17 junio 2015

Rulfo, el lenguaje del mito. Carlos Fuentes




Rulfo, el lenguaje del mito

Carlos Fuentes


 Giambattista Vico, quien primero ubicó el origen de la sociedad en el lenguaje y el origen del lenguaje en la elaboración mítica, vio en los mitos la «universalidad imaginativa» de los orígenes de la humanidad: la imaginación de los pueblos ab-originales. La voz de Rulfo llega a esta raíz. Es, a la vez, silencio y lenguaje; y, para no sacrificar en ningún momento sus dos componentes, es, sobre todo, rumor. Claude Lévi-Strauss, en su Antropología estructural, nos dice que la función de los mitos consiste en incorporar y exhibir las oposiciones presentes en la estructura de la sociedad en la cual nace el mito. El mito es la manera en que una sociedad entiende e ignora su propia estructura; revela una presencia, pero también una carencia. Ello se debe a que el mito asimila los acontecimientos culturales y sociales. El hecho biológico de dar a luz se convierte, míticamente, en un hecho social. El juego entre realidad sexual y teatralidad erótica de Doloritas Preciado, Eduviges Dyada, Damiana Cisneros y Dorotea la Cuarraca en torno al «hijo» narrador, Juan Preciado, es parte de esta circulación entre biología y sociedad que opera el mitopuente. Hay más: Lévi-Strauss indica que en cada mito se refleja no sólo su propia poética (es decir, la manera en que el mito es contado en un momento o una sociedad determinados) sino que también da cabida a todas las variantes no dichas, de las cuales esta particular versión es sólo una variante más.


Vladimir Propp, en la Morfología del cuento, distingue una veintena de funciones propias del cuento de hadas ruso. El orden de las mismas puede variar, pero no se encuentra un cuento que no incluya, en una forma u otra, una combinación de varias de estas funciones. ¿Hay mitos nuevos, nacidos de circunstancias nuevas? Harry Levin recuerda que Emerson pidió una mitología industrial de Manchester, y Dickens se la dio; Trotski pidió un arte revolucionario que reflejase todas las contradicciones del sistema social revolucionario, pero Stalin se lo negó. La audiencia actual de telenovelas y novelas «divertidas» o light ignora que está leyendo combinaciones de mitos antiquísimos. Sin embargo, sólo la crítica del subdesarrollo sigue manteniendo el mito romántico de la originalidad, precisamente porque nuestras sociedades aún no rebasan las promesas sentimentales de las clases medias del siglo pasado. Todo gran escritor, todo gran crítico, todo gran lector, sabe que no hay libros huérfanos: no hay textos que no desciendan de otros textos.


El mito explica esta realidad genealógica y mimética de la literatura: no hay, como explica LéviStrauss, una sola versión del mito, de la cual todas las demás serían copias o distorsiones. Cada versión de la verdad le pertenece al mito. Es decir, cada versión del mito es parte del mito y éste es su poder. El mismo mito —Edipo, pongo por caso— puede ser contado anónimamente, o por Sócrates, Shakespeare, Racine, Hölderlin, Freud, Cocteau, Pasolini, y mil sueños y cuentos de hadas. Las variaciones reflejan el poder del mito. Traten ustedes de contar más de una vez, en cambio, una novela de Sidney Sheldon o de Jackie Collins.


Al contener todos estos aspectos de sí, el mito establece también múltiples relaciones con el lenguaje invisible o no dicho de una sociedad. El mito, en este sentido, es la expresión del lenguaje potencial de la sociedad en la cual se manifiesta. Esto es igualmente cierto en la antigüedad mediterránea y en la antigüedad mesoamericana, puesto que el mito y el lenguaje son respuestas al terror primario ante la inminencia de la catástrofe natural. Primero hablamos para contar un mito que nos permite comprender el mundo, y el mito requiere un lenguaje para manifestarse. Mito y lenguaje aparecen al mismo tiempo, y los mitos, escribe Vico, son el ingreso a la vasta imaginación de los primeros hombres. El lenguaje del mito nos permite conocer las voces mentales de los primeros hombres: dioses, familia, héroes, autoridad, sacrificios, leyes, conquista, valentía, fama, tierra, amor, vida y muerte: éstos son los temas primarios del mito, y los dioses son los primeros actores del mito. El hombre recuerda las historias de los dioses y las comunica, antes de morir, a sus hijos, a su familia. Pero el hombre abandona su hogar, viaja a Troya, obliga a los dioses a acompañarle, lucha, convierte el mito en épica y en la lucha épica —que es la lucha histórica— descubre su fisura personal, su falla heroica: de ser héroe épico, pasa a ser héroe trágico. Regresa al hogar, comunica la tragedia a la ciudad, y la ciudad, en la catarsis, se une al dolor del héroe caído y restablece, en la simpatía, los valores de la comunidad. 


