30 diciembre 2013

El valor de las apariencias. Susan Sontag








El valor de las apariencias


Susan Sontag



Es común entre quienes han vislumbrado algo bello la expresión de pesadumbre por no haber podido fotografiarlo. La cámara ha tenido tanto éxito en su función de embellecer el mundo, que las fotografías, mas que el mundo, se han convertido en la medida de lo bello. Orgullosos anfitriones  bien pueden presentar fotografías de sus casa para mostrar a los visitantes lo esplendida que es en verdad. Aprendemos a vernos fotográficamente: tenerse por atractivo es, precisamente, juzgar que se saldría bien en una fotografía. Las fotografías crean lo bello y lo desgastan. Algunos esplendores de la naturaleza, por ejemplo, se han abandonado del todo a las infatigables atenciones de los entusiastas aficionados a la cámara. A los saciados de imágenes es probable que las puestas de sol les parezcan sensibleras; se parecen ya demasiado, ay, a fotografías.


Muchas personas se inquietan cuando están por ser fotografiadas: no porque teman, como los primitivos, un ultraje, sino porque temen la reprobación de la cámara. quieren la imagen idealizada: una fotografía donde luzcan mejor que nunca. Se sienten reprendidas cuando cuando la cámara no les devuelve una imagen mas atractiva de lo que son en realidad. Pero pocos tienen la suerte de ser "fotogénicos" , o sea, de lucir mejor en fotografías que en la vida real. Que las fotografías sean a menudo elogiadas por su veracidad, su honradez, indica que la mayor parte de las fotografías, desde luego, no son veraces.


Las consecuencias de la mentira deben ser mas centrales para la fotografía de lo que nunca serán para la pintura, pues las imágenes planas y rectangulares de las fotografías ostentan una pretensión de verdad que jamas podrían reclamar las pinturas. Una pintura fraudulenta (cuya atribución es falsa) falsifica la historia del arte. Una fotografía fraudulenta (que ha sido retocada o adulterada) falsifica la realidad. La historia de la fotografía podría recapitularse como la pugna de dos imperativos diferentes: el embellecimiento que viene de las bellas artes, y la veracidad, que sólo se estima mediante una noción de verdad al margen de los valores, legado de las ciencias, sino mediante un ideal moralizado de la veracidad, adaptado de los modelos literarios del siglo XIX y de la (entonces) nueva profesión del periodismo independiente. Se suponía que el fotógrafo , como el novelista prerromántico y el reportero, iba a desenmascarar la hipocresía y combatir la ignorancia. 


Desnudo de Edward Weston


Liberados de la necesidad de restringir sus opciones (como los pintores) en cuanto a las imágenes que merecía la pena contemplar, a causa de la rapidez con que las cámaras registraban todo, los fotógrafos transformaron la visión en un nuevo tipo de proyecto: como si la propia visión, cultivada con suficiente avidez y resolución, pudiera en verdad conciliar las exigencias de la verdad con la necesidad de encontrar bello el mundo. Objeto antes admirado por su capacidad para verter fielmente la realidad y también despreciado por su grosera exactitud, la cámara ha terminado por promover enérgicamente el valor de la apariencias. Las apariencias tal como las registra la cámara. Las fotografía no se limitan a verter la realidad de modo realista. Es la realidad la que se somete a escrutinio y evaluación según su fidelidad a las fotografías.


Los primeros fotógrafos hablaban como si la cámara fuera una copiadora; como si cuando una persona opera un cámara , fuera la cámara la que ve. El fotógrafo era tenido por un observador agudo pero imparcial: un escriba, un poeta. Pero como la gente pronto descubrió que nadie retrata lo mismo de la misma manera , la suposición de que las cámaras procuran una imagen objetiva e imparcial cedió ante el hecho de que las fotografías no sólo evidencian lo que hay allí sino lo que un individuo ve, no son sólo un registro sino una evaluación del mundo. 


Retrato de Gaspar Nadar



Aunque la mayoría de la gente meramente secunda las ideas recibidas de lo bello cuando hace fotografías, los profesionales ambiciosos suelen pensar que la desafían. De acuerdo con los héroes de la modernidad como Weston, la aventura del fotógrafo es elitista, profética, subversiva, reveladora. Los fotógrafos manifiestan estar efectuando una tarea blakeana de depurar los sentidos, "revelando a otros el mundo viviente que los rodea, mostrándoles lo que sus propios ojos ciegos habían pasado por alto".



La visión fotográfica, cuando se examinan sus pretensiones, consiste sobre todo en la práctica de una especie de visión disociativa, un habito subjetivo que se afianza en las discrepancias objetivas entre el modo en que la cámara y el ojo humano enfocan y juzgan la perspectiva. Tales discrepancias no pasaron inadvertidas para el público en los primeros tiempos de la fotografía. Una vez que se acostumbro a pensar en términos fotográficos, la gente dejo de hablar de distorsión fotográfica, como se denominaba. Así, uno de los éxitos peremnes de la fotografía ha sido su estrategia de transformar seres humanos en cosas y cosas en seres humanos. Los pimientos que Weston fotografió en 1929 y 1930 tienen un voluptuosidad infrecuentes en sus desnudos femeninos. 



Para Weston, la belleza misma era subversiva, y la gente que se escandalizaba ante sus ambiciosos desnudos parecía corroborarlo. Ahora los fotógrafos propenden mas a enfatizar la llana humanidad de sus revelaciones . Aunque no han cesado de buscar la belleza, ya no se piensa que la fotografía propicia una revelación psíquica bajo la égida de lo bello. Los modernistas ambiciosos como Weston y Cartier-Bresson, que entienden la fotografía como una manera genuinamente nueva de ver (precisa, inteligente, incluso científica), han sido desafiados por fotógrafos de una generación posterior, como Robert Frank, que quieren una cámara no incisiva sino democrática, que no se proclaman adalides de una nueva visión.


Jacob Riis, hoscos y difusos habitantes de Nueva York



En la medida en que la fotografía sí arranca los envoltorios secos de la visión habitual, crea otro habito de visión: intenso y desapasionado, solicito y distante a la vez; hechizado por el detalle insignificante, adicto a la incongruencia. Pero la visión fotográfica debe ser renovada constantemente con nuevos choques, ya por el tema o la técnica, para dar la impresión de infligir la visión ordinaria. Pues la visión, puesta en jaque por las revelaciones de la fotografía, tiende a adecuarse a las fotografías. Lo que antes sólo veía un ojo muy inteligente ahora lo puede ver cualquiera.


Así como los ideales formalistas de la belleza perecen, en perspectiva, vinculados con un determinado talante histórico, el optimismo acerca de la época moderna (la nueva visión, la nueva era), el declive de las pautas de pureza fotográfica representadas por Weston y la escuela de la Bauhaus  ha acompañado la desilusión moral experimentada en los recientes decenios. en el actual talante histórico, la noción formalista de la belleza tiene cada vez menos sentido. Han adquirido prominencia modelos de la belleza más oscuros y incircunscriptos a su tiempo., lo cual ha inspirado una revaloración de la fotografía del pasado; y, en una aparente revuelta contra lo Bello, las generaciones recientes de fotógrafos prefieren mostrar el desorden, destilar una anécdota antes de aislar una forma simplificada, en ultima instancia tranquilizadora. Pero a pesar de las manifiestas pretensiones de una fotografía indiscreta, improvisada, con frecuencia cruda, de revelar la verdad y no la belleza, la fotografía todavía embellece. En efecto, el triunfo más perdurable de la fotografía ha sido su aptitud para descubrir la belleza en lo humilde, lo inane, lo decrépito. En el peor de los casos, lo real tiene un pathos. Y ese pathos es la belleza.


