27 enero 2019

Libertad y seguridad, una relación amor-odio. Zigmunt Bauman




Libertad y seguridad, 
una relación amor-odio 


Zigmunt Bauman


La mayor parte del tiempo sufrimos, y todo el tiempo nos acosa el temor al posible sufrimiento ocasionado por las permanentes amenazas que sobrevuelan nuestro bienestar. Hay tres causas de las que tememos que descienda el sufrimiento: «la supremacía de la naturaleza, la fragilidad de nuestro cuerpo» (así como las de otros seres humanos) y —de manera más precisa, dado que creemos mucho más en la posibilidad de reformar y mejorar las relaciones humanas que en la de sojuzgar a la naturaleza y poner fin a las flaquezas del cuerpo humano— «la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos» entre los seres humanos «en la familia, el Estado y la sociedad». Puesto que el sufrimiento o el horror al sufrimiento son una compañía permanente en la vida, a nadie debe asombrar que el «proceso de la civilización» —la prolongada y tal vez interminable marcha hacia un modo de estar-en-el-mundo que sea más hospitalario y menos peligroso— se enfoque en localizar y obturar esas tres fuentes de la infelicidad humana. La guerra declarada al malestar humano en todas sus variedades se libra en los tres frentes.Mientras que en los primeros dos ya se han logrado numerosas victorias, que desarmaron y dejaron fuera de combate a cada vez más fuerzas enemigas, es en la tercera línea de batalla donde el destino de la guerra está empatado y el fin de las hostilidades resulta improbable. Para librar a los seres humanos de sus temores, la sociedad debe imponer restricciones a sus miembros, pero los hombres y las mujeres necesitan rebelarse contra esas restricciones para seguir avanzando en pos de la felicidad. No es posible regular la tercera fuente de sufrimiento humano hasta hacerla desaparecer. La interfaz entre la búsqueda de la felicidad individual y las condiciones inusurpables de la vida en común seguirá siendo por siempre un escenario de conflicto. Los impulsos instintivos de los seres humanos chocan indefectiblemente contra las exigencias de la civilización empeñada en combatir y vencer las causas del sufrimiento humano.


Es por eso que la civilización es una transacción, insiste Freud: para obtener algo de ella, los seres humanos tienen que renunciar a otra cosa. Tanto los bienes que se ganan como los que se entregan a cambio son sumamente valorados y deseados con fervor; de ahí que cada sucesiva fórmula de intercambio no sea más que un arreglo pasajero, el producto de una transacción que nunca es plenamente satisfactoria para ninguna de las partes de este antagonismo que arde sin llama a perpetuidad. La discordia amainaría si fuera posible atender al mismo tiempo los deseos individuales y las demandas sociales. Pero esto no ocurrirá. A fin de lograr una vida satisfactoria —o soportable, vivible, para ser más exactos—, son tan imprescindibles las libertades de actuar según los propios impulsos, urgencias, inclinaciones y deseos como las restricciones impuestas en aras de la seguridad, ya que una seguridad sin libertad equivaldría a esclavitud, mientras que una libertad sin seguridad desataría el caos, la desorientación y una perpetua incertidumbre que redundaría en impotencia para actuar resueltamente. Pero ambas son y permanecerán por siempre irreconciliables.


A partir de estas premisas, Freud llegó a la conclusión de que las aflicciones y los malestares psicológicos provienen en su mayoría de la renuncia a una considerable porción de libertad a cambio de un incremento en la seguridad. Esta libertad trunca es la víctima principal del «proceso civilizatorio», así como el mayor descontento, el más extendido, endémico a la vida civilizada. He ahí el veredicto que pronunció Freud, recordemos, en 1929. Me pregunto si esa conclusión habría salido ilesa en el caso de que Freud la emitiera hoy, más de ochenta años después… y lo dudo. Si bien se habrían mantenido las premisas (tanto las exigencias de la vida civilizada como el equipamiento instintivo de los seres humanos legado por la evolución de la especie permanecen fijos durante largo tiempo y se presumen inmunes a los caprichos de la historia), es casi indudable que se habría revertido el veredicto… Sí, claro, Freud habría repetido que la civilización implica una transacción: ganamos algo a costa de perder otra cosa. Pero todo indica que habría situado el origen de los malestares psicológicos, así como de los descontentos que estos engendran, en el extremo opuesto del espectro de valores.Habría llegado a la conclusión de que el descontento humano con el estado de las cosas deriva principalmente de haber renunciado a demasiada seguridad a cambio de una expansión inaudita de la libertad. Freud escribía en alemán, y el significado del concepto que usó, Sicherheit, requiere de tres palabras, a falta de una, para traducir su pleno sentido: certeza, seguridad y protección.


La gran porción de Sicherheit que hemos cedido contiene la certeza respecto de lo que pudiera deparar el futuro y de los eventuales efectos de nuestras acciones; la seguridad de nuestras tareas vitales y nuestros lugares socialmente asignados, así como la protección frente al ataque a nuestro cuerpo y nuestras posesiones, que son su extensión. Pero la renuncia a la Sicherheit redunda en Unsicherheit, una condición que no se somete tan fácilmente a la disección y el escrutinio anatómico: sus tres partes constitutivas promueven el mismo sufrimiento, la misma angustia y el mismo temor, de modo que resulta difícil señalar con exactitud cuáles son las causas genuinas del malestar experimentado. La ansiedad es fácilmente imputable a una causa equivocada, circunstancia que los políticos actuales en busca de apoyo electoral podrán aprovechar muy a menudo en beneficio propio, aun cuando no necesariamente ello redunde en beneficio de los votantes.De más está decir que los políticos prefieren adscribir el sufrimiento de sus votantes a causas que ellos puedan combatir ante los ojos del público (como cuando proponen endurecer las políticas de inmigración y asilo, o bien la deportación de extraños indeseables), antes que admitir la causa genuina de la incertidumbre, que no tienen la capacidad o la voluntad de combatir, ni la esperanza realista de vencer (como la inestabilidad del empleo, la flexibilidad de los mercados laborales, la amenaza del despido, la perspectiva de ajustar el presupuesto familiar, el nivel inmanejable del endeudamiento, la recurrente inquietud  por el sustento para la vejez o la fragilidad general de las asociaciones y los lazos interhumanos).


Vivir en condiciones de incertidumbre prolongada o en apariencia incurable augura dos sensaciones similarmente humillantes: la de ignorancia (no saber lo que deparará el futuro) y la de impotencia (ser incapaz de influir en su rumbo). Y no cabe duda de que ambas son humillantes: en nuestra sociedad sumamente individualizada, donde se presume (contrafácticamente, por así decir) de que cada individuo carga con la plena responsabilidad de su destino en la vida, estas sensaciones dan a entender la incompetencia del afectado para abordar las tareas que otras personas, a todas luces más exitosas, parecen llevar a cabo gracias a su mayor destreza y empeño. La incompetencia sugiere inferioridad: y ser inferior ante la mirada de los demás es un doloroso golpe asestado a la autoestima, la dignidad personal y el valor de la autoafirmación. La depresión es hoy la dolencia psicológica más común. Asedia al creciente número de personas que en estos tiempos fueron incluidas en la categoría colectiva de «precariado», palabra acuñada a partir del concepto de «precariedad» en su denotación de incertidumbre existencial. 


Hace cien años, la historia humana solía representarse como un relato sobre el progreso de la libertad. Ello implicaba, en gran medida a la manera de otros relatos populares semejantes, que la historia se orienta de forma sistemática en la misma e inalterada dirección. Los recientes cambios del humor público sugieren otra cosa. El «progreso histórico» hace pensar más en un péndulo que en una línea recta. En los tiempos de Freud y sus escritos, la cuita más común era el déficit de libertad; sus contemporáneos estaban dispuestos a renunciar a una porción considerable de su seguridad a cambio de que se eliminaran las restricciones impuestas a sus libertades. Y finalmente lo lograron. Ahora, sin embargo, se multiplican los indicios de que cada vez más gente cedería de buen grado parte de su libertad a cambio de emanciparse del aterrador espectro de la inseguridad existencial… ¿Estamos en presencia de un retorno del péndulo? Y si en efecto es así, ¿cuáles podrían ser las consecuencias?









