27 julio 2018

Humanidad y capacidad literaria. George Steiner




Humanidad y capacidad literaria

George Steiner


Al mirar atrás, el crítico ve la sombra de un eunuco. ¿Quién sería crítico si pudiera ser escritor? ¿Quién se preocuparía de calar al máximo en Dostoievski si pudiera forjar un centímetro de los Karamazov, o reprobaría la altanería de Lawrence si pudiera dar forma al huracán de El arco iris? Toda gran escritura brota de le dur désir de durer, la despiadada artimaña del espíritu contra la muerte, la esperanza de sobrepasar al tiempo con la fuerza de la creación. Brightness falls from the air: cinco palabras y un alarde sonoro que se apaga. Pero han durado tres siglos. ¿Quién querría ser crítico literario si pudiera poner los versos a cantar, o componer, a partir de su propio ser mortal, una ficción viva, un personaje perdurable? La mayoría de los hombres tiene su polvorienta supervivencia en las guías telefónicas viejas (es una suerte que se conserven en el Museo Británico); en el hecho literal de su existencia hay menos verdad y menos vida que en Falstaff o en Madame de Guermantes, sólo por imaginar a éstos.


El crítico vive de segunda mano. Escribe acerca de. Ha de dársele el poema, la novela o el drama; la crítica existe gracias al genio de otros hombres. En virtud del estilo, la crítica puede convertirse en literatura. Pero esto suele acontecer sólo cuando el escritor hace de crítico de la propia obra o de corifeo de la propia poética, cuando la crítica de Coleridge es obra acumulativa o la de T. S. Eliot divulgación. Fuera de Sainte-Beuve, ¿hay alguien que pertenezca a la literatura permanente en calidad de crítico? No es la crítica lo que hace vivir al lenguaje.


Éstas son verdades elementales (y el crítico honrado se las dice en la palidez de la madrugada). Pero corremos el peligro de olvidarlas, porque la época presente está particularmente saturada del poder y el prestigio de una crítica autónoma. Las revistas críticas desatan un diluvio de comentarios o de exégesis; en Norteamérica hay escuelas en las que se enseña crítica. El crítico existe en cuanto personaje por derecho propio; sus admoniciones y sus querellas desempeñan un papel público. Los críticos escriben sobre los críticos, y el joven brillante, en lugar de considerar la crítica como una derrota, como un reconocimiento gradual, deprimente, de los modestos ingredientes de su propio talento, la considera una profesión de gran tono. Esto podría ser casi gracioso; pero tiene un efecto corrosivo. Como nunca antes, el estudiante y la persona interesada por la literatura lee comentarios y críticas de libros más que los propios libros, o antes de esforzarse por formarse un juicio personal. La aseveración del doctor Leavis sobre la madurez y la inteligencia de George Eliot es hoy moneda corriente en la actual sensibilidad. ¿Cuántos de quienes le hacen eco han leído efectivamente Felix Holt o Daniel Deronda? El ensayo del señor Eliot sobre Dante es un lugar común dentro de la cultura literaria; la Commedia es conocida, si acaso, por algunos fragmentos breves (Infierno XXVI o el famélico Ugolino). El verdadero crítico es un criado del poeta; hoy actúa como si fuera el amo, o se le toma como tal. Omite la última, la más importante lección de Zaratustra: «Ahora, prescindid de mí».


Hace precisamente cien años, Matthew Arnold percibió una amplitud y un relieve similares en el pulso crítico. Reconoció que este pulso era secundario respecto al del escritor, que el goce y la importancia de la creación eran de un orden radicalmente superior. Pero consideró el período de bullicio crítico como preludio necesario de una nueva edad poética. Nosotros llegamos después, y ése es el punto neurálgico de nuestra situación; después de la ruina sin precedentes de los valores y las esperanzas humanos a causa de la bestialidad política de nuestra época.


Esa ruina es el punto de partida de cualquier reflexión seria sobre la literatura y sobre el lugar de la literatura en la sociedad. La literatura se ocupa esencial y continuamente de la imagen del hombre, de la conformación y los motivos de la conducta humana. No podemos actuar hoy, ya sea en cuanto críticos o tan sólo en cuanto seres racionales, como si no hubiera ocurrido nada que haya afectado vitalmente a nuestro sentido de la posibilidad humana, como si el exterminio por el hambre o por la violencia de unos setenta millones de hombres, mujeres y niños en Europa y en Rusia, entre 1914 y 1945, no hubiera alterado, profundamente, la cualidad de nuestra conciencia. No podemos fingir que Belsen nada tiene que ver con la vida responsable de la imaginación. Lo que el hombre ha hecho al hombre, en una época muy reciente, ha afectado a la materia prima del escritor —la suma y la potencialidad del comportamiento humano— y oprime su cerebro con unas tinieblas nuevas.


