19 agosto 2015

Michelet y el abismo del mal. Georges Bataille




Michelet y el abismo del mal

Georges Bataille


Pocos hombres apostaron con más ingenuidad que Michelet por unas cuantas ideas simples: para él, el progreso de la Verdad y de la Justicia, y el retorno a las leyes de la Naturaleza, eran procesos indefectibles. Su obra es, en ese sentido, un hermoso acto de fe. Pero aunque percibió mal los límites de la razón, las pasiones que se oponen a ella - es la paradoja que me sorprende- encontraron en él, en algún caso, a un cómplice. Yo no comprendo cómo llegó a escribir un libro como La Sorciére (La Bruja) (que sin duda obra de la suerte parece ser que algunos dossiers no utilizados hasta entonces, reunidos en el curso de algunos años, le decidieron a redactarla)-. La Bruja convierte a su autor en uno de los que con más humanidad han hablado del Mal.


A mi parecer se extraviaba. Pero los caminos que siguió - al azar, guiado por una curiosidad "malsana"- no dejan de llevar hacia nuestras verdades. No hay duda de que esas caminos son los del Mal. No del Mal que hacemos abusando de la fuerza a costa da los débiles: sino de ese Mal, al contrario, exigido por un deseo enloquecido de libertad, y que va contra el propio interés. Michelet lo consideraba como un rodeo que hubiera dado el Bien. Intentó legitimarlo cuando le era posible: la bruja era la víctima y moría en el horror de las llamas. Era natural invertir los valores de los teólogos. ¿No se hallaba el Mal del lado del verdugo? La bruja encarnaba a la humanidad sufriente, que los fuertes perseguían. Estos puntos de vista, sin duda fundados en parte, corrían el riesgo de impedir a priori al historiador ver más allá. Pero su alegato oculta una intención profunda. Lo que sensiblemente guiaba a Michelet era el vértigo del Mal: era una especie de extravío. El abismo del Mal atrae, independientemente de las ventajas que se deriven de las malas acciones (al menos de algunas de ellas, pero si se consideran en su conjunto los caminos del Mal, ¡qué pocos llevan al interés!).


El sacrificio.


Los datos de este problema no son externos a sus orígenes históricos, es decir, a la oposición del maleficio y el sacrificio. Este enfrentamiento no es en ninguna parte tan vivo como en el mundo cristiano que lo iluminó con los fulgores de innumerables hogueras. Pero aproximadamente viene a ser el mismo en todos partes y en todas las épocas: es una constante que afecta por una parte a la iniciativa social, que confiere al sacrificio una dignidad, vinculada a las religiones y que afecta, por otra parte, a la iniciativa particular, no social que subraya el sentido poco recomendable del sacrificio, vinculado a las prácticas de la magia. Esta constante responde sin duda a alguna necesidad elemental, cuyo enunciado debería imponerse por su carácter evidente.


He ahí lo que habremos de demostrar. Lo mismo que algunos insectos, en condiciones determinadas, se dirigen juntos hacia un foco de luz, nosotros nos dirigimos todos a la parte opuesta a una región donde domina la muerte. El resorte de la actividad humana es por lo general el deseo de alcanzar el punto más alejado posible del terreno fúnebre (que se caracteriza por lo podrido, lo sucio, lo impuro): por todas partes borramos las huellas, los signos, los símbolos de la muerte, a costa de incesantes esfuerzos. Llegamos a borrar incluso, si es posible, las huellas y los signos de esos esfuerzos. Nuestro deseo de elevarnos no es más que un síntoma, entre cientos, de esa fuerza que nos dirige hacia las antípodas de la muerte. El horror que experimentan los ricos ante los obreros, el pánico que sienten los pequeños burgueses ante la idea de caer en la condición obrera procede del hecho de que a sus ojos los pobres están más cerca que ellos de la guadaña de la muerte. Y a veces esos caminos turbios de la suciedad, de la impotencia, del lodazal, que se deslizan hacia la muerte son más aún objeto de nuestra aversión que la misma muerte. Esta inclinación angustiada actúa quizá todavía más en nuestras afirmaciones de principios morales que en nuestros reflejos. Nuestras afirmaciones son veladas: palabras altisonantes confieren a una aceitada negativa un sentido positivo - vacío, evidentemente -, pero engalanado con el brillo de los valores resplandecientes. Sólo sabemos dar el primer rango al bien de todos - ganancia fácil y pan asegurado -, fines legítimos y puramente negativos (se trata en realidad de alejar a la muerte). En la escala de la sabiduría nuestras concepciones generales de la vida son siempre reductibles al deseo de durar. Michelet, en esto, no se diferencia de los más sabios. 


