16 julio 2021

Ontología teratológica del monstruo. Héctor Santiesteban




Ontología teratológica del monstruo


Héctor Santiesteban



El monstruo tiene su propia ontología teratológica. El monstruo está situado en su lugar correspondiente dentro del cosmos, sobre todo durante la Edad Media: se insertará dentro de la Creación. Ahora bien, como el mundo del monstruo y, más aún, el mundo de lo imaginario son demasiado amplios y complejos como para poder reducirlos con la ayuda de cualquier sistema; la opción no es reducirlo, sino ampliar ese mundo, intentar darle, si no una forma, al menos una inteligibilidad. 


El monstruo, si bien es una existencia en cierto modo plural, dada su conformación –muchas veces híbrida–, su forma y su sentido, se trata de una pluralidad que apunta a la unidad, ya que son varios elementos que forman un solo ser. Los elementos dispersos confluyen en un ser articulado, orgánico. Los monstruos existen en todos los niveles de la creación: desde el divino, hasta el mineral, pasando por los más comunes que son el humano y el animal. No obstante lo anterior, ni siquiera sobre su racionalidad hay una regla fija: en ocasiones el monstruo puede ser racional y en otras irracional; predomina, es cierto, la irracionalidad del monstruo; no obstante, indiscutiblemente, pertenece en esencia al reino de lo animado.


El monstruo en la creación. 


El monstruo sería, según la teoría tomista, un ser contingente. De hecho todos los seres, excepto Dios, son contingentes, pueden ser sin existir, no son necesarios ya que su esencia no determina su existencia. La existencia se entendería como actualidad de ser, y el ser puede dejar de existir, es decir, de ser actual (se puede o no existir ya que no se es necesario). Según esta teoría, Dios es, sin embargo, necesario. El monstruo sería el ser contingente por excelencia. En ocasiones su existencia determinada y perfectamente clasificada se muestra poco clara, por ejemplo en el tomismo. Santo Tomás, dentro de la ontología, distingue el ente real y el ente de razón. El ente de razón es aquel cuya existencia se remite y es propia del aparato psíquico (por utilizar terminología psicoanalítica moderna). Se trata de dos tipos de seres. Por decirlo de otra manera, que se oye más cercana por ser más moderna: los seres fenomenológicos por un lado, y los seres metafísicos, extrafenomenológicos o suprarreales por el otro. Los monstruos fabulosos serían para nosotros –utilizando lenguaje tomista– en el caso de que les negáramos existencia terrenal, entes de razón. Por otro lado, los productos de partos monstruosos son, tal y como lo eran para otro eminente santo, Agustín, entes reales; esto se debe a que el autor de La ciudad de Dios piensa sobre todo en las razas monstruosas y en los nacimientos monstruosos. Dicho de otra manera, los monstruos pueden ser reales o imaginarios. Dentro de los reales podemos contar con las mutaciones de seres normales que nacen desfigurados: animales u hombres con dos cabezas, sin algún miembro, con grandeza o pequeñez excepcionales, etcétera. Se trata de monstruos reales y tangibles. Por otro lado, dentro de los imaginarios, contamos con todos aquellos que son producto sólo de la mente y creación imaginaria humanas.


Podemos presentar la siguiente máxima como la piedra de toque de la ontología teratológica: entre más extendido en tiempo y espacio aparece un monstruo determinado, es más un ente real; entre más veleidosamente aparece, es más un ente de razón. Cabe recordar que el ente de razón no es igual que el “ser verbal” de Spinoza: el ser que no se explica ni con la imagen, ni con la razón. Ejemplo de ello sería un “círculo cuadrado”. El monstruo existe y se le representa. Los monstruos, de esta manera, quedan insertos como seres maravillosos. No son por supuesto los únicos, ya que también tenemos los lugares o países míticos, los minerales sobrenaturales, los objetos mágicos, las palabras mágicas y algunos otros más. 