Tomado de:
BAUMAN, Zygmunt y DESSAL, Gustavo (2014): El retorno del péndulo: sobre psicoanálisis y el futuro del mundo. Bs. As. FCE, pp. 17-22.

Satanás. Gabriel Andrade




Satanás

Gabriel Andrade



Surgimiento de la imagen pictórica.


En términos doctrinales, el concepto del diablo quedó más o menos bien delineado durante los cinco prmeros siglos de la historia del cristianismo. Satanás ya no sería meramente el adversario en la corte de Dios, sino que se habría convertido ya en el archienemigo, dispuesto a asediar a los hombres con sus tentaciones y, en fechas más tardías, cargaba con la responsabilidad de administrar los castigos en el Juicio final.


Pero, todo esto permaneció fundamentalmente en un elevado nivel de abstracción. Los teólogos discutían sobre cuál fue el pecado primordial de Satanás, cómo fue engañado por Dios en el pago del rescate, etc.; pero muy rara vez se plantearon su aspecto físico. Si bien, en especial en épocas más tardías, hubo algunos teólogos que insistían en la inmaterialidad de los demonios y ángeles y, en ese sentido, no podían ser representados pictóricamente, la inmensa mayoría de cristianos asumía que el diablo sí tenía una figura representable físicamente.


Con todo, es curioso que, hasta el siglo VI, no hubiera ninguna representación pictórica de Satanás. E, incluso, no fue sino hasta el siglo IX cuando el diablo empezó a aparecer con mayor recurrencia en el arte cristiano. Las primeras formas de representación pictórica en el arte cristiano aparecen en las catacumbas romanas, a partir del siglo II. Pero, curiosamente, no hay representaciones del diablo ahí. El historiador Luther Link supone que esta ausencia es debida a la confusión y falta de nitidez en el concepto de diablo durante los primeros siglos de cristianismo (por ejemplo, siempre fue motivo de confusión si el diablo es un castigado más en el infierno, o si más bien es el verdugo que atormenta a los condenados).


Los inicios de la Edad Media coincidieron con la expansión proselitista del cristianismo al resto de Europa. Y, en su ímpetu exclusivista, los misioneros cristianos quisieron asegurarse de que los vestigios de las antiguas religiones europeas desaparecieran, o en su defecto, que fuesen asociadas con el mal y Satanás.


Así, muy pronto, las representaciones artísticas de Satanás a partir de la edad media empezaron a asimilar al dios Pan, el cual, según hemos visto, no es propiamente un dios maligno o del Inframundo, pero su indecorosa conducta sexual, obviamente, era asimilada al mal en una religión incómoda con el libre ejercicio de la sexualidad. Pan tocaba una flauta. Pues bien, la asociación del diablo con la música ha sido también un motivo recurrente en el arte cristiano (en algunas representaciones del infierno aparecen varios instrumentos musicales), y en el siglo XX, los representantes del heavy metal explotarían aún más este vínculo entre Satanás y la música.


Satanás empezó a ser representado con cuernos, cola y barba de cabra; estos elementos, por supuesto, proceden de Pan. En el siglo V, el autor cristiano san Jerónimo de Estridón asumió que los sátiros (como hemos visto, figuras mitológicas asociadas con las cabras) son demonios y, así, se fortaleció el vínculo entre Satanás y las cabras. También existe la posibilidad de que la asociación del chivo con Satanás proceda de la interpretación de la parábola de los corderos y las cabras, narrada en Mateo 25: 31-46.


Ahí, Jesús cuenta que el Juicio Final será como un pastor que separa a los corderos de las cabras. Los corderos son bendecidos, mientras que las cabras son arrojadas al fuego eterno. Los historiadores del arte asumen que la primera representación del diablo precisamente recapitula esta parábola. Se trata de un mosaico del siglo VI en Rávena (Italia), en el cual aparece Cristo en el medio, un ángel rojo a su derecha con los corderos, y otro ángel azul a su izquierda con las cabras. Se ha asumido que ese ángel azul es el diablo, aunque Luther Link opina que es sencillamente otro ángel, sin connotaciones satánicas.


En todo caso, la representación del diablo tardó al menos tres siglos más (a partir del siglo IX), y se le empezó a representar con el color negro (el gran pintor del temprano Renacimiento, Giotto, por ejemplo, pinta a un Judas que vende a su maestro y es  acompañado por Satanás, una figura de color negro, en claro contraste con el colorido del fresco). Probablemente, el color negro es un corolario de la idea de que el mal es vacío o ausencia y, en ese sentido, se parte de la idea de que el negro es ausencia de color. Durante la época de la persecución de brujas, se asoció continuamente el negro con Satanás y, hasta el día de hoy, persiste esa asociación.


El rojo, como es sabido, también ha sido frecuentemente empleado para representar al diablo. Seguramente, tiene una asociación con la carnalidad y la sexualidad. Algunos pintores también optaron por el azul (por ejemplo, el propio Giotto) en su representación del diablo, quizás debido a su asociación con el combustible en las llamas del infierno. Desde un principio, el diablo fue representado con tonalidades de bestialidad. Desde el siglo VI en adelante, en el arte, Satanás, es un híbrido entre hombre y animal, muy similar a las figuras híbridas de la mitología clásica, pero con más énfasis en su aspecto repugnante. En virtud de su asociación con Pan, recurrentemente se le representaba con pezuñas y, en la imaginación popular, este rasgo era uno de los más persistentes. Cuando un viajero se encontraba con alguna entidad extraña, esperaba poder reconocerlmo Satanás observando sus patas y verificando que tuviera pezuñas. En varias pinturas medievales y renacentistas, apareció el tema del diablo que se disfraza como una persona amigable, pero al final, siempre se le puede descubrir debido a sus patas de animal. En el siglo XVI, por ejemplo, Shakespeare hace una irónica referencia a esta idea: en Otelo, el esposo consumido por los celos llega a creer que Iago (el personaje que lo ha contaminado con cizaña respecto a la fidelidad de su mujer) es el diablo y, para confirmar su creencia, revisa sus patas. Por supuesto, no tiene pezuñas, pero Shakespeare magistralmente maneja la idea de que el mal no necesita venir de criaturas fantásticas; con los seres humanos es suficiente.


En las representaciones pictóricas medievales, el diablo también empieza a aparecer con alas. Probablemente se trate de una recapitulación de la tradición de que Lucifer era originalmente un ángel y, en su rebeldía, cayó. Pero, si bien conserva sus alas, los artistas no deseaban asimilarlo demasiado a los ángeles benéficos, tradicionalmente representados con alas de aves. Así, Satanás empezó a ser representado con alas de animales más repugnantes, como el murciélago. Fue común pintar al diablo desnudo, presumiblemente para enfatizar su mundanidad e inclinación al pecado. También empezó a aparecer peludo para resaltar su aspecto bestial.


En varias representaciones aparece con faldas de pieles, a la manera de los renegados o cavernícolas, presumiblemente para presentarlo como un ser alienado de la sociedad. Es común verlo con el pelo flameante, probablemente porque así lo utilizaban varias tribus bárbaras en la antigüedad. Durante la Edad Media, el diablo no fue representado tanto en frescos o cuadros. Pero, las imágenes de Satanás sí empezaron a aparecer con mayor recurrencia en los manuscritos ilustrados, que empezaron a florecer durante la mayor parte del período medieval. Aparecieron manuscritos bestiarios, compendios de animales, algunos reales, otros imaginarios. Parte de esta imaginería fue empleada en la representación de Satanás. Se produjeron, también, salterios (colecciones del libro bíblico de los Salmos y otros añadidos) y los llamados Libros de horas, a saber, documentos que servían como manuales de instrucción a la hora de orar.


