30 mayo 2013

Rabia a los libros. George Steiner





Rabia a los libros

George Steiner


El helenismo franqueará el paso a la «visualización gráfica» en el interior de un libro, en el contexto del neoplatonismo del Cuarto Evangelio, con sus raptos de una extrema sofisticación estilística (como en la oda o himno introductorio), y esencialmente de la mano de pupilos de san Pablo. Es muy probable que Pablo de Tarso no fuera sólo el más hábil de los virtuosos de las relaciones públicas que jamás se haya conocido, sino también uno de los mayores escritores de la tradición occidental. Entre toda la literatura, sus Epístolas continúan siendo una obra maestra de la retórica, de la alegoría empleada con fines estratégicos, de la paradoja y de la inquietud mordaz. El simple hecho de que cite a Eurípides habla de un hombre de cultura libresca, casi antitético del nazareno, al que transmutó en el Cristo. Pocas figuras históricas -se vienen a las mientes Marx o Lenin- pueden rivalizar con la maestría de la propaganda paulina o con su sentido a la vez instrumental, didáctico y etimológico de la propagación pedagógica. Ni tampoco igualar su intuición de que los textos escritos pueden transformar la condición humana. Como Horacio y Ovidio, contemporáneos suyos en sentido amplio, Pablo tuvo la certeza de que sus palabras, transcritas, publicadas y vueltas a publicar, durarían más que el bronce y continuarían resonando en los oídos y la conciencia de los hombres durante mucho tiempo, cuando ya todos los mármoles se hubieran reducido a polvo. Sobre ese credo, con acentos hebraico-helenísticos, florecerán las majestuosas imágenes, metáforas en acto, del libro del Apocalipsis con sus siete sellos y del Libro de la vida, evocados por Juan de Patmos y a lo ancho de toda la escatología cristiana. Estamos de nuevo en las antípodas de la oralidad de Jesús y del contexto prealfabético en el que evolucionaron sus primeros discípulos. 


La cristología paulina se desarrollará en el sentido del catolicismo romano, con su majestuosa arquitectura de exégesis y doctrina escrita. Incluirá el vasto corpus de los escritos patrísticos, las obras de los padres y los doctores de la Iglesia, el genio literario de San Agustín y la justamente afamada Suma de Tomás de Aquino. Pero la tensión inicial entre la «letra» y el «espíritu», por ejemplo, entre los scriptoria monacales, a los que debemos en gran parte que los textos clásicos hayan llegado hasta nosotros, y la preferencia que se ha dado a la oralidad y desdichadamente también al analfabetismo, ha sido constante. 


Entre las raras excepciones, encontramos a los padres del desierto, los ascetas de la Iglesia primitiva que aborrecían los libros y a todo el que estudiaba en ellos. La circularidad infinita de la plegaria que cava su surco, la humillación de la carne, la disciplina de la meditación dejaban poco espacio al lujo de la lectura y en todo caso lo convertían en un hecho eminentemente subversivo. ¿Dónde habría podido instalar una biblioteca el estilita o el indigente habitante de una gruta de Jordania o de la Capadocia? Esta corriente oral vinculada a la penitencia o a la profecía no dejará de aflorar, a veces enmascarada, durante toda la historia de la práctica y la apologética del cristianismo. Volvemos a encontrarla en la actitud iconoclasta de Savonarola y, de un modo más violento, en las renuncias pascalianas y en su profunda desconfianza de Montaigne, encarnación misma de la cultura libresca. 


La tendencia persiste gracias a la actitud profundamente ambigua de Roma hacia la lectura de las Sagradas Escrituras fuera del círculo de una élite establecida. No sólo se desalentó durante siglos y siglos la lectura de la Biblia, sino que muchas veces se tuvo por herética. El acceso al Antiguo y al Nuevo Testamento, con sus incontables opacidades, sus contradicciones intrínsecas y sus misterios recalcitrantes sólo estaba autorizado para los competentes en hermenéutica y teología ortodoxa. Si algo distingue profundamente a la sensibilidad católica de la protestante es su actitud respecto a la lectura de las Sagradas Escrituras: absolutamente primordial en el caso del protestantismo (a pesar de las inquietudes que Lutero expresó en alguna ocasión), fue siempre ajena a la concepción típica del catolicismo. La imprenta estableció con la Reforma una alianza de las que refuerzan a las dos partes. Por el contrario, el invento de Gutenberg llenó de aprensión a la Iglesia Católica. La censura de libros (volveré sobre este punto), su destrucción física, atraviesa como una línea roja la historia del catolicismo romano. Aunque hayan perdido su anterior virulencia, el imprimatur y el index de las obras prohibidas formarán parte de su historia para siempre. No hace tanto que los diálogos filosóficos de Galileo se retiraron del catálogo de libros infames. El Tractatus de Spinoza, si no me engaño, continúa en la lista. 


La creación de las grandes biblioteca reales y académicas, tales como los fondos de Carlos V del Louvre, con un millón de manuscritos, la donación del duque Humphrey a la Biblioteca Bodleiana de Oxford o la biblioteca universitaria de Bolonia, se remonta a la alta Edad Media. En la Italia del siglo XV abundaban las colecciones ducales y los gabinetes de libros de eclesiásticos y eruditos humanistas. El apogeo del libro y de la lectura clásica se debió al desarrollo de la clase media, una burguesía privilegiada y educada, en toda la Europa occidental. 


El acto de la lectura, lo mismo que los espacios anexos de la venta, la publicación o la síntesis y resumen de libros necesitan la concurrencia de varias circunstancias. Nos podemos hacer una idea en lugares tan emblemáticos como la torrebiblioteca de Montaigne, la biblioteca de Montesquieu en La Brède o por lo que sabemos de la biblioteca de Walpole en Strawberry Hill o de la de Thomas Jefferson en Monticello. Los lectores de hoy poseen en propiedad la materia de sus lecturas; los libros ya no se encuentran en espacios públicos y oficiales. Una propiedad semejante necesita a su vez de un espacio especializado, el de la estancia cubierta de estanterías llenas de libros, con diccionarios de griego y latín y obras de referencia que hagan posible una lectura auténtica (como observa Adorno, la música de cámara dependió de la existencia de las correspondientes salas, casi todas en casas particulares). Otro de los requisitos es el silencio. 

