09 febrero 2015

Borges y la metáfora. Mercedes Blanco


Fotografía de Mariana Cook

Borges y la metáfora

Mercedes Blanco


No extraña que Borges afirme con frecuencia que descree de las estéticas y que él mismo carece de toda estética. La doctrina oficial que profesa el Borges maduro en las “conversaciones con los periodistas” representa, más que un sistema de firmes conclusiones, la cicatriz de un conflicto que nunca será del todo explícito y menos definitivamente resuelto. Sin embargo tiene valor como disciplina, como herramienta de un oficio. No deja de ser cierto que en los libros de poesía de Borges (al menos en los que son posteriores a El Hacedor) reina lo que podríamos caracterizar como una severa economía o parquedad en el uso de la metáfora. Si buscamos metáforas en estos textos, a primera vista nos desconcierta su ausencia; si los consideramos más detenidamente, nos admira su discreción. En los poemas dominan ampliamente figuras de tipo metonímico, fundadas en la contigüidad: la representación de un personaje o suceso por un objeto que le pertenece (una moneda, una llave, un espejo, un bastón), o de un acto por su instrumento (el puñal, la espada); las diversas formas de la enumeración y del catálogo; la hipálage que resulta de desplazar un adjetivo de un término a otro término contiguo en la cadena discursiva. Sin embargo, hallaremos en ellos metáforas, casi siempre con poco relieve, difícilmente perceptibles, que por lo general entrarán en uno de los apartados siguientes:


1. Metáforas que apenas notamos porque tendemos a interpretarlas como un realce decorativo para dar énfasis y dignidad a la dicción. Típicamente, pertenecen a esta categoría las metáforas que utilizan la mágica palabra “oro”: bruma de oro, la sombra de árboles de oro, remotas playas de oro, el tigre de oro, el aire de oro, la Afrodita de oro, el oro de Virgilio, el fuerte Siddharta de oro. Pueden ser variantes del “oro”, empleado como realce valioso, como señal genérica de emoción o de belleza, el bronce, el hierro o el metal, cuando belleza o emoción se presentan en modalidades épicas, y no eróticas: largos hexámetros de bronce, aquel hombre de hierro y de soberbia, De hierro, no de oro, fue la aurora, faz de metal y de melancolía. Sucede en contadas ocasiones que este énfasis épico o heráldico produzca metáforas más arriesgadas, y de gusto más dudoso: Que no profanen tu sagrado suelo, Inglaterra / el jabalí alemán y la hiena italiana, para la Alemania nazi y la Italia mussoliniana; hermoso como un león a mediodía, para el soldado israelí durante la guerra de los seis días.


2. Otras metáforas, más singulares e intelectualmente activas, pueden pasar desapercibidas porque están encapsuladas en una palabra sin incidencia en la cohesión sintáctica, lógica o narrativa, generalmente un adjetivo, a veces un adverbio, que cabe interpretar en ocasiones como hipálage: ruinosos ocasos, laberínticos reptiles, lentas costumbres de los astros, cóncava fama, cóncavo azul, arenas recelosas, piadosos símbolos, minucioso porvenir, azar ensangrentado, ociosas hojas, dócil cerradura, yelmo quimérico, terco arado, pánica memoria, desiertos días, inextricable sombra, nos une indescifrablemente, cristalino olvido, caudalosa amistad.


