24 julio 2013

Literaturas postautónomas. Josefina Ludmer



Literaturas postautónomas 


Josefina Ludmer



Muchas escrituras del presente atraviesan la frontera de la literatura (los parámetros que definen qué es literatura) y quedan afuera y adentro, como en posición diaspórica: afuera pero atrapadas en su interior. Como si estuvieran "en éxodo". Siguen apareciendo como literatura y tienen el formato libro (se venden en librerías y por internet y en ferias internacionales del libro) y conservan el nombre del autor (se los ve en televisión y en periódicos y revistas de actualidad y reciben premios en fiestas literarias), y se incluyen en algún género literario como "novela", por ejemplo. Siguen apareciendo de ese modo pero se sitúan en la era del fin de la autonomía del arte y por lo tanto no se dejan leer estéticamente. Aparecen como literatura pero no se las puede leer con criterios o con categorías literarias (específicas de la literatura) como autor, obra, estilo, escritura, texto, y sentido. Y por lo tanto es imposible darles un "valor literario": ya no habría para esas escrituras buena o mala literatura. Estas escrituras aplican a "la literatura" una drástica operación de vaciamiento: el sentido queda sin densidad, sin paradoja, sin indecidibilidad, y es ocupado totalmente por la ambivalencia: son y no son literatura al mismo tiempo, son buenas y malas, son ficción y realidad. Quedaría el ejercicio del puro poder de juzgar (o decidir) qué son, o también suspender el juicio, o dejar operar la ambivalencia [que es uno de los modos cruciales de construcción del presente y al mismo tiempo uno de los modos centrales de pensarlo. Estas escrituras, entonces, pedirían, y a la vez suspenderían, el poder de juzgarlas como "literatura". Podríamos llamarlas escrituras o literaturas postautónomas; son constituyentes de presente.


Las literaturas posautónomas se fundarían en dos postulados sobre el mundo de hoy. El primero es que todo lo cultural (y literario) es económico y todo lo económico es cultural (y literario). Y el segundo postulado de esas escrituras del presente sería que la realidad (si se la piensa desde los medios, que la constituirían constantemente) es ficción y que la ficción es la realidad. O, para decirlo de un modo más preciso: lo cultural y lo ficcional, en la era de la posautonomía, están en sincro y en fusión con la realidad económicopolítica.


Porque las escrituras diaspóricas del presente no solo atraviesan la frontera de "la literatura" sino también la de "la ficción" (y quedan afuera-adentro). Y esto ocurre porque reformulan la categoría de realidad: no se las puede leer como mero "realismo", en relaciones referenciales o verosimilizantes. Estas escrituras salen de la literatura y entran a "la realidad" y a lo cotidiano, a la realidad de lo cotidiano [y lo cotidiano es la TV y los medios, los blogs, el email, internet, etc]. Y toman la forma de escrituras de lo real: del testimonio, la autobiografía, el reportaje periodístico, la crónica, el diario íntimo, y hasta de la etnografía (muchas veces con algún "género literario" injertado en su interior: policial o ciencia ficción por ejemplo). No se sabe si los personajes son reales o no, si la historia ocurrió o no, si los textos son ensayos o novelas o biografías o grabaciones o diarios.


Ahora, en las literaturas posautónomas ('ante' la imagen como ley) todo es "realidad" y ésa es una de sus políticas. Pero no la realidad referencial y verosímil del pensamiento realista y de su historia desarrollista (la realidad separada de la ficción), sino la realidadficción producida y construida por los medios, las tecnologías y las ciencias. Esa realidadficción tiene grados diferentes e incluye el acontecimiento pero también lo virtual, lo potencial, lo mágico y lo fantasmático; es una realidad que no quiere ser representada o a la que corresponde otra categoría de representación.


En la oscilación o suspensión del juicio literario (y en la realidadficción), muchas escrituras de hoy dramatizan cierta situación de la literatura: el proceso del cierre de la literatura autónoma, abierta por Kant y la modernidad. El fin de una era en que la literatura tuvo "una lógica interna" y un poder crucial. El poder de definirse y ser regida "por sus propias leyes", con instituciones propias (crítica, enseñanza, academias) que debatían públicamente su función, su valor y su sentido. Debatían, también, la relación de la literatura (o el arte) con las otras esferas: la política, la economía, y también su relación con la realidad histórica. Autonomía, para la literatura, fue especificidad y autorreferencialidad, y el poder de nombrarse y referirse a sí misma. Y también un modo de leerse y de cambiarse a sí misma.


La situación de pérdida de autonomía de 'la literatura' es la del fin de las esferas o del pensamiento de las esferas. Como se ha dicho muchas veces: hoy se desdibujan los campos relativamente autónomos (o se desdibuja el pensamiento en esferas más o menos delimitadas) de lo político, lo económico, lo cultural. La realidadficción de la imaginación pública las contiene y las fusiona.


Se terminan formalmente las clasificaciones literarias; es el fin de las guerras y divisiones y oposiciones tradicionales entre formas nacionales o cosmopolitas, formas del realismo o de la vanguardia, de la "literatura pura" o la "literatura social" o comprometida, de la literatura rural y la urbana, y también se termina la diferenciación literaria entre realidad (histórica) y ficción. No se las puede leer con o en esos términos; son las dos cosas, oscilan entre las dos, o las desdiferencian.


Y con esas clasificaciones 'formales' parecen terminarse los enfrentamientos entre escritores y corrientes; es el fin de las luchas por el poder en el interior de la literatura. El fin del 'campo' de Bourdieu, que supone la autonomía de la esfera [o el pensamiento de las esferas]. Porque se borran, formalmente y en 'la realidad', las identidades literarias, que también eran identidades políticas. Y entonces puede verse claramente que esas formas, clasificaciones, identidades, divisiones y guerras sólo podían funcionar en una literatura concebida como esfera autónoma o como campo. Porque lo que dramatizaban era la lucha por el poder literario y por la definición del poder de la literatura.


Y el fin de las clasificaciones del presente [nacional o cosmopolita, fantástica o realista, literatura social o pura] es lo que diferencia nítidamente la literatura de los 60 y 70 de las escrituras de hoy.


Al perder voluntariamente especificidad y atributos literarios, al perder 'el valor literario' (y al perder 'la ficción'), la literatura posautónoma perdería el poder crítico, emancipador y hasta subversivo que le asignó la autonomía a la literatura como política propia, específica. Es posible, también, que ese poder o política ya no pueda ejercerse hoy en un sistema ('realidad') que no tiene afueras.


Para decirlo de otro modo: La crisis y reformulación de lo político (y de las políticas representativas tradicionales y hasta de los sistemas políticos y los Estados) que acompaña en América latina a los procesos económicos-culturales de los últimos años, sería también una crisis y reformulación de la relación entre literatura y política, de su forma de relación. Estas escrituras que se ponen adentroafuera de lo literario se cargan de una politicidad que, como la categoría de ficción, no está totalmente definida porque se encuentra en estado de desdiferenciación o 'en fusión'. Y por lo tanto su régimen político es la ambivalencia.


Las literaturas postautónomas del presente saldrían de 'la literatura', atravesarían la frontera, y entrarían en un medio (en una materia) real-virtual, sin afueras, la imaginación pública: en todo lo que se produce y circula y nos penetra y es social y privado y público y 'real'. Es decir, entrarían en un tipo de materia donde no hay 'índice de realidad' o 'de ficción' y que construye presente y ralidadficción.
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K. George Steiner






George Steiner


Hoy no podemos comportarnos como si el peso de Kafka estuviera respaldado sólo por sus relatos tempranos y botones de prosa expresionista. El proceso (1925), El castillo (1926), América (1927) y los cuentos publicados en 1931 han proporcionado a la imaginación moderna algunas de sus formas principales de percepción e identidad. Apelando a la terminología parabólica de Kafka, hemos de procurar que la muralla china de la crítica no aprisione la obra, que el mensajero pueda pasar por las puertas del comentario. Las intimidades prematuras y el sentido inicial de la posesión son irrecuperables. No debiera oscurecerse el hecho capital: Kafka produce una sombra tan grande y es objeto de una empresa crítica tan multitudinaria porque (y sólo porque) el laberinto de sus significados se abre, por sus esclusas secretas y difíciles, a las amplias vías de la sensibilidad moderna, a lo que en nuestra posición resulta más apremiante y de importancia.