Además, pone en cuestión el concepto primario de una cultura literaria, humanista. El extremo último de la barbarie política surgió del meollo de Europa. Dos siglos después de que Voltaire hubiera proclamado su final, la tortura volvió a ser un procedimiento normal de acción política. No es sólo que la difusión general de valores literarios, culturales, no pusiera freno alguno al totalitarismo; sino también que en ciertos casos notables los santos lugares de la enseñanza y del arte humanista acogieron y ayudaron efectivamente al terror nuevo. La barbarie prevaleció en la tierra misma del humanismo cristiano, de la cultura renacentista y del racionalismo clásico. Sabemos que algunos de los hombres que concibieron y administraron Auschwitz habían sido educados para leer a Shakespeare y a Goethe, y que no dejaron de leerlos.


Esto es de obvia y alarmante importancia para el estudio y la enseñanza de la literatura. Nos obliga a preguntarnos si el conocimiento de lo mejor que se ha dicho y pensado amplía y depura, como sostenía Matthew Arnold, los recursos del espíritu humano. Nos fuerza a interrogarnos acerca de si lo que el doctor Leavis ha denominado «lo fundamental humano», logra, en efecto, educar para la acción humana, o si no existen, entre el orden de conciencia moral desarrollada en el estudio de la literatura y el que se requiere para la práctica social y política, una brecha o un antagonismo vastos. Esta última posibilidad es particularmente inquietante. Hay ciertos indicios de que una adhesión metódica, persistente, a la vida de la palabra impresa, una capacidad para identificarse profunda y críticamente con personajes o sentimientos imaginarios, frena la inmediatez, el lado conflictivo de las circunstancias reales. Llegamos a responder con más entusiasmo a la tristeza literaria que al infortunio del vecino. De esto también las épocas recientes suministran indicaciones brutales. Hombres que lloraban con Werther o con Chopin se movían, sin darse cuenta, en un infierno material.


Esto significa que quienquiera que enseñe o interprete literatura —y los dos ejercicios buscan construir para el escritor un cuerpo de respuesta viva, capaz de discernir— debe preguntarse qué pretende (dirigir, guiar a alguien a través de Lear o de La Orestíada equivale a tomar en nuestras manos los resortes de su ser). Los supuestos del valor de la cultura humanística en relación con la percepción moral del individuo y de la sociedad eran evidentes de por sí para Johnson, Coleridge o Arnold. Hoy están en duda. Debemos alimentar la sospecha de que el estudio y la transmisión de la literatura tengan sólo un significado marginal, sean apenas un lujo apasionado, como la conservación de lo antiguo. O, en el peor de los casos, que distraigan de utilizaciones más responsables y más acuciantes el tiempo y la energía del espíritu. No creo que ninguna de las dos posibilidades sea cierta. Pero la pregunta debe plantearse y profundizarse sin remilgos. Nada más lamentable, en lo que concierne al estado actual de los estudios ingleses en las universidades, que semejante interrogación pueda considerarse exótica o subversiva. Esto es esencial.


De aquí surge la fuerza de los postulados de las ciencias naturales. Al señalar sus criterios de verificación empírica y su tradición de trabajo colectivo (en contraste con la arbitrariedad y el egoísmo aparentes del método literario), los científicos se han sentido tentados a proclamar que sus métodos y sus concepciones están ahora en el centro de la civilización, que la antigua primacía del discurso poético y de la imagen metafísica ha terminado. Y aunque las pruebas no sean concluyentes, parece plausible que dentro de la masa de talento disponible sean muchos, y muchos de los mejores, los que se han vuelto hacia la ciencia. En el quattrocento habríamos deseado conocer a los pintores; hoy, el sentimiento de fruición inspirada, de la mente entregada a un juego libre, sin recelos, pertenecen al físico, al bioquímico y al matemático.