San Pablo en Efeso.
 Ilustración de G. Doré


A medida que la cultura urbana e industrial va dominando el mundo, el malestar sonoro aumenta de un modo exponencial, que en la actualidad roza la locura. Para los privilegiados de la edad clásica de la lectura, el silencio era aún una mercancía accesible cuyo precio no ha hecho más que aumentar. Montaigne procuraba que hasta los miembros de su familia se mantuvieran alejados de su bibliotecarefugio. Las grandes bibliotecas privadas dependían de los criados que mantenían el orden y lustraban la encuadernación de cuero. Y, por encima de todo, se disponía de tiempo para leer. Tenemos la sorprendente imagen que captó Lamb de los «cormoranes de biblioteca», tales como sir Thomas Browne o Montaigne o Gibbon, que consumían los días y las noches en su Leviatán. ¿Habrá algún libro que Coleridge o Humboldt no hayan leído, anotado, abarrotado de comentarios, hasta componer, generalmente sobre el primero, un segundo libro en los márgenes, en las hojas sueltas, en la proliferación de notas a pie de página? ¿De dónde sacaba Macauly el tiempo para dormir? 


El estallido de la barbarie sanguinaria del siglo XX europeo y ruso impidió o socavó la existencia de todas estas condiciones vitales. La acumulación propiamente dicha en bibliotecas privadas ha pasado a ser pasión de un pequeño número de personas, los mecenas . Los espacios vitales se achican (hoy en día la vitrina de los discos, la columna de los CD o de las cintas han reemplazado a las estanterías de libros, especialmente en las casas de los jóvenes). El silencio se ha convertido en un lujo. Sólo las grandes fortunas tienen la posibilidad de escapar a la invasión del gigantesco caos tecnológico. El concepto de servicio doméstico, la imagen del criado o del empleado de hogar desempolvando amorosamente desde lo alto de una escalera de mano los últimos volúmenes de la biblioteca, suena a una sospechosa nostalgia. El tiempo se ha acelerado de un modo formidable, como Hegel y Kierkegaard advirtieron, entre los primeros. Los auténticos momentos de ocio, de los que depende toda lectura seria, silenciosa y responsable, se han convertido en patrimonio casi exclusivo de universitarios e investigadores. Matamos el tiempo, en lugar de sentirnos como en casa dentro de sus límites. 


Sin embargo, incluso durante la Edad de Oro del libro, digamos en términos generales entre la época en la que Erasmo podía gritar de alegría y de agradecimiento si se encontraba en el suelo mojado de la calle un fragmento de texto impreso, y la catástrofe de las dos guerras mundiales, hubo dos actos de resistencia, dos contestaciones significativas al libro. No todos los moralistas y los críticos, ni siquiera los escritores tienden a considerar que los libros son «la vida misma, la sangre de los grandes espíritus», según la famosa expresión de Milton. Merecerá la pena detenerse en dos corrientes de oposición, en parte subterráneas. 


Llamaré a la primera «pastoralismo radical». La vemos en el Emilio, la utopía pedagógica de Rousseau, y en el diktat de Goethe, según el cual el árbol del pensamiento y del estudio es siempre gris, mientras que el de la vida en acto, el de la vida-fuerza, el del impulso vital es siempre verde. Un pastoralismo radical anima el pensamiento de Wordsworth, hasta el punto de llevarlo a afirmar que el «brote primaveral de un árbol» vale más que toda la erudición libresca. Por elocuentes e instructivos que sean, el saber que ofrecen los libros y la lectura es secundario. Los libros son parásitos de la conciencia inmediata. Todo el Romanticismo está atravesado de este culto a la experiencia personal, que coincide con el vitalismo de Emerson. Una experiencia así jamás puede delegar en un imaginario pasivo, en un concepto vago. Permitir que los libros influyan en nuestra vida, o en una parte importante de ella, es, para nosotros, renunciar tanto al riesgo como al éxtasis que proporciona la relación primaria, primera, con las cosas. A fin de cuentas, la esencia de la literatura es el artificio. El pastoralismo radical reivindica una política de autenticidad y prefiere la desnudez del yo. Los partidarios de esta visión apasionada, diferentes aunque emparentados, se forjaron en la fragua de William Blake, con su sentimiento de que la erudición suele ser satánica, de Thoreau y de D. H. Lawrence. «Fui a una imprenta en los infiernos -escribe Blake- y vi de qué forma se transmitía el saber de generación en generación.» La sexta cámara de los infiernos está ocupada por criaturas espectrales, sin nombre, que «toman la forma de los libros dispuestos en las bibliotecas». 


La segunda corriente contestataria del libro presenta ciertas afinidades con el pastoralismo radical, pero lanza un guiño hacia atrás en el tiempo, al ascetismo iconoclasta de los padres del desierto. La cuestión que plantea es como sigue: ¿en qué pueden beneficiar los libros a una humanidad afligida? ¿A qué hambrientos han dado de comer? La pregunta fue formulada por ciertos nihilistas y anarquistas revolucionarios a finales del siglo XIX , sobre todo en la Rusia zarista. En comparación con las necesidades humanas y la miseria extrema, la anotación de un manuscrito raro o de una edición princeps (anotaciones que hoy en día producen auténtica locura) es, para un nihilista, una absoluta obscenidad. Pisarev lo expresó con violencia: «Para el hombre del pueblo, un par de botas valen mil veces más que la colección de las obras completas de Shakespeare o de Pushkin». El mismo interrogante, en su versión pietista, atormentará al viejo Tolstói. 


Quema de libros durante el Nazismo. 

