30 octubre 2019

Del mito al cuento. Adolfo Colombres




Del mito al cuento


Adolfo Colombres


El mito, en tanto esqueleto del mundo simbólico, no solo es una parte de la realidad, sino lo más significativo de ella, como si los sentidos se concentraran en él para componer los paradigmas de la cultura e instrumentar esa otra vía a la comprensión del mundo que es el pensamiento (o la "lógica") simbólico. Este no sustituye al analítico, sino que lo complementa con su recurrencia a la analogía para buscar equivalencias entre los distintos aspectos y niveles de la realidad natural y social. En la medida en que responde a las preguntas primordiales que se formulan las sociedades humanas, como las de dónde vienen y adonde van, el mito constituye el fundamento de toda verdad, el punto de partida ineludible de una antropología filosófica. 


Detrás del mito pueden esconderse hechos históricos de un pasado lejano, pero eso no lo convierte en un relato histórico, tal como llegó a sostenerlo la Escuela Histórica de Alemania y Estados Unidos, y Rivers en Inglaterra. Considerarlo así es negar la especificidad del pensamiento simbólico, del que el mito constituye su principal manifestación, y caer además en una incorrección metodológica, pues lo que no fue probado debidamente no puede ingresar en el campo de la historia científica. El mito proyecta la existencia a lo sagrado. Por él se deja de vivir en el mundo cotidiano y se penetra en un mundo transfigurado, modulado por la imaginación y el deseo, de lo que constituye acaso su más depurada expresión.


El tiempo del mito es el tiempo primordial, aquel en el que las cosas comenzaron a ser, fueron por primera vez. Por lo común, es ubicado en un tiempo anterior a las cronologías registradas e indeterminado, aunque no faltan casos en los que se le da una ubicación más o menos precisa en tales registros, como lo hicieron los aztecas con las eras de los soles. Hay quien señala que el tiempo del mito no es un tiempo pasado, sino un tiempo metahistórico, que comprende también el presente y el futuro, por la misma concepción circular que suele regirlo, hasta el extremo de que, por ejemplo, Mircea Eliade ve en el mito del eterno retorno un elemento fundamental de toda mitología. Así, para los mbyáguaraní, el espacio-tiempo transcurre circularmente, retornando al origen cada año. Pero esta idea circular del tiempo que se observa en los mitos no debe ser entendida como una clausura al cambio, a la innovación, y por lo tanto un ponerse de espaldas a la historia. Conforma a lo sumo un argumento que será cada tanto recreado, reinterpretado para ajustarlo a las nuevas circunstancias de la existencia social. Para comprobarlo, basta con realizar un estudio diacrónico  de algunos mitos y de la naturaleza misma de los procesos de mitogénesis. El mito "quiere" que los significados estén dados de una vez para siempre, pero su estructura no es impermeable a todo cambio de significación, aunque el cambio opere en él con mayor lentitud que en el mundo fenoménico (lo que no es de extrañar, pues su función es catalizar en paradigmas los núcleos de las experiencias históricas, y no experimentar por su cuenta).


El espacio del mito es también un espacio sagrado, distinto del cotidiano, aunque reproduzca con otro registro y libradas de los males de la historia las mismas referencias culturales, como se observa, por ejemplo, en el caso de los guaraníes. Es frecuente que el narrador se detenga a describir el mismo, y sobre todo cuando se quiere diferenciarlo del espacio real habitado por el grupo. Estas descripciones son menos frecuentes en la leyenda, y muy raras en el cuento. Conocer un mito es abordar el secreto de un origen y adquirir de este modo cierto poder o control sobre las cosas a las que se refiere. Sus temas centrales aluden al origen de los dioses (teogonía), del mundo (cosmogonía) y de los hombres (antropogonía), pero también tratan de las hazañas de los héroes culturales y hasta de personajes secundarios. No obstante, son casi siempre etiológicos, desde que buscan explicar por qué algo existe o sucede.