Pero no debemos engañarnos. Las ciencias enriquecerán el lenguaje y los recursos de la sensibilidad (como lo mostró Thomas Mann en Felix Krull, de la astrofísica y de la microbiología habremos de extraer nuestros mitos futuros, los términos de nuestras metáforas). Las ciencias remoldearán nuestro entorno y el contexto de ocio o de subsistencia donde la cultura sea viable. Pero aunque sea inextinguible su fascinación y frecuente su belleza, las ciencias naturales y matemáticas rara vez poseen un interés definitivo. Me refiero a que poco han aportado a nuestro conocimiento o a nuestro gobierno de la posibilidad humana, a que puede demostrarse que hay más profundidad humana en Homero, Shakespeare o Dostoievski que en la totalidad de la neurología o de la estadística. Ningún descubrimiento de la genética mengua o sobrepasa lo que Proust sabía acerca del hechizo y las obsesiones parentales; cada vez que Otelo nos recuerda el orín del rocío en la espada brillante experimentamos más de la realidad sensitiva, transitoria, en que nuestras vidas deben transcurrir, de lo que pueden transmitirnos el contenido o la ambición de la física. Ninguna sociometría de los motivos o las tácticas políticas puede competir con Stendhal.


Y es precisamente la «objetividad», la neutralidad moral en que las ciencias se regocijan y con que logran sus brillantes esfuerzos comunes, lo que las priva de tener una relevancia definitiva. La ciencia puede haber suministrado instrumentos y animado con demenciales pretensiones de racionalidad a los que concibieron los asesinatos en masa. En cambio casi nada nos dice sobre sus motivos, tema acerca del cual valdría la pena oír a Esquilo o a Dante. Tampoco, a juzgar por las ingenuas declaraciones políticas de nuestros actuales alquimistas, puede hacer mucho para conseguir que el futuro sea menos vulnerable a lo inhumano. Las luces que poseemos sobre nuestra esencial, acendrada condición, son todavía las que el poeta nos refleja.


Pero no cabe duda de que en muchas partes el espejo está agrietado o empañado. La característica dominante de la actual escena literaria es la supremacía de la «no ficción» —reportaje, historia, polémica filosófica, biografía, ensayo crítico— sobre las formas imaginativas tradicionales. La mayoría de las novelas, poemas y obras de teatro producidos en los últimos dos decenios no están, sencillamente, tan bien escritas, tan vigorosamente sentidas como otras modalidades de la escritura en las que la imaginación obedece al impulso de los hechos. Las memorias de madame De Beauvoir son lo que hubieran debido ser sus novelas, maravillas de inmediatez física y psicológica; Edmund Wilson escribe la mejor prosa norteamericana; ninguna de las novelas o poemas que han acometido el tema horrible de los campos de concentración es comparable con la veracidad, con la recatada misericordia poética del análisis factual de Bruno Bettelheim en El corazón bien informado. Es como si la complicación, el ritmo y la enormidad política de nuestra época hubieran aturdido y repelido la confiada imaginación de los maestros constructores de la literatura clásica y de la novela del siglo XIX. Una novela de Butor y El almuerzo desnudo son evasiones. El soslayar la gran nota humana, o la irrisión de esta nota mediante la fantasía erótica o sádica, apuntan al mismo fracaso creador. Monsieur Beckett, con su indomeñable lógica irlandesa, se dirige hacia una forma de drama en la que un personaje, amordazado y con los pies aprisionados en el cemento, se queda mirando al auditorio sin decir palabra. La imaginación ha consumido ya su ración de horrores y de esas trivialidades sin rodeos con que suele expresarse el horror moderno. Con raros precedentes, el poeta siente la tentación del silencio.


Justamente en este contexto de privación y de incertidumbre la crítica ocupa un lugar modesto pero vital. Su función, creo, es triple.


Primero, debe enseñarnos qué debe releerse y cómo. Obviamente, es inmensa la cantidad de literatura, y constante el acoso de lo nuevo. Hay que elegir, y en esa elección la crítica tiene su utilidad. Esto no significa que deba asumir el papel del hado y señalar un puñado de autores o de libros como la única tradición válida, con exclusión de los demás (la característica de la buena crítica es que son más los libros que abre que los que cierra). Significa que de la vasta, intrincada herencia del pasado la crítica traerá a la luz y promoverá aquello que habla al presente de un modo especialmente directo y apremiante.


Esta es la distinción correcta entre el crítico y el historiador de la literatura o el filólogo. Para estos últimos el texto tiene una valía intrínseca; posee una fascinación histórica o lingüística independiente de un alcance más amplio. Por más que se valga de la autoridad del erudito con respecto al significado primario y a la integridad de la obra, el crítico debe elegir. Y su preferencia debe ir hacia lo que puede entrar en diálogo con los vivos.