Éste es el círculo de fuego de la antigüedad mediterránea —mito, épica y tragedia— que el cristianismo primero y la secularidad moderna, en seguida, excluyen, porque ambos creen en la redención en el futuro, en la vida eterna o en la utopía secular, en la ciudad de dios o en la ciudad del hombre. La novela occidental no regresa a la tragedia: se apoya en la épica precedente, degradándola y parodiándola (Don Quijote) pero vive una intensa nostalgia del mito que es el origen de la materia con la cual se hace literatura: el lenguaje.


Pedro Páramo no es una excepción a esta regla: la confirma con brillo incomparable, cuenta la historia épica del protagonista, pero esta historia es vulnerada por la historia mítica del lenguaje. Negar el mito sería negar el lenguaje y para mí éste es el drama de la novela de Rulfo. En el origen del mito está el lenguaje y en el origen del lenguaje está el mito: ambos son una respuesta al silencio aterrador del mundo anterior al hombre: el universo mudo al cual viaja el narrador de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, deteniéndose al borde del abismo. 


Por todo esto, es significativo que en el centro mismo de Pedro Páramo escuchemos el vasto silencio de una tormenta que se aproxima —y que este silencio sea roto por el mugido del ganado. Fulgor Sedano, el brazo armado del cacique, da órdenes a los vaqueros de aventar el ganado de Enmedio más allá de lo que fue Estagua, y de correr el de Estagua para los cerros del Vilmayo. «Y apriétenle —termina—, ¡que se nos vienen encima las aguas!». Apenas sale el último hombre a los campos lluviosos, entra a todo galope Miguel Páramo, el hijo consentido del cacique, se apea del caballo casi en las narices de Fulgor y deja que el caballo busque solo su pesebre. 


«—¿De dónde vienes a estas horas, muchacho?» —le pregunta Sedano.
«—Vengo de ordeñar» —contesta Miguel, y en seguida en la cocina, mientras le prepara sus huevos, le contesta a Damiana que llega «De por ahí, de visitar madres». Y pide que se le dé de comer igual que a él a una mujer que «allí está afuerita», con un molote en su rebozo que arrulla «diciendo que es su crío. Parece ser que le sucedió alguna desgracia allá en sus tiempos; pero, como nunca habla, nadie sabe lo que le pasó. Vive de limosna». El silencio es roto por las voces que no entendemos, las voces mudas del ganado mugiente, de la vaca ordeñada, de la mujer parturienta, del niño que nace, del molote inánime que arrulla en su rebozo una mendiga. Este silencio es el de la etimología misma de la palabra «mito»: mu, nos dice Erich Kahler, raíz del mito, es la imitación del sonido elemental, res, trueno, mugido, musitar, murmurar, murmullo, mutismo. De la misma raíz proviene el verbo griego muein, cerrar, cerrar los ojos, de donde derivan misterio y mística.


Novela misteriosa, mística, musitante, murmurante, mugiente y muda, Pedro Páramo concentra así todas las sonoridades muertas del mito. Mito y Muerte: ésas son las dos emes que coronan todas las demás antes de que las corone el nombre mismo de México: novela mexicana esencial, insuperada e insuperable, Pedro Páramo se resume en el espectro de nuestro país: un murmullo de polvo desde el otro lado del río de la muerte. La novela, como es sabido, se llamó originalmente Los murmullos, y Juan Preciado, al violar radicalmente las normas de su propia presentación narrativa para ingresar al mundo de los muertos de Comala, dice:

—Me mataron los murmullos.