La fuerza de una fotografía reside en que preserva abiertos al escrutinio instantes que el flujo normal del tiempo reemplaza inmediatamente. Este congelamiento del tiempo -la insolente y conmovedora rigidez de la fotografía- ha producido cánones de belleza nuevos y mas excluyentes. Pero las verdades que se pueden representar en un momento disociado, por muy significativo y decisivo que sea, tienen una relación muy restringida con las necesidades de la comprensión. contrariamente a lo que proponen las declaraciones del humanismo a favor de la fotografía, la capacidad de la cámara para transformar la realidad en algo bello deriva de su relativa debilidad de como medio para comunicar la verdad. 



















Tomado de:
SONTAG, Susan (2006): Sobre la fotografía. Bs. As. Alfaguara, pp. 125-160.

25 diciembre 2013

Los mayores: Groppa, Fidalgo y Tizón



Los mayores:
 Groppa, Fidalgo y Tizón.



Néstor Groppa (1928-2011)
 Acá en Jujuy, en el año '55, empezamos con la revisa Tarja, donde estaban Calvetti, Busignani, Fidalgo, Pantoja y yo, y donde colaboró gente de primera línea, desde los plásticos, en especial: Spilimbergo, Castagnino, Pellegrini, Soldi, Rebuffo, Audivert, hasta los escritores como Koremblit, Requeni, Mastronardi, Castilla, que acaba de tener el Premio Nacional de poesía, Gudiño Kramer... Terminó en el año '60, justamente conincidiendo con los últimos años de Ovejero y de Galán. En el '60 comienzo a hacer una sección literaria en el diario local, Pregón, todas las semanas. Tiene desde el '80 carácter de suplemento cultural de cuatro páginas por las que ha pasado toda la gente que comenzó a escribir acá en Jujuy y tuvo oportunidad mucha gente. Después con Pliegos del Noroeste, yo tenía el plan de agrupar a todas las provincias del Noroeste, a través de una revista en Jujuy. Colaboraban Ardiles Gray de Tucumán, Bazán de Catamarca, Paredes de Tarija, Araoz Anzoátegui de Salta... y yambién Rava, un buen poeta de Santiago del Estero. Terminamos con Pliegos del Noroeste, seguí trabajando en la biblioteca del Nacional durante 33 años y comencé a crear un sello editorial, Buenamontaña. Es el sello regional que tiene más premios nacionales. Imprimí Cantos del gozante de Castilla que obtuvo el Primer Premio Nacional de Literatura, de poesía. De los míos, El tiempo labrador, tuvo la faja de honor de la SADE. Es un sello que está registrado a nombre mío, pero quien quiere publicar tiene que pagarse la edición. En este tiempo yo colaboraba mucho con Clarín, tenía una sección que se llamaba "Provincialísima" donde todos los del interior: Filloy, Dragui Lucero, Rava, sacaron una o dos colaboraciones por mes. El Rector, en el año '88, me hace cargo de la Secretaría de publicaciones que crearon en la Universidad, que no tenía oficina, no tenía nada. Hasta el '93 trabajamos y sacamos 40 libros, con aparatos antiquísimos. No conocía que existía en mí la veta de admistrador. Yo cuanto un poco esto para lo pintoresco...y lo trágico del país, porque así como un jugador de fútbol tiene todo para entrenarse, para lucirse, un escritor no tiene nada, ni tranquilidad, ni sueldo justo. Ahora usted agréguele a eso lo principal, usted tiene una pilita de libros que terminó de imprimir: ¿qué hace con la pilita, quién los distribuye? Si uno no tiene un amigo, los diarios de Buenos Aires lo ignoran totalmente. Con todo eso tenemos que tropezar para seguir adelante, para existir y para expresarnos.



Andrés Fidalgo (1919-2008)

Acabamos de salir en el segundo tomo de Poesía y Prosa en Jujuy. Me entusiasma la obra de algunos escritores de la región, creo que no está suficientemente valorada, y un primer paso importante es precisamente el ejercicio de la crítica, aguda, inteligente. Por ejemplo, la incorporación en el volumen de los escritores que están trabajando, en los que advertimos señales, con Groppa o con Tizón,  ponemos el acento en ellos. Se puede considerar cerrado el período del grupo de Tarja, pero conviene señalar el caso de Tizón, que colaboró, nos impulsó y nos ayudó en todo lo que pudo, y aún cuando no perteneciera al grupo, es un piloto de la narrativa jujeña.


La región del NOA ha sido reconocida desde el años '69 como una región natural bien caracterizada, y como región cultural en 1972. Hay escritores de mucho interés en Tucumán, también tarea que corre en riesgo de estar perdida en La Rioja, en Catamarca, en Santiago del Estero. No son muchos los escritores que hay. No hace mucho murió en España Daniel Moyano. Era un hombre que venía trabajando allí, con mucho esfuerzo, formándose solo.


Quedaría por verificar en esta región la existencia de una literatura diferenciada de las otras regiones. Aparecen diferencias notorias en el lenguaje y características más situles. Hay variantes acá entre una tradición vinculada con la población aborigen quechua, andinoperuana, incásica, que persiste en la cantidad de vocablos y de giros idiomáticos, en la pronunciación. Es advertible, incluso hoy mismo, como claramente diferenciado del área guaranítica, desde Misiones, Corrientes, parte del Chaco, Hasta la Mesopotamia y también parte de Santa Fe. En los escritores también hay modalidades que lo diferencias con mucha claridad del hablante porteño o bonaerense. En la poesía esto tiene otras muchas sutilezas que permiten también una gama muy amplia. Anda por ahí la opinión que dice que no hay escritores regionales  o nacionales, sino que hay buenos o malos escritores, nada más. Se pueden aceptar las dos... Aparte que hay voces, palabras propias de la región,  ¿cómo se incorpora todo ese material a una obra literaria y completa un mundo imaginario? Allí está precisamente el oficio que va a permitir diferenciar una buena de una mala obra.



Héctor Tizón (1929-2012)

Literatura regional de provincia,q valorada, y un primer paso importante es precisamente el ejercicio de la crítica, aguda, inteligente. Por ejemplo, la incorporación en el volumen de los escritores que están trabajando, en los que advertimos señales, con Groppa o con Tizón,  ponemos el acento en ellos. Se puede considerar cerrado el período del grupo de Tarja, pero conviene señalar el caso de Tizón, que colaboró, nos impulsó y nos ayudó en todo lo que pudo, y aún cuando no perteneciera al grupo, es un piloto de la narrativa jujeña. literatura de provincias. Tengo una relación con mi lugar como la tiene al árbol con la tierra: el árbol o la tierra no sé si se aman o se odian pero están destinados a convivir, a consustaciarse. De ahí a exaltar el lugar en que se vive, mitologizándolo, me parece un grave error, porque se puede caer eso que se llama el folklorismo.


No he tenido ninguna dificultad para editar en Buenos Aires, de manera que esa especie de carrera de obstáculos que tiene un escritor del interior para que sus libros puedan ser editados, nuca la tuve pero, pero yo sé que hay grandes dificultade, inclusive para los que viven en Buenos Aires. Cuando yo era estudiante, en el año 1953, un viejo librero amigo me dijo: "usted tiene que leer esto", es de un gran escritor que no ha logrado vender dos ejemplares" Era Borges. Es el ejemplo típico de que no existe literatura del interior ni literatura de Buenos Aires. Borges es un ejemplo vivo de lo que estamos hablando: él es un escritor nacional, como puede ser un escritor francés. Es más amplio el concepto, una persona vive donde puede, le guste o no le guste, es un problema de conveniencia.