Cada generación hace su elección. Hay poesía permanente pero no crítica permanente. A Tennyson le llegará su día y Donne tendrá su eclipse. O para dar un ejemplo menos sujeto a la moda: antes de la guerra, en los lycées franceses donde me eduqué, era un tópico considerar a Virgilio como un imitador de Homero, recargado e insípido. Cualquier muchacho lo decía con calma convicción. Con el desastre, y con la rutina de la fuga y del exilio, esta opinión cambió radicalmente. Virgilio empezó a verse como el testigo más maduro, como el más necesario (la maliciosa lección de la Ilíada de Simone Weil y La muerte de Virgilio de Hermann Broch forman parte de esa revaluación). El tiempo, tanto el histórico como el de la vida personal, altera nuestra opinión sobre una obra o un repertorio artístico. Hay, perceptiblemente, una poesía de la juventud y una prosa de la madurez. Debido a que su fanfarria sobre el futuro dorado contrasta, irónicamente, con nuestra experiencia real, los románticos han quedado desfasados. El siglo XVI y el primer XVII, aunque su lenguaje suela ser remoto e intrincado, parecen estar más cerca de nuestro discurso. La crítica puede hacer que estos cambios originados en la necesidad sean fructíferos y lúcidos. Puede conjurar del pasado lo que el genio del presente necesita para su apoyo (la mejor prosa francesa del momento tiene tras de sí la fibra de Diderot). Y puede recordarnos que las alternativas de nuestro juicio no son ni axiomáticas ni de perdurable validez. El gran crítico sabrá intuir; escudriñará el horizonte y preparará el contexto para el reconocimiento futuro. A veces escucha el eco cuando se ha olvidado la voz o antes de que se haya oído. Fueron ellos los que sintieron, en los años veinte, que se acercaba el tiempo de Blake y de Kierkegaard, o los que atisbaron, diez años después, la verdad general dentro de la pesadilla particular de Kafka. No se trata de escoger ganadores; se trata de saber que la obra de arte está en una relación compleja, provisional, con el tiempo.


Segundo, la crítica puede establecer vínculos. En una época en que la rapidez de la comunicación técnica sirve de hecho para ocultar tercas barreras ideológicas y políticas, el crítico puede actuar de intermediario y guardián. Parte de su cometido es constatar que un régimen político no puede imponer el olvido o la distorsión a la obra de un escritor, que la ceniza de los libros quemados se conserva y se descifra.


Así como trata de entablar el diálogo entre el pasado y el presente, del mismo modo el crítico procurará que se mantengan abiertas las líneas de contacto entre los idiomas. La crítica amplía y complica el mapa de la sensibilidad. Insiste en que la literatura no vive aislada sino dentro de una multiplicidad de contactos lingüísticos y nacionales. Se deleita en la afinidad y en el largo alcance del ejemplo. Sabe que las incitaciones de un talento o una obra poética superiores se desparraman de acuerdo con normas intrincadas de difusión. Trabaja a l’enseigne de Saint Jérôme, sabiendo que no hay equivalencias exactas entre idiomas sino sólo traiciones, pero que el intento de traducir es una necesidad constante si el poema ha de conseguir su plenitud de vida. Tanto el crítico como el traductor se esfuerzan por comunicar un descubrimiento.


En la práctica, esto significa que la literatura debe enseñarse e interpretarse de manera comparativa. Carecer de una familiaridad directa con la épica italiana cuando se juzga a Spenser, evaluar a Pope sin conocer a fondo a Boileau, considerar los hallazgos de la novela victoriana o de James sin tener en cuenta a Balzac, Stendhal, Flaubert, es una lectura superficial o falsa. El feudalismo académico es el que traza rígidas líneas divisorias entre el estudio del inglés y el de las lenguas modernas. ¿No es el inglés un idioma moderno, vulnerable y elástico, en todos los momentos de su historia, ante el empuje de los idiomas vernáculos europeos y de la tradición europea de la retórica y del género? Pero la cuestión va más allá de la disciplina académica. El crítico que afirma que un hombre sólo puede conocer bien un solo idioma, que la herencia poética nacional o la tradición novelística del terruño son las únicas válidas o supremas, está cerrando puertas donde debiera abrirlas, está estrechando las miras cuando debiera plantearse el sentido de una realización, grande y común. El chovinismo ha sido una peste en política; no tiene sitio dentro de la literatura. El crítico (y una vez más difiere en esto del escritor) no puede permanecer en su propia torre de marfil.