Lo mató el silencio. Lo mató el misterio. Lo mató la muerte. Lo mató el mito de la muerte. Juan Preciado ingresa a Comala y al hacerlo ingresa al mito encarnando el proceso lingüístico descrito por Kahler y que consiste en dar a una palabra el significado opuesto: como el mutus latín, mudo, se transforma en el mot francés, palabra, la onomatopeya mu, el sonido inarticulado, el mugido, se convierte en mythos, la definición misma de la palabra. Pedro Páramo es una novela extraordinaria, entre otras cosas, porque se genera a sí misma, como novela mítica, de la misma manera que el mito se genera verbalmente: del mutismo de la nada a la identificación con la palabra, de mu a mythos y dentro del proceso colectivo que es indispensable a la gestación mítica, que nunca es un desarrollo individual. El acto, explica Hegel, es la épica. Pedro Páramo, el personaje, es un carácter de epopeya. 


Pero su novela, la que lleva su nombre, es un mito que despoja al personaje de su carácter épico. Cuando Juan Preciado es vencido por los murmullos, la narración deja de hablar en primera persona y asume una tercera persona colectiva: de allí en adelante, es el nosotros el que habla, el que reclama el mythos de la obra.


En la Antigüedad el mito nutre a la épica y a la tragedia. Es decir: las precede en el tiempo. Pero también en el lenguaje, puesto que el mito ilustra históricamente el paso del silencio —mutus— a la palabra —mythos.


La precedencia del mito en el tiempo, así como su naturaleza colectiva, son explicadas por Carl Gustav Jung cuando nos dice, en Los arquetipos del inconsciente colectivo, que los mitos son revelaciones originales de la psique preconsciente, declaraciones involuntarias acerca de eventos psíquicos inconscientes. Los mitos, añade Jung, poseen un significado vital. No sólo la representan: son la vida psíquica de la tribu, la cual inmediatamente cae hecha pedazos o decae cuando pierde su herencia mitológica, como un hombre que ha perdido su alma. Recuerdo dos narraciones modernas que de manera ejemplar asumen esta actitud colectiva en virtud de la cual el mito no es inventado, sino vivido por todos: el cuento de William Faulkner «Una rosa para Emilia» y la novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo. En estos dos relatos, el mito es la encarnación colectiva del tiempo, herencia de todos que debe ser mantenida, patéticamente, por todos, pues como lo escribió Vico, nosotros hicimos la historia, nosotros creamos el tiempo, y si ello es así, si la historia es obra de nuestra voluntad y no del capricho de los dioses o del curso de la naturaleza, entonces es nuestra obligación mantener la historia: mantener la memoria del tiempo. Es parte del deber de la vida: es mantenernos a nosotros mismos. 


Pedro Páramo también contiene su antes feliz: la Comala descrita por la voz ausente de Doloritas, el murmullo de la madre: «Un pueblo que huele a miel derramada». Pero este pueblo frondoso que guarda nuestros recuerdos como una alcancía sólo puede ser recobrado en el recuerdo; es el «Edén subvertido» de López Velarde, creación histórica de la memoria pero también mito creado por el recuerdo. Pero ¿quién puede recordar en Comala, quién puede crear la historia o el mito a partir de la memoria? ¿Quién tiene, en otras palabras, derecho al lenguaje en Comala? ¿Quién lo posee, quién no? Steven Boldy, el crítico inglés y catedrático del Emmanuel College, Cambridge, responde en un brillante estudio sobre Pedro Páramo: el dueño del lenguaje es el padre; los desposeídos del lenguaje son los demás, los que carecen de la autoridad paterna. Este pueblo frondoso ha sido destruido por un hombre que niega la responsabilidad colectiva y vive en el mundo aislado del poder físico individual, de la fuerza material y de las estrategias maquiavélicas que se necesitan para sujetar a la gente y asemejarla a las cosas.¿Cómo ocurre esto? ¿Por qué llega Juan Preciado a este pueblo muerto en busca de su padre? Ésta es la historia detrás de la épica: Pedro Páramo ama a una mujer que no pertenece a la esfera épica. Susana San Juan pertenece al mundo mítico de la locura, la infancia, el erotismo y la muerte. ¿Cómo poseer a esta mujer? ¿Cómo llegar a ella?