Esta actitud y estos principios son inmutables. Por lo menos, en tanto que existen siguen siendo y deben seguir siendo la base. Pero no podríamos adherirnos a ellos por completo. Incluso para buscar el interés que ellos persiguen, es necesario contravenirlos en una cierta medida. A veces la vida necesita no huir de las sombras de la muerte, sino por el contrario dejarlas crecer en sí, hasta los límites del desfallecimiento, hasta el fin de la misma muerte. El constante retorno de elementos aborrecidos - cotra los que se dirigen los movimientos de la vida- seda en las condiciones normales pero insuficientemente. Por lo menos no es suficiente que las sombras de la muerte renazcan u pesar muestro: debemos incluso atraerlas voluntariamente - de un modo que responda con exactitud a nuestras necesidades (me refiero a las sombras, no a la muerte misma)-. Para ello nos sirven las artes que, en las salas de espectáculos, tienen como efecto llevarnos al más alto grado posible de angustia. Las artes - o por lo menos algunas de ellas- evocan sin cesar ante nosotros esos desórdenes, esos desgarramientos y esas decadencias que toda nuestra actividad está encaminada a evitar. (Proposición que se verifica incluso en el arte cómico) Por muy poco peso que tengan, en última instancia, estos elementos que queremos eliminar de nuestra vida, y que de nuevo nos traen las artes, no dejan de ser signos de muerte: si reímos, si lloramos, es por que, víctimas por un instante de un juego o depositarios de un secreto, la muerte nos parece libera. Pero esto no quiere decir que el horror que nos inspira se haya hecho ajeno a nosotros: sino que lo hemos superado por un instante. 


Indudablemente los impulsos vitales provocados de este modo carecen de alcance práctico: no poseen la fuerza convincente de aquellos que, al proceder de la aversión, provocan el sentimiento del trabajo necesario. Pero no por ello tienen menos valor. Lo que la risa enseña es que al evitar con prudencia los elementos de muerte, tendemos tan sólo a conservar la vida: pero en cambio al penetrar en la región que la prudencia nos aconseja evitar, la vivimos. Porque la locura de la risa es sólo aparente. Al arder al contacto con la muerte, al extraer de los signos que representan su vacío una reduplicación de la conciencia del ser, y al introducir -violentamente- lo que debía ser rechazado, nos saca durante un cierto tiempo del callejón sin salida en el que encierran la vida aquellos que no saben hacer más que conservarla. 


Excediéndome un poco de la intención limitada que tengo de plantear razonablemente el problema del Mal, diré del ser que nosotros somos, que es, en primer lugar, finito (individuo mortal). Sus límites le son sin duda necesarios, pero no obstante él no puede soportarlos. Transgrediendo esos límites necesarios para su conservación es como afirma su esencia. El carácter finito de los únicos seres conocidos sería contrario, admitámoslo, a otros caracteres del ser, si no estuviera paliado por una extrema inestabilidad. Además no importa: me queda por recordar que esas artes que mantienen en nosotros la angustia y la superación de la angustia, son las herederas de las religiones. Nuestras tragedias, nuestras comedias son la prolongación de los antiguos sacrificios, cuya disposición responde con más claridad a mis descripciones. Prácticamente, todos los pueblos han atribuido la mayor importancia a esas solemnes destrucciones de animales, de hombres o de vegetales, que unas veces efectivamente eran de gran valor, y que otras eran ficticiamente tasados como si tuvieran gran valor. Estas destrucciones, en su principio, eran consideradas criminales, pero la comunidad tenía la obligación de realizarlas. Los fines que se atribuían, abiertamente, a los sacrificios eran muy diversos, y por tanto hemos de buscar por nosotros mismos, y remontándonos más allá, el origen de una práctica tan general. La opinión más juiciosa consideraba al sacrificio como la institución que fundamentaba el vínculo social (pero no aclaraba, también es cierto, por qué razón una efusión de sangre, consolidaba el vínculo social mejor que otros medios). Pero si necesitamos aproximarnos lo más cerca y con la mayor frecuencia- al objeto mismo de nuestro horror, si el hecho de introducir no la vida, dañándola lo menos posible, la mayor cantidad posible de elementos que la contradigan, es lo que define a nuestra naturaleza, en ese caso la operación del sacrificio no es ya esa conducta humana elemental, y sin embargo, ininteligible, que era hasta este momento. (Era inevitable que una costumbre tan eminente "respondiera a alguna elemental necesidad cuyo enunciado se impone por un carácter evidente".) Claro está que la mayor cantidad posible, suele ser poco, y que para reducir al mínimo los daños solía recurrirse a muchos trucos. Dependió de la fuerza relativa: el pueblo dispuesto a ello, llevaba las cosas más lejos. Las hecatombes aztecas indican el grado de horror en que se puede llegar. Los millares de víctimas aztecas del Mal no eran sólo cautivos: los altares estaban alimentados por las Guerras, y la muerte en el combate asociaba expresamente a los hombres de la tribu con la muerte ritual de los otros. Incluso a veces, en determinadas fiestas, los mejicanos sacrificaban a sus propios hijos. El carácter de la operación, que pretende que alcance el  más alto grado tolerable de horror, se resalta penosamente en este caso. Fue necesaria una ley, que ordenara el castigo de los hombres que al ver a aquellos niño; conducidos al templo, se apartaban del cortejo. El límite, en último extremo, es el desfallecimiento. 