La tercera función de la crítica es la más importante. Se refiere al juicio de la literatura contemporánea. Hay una distinción entre contemporáneo e inmediato. Lo inmediato acosa al comentarista. Pero es evidente que el crítico tiene una responsabilidad especial ante el arte de su propia época. Debe preguntarse no sólo si tal arte constituye un adelanto o un refinamiento técnicos, si añade un giro estilístico o si juega astutamente con la sensibilidad del momento, sino también por lo que contribuye o lo que sustrae a las menguadas reservas de la inteligencia moral. ¿Qué medida del hombre propone esta obra? La cuestión no es fácil de plantear ni puede enunciarse con tacto infalible. Pero la nuestra no es una época corriente. Se esfuerza bajo la tensión de lo inhumano, experimentada en una escala de magnitud y de horror singulares; y no está lejos la posibilidad de la catástrofe. Sería extraordinario permitirse el lujo de guardar distancias, pero es imposible.


Esto nos llevaría, por ejemplo, a preguntarnos si la inteligencia de Tennessee Williams se está utilizando para proporcionarnos un sadismo chillón, SÍ el virtuosismo rococó de Salinger sustenta una opinión absurdamente comedida y enervante de la existencia humana. Nos llevaría a preguntarnos si la trivialidad del teatro de Camus y de todas sus novelas, salvo la primera, no denotan la insistente vaguedad, el ademán estatuario pero vacío de su pensamiento. Preguntar, no zaherir o censurar. La distinción tiene una inmensa importancia. La pregunta sólo puede ser fructífera cuando el acceso a la obra es totalmente libre, cuando el crítico aguarda con honradez la desavenencia y la contradicción. Además, la pregunta que el policía o el censor dirigen al escritor, el crítico se la formula sólo al libro.


A lo que me he estado encaminando todo el tiempo es a la noción de la capacidad literaria humana. En esa gran polémica con los muertos vivos que llamamos lectura, nuestro papel no es pasivo. Cuando es algo más que fantaseo o un apetito indiferente emanado del tedio, la lectura es un modo de acción. Conjuramos la presencia, la voz del libro. Le permitimos la entrada, aunque no sin cautela, a nuestra más honda intimidad. Un gran poema, una novela clásica nos asedian; asaltan y ocupan las fortalezas de nuestra conciencia. Ejercen un extraño, contundente señorío sobre nuestra imaginación y nuestros deseos, sobre nuestras ambiciones y nuestros sueños más secretos. Los hombres que queman libros saben lo que hacen. El artista es la fuerza incontrolable: ningún ojo occidental, después de Van Gogh, puede mirar un ciprés sin advertir en él el comienzo de la llamarada.


Así, y en una medida suprema, ocurre con la literatura. Alguien que haya leído el canto XXIV de la Ilíada —el encuentro nocturno de Príamo y Aquiles— o el capítulo en que Aliosha Karamazov se arrodilla ante las estrellas, que haya leído el capítulo XX de Montaigne (Que philosopher c’est apprendre l’art de mourir) y el empleo que de éste hace Hamlet y que no se inmute, cuya aprehensión de su propia vida permanezca inalterable, que de alguna manera sutil pero radical no mire de modo distinto el cuarto en que se mueve o al que llama a su puerta, éste ha leído sólo con la ceguera de la mirada física. ¿Pueden leerse Ana Karenina o a Proust sin experimentar una flaqueza o una dimensión nuevas en el centro mismo de nuestra sensibilidad sexual?


Leer bien significa arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos. En las primeras etapas de la epilepsia se presenta un sueño característico; Dostoievski habla de él. De alguna forma nos sentimos liberados del propio cuerpo; al mirar hacia atrás, nos vemos y sentimos un terror súbito, enloquecedor; otra presencia está introduciéndose en nuestra persona y no hay camino de vuelta. Al sentir tal terror la mente ansia un brusco despertar. Así debería ser cuando tomamos en nuestras manos una gran obra de literatura o de filosofía, de imaginación o de doctrina. Puede llegar a poseernos tan completamente que, durante un tiempo, nos tengamos miedo, nos reconozcamos imperfectamente. Quien haya leído La metamorfosis de Kafka y pueda mirarse impávido al espejo será capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un analfabeto en el único sentido que cuenta.


Como la comunidad de valores tradicionales está hecha añicos, como las palabras mismas han sido retorcidas y rebajadas, como las formas clásicas de afirmación y de metáfora están cediendo el paso a modalidades complejas, de transición, hay que reconstruir el arte de la lectura, la verdadera capacidad literaria. La labor de la crítica literaria es ayudarnos a leer como seres humanos íntegros, mediante el ejemplo de la precisión, del pavor y del deleite. Comparada con el acto de creación, ésta es una tarea secundaria. Pero nunca ha representado tanto. Sin ella, es posible que la misma creación se hunda en el silencio.





