Pedro Páramo está acostumbrado a poseer todo lo que desea. Forma parte de un mundo donde el dueño de la esfera verbal es dueño de todos los que hablan, como el emperador Moctezuma, que llevaba el título de Tlatoani, el Señor de la Gran Voz, el monopolista del lenguaje. Un personaje de «Talpa», el cuento de Rulfo, tiene que gritar mientras reza, «nomás» para saber que está rezando y, acaso, para creer que Dios o el Tlatoani lo escuchan. Pedro Páramo es el padre que domina la novela de Rulfo, es su Tlatoani. Michel Foucault ha escrito que el padre es el elemento fundamental de la simbolización en la vida de cada individuo. Y su función —la más poderosa de todas las funciones— es pronunciar la ley y unir la ley al lenguaje. La oración esencial, por supuesto, se invoca «en el nombre del padre», y lo que el padre hace, en nuestro nombre y el suyo, es separarnos de nuestra madre para que el incesto no ocurra. Esto lo hace al nombrarnos: nos da su nombre y, por derivación, su ser, nos recuerda Boldy. 


Nombrar y existir, para el padre, son la misma cosa, y en Pedro Páramo el poder del cacique se expresa en estos términos cuando Pedro le dice a Fulgor: «La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros». La aplicación de esta ley exige la negación de los demás: los de más, los que sobran, los que no-son Pedro Páramo: «Esa gente no existe». Pero él —el Padre, el Señor— existe sólo en la medida en que ellos le temen, y al temerlo, lo reconocen, lo odian, pero lo necesitan para tener un nombre, una ley y una voz. Comala, ahora, ha muerto porque el Padre decidió cruzarse de brazos y dejar que el pueblo se muriera de hambre. «Y así lo hizo.» Su pretexto es que Comala convirtió en una feria la muerte de Susana San Juan. La verdad es otra: Pedro Páramo no pudo poseer a la mujer que amó porque no pudo transformarla en objeto de su propia esfera verbal. Pedro Páramo condena a muerte a Comala porque la condena al silencio —la condena al origen, antes del lenguaje—, pero Comala, Susana y finalmente Juan Preciado, saben algo que Pedro Páramo ignora: la muerte está en el origen, se empieza con la muerte, la vida es hija de la muerte, y el lenguaje proviene del silencio. Pedro Páramo cree que condena a muerte a un pueblo porque la muerte para él está en el futuro, la muerte es obra de la mano de Pedro Páramo, igual que el silencio. Para todos los demás —para ese coro de viejas nanas y señoritas abandonadas, brujas y limosneras, y sus pupilos fantasmales, los hijos de Pedro Páramo, Miguel y Abundio, y Juan Preciado al cabo— lo primero que debemos recordar es la muerte: nuestro origen, y el silencio: Mu, mito y mugido, primera palabra nacida del vacío y del terror de la muerte y del silencio. Para todos ellos, la muerte está en el origen, se empieza con la muerte, y acaso es esto lo que une, al cabo, al hijo de Pedro Páramo y a la amada de Pedro Páramo, a Juan Preciado y a Susana San Juan: los murmullos, el lenguaje incipiente, nacidos del silencio y de la muerte. El problema de Pedro Páramo es cómo acercarse a Susana. Cómo acercarse a Pedro Páramo es el problema de sus hijos, incluyendo a Juan Preciado, y éste también es un problema de la esfera verbal.


Pedro Páramo (1965),  novela de Juan Rulfo.
Al leerla recordamos nuestra propia muerte


¿Qué cosa puede acercarnos al padre? El lenguaje mismo que el padre quiso darnos primero y quitarnos en seguida: el lenguaje que es el poder del padre, pero su impotencia cuando lo pierde. Rulfo opta por algo mejor que una venganza contra el padre: lo suma a un esfuerzo para mantener el lenguaje mediante el mito, y el mito de Rulfo es el mito de la muerte a través de la búsqueda del padre y del lenguaje. Pedro Páramo es en cierto modo una telemaquia, la saga de la búsqueda y reunión con el padre, pero como el padre está muerto —lo asesinó uno de sus hijos, Abundio el arriero—, buscar al padre y reunirse con él es buscar a la muerte y reunirse con ella. Esta novela es la historia de la entrada de Juan Preciado al reino de la muerte, no porque encontró la suya, sino porque la muerte lo encontró a él, lo hizo parte de su educación, le enseñó a hablar e identificó muerte y voces o, más bien, la muerte como un ansia de palabra, la palabra como eso que Xavier Villaurrutia llamó, certeramente, la nostalgia de la muerte. Juan Preciado dice que los murmullos lo mataron: es decir, las palabras del silencio. «Mi cabeza venía llena de ruidos y de voces. De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de uno, pesadas.» Es la muerte la realidad que con mayor gravedad y temblor y ternura exige el lenguaje como prueba de su existencia.