También consideremos que, si mirásemos la naturaleza con cierto distanciamiento, veríamos monstruos más a menudo. Un pulpo sería una Grylla; un ciempiés o una mosca con sus cientos de patas o de ojos no dejarían de maravillarnos. Podríamos escribir un tratado teratológico contando tan sólo con animales conocidos y aun familiares. En cierto modo esto es lo que les ocurrió a los descubridores y viajeros de otros tiempos: se encontraron con una realidad diferente, maravillosa, fantástica para ellos –y para los que compartían su idea del mundo–, pero cotidiana para los habitantes de aquellas “nuevas” tierras.


No obstante todo lo anterior, debemos decir que, en sentido estricto, difícilmente podría haber un insecto, gusano, etcétera, considerado como monstruo. El monstruo tiene que tener una cierta dimensión, un cierto peso. Todos los insectos son un poco monstruosos, pero son demasiado pequeños. Aunque es necesario decir, en contraposición, que el microscopio modificó este concepto, y los seres más pequeños se convirtieron en monstruos. Los microbios adquirieron talla monstruosa cuando se descubrió su relación con las enfermedades. Fue entonces que adquirieron la dimensión de monstruo. En cierta medida, el monstruo depende, como lo apuntábamos anteriormente, del hombre que, como sujeto, juzga al monstruo como objeto. Los primeros juicios que se den, saldrán desde una posición antropocéntrica.


Acaso el rasgo más importante del monstruo sea que en su ser se da una coniunctio elementorum, una conjunción de elementos. Elementos heterogéneos en la mayor parte de las ocasiones, pero también con otros francamente contrapuestos, en donde llega a haber una conciliación de contrarios. Si se da esta conciliación de contrarios, el monstruo posee rasgos divinos en su significación. Eliade nos ilustra al respecto: “la coincidentia oppositorum en la estructura profunda de la divinidad, la cual se muestra alternativamente o simultáneamente benevolente y terrible, creadora y destructora, solar y ofidia”. Posteriormente veremos ejemplos de este tipo de seres (Quetzalcóatl sería un buen ejemplo de esto, lo mismo que el dragón entendido en su concepción más amplia).


El monstruo es un ser liminal. Puede ser tan pronto estudiado en su dimensión biológica, como en su dimensión mítico-religiosa. El monstruo es un ser mixto incluso en su más íntima definición: según la clasificación agustiniana de entes de razón y entes reales, el monstruo cabalga entre los dos: el ente de razón es creado por un hombre. El monstruo es creado por la humanidad entera, pero también la esencia del monstruo está inserta en la humanidad. Como ente de razón se constata que en él se muestran los cambios sustanciales entre unas épocas y otras. La mente transforma y conforma a los monstruos. El monstruo permanece. El monstruo es metáfora; un ser llevado a otra forma, a otra existencia, pero en esencia el mismo; es el mismo, pero transportado a lo otro; de ahí la sensación de otredad que experimentamos con el monstruo.


Se desgrana el problema de la vinculación del monstruo a los diversos seres del cosmos. Por un lado, los monstruos heredan la fiereza y la determinación a la violencia de su inspiración, si esta es demoniaca; o de la violencia y degeneración de sus padres; o por designio divino para mostrar el mal por venir con el mal venido ya. El monstruo muestra. Por otro lado, los monstruos aparecen íntimamente relacionados y hasta fusionados con los hombres, los dioses, los demonios y los animales. El monstruo es, en cierto sentido, espejo del hombre. Como con la muerte, impresiona el hecho que advierte que nos tocará a nosotros, que el muerto somos nosotros mismos. Eso mismo es fundamental en la relación del hombre con el monstruo; el hombre lo ha creado, ha salido de él, de sus entrañas; ya en un sentido literal, ya en un sentido figurado. 


Nosotros seremos partícipes de ese horror y esa monstruosidad. El hombre comparte lo monstruoso con el monstruo mismo. En ocasiones el monstruo es la demostración del vínculo existente entre dioses y hombres. El poder manifiesto de un monarca queda expuesto con la aparición de un monstruo que viene a ser la prueba de comunión entre Dios y el hombre. Ya hemos visto el revuelo que causó la aparición del K’lin en el apartado sobre China del capítulo anterior. Huang Ti, el “emperador amarillo” gobernó según se cuenta, más de cien años, y su reino experimentó una Edad Dorada; “Antes de su muerte, a la edad de ciento once años, el fénix y el unicornio aparecieron en los jardines del imperio, como prueba de la perfección de su reinado”.