Tomado de:
STEINER, George (2003): Lenguaje y silencio. Ensayos sobre literatura, el lenguaje y lo inhumano. Barcelona, Gedisa, pp. 19-27.

06 julio 2018

Los modos de hablar revelan diferentes clases sociales. Peter Burke




Los modos de hablar revelan
 diferentes clases sociales

Peter Burke


Se ha criticado el concepto de "comunidad lingüística" pues la expresión supone un consenso social e ignora los conflictos y la subordinación. Ignorar conflictos sociales y lingüísticos sería ciertamente un error, pero rechazar la idea de comunidad es ir seguramente demasiado lejos. Después de todo, solidaridad y conflictos son las caras opuestas de una misma moneda. Los grupos se definen a sí mismos y forjan solidaridades en el curso de un conflicto con otros grupos. De ahí que la validez de esta crítica de la idea de comunidad lingüística depende de la manera en se use ese concepto.


Los sociolingüistas han empleado la idea de la variedad en el lenguaje para llegar a cuatro puntos o conclusiones sobre la relación entre las lenguas y las sociedades en que ellas se hablan o se escriben. Dichos puntos son: a) Diferentes grupos sociales usan diferentes variedades de lengua; b) Los mismos individuos emplean diferentes variedades de lengua en diferentes situaciones; c) La lengua refleja la sociedad o la cultura en la que se la usa; d) La lengua modela la sociedad en la que se la usa.


Diferentes grupos sociales usan diferentes variedades de lengua.


Los dialectos regionales quizá sean el ejemplo más evidente de variedades, que no sólo revelan diferencias entre comunidades, sino que también -por lo menos en ocasiones- expresan la conciencia de esas diferencias o el orgullo que ellas causan. Lo que los lingüistas llaman la "lealtad a la lengua", por lo menos de los que Benedict Anderson ha llamado una "comunidad imaginada". Sin embargo, un habla común puede coexistir con profundos conflictos sociales. Un acento distintivo une a católicos y protestantes de la Irlanda del Norte y a negros y blancos de Sudáfrica o de América del Sur.


Algunas otras variedades de lenguaje, basadas en las ocupaciones, los sexos, la religión y otras actividades que pueden ir desde el fútbol hasta las finanzas, se conocen como "dialectos sociales", "sociolectos"o "lenguas especiales". El lenguaje secreto de mendigos y ladrones profesionales despertaron el interés de autores en época relativamente temprana y comenzaron a aparecer guías publicadas a partir del siglo XVI.


El lenguaje de las mujeres fue y es diferente del de los hombres en una serie de aspectos. En varias sociedades estas diferencias comprenden cierta predilección por los eufemismos y por los adjetivos con carga emotiva, una retórica de la vacilación y de la alusión y un estricto atenerse a las formas "correctas". Las mujeres no sólo hablan de manera diferente de la de los hombres, sino que en muchos lugares se les ha enseñado a hablar diferentemente, a expresar su subordinación social en una variedad lingüística vacilante que expresa "impotencia". Le entonación, así como el vocabulario y la sintaxis del lenguaje de las mujeres están influidos por lo que ellas creen que los hombres desean oírles decir. Hasta la señora Thatcher se plegó a esta convención cuando, siendo primera ministra, tomó lecciones de elocución a fin de disminuir el volumen de su voz.


Las mediciones estadísticas muestras que los hombres hablan en voz más alta y más frecuentemente que las mujeres, que suelen interrumpir, imponer sus puntos de vista y hacerse cargo de la conversación y son más inclinados a amedrentar mediante gritos a los demás. Las mujeres tienden a sonreír obligadamente, a excusarse o, cuando dan en excesos de seguridad, intentan imitar a los hombres y superarlos. Por otra parte, las mujeres emplean estrategias indirectas, como las que practican el arte de hacer a sus maridos "preguntas insignificantes y discretas". 


Asimismo, verdades distintivas de lengua fueron a menudo la marca de minorías religiosas. En un estudio pionero, el historiador holandés Josef Schrijnen observaba que los primeros cristianos, lo mismo que los abogados, los soldados, los banqueros y otros grupos sociales empleaban una variedad de latín que expresaba su solidaridad. Los cristianos acuñaron nuevos términos, como por ejemplo baptizare o usaron antiguos términos como carnalis en un nuevo sentido, y así crearon una "ceñida comunidad lingüística" que expresaba la fuerte solidaridad de un grupo perseguido.


