25 julio 2012

La lengua, el poder, la fuerza. Umberto Eco




La lengua, el poder, la fuerza

Umberto Eco



El 17 de enero de 1977, ante el público numeroso de las grandes ocasiones mundanas y culturales, Roland Barthes pronunciaba su lección inaugural en el Collége de France, donde acababa de ser designado para ocupar la cátedra de semiología literaria. Esta lección, de la que se ocuparon los periódicos de entonces (Le Monde le dedicó una página entera), aparece ahora publicada por Editions du Seuil, bajo el título humilde y orgullosísimo de Lepon, comprende poco más de cuarenta páginas y se compone de tres partes. La primera trata del lenguaje, la segunda de la función de la literatura respecto al poder del lenguaje y la tercera de la semiología y, en particular, de la semiología literaria.


La lección inaugural de Barthes, construida con una retórica espléndida, comienza con un elogio de la dignidad con la que va a ser investido. Como se sabe, los profesores del Collége de France se limitan a hablar: no realizan exámenes, no están investidos del poder de aprobar o suspender, se les va a escuchar por amor a lo que dicen. De ahí la satisfacción (una vez más humilde y muy orgullosa) de Barthes: accedo a un lugar que está fuera del poder. Hipocresía, sí, puesto que, en Francia, nada confiere mayor poder cultural que enseñar en el Collége de France, produciendo saber. Pero nos estamos anticipando. En esta lección (que como veremos versa sobre el juego con el lenguaje), Barthes, aunque sea con candor, juega:adelanta una definición de poder y presupone otra.


En realidad, Barthes es demasiado sutil para ignorar a Foucault, a quien, por el contrario, le agradece haber sido su patrocinador en el Collége: y sabe por tanto que el poder no es «uno» y que, mientras se insinúa allí donde no se le percibe en primera instancia, es «plural», una legión como los demonios. «El poder está presente en los mecanismos más sutiles del intercambio social: no sólo en el Estado, las clases, los grupos, sino también en las modas, la opinión corriente, los espectáculos, los juegos, el deporte, la información, las relaciones familiares y privadas y hasta en los impulsos liberadores que intentan contestarlo». Por lo que: «Llamo discurso de poder a todo discurso que genera la culpa, y por tanto la culpabilidad de quien lo recibe». Haced una revolución para destruir el poder y éste renacerá en el seno del nuevo estado de cosas. «El poder es el parásito de un organismo transocial, ligado a toda la historia del hombre, y no sólo a su historia política, histórica. Este objeto en el que se inscribe el poder, por toda la eternidad humana, es el lenguaje o, para ser más precisos, su expresión obligada: la lengua».


No es la facultad de hablar lo que establece el poder, es la facultad de hablar en la medida en que se rigidiza en un orden, en un sistema de reglas: la lengua. La lengua, dice Barthes (con un discurso que repite a grandes rasgos, no sé hasta qué punto conscientemente, las posiciones de Benjamín Lee Whorf), me obliga a enunciar una acción poniéndome como sujeto, de manera que a partir de ese momento todo lo que haga será consecuencia de lo que soy; la lengua me obliga a elegir entre masculino y femenino, y me prohíbe concebir una categoría neutra; me impone comprometerme con el otro, ya sea a través del «usted» o a través del «tú»: no tengo derecho a dejar imprecisa mi relación afectiva o social. Naturalmente, Barthes habla del francés, el inglés le restituiría las dos últimas libertades citadas, aunque (como justamente señalaría él) le sustraería otras. En conclusión: «A causa de su misma estructura, la lengua implica una relación fatal de alienación». Hablar es someterse: la lengua es una reacción generalizada. Además: «No es ni reaccionaria ni progresista, sino simplemente fascista, ya que el fascismo no es impedir decir, es obligar a decir».


Desde el punto de vista polémico, esta última afirmación es la que, desde enero de 1977, había provocado más reacciones. Las demás que siguen se derivan de ella: no nos sorprenderá, por consiguiente, oír decir que la lengua es poder porque me obliga a usar estereotipos preformados, entre ellos las mismas palabras, y que está tan fatalmente estructurado que, esclavos en su interior, no logramos liberarnos en su exterior, porque no hay nada exterior a la lengua.


El Placer del texto y Lección
 Inaugural de Roland Barthes


De ahí el esbozo de una teoría de la literatura como escritura, juego de y con palabras. Categoría que no abarca sólo las prácticas literarias, sino que también puede encontrarse operante en el texto de un científico o de un historiador. Pero, para Barthes, el modelo de esta actividad liberadora es siempre, en suma, el de las actividades llamadas «creativas» o «creadoras». La literatura pone en escena el lenguaje, trabaja sus intersticios, no se mide con los enunciados ya hechos, sino con el juego mismo del sujeto que enuncia, descubre la sal de las palabras. La literatura sabe muy bien que puede ser recuperada por la fuerza de la lengua, pero, justamente por esto, está pronta a abjurar, dice y reniega de lo que ha dicho, se obstina y se aleja con volubilidad, no destruye los signos, los hace jugar y juega con ellos. Que la literatura sea liberación del poder de la lengua depende de la naturaleza de este poder, y en este punto Barthes nos parece evasivo. Por otra parte, no sólo cita directamente a Foucault como amigo, sino también indirectamente en una especie de paráfrasis, al referirse, con unas pocas frases, a la «pluralidad» del poder. Y la noción de poder elaborada por Foucault es quizá la más convincente, si no la más provocadora, de cuantas circulan hoy. Noción que encontraremos, construida paso a paso, en toda su obra.