En el caso mío, después de andar y andar, a la fuerza o de gusto, uno siempre vuelve con la mente y el pensamiento de escribir lo que conoce. Lo fundamental que hace que yo me quede aquí: primero que todos mis afectos tengo aquí, soy de aquí, y en segundo lugar, en las provincias el tiempo es más barato que en las grandes ciudades. Yo me siento cómodo aquí en donde a lo mejor, no se me reconoce tanto como escritor sino como un señor que hace pleitos en tribunales, pero esto me molesta porque lo uno me da de comer y lo otro me permite disponer de tiempo. Es un problema de elección vital.


Yo tenía primero una especie de mitología del lugar, inconscientemente, pero cuando la necesidad aprieta, uno escribe en cualquier lado y en cualquier condición. Todo el asunto, el ámbito geográfico, el habla para el cual el escritor debe tener el oído muy afinado, lo da el lugar en que ha vivido toda la vida. En cuanto a los temas ya aprendí hace muchos años que en el mundo sólo hay tres o cuatro temas y la literatura se va contando o reiterando: el amor, el odio, la solidaridad, el delito... Lo fundamental no es tanto el tema sino la forma de narrarlo: es lo que hace el arte.


En conclusión, fíjense en el aspecto ése del escritor del interior, un poco sujeto a la cosa telúrica, frente al escritor metropolitano creo que el que más a contribuido a esta aberración es el escritor de provincia porue asume la conducta del colonizado. No existen las metrópolis. Fundamentalmente la tarea del escritor es la búsqueda, lo más honesta posible, de la forma de narrar. Al escribir,nunca va a acertar en un blanco ideal. Así, en el fondo de toda obra de arte está el fracaso. Ahora hay fracasos estupendos.







Tomado de:
DESPINOY, Geneviéve (1995): "Entretiens avec J. Lafforgue, J. Cruz, D. Viñas, A. Fidalgo, N. Groppa, H. Tizón y C. Aparicio" En CARAVELLE 65. Cuadernos del mundo hispánico y lusobrasileño. Instituto plurisciplinario para los estudios sobre América Latina en Touluse. p.227 a 235.    

Elogio de Abraham. Sören Kierkegaard


El sacrificio de Issac (1600) de Caravaggio

Elogio de Abraham

Sören Kierkegaard


Si no existiera una conciencia eterna en el hombre, si como fun­damento de todas las cosas se encontrase sólo una fuerza salvaje y desenfrenada que retorciéndose en oscuras pasiones generase todo, tanto los grandioso como lo insignificante, si un abismo sin fondo, imposible de colmar, se ocultase detrás de todo, ¿qué otra cosa po­dría ser la existencia sino desesperación? Y si así fuera, si no existiera un vínculo sagrado que mantuviera la unión de la humanidad, si las generaciones se sucediesen unas 88a otras del mismo modo que renueva el bosque sus hojas, si una generación continuase a la otra del mismo modo que de árbol a árbol continúa un pájaro el canto de otro, si las generaciones pasaran por este mundo como las naves pasan por la mar, como el huracán atraviesa el desierto: actos inconscientes y estériles; si un eterno olvido siempre voraz hiciese presa en todo y no existiese un poder capaz de arrancarle el botín ¡cuan vacía y descon­solada no sería la existencia! Pero no es este el caso, y Dios que creó al hombre y a la mujer, modeló también al héroe y al poeta u orador. El poeta no puede hacer lo que el héroe hace, sólo puede admirarlo, amarlo y regocijarse en él. Y es tan feliz como él y su par, puesto que el héroe es como si fuese lo mejor de su ser, lo que más estima, y aún no siendo él mismo, se regocija de que su amor esté hecho de admira­ción. El poeta es el genio de la evocación, no puede hacer otra cosa sino recordar lo que ya se hizo y admirarlo; no toma nada de sí mis­mo, pero custodia con celo lo que se le confió. Sigue siempre el im­pulso de su corazón, pero en cuanto encuentra lo que buscaba, co­mienza a peregrinar por las puertas de los demás con sus cantos y sus palabras, para que a todos les sea dado admirar al héroe del mismo modo que él, y para que se puedan sentir tan orgullosos de aquél co­mo él se siente. Esa es su hazaña, ese su acto de humildad, ese el leal cometido que desempeña en la morada del héroe. Y si quiere mante­nerse fiel a su amor, habrá de luchar día y noche contra las astucias y artimañas del olvido que trata de burlarlo para arrebatarle su hé­roe, precisamente cuando, ya cumplida la propia hazaña, se une en vínculo de paridad con éste, quien lo ama con idéntica devoción, por­que el poeta es como si fuera lo mejor del ser del héroe, tan débil y a la vez tan persistente como sólo puede serlo un recuerdo. Por eso nunca será olvidado quien de verdad fue grande, y aunque transcurra el tiempo y aunque la nube de la incomprensión oculte la figura de héroe, su devoto amigo sabrá esperar, y cuanto más tiempo trans­curra tanto más fiel a el se mantendrá.



¡No! No será olvidado quien fue grande en este mundo, y cada uno de nosotros ha sido grande a su manera, siempre en proporción a la grandeza del objeto de su amor. Pues quien se amó a sí mismo fue grande gracias a su persona, y quién amó a Dios fue, sin embar­go, el más grande de todo. Cada uno de nosotros perdurará en el re­cuerdo, pero siempre en relación a la grandeza de su expectativa: uno alcanzará la grandeza porque esperó lo posible y otro porque esperó lo eterno, pero quien esperó lo imposible, ese es el más grande de to­dos. Todos perduraremos en el recuerdo, pero cada uno será grande en relación a aquello con que batalló. Y aquel que batalló con el mundo fue grande porque venció al mundo, y el que batalló consigo mismo fue grande porque se venció a sí mismo, pero quien batalló con Dios fue el más grande de todos. En el mundo se lucha de hombre a hom­bre y uno contra mil, pero quien presentó batalla a Dios fue el más grande de todos. Así fueron los combates de este mundo: hubo quien triunfó de todo gracias a las propias fuerzas y hubo quien prevaleció sobre Dios a causa de la propia debilidad. Hubo quienes, seguros de sí mismos, triunfaron sobre todo, y hubo quien, seguro de la propia fuerza, lo sacrificó todo, pero quien creyó en Dios fue el más grande de todos. Hubo quien fue grande a causa de su fuerza y quien fue grande gracias a su sabiduría y quien fue grande gracias a su esperan­za, y quien fue grande gracias a su amor, pero Abraham fue toda­vía más grande que todos ellos: grande porque poseyó esa energía cu­ya fuerza es debilidad, grande por su sabiduría, cuyo secreto es locu­ra, grande por la esperanza cuya apariencia es absurda y grande a causa de un amor que es odio a sí mismo.