Ahora bien, a la problemática del monstruo como objeto, podemos aunar la problemática subjetiva propia; el punto de partida y el sentido del sujeto que estudia al ente monstruoso. Cuando encontramos un ser mitad hombre, mitad caballo, por ejemplo, podemos pensar que se trata de un hombre que por algún motivo tiene la mitad de su cuerpo de caballo; por el contrario, podemos decir que se trata de un caballo con una mitad humanoide; o podemos decir que se trata de un ser híbrido ad initium. Cada una de estas maneras de ver dicho ente cambia la actitud y la posición del estudio. Depende incluso la disciplina que lo estudia si se le considera como hombre, como animal, como maravilla, como ser múltiple, etcétera. Es decir, puede ser estudiado por la medicina, la biología, la antropología, la religión, etcétera.







Principios de la individuación monstruosa. 


Un punto importante para la teratología es el que parte del hibridismo connatural al monstruo y se dirige hacia su unidad. Se ha visto que existen partos monstruosos: se dan a luz seres que poseen fragmentos de varios seres; tenemos las criaturas que nacen unidas en sus cuerpos; contamos también con los nacimientos de seres que poseen dos cabezas unidas en un cuerpo, o los ejemplos de dos cuerpos unidos en una sola cabeza. Aquí se abre la duda: ¿Se trata de un solo monstruo o de varios monstruos?


Esto no ha quedado claro del todo. Tiene sin embargo importancia, ya que delimita el ser y la individualidad de cada ente monstruoso. El punto es de tomarse en cuenta, ya que los seres completos son designados como individuos, es decir, el que no puede separarse en partes. Lo que le da existencia al ser es, en gran medida, su individuación: su no división en otros seres; también su no multiplicación al infinito, pero sobre todo, evita su desvanecimiento hacia la nada. Resulta significativo observar que en griego, para designar individuo o persona, se dice átomo (sin división, in-dividuo). Es bien sabido que existen partes de las que puede prescindirse y se sigue siendo un individuo. Si un hombre pierde una mano o un brazo, o incluso todos sus miembros, sigue siendo un ser humano. Pero si se le quitase, por ejemplo, un órgano vital como el corazón, dejaría de serlo, dejaría de ser (más propiamente, dejaría de existir). Este dejar de existir a causa de la amputación de algún órgano se da por la consiguiente muerte del individuo y atañe a todos los órganos vitales. Pero si le quitamos el cerebro, por ejemplo, y pudiéramos mantenerlo vivo, su humanidad misma quedaría en entredicho.


El órgano del cuerpo que alberga alma o espíritu será fundamental para la designación de monstruo y para elucidar sobre su multiplicidad según el caso. Si debemos atender al problema de delimitar el número de monstruos, nos veremos obligados a atenernos a un cierto criterio que nos indique el límite del individuo; deberemos establecer cual es el asiento último de la entidad biológica, el punto vital por excelencia, el asiento del alma, el centro que acoge la fuerza energética, etcétera, de acuerdo con el enfoque que queramos darle. Puede parecer este punto una sutileza sin importancia, pero debemos recordar que aún hoy la cuestión de los trasplantes de órganos, sobre todo de cerebro, produce conflictos de ética médica y jurídica. Aún hoy muchas personas mueren por no recibir órganos externos que la mayor parte juzgaría como “no comprometidos” (sangre por ejemplo), por considerarlo antinatural, antiético, etcétera. 