Absurdo sería negar la cualidad profundamente personal del laberinto kafkiano; aunque bajo aspectos maravillosos en su núcleo, promueve infinidad de enfoques, de procesos de penetración. Aquí radica la fuerza de lo que dijo Auden. El contraste entre la generalidad de exposición y forma clásica que advertimos en Dante y Goethe y el modo encubierto e idiosincrásico de Kafka denota el tenor de la época. Escuchamos un eco en formación en nuestro discurso modulado a la manera de código lleno de silencio y paradoja desesperada. A menudo sus glosas políticas hechas a propósito son ingenuas; se vienen abajo cuando comienzan a distinguir entre lo partidista y lo profético. Sin embargo, con el tiempo ha resultado evidente que gran parte de su «transrealismo» y su elusión de la realidad del enfoque, elusión paralela a su tendencia a una economía y una lógica de la alucinación, derivan de una observación precisa e irónica de las circunstancias históricas locales. Detrás de las exactitudes de pesadilla en que nos sumen los planteamientos kafkianos se encuentran la topografía de Praga y el imperio austrohúngaro en decadencia. Praga, con su pasado de prácticas cabalísticas y astrológicas, con su densidad de sombras y callejuelas laberínticas, es inseparable del paisaje de las parábolas y narraciones de Kafka. Poseía un agudo sentido de los recursos simbólicos acumulados y al alcance; durante el invierno de 1916-1917 vivió en la Zlatá Uliéka, el callejón dorado de los alquimistas del Emperador, y no hay necesidad de negar la asociación que puede establecerse entre el castillo de la colina Hradéarry y el de la novela. Los fantasmas de Kafka tenían sólidas raíces locales. Más aún, como ha argüido Georg Lukács, en las invenciones de Kafka hay retazos específicos de crítica social. Su visión radical de la esperanza es sombría; tras el avance del proletariado revolucionario adviene el medro inevitable de la tiranía y la demagogia. Pero su experiencia de las leyes y su relación profesional con los accidentes y remuneraciones industriales nutren su aguda visión de las relaciones de clase y de las realidades económicas. En última instancia, la representación gráfica de una burocracia malévola y no obstante impotente es el eje de El proceso. Con el intuitivo precedente de Bleak House de Dickens, la novela se convierte en un mito demoníaco del formulismo.


El castillo es algo más que una amarga alegoría de la burocracia feudal austrohúngara; pero esa alegoría está implícita. Y como muestra Politzer; el sentido de la máquina industrial en tanto que fuerza destructora y abstractamente maligna perseguía a Kafka y en centró terrible realización en En la colonia penitenciaria. Kafka no sólo es heredero de la maestría en la distorsión figurativa propia de Dickens, sino también de su ira contra la anonimia sádica de lo oficinesco y asambleístico. La auténtica política de Kafka, sin embargo, y su paso de lo real a lo hiperreal, se encuentran en lugar más profundo. Es, en un sentido literal, un profeta. Un caso al que el vocabulario de la crítica moderna, con su presunción profana y cautelosa, tiene difícil acceso. Pues el hecho clave al respecto es la posesión de una premonición espantosa, el hecho de haber visto hasta la meticulosidad la amalgama del horror.


El proceso exhibe el modelo clásico del estado de terror. Prefigura el sadismo furtivo y la histeria que el totalitarismo desliza en la vida privada y sexual, el hastío sin rostro de los asesinos. Desde que Kafka se puso a escribir, la llamada nocturna ha sonado en puertas sin número y el nombre de aquellos que son arrastrados para morir “como un perro" es legión. Kafka profetiza la forma contemporánea de aquel desastre del humanismo occidental que Nietzsche y Kierkegaard habían contemplado como una incierta mancha negra en el horizonte.


Valiéndose de un presentimiento de las Memorias del subsuelo de Dostoievski, Kafka dibuja la reducción del hombre al estado de la sabandija atormentada. La metamorfosis de Gregorio Samsa, que fue considerada sueño monstruoso por aquellos que primero tuvieron conocimiento del cuento, había de ser el destino literal de millones de seres humanos. La palabra exacta para sabandija, Ungeziefer, es un latigazo de clarividencia; así designaban los nazis a los gaseados. En la colonia penitenciaria no sólo entrevé la tecnología de las fábricas de muerte, sino también esa paradoja especial del moderno régimen totalitario: la colaboración sutil y obscena de víctima y verdugo. Nada de cuanto se ha escrito acerca de las raíces internas del nazismo puede compararse, en lo relativo a la exactitud de percepción, con la imagen kafkiana del torturador que se introduce de manera suicida entre los engranajes del aparato de tortura.


La visión de pesadilla de Kafka puede haber derivado perfectamente de los escarnios privados y las neurosis. Pero eso no disminuye su importancia siniestra, la prueba que da de que el gran artista posee antenas que captan esencias que sobrepasan la orilla de lo presente y convierten lo oscuro en diáfano. La fantasía se convierte en hecho concreto. Algunos miembros de la familia de Kafka encontraron la muerte en los hornos crematorios; Milena y Greta B. (que pudieron haber tenido hijos de Kafka) murieron en campos de concentración.


El mundo del este y el judaísmo de la Europa central, en que el genio de Kafka se encontraba tan a sus anchas, quedó reducido a cenizas. No menos que los profetas, que se quejaban del peso de la revelación, Kafka fue perseguido por las intimaciones específicas de lo inhumano. Observó en el hombre el nacimiento de lo bestial. Las murallas de la vieja ciudad del orden se habían erguido ominosas con la sombra de la ruina próxima.





















Tomado de:
STEINER, George (2003): Lenguaje y silencio. Ensayos sobre literatura, el lenguaje y lo inhumano. Barcelona, Gedisa, pp. 140-143.´



Lectoras. Martin Lyons




Lectoras

Martin Lyons


En el siglo XIX, el público lector del mundo occidental se alfabetizó ampliamente. Los avances a favor de la alfabetización general prosiguieron a lo largo de la era de la ilustriación hasta crear un número cada vez mayor de nuevos lectores, sobre todo de periódicos y ficción barata. Las mujeres conformaban una parte sustancial y creciente del nuevo público adepto a las novelas. La tradicional discrepancia entre los índices de alfabetización masculinos y femeninos fue creciendo hasta erradicarse hacia el final del siglo XIX. La distancia siempre había sido mayor cuanto más se descendiera en la escala social.


Para los editores de la época, el público femenino era ante todo un consumidor de novelas. Ofrecían seriales como la Collection des meilleurs romans français dédiés aux dames, o ficción dirigida le donne gentilli. Con tales títuloslas publicaciones pretendían crear un halo de respetabilidad, asegurando tanto a los compradores masculinos como femeninos que sus contenidos eran aptos para un público sensible. Ofrecer un serial definido por su público, más que por su material, constituía una novedad en el mundo editorial.

