23 diciembre 2013

La utilidad de lo inútil. Nuccio Ordine





La utilidad de lo inútil

Nuccio Ordine


El oxímoron evocado por el título La utilidad de lo inútil merece una aclaración. La paradójica utilidad a la que me refiero no es la misma en cuyo nombre se consideran inútiles los saberes humanísticos y, más en general, todos los saberes que no producen beneficios. En una acepción muy distinta y mucho más amplia, he querido poner en el centro de mis reflexiones la idea de utilidad de aquellos saberes cuyo valor esencial es del todo ajeno a cualquier finalidad utilitarista. Existen saberes que son fines por sí mismos y que—precisamente por su naturaleza gratuita y desinteresada, alejada de todo vínculo práctico y comercial—pueden ejercer un papel fundamental en el cultivo del espíritu y en el desarrollo civil y cultural de la humanidad. En este contexto, considero útil todo aquello que nos ayuda a hacernos mejores.


Pero la lógica del beneficio mina por la base las instituciones (escuelas, universidades, centros de investigación, laboratorios, museos, bibliotecas, archivos) y las disciplinas (humanísticas y científicas) cuyo valor debería coincidir con el saber en sí, independientemente de la capacidad de producir ganancias inmediatas o beneficios prácticos. Es cierto que con mucha frecuencia los museos o los yacimientos arqueológicos pueden ser también fuentes de extraordinarios ingresos. Pero su existencia, contrariamente a lo que algunos querrían hacernos creer, no puede subordinarse al éxito económico: la vida de un museo o una excavación arqueológica, como la de un archivo o una biblioteca, es un tesoro que la colectividad debe preservar con celo a toda costa. Por este motivo no es cierto que en tiempos de crisis económica todo esté permitido. De igual manera, por las mismas razones, no es cierto que las oscilaciones de la prima de riesgo puedan justificar la sistemática destrucción de cuanto se considera inútil por medio del rodillo de la inflexibilidad y el recorte lineal del gasto. Hoy en día Europa se asemeja a un teatro en cuyo escenario se exhiben cotidianamente sobre todo acreedores y deudores. No hay reunión política o cumbre de las altas finanzas en la que la obsesión por los presupuestos no constituya el único punto del orden del día.


En un remolino que gira sobre sí mismo, las legítimas preocupaciones por la restitución de la deuda son exasperadas hasta el punto de producir efectos diametralmente opuestos a los deseados. El fármaco de la dura austeridad, como han observado varios economistas, en vez de sanar al enfermo lo está debilitando aún más de manera inexorable. Sin preguntarse por qué razón las empresas y los estados han contraído tales deudas—¡el rigor, extrañamente, no hace mella en la rampante corrupción ni en las fabulosas retribuciones de expolíticos, ejecutivos, banqueros y superconsejeros!—, los múltiples responsables de esta deriva recesiva no sienten turbación alguna por el hecho de que quienes paguen sean sobre todo la clase media y los más débiles, millones de inocentes seres humanos desposeídos de su dignidad.


No se trata de eludir neciamente la responsabilidad por las cuentas que no cuadran. Pero tampoco es posible ignorar la sistemática destrucción de toda forma de humanidad y solidaridad: los bancos y los acreedores reclaman implacablemente, como Shylock en El mercader de Venecia, la libra de carne viva de quien no puede restituir la deuda. Así, con crueldad, muchas empresas (que se han aprovechado durante décadas de la privatización de los beneficios y la socialización de las pérdidas) despiden a los trabajadores, mientras los gobiernos suprimen los empleos, la enseñanza, la asistencia social a los discapacitados y la sanidad pública. El derecho a tener derechos—para retomar un importante ensayo de Stefano Rodotà, cuyo título evoca una frase de Hannah Arendt—queda, de hecho, sometido a la hegemonía del mercado, con el riesgo progresivo de eliminar cualquier forma de respeto por la persona. Transformando a los hombres en mercancías y dinero, este perverso mecanismo económico ha dado vida a un monstruo, sin patria y sin piedad, que acabará negando también a las futuras generaciones toda forma de esperanza.