Los mitos siempre se han contado junto a las tumbas: Rulfo va más lejos: va dentro de las tumbas, lado a lado, diálogo de los muertos: 

—Siento como si alguien caminara sobre nosotros.
—Ya déjate de miedos. […] Haz por pensar en cosas agradables porque vamos a  estar mucho tiempo enterrados.


La tierra de los muertos es el reino de Juan Rulfo y en él este autor crea y  encuentra su arquetipo narrativo, un arquetipo íntimamente ligado a la dualidad padre/madre, silencio / voz. Para Jung, el arquetipo es el contenido del inconsciente colectivo, y se manifiesta en dos movimientos: a partir de la madre, la matriz que le da forma; y a través del padre, el portador del arquetipo, su mitóforos. Desde esta ventana podemos ver la novela de Rulfo como una visita a la tierra de la muerte que se sirve del conducto mítico supremo, el regreso al útero, a la madre que es recipiente del mito, fecundada por el mito: Doloritas y las madres sustitutas, Eduviges, Damiana, Dorotea.


¿Hacia qué cosa nos conducen todas ellas junto con Juan Preciado? Hacia el  portador del mito, el padre de la tribu, el ancestro maldito, Pedro Páramo, el fundador del Nuevo Mundo, el violador de las madres, el padre de todititos los hijos de la chingada. Sólo que este padre se niega a portar el mito. Y al hacerlo, traiciona a su prole, no puede hacerse cargo de «las palabras de la tribu». El mito, indica Jung en sus Símbolos de transformación, es lo que es creído siempre, en todas partes y por todos. Por lo tanto, el hombre que cree que puede vivir sin el mito, o fuera de él, es una excepción. Es como un ser sin raíces, que carece de vínculo con el pasado, con la vida ancestral que sigue viviendo dentro de él, e incluso con la sociedad humana contemporánea. Como Pedro Páramo en sus últimos años, viejo e inmóvil en un equipal junto a la puerta grande de la Media Luna, esperando a Susana San Juan como Heathcliff esperó a Catherine  arnshaw en las Cumbres borrascosas, pero separado radicalmente de ella porque Susana pertenece al mundo mítico de la locura, la infancia, el erotismo y la muerte y Pedro pertenece al mundo histórico del poder, la conquista física de las cosas, la estrategia maquiavélica para subyugar a las personas y asemejarlas a las cosas. 


Este hombre fuera del mito, añade Jung, no vive en una casa como los demás hombres, sino que vive una vida propia, hundido en una manía subjetiva de su propia hechura, que él considera como una verdad recién descubierta. La verdad recién descubierta de Pedro Páramo es la muerte, su deseo de reunirse con Susana. «No tarda ya. No tarda. Ésta es mi muerte. Voy para allá. Ya voy.» Muere una vez que ha dejado a Comala morirse, porque Comala convirtió en una feria la muerte de Susana San Juan:

—Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre.