Aunque las mujeres no eran las únicas que leían novelas. Se las consideraba el principal objetivo de la ficción popular y romántica. La feminización del público lector de novelas parecía confirmar los prejuicios imperantes sobre el papel de la mujer y su inteligencia. Se creía que gustaban de la novela porque se las veía como seres dotados de gran imaginación, de limitada capacidad intelectual, frívolos y emocionales. La novela era una antítesis de la literatura práctica e instructiva. Exigía poco, y su único propósito era entretener a los lectores ociosos. Y, sobre todo, la novela pertenecía al ámbito de la imaginación. Los periódicos que informaban sobre los acontecimientos públicos, constituían por lo general una reserva masculina; las novelas, que solían tratar de la vida interior, formaban parte de la esfera privada a la que relegó a las burguesas del siglo XIX.

Esto suponía una amenaza para el marido y padre de familia burgués del siglo XIX: la novela podía excitar las pasiones y exaltar la imaginación femenina. Podía fomentar ciertas ilusiones románticas poco razonables y seguir veleidades eróticas que hacían peligrar la castidad y el orden en los hogares. Por ello, la novela del siglo XIX se asoció con las cualidades (supuestamente) femeninas de la irracionalidad y la vulnerabilidad emocional. No fue casual que el adulterio femenino se convirtiera en el argumento arquetípico que simbolizara la transgresión social, argumento que encontramos en novelas que van de Madame Bovary a Anna Karenina, pasando por Effi Briest.


La lectura desempeñaba un papel importante en la sociabilidad femenina. En los pubs y cabarets, los hombres debatían los asuntos públicos sobre sus periódicos; la ficción y los manuales prácticos, en cambio, circulaban exclusivamente por redes femeninas. Cuando ambos sexos se mezclaban en calidad de lectores, la mujer solía ocupar una posición sometida a la tutela del varón. En ciertas familias católicas se prohibía a las mujeres leer el periódico. Era corriente que el varón lo leyera en voz alta. Ésta era una tarea que en ocasiones implicaba una cierta superioridad moral y el deber de seleccionar o censurar el material apto para los oídos femeninos.



La lectura de l'Ilustré (1879)
de E. Monet
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Algunos historiadores que han entrevistado a mujeres acerca de sus prácticas de lectura en el período anterior a 1914 conocen muy bien ciertas actitudes muy comunes. La respuesta femenina más frecuente, cuando meditan sobre su vida como lectoras, es la queja por el poco tiempo que podían dedicar a la lectura. Estas mujeres, como sus madres, suelen afirmar que “estaba demasiado ocupada con mis tareas”, o “madre jamás estaba quieta”. En la memoria de muchas mujeres de la clase trabajadora prima el tiempo dedicado a pelar patatas, bordar, hacer pan y jabón. No había tiempo para recrearse. De niñas, recuerdan haber temido el castigo si eran sorprendidas leyendo. Las obligaciones domésticas eran lo primero, y admitir que se leía equivalía a confesar negligencia en el incumplimiento de sus responsabilidades frente a la familia. La imagen ideal de la buena ama de casa parecía incompatible con la lectura.



Sin embargo, las mujeres de la clase trabajadora leían, según han sabido los historiadores que han recogido testimonios orales: leían revistas de ficción, recetas, muestrarios para las labores, aunque persisten en desacreditar su propia cultura literaria. En sus testimonios, a menudo describen sus lecturas de ficción como “basura” o “tonterías”. La lectura se desdeña por considerarla una pérdida de tiempo que ofende cierta ética de trabajo que muy exigente.



Las mujeres de clase media o media alta rara vez se enfrentaban a tales dificultades como lectoras. Incluso cuando no podían permitirse adquirir libros regularmente se convertían en clientas asiduas. En las bibliotecas populares de provincias subvencionadas las mujeres constituyeron una pequeña minoría de clientas. La lectora comenzaba a exigir reconocimiento de los novelistas y editores, de los libreros, y de los padres deseosos de desaprobar la pérdida de tiempo, o de proteger a sus hijas frente a los excesos de la imaginación o los estímulos eróticos. La lectora aparecía con frecuencia cada vez mayor en las representaciones literarias o pictóricas de la lectura. Constituyó un objeto recurrente en las obras de los pintores del siglo XIX como Manet, Daumier, Whistler o Fantin-Latour. Las lectoras de Fantin-Latour leen solas y en paz, completamente absortas en sus libros. En las versiones de Whistler de los lectores, que también son casi siempre mujeres, los libros nunca resultan tan absorbentes. Por lo general, las lecturas Whistler suelen reclinarse adoptando lánguidas poses, como su esposa en The siesta, que aparece tumbada con un libro en el regazo.





Manet tendía a distinguir con nitidez entre prácticas de lecturas masculinas y femeninas. En La lecture de l’Illustré (1879), una joven elegantemente vestida aparece sentada en un café al aire libre hojeando como al azar las páginas de una revista ilustrada. Lee sola, distraída, como el único afán de entretenerse, mientras sus ojos y su atención vagan de las páginas hacia la escena callejera que se desarrolla ante ella. Al mismo tiempo parece próxima a ese estereotipo tan trillado de la mujer lectora, destinada a ser la eterna consumidora de un material de lectura ligero, trivial y romántico.


The siesta de J. Whistler


El realista Bonvin pintaba campesinas, monjas y criadas inclinadas en silencio sobre grandes volúmenes ilustrados en cuarto. Sus protagonistas sin duda interrumpían sus tareas para leer, ya que muchas veces aparecen vestidas con su delantal y su cofia blanca, o arremangadas. A menudo retrata a sus lectoras de espaldas, como su estuviera espiándolas por encima del hombro para no perturbar su patente concentración. Pinta como un observador que captura el fragmento de la vida popular. Sus mujeres son lectoras privadas: la doncella que lee las cartas de su patrón no podría ser otra cosa (La servante indiscrète, 1871).


Aunque Fantin-Latour a menudo representa el acto de leer como un elemento propio de los grupos femeninos en los hogares burgueses, los retratos de la mujer lectora tendían a convertirse en retratos de individuos solitarios. En contraste con ello, la lectura de viva voz constituía una práctica más común en la sociedad masculina que se reunía en la taberna o en el taller. Las lectoras del siglo XIX pueden asociarse al desarrollo de un hábito silencioso e individual que relega el acto de leer en voz alta a un mundo a punto de desaparecer. Tal vez la lectora fue más que eso: una pionera de las moderas nociones de privacidad e intimidad.























Tomado de:

LYONS, Martin (2007):”Los nuevos lectores del siglo XIX: mujeres, niños, obreros” En: CAVALLO, G y CHARTIER, R (2011): Historia de la lectura en el mundo occidental. Bs. As., Taurus.