3. En un tercer caso, no muy frecuente pero importante, la metáfora puede pasar desapercibida por razones contrarias, por estar demasiado a la vista, por ser demasiado patente, como la carta robada en el cuento de Poe, o los topónimos en letras capitales que atraviesan casi toda la superficie de un mapa. Es lo que ocurre cuando una metáfora se propone como el compendio o la cifra un texto: el arte es una Itaca en “Arte poética”; labra un arduo cristal; el infinito Mapa de Aquél que es todas sus estrellas, en “Spinoza” (OC 2: 308); Dios, la Araña, en “Jonathan Edwards (1703-1758)” (OC 2: 288); yo me desangro en “Caja de música” (OC 3: 172) (para el que, escuchando música del Japón, siente que él mismo es esa música y que se desangra en sus gotas); esta insensata rosa, expresión que designa la pesadilla en “Efialtes” (OC 3: 113); ¿Qué arco habrá lanzado esta saeta que soy?, en “De que nada se sabe” (OC 3: 100); escalar la cumbre de este día, en “James Joyce” (OC 2: 361); esa virgen, la muerte, en “Eclesiastés, 1, 9” (OC 3: 298). No tiene nada de fortuito que en casi todos los casos que acabamos de citar, la metáfora sobre la cual convergen las razones y las sugestiones de un poema aparezca al final, como su culminación y su remate, a modo de epifonema. Puede aparecer también en el título del poema o incluso del libro, como sucede en “Los conjurados”, perífrasis metafórica para esos ciudadanos suizos que han tomado la “extraña resolución” de ser razonables y pacíficos. De hecho, muchos títulos de libro se dejan interpretar como metáforas arquitectónicas en este mismo sentido; indudablemente sucede así en “el oro de los tigres”, “la moneda de hierro”, “la rosa profunda”, “historia de la noche”. Es probable que la “rosa profunda”, cuyas variantes encontramos en el texto del libro, insensata rosa, rosa profunda, ilimitada, íntima, the unending rose, o en otros textos, una rosa amarilla (OC 2: 173), marfil o sangre u oro o tenebrosa, / como en sus manos, invisible rosa (OC 2: 269) sea interpretable como la metáfora de la poesía y de su magia metafórica, como la metáfora de las metáforas. Esta infinita rosa nace de múltiples poemas: nace de los triunfales y ruidosos versos de Marino, Púrpura del jardín, pompa del prado, gema de primavera, ojo de abril, pero también de la triste rosa fantasmal del soneto al espejo de Enrique Banchs, la rosa que en el vaso agonizante / también en él inclina la cabeza, y del verso de Mallarmé, une rose dans les ténèbres, cuya negativa plenitud surge cegadoramente como término de todo un soneto 23.


Este tipo de metáfora inventiva, exaltada como la cima o la cifra de un texto, sólo aparece en contados textos, y su escasez señala la actitud dominante de Borges, su persistente desconfianza hacia las “imágenes”. Pero su existencia lo demuestra muy accesible a la tentación que suponen cuando surgen con la energía de lo insustituible. La desconfianza, o la vigilancia, se traducen curiosamente por la aparición de la palabra “metáfora” en los mismos poemas, como procedimiento de lítote, un poco a modo de disculpa: Espero que me perdonen si incurro en una metáfora. Así, el poema “Eclesiastés, 1, 2”, no termina con la nota patética: esa virgen, la muerte, sino con este comentario que aligera el énfasis: esa virgen, la muerte. El castellano / permite esta metáfora. 


Borges no siempre resiste al placer de deslizar en sus versos las sospechosamente brillantes o extrañas metáforas de otros, como la del fuegojoya que aparece en una de las kenningar: Arden los hombres. Ahora se enfurece la Joya (OC 1: 379). El recuerdo de esta metáfora, o de sus propios comentarios acerca de ella, puede engendrar en su poesía unos versos finales de tanto efecto como: Dioses que moran más allá del ruego / la abandonaron a ese tigre, el fuego (OC 2: 195), o, unos años más tarde, la fórmula negra joya, aciaga y prisionera (OC 3: 85) para la pantera en su jaula. Pero sólo dejará entrar en sus versos a la famosa ruta de la ballena de los poetas de Islandia, una vez provista de comillas y enmarcada por un comentario digno de un ensayo crítico: 


Siempre lo cercó el mar de sus mayores,
los sajones, que al mar dieron el nombre
ruta de la ballena, en que se aúnan
las dos enormes cosas, la ballena
y los mares que largamente surca. (OC 3: 136)