A través de la diferenciación que se opera de obra en obra, de las relaciones entre poder y saber, entre prácticas discursivas y prácticas no discursivas, se diseña claramente en Foucault una noción de poder que presenta por lo menos dos características que en este caso nos interesan: en primer lugar, el poder no sólo es represión e interdicción, sino también incitación al discurso y producción de saber; en segundo lugar, y como señala también Barthes, el poder no es uno, no es macizo, no es un proceso unidireccional entre una entidad que ordena y sus propios súbditos.


«Hay que admitir, en suma, que este poder se ejerce más que se posee, que no es el privilegio adquirido o conservado por la clase dominante, sino el efecto conjunto de sus posiciones estratégicas, efecto que manifiesta y quizá reconduce la posición de aquellos que son dominados. Este poder, por otra parte, no se aplica pura o simplemente, como una obligación o una interdicción, a quienes no lo tienen"; el poder les inviste, se impone por medio y a través de ellos; se apoya en ellos, exactamente como ellos mismos, en su lucha contra él, se apoyan a su vez en las presas que él ejerce sobre ellos» (Vigilar y castigar). Y sigue: «Por poder yo no entiendo tampoco un modo de sometimiento, que, por oposición a la violencia, tomaría la forma de una regla. Por último, tampoco entiendo un sistema general de dominación ejercido por un elemento o un grupo sobre otro, y cuyos efectos por sucesivas derivaciones atravesaría todo el cuerpo social. El análisis, en términos de poder, no debe postular, como datos iniciales, la soberanía del Estado, la forma de ley o la unidad global de una dominación, no siendo éstos otra cosa que formas terminales. Creo que por el término poder hay que entender ante todo la multiplicidad de relaciones de fuerzas inmanentes al campo en el que se ejercen y que constituyen su organización; el juego que a través de choques y luchas incesantes las transforma, las refuerza y las invierte; los apoyos que estas relaciones de fuerza encuentran unas en otras para formar una cadena y un sistema o, por el contrario, las diferencias, las contradicciones que las aíslan unas de otras; las estrategias, en fin, con que realizan sus efectos, y cuyo diseño general o su cristalización institucional toman cuerpo en los aparatos estatales, en la formulación de la ley, en las hegemonías sociales».


El poder no debe buscarse en un centro único de soberanía, sino como la «base móvil de las relaciones de fuerza que, por su disparidad, inducen sin pausa situaciones de poder, aunque siempre locales e inestables [ ] El poder está en todas partes, no porque lo abarque todo, sino porque viene de todos lados [ 1 El poder viene de abajo [ 1 no hay, en el origen de las relaciones de poder, y como matriz general, una oposición binaria y global entre dominadores y dominados [ 1 Hay que imaginar más bien que las múltiples relaciones de fuerza que se forman y operan en los aparatos de producción, en la familia, en los grupos restringidos, en las instituciones, sirven de soporte a amplios efectos de división que recorren el conjunto del cuerpo social» (La voluntad de saber).


Ahora bien, esta imagen del poder recuerda muy de cerca la idea de ese sistema que los lingüistas denominan lengua. La lengua es, ciertamente, coercitiva (me prohibe decir «yo queríamos un como», bajo pena de incomprensibilidad), pero su carácter coercitivo no depende de una decisión individual, ni de un centro desde donde irradian las reglas: es un producto social, nace como un aparato restrictivo justamente a causa del consenso de todos, cada uno es renuente a tener que observar la gramática, pero consiente en ello y pretende que los demás la observen porque ahí encuentra su beneficio.


No sé si podría decirse que una lengua es un dispositivo de poder (incluso cuando a causa de su carácter sistemático es constitutiva de saber), pero es cierto que es un modelo del poder. Podríamos decir que, aparato semiótica por excelencia, o (como dirían los semiólogos rusos) sistema modelizante primario, la lengua es un modelo de aquellos otros sistemas semióticos que se establecen en las diversas culturas como dispositivos de poder, y de saber (sistemas modelizantes secundarios).


En este sentido, Barthes tiene pues razón cuando define la lengua como algo vinculado con el poder, pero se equivoca al sacar de ahí dos conclusiones: que la lengua es fascista, y que es «el objeto en el que se inscribe el poder», es decir, su epifanía ominosa.


Acabemos rápidamente con el primer, y clarísimo, error: si el poder es lo que Foucault define, y si las características del poder se encuentran en la lengua, afirmar por ello que la lengua es fascista es más que una boutade, es una invitación a la confusión. Puesto que entonces el fascismo, al estar en todas partes, en toda situación de poder, y en toda lengua, desde el origen de los tiempos, no estaría en ninguna parte. Si la condición humana se pone bajo el signo del fascismo, todo el mundo es fascista y nadie lo es. Con lo cual puede verse hasta qué extremo son peligrosos los argumentos demagógicos, que vemos abundantemente usados en el periodismo cotidiano, y sin la finura de Barthes, quien por lo menos sabe usar paradojas y las emplea con fines retóricas.