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18 julio 2013

El libro y el lector. George Steiner




El libro y el lector

Conferencia de George Steiner


El encuentro con el libro, como con el hombre o la mujer, que va a cambiar nuestra vida, a menudo en un instante de reconocimiento del que no tenemos conciencia, puede ser puro azar. El texto que nos convertirá a una fe, nos adherirá a uña ideología, dará a nuestra existencia Una finalidad y un criterio podría esperarnos en la sección de libros de ocasión, de libros deteriorados o de saldos. Puede hallarse, polvoriento y olvidado, en una sección justo al lado del volumen que buscamos. La extraña sonoridad de la palabra impresa en la cubierta gastada puede captar nuestra mirada: Zaratustrá, Diván Oriental y Occidental, Moby Dick, Horcynus Orea. Mientras un texto sobreviva, en algún lugar de esta tierra, aunque sea en un silencio que nada viene a romper, siempre es capaz de resucitar. Walter Benjamin lo enseñaba, Borges hizo su mitología: un libro auténtico nunca es impaciente. Puede aguardar siglos para despertar un eco vivificador. Puede estar en venta a mitad de precio en una estación de ferrocarril, como estaba el primer Celan que descubrí por azar y abrí. Desde aquel momento fortuito, mi vida se vio transformada y he tratado de aprender «una lengua al norte del futuro»
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Esta transformación es dialéctica. Sus parábolas son las de la Anunciación y la Epifanía. ¡Conocemos tan mal la génesis de la creación literaria! No tenemos, por así decirlo, ningún acceso a la posible neuroquímica del acto de imaginación y sus procedimientos. Hasta el borrador más informe de un poema es ya una etapa muy tardía en el viaje que conduce a la expresión y al género performativo. El crepúsculo, el «antes del alba» y las presiones a la expresión que se ejercen en el subconsciente son casi imperceptibles para nosotros. Más concretamente: ¿cómo es posible que unas incisiones sobre una tablilla de arcilla, unos trazos de pluma o de lápiz, muchas veces apenas visibles en un trozo de frágil papel, constituyan una persona- una Beatriz, un Falstaff, una Ana Karénina- cuya sustancia, para innumerables lectores o espectadores, excede a la vida misma en su realidad, en su presencia fenoménica, en su longevidad encarnada y social? Este enigma de la persona ficticia, más viva, más compleja que la existencia de su creador y de su «receptor» -ese hombre o esa mujer ¿son tan bellos como Helena, tan complejos como Hamlet, tan inolvidables como Emma Bovary?- es la cuestión fundamental, pero también la más difícil, de la poética y de la psicología.


Puede, dentro de unos límites muy estrictos, añadirle neologismos; puede, como Pascoli, tratar de insuflar una vida nueva a las palabras «muertas», incluso a lenguas muertas. Pero no forma su poema, su obra teatral o su novela «de la nada». En teoría, cada texto literario concebible está ya potencialmente presente en la lengua (de ahí la fantasía borgesiana de la biblioteca total de Babel). No por eso dejamos de seguir sin saber nada de la alquimia de la elección, de la secuencia fonética, gramatical y semántica que produce el poema perdurable. Y con el abandono progresivo, hoy, de la imagen de la creación divina, del concetto de la inspiración sobrenatural, nuestra ignorancia se hace mayor.


Mujer leyendo de Fabián Pérez


En el otro lado de la dialéctica, las cuestiones son casi igualmente desconcertantes. ¿Cuál es, exactamente, el grado de existencia de un poema o una novela que no se lee, de una obra teatral que jamás se representa? La recepción, aunque sea tardía, aunque sea por una minoría esotérica, ¿es indispensable para la vida de un texto? Si es-así, ¿de qué manera lo es? El concepto de lectura, concebido como un proceso que revela en lo fundamental una colaboración, es intuitivamente convincente. El lector serio trabaja con el autor. Comprender un texto, «ilustrarlo» en el marco de nuestra imaginación, es, en la medida de nuestros medios, recrearlo. Los más grandes lectores de Sófocles y de Shakespeare son los actores y los directores de teatro que dan a las palabras su carne viva. Aprender de memoria un poema es encontrarlo a mitad de camino en el viaje siempre maravilloso de su venida al mundo» En una «lectura bien hecha» (Péguy), el lector hace con él algo paradójico: un eco que refleja el texto, pero también que responde a él con sus propias percepciones, sus necesidades y sus desafíos. Nuestras intimidades con un libro son completamente dialécticas y recíprocas: leemos el libro, pero, quizá más profundamente, el libro nos lee a nosotros.


Pero ¿cuál es la razón de lo arbitrario, de la naturaleza siempre discutible de estas intimidades? Los textos que nos transforman pueden ser, desde un punto de vista tanto formal como histórico, trivia. Como un estribillo de moda, la novela policiaca, la noticia ligera, lo efímero puede hacer irrupción en nuestra conciencia y huir a lo más profundo de nosotros. El canon de lo esencial varía de un individuo a otro, de una cultura a otra, pero también de un periodo de la vida a otro. Hay en la adolescencia textos maestros que son ilegibles más tarde. Hay libros repentinamente redescubiertos en la escena literaria o en la vida privada. La química del gusto, de la obsesión, del rechazo, es casi tan extraña e inaprensible como la de la creación estética. Seres humanos muy próximos entre sí por sus orígenes, por su sensibilidad y por su ideología pueden adorar el libro que se detesta, pueden juzgar kitsch lo que se considera una obra maestra.


Coleridge hablaba de los «átomos ganchudos» de la conciencia, que se entremezclan de maneras imprevisibles; Goethe hablaba de las «afinidades electivas»; pero no son más que imágenes. Las complicidades entre el autor y el lector, entre el libro y la lectura que hacemos de él, son tan imprevisibles, tan vulnerables al cambio, y están tan misteriosamente arraigadas como las del eros. O, tal vez, como las del odio, pues hay textos inolvidables, que nos transforman y que acabamos odiando: yo no soporto ver el Otelo de Shakespeare en el teatro ni puedo enseñarlo, pero la versión de Verdi me parece, en muchos aspectos, la más coherente, un milagro humano.

La paradoja del eco vivificador entre el libro y el lector, del intercambio vital hecho de confianza recíproca, depende de ciertas condiciones históricas y sociales. El «acto clásico de la lectura», como he tratado de definirlo en mi trabajo, requiere unas condiciones de silencio, de intimidad, de cultura literaria (alfabetismo) y de concentración. Faltando ellas, una lectura seria, una respuesta a los libros que sea también responsabilidad no es realista. Leer, en el verdadero sentido del término, una página de Kant, un poema de Leopardi, un capítulo de Proust, es tener acceso a los espacios del silencio, a las salvaguardias de la intimidad, a un determinado nivel de formación lingüística e histórica anterior. Es tener asimismo libre acceso a útiles de comprensión como diccionarios, gramáticas y obras de alcance histórico y crítico. Desde los tiempos de la Academia ateniense hasta mediados del siglo XIX, muy esquemáticamente, dicho acceso era la definición misma de la cultura. En mayor o menor medida, éste fue siempre el privilegio, el placer y la obligación de una élite. Desde la biblioteca de Alejandría hasta la celda de san Jerónimo, la torre de Montaigne o el despacho de Karl Marx en el British Museunl, las artes de la concentración -lo que Malebranche definía como «la piedad natural del alma»- han tenido siempre una importancia esencial en la vida del libro.


Es una banalidad constatarlo: estas artes, en nuestros días, están muy erosionadas; se han convertido en un «oficio» universitario cada vez más especializado. Más del ochenta por ciento de los adolescentes americanos no saben leer en silencio; hay siempre como telón de fondo una música más o menos amplificada. La intimidad, la soledad que permite un encuentro en profundidad entre el texto y su recepción, entre la letra y el espíritu, es hoy una singularidad excéntrica, que resulta psicológica y socialmente sospechosa. Es inútil detenerse a hablar del hundimiento de nuestra enseñanza secundaria, sobre su desprecio del aprendizaje clásico, de lo que se aprende de memoria.


Una forma de amnesia planificada prevalece ya desde hace mucho tiempo en nuestras escuelas. Al mismo tiempo, el formato del libro en sí la estructura del copyright, de la edición tradicional, de la distribución en librerías están, ustedes lo saben mejor que yo, en plena transmutación, hasta en plena revolución. A partir de ahora, los autores pueden atender a sus lectores directamente por la internet y pedirles que entren en comunicación directa con ellos (es así como se ha «publicado» todo el último John Updike). Cada vez se leen más libros on line en la pantalla de la computadora, o se consultan en la red. Ochenta millones de volúmenes de la Biblioteca del Congreso, en Washington (no) están (ya) disponibles (más que) por medios electrónicos. Nadie, por bien informado que esté, puede predecir lo que sucederá con el concepto mismo de autor, de textualidad, de lectura personal. Sin ninguna duda, estas evoluciones son maravillosamente excitantes. Suponen liberaciones económicas y oportunidades sociales de primera importancia. Pero también van acompañadas de profundas pérdidas. De manera creciente, los libros escritos, editados, publicados y comprados «al estilo antiguo» pertenecerán a las «bellas letras» o a lo que en alemán se denomina, peligrosamente, la Unterhaltungsliteratur, la «literatura fácil». De manera creciente, la ciencia, la información, el saber en todas las formas se transmitirán, registrarán y encargarán por medios electrónicos. Las fracturas, ya grandes en nuestra cultura y en nuestras letras (alfabetismos), se harán más hondas.