Y así lo hizo.
Al condenar a muerte a Comala y sentarse en un equipal a esperar la suya, Pedro Páramo aparece como ese hombre sin mito del cual habla Jung: por más que la haya sufrido y por más que la haya dado, es un recién venido al reino de la muerte, que es parte de la realidad de la psique. El poder del padre está dañado porque no cree en el mito —no cree en el lenguaje— y cuando los descubre, es en el sueño de una mujer que no compartirá su sueño —es decir, su mito— con él. Susana San Juan, en cambio, es protagonista de varios mitos entrecruzados: el del incesto con su padre Bartolomé, y el de la pareja idílica con su amante Florencio. Pero, al cabo, es portadora de uno que los resume todos: el del eterno presente de la muerte. Bartolomé, el otro padre, para poseer a su hija, mata a Florencio. Privada de su amante, Susana decide privarse de su padre. Pedro Páramo se encarga de Bartolomé San Juan, lo asesina para recuperar a Susana, la niña amada, treinta años después, pero al hacerlo la pierde, porque la pérdida del padre significa, para Susana, precisamente lo que la presencia del padre significa para el pueblo: ley: protección: lenguaje. Al perder a su padre, Susana pierde ley, protección y lenguaje: se hunde en el silencio, se vuelve loca, sólo participa de su propio monólogo verbal cerrado. Niega al padre. En seguida niega al padre religioso, el padre Rentería. En seguida niega a Dios Padre. ¿Cómo puede Susana San Juan, entonces, reconocer jamás al usurpador de la autoridad paterna, Pedro Páramo, si ha dejado de reconocer a Dios, fuente de la autoridad patriarcal? Ésta es la realidad que Pedro Páramo no puede penetrar ni poseer y ni siquiera puede ser reconocido por Susana porque jamás puede entrar a su universo verbal, un mundo de silencio impenetrable para el poder de Pedro sobre la palabra: «¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Ésa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber». Por una vez, el patriarca todopoderoso, el padre, el conquistador, es excluido. De manera que se cruza de brazos y deja que Comala se muera: Susana San Juan se le escapa, hasta en la muerte, a través de la misma muerte. 


Enterrada en vida, habitante de un mundo que rechina, prisionera de «una sepultura de sábanas», Susana no hace ningún distingo entre lo que Pedro Páramo llamaría vida y lo que llamaría muerte: si ella tiene «la boca llena de tierra» es, al mismo tiempo, porque «tengo la boca llena de ti, de tu boca, Florencio». Susana San Juan ama a un muerto: una muerta ama a un muerto. Y es ésta la puerta por donde Susana escapa al dominio de Pedro Páramo. Pues si el cacique tiene dominios, ella tiene demonios. Loco amor, lo llamaría Breton; loco amor de Pedro Páramo hacia Susana San Juan y loco amor de Susana San Juan hacia ese nombre de la muerte que es Florencio. Pero no loco amor de Susana y Pedro. Por su clima y temperamento, Pedro Páramo es una novela que se parece a otra: Cumbres borrascosas de Emily Brontë. Es interesante compararlas porque ha habido una pugna necia en torno a la novela de Rulfo, una dicotomía que insiste en juzgarla sólo bajo la especie poética o sólo bajo la especie política, sin entender que la tensión de la novela está entre ambos polos, el mito y la épica, y entre dos duraciones: la duración de la pasión y la duración del interés.


Leer a Juan Rulfo es como recordar nuestra propia muerte. Gracias al novelista, hemos estado presentes en nuestra muerte, que así pasa a formar parte de nuestra memoria. Estamos entonces mejor preparados para entender que no existe la dualidad vida y muerte, o la opción vida o muerte, sino que la muerte es parte de la vida: todo es vida. Al situar a la muerte en la vida, en el presente y, simultáneamente, en el origen, Rulfo contribuye poderosamente a crear una novela hispanoamericana moderna, es decir, abierta, inconclusa, que rehúsa un acabamiento —un acabado técnico, inclusive— que la prive de su resquicio, su hoyo, su Eros y su Tánatos. Literalmente, cada palabra debería ser final. Pero ésta es sólo su apariencia: de hecho, nunca hay última palabra, porque la novela existe gracias a una pluralidad de verdades: la verdad de la novela es siempre relativa. Su hogar, escribe Mijail Bajtin, es la conciencia individual, que por definición es parcial. Su gloria, recuerda Milan Kundera, es la de ser el paraíso transitorio en el que todos y cada uno tenemos el derecho de hablar y ser  escuchados. La novela es el instrumento del diálogo en este sentido profundo: no sólo el diálogo entre personajes, como lo entendió el realismo social y psicológico, sino el diálogo entre géneros, entre fuerzas sociales, entre lenguajes y entre tiempos históricos contiguos o alejados, como lo entendieron y entienden los generadores de la novela, Cervantes, Sterne y Diderot ayer, y Joyce, Kafka, Woolf, Broch y Faulkner en nuestro tiempo. Y Juan Rulfo.




















Tomado de:
FUENTES, Carlos (2011): La gran novela latinoamericana. Madrid, Alfaguara, pp. 79-87.

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