Radicalizando la paradoja roussoniana, Tolstói juzgará que la gran cultura, y en particular la gran literatura, ejercen un influjo deletéreo y perjudican la espontaneidad y los principios morales de los hombres y las mujeres; fomentan el elitismo y la obediencia a la autoridad civil y favorecen el vicio de la frivolidad y un sistema educativo basado en la mentira. Un espíritu decente sólo necesita -truena un Tolstói que ha repudiado sus propias obras de ficción- la versión simplificada de los Evangelios, un breviario que le proporcione lo esencial de la imitatio Christi. Tolstói conoce y celebra la ausencia de escritura en las enseñanzas de Jesús. 


Será en Rusia, una vez más, donde después de que los poetas futuristas y leninistas hayan pregonado la destrucción por el fuego de las bibliotecas, la línea oficial, para ponerse a salvo de cualquier eventualidad, se entregará al conservadurismo fanático. La acumulación sin fin de libros, cuyas grandes bibliotecas son como santuarios, supone una recuperación de las cargas de un pasado que ya está muerto, pero que aún intoxica con su veneno. El ayer traba con sus grilletes la imaginación y la inteligencia del hoy. Al atravesar esos pasadizos laberínticos, esos depósitos de millares de libros, el alma se reseca y se reduce a algo desesperadamente insignificante. ¿Qué se puede añadir todavía? ¿Cómo rivalizará un escritor con esas estatuas marmóreas de los grandes clásicos canonizados? Todo aquello que vale la pena imaginar, pensar y decir, ¿no ha sido ya imaginado, pensado, dicho? ¿Quién puede volver a escribir en una página en blanco la palabra «tragedia» -se preguntaba un Keats angustiado- teniendo a la espalda un Hamlet o un Rey Lear ? 


Si la tarea fundamental consiste en revolucionar la expresión y en llevar a cabo una renovación profunda, una renovación de la conciencia humana; si el pensador, el escritor tiene la finalidad de «hacerlo todo de nuevo» (según el famoso imperativo de Ezra Pound), habrá que sacudirse la carga magistral, abrumadora, del pasado. Que la enorme extensión de todas las tesis se destruya y se disuelva en el humo del incendio liberador el Instituto de Arquitectura (Voznesenski). Que se reduzcan a cenizas las enciclopedias y otras opera omnia en lenguas muertas. Sólo entonces el pensamiento revolucionario, el poeta, futurista o expresionista, podrán hacerse entender. Sólo entonces aspirará el poeta a crear nuevos lenguajes, como los vocablos-estrella de Khlebnikov o el porvenir boreal de los de Paul Celan. Se trata de un proyecto báquico; desesperado, quizá, que, sin embargo, se inscribe en un deseo auroral. 


Los contestatarios del libro y sus enemigos han estado siempre entre nosotros. Los hombres y las mujeres del libro, si se me permite retomar, alargándola, esta categorización victoriana refinada, pocas veces se detienen a considerar la fragilidad de su pasión.


En la Alemania de 1821, Heine, instado a pronunciarse sobre un periodo de soflamas nacionalistas en el que se habían quemado libros, declaraba: «Allí donde hoy se queman libros, mañana se quemarán personas». Durante toda la historia, se han arrojado libros a las hogueras. Muchos se consumieron irremediablemente. Aún no hace mucho que perecieron unos dieciséis mil incunables y manuscritos iluminados, sin reproducir, en el incendio devastador de la biblioteca de Sarajevo. Los fundamentalistas de toda laya queman libros por instinto. Los conquistadores musulmanes de Alejandría, al condenar a las llamas la legendaria biblioteca, habían dicho: «Si contenía el Corán, ya disponemos nosotros de copias; si no lo contenía, no valía la pena conservarla.» No ha sobrevivido ni una sola copia de la Biblia de los albigenses; ni un solo ejemplar del gran tratado antitrinitario de Miguel Servet, condenado a la hoguera pública por Calvino. Los manuscritos, incluso los mecanografiados de los grandes maestros modernos, son aún más vulnerables. Acorralado por el terror estalinista, Bajtin arrancará las páginas de su obra sobre la estética para paliar la cruel falta de papel de fumar. Espantada por la transgresión de los tabúes sexuales, la novia de Büchner arrojará a la estufa el manuscrito de su Aretino (probablemente la obra maestra de quien, antes de cumplir los treinta, había creado ya Woyzeck y La muerte de Danton). 







Tomado de:
STEINER, George (1995): "Odio a los libros". En: Revista Letra Internacional, nº 87.

28 mayo 2013

Escribir es lo interminable, lo incesante. Maurice Blanchot




Escribir es lo interminable,
 lo incesante.


Maurice Blanchot


La soledad que alcanza el escritor mediante la obra se revela en que ahora escribir es lo interminable, lo incesante. El escritor ya no pertenece al dominio magistral donde expresarse significa expresar la exactitud y la certeza de las cosas y de los valores según el sentido de sus límites. Lo que se escribe entrega a quien debe escribir, a una afirmación sobre la que no tiene autoridad, que es inconsistente, que no afirma nada, que no es el reposo, la dignidad del silencio, porque lo que aún habla cuando todo ha sido dicho, lo que no precede a la palabra, porque más bien le impide ser palabra que comienza, porque le retira el derecho y el poder de interrumpirse. Escribir es romper el vinculo que une la palabra a mí mismo, romper la relación que me hace hablar hacia "tí", porque me da la palabra con el sentido que esta palabra recibe de ti porque te interpreta; es la interpelación que comienza en mí porque termina en ti. Escribir es romper ese vínculo. Además, es retirar el lenguaje del curso del mundo, despojado de lo que hace de él un poder por el cual, si hablo, es el mundo que se habla, es el día que se edifica por el trabajo, la acción y el tiempo.


Escribir es lo interminable, lo incesante. Se dice que el escritor renuncia a decir "Yo". Kafka señala con sorpresa, con un placer encantado, que se inició en la literatura cuando pudo sustituir el "Él" por el "Yo". Es verdad, pero la transformación es mucho más profunda. El escritor pertenece a un lenguaje que nadie habla, que no se dirije a nadie, que no tiene centro, que no revela nada. Puede creer que se afirma en este lenguaje, pero lo que afirma está completamente privado de sí. En la medida en que, como escritor, hace justicia a lo que escribe, ya no puede expresarse nunca más, ni tampoco recurrir a ti, ni siquiera dar la palabra a otro. Allí donde está, sólo habita el ser, lo que significa que la palabra ya no habla, pero es, se consagra al a pura pasividad del ser.