A estos manuscritos se les incorporaban imágenes extensamente decoradas. En muchas de estas ilustraciones, fue recurrente la aparición de Satanás. Quizás la más famosa aparece en Las muy ricas horas del duque de Berry, un manuscrito muy colorido del siglo XV. Una de las ilustraciones representa a un Satanás bestial que escupe fuego hacia arriba, y en ese fuego se consumen los condenados; aparecen, además, demonios subalternos con cuernos y alas de murciélago, temas muy comunes en la representación del diablo. Entre los historiadores del arte, predomina la opinión de que la imagen artística prototípica del diablo en la Edad Media fue tomada de las obras teatrales de misterio que se volvieron muy populares en aquella época. Estas consistían en representar escenas conocidas de la Biblia, en un formato sencillo, y en ocasiones con un aspecto bufo. Pero, pronto, las obras teatrales fueron mucho más libres en sus representaciones y el diablo no tardó en aparecer en ellas. La doctrina del descenso de Cristo a los infiernos, por ejemplo, vino a ser extensamente popularizada a partir de las obras de misterio.


Así pues, Satanás dejó de ser meramente una preocupación doctrinal de los teólogos y el populacho empezó a tomarlo muy en serio en todos los aspectos de la vida cotidiana. Frente a cualquier infortunio, se invocaba su responsabilidad. Y, a medida que tenía más espacio en las representaciones artísticas, crecía a su vez la preocupación en torno a sus triquiñuelas.


Leyendas medievales populares.


La literatura popular medieval se impregnó de las imágenes bestiales de Satanás. La leyenda dorada, un compendio de historias sobre santos recopiladas por Santiago de la Vorágine en el siglo XIII, adaptó el antiguo tema del mito de combate a un contexto cristiano. Así, en varias de las historias recopiladas en esta colección, un santo se enfrenta a un monstruo que presumiblemente es un representante de Satanás y lo vence. Por ejemplo, la veneración por san Jorge se hizo popular, a partir de su reseña en La leyenda dorada. Se narra ahí que un dragón (quizás en forma de cocodrilo) tenía un nido en un riachuelo que abastecía de agua a la ciudad de Cirene. Para distraer al dragón, los ciudadanos le ofrecían ovejas y, en su defecto, hermosas doncellas escogidas al azar. Un día, el azar estipula que la hija del rey debe ser entregada al dragón, pero repentinamente llega san Jorge. Se persigna, mata al dragón, y rescata a la princesa.


A la par del diablo en la doctrina, la teología y el arte, en la Edad Media fue prosperando el folclore popular en torno a Satanás. La imagen terrorífica del diablo continuó, pero también fue apareciendo la imagen del diablo estúpido. Ciertamente la Edad Media fue un período lúgubre y deprimente para buena parte de la población europea, pero con todo, hubo espacio para las ocasiones bufas y, en muchas de ellas, la imagen del diablo se hacía presente. Por ejemplo, circuló la leyenda de san Dunstan, un monje inglés del siglo IX. San Dunstan se dedicaba al estudio, la artesanía, y a tocar el harpa. En una ocasión, el diablo se le apareció para molestarlo. Pero, en vez de sentir temor, san Dunstan tomó unas pinzas y sujetó la nariz del diablo con ellas. Vencido, el diablo se tuvo que marchar. También circulaban leyendas sobre los puentes del diablo. La ingeniería medieval empezó a producir puentes sobre ríos y entre montañas. El populacho admiraba estas obras de ingeniería pero, en buena medida, debido a la falta de confianza en las capacidades humanas, se dudaba de que los seres humanos fueran capaces de producir semejantes obras. Así, se empezó a postular que el diablo habría hecho un pacto con los arquitectos: construiría el puente, pero a cambio, exigiría el alma de la primera persona que lo cruzara. No obstante, los humanos terminan siendo más astutos que el propio Satanás, pues se aseguran de que un perro o algún otro animal sea el primero en cruzar el puente. Así, a pesar de su talento para construir puentes, el diablo es al final estúpido y es burlado.


Las historias de los pactos con el diablo serían desarrolladas durante el Renacimiento, pero ya en la Edad Media empezaron a aparecer leyendas de este tipo. Quizás la pionera en este tipo de leyenda (y la cual sirvió de inspiración para la posterior leyenda de Fausto), es la historia sobre Teófilo. Según se narra, Teófilo era el archidiácono de Adana en el siglo VI, y fue seleccionado como obispo de esa localidad, pero por humildad, rechazó esa posición. Otra persona asumió el obispado, pero removió a Teófilo de su posición como archidiácono. Entonces, Teófilo buscó la ayuda de un hechicero e hizo contacto con Satanás. El diablo hizo un pacto con Teófilo: lo convertiría en obispo, pero a cambio, exigiría su alma. El pacto se firmó con sangre. Pero, al pasar los años, Teófilo se arrepintió e imploró a la Virgen María, y ayunó. La Virgen hizo que el pacto quedase impreso sobre el pecho de Teófilo, este acudió a un obispo, y se quemó públicamente el pacto. Así, Teófilo murió, pero salvó su alma.



Teófilo de Aldana inspiró las leyendas
 populares sobre los pactos con el diablo.


Eventualmente, el diablo se volvió un asunto cotidiano en la imaginación medieval. Su encuentro no era ya un evento tan extraordinario. Cualquiera podría encontrarse con Satanás en cualquier lugar y a cualquier hora y, para eso, era necesario estar prevenido. En tal momento, esta cotidianidad asumió una tonalidad sexual y surgieron así las leyendas en torno a los íncubos y los súcubos. Los íncubos eran demonios que visitaban a las mujeres durante el sueño. Mientras dormían, estos demonios yacían sobre ellas (de ahí la etimología, «incubare», que significa «yacer encima de») y las violaban. Según el relato de las supuestas víctimas, sentían un peso encima, mientras dormían, y la penetración del demonio. Casi todas las mujeres narraban que los íncubos tenían el órgano sexual frío como el hielo. Para algunas, la experiencia era fundamentalmente una violación. Para otras, la experiencia era placentera, pero irónicamente, esto contribuía a su estigma, pues se esperaba un total repudio de los avances sexuales de los demonios.


No sabemos bien qué ocurría durante estos supuestos encuentros. Bien pudieron tratarse de hombres que se disfrazaban para violar a las mujeres, y empezaron a circular rumores de que los demonios acechaban. O bien pudieron tratarse de histerias colectivas, las cuales fueron típicas durante la época de caza de brujas. Hoy sabemos que hay varios tipos de trastornos del sueño; la ciencia moderna nos permite comprender mejor la llamada Parálisis del sueño, un desorden mediante el cual la víctima está a medio camino entre estar dormida y estar despierta, y siente una tremenda debilidad muscular. Estos síntomas muchas veces parecen coincidir con los relatos sobre las visitas de los íncubos. No en vano, los sueños pesados han sido reportados durante todas las épocas y a lo largo de casi todas las culturas.


La preocupación por los ataques de los íncubos es de vieja data en la historia del cristianismo. La asociación entre Satanás y la sexualidad ha sido antigua y perenne, pero salió especialmente a relucir a partir de las historias sobre los ángeles caídos que, como hemos visto, bajaron a la tierra a aparearse con las mujeres. Entre los teólogos medievales, hubo desacuerdo respecto a las posibilidades sexuales de los demonios. En un inicio, los teólogos admitían que los íncubos tenían la capacidad de embarazar a las mujeres y, precisamente, ahí yacía su peligro. La imaginación medieval era muy proclive a interpretar los nacimientos deformes como el producto de relaciones entre íncubos y mujeres. Pero, si como se suponía, los demonios eran ángeles caídos, y por lo tanto, no eran seres con sustancia propiamente material, ¿cómo podían fertilizar a las mujeres? En el siglo XIII, santo Tomás de Aquino propuso que los demonios no tienen capacidad para reproducirse y formuló una teoría muy curiosa: los súcubos (demonios femeninos) visitan a los hombres en la noche y recogen su semen. Luego, se convierten en íncubos (demonios masculinos), e implantan en las mujeres el semen recogido previamente.









Tomado de:
ANDRADE, Gabriel (2014): Breve historia de Satanás. Desde los persas hasta el heavy metal. Nowtilus, pp. 99-107.

