25 julio 2012

La lengua, el poder, la fuerza. Umberto Eco




La lengua, el poder, la fuerza

Umberto Eco



El 17 de enero de 1977, ante el público numeroso de las grandes ocasiones mundanas y culturales, Roland Barthes pronunciaba su lección inaugural en el Collége de France, donde acababa de ser designado para ocupar la cátedra de semiología literaria. Esta lección, de la que se ocuparon los periódicos de entonces (Le Monde le dedicó una página entera), aparece ahora publicada por Editions du Seuil, bajo el título humilde y orgullosísimo de Lepon, comprende poco más de cuarenta páginas y se compone de tres partes. La primera trata del lenguaje, la segunda de la función de la literatura respecto al poder del lenguaje y la tercera de la semiología y, en particular, de la semiología literaria.


La lección inaugural de Barthes, construida con una retórica espléndida, comienza con un elogio de la dignidad con la que va a ser investido. Como se sabe, los profesores del Collége de France se limitan a hablar: no realizan exámenes, no están investidos del poder de aprobar o suspender, se les va a escuchar por amor a lo que dicen. De ahí la satisfacción (una vez más humilde y muy orgullosa) de Barthes: accedo a un lugar que está fuera del poder. Hipocresía, sí, puesto que, en Francia, nada confiere mayor poder cultural que enseñar en el Collége de France, produciendo saber. Pero nos estamos anticipando. En esta lección (que como veremos versa sobre el juego con el lenguaje), Barthes, aunque sea con candor, juega:adelanta una definición de poder y presupone otra.


En realidad, Barthes es demasiado sutil para ignorar a Foucault, a quien, por el contrario, le agradece haber sido su patrocinador en el Collége: y sabe por tanto que el poder no es «uno» y que, mientras se insinúa allí donde no se le percibe en primera instancia, es «plural», una legión como los demonios. «El poder está presente en los mecanismos más sutiles del intercambio social: no sólo en el Estado, las clases, los grupos, sino también en las modas, la opinión corriente, los espectáculos, los juegos, el deporte, la información, las relaciones familiares y privadas y hasta en los impulsos liberadores que intentan contestarlo». Por lo que: «Llamo discurso de poder a todo discurso que genera la culpa, y por tanto la culpabilidad de quien lo recibe». Haced una revolución para destruir el poder y éste renacerá en el seno del nuevo estado de cosas. «El poder es el parásito de un organismo transocial, ligado a toda la historia del hombre, y no sólo a su historia política, histórica. Este objeto en el que se inscribe el poder, por toda la eternidad humana, es el lenguaje o, para ser más precisos, su expresión obligada: la lengua».


No es la facultad de hablar lo que establece el poder, es la facultad de hablar en la medida en que se rigidiza en un orden, en un sistema de reglas: la lengua. La lengua, dice Barthes (con un discurso que repite a grandes rasgos, no sé hasta qué punto conscientemente, las posiciones de Benjamín Lee Whorf), me obliga a enunciar una acción poniéndome como sujeto, de manera que a partir de ese momento todo lo que haga será consecuencia de lo que soy; la lengua me obliga a elegir entre masculino y femenino, y me prohíbe concebir una categoría neutra; me impone comprometerme con el otro, ya sea a través del «usted» o a través del «tú»: no tengo derecho a dejar imprecisa mi relación afectiva o social. Naturalmente, Barthes habla del francés, el inglés le restituiría las dos últimas libertades citadas, aunque (como justamente señalaría él) le sustraería otras. En conclusión: «A causa de su misma estructura, la lengua implica una relación fatal de alienación». Hablar es someterse: la lengua es una reacción generalizada. Además: «No es ni reaccionaria ni progresista, sino simplemente fascista, ya que el fascismo no es impedir decir, es obligar a decir».


Desde el punto de vista polémico, esta última afirmación es la que, desde enero de 1977, había provocado más reacciones. Las demás que siguen se derivan de ella: no nos sorprenderá, por consiguiente, oír decir que la lengua es poder porque me obliga a usar estereotipos preformados, entre ellos las mismas palabras, y que está tan fatalmente estructurado que, esclavos en su interior, no logramos liberarnos en su exterior, porque no hay nada exterior a la lengua.


El Placer del texto y Lección
 Inaugural de Roland Barthes


De ahí el esbozo de una teoría de la literatura como escritura, juego de y con palabras. Categoría que no abarca sólo las prácticas literarias, sino que también puede encontrarse operante en el texto de un científico o de un historiador. Pero, para Barthes, el modelo de esta actividad liberadora es siempre, en suma, el de las actividades llamadas «creativas» o «creadoras». La literatura pone en escena el lenguaje, trabaja sus intersticios, no se mide con los enunciados ya hechos, sino con el juego mismo del sujeto que enuncia, descubre la sal de las palabras. La literatura sabe muy bien que puede ser recuperada por la fuerza de la lengua, pero, justamente por esto, está pronta a abjurar, dice y reniega de lo que ha dicho, se obstina y se aleja con volubilidad, no destruye los signos, los hace jugar y juega con ellos. Que la literatura sea liberación del poder de la lengua depende de la naturaleza de este poder, y en este punto Barthes nos parece evasivo. Por otra parte, no sólo cita directamente a Foucault como amigo, sino también indirectamente en una especie de paráfrasis, al referirse, con unas pocas frases, a la «pluralidad» del poder. Y la noción de poder elaborada por Foucault es quizá la más convincente, si no la más provocadora, de cuantas circulan hoy. Noción que encontraremos, construida paso a paso, en toda su obra.