El mito, al igual que el arte, recorta una determinada zona de la vida y la dota de una alta significación para proyectarla a la esfera de lo durable. Es decir, ciertos hechos que se consideran relevantes son sustraídos de la banalidad, convertidos en imágenes y fijados en el espacio de la intensidad y la luz, como un modelo para emular o para resolver una contradicción. Es por esto que alguien dijo que toda imagen es un mito que comienza su aventura (o sea que puede, con suerte, devenir un mito). El mito se manifiesta con una gran riqueza en el mundo indígena de América, desplegándose en múltiples estilos étnicos de narración aún escasamente estudiados. Hay sociedades que imponen una fiel y exacta transmisión de los mitos, no permitiendo ninguna frase y ni siquiera una palabra fuera de lugar, mientras que otras valoran la creación poética, convirtiéndola en motivo de prestigio. La leyenda es un relato que también da cuenta del origen de una cosa, pero no se remonta con igual fuerza al illo tempore y el espacio sagrado, ni posee la compleja estructura del mito. Mientras este tiende a definir un universo coherente, aquella toca aspectos aislados, como si fuera el remanente de un sistema simbólico desaparecido. Malinowski observa tal fractura de la continuidad del testimonio en el caso de las leyendas, y destaca que estas se inscriben en el ámbito de las cosas que ordinariamente experimentan los miembros de una sociedad. Aunque tienen asimismo un valor paradigmático, este es menor al del mito. Se podría decir por eso que la leyenda es un mito parcialmente desacralizado, o, a la inversa, un cuento en proceso de sacralización. Al menos en América, ello resulta claro. 


En Europa la leyenda hunde sus raíces en lo histórico y aristocrático, apelando más a lo racional que a lo simbólico, como lo ponen de manifiesto las sagas, principal fuente de la que se desprendería. En la saga el hombre se enfrenta con otros hombres y con la naturaleza, no con fuerzas sobrenaturales, y a menudo es derrotado, culminando en la tragedia. Nuestras leyendas suelen ser también trágicas, mas por el simple motivo de que algo debe morir para que algo nazca; transformación en la que opera la fantasía creadora de lo maravilloso. Es por eso que en América las sagas son más míticas que históricas y legendarias, y para su comprensión habrá que recurrir, por lo tanto, más al pensamiento simbólico que al analítico. El cuento puede ser visto como la desacralización final de un mito, pero también como un mito que comienza su aventura desde lo profano y lo lúdicro. Porque siempre el cuento, se dijo, es vivido como ficción, algo que refleja la realidad pero no es la realidad. Se trata de un género tan antiguo como el mito, por lo que no se puede determinar cuál nació primero. Es que el origen mismo de los relatos antiguos que aún se cuentan en las sociedades tradicionales del mundo, sean mitos, leyendas o cuentos, es incierto. La tesis difusionista postuló a lo largo de los años que tuvieron un origen indoeuropeo, y que desde allí se difundieron a otros lugares como un préstamo cultural que se adaptaba a las distintas circunstancias. El evolucionismo, basándose en pruebas de carácter etnográfico y en la unidad esencial del pensamiento humano, defendió la teoría del origen múltiple, o sea, en distintos tiempos y espacios. 


En lo que se refiere a los mitos, la creación independiente suele ser manifiesta, pero en los cuentos populares que circulan por América, incluso en los sectores indígenas, la norma parece ser un proceso bastante acentuado de difusión, como puede observarse al comparar los corpus narrativos. Nuestros mitos y leyendas suelen carecer de un final feliz, y dejan poco sitio a lo emotivo y romántico La colección más antigua de cuentos de la que se tiene noticia sería el Panchatantra (Los Cinco Libros). Se compone de fábulas escritas en sánscrito, de origen desconocido, que se usaban en la India para educar a la casta de los brahmanes. En el año 1400 a.C. se registran ya cuentos en Egipto. De las colecciones primitivas europeas traducidas al francés entre 1560 y 1576 nacieron los famosos cuentos de hadas, los que alcanzarían gran popularidad a fines del siglo XVII por obra del escritor Charles Perrault (1628-1703), quien vino así a retroalimentar una oralidad desvanecida casi por completo. Entre 1812 y 1814, Guillermo y Jacobo Grimm publicaron sus recopilaciones de cuentos de Alemania, teorizando a la vez sobre este tipo de cuentos desde la perspectiva del romanticismo.