Turín, 10 de mayo de 2000.





















Tomado de:
STEINER, George: "Los que queman los libros" Conferencia. En  (2007): Los Logócratas. México, FCE, pp. 61-66.

10 julio 2013

Apropiaciones contrastadas de la lectura. Roger Chartier




Apropiaciones contrastadas
 de la lectura


Roger Chartier




Los lectores “populares” del Renacimiento, no se veían confrontados con una literatura propia. Por todas partes, los textos y libros que circulaban en la totalidad del mundo social eran compartidos por unos lectores de condición y cultura harto diversas. Es conveniente que, pues, que traslademos la atención hacia los usos contrastados de los mismos géneros, de las mismas obras en conjunto y, aunque las formas editoriales están dirigidas a públicos distintos, de las mismas obras en particular.


En efecto, para los historiadores, la pregunta fundamental puede formularse de la siguiente manera: ¿cómo captar las variaciones cronológicas y sociales del proceso de construcción de sentido, tal como tiene lugar en el encuentro entre “el mundo del texto” y el “mundo del lector” según los términos de Paul Ricoeur?


La línea teórica hermenéutica y fenomenológica de Ricoeur constituye un valioso apoyo en la definición de una historia de las prácticas de leer. En primer lugar, en contra de las formulaciones estructuralistas y semióticas más abruptas que localizan el significado únicamente en el funcionamiento automático e impersonal del lenguaje, obliga a considerar como el acto mediante el cual el texto cobre sentido y adquiere eficacia. Sin lector, el texto no es más que un texto virtual, sin verdadera existencia.


Restituida en su forma de efectuación, la lectura es pensada en una doble dimensión a través de una doble referencia. En su dimensión individual, tiene que ver con una descripción fenomenológica que la considera como una acción dinámica, como una respuesta a las solicitaciones del texto, como una “labor” de interpretación. Con ello se instaura una figura entre el texto y lectura que, en su capacidad inventiva y creadora, nunca está totalmente sometida a las órdenes acuciantes de la obra. En su dimensión colectiva, la lectura debe caracterizarse como una relación analógica entre las “señales textuales” emitidas por cada obra en particular y el “horizonte de espera” compartido colectivamente, que gobierna su recepción. El significado del texto, o mejor dicho sus significados, dependen de los criterios de clasificación, de los corpus de referencias, de las categorías interpretativas que son los diferentes públicos, sucesivos o contemporáneos.


Por último, el seguir a Paul Ricoeur nos permite comprender la lectura como una “apropiación”. Y ello, en un doble sentido: por una lado, la apropiación designa la “efectuación”, la “actualización” de las posibilidades semánticas del texto; por otro lado, sitúa la interpretación del texto como una mediación a través de la cual el lector puede llevar a cabo la compresión en sí, y la construcción de la “realidad”.


La perspectiva así trazada es esencia y, no obstante, no puede satisfacer por completo a un historiador. Su primer límite, que es asimismo el de las referencias que le sirven de basamento, la fenomenología del acto de lectura por una lado, y la estética de la recepción por el otro, se debe al hecho de que considera los textos como si existieran en sí mismo, fuera de su materialidad. Contra esa abstracción del texto, conviene recordar que la forma que le da a leer participa, a su vez, en la construcción del sentido. El “mismo” texto, fijo en su letra, no es el “mismo” si cambian los dispositivos del soporte que le trasmite a sus lectores, sus auditores o sus espectadores.


La línea fenomenológica y hermenéutica supone implícitamente una universalidad del leer. Por doquier y siempre, la lectura es pensada como un acto de mera intelección e interpretación, un acto cuyas modalidades concretas no importan. Contra esa proyección de la lectura a lo universal cabe poner de relieve que es una práctica de múltiples diferenciaciones, en función de las épocas y los ambientes, y que el significado de un texto depende, también, de la manera en que es leído (en voz alta o de modo silencioso, en soledad o en compañía, para un fuero interno o en la plaza pública, etc.)


Una historia de las lecturas y de los lectores (populares o no) será pues, la de la historicidad del proceso de apropiación de los textos. Considera que el “mundo del texto” es un mundo de objetos o de formas cuyas estructuras, dispositivos y convenciones dan sentido y ponen límites a la producción del sentido. Considera asimismo que el “mundo del lector” está constituido por la “comunidad de interpretación”, a la cual pertenece, y que define un mismo conjunto de competencias, usos, códigos e intereses. De ahí la necesidad de una doble atención: a la materialidad de los objetos escritos y a los gestos de los sujetos lectores.























Tomado de:
CHARTIER, Roger: “Lecturas y lectores “populares” desde el Renacimiento hasta la época clásica”. En CAVALLO, G y CHARTIER, R. (Dir) (2011): Historia de la lectura en el mundo occidental. Bs. As. Taurus, pp. 341-343.

04 julio 2013

Sexualidad y erotismo. Octavio Paz




Sexualidad y erotismo

Octavio Paz


La realidad sensible siempre ha sido para mí una fuente de sorpresas. También de evidencias. En un lejano artículo de 1940 aludí a la poesía como el testimonio de los sentidos. Testimonio verídico: sus imágenes son palpables, visibles y audibles. Cierto, la poesía esta hecha de palabras enlazadas que despiden reflejos, visos y cambiantes: ¿lo que nos enseña son realidades o espejismos? Rimbaud dijo: Et j'ai vu quelquefois ce que L'homme a cru voir. Fusión de ver y creer.


En la conjunción de estas dos palabras esta el secreto de la poesía y el de sus testimonios: aquello que nos muestra el poema no lo vemos con nuestros ojos de carne sino con los del espíritu. La poesía nos hace tocar lo impalpable y escuchar la marea del silencio cubriendo un paisaje devastado por el insomnio. El testimonio poético nos revela otro mundo dentro de este mundo, el mundo otro que es este mundo. Los sentidos, sin perder sus poderes, se convierten en servidores de la imaginación y nos hacen oír lo inaudito y ver lo imperceptible. ¿No es esto, por lo demás, lo que ocurre en el sueño y en el encuentro erótico? Lo mismo al soñar que en el acoplamiento, abrazamos fantasmas. Nuestra pareja tiene cuerpo, rostro y nombre pero su realidad real, precisamente en el momento más intenso del abrazo, se dispersa en una cascada de sensaciones que, a su vez, se disipan. Hay una pregunta que se hacen todos los enamorados y en ella se condensa el misterio erótico: ¿quien eres? Pregunta sin respuesta... Los sentidos son y no son de este mundo. Por ellos, la poesía traza un puente entre el ver y el creer. Por ese puente la imaginación cobra cuerpo y los cuerpos se vuelven imágenes. 