05 enero 2019

Hegemonía en Gramsci, Luciano Gruppi




Hegemonía en Gramsci

Luciano Gruppi



Antonio Gramsci es sin duda, entre los teóricos del marxismo, quien más ha insistido sobre el concepto hegemonía; y lo ha hecho, en especial, invocando a Lenin. A la vez, diría que, si queremos ver el punto de contacto más constante, más profundo, de Gramsci con Lenin, creo que es el concepto de hegemonía. 


He aquí un pasaje en el que Gramsci escribe: "Todo es político, también la filosofía o las filosofías, y la única filosofía es la historia en acto, es decir la vida misma. En este sentido se puede interpretar la tesis del proletariado alemán como heredero de la filosofía clásica alemana, y se puede afirmar que la elaboración teórica y la realización de la hegemonía realizada por Ilich se ha convertido en un gran acontecimiento metafísico." Esta afirmación de Gramsci, referente a la teorización y a la realización de la hegemonía del proletariado, se basa en algunas tesis, contenidas precisamente en este pasaje. Por otra parte, se apoya en la afirmación de la identidad entre historia y filosofía. Se trata de una tesis rica y con muchas implicaciones (aunque discutible, como trataré de señalar en lecciones sucesivas), pero que cito aquí para subrayar cómo Gramsci reúne en un estrecho nexo teoría y práctica, teoría y acción política. A partir de esto se puede comprender qué entendía Gramsci cuando se refería a la tesis de Engels, contenida en la famosa obra Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, donde se dice precisamente que el proletariado alemán es el heredero de la filosofía clásica alemana, y que lo es porque aplica en la práctica las tesis de la filosofía, decide en la práctica, supera aquellas contradicciones filosóficas que no pueden ser resueltas en el plano del pensamiento especulativo, pero que en cambio sí pueden serlo en una nueva sociedad, la sociedad comunista.


En ella reside la superación de las contradicciones de clase y también la superación de las contradicciones filosóficas que son, en el plano de la ideología, la expresión de contradicciones sociales insolubles por la vía especulativa y que únicamente lo son por la vía revolucionaria. Esta es la tesis de Engels y la tesis de Marx, y sobre ella insiste Gramsci. El proletariado es heredero de la filosofía clásica alemana porque traduce en realidad social lo que en esta filosofía es todavía especulativo; niega, en el sentido dialéctico del término y, a partir de ahí, supera la filosofía especulativa en cuanto la realiza, y la realiza en la praxis, en el trastocamiento revolucionario de la estructura de una sociedad dividida en clases antagónicas.


Esta tesis de Engels también está llena de implicaciones filosóficas sobre las que no me detengo ahora. En cambio, quiero subrayar una vez más esta unidad entre teoría y práctica, esta unidad que hace de la política la verdadera filosofía; en cuanto la política, que es teoría y práctica al mismo tiempo, no se limita a interpretar el mundo, sino que lo transforma con la acción. Según la conocida tesis de Marx sobre Feuerbach: "Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo"; de ahí la necesidad de pasar de la filosofía especulativa a la política, a la acción revolucionaria. 


Y este nexo de teoría y práctica es el que autoriza a Gramsci a afirmar que la teoría y la realización de la hegemonía del proletariado (y este término, referido a Lenin, indica la dictadura del proletariado), tiene un gran valor filosófico, ya que hegemonía del proletariado representa la transformación, la construcción de una nueva sociedad de una nueva estructura económica, de una nueva organización política y también de una nueva orientación teórica y cultural. Como tal, la hegemonía tiene consecuencias no sólo en el plano material de la economía o en el plano de la política, sino además sobre el plano de la moral, del conocimiento, de la "filosofía". Por tanto, la revolución es entendida por Gramsci y lo repite continuamente como reforma intelectual y moral.


Se trata de ver qué tiene en común, este concepto gramsciano, con el concepto de revolución cultural del que habla Lenin en los últimos años de su vida, sobre todo referido al campo ruso. Creo que tiene mucho en común y que contiene aún algo más. Aquí sólo quiero recordar que, cuando Gramsci habla de reforma intelectual y moral retoma una dirección político-cultural de su tiempo, reaviva sus vínculos con Salvemini, con Gobetti, con los que consideraban que para Italia era una desgracia haber carecido de algo comparable a la reforma protestante, de una "reforma que hubiera modificado profundamente las costumbres y creado una nueva relación entre cultura y sociedad, y haber tenido, en cambio, una contrarreforma". Gramsci agrega al ejemplo de la reforma protestante el de la Revolución francesa, como el de una revolución que, a diferencia del Renacimiento italiano, logró convulsionar los estratos más profundos de la sociedad, las grandes masas campesinas, e incidir así en lo profundo no sólo de la estructura económica, social y política, sino también de la orientación cultural y teórica de la sociedad francesa.


En verdad, este modo de hablar de la reforma intelectual y moral presupone cierto juicio sobre el Renacimiento italiano, como movimiento de cúpula en lo esencial, como movimiento que profundiza el distanciamiento entre intelectuales y el pueblo. Gramsci se inspira en el juicio de Sanctis y también en el de Toffanin, quienes influyeron en él en gran medida, acerca del carácter conservador y restaurador del humanismo. Esto nos dice que el concepto de hegemonía está presentado en Gramsci en toda su amplitud, es decir, como algo que opera no sólo sobre la estructura económica y la organización política de la sociedad, sino además, específicamente, sobre el modo de pensar, sobre las orientaciones teóricas, y hasta sobre el modo de conocer.


En otro momento Gramsci dice: "La proposición contenida en la Introducción a la crítica de la economía política (en realidad se trata el Prólogo de Marx para su obra Contribución a la crítica de la economía política, de 1859), de que los hombres toman conciencia de los conflictos de estructura en el terreno de la ideología, debe ser considerada como una afirmación de valor gnoseológico, es decir, cognoscitivo y no puramente psicológico y moral''.


Marx afirma que la base económica, la estructura, determina una compleja superestructura política, moral, ideológica, que está condicionada por dicha base económica de la sociedad, es decir, por las relaciones de producción y de cambio. Para Gramsci, esta es una afirmación de carácter gnoseológico, en el sentido de que indica el proceso a través del cual se forman las ideas, las concepciones del mundo. 


De esto -dice Gramsci- se sigue que el principio teórico-práctico de la hegemonía, tiene también, alcance gnoseológico y, ''por consiguiente, en este campo hay que investigar el aporte máximo de Ilich a la filosofía de la praxis. Ilich habría hecho progresar la filosofía como filosofía, en cuanto hizo progresar la doctrina y la práctica política". Si de la transformación de la estructura proviene una transformación del modo de pensar de la conciencia, la hegemonía del proletariado (y por ella se entiende la dictadura del proletariado) que transforma la sociedad, también el modo de pensar. Y por consiguiente, la teoría y la realización en la práctica de la hegemonía del proletariado es un gran hecho filosófico. La contribución de Lenin a la filosofía no es sólo la de haber elaborado la teoría de la dictadura del proletariado, sino el haberla realizado en los hechos. Se trata del valor filosófico del hacer, del transformar la sociedad. Y es filosofía que no surge simplemente por medio de conceptos, por una especie de partenogénesis de los propios conceptos, sino de la estructura económica, de las transformaciones acaecidas en las relaciones de producción, en una continua relación dialéctica entre base económica, estructura social y conciencia de los hombres. 


Gramsci agrega que la realización del aparato hegemónico, es decir, de un aparato de dirección -del aparato del Estado- , en cuanto crea un nuevo campo ideológico, determina una reforma de la conciencia, nuevos métodos de conocimiento y en consecuencia es un hecho filosófico.