En la Inglaterra de fines de la Edad Media, los herejes conocidos como lolardos elaboraron, según parece, un vocabulario distintivo. A principios de los tiempos modernos, se suponía que los puritanos se reconocían por su pronunciación nasal, así como por la frecuencia con que usaban términos tales como "puro", "celo"o "carnal", una costumbre parodiada en una pieza de Ben Jonson, Bartholomew Fair. Los cuáqueros se distinguían no sólo porque insistían en emplear el familiar pronombre "tú" para dirigirse a cualquiera, sino también porque se negaban a usar ciertas palabras comunes como "iglesia", para no mencionar su especial proclividad por el silencio en reuniones destinadas a la oración.


En otras partes de Europa, algunas minorías religiosas se reconocían también por su modo de hablar. Según el autor italiano del Siglo XVI, Stefano Guazzo, los calvinistas franceses o hugonotes podían reconocerse por el tono de voz, tan mansa que resultaba apenas audible, como si estuvieran agonizando. Su habla estaba plagada de frases bíblicas, por lo cual irreverentemente se la conocía como "el dialecto de la Tierra Prometida" Según el crítico de fines de siglo XVIII, F. A. Weckherlin, el típico pietista alemán "es lloroso o gime o suspira suave y dulcemente"; además emplea un vocabulario distintivo con adjetivos favoritos como liebe o giors como "la plenitud del corazón".


Variedades lingüísticas están relacionadas también con la clase social. Dada la reputación del inglés en semejantes cuestiones, no nos sorprende descubrir que la discusión más conocida sobre este tema se refiere a las formas llamadas "U" y "no U" del inglés. fue el lingüista Alan Ross quien acuñó el término "U" para designar el lenguaje de las clases altas británicas y "no U", para designar el lenguaje de las demás clases. Explicaba este lingüista, que looking-glass (espejo) era "U", en tanto que note-paper (papel de notas) era "no U"; que napkin (servilleta) era "U" y que serviette era "no U", etc.


Esta discusión parece haber suscitado considerable inquietud, por lo menos en Gran Bretaña, y una generación después cuando va la disputa ha pasado a la historia, podría valer la pena investigar si los usos lingüísticos cambiaron en algunos círculos. Sin embargo, parejas tales de términos no eran nuevas en el uso inglés. En 1907, una autora que escribía sobre etiqueta, Iady Grove, ya recomendaba que uno debería decir looking-glass en vez de mirror y napkin en vez de serviette. En todo caso, si bien se cree que estas parejas de términos reflejan una obsesión peculiarmente inglesa por las clases, las distinciones de esta género tienen paralelos en otras partes del mundo.


En Filadelfia y en un década de 1940, por ejemplo, era "U" referirse a la ·casa" y a los muebles de uno pero era "no U" llamarlos "hogar y moviliario"; era "U" decir que uno "sentía malestar", pero "no U" decir que se sentía "enfermo". Análogamente, Emily Post recomendaba a sus lectores que no dijeran nunca que tenían un "hogar elegante", sino que lo llamaran una "bonita casa". Mucho antes, en la Dinamarca del siglo XVIII, el dramaturgo Ludvig Holberg presenta en escena un personaje en su Erasmus Montanus que hace un comentario sobre la manera en que cambiaba el lenguaje para reflejar algunas aspiraciones o pretensiones de la gente. "En mi juventud aquí la gente hablaba de manera diferente de lo que lo hace ahora; cuando hoy se habla de un "lacayo" la gente de antes decía "un muchacho"; un "músico" se llamaba "un ejecutante" y "un secretario", "un escribiente". Unas generaciones antes, en la Francia del siglo XVII, Francois de Callières, que luego llegó a ser secretario privado de Luis XIV, escribió un diálogo titulado Mots à la mode (1693), en el que señalaba diferencias entre lo que él llamaba "estilos burgueses de hablar y formas características de la aristocracia". Una de las participantes, la marquesa, se declara incapaz de soportar a una señora burguesa que llama a su cónyuge mon époux, en lugar de decir mon mari, de manera que los modos de hablar revelan "diferentes clases sociales".

   
Y ya antes, en la Italia del siglo XVI, en autor Pietro Aretino, que rechazaba el purismo lingüístico de Pietro Bembo y otros humanistas por considerarlo artificial, poco natural, se burlaba al presentar en uno de sus diálogos a una mujer de baja condición social y elevadas pretensiones que pensaba que ventana debía llamarse balcone y no finestra, como era lo corriente; que era apropiado decir viso para la cara, pero impropio (o sea "no U") deir faccia. La broma de Aretino habría habría tenido poco seriamente en cuenta la cuestión. En el mismo medio, los cortesanos parecen haber afectado una forma especia de pronunciación, un arrastrar las palabras criticado por uno de los interlocutores del famoso El cortesano, pues significaba hablar "de manera tan lánguida que parecían a punto de rendir el alma".