Por la fe abandonó Abraham el país de sus antepasados y fue ex­tranjero en la tierra que le había sido indicada. Dejaba algo tras él y también se llevaba algo consigo: tras él dejaba su razón, consigo se llevaba su fe; si no hubiera procedido así nunca habría partido, porque habría pensado que todo aquello era absurdo. Por su fe fue extranjero en la tierra que le había sido indicada, donde no encontró nada que le trajese recuerdos queridos, antes bien, la novedad de to­das aquellas cosas agobiaba su ánimo con una melancólica nostal­gia. ¡Y, sin embargo, era el elegido de Dios, en quien el Señor tenía toda su complacencia! En verdad, habría podido comprender mejor aquello que parecía una burla contra él y su fe en el caso de haber sido un réprobo a quien se le hubiese retirado la gracia divina. Tam­bién ha habido en el mundo quien ha vivido desterrado del país de sus antepasados, y no ha sido olvidado, como tampoco lo han sido sus tristes lamentos, cuando en su melancolía buscó y encontró lo que había perdido. De Abraham no conservamos canto elegiaco alguno. Humano es lamentarse, humano es llorar con quien llora, pero creer es más grande y contemplar al creyente es más exaltante.



Gracias a su fe le fue prometido a Abraham que en su semilla serían benditos en él todas los linajes de la tierra. Pasaba el tiempo, la posibilidad continuada como tal y Abraham seguía creyendo; pa­saba el tiempo, la posibilidad se hizo absurda, pero Abraham conti­núa en su fe. También hubo en este mundo quien alimentó una espe­ranza. Transcurrió el tiempo, la tarde dio paso a la noche, pero él no era tan mezquino como para olvidar una esperanza, y por eso, tam­poco él será olvidado jamás. Entonces se afligió, pero el dolor no le engañó como había hecho la vida, sino que le asistió cuanto pudo: en la dulzura del dolor fue señor de su defraudada esperanza. Es hu­mano lamentarse, es humano afligirse con quien se aflige, pero es más grande creer y más exaltante contemplar a quien cree. De Abraham no conservamos canto elegiaco alguno. Mientras el tiempo transcu­rría, no se dedicaba a contar, lleno de melancolía, los días, ni dirigía a Sara miradas escrutadoras para descubrir si iba envejeciendo, ni de­tuvo la carrera del sol para evitar que Sara siguiese envejeciendo, y junto a ella, su esperanza, ni dedicó a Sara cánticos melancólicos y adormecedores. Abraham fue envejeciendo y Sara quedó expuesta al ridículo en aquel país, y sin embargo era el elegido de Dios y el heredero de la promesa de que todos los linajes de la tierra serían ben­ditos en su semilla. ¿No habría sido preferible no haber sido elegido por Dios? ¿Qué significa, entonces, ser un elegido del Señor? ¿Será, quizá, negarle a la juventud, para una vez soportadas incontables fa­tigas, poder colmarlo cuando ya se es viejo? Pero Abraham creyó y se asió firmemente a la promesa que le había sido hecha. Si hubiera vacilado habría tenido que renunciar a ella. Y entonces se habría diri­gido a Dios en los siguientes términos: «Quizás no es voluntad tuya que así suceda, y por ello renuncio a mi deseo, mi único deseo, en el que había cifrado toda mi felicidad. Mi alma, sincera, no alberga ningún secreto rencor hacia ti por lo que me has negado.» No habría sido olvidado y habría podido salvar a muchos con su ejemplo, pero, con todo, no se habría convertido en el padre de la fe, porque es grande renunciar al propio deseo, pero aún es más grande seguir en lo temporal, cuando ya se ha renunciado a ello. Después llegó la plenitud de su tiempo. Si Abraham no hubiese creído, habría muerto Sara, sin duda, de aflicción, y Abraham entonces, aturdido por la propia con­goja, no habría entendido la plenitud, sino que habría sonreído ante ella como un sueño de juventud. Abraham creyó: por eso era joven, pues a quien constantemente espera lo mejor lo envejecerán las de­cepciones que le deparará la vida, y quien espera siempre lo peor se hará muy pronto viejo: sólo quien cree conserva una eterna juven­tud. ¡Estimemos, por tanto, esta historia! Pues Sara, siendo de edad avanzada, fue lo bastante joven como para anhelar el regocijo de ser madre, y Abraham, aunque encanecido por la edad, fue lo bastante joven como para desear ser padre. Considerando en su apariencia ex­terna, el portento consistió en el hecho de acontecer conforme a sus esperanzas, pero el sentido profundo del prodigio de la fe lo encon­tramos en el hecho de que Abraham y Sara pudieran sentirse tan jó­venes como para poder desear, y que la fe les hubiese conservado en su deseo y, en consecuencia, en su juventud. Abraham acepto con fe la plenitud de la promesa y todo sucedió según la promesa y según la fe; pues Moisés hirió la roca con su cayado, pero no creyó.


Hubo entonces júbilo en la casa de Abraham, y Sara se desposó en el día de sus bodas de oro.Sin embargo, esta alegría no iba a durar largo tiempo: Abraham habría de ser probado de nuevo. Habría hecho frente a ese taimado poder que de todo se adueña, a ese enemigo vigilante, siempre insom­ne, a ese viejo que sobrevive siempre a todo: había luchado contra el tiempo y preservado su fe. Y ahora todo el espanto del combate se acumula en un instante: «Y Dios quiso probar a Abraham y le di­jo: Ve y toma a tu hijo, y unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve con él al país de Moriah, y ofrécemelo allí en holocausto en la mon­taña que yo te indicaré.»


¡Así que todo había sido en vano, y más terrible que si jamás hu­biera sucedido! ¿Así pues, el señor se mofaba de Abraham? Prodi­gioso había sido que lo absurdo llegase a ser realidad, y he aquí que ahora quería aniquilar su obra. Es una locura, pero esta vez Abra­ham no rió, como lo había hecho él y Sara cuando se les anunció la promesa. Todo había sido en vano. Setenta años de esperanza fiel y la breve alegría de la fe al ver cumplida la promesa. ¿Pero quién es ése que arranca el báculo al anciano? ¿Quién es ése que le exige quebrarlo con sus propias manos? ¿Quién es ése que deja sin consue­lo a un hombre de cabeza cana? ¿Quién es ése que le exige consumar personalmente el acto? ¿Es que no hay compasión para el venerable anciano ni para el inocente muchachito? Y, sin embargo, Abraham era el elegido de Dios, y quien le imponía la prueba era el mismo Se­ñor. Ahora todo habría de perderse: el espléndido recuerdo de su li­naje, la promesa de la descendencia de Abraham, resultaban ser tan sólo un capricho, un antojo ocasional que el Señor había tenido y que tocaba ahora a Abraham cancelar... Ese magnífico tesoro, tan an­tiguo en el corazón de Abraham, santificado por sus plegarias, ma­durado en el combate, esa bendición en boca de Abraham, ese fruto había de serle prematuramente arrancado y perder con ello todo su sentido, pues ¿qué sentido podía encerrar si había de sacrificar a Isaac? El momento triste y a la vez gozoso en que Abraham tendría que de­cir adiós a todo cuanto le era querido, ese momento en que levantan­do por última vez su venerable cabeza —resplandeciente su rostro co­mo la misma faz del Señor— concentraría toda su alma en una bendi­ción que habría de llenar la entera existencia de Isaac ¡sí! le tocaría decir adiós a Isaac, pero no de este modo, pues habría de ser él quien permaneciera: la muerte se presentaba a separarlos, pero su presa era Isaac. No le sería concedido al anciano —gozoso aún en su mismo lecho de muerte— posar su diestra sobre Isaac. Y era Dios quien lo sometía a esta prueba. ¡Ay! ¡Ay del mensajero que se hubiera acerca­do a Abraham con semejante noticia! ¿Quién habría osado ser el emi­sario de esta aflicción? Pero era Dios mismo el que así probaba a Abra­ham.