La relación entre erotismo y poesía es tal que puede decirse, sin afectación, que el primero es una poética corporal y que la segunda es una erótica verbal. Ambos están constituidos por una oposición complementaria. El lenguaje -sonido que emite sentidos, trazo material que denota ideas incorpóreas- es capaz de dar nombre a lo más fugitivo y evanescente: la sensación; a su vez, el erotismo no es mera sexualidad animal: es ceremonia, representación. El erotismo es sexualidad transfigurada: metáfora. El agente que mueve lo mismo al acto erótico que al poético es la imaginación. Es la potencia que transfigura al sexo en ceremonia y rito, al lenguaje en ritmo y metáfora. La imagen poética es abrazo de realidades opuestas y la rima es copula de sonidos; la poesía erotiza al lenguaje y al mundo porque ella misma, en su modo de operación, es ya erotismo. Y del mismo modo: el erotismo es una metáfora de la sexualidad animal. ¿Que dice esa metáfora? Como todas las metáforas, designa algo que esta más allá de la realidad que la origina, algo nuevo y distinto de los términos que la componen. Si Góngora dice púrpura nevada, inventa o descubre una realidad que, aunque hecha de ambas, no es sangre ni nieve. Lo mismo sucede con el erotismo: dice o, más bien: es, algo diferente a la mera sexualidad.


Aunque las maneras de acoplarse son muchas, el acto sexual dice siempre lo mismo: reproducción. El erotismo es sexo en acción pero, ya sea porque la desvía o la niega, suspende la finalidad de la función sexual. En la sexualidad, el placer sirve a la procreación; en los rituales eróticos el placer es un fin en si mismo o tiene fines distintos a la reproducción. La esterilidad no solo es una nota frecuente del erotismo sino que en ciertas ceremonias es una de sus condiciones. Una y otra vez los textos gnósticos y tántricos hablan del semen retenido por el oficiante o derramado en el altar. En la sexualidad la violencia y la agresión son componentes necesariamente ligados a la copulación y, así, a la reproducción; en el erotismo, las tendencias agresivas se emancipan, quiero decir: dejan de servir a la procreación, y se vuelven fines autónomos. En suma, la metáfora sexual, a través de sus infinitas variaciones, dice siempre reproducción; la metáfora erótica, indiferente a la perpetuación de la vida, pone entre paréntesis a la reproducción. 


La relación de la poesía con el lenguaje es semejante a la del erotismo con la sexualidad. También en el poema -cristalización verbal- el lenguaje se desvía de su fin natural: la comunicación. La disposición lineal es una característica básica del lenguaje; las palabras se enlazan una tras otra de modo que el habla puede compararse a una vena de agua corriendo. En el poema, la linealidad se tuerce, vuelve sobre sus pasos, serpea: la línea recta cesa de ser el arquetipo en favor del círculo y la espiral. Hay un momento en que el lenguaje deja de deslizarse y, por decirlo así, se levanta y se mece sobre el vacío; hay otro en el que cesa de fluir y se transforma en un sólido transparente -cubo, esfera, obelisco- plantado en el centro de la página. Los significados se congelan o se dispersan; de una y otra manera, se niegan. Las palabras no dicen las mismas cosas que en la prosa; el poema no aspira ya a decir sino a ser. La poesía pone entre paréntesis a la comunicación como el erotismo a la reproducción. Ante los poemas herméticos nos preguntamos perplejos: ¿que dicen? Si leemos un poema más simple, nuestra perplejidad desaparece, no nuestro asombro: ¿ese lenguaje límpido -agua, aire- es el mismo en que están escritos los libros de sociología y los periódicos? después, superado el asombro, no el encantamiento, descubrimos que el poema nos propone otra clase de comunicación, regida por leyes distintas a las del intercambio de noticias e informaciones. El lenguaje del poema es el lenguaje de todos los días y, al mismo tiempo, ese lenguaje dice cosas distintas a las que todos decimos. Esta es la razón del recelo con que han visto a la poesía mística todas las Iglesias. San Juan de la Cruz no quería decir nada que se apartase de las enseñanzas de la Iglesia; no obstante, sin quererlo, sus poemas decían otras cosas. Los ejemplos podrían multiplicarse. La peligrosidad de la poesía es inherente a su ejercicio y es constante en todas las épocas y en todos los poetas. Hay siempre una hendedura entre el decir social y el poético: la poesía es la otra voz, como he dicho en otro escrito. Por esto es, a un tiempo, natural y turbadora su correspondencia con los aspectos del erotismo, negros y blancos, a que he aludido antes. Poesía y erotismo nacen de los sentidos pero no terminan en ellos. Al desplegarse, inventan configuraciones imaginarias: poemas y ceremonias.



El erotismo encarna dos figuras:
 la del religioso solitario (asceta) y la del libertino.


No me propongo detenerme en las afinidades entre la poesía y el erotismo. En otras ocasiones he explorado el tema; ahora lo he evocado solo como una introducción a un asunto distinto, aunque íntimamente asociado a la poesía: el amor. Ante todo, hay que distinguir al amor, propiamente dicho, del erotismo y de la sexualidad. Hay una relación tan intima entre ellos que con frecuencia se les confunde. Por ejemplo, a veces hablamos de la vida sexual de fulano o de mengana pero en realidad nos referimos a su vida erótica. Cuando Swann y Odette hablaban de faire catleya no se referían simplemente a la copulación; Proust lo señala: aquella manera particular de decir hacer el amor no significaba para ellos exactamente lo mismo que sus sinónimos. El acto erótico se desprende del acto sexual: es sexo y es otra cosa. Además, la palabra talismán, catleya, tenía un sentido para Odette y otro para Swann: para ella designaba cierto placer erótico con cierta persona y para el era el nombre de un sentimiento terrible y doloroso: el amor que sentía por Odette. No es extraña la confusión: sexo, erotismo y amor son aspectos del mismo fenómeno, manifestaciones de lo que llamamos vida. El más antiguo de los tres, el más amplio y básico, es el sexo. Es la fuente primordial. El erotismo y el amor son formas derivadas del instinto sexual: cristalizaciones, sublimaciones, perversiones y condensaciones que transforman a la sexualidad y la vuelven, muchas veces, incognoscible. Como en el caso de los círculos concéntricos, el sexo es el centro y el pivote de esta geometría pasional. El dominio del sexo, aunque menos complejo, es el más vasto de los tres. Sin embargo, a pesar de ser inmenso, es apenas una provincia de un reino aun más grande: el de la materia animada. A su vez, la materia viva es solo una parcela del universo. Es muy probable, aunque no lo sabemos a ciencia cierta, que en otros sistemas solares de otras galaxias existan planetas con vida parecida a la nuestra; ahora bien, por más numerosos que pudiesen ser esos planetas, la vida seguiría siendo una ínfima parte del universo, una excepción o singularidad. Tal como lo concibe la ciencia moderna, y hasta donde nosotros, los legos, podemos comprender a los cosmólogos y a los físicos, el universo es un conjunto de galaxias en perpetuo movimiento de expansión. Cadena de excepciones: las leyes que rigen al movimiento del universo macrofísico no son, según parece, enteramente aplicables al universo de las partículas elementales. 


Una vez delimitadas, en forma sumaria y grosera, las fronteras de la sexualidad, podemos trazar una línea divisoria entre esta y el erotismo. Una línea sinuosa y no pocas veces violada, sea por la irrupción violenta del instinto sexual o por las incursiones de la fantasía erótica. Ante todo, el erotismo es exclusivamente humano: es sexualidad socializada y transfigurada por la imaginación y la voluntad de los hombres. La primera nota que diferencia al erotismo de la sexualidad es la infinita variedad de formas en que se manifiesta, en todas las épocas y en todas las tierras. El erotismo es invención, variación incesante; el sexo es siempre el mismo. El protagonista del acto erótico es el sexo o, más exactamente, los sexos. El plural es de rigor porque, incluso en los placeres llamados solitarios, el deseo sexual inventa siempre una pareja imaginaria... o muchas. En todo encuentro erótico hay un personaje invisible y siempre activo: la imaginación, el deseo. En el acto erótico intervienen siempre dos o más, nunca uno. Aquí aparece la primera diferencia entre la sexualidad animal y el erotismo humano: en el segundo, uno o varios de los participantes puede ser un ente imaginario. Solo los hombres y las mujeres copulan con íncubos y súcubos.