Cabe decir que actualmente, salvo excepciones, es el cerebro el que suele considerarse como baluarte último de individualidad. Sin embargo, esto no siempre ha sido así. Para Nieremberg, no siempre resulta claro la parte del cuerpo donde se encuentra el principio de individuación y el asiento del alma. Si bien se inclina y defiende que es la cabeza, señala que “en Bauiera se vio una niña con dos cabeças regidas por vn espiritu”. Es por ello que posteriormente añade: “Sospecho que aun no es constante argumento la vnidad de las cabeças para la singularidad del sujeto, si el resto del cuerpo es doblado”. Señala también que en un animal, aunque haya varias partes unidas, si están unidas se trata entonces de un solo individuo, lo que no ocurre con el humano, que si tiene varias cabezas con diferentes pareceres, se trata entonces de dos o más individuos. Respecto a la dependencia del ser a alguna propiedad corporal, más importancia da Fuentelapeña, eminente teratólogo, a la cabeza sobre otras: “mayor dependencia parece tener el animal para su natural subsistencia de la cabeça, que del color, porque aquella es parte substancial, y la más principal de las integrantes, y de quien parece pende la forma sensitiva pro priori”.


Para determinar la individuación de la persona, y en casos en los que nacen juntos dos seres, determinar si son dos o uno solo, se debe remitir a si tiene duplicado el órgano en el que se asienta el alma. “Son tres los principales, en los quales huvo controuersia entre los antiguos, y dura en parte hasta oy; en qual dellos puso su Corte, y silla el alma. Son estos el higado, el coraçon, la cabeça, y desta necessariamente el celebro”. Nieremberg, después de ejemplificar los diferentes casos, defiende la idea del cerebro como asiento del alma y principio de individuación; no obstante, la especificación es asimismo problemática: “No hay también pequeña dificultad acerca de la especificación de los monstros, porque como nacen algunos con figuras diuersas de encontrados animales, es grande duda a qual especie dellos se reduciran, o si se compondra de todas vna, o vn todo diverso de todas”. Nieremberg señala que para determinar a que especie pertenecen, “Las mas constantes reglas son por sus causas: las no tan ciertas por sus figuras solamente”.


El monstruo y la idea de naturaleza. 


Como bien señala Bécares, se ha visto a la naturaleza como vía de conocimiento divino. Guglielmi recuerda que “para Dión Crisóstomo (s. I), la contemplación de la naturaleza vale tanto como aprehenderla, equivale a una iniciación”. El monstruo tendrá su lugar en la naturaleza. Con frecuencia el monstruo es percibido como un elemento que desvirtúa dicha naturaleza, pero para otros, forma parte esencial de la misma y hasta la orna; Nieremberg, por su parte, señala que: “Es tan hermosa la naturaleza, y tan cabal en sus obras, que aun no le falta deformidad en algunas: un lunar suele causar más gracia. Los monstruos son parte de su hermosura”.


Panikkar señala con toda su importancia que “La cuestión de la naturaleza vista con toda su amplitud y generalidad es el problema del ser y del sentido del ser”. Es por ello que en un capítulo como el de “ontología teratológica” no podía faltar. Veamos algunas máximas que siguen de una manera coherente el principio: “Natura facit quod melius est”. “De ahí la justificación del lema de Seneca: naturam sequi! No hay ningún vicio natural”. “Peccare nihil aliud est quam recedere ab eo quod est secundum naturam”, dice Santo Tomás. Pecar es no obedecer a la naturaleza. Análoga a la máxima de san Buenaventura: “La naturaleza, en cuanto tal, siempre es recta y nunca peca”, y similar a la máxima de Dante “Lo naturale è sempre senza errore”. Ya veremos posteriormente como el monstruo es ligado conceptualmente al pecado por muchos autores, y aun por una creencia general. El monstruo parece insertarse como contraejemplo, como lo antitético a la naturaleza, pero dentro de ella: es híbrido, es complicación, es error; va en contra del principio de “Natura simplicibus gaudet”; esto en otras palabras puede explicarse como lo hace el propio Panikkar: “Es igualmente un aspecto de la sabiduría divina que hace que las cosas consigan su fin de la manera menos complicada y que junto a esta consecución sencilla del fin se junte la complacencia natural a la adquisición de la perfección de cada ser. Natura enim simplex est!” 