Pero, pese a todo, Abraham creyó en relación a esta vida. Si su fe sólo se hubiese referido a una vida venidera, habría podido des­prenderse fácilmente de todo, apresurándose a abandonar un mundo al cual ya no pertenecía. Pero la fe de Abraham no era de esa espe­cie, si es que puede existir una fe semejante, pues en verdad no es fe, sino su más remota posibilidad, capaz de descubrir su objeto en el extremo límite del horizonte, aun cuando este separada de él por un pavoroso abismo donde la desesperación tiene su sede. Pero la fe de Abraham se ejercía en cosas de esta vida, y en consecuencia tenía fe en que había de envejecer en aquel país, respetado por las gentes y bendecido en su descendencia, recordando en Isaac, es más preciado amor en esta vida, a quien abrazaba con tal afecto, que trocaba en pobre expresión el aserto de que cumplía con devoción su deber de padre —amar al hijo— tal como se halla en el texto: «tu unigénito a quien tanto amas». Doce hijos tuvo Jacob y amó sólo a uno; Abraham no tenía sino uno: aquel a quien tanto amaba.



La prueba de fe de Abraham. 
Ilustración de Gustave Doré


Pero Abraham creyó; no dudó y creyó en lo absurdo. Si hubiese dudado se habría comportado de distinto modo espléndido y gran­dioso, pues ¿cómo habría podido Abraham realizar un acto que no fuese espléndido y grandioso? Se habría encaminado al monte Moriah, habría preparado la leña, habría encendido la hoguera, y, em­puñando el cuchillo habría interpelado así a Dios: «No desdeñes este sacrificio. Sé que no es el más valioso de mis bienes, pues ¿qué vale un viejo en trueque del hijo de la promesa?, pero es lo mejor que pue­do darte. Y no permitas que jamás Isaac llegué a saberlo, de modo que pueda encontrar consuelo en su juventud.» Y habría clavado el cuchillo en su propio pecho. El mundo le habría admirado por ello, y su nombre se habría conservado; pero una cosa es ser admirado y otra bien distinta convertirse en la estrella que sirve de norte y salva­ción al acongojado.


Pero Abraham creyó. No pidió para sí, no trató de enternecer al Señor. Solamente en una ocasión, cuando un justo castigo estaba a punto de caer sobre Sodoma y Gomorra, sólo entonces, Abraham se adelantó al señor con su súplica.


Leemos en las Sagradas Escrituras: «Y queriendo Dios probar a Abraham, lo llamó y le dijo: ¡Abraham! ¡Abraham! ¿Dónde estás? Y Abraham respondió: Heme aquí.» Tú, a quien dirijo ahora mi dis­curso, ¿has hecho otro tanto? Cuando, desde lejos, viste acercarse los fatales infortunios, ¿no dijiste entonces a las montañas «cobijadme» y a las montañas «desplomaos sobre mí»?. O, suponiendo que hu­bieras demostrado mayor fortaleza, ¿no se habría movido, con todo, tu pie, con lentitud suma, hacia la senda, como quien añora el cami­no antiguo? Y cuando oíste que se te llamaba, ¿respondiste o perma­neciste mudo? Y si respondiste, ¿no fue tu voz sólo un susurro? No así Abraham, quien alegre, animado y confiado alzó la suya para res­ponder: «Heme aquí». Pero, continuemos leyendo: «Se levantó, pues, Abraham muy de mañana, y era aún temprano cuando se puso en camino hacia el lugar designado, en el monte Moriah. Nada había dicho a Sara, nada tampoco a Eleazar, pues ¿quién habría podido com­prenderle? ¿Acaso no le había impuesto voto de silencio la naturale­za misma de la prueba? Partió la leña, ató a Isaac, encendió la ho­guera y tomó el cuchillo». ¡Tú que me estás escuchando en estos mo­mentos! Muchos fueron los padres que al perder al hijo creyeron per­der con él lo que más amaban en este mundo y creyeron también que con él se les desposeía de toda esperanza futura, pero no hubo ningu­no, con todo, cuyo hijo fuese hijo de la promesa, en el sentido exacto del término, como Isaac lo era de Abraham. Muchos padres ha habi­do que perdieron al hijo, pero fue la mano de Dios —la voluntad ina­movible e insondable del Todopoderoso— la que se lo arrebató. Pero a Abraham no le ocurrió así: le estaba destinada una prueba más du­ra, y tanto la suerte de Isaac como el cuchillo estaban en la propia mano de Abraham.


¡Y allí se erguía aquel viejo, a solas con su única esperanza! Pero no dudó, no dirigió a derecha e izquierda miradas angustiadas, no provocó al cielo con sus súplicas. Sabía que el Todopoderoso lo esta­ba sometiendo a prueba; sabía que aquel sacrificio era el más difícil que se le podía pedir, pero también sabia que no hay sacrificio dema­siado duro cuando es Dios quien lo exige, y levantó el cuchillo.


¿Quién infundió la fuerza requerida en el brazo de Abraham? ¿Quién mantuvo su brazo derecho en alto, impidiéndole caer y que­dar pendiendo laxo junto al costado? Hasta un simple espectador de la escena se habría sentido paralizado. ¿Quien fortaleció el ánimo de Abraham para que sus ojos no se nublasen hasta el punto de no ha­ber podido ver ni a Isaac ni al carnero? Ciego se volvería el simple espectador de la escena. Y, sin embargo, raro es el hombre que se que­da paralizado y ciego, y más raro aún el hombre capaz de relatar con justeza lo que allí ocurrió. Todos nosotros lo sabemos: no era sino una prueba.


Si Abraham hubiese dudado en el monte Moriah; si, irresoluto, hubiera mirado en derredor; si, antes de echar mano al cuchillo, hu­biera descubierto, por azar, aquel carnero; si Dios le hubiese consen­tido sacrificárselo en lugar de Isaac, habría vuelto entonces a su ho­gar, y todo habría continuado del mismo modo que antes: habría te­nido a Sara, habría conservado a Isaac... y, sin embargo, ¡qué dife­rencia! Pues su regreso habría sido una huida y su salvación un hecho fortuito, su recompensa una vergüenza, y su futuro —bien pudiera darse el caso— la condenación. Pues entonces no habría dado testi­monio ni de su fe ni de la gracia divina, sino simplemente de cuan espantosa puede ser una subida al monte Moriah. Abraham no ha­bría sido relegado al olvido, ni tampoco el monte Moriah, nombre que se pronunciaría, no como el Ararat, donde se asentó el Arca, sino como se nombra algo terrible, pues habría sido el lugar donde Abraham dudó.


¡Venerable padre Abraham! Cuando regresaste del monte Moriah, no necesitaste de un panegírico que te viniese a consolar por algo per­dido, pues ¿no sucedió que lo ganaste todo y pudiste conservar a Isaac? Nunca más te lo volvió a pedir el Señor, y así en tu tienda y a tu mesa pudiste sentarte, dichoso, con él, del mismo modo que haces ahora por toda la eternidad allí arriba en el cielo.