Es clara la perspectiva en la que se coloca Gramsci: en la relación estructura-superestructura, ideológica. La estructura determina a la superestructura y de esto surge el estrecho nexo entre política y filosofía. La filosofía reside en la política. Momento culminante de la política, es la revolución, la creación de un nuevo Estado, de un nuevo poder y de una nueva sociedad. Por eso Gramsci dice que el aporte máximo de Lenin a la filosofía consiste en la obra de transformación revolucionaria. Esta identidad estrecha de política y filosofía hace que el momento culminante de la filosofía sea la política transformadora, y que el filósofo sea el hombre político en su calidad de transformador. Este es el caso de Lenin dirigente de la dictadura del proletariado, como teórico y como práctico. Esta afirmación está ligada al juicio que Gramsci hace de la obra filosófica de Lenin (conocía exhaustivamente Materialismo y empiriocriticismo, y tenía reservas de fondo sobre esta obra). Pero el juicio de que Lenin cuenta como filósofo sobre todo en su obra de político, proviene, es cierto, de esta reserva hacia la obra filosófica de Lenin, pero también de un juicio más general y que se refiere precisamente al valor filosófico de la política. 


De aquí proviene, para Gramsci, el carácter central y el valor esencial de la noción de hegemonía en Lenin. ¿Qué entiende Gramsci cuando habla de hegemonía, refiriéndose a Lenin? Gramsci piensa en la dictadura del proletariado. Así se deduce de los pasajes citados. Gramsci habla de principio teóricopráctico, de teorización y realización de la hegemonía y, por lo tanto, de la Revolución de octubre y de la dictadura del proletariado, Esto se vuelve explícito en un pasaje, de 1926, en el que dice: "Los comunistas turineses se habrán planteado concretamente la cuestión de la dictadura del proletariado, o sea, de la base social de la dictadura proletaria y del Estado obrero", pasaje en el que se ve una estrecha conexión entre hegemonía del proletariado y dictadura del proletariado. La dictadura del proletariado es la forma política en la que se expresa el proceso de conquista y de realización de la hegemonía. Al efecto, escribe todavía: "El proletariado puede convertirse en clase dirigente y dominante en la medida en que consigue crear un sistema de alianzas de clase que le permita movilizar contra el capitalismo y el Estado burgués a la mayoría de la población trabajadora". La hegemonía es la capacidad de dirección, de conquistar alianzas, la capacidad de proporcionar una base social al Estado proletario. En este sentido se puede decir que la hegemonía se realiza en la sociedad civil mientras que la dictadura del proletariado es la forma estatal que asume dicha hegemonía.


Lenin y la noción de hegemonía.


Gramsci se refiere pues a la dictadura del proletariado. En Lenin encontramos en esencia la noción de hegemonía, aunque sin el uso de este término, en todas las páginas que dedica a la dictadura del proletariado, de hecho para Lenin está claro: la dictadura del proletariado es la dirección de un determinado tipo de alianzas. Sobre esto Lenin insiste mucho. Pero cuando Lenin habla de la dictadura del proletariado, no usa nunca el término de hegemonía. Utiliza el término clásico de Marx y se comprende también por qué: está empeñado en una polémica directa, en una áspera lucha contra los reformistas, contra los socialdemócratas que niegan el concepto marxista de dictadura del proletariado. Por eso reafirma con todo vigor, no sólo la teoría, sino además el término clásico usado por Marx.


El término "hegemonía" Lenin lo usa, en cambio, repetidas veces, en otra situación histórica muy distinta, frente a la Revolución rusa de 1905. La Revolución de 1905 aparece ante la socialdemocracia (con la excepción de una posición particular, la de Trotski, según la cual la Revolución de 1905 se presentaba como revolución democrática, pero podía afirmarse sólo como revolución proletaria), como una revolución de carácter democrático burgués. Pero se delinean dos posiciones: la posición de la derecha de los mencheviques, y la posición de los bolcheviques. La derecha sostiene que, tratándose de una revolución democrático burguesa, la dirección le corresponde a la burguesía liberal y democrática; que el proletariado sí debe apoyar la revolución, pero evitando convertirse en protagonista y asumir responsabilidad de dirección en una revolución que no es la suya. La posición de Lenin es la opuesta: frente a esta revolución democrático burguesa, incumbe al proletariado su dirección y corresponde al proletariado convertirse en su protagonista. Esta posición de los bolcheviques proviene de un juicio histórico concreto acerca de la burguesía rusa y sobre el modo en que ella fue conformándose. La burguesía rusa, el capitalismo ruso, se habían venido formando como resultado de la disgregación de la comunidad campesina y por eso, el capitalismo ruso, estaba muy ligado a los estamentos feudales que subsistían y al zarismo. La burguesía rusa era, en resumen, una burguesía débil, que no tenía capacidad para consolidarse en forma autónoma y ponerse a la cabeza de la revolución; no tenía capacidad para conducir su revolución a un desenlace democrático consecuente; se habría detenido a mitad de camino, en el compromiso con el zarismo y la aristocracia feudal. Mientras, según Lenin, la lucha del proletariado por la libertad política es una lucha revolucionaria, la lucha de la burguesía, en cambio, es una lucha oportunista porque tiende hacia la "limosna", hacia la división del poder con la autocracia y la clase de los propietarios terratenientes. La tesis de Lenin es que, según sea la fuerza sociopolítica que la dirija, la revolución burguesa tendrá dos desenlaces: o el capitalismo se desarrollará gracias a una revolución conducida por la burguesía, dominada por el compromiso, y por consiguiente en las condiciones más difíciles para los campesinos y para la clase obrera, o la revolución burguesa se desarrollará bajo la dirección del proletariado, que podrá dirigirla sólo arrastrando tras sí a la gran masa de campesinos. También en este caso la revolución democrática ayudará sin duda alguna, al desarrollo del capitalismo. Los trabajadores permanecerán, por tanto, oprimidos por el capitalismo, pero el desarrollo del capitalismo se realizará en condiciones menos desfavorables para el proletariado, y éste podrá gozar de posiciones más avanzadas para mantener sus conquistas e impulsarlas hacia delante; se hallará en condiciones más favorables para desarrollar en la democracia la lucha por el socialismo.


Lenin escribe en su famosa obra Dos tácticas de la social democracia: "Y como respuesta a las objeciones anárquicas de que aplazamos la revolución social, diremos: no la aplazamos, sino qué damos el primer paso a la misma por el único procedimiento posible, por la única senda certera, a saber: por la senda de la república democrática. Quien quiera ir al socialismo por otro camino que no sea el de la democracia política, llegará infaliblemente a conclusiones absurdas y reaccionarias, tanto en el sentido económico como en el político". La vía de la revolución democrática en la situación específica rusa, no es la vía más larga, sino la más breve y segura hacia el socialismo. No retrasa la marcha hacia el socialismo, sino que la prepara y, dentro de lo posible, la acelera. De ahí la defensa que Lenin hace de la relación del proletariado con la revolución democrático-burguesa. 


Dice: "Los neoiskritas interpretan de un modo cardinalmente erróneo el sentido y la trascendencia de la categoría revolución burguesa. En sus razonamientos se trasluce constantemente la idea de que la revolución burguesa es una revolución que puede dar únicamente lo que beneficia a la burguesía. Y, sin embargo, nada hay más erróneo que esta idea. La revolución burguesa, es una revolución que no rebasa el marco del régimen socioeconómico burgués, esto es, capitalista. La revolución burguesa expresa las necesidades del desarrollo del capitalismo no sólo sin destruir sus bases, sino, al contrario, ensanchándolas y profundizándolas. Por lo tanto, lejos de expresar sólo los intereses de la clase obrera, esta revolución expresa también los de toda la burguesía. Por cuanto la dominación de la burguesía sobre la clase obrera es inevitable en el capitalismo, puede afirmarse con pleno derecho que la revolución burguesa exterioriza los intereses no tanto del proletariado como de la burguesía. Pero es completamente absurda la idea de que la revolución burguesa no expresa en lo más mínimo los intereses del proletariado. Esta idea absurda se reduce, justamente a la ancestral teoría populista de que la revolución burguesa se halla en pugna con los intereses del proletariado; de que no tenemos necesidad, por este motivo, de libertad política burguesa, que niega toda participación del proletariado en la política burguesa, en la revolución burguesa, en el parlamentarismo burgués. En el aspecto teórico, esta idea es un olvido de las tesis elementales del marxismo, sobre la inevitabilidad del desarrollo del capitalismo en el terreno de la producción mercantil. 