No sólo en el Occidente las variedades lingüísticas simbolizan posición social. En Java, por ejemplo, la élite tiene su propio dialecto, (o sociolecto), el alto javanés, que se distingue no sólo por su vocabulario sino también por su gramática y sintaxis. Entre los wolof del Africa Occidental, el acento o, más exactamente, el tono, es un indicador social. Los nobles nobles hablan en voz tranquila y baja, como si no necesitaran hacer ningún esfuerzo para captar la atención de sus oyentes, en tanto que la gente común habla a grandes voces y gritos. Análogamente, un autor isabelino que escribía sobre el inglés, aconsejaba a sus lectores que al hablar a un príncipe la voz debe ser baja y no alta ni estridente, pues aquélla es un signo de humildad y la otra manifiesta demasiada audacia y presunción. El paralelo con la voz baja que los hombres isabelinos preferían oír es sus mujeres es ciertamente evidente.


Desde el punto de vista de un historiador es importante observar que los símbolos lingüísticos de estatus están sujetos a cambios con el correr del tiempo. En Gran Bretaña, a diferencia de muchas partes de Europa, los acentos regionales fueron durante un par de siglos "no U". Sin embargo esto no siempre fue así. En la corte de la reina Isabel, sir Walter Ralegh hablaba, según se decía, con un fuerte acento de Devonshire que no lo perjudicó en su carrera y el doctor Johnson, ese árbitro del inglés correcto, hablaba con acento Staffordshire.


De esta propensión al cambio no se sigue que el simbolismo social de las variedades de lengua sea completamente arbitrario. El sociólogo norteamericano Thorstein Veblen expuso la fascinante sugerencia de que las maneras de hablar de una clase alta (o clase ociosa, como él dice) eran necesariamente "engorrosas y anticuadas" porque esos usos implicaban malgastar el tiempo y, por tanto, quienes hablaban de ese modo estaban exentos "de la necesidad de un discurso directo y eficaz". El ejemplo del pueblo wolof, que acabamos de citar, parece ilustrar bien este punto y a los historiadores no les será difícil reunir muchos ejemplos que presten apoyo a esta hipótesis. Unos sesenta años después de Veblen la idea de éste sobre los necesarios vínculos entre variedades de lenguaje y grupos sociales que los emplean fue fortalecida por otro sociólogo, Basil Bernstein, cuyas opiniones suscitaron considerable controversia.


Al estudiar el lenguaje de los alumno de algunas escuelas londinenses durante la década de 1950, Bernstein distinguió dos variedades principales (o como él las llamó, "códigos"), el código elaborado y el código restringido. El código restringido emplea expresiones concretas y dejan implícitas las significaciones que deben inferirse  del contexto. En cambio, el código elaborado es abstracto, explícito e independiente del contexto. Bernstein explicaba la diferencia atendiendo a dos estilos distintos de la crianza de los niños, estilos asociados a dos tipos de familia y dos clases sociales. En términos generales, el código elaborado es el código de la clase media, en tanto que el código restringido es el de las clase obreras.


Originalmente imaginado para explicar que en general los hijos de la clase obrera no logran obtener buenas notas en los exámenes de la escuela, la teoría de Bernstein tiene implicaciones mucha más amplias, especialmente en lo tocante a la relación entre lengua y pensamiento, investigada por Whorf y otros. Desde el punto de vista de un historiador de las mentalidades, existen inquietantes similitudes entre los dos códigos y los contrastes que tan a menudo se han establecido entre los estilo de pensamiento que se han llamado pensamiento "primitivo" y pensamiento "civilizado", "tradicional" y "moderno", "prelógico" y "lógico" o (a mi juicio, más convenientemente) "oral" y "letrado" o escrito.


Las observaciones de Bernstein sobre los niños ingleses provocaron una tormenta de críticas que, por ejemplo, señalaban que este autor había sugerido que los individuos son prisioneros del código que usan y que había hecho hincapié en las debilidades del código de la clase obrera, mientras ponía el acento en los rasgos positivos del código de la clase media. Algunas de estas críticas ciertamente dan en el blanco. Así todo, las hipótesis de Bernstein sobre los modos en se adquieren en la niñez estilos de habla y estilos de pensamiento resultan sumamente estimulantes y sugestivas.
























Tomado de:
BURKE, Peter (2001): Hablar y callar. Funciones sociales del lenguaje a través de la historia. Barcelona, Gedisa, pp.18-25