismo liberal igualmente como resultado de la concentración en algunas manos de la economía moderna y todos los males del actual estado de cosas, justamente con la necesaria decadencia del arte, nacidas de aquellas raíces o creciendo con ellas, he de verme obligado a entonar el correspondiente «Pean» en honor a la guerra. Su arco sibilante resuena terrible, y aunque aparezca como la noche, es, sin embargo, Apolo, el dios consagrador y purificador del Estado. Pero primero, como sucede al principio de la Ilíada, ensaya sus flechas disparando sobre los mulos y los perros. Luego, derriba a los hombres, y de pronto las hogueras elevan su llama al cielo, repletas de cadáveres. Por consiguiente, hemos de confesar que la guerra es para el Estado una necesidad tan apremiante como la esclavitud para la sociedad; ¿y quién podría desconocer esta verdad al indagar la causa del incomparable florecimiento del arte griego? Que considere la guerra y su posibilidad uniformada, la profesión militar respecto de la naturaleza del Estado, que acabamos de describir, debe llegar al  convencimiento de que por la guerra y en la profesión militar se nos da una imagen, o mejor dicho, un modelo del Estado. Aquí vemos, como efecto, el más general de la tendencia guerrera, una inmediata separación y desmembración de la masa caótica en castas militares, sobre la cual se eleva, en forma de pirámide, sobre una capa inmensa de hombres verdaderamente esclavizados, el edificio de la «sociedad guerrera». El fin inconsciente que mueve a todos ellos los somete al yugo y engendra a la vez en las más heterogéneas naturalezas una especie de transformación química de sus cualidades singulares, hasta ponerlas en afinidad con dicho fin. En las castas superiores se observa ya algo más: aquello mismo que forma la médula de este proceso interior, la génesis del genio militar, en el cual hemos reconocido el verdadero creador del Estado. En algunos Estados, por ejemplo, en la constitución que Licurgo dio a Esparta, podemos ya observar la aparición de esta idea fundamental, la génesis del genio militar. Si ahora nos representamos el Estado militar primitivo en su más violenta efervescencia, en su «trabajo» propio, y recordamos toda la técnica de la guerra, no podremos menos que rectificar los tan difundidos conceptos de la «dignidad del hombre» y de la «dignidad del trabajo», preguntándonos si el concepto de dignidad no corresponde también al trabajo que tiene por fin destruir a ese hombre «digno» y a los hombres a quienes está encomendado este trabajo, o si debemos dejar a un lado este concepto, por lo contradictorio, por lo menos, cuando se trata de la misión guerrera del Estado. Yo creía que el hombre guerrero era un instrumento del genio militar y su trabajo un medio también de este genio; y no como hombre absoluto y no-genio, sino como instrumento de este genio, que puede arbitrar su destrucción como medio de realizar la obra de arte de la guerra, y que le correspondía un cierto  grado de dignidad, es decir, ser un instrumento digno del genio. Pero lo que aquí exponemos en un ejemplo particular tiene una significación universal: cada hombre, en su total actividad, solo alcanza dignidad en cuanto es, consciente o inconscientemente, instrumento del genio; de donde se deduce la consecuencia ética de que el «hombre en sí», el hombre absoluto, no posee ni dignidad, ni derechos, ni deberes; solo como ser de fines completamente concretos, y al mismo tiempo inconscientes, el hombre puede encontrar una justificación a su existencia. 



Según esto, el Estado perfecto de Platón es algo más grande de lo que imaginan sus fervientes admiradores, para no referirme a la ridícula expresión de superioridad con que nuestros hombres cultos, «históricamente» hablando, rechazan este fruto de la Antigüedad. El verdadero fin del Estado: la existencia olímpica y la génesis y preparación constante del genio, respecto del cual todos los demás hombres solo son instrumentos, medios auxiliares y posibilidades, es descubierto en aquella gran obra y descripto con firmes caracteres por una intuición poética. Platón hundió su mirada en el campo espantosamente devastado de la vida del Estado y adivinó la existencia de algo divino en su interior. Creyó que esta partícula divina se debía conservar y que aquel exterior rencoroso y bárbaro no constituía la esencia del Estado; todo el fervor y sublimidad de su pasión política se condensó en esta fe, en este deseo, en esta divinidad. El hecho de que no figurase en la cima de su Estado perfecto el genio en su concepto general, sino como genio de la sabiduría y de la ciencia, y arrojase de su República al artista genial, fue una dura consecuencia de la doctrina socrática sobre el arte, que Platón, aun luchando contra sí mismo, hizo suya. Esta laguna meramente exterior y casi casual no nos debe impedir reconocer en la concepción total del Estado platónico el maravilloso jeroglífico de una profunda doctrina esotérica de significación eterna de las relaciones entre el Estado y el Genio; y lo que acabamos de exponer en este proemio es nuestra interpretación de aquella obra misteriosa.



















Tomado de:
NIETZSCHE, Friedrich (2013): Ensayo sobre los griegos. Ed. Godot, pp.4-14