¡Oh, padre Abraham, merecedor de toda veneración! Desde aquel día han transcurrido milenios, pero tú no necesitas de un amigo llega­do con demora que venga a arrancar tu recuerdo de las garras del ol­vido porque en todos los idiomas se te celebra; con todo, recompen­sas a ese amigo con mayor munificencia que nadie y allá en lo alto lo haces bienaventurado en tu seno, y aquí en la tierra cautivas su mi­rada y su corazón con el prodigio de tu acto. ¡Venerable padre Abra­ham! ¡Segundo padre del género humano! Tu que fuiste el primero en sentir y testimoniar esa pasión poderosa que desdeña el peligroso combate contra la furia de los elementos y las fuerzas de la creación, para pelear con Dios; tú, que antes que cualquier otro sentiste en ti esa elevada pasión, limpia y humilde —manifestación sagrada del ab­surdo divino—; tú, asombro de los gentiles, sé indulgente con quien pretendió contar tus alabanzas si no lo supo hacer adecuada­mente. Se expresó con humildad, pues así lo solicitaba su corazón, y habló con brevedad, considerando que ese era el modo adecuado; pero nunca olvidará que hubieron de transcurrir cien años para que tu tuvieses, contra toda esperanza, un hijo de tu vejez, y que hubiste de empuñar el cuchillo ante de poder conservar a Isaac; tampoco ol­vidará jamás que a tus ciento treinta años nunca habías tratado de ir más allá de la fe.


















Tomado de:
 KIERKEGAARD, Sören (2004): Temor y temblor. Bs. As. Losada, pp. 17-27

Leer es como traducir. Hans Georg Gadamer




Leer es como traducir 


Hans Georg Gadamer


Un famoso dicho de Benedetto Croce afirma; "Traduttore-traditore". Toda traducción es una especie de traición. Cómo no lo iba a saber el eminente esteta italiano, que era políglota, o cualquier hermeneuta que, a lo largo de toda su vida, ha aprendido a tomar en consideración los sonidos  secundarios, los sonidos concomitantes y los no expresados de las lenguas. O cualquiera que mira retrospectivamente uno larga vida. Con los años, se es más susceptible contra las aproximaciones a medias, contra las cuasi-aproximaciones al lenguaje realmente vivo que salen al paso como traducciones. Se soportan cada vez con más dificultad y, para colmo, son cada vez más difíciles de comprender.


En cualquier caso, es un mandamiento hermenéutico reflexionar, no tanto sobre grados de traducibilidad, cuanto sobre grados de intraducibilidad. Importa dar cuenta de lo que se pierde cuando se traduce y quizá también lo que se ganó con ello. Incluso en el negocio de la traducción, que parece condenado, sin esperanza, a sufrir pérdidas, no sólo hay más o menos pérdidas, sino que, a veces, hay también ganancias, al menos una ganancia interpretativa, una mayor claridad y también, a veces, univocidad, donde esto sea una ganancia.


Lo lingüístico que aparece como texto es extraño a la vida original de la conversación donde el lenguaje tiene su verdadera existencia. En realidad, el hablar mismo nunca posee una exactitud tan perfecta que siempre se cija y se encuentre la palabra adecuada. En la conversación hay mucho hablar alrededor de un asunto sin entrar en él y lo mismo se encuentra en el texto, en el subterfugio de las fórmulas vacías de la retórica trivial. En la conversación viva, todo esto se sortea y pasa sin ser notado. Pero cuando esa manera natural de hablar aparece en un texto y a continuación, además, se traduce literalmente, entonces es funesto. Está, primero, el autor, el que escribe, que, en lugar de servirse de la palabra justa, se había deslizado hasta llegar a parar en la convención vacía y, entonces, por segunda vez, se cierne la misma amenaza sobre el traductor, que considera lo convencional y lo vacío como lo realmente dicho. Así, la noticia del texto, que ya en el modelo es inexacta, en la traducción se vuelve completamente inexacta, y ello precisamente porque se quiere ser exacto y reproducir cada palabra, también las palabras vacías. Cuando, por ejemplo, como alemán, el autor hace uso del inglés, es una suerte de educación en la claridad y la concisión de la expresión, o cuando —como un niño que se ha quemado, que tiene miedo del fuego— escribe sólo para un traductor, y esto quiere decir con la mira puesta en el lector de la traducción venidera. Entonces se evitarán los floreos retóricos circunstanciales y se dejarán de lado los períodos largos que tanto nos gustan y que nos han sido inculcados por la admiración humanística que sentimos hacia Cicerón, y del mismo modo se procederá con las oscuridades que nos seducen.


En el fondo, el arte de escribir tiene siempre como meta, tanto en el ámbito teórico-científico como en el del habla viva, "forzar al otro a comprender" (utilizando palabras de Fichte). Nada de lo que ofrecen los medios del habla viva viene en ayuda de quien escribe. Si no se trata, a la sazón, de una carta privada, el que escribe no conoce a su lector. No puede percibir dónde no lo sigue el otro ni tampoco puede seguir ayudando donde falta la fuerza  persuasiva. El escritor debe extraer de los signos petrificados de la escritura toda la fuerza persuasiva que pueda. La articulación, la modulación, el ritmo del discurso, intenso o suave, el énfasis, ligeras alusiones y, por fin, el medio más fuerte de todo discurso persuasivo, el titubeo, la pausa, el buscar y encontrar la palabra —y es entonces como un golpe de fortuna del que el oyente, con un sobresalto casi placentero, recibe parte—, todo ello debe ser sustituido por no otra cosa que signos escritos. En este respecto, muchos de nosotros no somos verdaderos escritores, verdaderos conocedores y artífices del lenguaje, sino sólidos científicos, investigadores que se han atrevido a aventurarse en lo desconocido y que quieren relatar qué aspecto presenta lo desconocido y cómo suceden allí las cosas. 


Esto último es lo más difícil de todo. Uno se arriesga a ser más tonto que el otro cuando pretende expresar convincentemente lo que quiere decir el texto leído a partir de la propia visión, más amplia y abarcante, y de una comprensión más sagaz, y no se da cuenta de lo fácil que es mal interpretar introduciendo supuestos que no están en el texto. La lectura y la traducción tienen que superar una distancia. Éste es el hecho hermenéutico fundamental. Como yo mismo he mostrado, cualquier distancia, y no sólo la distancia temporal, significa mucho para la comprensión, pérdida y ganancia. A veces puede parecer que no se presentan dificultades cuando no se trata en absoluto de la superación de la distancia temporal, sino sólo de la traducción de una lengua a otra en escritos contemporáneos. En realidad, en este caso el traductor se expone al mismo peligro que cualquier poeta, que se ve amenazado constantemente por la recaída en la lengua cotidiana o en la imitación de modelos poéticos agotados. Esto vale para el traductor en los dos casos, pero también para el lector. A ambos llegan constantemente ofertas procedentes del trato humano, de la conversación y de las habladurías, tanto para la propia voluntad de configuración del traductor como para la voluntad de comprensión del lector. Pueden servir de inspiración, pero también pueden desconcertar. Con todo ello, el traductor debe despachar su trabajo. Leer textos traducidos es, en general, decepcionante. Falta el hálito de quien habla, que inspira la comprensión. Le falta al lenguaje el volumen del original. Pero, con todo, precisamente por ello, las traducciones son a veces, para quien conoce el original, verdaderas ayudas a la comprensión. Las traducciones de escritores griegos o latinos al francés o de escritores alemanes al inglés tienen, con frecuencia, una univocidad asombrosa y clarificadora. Esto puede ser una ganancia, ¿no?.