Por otro lado, el monstruo es enrevesado, complicado. Es un híbrido de varios seres. Recordemos la crítica que realiza Horacio sobre la utilizción de monstruos. Existe también la opinión de que la naturaleza del mal –con la que a veces se identifica al monstruo– está inserta en el bien; “Omnis natura bona”. Sin embargo, es corriente la atribución de una completa bondad a la naturaleza: “Es consecuencia del origen divino de la naturaleza y es frase revelada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: “Omnis creatura Dei bona est”. El pecado no es otra cosa que apartarse de la naturaleza. La posición contraria es la de que se trata de dos naturalezas completamente diferentes. “Natura daemoniaca, sed non divina”. Naturaleza con númen propio, pero siempre recordando que daimon no tiene sentido negativo forzosamente: “Es difícil precisar el sentido del daimon aristotélico, pero en cualquier caso se distingue del deios. En el fondo es una nueva expresión de la idea ya conocida de la nobleza de la naturaleza y su superioridad frente a todo, pues es el intrumento directo en manos de la Divinidad”.


A partir de lo anterior podemos considerar el siguiente punto. El monstruo como error de la naturaleza Los animales fabulosos y por tanto los monstruos pueden ser considerados como la negación o burla de la razón y del orden. Algunos hombres y monstruos son considerados como un error de la naturaleza;  "debió nacer ‘tal’ y nació ‘tal’ diverso”. Incluso muchos de los mismos afectados lo ven de esa manera. Pues bien, esto presenta implicaciones filosóficas importantes. El simple hecho de que la Naturaleza se equivoque es la prueba de que se puede equivocar, hecho que conlleva graves consecuencias. La imagen de Dios y la naturaleza no serán las mismas después de una revisión conceptual en este sentido. Se abren de esta manera las incógnitas siguientes: ¿Es posible que Dios se equivoque? ¿Es posible que la naturaleza se equivoque? Si, por un lado, la respuesta es afirmativa, entonces no hay infalibilidad natural o infalibilidad divina según el caso. Tenemos entonces, para la visión míticorreligiosa del mundo, un problema. Si Dios se equivoca, no es perfecto. Dado este razonamiento, se excluyó, de entrada, semejante respuesta. Si, por otro lado, la respuesta es negativa, se abre una nueva cuestión: ¿procede el error de Dios? Existen dos posibilidades: una es delegar el mal y el error en un ser maligno, pero ello opera en demérito de un Dios omnipotente y omnipresente. Si se quieren evitar problemas, se debe entonces dar una justificación calificando dicho error como sólo aparente, y que el error no sea tal, sino que se inserte en un plan divino, que dicho sea de paso, puede ser comprensible o (y de manera preferente) incomprensible para la inteligencia humana. El error se comete con el permiso de Dios:


Todo lo que es hecho por Dios es en cierta manera natural, por la razón que sólo Dios mueve desde dentro, y todo movimiento intrínseco es natural, ya provenga de la naturaleza de aquel ser de Dios en –última instancia– o ya sea Dios mismo quien directamente mueva a aquel ser de alguna determinada manera. Y éste es el único otro modo de actuación natural de un ser, pues sólo Dios puede mover desde dentro, como se dijo ya. Y la razón última es porque natura non potest agere nisi Deo agente. 


Para algunos autores, el monstruo es desorden y va contra natura. Para Aristóteles el monstruo va contra la generalidad de la naturaleza, pero no contra la naturaleza misma. La monstruosidad, para Aristóteles, es mucho más amplia que la de los modernos, ya que en ella puede caber incluso un niño que no se pareciese a sus padres en la medida en que él evidencia que la Naturaleza ha sobrepasado límites del tipo original. Otras ideas importantes para la monstruología pueden ser tomadas de la Generación de los animales de Aristóteles; en ella se observa que la naturaleza no obra por azar, sino que tiene sus hábitos; según esta visión, la Naturaleza no hace nada sin un fin; tampoco se equivoca, aunque algunos de sus productos se salgan de la norma. En este sentido, san Isidoro de Sevilla, en el Lib. XI (Del hombre y los seres prodigiosos), 3 y 4, de su Etimologías, señala lo siguiente: “Varrón dice que portentos son las cosas que parecen nacer en contra de la ley de la naturaleza. En realidad, no acontecen contra la naturaleza, puesto que suceden por voluntad divina, y voluntad del Creador es la naturaleza de todo lo creado”.