La vida humana implica ese violento movimiento (de otro modo podríamos prescindir de las artes). El hecho de que los momentos de intensidad de la vida sean necesarios para fundamentar el vínculo social es de un interés secundario. El vinculo ha de ser fundado y comprendemos fácilmente que lo fuera mediante el sacrificio: porque los momentos de intensidad son los momentos de exceso y de fusión de los seres. Pero los seres humanos no fueron llevados a su punto de fusión porque tenían que formar las sociedades (como cuando nosotros fundimos distintos pedazos de un metal para hacer con ellos un solo pedazo nuevo). Cuando llegamos mediante la angustia o la superación de la angustia a esos estados de fusión, de los que la risa o las lágrimas son casos particulares, respondemos, me parece, de acuerdo con los medios propios del hombre, a la exigencia elemental de seres finitos.


Algo de la bruja se une a la 
idea  de seducción.


El maleficio.


Lejos de ser el origen del sacrificio, la institución del lazo social puede llegar incluso a disminuir su valor. El sacrificio ocupa en la ciudad un rango elevado, se relaciona con los deseos más santos y al mismo tiempo más conservadores (en el sentido de sostén de la vida y de las obras). En realidad, lo que él funda, se aleja al máximo del movimiento inicial que es su sentido. Pero en cambio no ocurre lo mismo con el maleficio. Los autores del sacrificio tenían conciencia del crimen que en el fondo suponía la inmolación. Pero lo consumaban para obtener un bien. El Bien seguía siendo el fin último del sacrificio. De este modo la operación quedaba viciada y como fallida. El maleficio, evidentemente, no tiene como origen el fracaso del sacrificio, pero no fracasa por las mismas razones. Se consumaba para fines ajenos e incluso opuestos al Bien (esto es lo que le diferencia del sacrificio, y no, ningún otro carácter esencial). En estas condiciones había pocas´probabilidades de que se atenuase la transgresión sobre la que está fundado. El sacrificio reduce, en lo posible, la intrusión de elementos perturbadores: logra sus efectos por el contraste obtenido al resaltar la pureza, la nobleza de la víctima y del lugar. En cambio en el caso del maleficio a posible insistir sobre el elemento negro. 


Aunque no es esencial para la realización de la magia, ésta encuentra en él su campo de elección. La brujería pasó a ser en la Edad Media exactamente el reverso de una religión que se confundía con la moral. Sabemos poca cosa del aquelarre (sólo las investigaciones represivas nos informan al respecto, y los acusados cansados de luchar, podían hacer confesiones que responderían a las ideas de los inquisidores) pero podemos admitir, con Michelet, que fue la parodia del sacrificio cristiano: lo que se llamó la misa negra. Aún cuando los relatos tradicionales fueran en parte imaginados, respondían en alguna medida a los datos reales: tenían por lo menos el valor significativo de un mito o de un sueño. El espíritu humano, sometido a la moral cristiana, se vio llevado a desarrollar nuevos enfrentamientos que se habían hecho posibles. Todos los caminos que nos permiten aproximarnos más al objeto de nuestro horror, tienen su valor. De un informe eclesiástico, Michelet saca la evocación turbadora de ese arrebato del espíritu que se acerca, tiembla y al que una fatalidad lleva ante lo peor: "Unos -dice- no veían allí más que el terror: otros parecían emocionados ante el orgullo melancólico en que parecía sumido el eterno Exiliado." Ese dios, del que los fieles "prefirieron la espalda", que de algún modo no servia para asegurar las obras comunes, responde a una trayectoria decidida que va en el sentido de la noche. 


