24 julio 2013

K. George Steiner






George Steiner


Hoy no podemos comportarnos como si el peso de Kafka estuviera respaldado sólo por sus relatos tempranos y botones de prosa expresionista. El proceso (1925), El castillo (1926), América (1927) y los cuentos publicados en 1931 han proporcionado a la imaginación moderna algunas de sus formas principales de percepción e identidad. Apelando a la terminología parabólica de Kafka, hemos de procurar que la muralla china de la crítica no aprisione la obra, que el mensajero pueda pasar por las puertas del comentario. Las intimidades prematuras y el sentido inicial de la posesión son irrecuperables. No debiera oscurecerse el hecho capital: Kafka produce una sombra tan grande y es objeto de una empresa crítica tan multitudinaria porque (y sólo porque) el laberinto de sus significados se abre, por sus esclusas secretas y difíciles, a las amplias vías de la sensibilidad moderna, a lo que en nuestra posición resulta más apremiante y de importancia.


Absurdo sería negar la cualidad profundamente personal del laberinto kafkiano; aunque bajo aspectos maravillosos en su núcleo, promueve infinidad de enfoques, de procesos de penetración. Aquí radica la fuerza de lo que dijo Auden. El contraste entre la generalidad de exposición y forma clásica que advertimos en Dante y Goethe y el modo encubierto e idiosincrásico de Kafka denota el tenor de la época. Escuchamos un eco en formación en nuestro discurso modulado a la manera de código lleno de silencio y paradoja desesperada. A menudo sus glosas políticas hechas a propósito son ingenuas; se vienen abajo cuando comienzan a distinguir entre lo partidista y lo profético. Sin embargo, con el tiempo ha resultado evidente que gran parte de su «transrealismo» y su elusión de la realidad del enfoque, elusión paralela a su tendencia a una economía y una lógica de la alucinación, derivan de una observación precisa e irónica de las circunstancias históricas locales. Detrás de las exactitudes de pesadilla en que nos sumen los planteamientos kafkianos se encuentran la topografía de Praga y el imperio austrohúngaro en decadencia. Praga, con su pasado de prácticas cabalísticas y astrológicas, con su densidad de sombras y callejuelas laberínticas, es inseparable del paisaje de las parábolas y narraciones de Kafka. Poseía un agudo sentido de los recursos simbólicos acumulados y al alcance; durante el invierno de 1916-1917 vivió en la Zlatá Uliéka, el callejón dorado de los alquimistas del Emperador, y no hay necesidad de negar la asociación que puede establecerse entre el castillo de la colina Hradéarry y el de la novela. Los fantasmas de Kafka tenían sólidas raíces locales. Más aún, como ha argüido Georg Lukács, en las invenciones de Kafka hay retazos específicos de crítica social. Su visión radical de la esperanza es sombría; tras el avance del proletariado revolucionario adviene el medro inevitable de la tiranía y la demagogia. Pero su experiencia de las leyes y su relación profesional con los accidentes y remuneraciones industriales nutren su aguda visión de las relaciones de clase y de las realidades económicas. En última instancia, la representación gráfica de una burocracia malévola y no obstante impotente es el eje de El proceso. Con el intuitivo precedente de Bleak House de Dickens, la novela se convierte en un mito demoníaco del formulismo.


El castillo es algo más que una amarga alegoría de la burocracia feudal austrohúngara; pero esa alegoría está implícita. Y como muestra Politzer; el sentido de la máquina industrial en tanto que fuerza destructora y abstractamente maligna perseguía a Kafka y en centró terrible realización en En la colonia penitenciaria. Kafka no sólo es heredero de la maestría en la distorsión figurativa propia de Dickens, sino también de su ira contra la anonimia sádica de lo oficinesco y asambleístico. La auténtica política de Kafka, sin embargo, y su paso de lo real a lo hiperreal, se encuentran en lugar más profundo. Es, en un sentido literal, un profeta. Un caso al que el vocabulario de la crítica moderna, con su presunción profana y cautelosa, tiene difícil acceso. Pues el hecho clave al respecto es la posesión de una premonición espantosa, el hecho de haber visto hasta la meticulosidad la amalgama del horror.


El proceso exhibe el modelo clásico del estado de terror. Prefigura el sadismo furtivo y la histeria que el totalitarismo desliza en la vida privada y sexual, el hastío sin rostro de los asesinos. Desde que Kafka se puso a escribir, la llamada nocturna ha sonado en puertas sin número y el nombre de aquellos que son arrastrados para morir “como un perro" es legión. Kafka profetiza la forma contemporánea de aquel desastre del humanismo occidental que Nietzsche y Kierkegaard habían contemplado como una incierta mancha negra en el horizonte.


Valiéndose de un presentimiento de las Memorias del subsuelo de Dostoievski, Kafka dibuja la reducción del hombre al estado de la sabandija atormentada. La metamorfosis de Gregorio Samsa, que fue considerada sueño monstruoso por aquellos que primero tuvieron conocimiento del cuento, había de ser el destino literal de millones de seres humanos. La palabra exacta para sabandija, Ungeziefer, es un latigazo de clarividencia; así designaban los nazis a los gaseados. En la colonia penitenciaria no sólo entrevé la tecnología de las fábricas de muerte, sino también esa paradoja especial del moderno régimen totalitario: la colaboración sutil y obscena de víctima y verdugo. Nada de cuanto se ha escrito acerca de las raíces internas del nazismo puede compararse, en lo relativo a la exactitud de percepción, con la imagen kafkiana del torturador que se introduce de manera suicida entre los engranajes del aparato de tortura.


La visión de pesadilla de Kafka puede haber derivado perfectamente de los escarnios privados y las neurosis. Pero eso no disminuye su importancia siniestra, la prueba que da de que el gran artista posee antenas que captan esencias que sobrepasan la orilla de lo presente y convierten lo oscuro en diáfano. La fantasía se convierte en hecho concreto. Algunos miembros de la familia de Kafka encontraron la muerte en los hornos crematorios; Milena y Greta B. (que pudieron haber tenido hijos de Kafka) murieron en campos de concentración.


El mundo del este y el judaísmo de la Europa central, en que el genio de Kafka se encontraba tan a sus anchas, quedó reducido a cenizas. No menos que los profetas, que se quejaban del peso de la revelación, Kafka fue perseguido por las intimaciones específicas de lo inhumano. Observó en el hombre el nacimiento de lo bestial. Las murallas de la vieja ciudad del orden se habían erguido ominosas con la sombra de la ruina próxima.





















Tomado de:
STEINER, George (2003): Lenguaje y silencio. Ensayos sobre literatura, el lenguaje y lo inhumano. Barcelona, Gedisa, pp. 140-143.´