Si escribir es entregarse a lo interminable, el escritor que acepta defender su esencia pierde el poder de decir "Yo". Pierde entonces el poder de hacer decir "Yo" a otros distintos de él. Tampoco puede dar vida a personajes a los que su fuerza creadora garantizaría su libertad. La idea de personaje, así como la forma tradicional de la novela, no es sino uno de los compromisos por los que el escritor -arrastrado fuera de sí por la literatura en busca de su esencia- intenta salvar sus relaciones con el mundo y con él mismo.


Escribir es hacerse eco de lo que no puede dejar la hablar. Y por eso, para convertirme en eco, de alguna manera debo imponerle silencio. A esa palabra incesante agrego la decisión, la autoridad de mi propio silencio. Vuelvo sensible, por mi meditacion silenciosa, la afirmacion ininterrumpida, el murmullo gigantesco sobre el cual, abriéndose, el lenguaje se hace imagen, se hace imaginario, profundidad hablante, indistinta, plenitud que es vacío. Este silencio tiene su fuente en la desaparición a la que está invitado aquel que escribe. O bien, es el recurso de su dominio, ese derecho de intervenir que conserva la mano que no escribe, la parte de sí mismo que siempre puede decir no y que cuando es necesario recurre al tiempo y restaura el porvenir.


Entregarse a lo incesante:
 Kafka.

¿Qué queremos decir cuando en una obra admiramos el tono, cuando somos sensibles al tono como a lo más auténtico que tiene? No hablamos del estilo, no del interés y la calidad del lenguaje, sino precisamente ese silencio, esa fuerza viril por la cual, quien escribe, al haberse privado de sí, al haber renunciado a sí, mantiene, sin embargo, en esa desaparicion, la autoridad de un poder, la desición de callarse, para que en ese silencio tome forma, coherencia y sentido lo que habla sin comienzo ni fin.


El tono no es la voz del escritor sino la intimidad del silencio que impone a la palabra, lo que hace que ese silencio sea aun el suyo, lo que permance de sí mismo en la discreción que lo aparta. El tono hace a los grandes escritores, pero quizá la obra no se preocupe por lo que los hace grandes.


En la desaparición a la que está invitado, "el gran escritor" aún se retiene: lo que habla ya no es él mismo, pero tampoco es el puro deslizamiento de la palabra de nadie. Del "Yo" desaparecido, conserva la afirmación autoritaria aunque silenciosa. Del tiempo activo, del instante, conserva el corte, la rapidez violenta. Así, se preserva en el interior de la obra, está contenido allí donde no hay nada contenido. Pero por esto la obra también conserva un contenido, no es toda interior a sí misma.


Si escribir es descubrir lo interminable, el escritor que penetra esa región no se adelanta hacia lo universal. No va hacia un mundo más seguro, más hermoso, mejor justificado, donde todo se ordenaría según la claridad de un día justo. No descubre el hermoso lenguaje que habla honorablemente para todos. Lo que en él habla, es que de una u otra manera ya no es él mismo, ya no es de nadie. El "Él" que se sustituye al "Yo", ésa es la soledad ue alcanza al escritor por medio de la obra. "Él" no designa el desinteres objetivo, la indiferencia creadora. "Él" no glorifica la conciencia en otro que no sea yo, vuelo de una vida humana que en el espacio imaginario de la obra de arte conservaría la libertad de decir "Yo". "Él" es yo mismo convertido en nadie, otro convertido en el otro, de manera que allí donde estoy no pueda dirigirme a mí, y que quien a mí se dirija no diga "Yo", no sea él mismo.



















Tomado de:
BLANCHOT, Maurice (2002): El espacio literario. Madrid, Editora Nacional, pp. 22-24.

Hacia una memoria instrumental de lo audiovisual. J. Derrida




Hacia una memoria instrumental 
de lo audiovisual 

Jacques Derrida y Bernard Stiegler dialogan para la televisión



J. D.- (...)La mayor parte de los dispositivos técnicos que construyen nuestro espacio moderno son utilizados por gente que desconoce su funcionamiento. La mayoría de las personas que manejan un automóvil, que se sirven de un teléfono, un e-mail o fax, y a fortiori quienes miran televisión, no saben cómo funcionan. Lo hacen en una situación de relativa incompetencia. Con la declinación de la soberanía estatal, me sentiría tentado a ver en esta incompetencia relativa y su crecimiento inconmensurable con respecto a la incompetencia del pasado una de las claves de la mayor parte de los fenómenos inéditos que, para conjurarlos, se intenta asimilar a viejos monstruos ("retorno a lo religioso", arcaísmos "nacionalistas")


B. S. -Pero dicho esto, no es lo mismo no saber cómo funciona algo y no saber cómo valerse de él. Un virtuoso del teclado, piano, clavicornio o sintetizador, puedo o no conocer ni saber nada de lo que pasa en el mecanismo que gobierna ese teclado. Y el fabricante que lo construyó no por eso es músico. En este aspecto, la cultura instrumental no puede reducirse, como ocurre con demasiada frecuencia, a la cultura del técnico entendido en un sentido muy restringido de la palabra. Uno puede saber utilizar algo cuyo funcionamiento desconoce, sin embargo, es incapaz de utilizar o sólo puede hacerlo muy mal.


J. D. -Sí pero lo que parece agravarse es la pasividad con respecto a ese funcionamiento. Así pues, lo que en efecto hay que favorecer -nunca lo lograremos totalmente- ,lo que hay que desarrollar, es lo que a veces aparece con el nombre un poco ridículo de "interactividad": el consumidos responde de inmediato cuando se lo interroga, e interviene a su turno para plantear preguntas, reorientar el discurso, propone otras reglas. ¡Pero todo esto se hace en un magnitud tan pequeña! No tiene ninguna medida común con lo que nosotros deseamos, a saber, que los destinatarios puedan a su vez transformar lo que les llega, el "mensaje", o comprender cómo se hace y se produce, para reactivar de otras manera el contrato. 


