24 julio 2013

Lectoras. Martin Lyons




Lectoras

Martin Lyons


En el siglo XIX, el público lector del mundo occidental se alfabetizó ampliamente. Los avances a favor de la alfabetización general prosiguieron a lo largo de la era de la ilustriación hasta crear un número cada vez mayor de nuevos lectores, sobre todo de periódicos y ficción barata. Las mujeres conformaban una parte sustancial y creciente del nuevo público adepto a las novelas. La tradicional discrepancia entre los índices de alfabetización masculinos y femeninos fue creciendo hasta erradicarse hacia el final del siglo XIX. La distancia siempre había sido mayor cuanto más se descendiera en la escala social.


Para los editores de la época, el público femenino era ante todo un consumidor de novelas. Ofrecían seriales como la Collection des meilleurs romans français dédiés aux dames, o ficción dirigida le donne gentilli. Con tales títuloslas publicaciones pretendían crear un halo de respetabilidad, asegurando tanto a los compradores masculinos como femeninos que sus contenidos eran aptos para un público sensible. Ofrecer un serial definido por su público, más que por su material, constituía una novedad en el mundo editorial.

Aunque las mujeres no eran las únicas que leían novelas. Se las consideraba el principal objetivo de la ficción popular y romántica. La feminización del público lector de novelas parecía confirmar los prejuicios imperantes sobre el papel de la mujer y su inteligencia. Se creía que gustaban de la novela porque se las veía como seres dotados de gran imaginación, de limitada capacidad intelectual, frívolos y emocionales. La novela era una antítesis de la literatura práctica e instructiva. Exigía poco, y su único propósito era entretener a los lectores ociosos. Y, sobre todo, la novela pertenecía al ámbito de la imaginación. Los periódicos que informaban sobre los acontecimientos públicos, constituían por lo general una reserva masculina; las novelas, que solían tratar de la vida interior, formaban parte de la esfera privada a la que relegó a las burguesas del siglo XIX.

Esto suponía una amenaza para el marido y padre de familia burgués del siglo XIX: la novela podía excitar las pasiones y exaltar la imaginación femenina. Podía fomentar ciertas ilusiones románticas poco razonables y seguir veleidades eróticas que hacían peligrar la castidad y el orden en los hogares. Por ello, la novela del siglo XIX se asoció con las cualidades (supuestamente) femeninas de la irracionalidad y la vulnerabilidad emocional. No fue casual que el adulterio femenino se convirtiera en el argumento arquetípico que simbolizara la transgresión social, argumento que encontramos en novelas que van de Madame Bovary a Anna Karenina, pasando por Effi Briest.


La lectura desempeñaba un papel importante en la sociabilidad femenina. En los pubs y cabarets, los hombres debatían los asuntos públicos sobre sus periódicos; la ficción y los manuales prácticos, en cambio, circulaban exclusivamente por redes femeninas. Cuando ambos sexos se mezclaban en calidad de lectores, la mujer solía ocupar una posición sometida a la tutela del varón. En ciertas familias católicas se prohibía a las mujeres leer el periódico. Era corriente que el varón lo leyera en voz alta. Ésta era una tarea que en ocasiones implicaba una cierta superioridad moral y el deber de seleccionar o censurar el material apto para los oídos femeninos.



La lectura de l'Ilustré (1879)
de E. Monet
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Algunos historiadores que han entrevistado a mujeres acerca de sus prácticas de lectura en el período anterior a 1914 conocen muy bien ciertas actitudes muy comunes. La respuesta femenina más frecuente, cuando meditan sobre su vida como lectoras, es la queja por el poco tiempo que podían dedicar a la lectura. Estas mujeres, como sus madres, suelen afirmar que “estaba demasiado ocupada con mis tareas”, o “madre jamás estaba quieta”. En la memoria de muchas mujeres de la clase trabajadora prima el tiempo dedicado a pelar patatas, bordar, hacer pan y jabón. No había tiempo para recrearse. De niñas, recuerdan haber temido el castigo si eran sorprendidas leyendo. Las obligaciones domésticas eran lo primero, y admitir que se leía equivalía a confesar negligencia en el incumplimiento de sus responsabilidades frente a la familia. La imagen ideal de la buena ama de casa parecía incompatible con la lectura.