El marxismo enseña que una sociedad fundada en la producción mercantil y que tiene establecido el intercambio con las naciones capitalistas civilizadas, al llegar a un cierto grado de desarrollo, entra inevitablemente, por sí sola, en la senda del capitalismo. El marxismo ha roto para siempre con las especulaciones de los populistas y anarquistas, según las cuales, Rusia, por ejemplo, podría eludir el desarrollo capitalista, saltar al capitalismo etc." Aquí hay una afirmación histórica muy importante, que explica precisamente todo el celo de Lenin: en aquella etapa de la historia rusa, el desarrollo del capitalismo es un hecho progresivo y no un hecho reaccionario. El desarrollo capitalista es necesario para destruir los vínculos de la sociedad feudal, para desarrollar las fuerzas productivas y, por consiguiente, para desarrollar el proletariado; es la condición para que se cree la posibilidad de la revolución proletaria y del socialismo. Pero, agrega, la revolución democrática es, por cierto, más ventajosa para la burguesía, aunque también lo sea para el proletariado. Sin embargo, observa que la revolución democrática, aunque solamente alcance los límites burgueses, justamente porque da al proletariado la libertad política, al permitir que este desarrolle su propia lucha, es la que, hasta cierto punto, hace comprender a las grandes masas que la democracia sigue siendo limitada y formal para los trabajadores mientras persiste la propiedad privada de los medios de producción. Es el propio desarrollo de la democracia el que cuestiona la propiedad privada de los medios de producción, como obstáculo para una consolidación de la democracia, para una consolidación tal que no sea, para las masas populares, tan sólo de carácter formal.


Este es el modo dialéctico de razonar de Lenin: después de haber afirmado que, por un lado, la revolución democrático-burguesa es más ventajosa para la burguesía, aunque también lo es para el proletariado, inmediatamente dice que ella es, en realidad, más ventajosa para el proletariado que para la burguesía, porque la burguesía debe temer el desarrollo de su propia revolución, debe temer un desarrollo que pone en peligro el poder y la propiedad privada. El proletariado en cambio extrae de ella la posibilidad de avanzar hacia el socialismo. Y Lenin afirma: "Por eso, la revolución burguesa es beneficiosa en extremo para el proletariado. La revolución burguesa es absolutamente necesaria para los intereses del proletariado. Cuanto más profunda, decidida y consecuente sea la revolución burguesa, tanto más garantizada se hallará la lucha del proletariado contra la burguesía, por el socialismo".


He aquí la relación democracia-socialismo, el desarrollo de la democracia, aun dentro de los límites burgueses, como condición de lucha y de pasaje al socialismo. "Esta conclusión puede parecer nueva o extraña y paradójica, únicamente a los que ignoran el abecé del socialismo científico, y de esta conclusión, dicho sea de paso, se desprende asimismo la tesis de que, en cierto sentido, la revolución burguesa es más beneficiosa para el proletariado que para la burguesía. He aquí, justamente, en qué sentido es indiscutible esta tesis: a la burguesía le conviene apoyarse en algunas de las supervivencias del pasado contra el proletariado, por ejemplo en la monarquía, en el ejército permanente, etc. A la burguesía le conviene que la revolución burguesa no barra con demasiada resolución todas las supervivencias del pasado, sino que deje en pie algunas de ellas; es decir, que esta revolución no sea del todo consecuente, que no se lleve hasta el final, que no sea decidida e implacable. Los socialdemócratas expresan e menudo esta idea de un modo algo distinto, diciendo que la burguesía se traiciona a sí misma, que la burguesía traiciona la causa de la libertad, que la burguesía es incapaz de una democracia consecuente. A la burguesía le conviene más que los cambios necesarios en un sentido democrático-burgués se produzcan con mayor lentitud, de manera más paulatina y cautelosa; de un modo menos resuelto, mediante reformas y no por medio de la revolución; que estos cambios sean lo más prudentes posibles con respecto a las "honorables" instituciones de la época del feudalismo (tales como la monarquía), que estos cambios desarrollen lo menos posible la acción independiente, la iniciativa y la energía revolucionarias del pueblo sencillo, es decir, de los campesinos y principalmente de los obreros... "


Aquí está en Lenin la afirmación de que existen diversos tipos de democracia aun en el ámbito burgués y que tiene importantes consecuencias para el proletariado el tipo de democracia burguesa que se realiza. Esto depende, en gran medida, de la presencia del proletariado, del papel que el proletariado asume en el proceso de la revolución democrático-burguesa. De aquí otras afirmaciones suyas: "La situación misma de la burguesía, como clase en la sociedad capitalista, es causa ineludible de su inconsecuencia en la revolución democrática. La situación misma del proletariado, como clase, le obliga a ser demócrata consecuente. Temerosa del progreso democrático, que amenaza con el fortalecimiento del proletariado, la burguesía vuelve la vista atrás. El proletariado no tiene nada que perder, más que sus cadenas; tiene, en cambio, un mundo que ganar mediante la democracia. Por eso, cuanto más consecuente es la revolución burguesa en sus transformaciones democráticas, menos se limita a lo que beneficia exclusivamente a la burguesía. Cuanto más consecuente es la revolución burguesa, tanto más garantiza las ventajas del proletariado y de los campesinos en la revolución democrática. 


De aquí la necesidad de la hegemonía, es decir, de la capacidad dirigente del proletariado en la etapa de la revolución democrático-burguesa. Aquí hay una diferencia de significado entre Gramsci y Lenin, porque, cuando Gramsci habla de hegemonía, a veces se refiere a la capacidad dirigente, otras, comprende la dirección y el dominio, conjuntamente. Lenin, en cambio, entiende por hegemonía, en forma preponderante, la función dirigente. En Lenin el término hegemonía se encuentra por primera vez en un escrito de enero de 1905, al comienzo de la Revolución. Dice: "Desde el punto de vista proletario, la hegemonía pertenece en la guerra a quien lucha con mayor energía que los demás, a quien aprovecha todas las ocasiones para asestar golpes al enemigo, aaquel cuyas palabras no difieren de los hechos y es, por ello, el guía ideológico de la democracia, y critica toda ambigüedad". Se remarca aquí claramente el elemento de la decisión, de la consecuencia en la acción revolucionaria como condición indispensable para la hegemonía. Subrayo también aquí la expresión de que los hechos deben corresponder a las palabras. Es decir, debe existir aquella unidad de teoría y acción sobre la que Lenin insiste, así como lo hace Gramsci. Sin esta unidad de teoría y acción, la hegemonía es imposible, ya que ella se obtiene únicamente con el pleno conocimiento teórico y cultural de la propia acción; solamente con aquel conocimiento que hace posible la coherencia de la acción y que le da una perspectiva, superando la inmediatez empírica.


Hay un aspecto, en Dos tácticas de la socialdemocracia, que resulta esclarecedor para comprender la noción leninista de la hegemonía: la derecha de la socialdemocracia expresa el temor de que, si los campesinos entraran en masa en la lucha revolucionaria, la burguesía se espantaría y, por lo tanto, se retiraría de la lucha revolucionaria y entonces ésta perdería amplitud. La amplitud de la lucha revolucionaria para la derecha socialdemócrata, es el resultado de la presencia de la burguesía. Esto significa que la derecha del partido obrero se reclina en la burguesía.


Para Lenin las cosas son al revés: cuanto más la clase obrera es capaz de arrastrar consigo a los campesinos, más se amplían, sobre todo en una sociedad típicamente campesina como la rusa, las bases sociales de la revolución. Es por eso que dice: "Si nos guiamos, siquiera en parte, siquiera un momento, por la idea de que nuestra participación puede obligar a la burguesía a dar la espalda a la revolución, cedemos totalmente la hegemonía en la revolución a las clases burguesas". 