Los hipócritas esfuerzos por conjurar la salida de Grecia de Europa—pero las mismas reflexiones podrían valer para Italia o España—son fruto de un cínico cálculo (el precio a pagar sería aún mayor que el supuesto por el frustrado reembolso de la deuda misma) y no de una auténtica cultura política fundada en la idea de que Europa sería inconcebible sin Grecia porque los saberes occidentales hunden sus remotas raíces en la lengua y la civilización griegas. ¿Acaso las deudas contraídas con los bancos y las finanzas pueden tener fuerza suficiente para cancelar de un solo plumazo las más importantes deudas que, en el curso de los siglos, hemos contraído con quienes nos han hecho el regalo de un extraordinario patrimonio artístico y literario, musical y filosófico, científico y arquitectónico?


En este brutal contexto, la utilidad de los saberes inútiles se contrapone radicalmente a la utilidad dominante que, en nombre de un exclusivo interés económico, mata de forma progresiva la memoria del pasado, las disciplinas humanísticas, las lenguas clásicas, la enseñanza, la libre investigación, la fantasía, el arte, el pensamiento crítico y el horizonte civil que debería inspirar toda actividad humana. En el universo del utilitarismo, en efecto, un martillo vale más que una sinfonía, un cuchillo más que una poesía, una llave inglesa más que un cuadro: porque es fácil hacerse cargo de la eficacia de un utensilio mientras que resulta cada vez más difícil entender para qué pueden servir la música, la literatura o el arte.


Ya Rousseau había notado que los "antiguos políticos hablaban incesantemente de costumbres y de virtud; los nuestros sólo hablan de comercio y de dinero". Las cosas que no comportan beneficio se consideran, pues, como un lujo superfluo, como un peligroso obstáculo. "Se desdeña todo aquello que no es útil", observa Diderot, porque "el tiempo es demasiado precioso para perderlo en especulaciones ociosas". Basta releer los espléndidos versos de Charles Baudelaire para comprender la incomodidad del poeta-albatros, majestuoso dominador de los cielos que, una vez descendido entre los hombres, sufre las burlas de un público atraído por intereses muy distintos


Y no sin irónica desolación, Flaubert en su Diccionario de lugares comunes define la poesía como «del todo inútil» porque está «pasada de moda», y al poeta como «sinónimo de lelo» y «soñador». De nada parece haber servido el sublime verso final de un poema de Hölderlin en el que se recuerda el papel fundador del poeta: "Pero lo que permanece lo fundan los poetas". Las páginas que siguen no tienen ninguna pretensión de formar un texto orgánico. Reflejan la fragmentariedad que las ha inspirado. Por ello también el subtítulo—Manifiesto— podría parecer desproporcionado y ambicioso si no se justificara por el espíritu militante que ha animado constantemente este trabajo. Tan sólo he querido recoger, dentro de un contenedor abierto, citas y pensamientos coleccionados durante muchos años de enseñanza e investigación. Y lo he hecho con la más plena libertad, sin ninguna atadura y con la conciencia de haberme limitado a esbozar un retrato incompleto y parcial.


La ciencia tiene mucho que enseñarnos sobre la utilidad de lo inútil. Y que, junto a los humanistas, también los científicos han desempeñado y desempeñan una función importantísima en la batalla contra la dictadura del beneficio, en defensa de la libertad y la gratuidad del conocimiento y la investigación. La conciencia de la distinción entre una ciencia puramente especulativa y desinteresada y una ciencia aplicada estaba ampliamente difundida entre los antiguos, como atestiguan las reflexiones de Aristóteles y algunas anécdotas atribuidas a grandes científicos de la talla de Euclides y Arquímedes.