Más sutil me parece el segundo equívoco: la lengua no es eso donde se inscribe el poder. Francamente, jamás he comprendido esta manía francesa o afrancesada de inscribirlo todo y verlo todo como inscrito: en pocas palabras, no sé muy bien qué quiere decir «inscribirse»; me parece una de esas expresiones que resuelven de modo autorizado unos problemas que no se sabe definir de otra manera. Pero, aun considerando adecuada esta expresión, yo diría que la lengua es el dispositivo a través del cual el poder se inscribe allí donde se instaura. 













Tomado de:
ECO, Umberto (1996): La estrategia de la ilusión. Barcelona, Lumen, pp. 255-268.  

Derechos imprescriptibles del lector. Daniel Pennac





Derechos imprescriptibles del lector


Daniel Pennac


El derecho a no leer


Como toda enumeración de derechos que se aprecie, la de los derechos de la lectura debe abrirse por el derecho a no utilizarlo -en este caso el derecho a no leer-, sin el cual no se trataría de una lista de derechos sino de una trampa perversa.


Para comenzar, la mayor parte de los lectores se conceden cotidianamente el derecho a no leer. Aunque afecte a nuestra reputación, entre un buen libro y un mal telefilm, el segundo vence al primero con mucho mayor frecuencia de lo que nos gustaría confesar. Y además, no leemos continuamente. Nuestros períodos de lectura se alternan muchas veces con prolongadas dietas en las que la sola visión de un libro despierta los miasmas de la indigestión.


Pero lo más importante es otra cosa.


Estamos rodeados de cantidad de personas totalmente respetables, a veces tituladas, e incluso «eminentes» -algunas de las cuales poseen bibliotecas muy interesantes-, pero que no leen jamás, o tan poco que nunca se nos ocurriría la idea de regalarles un libro. No leen. Sea porque no sienten la necesidad, sea porque tienen demasiadas cosas que hacer aparte de leer (pero eso equivale a lo mismo, es que ese aparte las colma o las obnubila), sea porque alimentan otro amor y lo viven de una manera absolutamente exclusiva. En suma, a esas personas no les gusta leer. No por ello son menos tratables, e incluso son de un trato muy agradable. Por lo menos no nos piden en cualquier momento nuestra opinión sobre el último libro que hemos leído, nos evitan sus reservas irónicas sobre nuestro novelista favorito y no nos consideran unos retrasados por no habernos precipitado sobre el último Tal, que acaba de salir en la editorial Cual y del que el crítico Enterado ha hecho los mayores elogios. Son tan «humanas» como nosotros, absolutamente sensibles a las desdichas del mundo, preocupadas de los derechos del hombre y entregadas a respetarlo en su esfera de influencia personal, lo que ya es mucho, pero hete aquí que no leen. Son muy libres de no hacerlo.


La idea de que la lectura «humaniza al hombre» es justa en su conjunto, aunque experimente algunas deprimentes excepciones. Se es sin duda algo más «humano», y entendemos por ello algo más solidario con la especie (algo menos «fiera»), después de haber leído a Chéjov que antes.


Pero evitemos acompañar este teorema con el corolario según el cual cualquier individuo que no lee debiera ser considerado a priori un bruto potencial o un cretino contumaz. Porque, si no, convertiremos la lectura en una obligación moral, y esto es el comienzo de una escalada que no tardará en llevarnos a juzgar, por ejemplo, la «moralidad» de los propios libros en función de criterios que no sentirán ningún respeto por otra libertad inalienable: la libertad de crear. A partir de entonces, el bruto seremos nosotros, por muy lector que seamos. Y bien sabe Dios que brutos de este tipo no faltan en el mundo.


En otras palabras, la libertad de escribir no puede ir acompañada del deber de leer.


En el fondo, el deber de educar consiste, al enseñar a los niños a leer, al iniciados en la Literatura, en darles los medios de juzgar libremente si sienten o no la «necesidad de los libros». Porque si bien se puede admitir perfectamente que un individuo rechace la lectura, es intolerable que sea -o se crea- rechazado por ella.


Es inmensamente triste, una soledad en la soledad, ser excluido de los libros, incluso de aquellos de los que se puede prescindir.


El derecho a releer


Releer lo que me había ahuyentado una primera vez, releer sin saltarme un párrafo, releer desde otro ángulo, releer por comprobación, nos concedemos todos estos derechos.


Pero sobre todo releemos gratuitamente, por el placer de la repetición, la alegría de los reencuentros, la comprobación de la intimidad.


«Más, más», decía el niño que fuimos. Nuestras relecturas de adultos participan de ese deseo: encantamos con lo que permanece, y encontrarlo en cada ocasión tan rico en nuevos deslumbramientos.


El derecho a hojear


Yo hojeo, nosotros hojeamos, dejémosles hojear. Es la autorización que nos concedemos para coger cualquier volumen de nuestra biblioteca, abrirlo por cualquier lugar y sumirnos en él un momento porque sólo disponemos precisamente de ese momento. Algunos libros se prestan mejor que otros a ser hojeados, por componerse de textos breves y separados: las obras completas de Alphonse Allais o de Woody Allen, las novelas cortas de Kafka o de Saki, los Papiers collés de Georges Perros, aquel buen viejo de La Rochefoucauld, y la mayoría de los poetas.


Dicho eso, se puede abrir a Proust, a Shakespeare o la correspondencia de Raymond Chandler por cualquier parte, hojear aquí y allá, sin correr el menor riesgo de sentirse decepcionado.