De esta manera, san Isidoro considera al respecto que la maravilla no es contraria a los dictados de la naturaleza, sino salen de la norma para avisar de algo especial: “el portento no se realiza en contra de la naturaleza, sino en contra de la naturaleza conocida. Y se conocen con el nombre de portentos, ostentos, monstruos y prodigios, porque anuncian (portendere), manifiestan (ostendere), muestran (monstrare) y predicen (praedicare) algo futuro” (Id.). Sin embargo, otra posición tiene Valerio Martini, quien se hallaba publicando en Venecia varias obras entre 1628 y 1636; particularmente en su De cuisdam monstri generatione Epistola, que data de 1607, define a los monstruos más como pecados de la naturaleza que como res naturales. Dentro de este mismo contexto puede explicarse que para Zanardus los sapos provengan de materia pútrida, nos encontramos con la corrupción de la naturaleza.


Para la visión religiosa, la idea de la Naturaleza como creación es fundamental; la encontramos a lo largo de la Biblia, ejemplificada bien en los Salmos. La infabilidad tanto de Dios como de la naturaleza es apriorística. Dentro de esta visión, la teleología es no sólo recurrente, sino en ocasiones sobrevalorada; podríamos decir que encuentra su base en la máxima de “Natura determinatur ad unum”: la naturaleza de cada ser está determinada por su fin específico. Existe, sin embargo, otra visión religiosa por medio de la cual podemos completar los errores de la creación. Genialmente Borges, en “El idioma analítico de John Wilkins”, nos aporta ideas enriquecedoras en este punto:


El mundo –escribe David Hume– es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa predicción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto (Dialogues Concerning Natural Religion, V, 1779). Cabe ir más lejos; cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgánico, unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario de Dios. 


Teniendo el mundo el baldón de ignominia de ser casi el aborto de un dios de tercera categoría, el monstruo alcanza cierta grandeza al ser el ser abyecto de un mundo abyecto. Pero no es sólo pesimismo el que prevalece; es interesante también la hipótesis de una tribu del oriente de África; en esta idea el pragmatismo explicativo contiene profundidad lógica, además de una sutil dosis de humor: “Dicen que aunque Dios es bueno y deseó el bien para todos, tiene por desgracia un hermano medio tonto que siempre interfiere con lo que Él hace”.


Prosigue Campbell: “El hermano medio tonto de Dios podría explicar algunas de las deprimentes y absurdas tragedias de la vida, que la idea de un individuo omnipotente, de ilimitada buena voluntad para cada una de las almas, no puede explicar de ninguna manera” cita a su vez a Harry Emerson Fosdick, As I see Religion. “Los diablos, tanto los estúpidos lujuriosos como los engañadores astutos y avisados, son siempre payasos. Aunque pueden triunfar en el mundo del espacio y del tiempo, tanto su persona como su obra desaparecen simplemente cuando la perspectiva se traslada a lo trascendental”. Es decir a los diablos –como a algunos monstruos– les acontece una crisis del ser que los difumina, que los convierte a la nada, ya que podrían no ser nada, porque no son ni bellos ni verdaderos ni reales. El monstruo también puede verse como el juego de Dios, como un divertimento divino una vez que el creador hubo terminado su obra


El hombre personifica las fuerzas naturales y les otorga una entidad diferente al interpretarlas; ya que resulta fundamental la noción de naturaleza para poder entender la noción de monstruo, para el juicio ontológico del ser terático, considero pertinente abordar el cosmos en relación con su eterno término contrapuesto, es decir, el caos. 







Tomado de:

SANTIESTEBAN, Héctor (2000): "El monstruo y su ser" En: Revista Relaciones. Estudios de historia y sociedad, Vol XXI, n° 81, Colegio de Michoacán, A. C., Zamora, México, pp.  96-114.


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