Es cierto, nunca se conseguirá una especie de simetría o reciprocidad; ese espejismo en el que el destinatario vuelve a apropiarse de lo que le llega es un fantasma, pero no una razón para abandonarlo a la pasividad y no abogar en favor de todas las formas sumarias o sofisticadas del derecho a réplica, el derecho de selección, el derecho de intercepción, el derecho de reinversión. Se abre con ello un campo vasto. Por otra parte, creo que, a un ritmo que hoy parece incalculable, ese desarrollo se producirá inexorablemente. Está en formación, se aproxima; esta reapropiación relativa está en curso, y a través de todos los debates o todos los dramas de que acabamos de hablar, se hace notar un proceso de esa naturaleza. No habría que decir aquí, sobre todo, "reapropiación", ni siquiera relativa, sino analizar otra estructura de lo yo había propuesto llamar expropiación...


B. S. -Que no pueda haber reapropiación vale para la cultura libresca.


J. D. -Desde luego, no hay reapropiación total, pero, por esa misma razón, tampoco hay renuncia a la reapropiación. El hecho de que no haya fin posible de la reapropiación no significa que sea posible o deseable renunciar a ella. En todo caso, es lo que abre el camino al deseo de reapropiarse, y a la guerra entre las apropiaciones.


B. S. -Precisamente porque no hay reapropiación total posible, cabe imaginar la construcción de unos saberes que intensifiuen los mecanismos y deseos de reapropiación. Del mismo modo que en la cultura libresca se conformó la escuela para desarrollar saberes de esa índole, se puede imaginar la constitución de saberes de la imagen.


J. D. -Si se puede proseguir con la comparación , nos encontramos en líneas generales en un estado de casi analfabetismo con respecto a la imagen. Así como la alfabetización y el dominio de la lengua, el discurso hablado o escrito, nunca fueron universalmente compartidos, hoy en día, en relación con lo que nos llega de la imagen, puede decirse por analogía que la masa de los consumidores se encuentra en un estado análogo a esas diversas modalidades de analfabetismo relativo.


B. S.-La cuestión aquí es verdaderamente la analogía, porque no se puede hablar de analfabetismo o alfabetización más que en la medida en hay relación con la letra, vale decir, con un elemento discreto que aparentemente no se encuentra en la imagen.


J. D. -Aparentemente no son letras, pero hay sin duda un montaje de elementos discretos. Uno tiene la impresión de verse invadido de inmediato por una imagen global e inanalizable, indisociable. Pero también se sabe que no hay nada de eso. Es una apariencia: las imágenes se pueden recortar, fragmento de segundo por fragmento de segundo, y eso plantea muchos problemas, ¡en especial jurrídicos!. También hay, si no un alfabeto, al menos una serialidad discreta de la imagen o las imágenes. Hay que aprender a discernir, componer, pegar, a montar, justamente.


(...) Habría por tanto una necesidad política de que se desarrollara un nuevo tipo de relación con la imagen. Pero también se trataría de concebir una política de la memoria que tendría necesariamente un carácter instrumental. Si seguimos con la analogía con la escritura, a la vez que nos esforzamos por tener en cuenta los límites que entraña ese ejercicio, de hecho hablamos aquí de regularidades discretas, es decir, de "gramática" en ese sentido. Ahora bien, parece completamente evidente que no se puede concebir gramáticos sin que haya una amplia apropiacón de la técnica de la escritura, que da la relación letrada con la lengua y los saberes instrumentales que hace posibles. Sin esta vasta diseminación de una cultura que es profundamente y en primer lugar técnica instrumental, cuesta imaginar que pueda desarrollarse una cultura escolar. Aprender a leer y a escribir es en principio aprender una técnica, cosa que se olvida con demasiada frecuencia. Y esta competencia técnica es necesariamente compartida por los "emisores" y los "receptores" de escritos, porque hay que saber leer para poder escribir. Si se hace la comparación con las teletecnologías contemporáneas, la cuestión es saber en qué podría consistir una cultura instrumental de la audiovisual.









Tomado de:
DERRIDA, Jacques y STIEGLER, Bernard (1998): Ecografías de la televisión. Entrevistas filmadas. Bs. As. Eudeba, pp. 76-81.

Literatura y ciudad. Beatriz Sarlo




Literatura y ciudad

Beatriz Sarlo


El debate sobre la ciudad es inescindible de las posiciones que suscitan los procesos de modernización. Se ha llegado, al fin, a colocar a Buenos Aires en la perspectiva que había animado los proyectos institucionales del siglo XIX: la ciudad ha vencido al mundo rural, la inmigración europea proporciona una base demográfica nueva, el progreso económico superpone el modelo con la realidad. Se tiene la ilusión de que el carácter periférico de esta nación sudamericana puede ser leído como un avatar de su historia y no como un rasgo de su presente. 


Al mismo tiempo, persiste, de manera contradictoria pero no inexplicable, la idea de periferia y de espacio culturalmente tributario, de formación monstruosa o inadecuada respecto de la referencia europea. Sentimientos contrapuestos borroneados en las diferentes tonalidades de la cultura del período: desde la celebración a la nostalgia o la denuncia. En 1933, en Radiografía de la pampa, Ezequiel Martínez Estrada condena una nación que no había respondido a las promesas de sus padres fundadores: la inmigración masiva y la voracidad de las elites locales habían hecho de la Argentina una imagen degradada de Europa. Buenos Aires ponía en escena una mascarada de prosperidad y cultura bajo cuyo disfraz se ocultaba la naturaleza original de la pampa manchada por el genocidio indígena y el humus blando de una geología primitiva. También en los años treinta se construyen, sobre Buenos Aires, algunos mitos fuertemente políticos: la metáfora de la ciudad-puerto, por ejemplo, vaciando como una voraz máquina centrípeta al resto de un país sacrificado a los intereses de su litoral urbano. Como nunca, los intelectuales sienten el deseo y el temor de la ciudad, y la noción de ciudad organiza los sentidos de la cultura. Escenario donde se persiguen los fantasmas de la modernidad, los intelectuales reconocen en la ciudad la máquina simbólica más poderosa del mundo moderno. 