Toda la acentuación que encontramos en Lenin, sobre la relación entre revolución democrática y revolución proletaria, no es el resultado de una teorización abstracta, sino, por el contrario, ligada a un preciso juicio histórico sobre Rusia y sobre el desarrollo del capitalismo en Rusia, sobre el carácter que la revolución democrático-burguesa adquiere en aquel país. Véase, por ejemplo, la discusión sobre la participación de los socialdemócratas en un gobierno democrático-burgués, junto a fuerzas burguesas. La derecha socialdemócrata es contraria a una hipótesis semejante: la socialdemocracia no debe asumir la responsabilidad de dirigir la revolución y mucho menos colaborando con fuerzas democrático-burguesas. La opinión de Lenin es opuesta: puede ser posible, útil y necesaria la participación de los socialdemócratas en el gobierno junto a fuerzas democrático-burguesas, bajo ciertas condiciones programáticas, de autonomía de la socialdemocracia, de control del partido sobre la actuación de los ministros socialdemócratas, para consolidar los resultados de la revolución y defenderlos mejor. Es decir, se debe actuar no sólo por abajo, sino también por arriba; por abajo siempre, desde arriba cuando sea posible. La tesis, dice Lenin, según la cual es preciso actuar solamente por abajo, es una tesis anarquista. Documenta cómo Engels ya la consideraba como tal y la rechazaba. La derecha socialdemócrata se apoya en la autoridad de Plejanov quien afirma que, durante la revolución de 1848 en Alemania, Marx no sostuvo nunca que los comunistas deberían participar en el gobierno con fuerzas democráticoburguesas.


Lenin, respondiendo, desarrolla un análisis concreto de las situaciones históricas: la de Alemania en 1848 y la situación histórica concreta de Rusia en 1905. Y desarrolla esta observación: Marx se refiere a una situación en la cual la revolución burguesa está ya próxima a su culminación y es derrotada; se refiere a una situación en la que la clase obrera está débilmente organizada, ha permanecido a remolque de la burguesía y no ha tenido su propia autonomía ni política, ni organizativa. Por consiguiente, para Marx, la tarea principal es la de conquistar la autonomía política del proletariado, darle una organización independiente. Por ello, no podía plantear en absoluto la cuestión de la participación en el gobierno. En cambio, la situación rusa es distinta, porque la revolución rusa está en ascenso (escribe Lenin en 1905) y el proletariado es la parte más activa de la lucha revolucionaria. El proletariado tiene ya su organización, aunque sea débil: la socialdemocracia rusa. Se plantea pues el problema de impulsar hacia adelante la revolución y consolidar los resultados, lo que puede posibilitar, en una situación determinada, la participación en el gobierno. Dice: "Vperiod (periódico de los bolcheviques) ha justificado su afirmación (favorable a una eventual participación en el gobierno) mediante el análisis de la situación real", y para Lenin este es el método correcto. Repite que "el análisis concreto de la situación concreta es el alma viva, la esencia del marxismo". No existe marxismo sin esta capacidad de lograr la concreción histórica. 


Los cuadernos de la cárcel. 


Los Cuadernos de la Cárcel constituyen los apuntes que Gramsci redactó en la cárcel, desde 1929 hasta 1935, es decir, dos años después del arresto, cuando, tras el proceso, logró tener un poco más de calma, y antes que su enfermedad se agravara a tal punto de llevarlo, en los dos últimos años, a la imposibilidad de trabajar. En estos escritos Gramsci abarca una serie de temas, desarrollándolos simultáneamente, en una serie de cuadernos. Subraya el carácter provisorio, de dichos apuntes y notas. Como tales son leídos, no como textos destinados a la publicación, sino como una primera base de la investigación que Gramsci se proponía conducir, pensando en una obra que estuviese destinada a durar für ewig [para la eternidad].


Esta obra no fue cumplida, y Gramsci no suponía que, en realidad, la obra destinada a permanecer "por siempre" era precisamente aquellas notas, los Cuadernos. ¿Cuáles son las líneas que guían la investigación de los Cuadernos? Las líneas son varias: la relación entre cultura y pueblo, el proceso de formación del Estado italiano, la historia de los intelectuales italianos y sus relaciones con las masas. Están planteados problemas teóricos, pero es interesante observar cómo estos problemas aparecen siempre íntimamente ligados al análisis del proceso histórico y emergen de él. Aparecen planteados siempre no en abstracto, sino en concreto, con el fin de un objetivo político preciso. En todo el análisis que Gramsci lleva a cabo, encuentro la presencia de un hilo rojo que le guía y está presente en todos los Cuadernos. Esta constante es, me parece, el problema de la hegemonía, en el sentido de que todos los análisis de los procesos histórico-sociales, trátese de la formación de los intelectuales o la del Estado unitario italiano, trátese de la literatura italiana y de sus relaciones con el pueblo, se retrotraen y enlazan con la cuestión de la hegemonía: cómo se efectúa la hegemonía de una clase, cómo debe desenvolverse el proceso que conduce a la hegemonía del proletariado, cuál es el modo específico en que se plantean los problemas de la hegemonía del proletariado, y, en particular, el problema de la hegemonía del proletariado en Italia, en la situación italiana específica. Hay, por cierto, una gran analogía de mentalidad y de método entre Gramsci y Lenin; existe en Gramsci el mismo sentido de lo histórico específico que es propio de Lenin; el sentido de la concreción del proceso, de la importancia del sujeto histórico, del partido, de la conciencia de clase, de la iniciativa política y de la teoría revolucionaria. Ciertamente, Lenin es una figura de relieve internacional, sobre todo desde 1914 en adelante, cuando enfrenta y plantea los problemas del movimiento obrero internacional y no sólo del ruso; Gramsci en cambio, está empeñado en traducir al italiano, por así decirlo, en sumergir en la historia italiana el pensamiento de Lenin y de Marx. Ha desempeñado, pues, un papel fundamentalmente nacional, pero los resultados de sus indagaciones tienen un interés más general, que abarca la teoría y el desarrollo del marxismo en su conjunto. Parto del volumen que ha sido titulado El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, porque en él el concepto de hegemonía está fundamentado más ampliamente que en otros, en sus bases teóricas generales.


Gramsci parte de la afirmación de que el hombre, por el solo hecho de ser hombre, de poseer por consiguiente un lenguaje, de participar del sentido común, aunque sea en la forma más simple y popular, es filósofo. Se trata de una afirmación que se encontraba ya en Croce, pero que en Croce se planteaba en abstracto, referida al hombre en general, mientras en Gramsci está ligada a la vida cultural de las clases subordinadas, de los trabajadores, de los campesinos. Todo hombre, por el solo hecho de que habla, tiene su concepción del mundo aunque sea inconsciente o meramente acrítica, porque el lenguaje es siempre de modo embrionario una forma de concepción del mundo. 


He aquí la atención de Gramsci por los problemas del lenguaje, que se deriva de su pasión juvenil por los estudios de la lingüística. Gramsci observa que en todo hombre está presente una conciencia impuesta por el ambiente en que vive y en la cual, por lo tanto, concurren influencias diversas y contradictorias. En la conciencia del hombre, abandonada a la  spontaneidad, todavía no conciente críticamente de sí misma, coexisten influencias espirituales diferentes, elementos dispares, que se acumulan a través de estratificaciones sociales y culturales diversas. La conciencia del hombre no es otra cosa que el resultado de una relación social y ella misma es una relación social. No tenemos pues, un alma como esencia autónoma, según Aristóteles, sino la conciencia, como resultado de un proceso social. Ante la conciencia subordinada, espontánea, no unificada críticamente e ignorante de lo que ella es, el problema que se plantea --dice Gramsci-- es el de "elaborar la propia concepción del mundo de manera conciente y crítica y, por lo mismo, en vinculación con semejante trabajo intelectual, escoger la esfera de actividad, participar activamente en la elaboración de la historia del mundo, ser el guía de sí mismo y no aceptar pasiva y supinamente [recostado] la huella que se imprime sobre la propia personalidad".


Las clases subordinadas.


Las clases sociales, dominadas o subordinadas, --como él dice-- participan de una concepción del mundo que les es impuesta por las clases dominantes. Y la ideología de las clases dominantes corresponde a su función histórica y no a los intereses y a la función histórica --todavía inconsciente-- de las clases dominadas. He aquí pues la ideología de las clases, o de la clase dominante influyendo sobre las clases subordinadas, obrera y campesina, por varios canales, a través de los cuales la clase dominante construye su propia influencia espiritual, su capacidad de plasmar la conciencia de toda la colectividad, su hegemonía. Uno de estos canales es la escuela.