En el seno de la naturaleza el hombre se ha creado un mundo aparte, compuesto por ese conjunto de prácticas, instituciones, ritos, ideas y cosas que llamamos cultura. En su raíz, el erotismo es sexo, naturaleza; por ser una creación y por sus funciones en la sociedad, es cultura. Uno de los fines del erotismo es domar al sexo e insertarlo en la sociedad. Sin sexo no hay sociedad pues no hay procreación; pero el sexo también amenaza a la sociedad. Como el dios Pan, es creación y destrucción. Es instinto: temblor pánico, explosión vital. Es un volcán y cada uno de sus estallidos puede cubrir a la sociedad con una erupción de sangre y semen. El sexo es subversivo: ignora las clases y las jerarquías, las artes y las ciencias, el día y la noche: duerme y solo despierta para fornicar y volver a dormir. Nueva diferencia con el mundo animal: la especie humana padece una insaciable sed sexual y no conoce, como los otros animales, periodos de celo y periodos de reposo. O dicho de otro modo: el hombre es el único ser vivo que no dispone de una regulación fisiológica y automática de su sexualidad.


Lo mismo en las ciudades modernas que en las ruinas de la Antigüedad, a veces en las piedras de los altares y otras en las paredes de las letrinas, aparecen las figuras del falo y la vulva. Príapo en erección perpetua y Astarte en jadeante y sempiterno celo acompañan a los hombres en todas sus peregrinaciones y aventuras. Por esto hemos tenido que inventar reglas que, a un tiempo, canalicen al instinto sexual y protejan a la sociedad de sus desbordamientos. En todas las sociedades hay un conjunto de prohibiciones y tabúes -también de estímulos e incentivos- destinados a regular y controlar al instinto sexual. Esas reglas sirven al mismo tiempo a la sociedad (cultura) y a la reproducción (naturaleza). Sin esas reglas la familia se desintegraría y con ella la sociedad entera. Sometidos a la perenne descarga eléctrica del sexo, los hombres han inventado un pararrayos: el erotismo. Invención equivoca, como todas las que hemos ideado: el erotismo es dador de vida y de muerte. Comienza a dibujarse ahora con mayor precisión la ambigüedad del erotismo: es represión y es licencia, sublimación y perversión. En uno y otro caso la función primordial de la sexualidad, la reproducción, queda subordinada a otros fines, unos sociales y otros individuales. El erotismo defiende a la sociedad de los asaltos de la sexualidad pero, asimismo, niega a la función reproductiva. Es el caprichoso servidor de la vida y de la muerte.


Las reglas e instituciones destinadas a domar al sexo son numerosas, cambiantes y contradictorias. Es vano enumerarlas: van del tabú del incesto al contrato del matrimonio, de la castidad obligatoria a la legislación sobre los burdeles. Sus cambios desafían a cualquier intento de clasificación que no sea el del mero catalogo: todos los días aparece una nueva práctica y todos los días desaparece otra. Sin embargo, todas ellas están compuestas por dos términos: la abstinencia y la licencia.


Ni una ni otra son absolutas. Es explicable: la salud psíquica de la sociedad y la estabilidad de sus instituciones dependen en gran parte del dialogo contradictorio entre ambas. Desde los tiempos más remotos las sociedades pasan por periodos de castidad o continencia seguidos de otros de desenfreno. Un ejemplo inmediato: la cuaresma y el carnaval. La Antigüedad y el Oriente conocieron también este doble ritmo: la bacanal, la orgía, la penitencia pública de los aztecas, las procesiones cristianas de desagravio, el Ramadán de los musulmanes. En una sociedad secular como la nuestra, los periodos de castidad y de licencia, casi todos asociados al calendario religioso, desaparecen como prácticas colectivas consagradas por la tradición. No importa: se conserva intacto el carácter dual del erotismo aunque varía su fundamento, deja de ser un mandamiento religioso y cíclico para convertirse en una prescripción de orden individual. Y esa prescripción casi siempre tiene un fundamento moral, aunque a veces también acude a la autoridad de la ciencia y la higiene. El miedo a la enfermedad no es menos poderoso que el temor a la divinidad o el respeto a la ley ética. Aparece nuevamente, ahora despojada de su aureola religiosa, la doble faz del erotismo: fascinación ante la vida y ante la muerte. El significado de la metáfora erótica es ambiguo. Mejor dicho, es plural. Dice muchas cosas, todas distintas, pero en ella aparecen dos palabras: placer y muerte.


Sade: expresión tajante de la filosofía libertina.

Nueva excepción frente a la gran excepción, que es el erotismo frente al mundo animal: en ciertos casos la abstención y la licencia, lejos de ser relativos y periódicos, son absolutos. Son los extremos del erotismo, su más allá y en cierto modo su esencia. Digo esto porque el erotismo es en sí mismo deseo: un disparo hacia el más allá. Señalo que el ideal de una absoluta castidad o de una licencia no menos absoluta son  realmente ideales; quiero decir, muy pocas veces, tal vez nunca, pueden realizarse completamente. La castidad del monje o de la monja está continuamente amenazada por las imágenes lúbricas que aparecen en los sueños y por las poluciones nocturnas; el libertino, por su parte, pasa por periodos de saciedad y de hartazgo, además de estar sujeto a los insidiosos ataques de la impotencia. Unos son víctimas durante el sueño del abrazo quimérico de los íncubos y los súcubos; otros están condenados durante la vigilia a atravesar los páramos y desiertos de la insensibilidad. En fin, realizables o no, los ideales de absoluta castidad y de total libertinaje pueden ser colectivos o individuales. Ambas modalidades se insertan en la economía vital de la sociedad, aunque la segunda, en sus casos más extremos es una tentativa personal por romper los lazos sociales y se presenta como una liberación de la condición humana. No necesito detenerme en las órdenes religiosas, comunidades y sectas que predican una castidad más o menos absoluta en conventos, monasterios, ashrams y otros lugares de recogimiento. Todas las religiones conocen esas cofradías y hermandades. Es más difícil documentar la existencia de comunidades libertinas. A diferencia de las asociaciones religiosas, casi siempre parte de una iglesia y por tal razón reconocidas públicamente, los grupos libertinos se han reunido casi siempre en lugares apartados y secretos. En cambio es fácil atestar su realidad social: aparecen en la literatura de todas las épocas, lo mismo en las de Oriente que en las de Occidente. Han sido y son no sólo una realidad clandestina, sino un género literario. Así han sido y son doblemente reales. Las prácticas eróticas colectivas de carácter público han asumido constantemente formas religiosas. No es necesario, para probarlo, recordar los cultos fálicos del neolítico o las bacanales y saturnales de la antigüedad grecorromana; en dos religiones marcadamente ascéticas, el budismo y el cristianismo, figura también y de manera preeminente la unión entre la sexualidad y lo sagrado. Cada una de las grandes religiones históricas ha engendrado, en sus afueras o en sus entrañas mismas, sectas, movimientos, ritos o liturgias, en las que la carne y el sexo son caminos hacia la divinidad. No podía ser de otro modo: el erotismo es ante todo y sobre todo sed de otredad. Y lo sobrenatural es la radical y suprema otredad.