A través de la diferenciación que se opera de obra en obra, de las relaciones entre poder y saber, entre prácticas discursivas y prácticas no discursivas, se diseña claramente en Foucault una noción de poder que presenta por lo menos dos características que en este caso nos interesan: en primer lugar, el poder no sólo es represión e interdicción, sino también incitación al discurso y producción de saber; en segundo lugar, y como señala también Barthes, el poder no es uno, no es macizo, no es un proceso unidireccional entre una entidad que ordena y sus propios súbditos.


«Hay que admitir, en suma, que este poder se ejerce más que se posee, que no es el privilegio adquirido o conservado por la clase dominante, sino el efecto conjunto de sus posiciones estratégicas, efecto que manifiesta y quizá reconduce la posición de aquellos que son dominados. Este poder, por otra parte, no se aplica pura o simplemente, como una obligación o una interdicción, a quienes no lo tienen"; el poder les inviste, se impone por medio y a través de ellos; se apoya en ellos, exactamente como ellos mismos, en su lucha contra él, se apoyan a su vez en las presas que él ejerce sobre ellos» (Vigilar y castigar). Y sigue: «Por poder yo no entiendo tampoco un modo de sometimiento, que, por oposición a la violencia, tomaría la forma de una regla. Por último, tampoco entiendo un sistema general de dominación ejercido por un elemento o un grupo sobre otro, y cuyos efectos por sucesivas derivaciones atravesaría todo el cuerpo social. El análisis, en términos de poder, no debe postular, como datos iniciales, la soberanía del Estado, la forma de ley o la unidad global de una dominación, no siendo éstos otra cosa que formas terminales. Creo que por el término poder hay que entender ante todo la multiplicidad de relaciones de fuerzas inmanentes al campo en el que se ejercen y que constituyen su organización; el juego que a través de choques y luchas incesantes las transforma, las refuerza y las invierte; los apoyos que estas relaciones de fuerza encuentran unas en otras para formar una cadena y un sistema o, por el contrario, las diferencias, las contradicciones que las aíslan unas de otras; las estrategias, en fin, con que realizan sus efectos, y cuyo diseño general o su cristalización institucional toman cuerpo en los aparatos estatales, en la formulación de la ley, en las hegemonías sociales».


El poder no debe buscarse en un centro único de soberanía, sino como la «base móvil de las relaciones de fuerza que, por su disparidad, inducen sin pausa situaciones de poder, aunque siempre locales e inestables [ ] El poder está en todas partes, no porque lo abarque todo, sino porque viene de todos lados [ 1 El poder viene de abajo [ 1 no hay, en el origen de las relaciones de poder, y como matriz general, una oposición binaria y global entre dominadores y dominados [ 1 Hay que imaginar más bien que las múltiples relaciones de fuerza que se forman y operan en los aparatos de producción, en la familia, en los grupos restringidos, en las instituciones, sirven de soporte a amplios efectos de división que recorren el conjunto del cuerpo social» (La voluntad de saber).


Ahora bien, esta imagen del poder recuerda muy de cerca la idea de ese sistema que los lingüistas denominan lengua. La lengua es, ciertamente, coercitiva (me prohibe decir «yo queríamos un como», bajo pena de incomprensibilidad), pero su carácter coercitivo no depende de una decisión individual, ni de un centro desde donde irradian las reglas: es un producto social, nace como un aparato restrictivo justamente a causa del consenso de todos, cada uno es renuente a tener que observar la gramática, pero consiente en ello y pretende que los demás la observen porque ahí encuentra su beneficio.


No sé si podría decirse que una lengua es un dispositivo de poder (incluso cuando a causa de su carácter sistemático es constitutiva de saber), pero es cierto que es un modelo del poder. Podríamos decir que, aparato semiótica por excelencia, o (como dirían los semiólogos rusos) sistema modelizante primario, la lengua es un modelo de aquellos otros sistemas semióticos que se establecen en las diversas culturas como dispositivos de poder, y de saber (sistemas modelizantes secundarios).


En este sentido, Barthes tiene pues razón cuando define la lengua como algo vinculado con el poder, pero se equivoca al sacar de ahí dos conclusiones: que la lengua es fascista, y que es «el objeto en el que se inscribe el poder», es decir, su epifanía ominosa.


Acabemos rápidamente con el primer, y clarísimo, error: si el poder es lo que Foucault define, y si las características del poder se encuentran en la lengua, afirmar por ello que la lengua es fascista es más que una boutade, es una invitación a la confusión. Puesto que entonces el fascismo, al estar en todas partes, en toda situación de poder, y en toda lengua, desde el origen de los tiempos, no estaría en ninguna parte. Si la condición humana se pone bajo el signo del fascismo, todo el mundo es fascista y nadie lo es. Con lo cual puede verse hasta qué extremo son peligrosos los argumentos demagógicos, que vemos abundantemente usados en el periodismo cotidiano, y sin la finura de Barthes, quien por lo menos sabe usar paradojas y las emplea con fines retóricas.


Más sutil me parece el segundo equívoco: la lengua no es eso donde se inscribe el poder. Francamente, jamás he comprendido esta manía francesa o afrancesada de inscribirlo todo y verlo todo como inscrito: en pocas palabras, no sé muy bien qué quiere decir «inscribirse»; me parece una de esas expresiones que resuelven de modo autorizado unos problemas que no se sabe definir de otra manera. Pero, aun considerando adecuada esta expresión, yo diría que la lengua es el dispositivo a través del cual el poder se inscribe allí donde se instaura. 













Tomado de:
ECO, Umberto (1996): La estrategia de la ilusión. Barcelona, Lumen, pp. 255-268.