Podría decirse que el cuento de hadas vino a cubrir en Europa el vacío dejado por la muerte de las antiguas mitologías, recreando experiencias y situaciones arquetípicas a través de las cuales el niño, y también el hombre, pudieran identificarse. Huida de la razón, salto hacia ese tiempo dorado (aunque a menudo cruel) en que se compartía el mundo con los dioses y los animales dialogaban con los héroes, ayudándolos en los trances difíciles. En definitiva, mero afán de regreso a una magia en la que buena parte de América vive aún inmersa, sin necesidad, por lo tanto, de recurrir a sucedáneos, a reconstrucciones. Los pasajes del mito al cuento y del cuento al mito se vuelven aquí naturales, casi inadvertidos, pues por momentos se borran las fronteras. Lévi-Strauss observó que un mismo relato era narrado por un grupo étnico de Brasil como un mito, y por otro como un cuento. Si bien habrá casi siempre diferencias estructurales entre ambos tipos de relatos, lo determinante en última instancia será la vivencia que de ellos se tenga. Los cuentos de hadas que circulan a nivel popular fueron tomados de la tradición europea en épocas más o menos recientes, y adaptados a nuestros contextos específicos. También otros tipos de cuentos que se han recogido entre los sectores campesinos e incluso indígenas de América, revelan marcadas influencias de Europa, de Asia y hasta de África. Lo prueban tanto la obviedad de muchos de sus elementos (príncipes, ogros, dragones, serpientes de siete cabezas, etc.) como el estudio de tipos y motivos conforme a las clasificaciones de Aarne-Thompson, por lo que se debe centrar el análisis en las innovaciones arguméntales (variantes), en su adaptación a la cultura específica y en el estilo, pues en última instancia es esto lo que los legitimará como productos genuinos de nuestra literatura popular.


En 1928 Vladimir Propp publicó Morfología del cuento, obra que intenta superar el estudio de los motivos para centrar el análisis del cuento maravilloso popular en las funciones narrativas, lo que le permitió pasar del atomismo al estructuralismo. Las funciones de los personajes son para él los elementos constantes y repetidos del cuento maravilloso. Dichas funciones no son infinitas como los verbos, sino que quedan reducidas a treinta y uno. Estos tres géneros están claramente demarcados en la mayor parte de las culturas. Malinowski registró en las islas Trobriand el relato histórico (vivido o presenciado por el narrador o por otro miembro de la comunidad); la leyenda, con las características señaladas; los cuentos de oídas, sobre países lejanos o sucesos antiguos; y los cuentos sacros o mitos, llamados liliu. Los winnébago, al igual que la mayoría de los indios norteamericanos, distinguen claramente entre el mito, como relato sagrado no marcado por la tragedia (lo que lo diferencia de los mitos griegos), y los cuentos llamados realistas, tanto verídicos como ficcionales, marcados por los  padecimientos de la historia: guerras, pestes, hambres, crímenes, traiciones, choques culturales. También los pawnec diferencian las historias falsas de las historias verdaderas, ubicando entre las primeras a los mitos cosmogónicos y las hazañas de los héroes primordiales. No deja de resultar curioso que los relatos de ciertos hechos efectivamente acaecidos sean considerados falsos, mientras que los del mundo mítico sean tenidos por verdaderos, como si una poderosa intuición les advirtiera que la realidad pasa más por el orden simbólico que por el fenoménico. También los tobas de Argentina diferencian los mitos sagrados de los cuentos profanos; a los primeros llaman "historias de endeveras", y a los segundos "historias de jugando". 


Buenaventura Terán se sorprendió ante la comprobación de que tanto el Guayaga Lachigí (zorro) como el héroe cultural Kañagayí Taynikí, que desempeñan el papel de tramposos en esta narrativa, protagonizaban indistintamente y en forma continuada historias que se insertaban en ambas categorías, sin que se advirtiese siquiera un cambio de identidad en dichos personajes, lo que da cuenta de una ágil dialéctica entre lo sagrado y lo profano. Debemos referirnos aquí también a la fábula, un tipo de cuento originario de Oriente y cultivado en Europa por autores como Esopo, Fedro, La Fontaine y Samaniego. Aún forma parte en este continente de la literatura popular, como una oralidad secundaria. Su trasvasamiento a América se dio tanto por la vía oral como por la escrita, y de esta manera varias lograron legitimarse a un nivel popular. Su principal característica es ocultar una enseñanza moral bajo el velo de una ficción en la que intervienen animales. La literatura culta las registra generalmente en verso, pero a nivel popular se dan casi siempre en prosa. El peligro estriba en llamar fábulas a los relatos indígenas y campesinos de animales, simples divertimentos que carecen por lo común de una intención moralizante específica (aunque no del ethos que subyace en casi toda literatura popular), no se narran por cierto en verso y responden a una tradición narrativa muy distinta, que colinda a veces con el mito. Hacerlo es alimentar un reduccionismo tan fácil como empobrecedor. 


Junto a los cuentos populares están también los casos o sucedidos, por lo común menos estructurados que aquellos, de escaso desarrollo y una pretensión de veracidad que puede resultar cierta, al menos en parte, por transcurrir en una zona fronteriza con lo real, más cerca de la crónica que de la ficción.




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