Allí donde no se trata de otra cosa que de conocimiento, o también: donde no se trata de otra cosa que de lo que quiere decir el texto, esa univocidad reforzada puede ser una ganancia, igual que puede reportar ganancias la ampliación fotográfica de una escultura sólo visible con mucha dificultad en una sombría catedral. En algunos libros de investigación o de texto no importa, en absoluto, el arte de escribir y, por consiguiente, quizá tampoco el arte de traducir, sino la mera "corrección". La gente especializada se entiende entre sí (cuando quiere) muy fácilmente y se sienten contrariados cuando alguien dice demasiadas (o incluso bellas) palabras, igual que uno se siente contrariado cuando en una conversación el otro quiere seguir diciendo lo que uno ya ha comprendido. Una anécdota puede aclarar este asunto. Se cuenta que un día el joven Karl Jaspers, cuando estaba hablando con un colega de su primer libro y éste le dijo que estaba mal escrito, le contestó: "No me podría haber dicho nada más agradable". Hasta ese punto seguía Jaspers entonces el pathos de la objetividad de su gran modelo, Max Weber. Naturalmente, Karl Jaspers, que había madurado hasta convertirse en un pensador con entidad propia, escribió entonces en un estilo tan extremadamente artístico y tan individual, que apenas se puede traducir. 


Se puede entender que en muchas ciencias se vaya imponiendo, cada vez más, el inglés, de suerte que los investigadores escriben sus trabajos directamente en ese idioma. Naturalmente, se aseguran de ese modo no sólo frente a sus "bellas palabras", sino también frente al traductor. Hace ya tiempo que lo inglés se ha estandarizado en muchos ámbitos, por ejemplo, en el tráfico marítimo, en el tráfico aéreo y en la ingeniería de omunicaciones, y se ha situado más allá del bien y del mal del arte de la traducción. No es casual que en esos ámbitos lo que importa, en realidad, es la comprensión correcta. Los malentendidos son, en ellos, un riesgo para la vida. Pero existe la literatura. Aquí no es peligroso ser malentendido por el traductor. Pero, además, tampoco es suficiente con ser comprendido. El poeta escribe, como cualquier autor, para hombres de la misma lengua y la lengua materna común los separa de los que hablan otras lenguas. La literatura tampoco consta sólo de las bellas letras, sino que abarca todos los ámbitos en los que la palabra impresa ha de sustituir al discurso vivo. Se pregunta si, en realidad (contra el joven Jaspers), para un historiador o para un filólogo o incluso para un filósofo (en este caso se puede discutir) es una verdadera ventaja escribir "mal". Con más razón esto es válido para las traducciones. En verdad, el "estilo" es más que una decoración de la que se puede prescindir o incluso sospechar. Es un factor que constituye la legibilidad, y, por consiguiente, representa obviamente una tarea infinita de aproximación. No es únicamente una cuestión de técnica manual. Mucho, o casi todo, lo que como autor o como traductor (e incluso como lector) se puede desear es una traducción legible, si, además, es en alguna medida "fiable". La situación es, a pesar de todo, completamente distinta cuando la tarea consiste en traducir textos verdaderamente poéticos. En este caso, siempre se da un término medio entre traducir e imitar la poesía. 


El arte salva todas las distancias, también la distancia temporal. Así que el traductor de textos poéticos se encuentra en una identificación coetánea, para él inconsciente, lo cual exige de él una configuración nueva y propia que, no obstante, debe reproducir el modelo. Completamente distinta es la situación para el simple lector, cuya formación histórica o humanística (o las deficiencias de la misma) despiertan en él la conciencia de una distancia temporal. Como lectores, somos más o menos conscientes de ello cuando tenemos que habérnoslas con traducciones de la literatura clásica griega o latina o de la historia de la literatura moderna. En estos casos, los textos han sido, a través de los siglos, objeto de tales esfuerzos que arrastran tras de sí un completo elenco de traducciones literarias desde hace al menos  doscientos años. En esta historia, como lectores con sentido histórico, nos percatamos de cómo se ha sedimentado la literatura del presente del traductor de entonces en esa configuración de traducciones. Esa presencia de toda una historia de traducciones, que muestra diversas traducciones del mismo texto, aligera, en cierto sentido, la tarea del nuevo traductor y, sin embargo es también una exigencia que apenas puede ser satisfecha. La traducción antigua tiene su pátina.

Cuando se trata realmente de "literatura", no puede ser suficiente, de todos modos, el patrón de la legibilidad. Los grados de la intraducibilidad se yerguen amenazantes, como unas Montañas de los Gigantes, con muchas capas, y como última cordillera se alza la poesía lírica, aureolada por nieves perpetuas. Ciertamente, junto con los distintos géneros literarios se distinguen también las exigencias y los patrones del éxito de la traducción. Tomemos como ejemplo determinadas traducciones, como las que hay hoy para las piezas teatrales. Son casos en los que el escenario sirve de ayuda, unido a todo aquello de lo que, sin este requisito, por sí misma, carece la "literatura". Por otro lado, la traducción misma no solo debe ser legible, sino también dramatizable conforme a las reglas del teatro, ya sea en prosa o en verso. Se dice que la traducción que Gundolf hizo de Shakespeare, perfeccionada poéticamente con la ayuda de George y que —según el tieckeano Schlegel— casi es una nueva obra germánica, no es representable. Alguno puede encontrar que ni siquiera es legible. Ha perdido color.


Por otra parte, una cuestión particular es la que afecta a la traducción de narraciones. A este respecto, apenas hay que esperar acuerdo acerca de los objetivos de una traducción. ¿El objetivo es la fidelidad a la palabra, o al sentido, o la fidelidad a la forma? Esto es válido casi en los mismos términos para cualquier prosa "elevada". ¿Cuál es el objetivo? Cuando se piensa en las grandes traducciones literarias, que trajeron, por ejemplo, la novela inglesa a Alemania, o en las traducciones de las grandes novelas rusas a otras lenguas del mundo, se ve en seguida que la pérdida de lo propio, de la cercanía al pueblo y de la fuerza, que inevitablemente se produce, apenas entra en consideración frente a la presencia de lo narrado. Cómo se eligen las palabras con que se narra no es tan importante. Lo que importa es el carácter intuible, la densidad del suspense, la hondura de alma, la magia del mundo. El arte de las grandes narraciones es un extraño milagro que, incluso en las traducciones, apenas mengua. Los conocedores de la lengua rusa le aseguran a uno que la traducción alemana de Dostoievski en la edición de Piper (de Rahsin) es poco adecuada, por su fluidez y legibilidad, al estilo entrecortado, escabroso y descuidado de Dostoievski.


Y, sin embargo, cuando, en vez de esta, se toman las "mejores" traducciones de Nötzel o de Eliasberg o la más reciente, publicada en la editorial Aufbau, uno no nota en absoluto, como lector, las diferencias. El límite de la intraducibilidad es aquí —aparte de casos especiales como el de Gogol— extraordinariamente bajo.