Sin embargo, las mujeres de la clase trabajadora leían, según han sabido los historiadores que han recogido testimonios orales: leían revistas de ficción, recetas, muestrarios para las labores, aunque persisten en desacreditar su propia cultura literaria. En sus testimonios, a menudo describen sus lecturas de ficción como “basura” o “tonterías”. La lectura se desdeña por considerarla una pérdida de tiempo que ofende cierta ética de trabajo que muy exigente.



Las mujeres de clase media o media alta rara vez se enfrentaban a tales dificultades como lectoras. Incluso cuando no podían permitirse adquirir libros regularmente se convertían en clientas asiduas. En las bibliotecas populares de provincias subvencionadas las mujeres constituyeron una pequeña minoría de clientas. La lectora comenzaba a exigir reconocimiento de los novelistas y editores, de los libreros, y de los padres deseosos de desaprobar la pérdida de tiempo, o de proteger a sus hijas frente a los excesos de la imaginación o los estímulos eróticos. La lectora aparecía con frecuencia cada vez mayor en las representaciones literarias o pictóricas de la lectura. Constituyó un objeto recurrente en las obras de los pintores del siglo XIX como Manet, Daumier, Whistler o Fantin-Latour. Las lectoras de Fantin-Latour leen solas y en paz, completamente absortas en sus libros. En las versiones de Whistler de los lectores, que también son casi siempre mujeres, los libros nunca resultan tan absorbentes. Por lo general, las lecturas Whistler suelen reclinarse adoptando lánguidas poses, como su esposa en The siesta, que aparece tumbada con un libro en el regazo.





Manet tendía a distinguir con nitidez entre prácticas de lecturas masculinas y femeninas. En La lecture de l’Illustré (1879), una joven elegantemente vestida aparece sentada en un café al aire libre hojeando como al azar las páginas de una revista ilustrada. Lee sola, distraída, como el único afán de entretenerse, mientras sus ojos y su atención vagan de las páginas hacia la escena callejera que se desarrolla ante ella. Al mismo tiempo parece próxima a ese estereotipo tan trillado de la mujer lectora, destinada a ser la eterna consumidora de un material de lectura ligero, trivial y romántico.


The siesta de J. Whistler


El realista Bonvin pintaba campesinas, monjas y criadas inclinadas en silencio sobre grandes volúmenes ilustrados en cuarto. Sus protagonistas sin duda interrumpían sus tareas para leer, ya que muchas veces aparecen vestidas con su delantal y su cofia blanca, o arremangadas. A menudo retrata a sus lectoras de espaldas, como su estuviera espiándolas por encima del hombro para no perturbar su patente concentración. Pinta como un observador que captura el fragmento de la vida popular. Sus mujeres son lectoras privadas: la doncella que lee las cartas de su patrón no podría ser otra cosa (La servante indiscrète, 1871).


Aunque Fantin-Latour a menudo representa el acto de leer como un elemento propio de los grupos femeninos en los hogares burgueses, los retratos de la mujer lectora tendían a convertirse en retratos de individuos solitarios. En contraste con ello, la lectura de viva voz constituía una práctica más común en la sociedad masculina que se reunía en la taberna o en el taller. Las lectoras del siglo XIX pueden asociarse al desarrollo de un hábito silencioso e individual que relega el acto de leer en voz alta a un mundo a punto de desaparecer. Tal vez la lectora fue más que eso: una pionera de las moderas nociones de privacidad e intimidad.























Tomado de:

LYONS, Martin (2007):”Los nuevos lectores del siglo XIX: mujeres, niños, obreros” En: CAVALLO, G y CHARTIER, R (2011): Historia de la lectura en el mundo occidental. Bs. As., Taurus.

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