Existe un espacio simbólico hipersemiotizado por casi todos los escritores porteños de los años veinte y treinta, de Oliverio Girondo a Raúl González Tuñón, pasando por Arlt y Borges. En la calle se percibe el tiempo como historia y como presente: si, por un lado, la calle es la prueba del cambio, por el otro puede convertirse en el sustento material que hace de la transformación un tema literario. Y, más todavía, la calle atravesada por la electricidad y el tranvía puede ser negada, para buscar detrás de ella el fanstasma huidizo de una calle que la modernización no habría tocado todavía, rincones del suburbio inventado por Borges bajo la figura de las orillas, lugar indeciso entre la ciudad y el campo. A la fascinación de la calle céntrica donde se tocan los aristócratas con las prostitutas, donde el vendedor de diarios desliza el sobre de cocaína que le piden sus clientes, donde los periodistas y los poetas frecuentan los mismos bares que los delincuentes y los bohemios, se opone la nostalgia de la calle de barrio, donde la ciudad se resiste a los estigmas de la modernidad, aunque el barrio mismo haya sido un producto de la modernización urbana: 


En la descripción de Borges hay mucho de disputa simbólica y de programa que indique a Buenos Aires cómo debe mantenerse igual a la que fue hasta comienzos de siglo. Muchos años después escribirá que "la imagen que tenemos de la ciudad es siempre algo anacrónica"(1) Borges construye un paisaje intocado por la modernidad más agresiva, donde todavía quedan vestigios del campo, y lo busca en los barrios donde descubrirlo es una operación guiada por el azar y la deliberada renuncia a los espacios donde la ciudad moderna ya había plantado sus hitos: 


Pero, ni la ciudad de Arlt, intensa, ultramoderna y miserable, ni la poética orilla de Borges son construcciones realistas: en ambas hay un acto de imaginación urbana que remite a una ciudad disputada por las huellas del pasado y el proyecto de la modernización. En esta tensión conflictiva, Borges y Arlt ocupan posiciones extremas. Ambos, sin embargo, son parte del movimiento de la ciudad que parece haber estallado en pocos años, perdiendo una unidad primitiva que había sido igualmente ilusoria. El estallido, por lo demás, no es sólo material. En efecto, la heterogeneidad del espacio público (que acentúan los nuevos cruces culturales y sociales provocados por el cambio demográfico) pone en contacto diferentes niveles de producción literaria, estableciéndose un sistema extremadamente fluido de circulación y préstamo estético. 




Fervor de Buenos Aires (1923)
 El primer Borges


Una izquierda reformista y ecléctica funda las instituciones de difusión cultural (bibliotecas populares, centros de conferencias, editoriales, revistas) para aquellos sectores que quedan al margen de la cultura 'alta'. Se plantea la problemática del internacionalismo y de la reforma social, pensada como un proceso de educación de las masas trabajadoras en el camino de incorporarlas a una cultura democrática y laica que, en el plano literario, se combina con un sistema de traducciones (del realismo ruso, del realismo francés) y una poética humanitarista.


Buenos Aires puede ser leída con una mirada retrospectiva que focaliza un pasado más imaginario que real de ciudad hispano-criolla (y este es el caso del primer Borges) o descubierta en la emergencia de la cultura obrera y popular, que es organizada y difundida por la industria cultural, influida por la radio y el cine. El capitalismo ha transformado profundamente el espacio urbano y complejizado su sistema cultural: esto comienza a ser vivido no sólo como un problema sino como un tema estético, atravesado por el conflicto de poéticas que alimentan las batallas de la modernidad, algunas de ellas desarrolladas según la forma vanguardista; el realismo humanitarista se contrapone al ultraísmo, pero también se enfrentan discursos de distinta función (el periodístico y el ficcional, el político y el ensayístico). La densidad cultural e ideológica del período es producto de estas redes y de la intersección de discursos con origen y matriz diferentes (la pintura cubista o la poesía de vanguardia, el tango, el cine, la música moderna o la jazz-band).


En una esfera pública modernizada, se establecen nuevos nexos entre la dimensión cultural y la sociopolítica. Las redes trazadas por nuevas tecnologías comunicacionales y por el crecimiento del mercado de bienes simbólicos, demarcan un sistema de oportunidades relativamente abierto pero, sobre todo, expansivo. La heterogeneidad de discursos (de la publicidad al periodismo, de la poesía al folletín) hace que la literatura misma ya no aparezca como una entidad singular, sino como un tejido de variaciones que interpelan, en sus políticas y estrategias textuales, a lectores muy distintos. Se trata, a no dudarlo, de literaturas, cuyo plural indica diferencias estéticas y diversas fracciones de público.


Tómese el caso de Roberto Arlt. La crítica se ha extendido sobre el vínculo entre sus novelas y el folletín, representado de manera directa o figurada en El juguete rabioso. Pero, al mismo tiempo y no sólo en este libro, Arlt exhibe su relación, ríspida y anhelante, con la literatura 'alta' y con los nuevos saberes prácticos de la técnica, la química, la física, y esos simulacros de ciencia popular que circulaban por entonces en Buenos Aires, bajo las etiquetas de hipnotismo, mesmerismo, trasmisión telepática, espiritismo. No puede pensarse la escritura de Arlt, ni los deseos de sus personajes si no se hace referencia a estos "saberes del pobre", aprendidos en manuales baratos, en bibliotecas populares que funcionaban en todos los barrios, en talleres de inventores trastornados que habían sufrido el encandilamiento de la electricidad, la fusión de metales, la galvanización y el magnetismo (2) 