Las prácticas eróticas religiosas sorprenden lo mismo por su variedad como por su recurrencia. La copulación ritual colectiva fue practicada por las sectas tántricas de la India, por los taoístas en China y por los cristianos gnósticos en el Mediterráneo. Lo mismo sucede con la comunión con el semen, un rito de los adeptos del tantrismo, de los gnósticos adoradores de Barbelo y de otros grupos. Muchos de estos movimientos erótico-religiosos, inspirados por sueños milenaristas, unieron la religión, el erotismo y la política; entre otros, los Turbantes amarillos (taoístas) en China y los anabaptistas de Jean de Leyden en Holanda. Subrayo que en todos esos rituales, con dos o tres excepciones, la reproducción no juega papel alguno, salvo negativo. En el caso de los gnósticos, el semen y la sangre menstrual debían ser ingeridos para reintegrarlos al Gran Todo, pues creían que este mundo era la creación de un demiurgo perverso; entre los tántricos y los taoístas, aunque por razones inversas, la retención del semen era de rigor; en el tantrismo hindú, el semen se derramaba como una oblación. Probablemente este era también el sentido del bíblico pecado de Onan. El coitus interruptus formaba parte, casi siempre, de aquellos rituales. En suma, en el erotismo religioso se invierte radicalmente el proceso sexual: expropiación de los inmensos poderes del sexo en favor de fines distintos o contrarios a la reproducción.


El erotismo encarna asimismo en dos figuras emblemáticas: la del religioso solitario y la del libertino. Emblemas opuestos pero unidos en el mismo movimiento: ambos niegan a la reproducción y son tentativas de salvación o de liberación personal frente a un mundo caído,  perverso, incoherente o irreal. La misma aspiración mueve a las sectas y a las comunidades, solo que en ellas la salvación es una empresa colectiva -son una sociedad dentro de la sociedad- mientras que el asceta y el libertino son asociales, individuos frente o contra la sociedad. El culto a la castidad, en Occidente, es una herencia del Platonismo y de otras tendencias de la Antigüedad para las que el alma inmortal era prisionera del cuerpo mortal. La creencia general era que un día el alma regresaría al Empíreo; el cuerpo volvería a la materia informe. Sin embargo, el desprecio al cuerpo no aparece en el judaísmo, que exalto siempre los poderes genésicos: creced y multiplicaos es el primer mandamiento bíblico. Tal vez por esto y, sobre todo, por ser la religión de la encarnación de Dios en un cuerpo humano, el cristianismo atenuó el dualismo platónico con el dogma de la resurrección de la carne y con el de los cuerpos gloriosos. Al mismo tiempo, se abstuvo de ver en el cuerpo un camino hacia la divinidad, como lo hicieron otras religiones y muchas sectas heréticas. ¿Por que? Sin duda por la influencia del neoplatonismo en los Padres de la Iglesia.


En Oriente el culto a la castidad comenzó como un método para alcanzar la longevidad: ahorrar semen era ahorrar vida. Lo mismo sucedía con los efluvios sexuales de la mujer. Cada descarga seminal y cada orgasmo femenino eran una perdida de vitalidad. En un segundo momento de la evolución de estas creencias, la castidad se convirtió en un método para adquirir, mediante el dominio de los sentidos, poderes sobrenaturales e incluso, en el taoísmo, la inmortalidad. Esta es la esencia del yoga. A pesar de estas diferencias, la castidad cumple la misma función en Oriente que en Occidente: es una prueba, un ejercicio que nos fortifica espiritualmente y nos permite dar el gran salto de la naturaleza humana a la sobrenatural. La castidad solo es un camino entre otros. Como en el caso de las prácticas eróticas colectivas, el yogui y el asceta podían servirse de las prácticas sexuales del erotismo, no para reproducirse sino para alcanzar un fin propiamente sobrenatural, sea este la comunión con la divinidad, el éxtasis, la liberación o la conquista de lo incondicionado. Muchos textos religiosos, entre ellos algunos grandes poemas, no vacilan en comparar al placer sexual con el deleite extático del místico y con la beatitud de la unión con la divinidad. En nuestra tradición es menos frecuente que en la oriental la fusión entre lo sexual y lo espiritual. Sin embargo, el Antiguo Testamento abunda en historias eróticas, muchas de ellas trágicas e incestuosas; algunas han inspirado textos memorables, como la de Ruth, que le sirvió a Víctor Hugo para escribir Booz endormi, un poema nocturno en el que la sombra es nupcial. Pero los textos hindúes son más explícitos. Por ejemplo, el famoso poema sánscrito de Jayadeva, Gitagovitulay canta los amores adúlteros del dios Krishna (el señor Obscuro) con la vaquera Radha. Como en el caso del Cantar de los cantares, el sentido religioso del poema es indistinguible de su sentido erótico profano: son dos aspectos de la misma realidad. En los místicos sufíes es frecuente la confluencia de la visión religiosa y la erótica. La comunión se compara a veces con un festín entre dos amantes en el que el vino corre en abundancia. Ebriedad divina, éxtasis erótico. Aludí más arriba al Cantar de los cantares de Salomón. Esta colección de poemas de amor profano, una de las obras eróticas más hermosas que ha creado la palabra poética, no ha cesado de alimentar la imaginación y la sensualidad de los hombres desde hace más de dos mil años. La tradición judía y la cristiana han interpretado esos poemas como una alegoría de las relaciones entre Jehová e Israel o entre Cristo y la Iglesia. A esta confusión le debemos el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, uno de los poemas más intensos y misteriosos de la lírica de Occidente. Es imposible leer los poemas del místico español únicamente como textos eróticos o como textos religiosos. Son lo uno, lo otro y algo más, algo sin lo cual no serian lo que son: poesía. La ambigüedad de los poemas de San Juan ha tropezado, en la época moderna, con resistencias y equívocos. Algunos se empeñan en verlos como textos esencialmente eróticos: otros los juzgan sacrílegos. Recuerdo el escándalo del poeta Auden ante ciertas imágenes del Cántico Espiritual: le parecían una grosera confusión entre la esfera carnal y la espiritual.


La crítica de Auden era más platónica que cristiana. Debemos a Platón la idea del erotismo como un impulso vital que asciende, escalón por escalón, hacia la contemplación del sumo bien. Esta idea contiene otra: la de la paulatina purificación del alma que, a cada paso, se aleja más y más de la sexualidad hasta que, en la cumbre de su ascensión, se despoja de ella enteramente. Pero lo que nos dice la experiencia religiosa -sobre todo a través del testimonio de los místicos- es precisamente lo contrario: el erotismo, que es sexualidad transfigurada por la imaginación humana, no desaparece en ningún caso. Cambia, se transforma continuamente y, no obstante, nunca deja de ser lo que es originalmente: impulso sexual. En la figura opuesta, la del libertino, no hay unión entre religión y erotismo; al contrario, hay oposición neta y clara: el libertino afirma el placer como único fin frente a cualquier otro valor. El libertino casi siempre se opone con pasión a los valores y a las creencias religiosas o éticas que postulan la subordinación del cuerpo a un fin trascendente. El libertinaje colinda, en uno de sus extremos, con la crítica y se transforma en una filosofía; en el otro, con la blasfemia, el sacrilegio y la profanación, formas inversas de la devoción religiosa. Sade se jactaba de profesar un intransigente ateísmo filosófico pero en sus libros abundan los pasajes de religioso furor irreligioso y en su vida tuvo que enfrentarse a varias acusaciones de sacrilegio e impiedad, como las del proceso de 1772 en Marsella. André Bretón me dijo alguna vez que su ateísmo era una creencia; podría decirse también que el libertinaje es una religión al revés. El libertino niega al mundo sobrenatural con tal vehemencia que sus ataques son un homenaje y, a veces, una consagración. Es otra y más significativa la verdadera diferencia entre el anacoreta y el libertino: el erotismo del primero es una sublimación solitaria y sin intermediarios; el del segundo es un acto que requiere, para realizarse, el concurso de un cómplice o la presencia de una víctima. El libertino necesita siempre al otro y en esto consiste su condenación: depende de su objeto y es el esclavo de su víctima.




















Tomado de:
PAZ; Octavio (1993): La llama doble. Barcelona, Seix Barral. pp.3-6.