Del largo debatirse de Borges con la cuestión de la metáfora quedan pues huellas en su propia labor de poeta, mostrando una vez más que reflexión y escritura corren “indescifrablemente” unidas. Pero la doctrina que aparece como resultado de este debate es menos un sistema de proposiciones que un nudo en donde confluyen cuestiones y dudas. La misma proposición que puede resumir esta doctrina, “las metáforas válidas son las que descansan en afinidades necesarias y reconocidas desde hace tiempo”, abre un problema más que lo resuelve. Nunca está claro si se trata de validez para el conocimiento o de valía estética, si lo que importa en la metáfora es la verdad del paradigma y la universalidad de las proposiciones que en ella se apoyan, o la particularidad de su actualización discursiva, de su expresión verbal, que se apoya en la configuración contingente de circunstancias narrativas y verbales. La doctrina de Borges parece necesitar, como hemos visto, una distinción entre las metáforas-paradigma y las metáforas-texto, y plantear como axioma que las primeras sólo son válidas si derivan de las primeras. 


Habría que añadir que esta condición es necesaria pero no suficiente. De ahí la desigual consideración de metáforas que derivan del mismo paradigma: según Borges, las Selvas hizo navegar y el viento, de Quevedo, es un gran verso; en cambio Góngora produce una metáfora “infausta” al escribir: Velero bosque de árboles poblado / que visten alas de inquieto lino (Idioma 55-56) (ni que decir tiene que el juicio es discutible). Ambos ejemplos se basan naturalmente en el mismo paradigma metafórico, el navío-árbol.


Le emociona extrañamente dolce color d’oriental zaffiro, el verso de Dante para la primera aurora que brilla al salir del infierno; en cambio, Góngora no halla gracia a sus ojos cuando escribe del toro celeste que en campos de zafiro pasce estrellas. Y es que el paradigma cielo-piedra preciosa, si es que existe, no basta para sostener estéticamente la metáfora. Si ésta es bella en el verso de Dante, es porque admite una determinación suplementaria, de orden etimológico y erudito: el zafiro es una piedra procedente de Oriente, aquí utilizada para calificar el color del cielo cuando amanece por oriente (OC 3: 362). Esta sobredeterminación está sostenida a su vez por la recurrencia de la sílaba “or” (color d’oriental), la misma sílaba que se repite dos veces en el verbo orior latino utilizado para indicar el levante del sol, y se subraya por la reiteración de /o/ en posición tónica (dolce color). La semejanza de color y brillo entre el cielo y el zafiro no es pues ni necesaria ni suficiente, y la metáfora se distingue por su delicado alejandrinismo, por la virtud cabalística de la etimología y los sortilegios del sonido, y no por su fidelidad a supuestas intuiciones universales que serían patrimonio humano. Estas explicaciones, sin embargo, sólo están esbozadas en los ensayos críticos de Borges, que, tal vez con toda razón, prefiere darle vueltas contemplativamente al misterio.


Como filosofía de la historia, la doctrina de la metáfora que propone Borges tampoco está exenta de notorias flaquezas. Hemos visto que la doctrina afirma platónicamente que, como “el tiempo es una imagen de la eternidad”, la historia universal es la historia de las diversas entonaciones de unas cuantas metáforas eternas. Sin embargo, Borges es demasiado agudo para ignorar que la capacidad de evocación de metáforas que parecen hacer resucitar a los muertos y resurgir a mundos distantes depende de nuestro previo conocimiento de esos muertos y de sus mundos. La old rocking chair de los blues no revela nada fuera de su contexto, los blues, como tampoco David durmió con sus padres para quien no sepa nada de David. Si la variación se produce en ausencia de todo contexto conocido, carece en absoluto de las virtudes que le hemos generosamente atribuido. Extrapolando y extremando esta observación, se llegará a conjeturar que la historia universal es una operación del lector que sueña, recompone o inventa, y no el rastro dejado por las diferentes formulaciones de una metáfora por los que la escriben o reescriben.