Cuando no se dispone ni del tiempo ni de los medios para regalarse con una semana en Venecia, ¿por qué negarse el derecho a pasar allí cinco minutos?


El derecho a callarnos


El hombre construye casas porque está vivo, pero escribe libros porque se sabe mortal. Vive en grupo porque es gregario, pero lee porque se sabe solo. Esta lectura es para él una compañía que no ocupa el lugar de ninguna otra pero que ninguna otra compañía podría sustituir. No le ofrece ninguna explicación definitiva sobre su destino pero teje una apretada red de connivencias que expresan la paradójica dicha de vivir a la vez que iluminan la absurdidad trágica de la vida. De manera que nuestras razones para leer son tan extrañas como nuestras razones para vivir. Y nadie tiene poderes para pedirnos cuentas sobre esa intimidad.











Tomado de:
PENNAC, Daniel (2001): Como una novela. Barcelona, Anagrama.

11 julio 2012

El verbo y las tinieblas. Ivonne Bordelois




El verbo y las tinieblas

Ivonne Bordelois
Las lenguas no sólo se "emplean", no son sólo valores de comunicación, expresión personal o uso colectivo: contienen la experiencia de los pueblos y nos la trans­miten, pero sólo en la medida en que estemos dispues­tos a reconocer su capacidad de poder hablarnos. La expresión "usar la lengua" reduce la lengua a un ins­trumento, cuando en realidad la lengua es un proceso que vastamente nos trasciende. Como dice Guillermo Boido: "La poesía es el intento de preguntarle a las pa­labras qué somos. Como los sueños, ellas saben mucho de nosotros, quizá más que nosotros". Si la palabra sabe más de nosotros que nosotros mismos es porque viene de una tradición de experiencia humana que nos supe­ra en el tiempo y en el espacio. Las palabras que hoy día pronunciamos son sobrevivientes de catástrofes históri­cas donde el latín pereció, pero estas palabras nos pre­ceden, nos presencian y se prolongarán mucho más allá de nosotros en el tiempo: podríamos decir que en cier­ta medida somos sus vehículos; no su fuente misma y mucho menos sus propietarios.


El hombre es el ser de la palabra, según Aristóteles y la tradición griega; pero cómo llegó la palabra hasta él es un enigma que Sócrates calificó de insoluble y ante el cual toda la ciencia de nuestra época sigue estrellándose sin respuesta: sólo cabe interrogar tentativamente, admirar y seguir escuchando. Como dice Steiner: "Po­seedor del habla, poseído por ésta, cuando la palabra eligió la tosquedad y flaqueza de la condición humana como morada de su propia vida imperiosa, la persona humana se liberó del gran silencio de la materia. O, para emplear la imagen de Ibsen, golpeado por el mar­tillo, el mineral insensato se ha puesto a cantar".


En latín "he hablado" se dice "locutus sum", que morfológicamente significa "he sido hablado". Y Hei­degger decía: "El hombre no habla el lenguaje sino que el lenguaje habla al hombre". Si aceptáramos que la len­gua nos circula como la sangre que nos sustenta, o bien nos penetra como el aire que respiramos, nos encontra­ríamos más abiertos a "ser hablados" por las lenguas antes que a hablarlas, a ser inspirados y aspirados por ellas antes que a aspirarlas o inspirarlas omnipotente­mente, como en vano tratamos de hacerlo. Por alguna razón los mayas decían en su idioma que la lengua era un sentido comparable a la vista o al oído. Precisamos reencontrar un aire más libre, donde las palabras, resti­tuidas a sí mismas, a su propia personalidad, nos sor­prendan y nos iluminen, conversen y se rían de nosotros y de ellas mismas con nosotros, en vez de ser exclusiva­mente nuestras mucamas, espías o niños mensajeros.

 El lenguaje está antes y después de nosotros, pero también está, felizmente, entre nosotros. Es el tejido relacional del cual los otros dependen: un tejido fuerte y subsistente, y tan necesario a nuestras vidas como la nutrición. En otras palabras, es como el Verbo del Evan­gelio de Juan, del que se dice que "todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho". Naturalmente, la exégesis tradicional indica que Juan estaba hablando de Cristo al referirse al Verbo. Pero si Juan encuentra esta imagen para hablar de Cris­to muy bien puede ser porque al compararlo con la pa­labra, al llamarlo palabra, está diciendo también que hay una energía luminosa, universal e inagotable que Cristo -como todos los grandes maestros- comparte con el lenguaje. "El Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios": en efecto, el lenguaje representa al Eros y es el Eros, el logro del encuentro en la comunicación verbal y el sustento relacional más profundo de la vida. "El verbo es la luz verdadera que alumbra a todo ser hu­mano que viene a este mundo", dice Juan, significando que el lenguaje es, precisamente, ese don misterioso que comparte la especie y la ilumina. Y más allá: "En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece y las tinieblas no prevale­cieron contra ella".