Por consiguiente, no es accidental que la acuñación del concepto de literatura universal, que es inseparable de las traducciones, fuese simultáneo con la extensión del arte de la novela (y de la literatura dramática leída). Es la extensión de la cultura de la lectura la que ha convertido a la literatura en "literatura". De manera que hoy hay incluso que decir que la "literatura" requiere de la traducción, precisamente porque es cosa de la cultura de la lectura. En efecto, el misterio de la lectura es como un gran puente tendido entre las lenguas. En niveles completamente distintos, el leer o el traducir parecen realizar la misma operación hermenéutica. Incluso la lectura de "textos" poéticos en la propia lengua materna es una suerte de traducción, es casi como una traducción a una lengua extranjera. Pues es la transposición de los signos petrificados en una fluida corriente de ideas e imágenes. La mera lectura de textos originales o traducidos es, en realidad, una interpretación por medio del sonido y del ritmo, de la modulación y de la articulación. Y todo ello se encuentra en la «voz interior» y existe para el "oído interno" del lector. La lectura y la traducción vienen a ser "interpretación". Ambas crean una nueva totalidad textual, hecha de sonido y sentido. Ambas logran hacer una transposición que raya con lo creador. Se puede arriesgar la siguiente paradoja: cualquier lector es un medio traductor. ¿En el fondo, no es, de veras, el mayor milagro el que, en fin, se pueda superar la distancia entre las letras y el habla viva, incluso cuando "sólo" se trate de la misma lengua? ¿No es más bien leyendo traducciones como se supera la distancia entre dos lenguas distintas? Sea como sea, la lectura supera tanto un alejamiento como el otro, el que se da entre texto y habla.


¿No es más natural, a pesar de las distancias, el entendimiento oral entre diferentes lenguas? Leer es como traducir de una orilla a otra lejana orilla, de la escritura al lenguaje. Del mismo modo, el hacer del traductor de un texto es traducir de costa a costa, de una tierra firme a otra, de un texto a otro. Ambos son traducción. Las configuraciones fónicas de diferentes lenguas son intraducibles. Parecen estar a años luz unas de otras, como las estrellas. Y, a pesar de todo, el lector comprende su "texto". 


De manera que deberíamos sentir admiración por todos los traductores que no nos oculten completamente la distancia con el original pero que, no obstante, sean capaces de salvarla. Son casi intérpretes. Pero son más que intérpretes. El mayor orgullo del intérprete sólo puede ser que nuestra interpretación sea una simple interlocución y que se inserte como si fuese de suyo en la relectura del texto original y desaparezca. Por el contrario, la huella copoetizadora que el traductor deja para toda nuestra lectura y nuestra comprensión sigue siendo un arco sólidamente asentado, un puente transitable en ambos sentidos. La traducción es, por así decir, un puente entre dos lenguas como el que está tendido entre dos orillas de un mismo país. Esos puentes están transitados permanentemente y con fluidez. Esto es lo que distingue al traductor. No hay que esperar a ningún barquero que le traduzca a uno. Naturalmente, alguien necesitará ayuda para encontrar el camino que conduce al otro lado, pero después seguirá siendo un caminante solitario. Quizá más adelante, de nuevo, encuentre a uno que le ayude a leer y a comprender. Cada lectura de una poesía es una traducción. "Cada poesía es una lectura de la realidad, esta lectura es una traducción que transforma la poesía del poeta en la poesía del lector" (Octavio Paz)



















Tomado de: 
GADAMER, Hans G. (1998): Arte y verdad de la palabra. Barcelona, Paidós.

Historia y memoria. Roger Chartier




Historia y memoria

Roger Chartier


Las obras de ficción, al menos algunas de ellas, y la memoria, sea colectiva o individual, también dan una presencia al pasado, a veces a menudo más poderosa que la que establecen los libros de historia. Por ello, lo que se debe analizar en primer lugar son esas competencias. Gracias al gran libro de Paul Ricoeur, Memoire, histoire, oubli, las diferencias entre historia y memoria pueden trazarse con claridad. La primera es la que distingue al testimonio del documento. Si el primero es inseparable del testigo y supone que sus dichos se consideren admisibles, el segundo da acceso a "acontecimientos que se consideran históricos y que nunca han sido el recuerdo de nadie" Al testimonio, cuyo crédito se basa en la confianza otorgada al testigo, se opone la naturaleza indiciaria del documento. La aceptación o el rechazo de la credibilidad de la palabra que testimonia el hecho es reemplazada por el ejercicio crítico, que somete al régimen de lo verdadero y de lo falso, de lo refutable y lo verificable, a las huellas del pasado.


Una segunda diferencia opone la inmediatez de la reminiscencia a la construcción de la explicación histórica, sea explicación por las regularidades y las causalidades (desconocidas por lo actores) o explicación por sus razones (movilizadas como estrategias explícitas) Para poner a prueba las modalidades de la comprensión historiadora, Ricoeur optó por privilegiar la noción de representación, por dos razones. Por un lado, ésta tiene una doble condición ambigua en la operación historiográfica: designa una clase de objetos en particular, definiendo a la vez el régimen mismo de los enunciados históricos. Por otro lado, la atención que presta a la representación, como objeto o como operación permite retomar la reflexión sobre las variaciones de escala que ha caracterizado el trabajo de los historiadores a partir de las propuestas de la microhistoria y, más recientemente, de las diferentes formas de vuelta a una historia global.


Una tercera diferencia entre historia y memoria opone el reconocimiento del pasado y representación del pasado. A la inmediata fidelidad (o supuesta fidelidad) de la memoria se opone la intención de verdad de la historia, basada en el procesamiento de los documentos, que son huellas del pasado, y en los modelos de inteligibilidad que construyen su interpretación. Y sin embargo, dice Ricoeur, la forma literaria, en cada una de sus modalidades (estructuras narrativas, figuras retóricas, imágenes y metáforas) opone una resistencia a lo que él designa como "la pulsión referencial del relato histórico" La función de "representancia" de la historia (definida como la "capacidad del discurso histórico para representar el pasado") es constantemente cuestionada, sospechada, por la distancia introducida necesariamente en el pasado representado y las formas discursivas necesarias para su representación. entonces, ¿cómo acreditar la representación histórica del pasado?


El testimonio se asocia a la memoria.

Ricoeur propone dos respuestas. La primera , de orden epistemológico, insiste en la necesidad de distinguir claramente y articular las tres "fases" de la operaciones historiográfica: el establecimiento de la prueba documental, la construcción de la explicación y la puesta en forma literaria. La segunda respuesta es menos familiar para los historiadores. Remite a la certidumbre de la existencia del pasado tal como la garantiza el testimonio de la memoria. En efecto, ésta debe ser considerada como "matriz de historia, en la medida en que es la guardiana de la problemática de la relación representativa del presente con el pasado" No se trata de reivindicar la memoria contra la historia, a la manera de algunos escritores del siglo XIX, sino mostrar que el testimonio de la memoria es el garante de la existencia de un pasado que ha sido y no es más. El discurso histórico encuentra allí la certificación inmediata y evidente de la referencialidad de su objeto. Incluso acercadas de esa manera, la memoria y la historia siguen siendo inconmensurables. La epistemología de la verdad que rige la operación historiográfica y el régimen de la creencia que gobierna la fidelidad de la memoria son irreductibles, y ninguna prioridad, ni superioridad, puede darse a una a expensas de la otra.


Por cierto, entre historia y memoria las relaciones son claras. El saber histórico puede contribuir a disipar las ilusiones o los desconocimientos que durante largo tiempo han desorientado a las memorias colectivas. Y al revés, las ceremonias de rememoración y la institucionalizacion de los lugares de la memoria han dado origen a menudo a investigaciones historicas originales. Pero no por ello memoria e historia son identificables. La primera es conducida por las exigencias existenciales de las comunidades para las que la presencia del pasado en el presente es un elemento esencial en la construcción de su ser colectivo. La segunda se inscribe en el orden de un saber universalmente aceptable, "científico", en el sentido de Michel de Certeau.



















Tomado de:
CHARTIER, Roger (2007): La historia o la lectura del tiempo. Barcelona,Gedisa, pp. 34-38.