Ese universo referencial se complejiza aún más cuando se lee El amor brujo, novela escrita en 1932 como crítica de la mitología sentimental y de la moral de las capas medias (3). Arlt usa los recursos y artificios del folletín sentimental (que circulaba por decenas de miles en colecciones semanales) precisamente para criticar su ideología. En verdad, toma y destruye su representación de los sexos, su modelo de felicidad, su ideología romántica y erotismo sexista, su saber acerca de la sociedad, el matrimonio, el dinero y la psicología del amor



Aguafuertes Porteñas (1933)
Crónicas de Roberto Arlt



La actitud de Arlt hacia la literatura sentimental, que combina la utilización y el rechazo, puede encontrarse, como forma, también en las Aguafuertes porteñas, que publicó en el diario El Mundo durante más de diez años. En estos textos breves, se combina lo aprendido en la práctica del periodismo con las estructuras narrativas de la ficción. Arlt inventa microestructuras que contienen intrigas miniaturizadas y esbozos de personajes, con los tópicos de la baja clase media urbana citados y a la vez criticados a partir de una estrategia que exhibe su cinismo. Pero hay mucho más: Arlt visita la ciudad como nadie lo había hecho hasta ese momento. Va a las cárceles y los hospitales, satiriza las costumbres sexuales de las mujeres de la baja clase media y la institución matrimonial, denuncia la mezquindad de la pequeño burguesía y la ambición que corroe a los sectores medios en ascenso, estigmatiza la estupidez que descubre en la familia burguesa. 


La ciudad de Arlt, a diferencia de la ciudad de Borges, responde a un ideal futurista. Frente al mercado inmigratorio de las calles de algunos barrios, junto a la miseria de las casas de renta y el hacinamiento pestilente de los conventillos, se alzan rascacielos (más altos y más numerosos de los que Buenos Aires tenía en ese momento) iluminados por la intermitencia antinatural de las luces de neón. El paisaje urbano se deforma en la velocidad del transporte, y los trenes pasan a ser escenarios privilegiados de la ficción: el paseante de Arlt es, muchas veces y obsesivamente, un pasajero. Estas visiones no son un registro de la ciudad verdaderamente existente: son lo que Buenos Aires ofrece al ojo que quiere verla proyectada hacia el futuro; pero también son piezas de un puzzle compuesto con los nuevos modos de presentar a la metrópolis en el cine. La Buenos Aires de Arlt tiene la inquietante cualidad sombría de los films expresionistas y de sus affiches.


Las operaciones de recorte, mezcla y transformación llevadas a cabo por Arlt hablan también de los procesos de constitución de un escritor y su discurso. Para ponerlo en una perspectiva más general: la formación del escritor a través de modalidades no tradicionales que incluyen el periodismo y los géneros de la literatura popular. Ambas escrituras, originadas en la nueva industria cultural, presuponen la emergencia de públicos no tradicionales y, en consecuencia, de nuevos pactos de lectura. Con estas marcas, la subjetividad del escritor atraviesa procesos contradictorios: Arlt detesta y al mismo tiempo defiende y necesita el periodismo; desprecia y corteja a sus lectores; envidia y refuta los valores legitimados por la cultura 'alta'.


En la Argentina, la relación con el pasado tiene su forma específica en la recuperacion imaginaria de una cultura que se piensa amenazada por la inmigración y la urbanización. En el caso de Borges y de otros vanguardistas porteños se observa claramente el movimiento para otorgarle al pasado una nueva función. Y el debate comienza sobre el significado del pasado: hay que hacer una nueva lectura de la tradición. Borges avanza: hay que retomarla y pervertirla.


Afectados por el cambio, inmersos en una ciudad que ya no era la de su infancia, obligados a reconocer la presencia de hombres y mujeres que, al ser diferentes, fracturaban una unidad originaria imaginada, sintiéndose distintos, en otros casos, a las elites letradas de origen hispano-criollo, los intelectuales de Buenos Aires intentaron responder, de manera figurada o rectamente, a un interrogante que organizaba el orden del día: ¿cómo imponer (o cómo aniquilar) la diferencia de saberes, de lenguas y de prácticas? ¿cómo construir una hegemonía para el proceso en el que todos participaban, con los conflictos y las vacilaciones de una sociedad en transformación? La literatura da forma a estas preguntas, en un período de incertidumbres que obligaban a leer de manera distinta el legado del siglo XIX. Pero la cultura de Buenos Aires estaba, de todos modos, impulsada definitivamente por el vendaval de lo nuevo, aunque muchos intelectuales lamentaran la dirección o la naturaleza de los cambios. Por eso, la modernidad fue un escenario donde también anclaron fantasías de restauración y sentimientos nostálgicos. 





Referencias

(1) "El indigno", El informe de Brodie [1970], Obras completas (en adelante O.C.), Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 1029.
(2) Sobre el tema de los saberes del pobre: B.S., La imaginación técnica, sueños modernos de la cultura argentina, Buenos Aires, Nueva Visión, 1992. 
(3) Sobre El amor brujo: Aníbal Jarkowski, "La novela 'mala' de Roberto Arlt", en Graciela Montaldo (comp.), Yrigoyen, entre Borges y Arlt; Historia social de la literatura argentina, Buenos Aires, Contrapunto, 1989.



















Tomado de:
SARLO, Beatriz (1995): Borges, un escritor en las orillas. Bs. As. Ariel, pp. 10-17.