En cuanto al sentido metafórico de las tinieblas de las que habla Juan, deberíamos disponernos a un esta­do de alerta, porque el hecho insoslayable es que estas tinieblas se ven representadas por la cultura global del capitalismo  salvaje que vivimos: una empresa destina­da a demoler nuestra conciencia del lenguaje, increíble­mente eficaz en este sentido. No estamos, por cierto, postulando la existencia de un conjunto de multinacio­nales perversas dedicadas a deteriorar el lenguaje, enarbolando programas específicos al respecto. Sí creemos que el presente sistema está claramente decidido a for­mar esclavos del trabajo, de la información y del consu­mo, y nada favorece y robustece más la esclavitud que la pérdida del lenguaje, de modo que todas las técnicas de reclutamiento y organización del trabajo, así como las de información y de la propaganda comercial apuntan, directamente o indirectamente a esa destrucción, y la implican. (Un ejemplo directo, aunque modesto, de esta situación puede ser la ofensiva estupidez de un reciente anuncio comercial que culmina machacando: "Porque lo único que importa es la cerveza")


Una cultura consumista se opone por esencia, es decir, necesita, por su propia naturaleza, oponerse a ese sistema gratuito de creación e intercambio de bienes que es el lenguaje: esa maravillosa feria libre en donde todos los días se acuñan nuevas expresiones y canciones, esa indetenible fiesta inconsciente que es el idioma colecti­vo. En esa fiesta no son los ejecutivos de las multinacio­nales ni las grandes figuras mediáticas ni los escritores consagrados, sino los niños y los adolescentes quienes ocupan anónimamente, irresistiblemente, la vanguar­dia, y lanzan, junto con las nuevas blasfemias y las nue­vas vulgaridades, como el trigo que no puede separar­se de la cizaña, las metáforas que luego ganan la calle y los medios y empapan toda nuestra vida de vigor, fres­cura y novedad.


Cuando palpamos la increíble estrechez de la fran­ja verbal de los diarios, la televisión y la literatura best-seller de nuestra época, cuando la conversación (una forma de poesía mutua si es verdadera) es desalojada violentamente de los lugares de encuentro por los alari­dos infantiles y patéticos del peor rock, cuando la letra de las canciones más populares desciende al infierno de la monotonía y la estupidez, es nuestro lenguaje (y a través del lenguaje nosotros mismos, en lo más profun­do de nuestra identidad) el que es atacado y destruido. Con razón Merleau Ponty -alguien a quien no pueden imputarse relentes de misticismo esotérico- decía: "El lenguaje, antes que un objeto, es un ser". Y este ser se degrada inevitablemente con estos ataques. Fingir que no registramos esta degradación, que es también la nuestra, pretender que no la experimentamos, es crear una suerte de costra a nuestro alrededor que acaba por separarnos de nuestros propios deseos y de nuestra propia felicidad, porque el lenguaje, en su pureza y su vitalidad, es una de las mayores y más profundas fuen­tes de gracia, dignidad y felicidad en la vida humana.


Quiero decir que hay una ecología del lenguaje que tenemos que reencontrar, y ésta no es una empresa in­accesible. No se trata de velar por el casticismo o resu­citar vetustas academias o arcaicas ortodoxias. Cada vez que abrimos paso a la reflexión sobre el sentido es­condido de las palabras o a la ponderación de la sabia arquitectura de la sintaxis, cada vez que celebramos la gracia de un chiste verbal o de una adivinanza, una copla, una frase escuchada al pasar, cada vez que incu­rrimos en el lujo de ese paseo arqueológico entre ruinas maravillosas que es la etimología, estamos reviviendo la felicidad del lenguaje y la posibilidad de la poesía, que es la criatura más excelsa del lenguaje, su corona de estrellas.


Pero si esta cultura ataca la conciencia del lenguaje es, en gran medida, porque de algún modo se adivina que en ella, además de la fuerza refrescante de la poesía, reside la raíz de toda crítica. Para un sistema consumis­ta como el que nos tiraniza, es indispensable la reduc­ción del vocabulario, el aplanamiento y aplastamiento colectivo del lenguaje, la exclusión de los matices -que muchas veces significa el olvido de los propios deseos-y sobre todo, la pérdida del sentido del goce y la luci­dez que la lengua puede llegar a proporcionarnos. Por eso, la empresa consumista es enemiga frontal de la au­téntica expresión lingüística, que exige libertad, don de aventura y originalidad y desasimiento total de pautas exteriores para desplegarse en todo su esplendor.












Tomado de:
BORDELOIS, Ivonne (2004): La palabra amenazada. Bs. As. Del Zorzal, pp.23-29.




09 julio 2012

La trama de la seducción. María Isabel Filinich




La trama de la seducción


María Isabel Filinich


El tema de la seducción nos instala en el ámbito del estudio de la relación con el otro: todo discurso,  sabemos, convoca la presencia del otro, forja una imagen de destinatario, a falta de la cual su sentido y su eficacia se verían comprometidos.


La semiótica llamada hoy estándar había reservado un capítulo especial para este vínculo con el otro:se trataba de explicar esa particular actividad denominada manipulación (oen otros términos, hacer-hacer) mediante la cual el sujeto de discurso hace ejecutar al otro un programa propuesto actuando sobre su competencia modal (el querer / el poder / el deber / el saber). Dado que la manipulación entonces, no opera directamente sobre el hacer del sujeto sino sobre su competencia para desarrollar las acciones propuestas, la dimensión en la que se manifiesta es la dimensión  cognoscitiva.