El ejemplo canónico para poner en evidencia este tipo de fenómenos, y la más sonora carcajada con la que Borges desmonta su propia teoría, nos lo ofrece el inagotable Ménard-Cervantes. Cuando Cervantes escribe La verdad, cuya madre es la historia, su metáfora es un elogio retórico de la historia. Completamente distinta resulta cuando la escribe Pierre Ménard en el Quijote de Pierre Ménard, ya se sabe, idéntico a una porción del Quijote de Cervantes. Leída en Ménard, la metáfora que hace de la historia madre de la verdad, presupone el pragmatismo como doctrina filosófica y revela la contemporaneidad de su autor con William James (OC 1: 449). Esta observación de “Pierre Ménard, autor del Quijote” ha sido ampliamente glosada y celebrada, como todas las que encierra ese texto-fetiche, que parece marcar con un Jano de oro la triunfal carrera de su autor como autor de ficciones. Sin embargo, no va mucho más lejos de lo que se leía ya en el artículo “La fruición literaria”, incluido en 1928 en El idioma de los argentinos, uno de los libros de ensayos censurados por Borges. Aunque vertida en una página zumbona y algo palabrera, y no en una flecha agudísima como la de “Pierre Ménard, autor del Quijote”, la idea no es menos brillante: Séanos ilustración esta metáfora desglosada: El incendio, con feroces mandíbulas, devora el campo. Esta locución ¿es condenable o es lícita? Yo afirmo que eso depende solamente de quien la forjó y no es paradoja.


Supongamos que en un café de la calle Corrientes o de la Avenida, un literato  me la propone como suya. Yo pensaré: Ahora es vulgarísima tarea la de hacer metáforas; substituir tragar por quemar no es un canje muy provechoso; lo de las mandíbulas tal vez asombre a alguien, pero es una debilidad del poeta, un dejarse llevar por la locución fuego devorador, un automatismo; total, cero... Supongamos ahora que me la presentan como originaria de un poeta chino o siamés. Yo pensaré: Todo se les vuelve dragón a los chinos y me representaré un incendio claro como una fiesta y serpeando, y me gustará. Supongamos que se vale de ella el testigo presencial de un incendio o, mejor aun, alguien a quien fueron amenaza las llamaradas. Yo pensaré: Ese concepto de un fuego con mandíbulas es realmente de pesadilla, de horror y añade malignidad humana y odiosa a un hecho inconsciente. Es casi mitológica la frase y es vigorosísima. Supongamos que me revelan que el padre de esa figuración es Esquilo y que estuvo en lengua de Prometeo (y así es la verdad) y que el arrestado titán, amarrado a un precipicio de rocas por la Fuerza y por la Violencia, se la dijo al Océano, caballero anciano que vino a visitar su calamidad en coche con alas. Entonces la sentencia me parecerá bien y aun perfecta, dado el extravagante carácter de los interlocutores y la lejanía (ya poética) de su origen: Haré como el lector, que sin duda ha suspendido su juicio, antes de cerciorarse bien cuya era la frase. (Idioma 90-91)


La doctrina de la metáfora propuesta por Borges ya ha sido maltrecha, por obra del infernal humor de su doble algo más joven, antes de llegar a formularse cabalmente. El narrador de “Pierre Ménard” nos invita a leer la Imitación de Jesucristo como si fuera de James Joyce o de Louis Ferdinand Céline, lo que sería una suficiente “renovación de esos tenues avisos espirituales.” Del mismo modo, podría habernos aconsejado leer la esfera de Pascal como si fuera de Parménides, o de Lewis Carroll, y la luna ombligo del firmamento de Lugones como si fuera de Esquilo, o de Dante, asegurándonos que con ello bastaría para ensanchar prodigiosamente la colección de metáforas memorables de que goza la humanidad.



















Tomado de:
BLANCO, Mercedes  (2000): "Borges y la metáfora" En Variaciones Borges 9. Borges Center, University of Pittsburgh, pp. 33-38.

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