Se trata de cuestiones fascinantes que, sin embargo, podrían conducirnos demasiado lejos. Ahora me interesa subrayar la vital importancia de aquellos valores que no se pueden pesar y medir con instrumentos ajustados para evaluar la quantitas y no la qualitas. Y, al mismo tiempo, reivindicar el carácter fundamental de las inversiones que generan retornos no inmediatos y, sobre todo, no monetizables. El saber constituye por sí mismo un obstáculo contra el delirio de omnipotencia del dinero y el utilitarismo. Todo puede comprarse, es cierto. Desde los parlamentarios hasta los juicios, desde el poder hasta el éxito: todo tiene un precio. Pero no el conocimiento: el precio que debe pagarse por conocer es de una naturaleza muy distinta. Ni siquiera un cheque en blanco nos permitirá adquirir mecánicamente lo que sólo puede ser fruto de un esfuerzo individual y una inagotable pasión. Nadie, en definitiva, podrá realizar en nuestro lugar el fatigoso recorrido que nos permitirá aprender. Sin grandes motivaciones interiores, el más prestigioso título adquirido con dinero no nos aportará ningún conocimiento verdadero ni propiciará ninguna auténtica metamorfosis del espíritu. Ya Sócrates lo había explicado a Agatón, cuando en El Banquete se opone a la idea de que el conocimiento pueda transmitirse mecánicamente de un ser humano a otro como el agua que fluye a través de un hilo de lana desde un recipiente lleno hasta otro vacío.


Estaría bien, Agatón, que la sabiduría fuera una cosa de tal naturaleza que, al ponernos en contacto unos con otros, fluyera del más lleno al más vacío de nosotros, como fluye el agua en las copas, a través de un hilo de lana, de la más llena a la más vacía. Pero hay algo más. Sólo el saber puede desafiar una vez más las leyes del mercado. Yo puedo poner en común con los otros mis conocimientos sin empobrecerme. Puedo enseñar a un alumno la teoría de la relatividad o leer junto a él una página de Montaigne dando vida al milagro de un proceso virtuoso en el que se enriquece, al mismo tiempo, quien da y quien recibe.


Ciertamente no es fácil entender, en un mundo como el nuestro dominado por el homo economicus, la utilidad de lo inútil y, sobre todo, la inutilidad de lo útil (¿cuántos bienes de consumo innecesarios se nos venden como útiles e indispensables?). Es doloroso ver a los seres humanos, ignorantes de la cada vez mayor desertificación que ahoga el espíritu, entregados exclusivamente a acumular dinero y poder. Es doloroso ver triunfar en las televisiones y los medios nuevas representaciones del éxito más lleno al más vacío de nosotros, como fluye el agua en las copas, a través de un hilo de lana, de la más llena a la más vacía. Pero hay algo más. Sólo el saber puede desafiar una vez más las leyes del mercado. Yo puedo poner en común con los otros mis conocimientos sin empobrecerme. Puedo enseñar a un alumno la teoría de la relatividad o leer junto a él una página de Montaigne dando vida al milagro de un proceso virtuoso en el que se enriquece, al mismo tiempo, quien da y quien recibe. 


Ciertamente no es fácil entender, en un mundo como el nuestro dominado por el homo economicus, la utilidad de lo inútil y, sobre todo, la inutilidad de lo útil (¿cuántos bienes de consumo innecesarios se nos venden como útiles e indispensables?). Es doloroso ver a los seres humanos, ignorantes de la cada vez mayor desertificación que ahoga el espíritu, entregados exclusivamente a acumular dinero y poder. Es doloroso ver triunfar en las televisiones y los medios nuevas representaciones del éxito, encarnadas en el empresario que consigue crear un imperio a fuerza de estafas o en el político impune que humilla al Parlamento haciendo votar leyes ad personam. Es doloroso ver a hombres y mujeres empeñados en una insensata carrera hacia la tierra prometida del beneficio, en la que todo aquello que los rodea—la naturaleza, los objetos, los demás seres humanos—no despierta ningún interés. La mirada fija en el objetivo a alcanzar no permite ya entender la alegría de los pequeños gestos cotidianos ni descubrir la belleza que palpita en nuestras vidas: en una puesta de sol, un cielo estrellado, la ternura de un beso, la eclosión de una flor, el vuelo de una mariposa, la sonrisa de un niño. Porque, a menudo, la grandeza se percibe mejor en las cosas más simples, y no en el empresario que consigue crear un imperio a fuerza de estafas o en el político impune que humilla al Parlamento haciendo votar leyes ad personam. Es doloroso ver a hombres y mujeres empeñados en una insensata carrera hacia la tierra prometida del beneficio, en la que todo aquello que los rodea—la naturaleza, los objetos, los demás seres humanos—no despierta ningún interés. 










Tomado de:
ORDINE, Nuccio (2013): La utilidad de lo inútil. Manifiesto. Barcelona. Acantilado, pp. 9-16.