Ahora bien, si nos centramos en el nivel enunciativo del discurso, aquí la manipulación podrá ser vista como aquella actividad ejercida sobre el destinatario para que adhiera a aquello que el destinador le dirige. Según qué modalidades afecte la manipulación se podrían obtener escenas diversas: así, si la manipulación se ejerce sobre el poder y se le propone al otro un objeto positivo (el fruto del árbol de la sabiduría, que aparece en el Génesis, por ejemplo) estaríamos ante la tentación; si el don es negativo (una amenaza, pongamos por caso) se trataría de una intimidación; cuando la manipulación se ejerce sobre el saber y se formula un juicio negativo de la competencia del destinatario (una frase como "eres incapaz de...") resultaría en una provocación; y finalmente, si el juicio comunicado es positivo, la estrategia, entonces, sería de seducción.


Este esbozo de tipología de las formas de la manipulación es presentado por Greimas y Courtés (en 1979, fecha de publicación en francés del Diccionario) de manera provisoria, con el objeto de indicar un eje de investigación más que de proponer una reflexión acabada. De todas maneras, podríamos ya observar qué lugar se le asigna a la seducción en este programa de estudio de la manipulación: en primer lugar, este mismo hecho es necesario que sea retenido, esto es, la seducción es considerada una forma de manipulación;  segundo, y como consecuencia de lo anterior, la seducción se desarrolla en la dimensión cognoscitiva y tiene que ver con un "juicio positivo".


Entre las aportaciones resultantes de esta revisión, de interés para nuestra reflexión, es la consideración, al lado de las dimensiones pragmática y cognoscitiva del discurso, de una dimensión pasional. Es necesario comprender esta denominación en el marco de la trayectoria de la propia semiótica: como podemos recordar, los primeros trabajos de semiótica narrativa se ocuparon preferentemente del hacer del sujeto y contribuyeron a fundar una teoría de la acción; cumplida esa etapa, y consolidada con ese bagaje teórico y metodológico, la semiótica se desplaza ahora hacia otra esfera de fenómenos que dan cuenta ya no del hacer, de las acciones efectuadas, sino del padecer, de las pasiones sufridas por el sujeto, y en este sentido, se traslada también del hacer al ser del sujeto. La manifestación de esta dimensión se concibe como una suerte de prosodia del discurso, de rasgos que se encabalgan sobre porciones diversas del encadenamiento sintagmático y modulan la significación: la articulación de modalidades divergentes (/querer/ y /no poder ser/, o /no querer/ y /deber ser/, etc.), la aspectualización, el ritmo, la orientación perceptiva, son algunas de las formas mediante las cuales el discurso produce efectos de sentido pasionales.


A la luz de estas nuevas observaciones, se impone una reconsideración de las formas de manipulación que habían sido previstas. En lo que sigue, intentaré iniciar una reflexión acerca de la seducción como puesta en escena, representación de una trama que compromete la dimensión pasional de la actuación de los sujetos implicados. En este sentido y en los límites de este trabajo, quisiera mostrar el valor que asume la trama, la red que se teje y atrapa a los mismos sujetos.


Para ello, no está demás regresar a la etimología y al diccionario y recoger allí los sentidos asociados al término latino seduco, -duxi, -ductum: una primera acepción registrada es "llevar aparte, apartar, llamar a uno [para hablarle confidencialmente], arrastrar"; una segunda, "atraerse, llevarse, llevar consigo o con uno"; también significa "separar"; y finalmente, ya a distancia del latín clásico, la voz eclesiástica cobra el sentido de "corromper, pervertir".  


Podemos observar que el acto de seducir aparece de entrada ligado al de apartar, en el sentido de llevar aparte, esto es, alejar a alguien de un lugar visible y, en consecuencia, crear el espacio propicio para,  supuestamente, hablar en secreto. Este movimiento de llevar a un lugar apartado, separado, implica una sustracción del conocimiento o de la visión de un tercero, sustracción parcial puesto que el acto mismo de llevar aparte convoca la necesaria presencia de un espacio público cuya visibilidad se intenta evadir al mismo tiempo que permanece como el fondo, el escenario imprescindible que motiva el gesto de apartar. Retengamos de aquí la presencia de este tercero, sea en el sentido laxo del espacio público o simplemente de la visión de un observador externo.


Este rasgo, digamos así, de oscuridad de la seducción, por ser un acto sustraído a la luz pública y realizado en un espacio apartado, ha conducido a Baudrillard (2000) a oponer, por su etimología, dos términos (que en su uso difícilmente podrían entrar en relación de oposición): pro-ducere y se-ducere. Tal oposición estaría dada por el hecho de que el primero designa, originalmente, no el acto de fabricación, sino el acto de hacer avanzar, hacer aparecer y comparecer, hacer salir a escena y, en este sentido, hacer visible; en cambio, se-ducere designa la acción de separar, apartar y, en este sentido, retirar de lo visible. Sin embargo, parece conveniente pensar, como lo sugiere Parret, que esta oposición requiere ser moderada y que en la seducción es necesario reconocer "la profunda ambigüedad en el movimiento de retirarse (en secreto) y de producirse (en lo visible) [...]  Es claro que, si el acto de seducción evoca el secreto por un lado, también estimula la mirada sobre una visibilidad producida. [...] El ámbito de la seducción es precisamente el lugar dialéctico de ese secreto y de esa visibilidad" (1995: 107-108). Es en este sentido que quisiéramos retener la tensión que se instaura entre lo visible y lo oculto en el juego que  entraña la seducción.