Relativismo e inconmensurabilidad. León Olivé




Relativismo e inconmensurabilidad

León Olivé


La idea de "inconmensurabilidad" originalmente implicaba la de "no intertraducibilidad", pero esto no me parece importante hoy en día, sino la idea de que "inconmensurabilidad" puede verse como implicando suficiente dificultad de comunicación entre usuarios de cada uno de los marcos conceptuales. Dicha dificultad de comunicación puede llegar a observarse de hecho como en el caso de las controversias científicas que han ocurrido históricamente, o en la experiencia de los antropólogos 


Esta sugerencia se basa en lo que considero una de las consecuencias más importantes de trabajo de Kuhn para la filosofía de la ciencia. A saber, la de llamar la atención sobre el papel de los seres humanos y de sus acciones, lo cual produjo un decisivo cambio acerca de lo que se considera que importa en esta disciplina. Los problemas de comunicación llegaron así a volverse de primer orden en filosofía de la ciencia, tanto como ya lo eran en antropología o en lingüística. Se entendió entonces que la inconmensurabilidad de las teorías no debería no debería verse al margen de las comunidades que las sustentan , dentro y entre las cuales se intenta la comunicación. Debe enfatizarse, pues, que "conmensurabilidad" o "calibración" han se ser interpretadas no sólo en términos de intertraducibilidad, sino también de comunicación. Y esto significa que cuando uno habla de diferentes culturas o trasfondos lingüísticos que producen fallas en la comunicación, tanto como cuando se habla de teorías inconmensurables, lo que esté en juego fundamentalmente es la posibilidad de comunicación entre diferentes actores, la cual podrá llevarse a cabo sólo en la medida que algo o alguien medie entre los miembros de diferentes culturas, trasfondos lingüísticos o paradigmas, y si la gente en esas situaciones tiene los recursos culturales apropiados para interactuar y para construir, en su caso, el medio que haría posible la comunicación. Por eso, esta idea es compatible con la de que, en principio siempre es posible al menos la intertraducibilidad parcial entre diferentes marcos conceptuales, lo cual no obsta para para que pueda haber dificultades variables para la comunicación entre los usuarios de diferentes marcos conceptuales. Insisto, la diferencia en cuestión se basaría en las concepciones  más básicas y atrincheradas en cada marco, en sus reglas de inferencia aceptadas, y en general en sus criterios de "racionalidad".


Hemos visto que hay un sentido en el se puede hablar acerca de teorías incomensurables sin un compromiso con una falta absoluta de intertraducibilidad. Una importante consecuencia de esto es que la gente que desee comunicarse, si parte de diferentes culturas, paradigmas, marcos conceptuales, tendrá que recurrir, o construir a través de la interacción, a un tercer sistema que pueda servir de medio adecuado para la comunicación. Este tercer sistema conceptual puede resultar de modificaciones que se producen a partir de la interacción de la gente interesada en comunicarse.


Las ideas hasta aquí mencionadas permiten rechazar la idea que Kuhn expresó en La estructura de las revoluciones científicas, de que los científicos, en diferentes tradiciones científicas, en el interior de diferentes paradigmas, "trabajan en mundos diferentes".


Uno de los principales problemas, si se acepta esta idea literalmente, es que no hay razón para justificar la afirmación de que ha habido un cambio en el interior del campo científico después de un revolución, si por revolución se entiende un cambio del marco conceptual suficientemente profundo como para alterar su identidad. Después de una revolución los científicos encuentran nuevas teorías y nuevos paradigmas. Si se toma de idea de Kuhn en el sentido literal, entonces después de una revolución las viejas teorías, conjuntamente con los viejos mundos, simplemente han desaparecido, y han emergido nuevos mundos. 


El que pueda haber referencia al mismo mundo desde diferentes perspectivas, y que por consiguiente pueda haber diferentes concepciones del mundo, es lo que hace posible al relativismo cultural. Se trata ciertamente de un tipo de relativismo, pues afirma que hay diferentes puntos de vista (teorías, marcos conceptuales, paradigmas, concepciones del mundo). Pero esta concepción bien puede hacerse compatible con una visión realista, la cual diría, en primer lugar, que los fenómenos de la experiencia no son lo único que hay en el mundo, que diferentes marcos conceptuales pueden organizar de modo distinto la experiencia, pero que si son adecuados para cientos propósitos acordes con los intereses de sus usuarios, deben describir correctamente (aunque quizá de modo parcial) al mundo. El mundo en cuestión debe ser común para diferentes marcos conceptuales.


Hemos visto, pues, que el relativismo cultural al que me he referido no tiene por qué afirmar que la verdad es relativa a los marcos conceptuales. La afirmación de que esto es así corresponde a un versión de lo que propongo llamar un relativismo conceptual. 


el relativismo cultural que aquí se propone como aceptable afirma que hay un mundo perceptible desde diferentes marcos, e interpretable de diferentes maneras, desde marcos conceptuales diferentes. Sostiene también que los lenguajes son intertraducibles en principio, pero que siempre se requieren recursos culturales mediadores, y que eso significa que en principio hay una posibilidad de comunicación aunque sea parcial entre miembros de diferentes comunidades epistémicas, pero no garantiza la calibración absoluta, o la intertraducibilidad completa entre diferentes marcos (cuando esto ocurre, podría considerarse que los marcos son ciertamente inconmensurables); y, finalmente que es tal vez una trivialidad, pero digna de tenerse presente, que la referencia al mundo debe hacerse siempre desde algún marco conceptual, y que esto, precisamente, lo que origina al relativismo cultural, pues el mundo puede verse de modo distinto, incluso inconmensurables, desde diferentes perspectivas (marcos conceptuales), ya sea en el sentido explicado ante de la dificultad de comunicación , o en el recién sugerido de que la intertreducibilidad nunca puede ser completa.


El relativismo conceptual enfatiza, por su parte, que como no tenemos acceso al mundo sino desde cada marco conceptual, carece de sentido tener que distinguir entre el mundo que es accesible desde el marco y un mundo aparte del marco. Si pudiéramos concebir, o si existiera un sistema conceptual diferente, entonces el mundo correspondiente a él podría ser diferente del mundo al cual nosotros tenemos acceso. Consecuentemente, si se adopta la variante que señala que es posible interpretar de uno a otro, lo que es verdad para nuestro marco podría dejar de serlo para otro marco diferente. Con base en las ideas sobre objetividad, verdad y racionalidad que hemos propuesto en este libro, creo que debe rechazarse el relativismo conceptual en cualquiera de sus dos variaciones, pero que hay una forma de relativismo cultural, que corresponde a la idea de objetividad, la cual debemos admitir.













Tomado de:
OLIVÉ, León (1988): Conocimiento, sociedad y realidad. Problemas del análisis del conocimiento y el realismo científico. México, FCE, pp. 204-207.