La imagen de la muerte infamante de Dios, la más paradójica y la más rica, en la culminación de la idea de sacrificio, es superada mediante esta  inversión. La situación especial de la magia, no limitada por sentimiento alguno de responsabilidad ni de medida, confiere a la misa negra el sentido de un máximo de posibilidades. Se subestima la grandeza de esos ritos de cuyo sentido es una nostalgia de mancha. Tienen el carácter de parásitos: son las inversiones del tema cristiano. Pero la inversión, que parte de una audacia ya excesiva, viene a concluir un impulso cuya finalidad es volver a encontrar lo que cl deseo da perdurar nos obliga a evitar. El auge popular de los aquelarres respondió quizá, a finales de la Edad Media, al declinar de una Iglesia de la que viene a ser, si se quiere, el resplandor moribundo. Las innumerables hogueras, los suplicios de toda clase que la angustia de los sacerdotes opuso a este movimiento, subrayan ese sentido. A su carácter excepcional viene a añadirse el hecho de que los pueblos han perdido desde entonces el poder de responder a sus sueños por medio de ritos. Por eso el aquelarre puede ser considerado como una última palabra. El hombre mítico ha muerto, dejándonos ese último mensaje - en resumidas cuentas, una risa negra. A Michelet le corresponde el honor de haber concedido a esas fiestas del sin-sentido el valor que se les debe. Les restituyó el calor humano, que es más el de los corazones que el da los cuerpos. No es seguro que tenga razón cuando relaciona los aquelarres con las "grandes y terribles revueltas", con los levantamientos campesinos de la Edad Media. Pero los ritos de brujería son los ritos de los oprimidos. 


Una religión de pueblo conquistado se ha convertido en muchos casos en la magia de las sociedades formadas después de la conquista. Los ritos  nocturnos de la Edad Media prolongan, sin duda, en cierto sentido, los de la religión de los Antiguos (conservando los aspectos sospechosos: Satán es en cierto modo un Dionysos redivivus): son ritos de pagan¡, de campesinos, de esclavos, de víctimas de un orden establecido y de la autoridad de una religión dominante. Nada resulta claro en este mundo subterrá neo: lo cual no es óbice para que consideremos con respeto a Michelet, por haber hablado de él como de nuestro mundo - el que anima el temblor de nuestro corazón -, aquel en cuyo seno se encuentran la esperanza y la desesperanza que son nuestro patrimonio, esperanza y desesperanza en las que nos reconocemos. Las expresiones con que Michelet afirma la preeminencia de las mujeres en estas obras malditas son también un acierto. El capricho, la dulzura femenina ilumina el imperio de las tinieblas; algo de la bruja, como contrapartida, se une a la idea que nos hemos hecho de la seducción. La exaltación de la Mujer y del Amor que sustenta hoy nuestras riquezas morales, no se deriva sólo de las leyendas de caballería, sino también del papel que desempeñó la mujer en la magia: "Por cada brujo, diez mil brujas..." y les esperaba la tortura, las tenazas, el fuego. 


El bien, el mal y el valor.


Daré a continuación la conclusión de esta exposición del problema del Mal. Creo que se desprende de la forma en que he presentado el tema. La humanidad persigue dos fines, uno de los cuales, negativo, es conservar la vida (evitar la muerte) y el otro, positivo, es aumentar su intensidad. Estos dos fines no son contradictorios. Pero la intensidad jamás se ha aumentado sin peligro; la intensidad deseada por la mayoría (o el cuerpo social) está subordinada a la preocupación por mantener la vida y sus obras, que posee una primacía indiscutida. Pero cuando es buscada por las minorías o por los individuos, puede ser buscada sin esperanza, más allá del deseo de perdurar. La intensidad varia según la mayor o menor libertad. Este enfrentamiento de la intensidad y la perduración es válido en conjunto y presenta a veces muchas coincidencias (el ascetismo religioso; la búsqueda de fines individuales cuando se trata de la magia). La consideración del Bien y del Mal debe ser reexaminada a partir de estos datos.


La intensidad puede ser definida como el valor (es el único valor positivo), y la duración como el Bien (es el fin general propuesto a la virtud). La noción de intensidad no es reductible a la de placer, porque, como hemos visto, la búsqueda de la intensidad requiere que lleguemos hasta el malestar, hasta los límites del desfallecimiento. Por tanto, lo que yo llamo valor difiere a la vez del Bien y del placer. El valor a veces coincide con el Bien y a veces no coincide. Coincide a veces con el Mal: el valor se sitúa más allá del Bien y del Mal, pero aparece bajo dos formas opuestas, una vinculada al principio del Bien, la otra al del Mal. El deseo del Bien limita el impulso que nos lleva a buscar el valor. En cambio la libertad hacia el Mal, abre un acceso a las formas excesivas del valor. No obstante, estos datos no nos permiten concluir que el auténtico valor se sitúa del lado del Mal, El principio mismo del valor exige que nosotros lleguemos "lo más lejos posible". A este respecto, la asociación al principio del Bien mide "el más lejos" del cuerpo social (el punto extremo, más allá del cual la sociedad constituida no puede ir); la asociación al principio del Mal mide el "más lejos" que temporalmente alcanzan los individuos - o las minorías; "más lejos" no puede llegar nadie. Existe un tercer caso. Una minoría puede, en un momento de su historia, superar la pura y simple revuelta, y asumir poco a poco las obligaciones de un cuerpo social. Este último caso hace posibles ciertos desplazamientos de sentido. 




















Tomado de:
BATAILLE, Georges (1987): La literatura y el mal. Madrid, Taurus, pp. 97-114.

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