He aquí, entonces, uno de los rasgos centrales de la trama que la seducción construye: diríamos que el comienzo (y también su  continuidad) está marcado por esta tensión entre lo visible y lo oculto, que podría traducirse por una fuerza de atracción ejercida por uno y otro polo y que constituyen el espacio necesario para que la escena de seducción se despliegue. Pero, ¿qué es aquello que se sustrae de la visión del otro? ¿Qué es lo que se oculta? Baudrillard dirá que se trata de un secreto, y además, de un secreto que nada contiene, que importa en tanto se muestra y circula como secreto. La fórmula rezaría así, en palabras del propio Baudrillard: "Sé el secreto del otro, pero no lo digo y él sabe que yo lo sé, pero no corre el velo: la intensidad entre ambos no es otra cosa que ese secreto del secreto" (2000: 77). Lejos estamos, entonces, de la comunicación de alguna información y, sin embargo, una intensidad se produce y se comparte, un mismo juego, de secretas reglas, señala, designa, a sus jugadores, a quienes se arriesgan a participar en la trama que así da inicio.


Este comienzo que pone en su centro una intensidad sentida, intensidad que además no podrá el sujeto atribuir a un objeto si no es porque se combina con una cierta extensión que le sirve de soporte, instala en un primer plano la dimensión pasional del discurso. Pareciera que la  seducción, para poder ser explicada, necesita ser distanciada de las formas de la manipulación sustentadas en la modalidad del /querer/ para vincularla con una dimensión que escapa a la experiencia inteligible de un sujeto movido por la razón y el juicio. Precisamente, apoyándose en este criterio, Parret propone disociar seducción y manipulación: "Si yo no entreveo ningún parecido entre la manipulación y la seducción, es porque el criterio intencional, tanto para el sujeto como para el co-sujeto, no es pertinente para una definición de la seducción. La seducción no pertenece a la competencia intencional de acción, al querer manipulatorio del destinador, de la misma manera que no concierne la intencionalidad de acción en el destinatario" (1995: 112).


Por nuestra parte, creemos pertinente aceptar que, en la economía general del discurso, la seducción, en efecto, opera en la dimensión pasional, pone en juego la experiencia sensible, los afectos y los movimientos inconscientes del ánimo, pero además, a partir de aquí, se puede dar lugar a cualquier escena de manipulación. Así, la seducción podría pensarse como un recorrido previo al ejercicio de la manipulación. De aquí que habría que distinguir, en los textos, aquello que es propio de la seducción de las estrategias de manipulación que pueden servirle de cauce. 


Lo propio de la seducción, decíamos, es esta tensión entre lo visible y lo oculto, tensión que crea el escenario de riesgo propicio para que se desarrolle la trama. A lo cual Baudrillard agregaría que aquello que se oculta, que se mantiene en secreto, es un vacío, sólo cuenta por tener la forma del secreto Los significantes, entonces, como quiere la poesía (y en suma, cualquier discurso), ya no son unas formas superficiales cuyo velo hay que descorrer para hallar algún significado oculto, sino que de ellos mismos emana su fuerza, su efecto de seducción. Así, podría decirse que es el canto de las sirenas, su voz fascinante, aquello a lo que Ulises no debe sucumbir: antes de hablar, de hacerle saber "todo cuanto ocurre en la fértil tierra", lo que impulsa a Ulises a desasirse del mástil es el hechizo de las voces cuyos suaves sonidos conmueven su corazón. Sin embargo, no podemos dejar de apreciar en el pasaje homérico que la suavidad de la voz se acompaña con una promesa: "Nadie ha pasado en su negro bajel –dicen las sirenas– sin que oyera la suave voz que fluye de nuestra boca; sino que se van todos después de recrearse con ella, sabiendo más que antes" (Rapsodia XII, § 184). El secreto no está, entonces, tan vacío: si bien es un ardid, encierra, para el destinatario, en el momento en que aparece, una promesa, lo cual despliega su imaginario y entonces, y sólo entonces, puede sucumbir.


Si el juego de la seducción se da en la superficie del discurso como sugiere Baudrillard, no es porque no hay nada detrás de los significantes, no es porque el secreto nada contiene, sino porque lo más superficial puede evocar lo más profundo. De aquí que, más que con el secreto, o en todo caso a través de su forma, la seducción se asocia con una promesa, la cual abre un espacio donde la imaginación puede proyectarse y expandirse. Podría decirse así que la seducción es, por encima de todo, una puesta en escena de una trama que subsume a sus propios actores, trama que se inicia con una tensión, generada por la complicidad entre lo visible y lo oculto, y que se continúa en una promesa que despliega la dimensión imaginaria. Este predominio de las reglas del juego sobre la identidad de los propios actores es también subrayado por Parret al hablar de una lógica de la seducción caracterizada por ser "una lógica que suprime la identidad del seductor, ya que éste es siempre diferente, ocupando numerosos lugares. El seductor no está marcado por ninguna subjetividad ni localización espacio-temporal identificable" (1995: 116).  Esta concepción se sostiene en las palabras del propio Baudrillard: "El sujeto sólo puede desear; el objeto es el único que puede seducir", "el objeto es lo que ha desaparecido del sujeto y desde el fondo de esa desaparición envuelve al sujeto en su estrategia fatal" (Ibidem).