Sobre ella Gramsci concentra su atención. Caracteriza en la división escuela profesional y gimnasioliceo, la típica fractura de clase de la escuela italiana: la escuela profesional para los que irán a trabajar en actividades subalternas y el gimnasio-liceo para los cuadros dirigentes de la sociedad.


De donde surge su proposición de una escuela media unificada, de carácter formativo general. Otra vía intermediaria es la religión, la Iglesia. Esto explica, por ejemplo, la atención de Gramsci hacia el catecismo, considerado como un libro fundamental, elaborado con extrema sabiduría pedagógica, para imprimir precozmente a grandes masas una determinada concepción del mundo.


Otra vía para la educación es el servicio militar. La atención de Gramsci está dedicada al manual del cabo, como un libro que, al formar a los cabos, forma después a los soldados e imprime toda una mentalidad.


Su atención se dirige también a los periódicos locales, a los pequeños episodios de la cultura local, a todas la manifestaciones del folclor. Es necesario estudiar el modo como se expresa una conciencia todavía subordinada; debe considerarse el elemento de espontaneidad relativa presente en ella, porque sólo partiendo de esta conciencia elemental podemos guiar a las masas hacia una conciencia crítica.


Gramsci concede atención al cinematógrafo, que aún no estaba muy adelantado en su tiempo. Cuando en la cárcel tiene noticias del cine sonoro, inmediatamente se da cuenta de la importancia que puede asumir. Dedica atención a la radio que entonces tenía pocos años de vida, así como a las novelas de folletín. Pero, si las clases subalternas están dominadas por una ideología que les llega por múltiples conductos, obra de las clases dominantes, las necesidades efectivas, las reivindicaciones, en cierta medida espontáneas, de las clases dominadas, impulsan a estas clases a la acción, a luchas y movimientos, a un comportamiento más general que está en contradicción con la concepción del mundo en que han sido educadas. Gramsci se interroga: ¿dónde está la filosofía real, visto que se verifica esta ruptura entre la concepción, por otra parte no unificada críticamente, y la acción? La filosofía real del individuo y de la colectividad está implícita en la acción. La filosofía de cada uno está en la política de cada uno. 


Cuando hay contradicción entre la acción y la concepción del mundo que nos guía, la acción no puede ser conciente ni coherente. Será siempre una manera de actuar, por así decirlo, desarticulada, tendremos siempre estremecimientos de acción y luego estancamientos, rebeliones desesperadas y pasividad, extremismo y oportunismo. La acción coherente exige ser guiada por una concepción del mundo, por una visión unitaria y crítica de los procesos sociales. 


El problema es hacer explícita la filosofía que está implícita en la acción de cada uno y en la acción de los grupos sociales. Para lograr esto, es preciso hacer la crítica de las concepciones encubiertas de las clases subalternas, superarlas, para construir una concepción nueva, en la que se establezca la unidad entre la teoría y la práctica, entre la política y la filosofía. Unidad, aunque sea relativa, entre teoría y práctica, existe en la clase dominante. Se trata, por ciertode ver si esta unidad, en la burguesía, no es ella misma contradictoria. Pero lo que caracteriza a las clases subalternas es precisamente la falta de esta unidad entre acción y teoría. Tales clases permanecerán siendo subordinadas hasta que haya avanzado el proceso de unificación entre acción y teoría, entre política y filosofía.


Se trata, pues de elaborar una concepción nueva, que parta del sentido común, no para quedar estancada en el sentido común, sino para criticarlo, depurarlo, unificarlo y elevarlo a lo que Gramsci llama buen sentido, que es para él la visión crítica del mundo. Se percibe claramente que cuando Gramsci habla de la concepción cultural más elevada como de buen sentido, tiene una visión no aristocrática de la cultura. Se orienta por una profunda preocupación sobre las relaciones de la cultura con las grandes masas y con su manera de sentir.


"Pero en este punto se plantea el problema fundamental de toda concepción del mundo, de toda filosofía que se haya convertido en una religión", en una "fe"; es decir, que haya producido una actividad práctica y una voluntad, y que esté contenida en éstas como "premisa" teórica implícita... el problema de conservar la unidad ideológica de todo el bloque social, que precisamente es cimentado y unificado por esta ideología". La hegemonía es esto: capacidad de unificar a través de la ideología y de mantener unido un bloque social que, sin embargo, no es homogéneo, sino marcado por profundas contradicciones de clase. Una clase es hegemónica, dirigente y dominante, mientras con su acción política, ideológica, cultural, logra mantener junto a sí un grupo de fuerzas heterogéneas e impide que la contradicción existente entre estas fuerzas estalle, produciendo una crisis en la ideología dominante y conduciendo a su rechazo, el que coincide con la crisis política de la fuerza que está en el poder.


Gramsci observa cómo la hegemonía de las clases dominantes italianas, en realidad ha sido siempre parcial. Un componente, una mediación esencial de esta hegemonía es la Iglesia católica. La Iglesia católica se preocupa por mantener en un bloque único a las fuerzas dominantes y a las fuerzas subordinadas, a los intelectuales y a los hombres sencillos. La Iglesia ha logrado esto de un modo característico: utilizando dos lenguajes, dos teologías, dos ideologías: una para la gente sencilla, el catecismo y la prédica del cura párroco, y la otra para los intelectuales, a los cuales, en realidad, les consentía una teología distinta o, más exactamente, una interpretación distinta de la teología. Es preocupación constante de la Iglesia no romper esta unidad (ésta ha sido, por ejemplo, la gran función de los jesuitas como mediadores políticos) y la de reprimir a los intelectuales cuando éstos tienden a romper la unidad. La Iglesia se preocupa de que la separación entre los dos lenguajes no llegue a la ruptura, pero la Iglesia nunca se propone la tarea de elevar a los "simples" al nivel de los intelectuales, de realizar una verdadera unificación y, por tanto, de cumplir una verdadera reforma moral e intelectual. Así, el idealismo --que era el sistema de pensamiento dominante, hegemónico, en la alta cultura italiana del tiempo de Gramsci, en una medida que para los jóvenes de hoy es imposible concebir-- propuso una nueva concepción de intelectuales y para intelectuales, y Gramsci observa cómo una de las mayores debilidades de las filosofías inmanentistas en general, consiste precisamente en no haber sabido crear unidad ideológica entre los de abajo y los de arriba, en no haber conducido una verdadera reforma moral e intelectual, una verdadera, profunda transformación del modo de sentir y de actuar de las grandes masas. Tan es así que, después de haber afirmado que la religión no es más que una forma de mitología, Croce y también Gentile, en su reforma escolar, se muestran favorables a la enseñanza de la religión en la escuela, justamente porque la religión es una suerte de prefilosofía que debe dejarse a los niños y a las masas populares subalternas, en suma, aquellos que son incapaces de elevarse hasta el saber crítico, hasta la filosofía.


Es decir, la religión hace de mediadora entre la concepción superior de los grandes intelectuales y las masas populares. No se plantea como tarea elevara las clases populares al nivel de las clases dominantes, sino más bien, mantener las clases populares en posición subalterna. Por una parte está la intransigencia doctrinaria y, por otra, el compromiso político con la Iglesia católica, de parte de estos laicos "intransigentes" que son Croce y Gentile. Después apareció una forma subordinada -observa Gramsci- de relaciones con el pueblo, manifestada en la política cultural de los socialistas reformistas: las universidades populares. Pero este movimiento no obedecía a una concepción precisa; estaba inspirado en un marxismo asimilado toscamente, de manera contradictoria, deformado en el sentido positivista; era un movimiento extremadamente ecléctico. Gramsci decía que se actuaba como aquellos exploradores que dan chucherías a los salvajes para obtener en cambio pepitas de oro de ellos. En realidad, también este movimiento era incapaz de elevar efectivamente al nivel crítico la conciencia popular.




















Tomado de:
GRUPPI, Luciano (1978): El concepto de Hegemonía en Gramsci. México, Ed. Cultura Popular. pp. 7-24 y 89-111.