Este lugar central del objeto seductor, señalado por su ausencia, aparece representado en la letra de muchos tangos: 


Del fondo de mi copa su imagen me obsesiona, 
es como una condena su risa siempre igual... coqueta,
despiadada su boca me encadena
¡se burla hasta la muerte la ingrata en el cristal!

C. Gardel y A. Le Pera "Amargura"


Esta captación del sujeto por el objeto, esta forma de sumisión "desubjetiviza" (para utilizar una noción de Parret) tanto al seductor como al seducido: aquí, la imagen de la "coqueta" cristalizada en su risa sigue ejerciendo su hechizo a través de la memoria que ha fijado ese signo de desenfado y a la vez encantador, del cual el seducido no se puede desprender. La estrofa abunda en señales de sumisión: el léxico de la condena, la obsesión, el encadenamiento, remite también a un centro desubjetivizado, que ha sucumbido ante ese objeto ausente que lo priva, lo separa de sí mismo  y lo reclama con la fuerza de su propia ausencia. Esa risa "siempre igual" que suena en su memoria y resuena en el cristal de la copa vuelve a poner en escena la trama de la seducción: intensidad de la atracción, promesa, y luego, abandono. Abandono que opera como el motor que vuelve a poner en marcha el proceso: desde su fondo de ausencia, el objeto atrae y somete a su encanto y también a su impiedad.


En la letra de este género de música, el varón seducido realiza una suerte de exhibición de la pérdida: el tema recurrente es un lamento por aquello que se poseyó y ya no se tiene. Frente a la pérdida por abandono, el seducido muestra su dolor, ya sea de forma directa, desde su frágil posición de carencia, o bien, indirectamente, cuando se hace pasar el dolor por el tamiz del humor, la ironía o la burla. De la trama de la seducción, la letra de tango pareciera focalizar su terminación, el abandono, y hacer de él un estado del alma más que el término de un recorrido. De aquí que fácilmente se pase del lamento por el abandono a la nostalgia de un pasado irrecuperable. La entrega del sujeto en la seducción, su abandono en favor de la trama, quizás esté presente de manera más nítida en las figuras del baile que el tango hace suyas: el avance y el retroceso, la espera, la marca, la finta, la pausa, van exhibiendo los momentos propios de la escena de seducción. Aquí, el simulacro recupera todo su valor: hay una entrega de la pareja de baile a una actuación en la cual, por otra parte, no todo está pautado; como en la ejecución de una partitura, tanto cuenta el  esquema previsto como el modo de realizarlo. Cuanto mayor disponibilidad haya en los actores para entregarse a la trama propuesta y asumirla, encarnarla, mayor eficacia tendrá su actuación.


Pero ¿en qué se asienta esta fuerza que atrae, separa y arrastra, promete y despliega el imaginario del otro? Anticipábamos ya que el lazo por seducción parece crearse y sostenerse en una dimensión de superficie del discurso, su dimensión sensible. La esfera de lo sensible, como sabemos, atiende a dos polos de la experiencia: la percepción del mundo exterior, a través de la actividad de los sentidos, y la sensación de la vida interior, de los afectos, emociones, pasiones. El lugar de confluencia, de pasaje e inscripción, de ambos registros es el cuerpo propio. Todo aquello que ponga en juego la percepción sensorial, que afecte los sentidos y la sensibilidad entera del cuerpo convoca, bajo la forma primaria de la atracción o la repulsión, la respuesta afectiva.


Ahora bien, esta activación sensible, del cuerpo y de los afectos, la llamada "experiencia estésica" tiene una forma particular de acontecer. Una aproximación posible al conocimiento de tal experiencia es la que practica Landowski (1999) mediante su concepción de la relación por contagio. Sintetizando la argumentación del autor, diré que mediante la noción de contagio se quiere evocar los procedimientos de una práctica terapéutica particular, la del placebo, la cual, como sabemos, alude al proceso de cura que tiene lugar sin que la causa pueda ser atribuida al medicamento: placebo y enfermo entran en contacto en una relación que no es la de causa-efecto. De modo semejante, así como habría efectos de cura que carecen de causa, así también habría efectos de sentido que no tienen su causa eficiente en un texto previamente constituido: "efecto sin causa [...] –dirá el autor– o, al menos, efecto que no encuentra su razón de ser ni del lado del sujeto ni del lado del objeto, sino que depende por completo de lo que los pone a ambos en presencia. Porque, de hecho, ninguno de los términos de la relación, ni el objeto de la aprehensión ni el sujeto que la efectúa, existe independientemente del modo en que el otro lo hace ser, de manera tal que lo único que cuenta es entonces la propia modalidad de su encuentro" (1999: 273). Tal encuentro, esa puesta en presencia gracias a la cual adviene el sentido, tiene su anclaje en el contacto sensible entre uno y otro cuerpo. Ahora bien, habría que preguntarse, como lo hace de hecho el autor, qué es lo que hace posible un encuentro de esta índole, sea una experiencia estética, amorosa, o en general, estésica. Haciendo una analogía con la rima, en la cual la reaparición de un elemento hace aparecer, y cobrar así sentido, al elemento precedente, de manera semejante, una atracción de esta naturaleza se articula con algo ausente, rima con una ausencia cuya convocación, permite realizar finalmente, el sentido y hacer que el sujeto se descubra como  profundamente otro.






Tomado de:
FILINICH, M. Isabel: "La trama de la seducción". En: Revista Topos y Tropos n°1, Córdoba.