10 mayo 2014

Boxeo. Joyce Carol Oates



Boxeo

Joyce Carol Oates


El boxeo pretende ser superior a la vida en la medida en que es, idealmente, superior a todo accidente. Nada contiene que no sea del todo intencionado. El boxeador se enfrenta a un contrincante que es una distorsión onírica de sí mismo en el sentido de que sus debilidades, posibilidad de error y de ser gravemente herido, sus desaciertos intelectuales, todo, puede ser interpretado como puntos fuertes pertenecientes al Otro; los parámetros de su ser íntimo no son más que los ilimitados asertos de la personalidad del Otro. Esto es sueño, o pesadilla: mis fuerzas no son del todo las mías, sino las debilidades de mi adversario; mi fracaso no es totalmente el mío, sino el triunfo de mi adversario. Él es mi personalidad-sombra, no mi (mera) sombra.


El viejo adagio del boxeo —sin duda falso— según el cual no te pueden dejar K.O. si ves venir el golpe, y si te propones que no te dejen K.O., tiene un significado más sutil e intimidador: nada de lo que le suceda al boxeador en el ring, incluso la muerte —su muerte— es ajeno a su voluntad o al fracaso de la misma. Lo que se sugiere es un modelo de mundo en el que somos humanamente responsables no sólo de nuestros propios actos sino también de aquellos ejecutados contra nosotros. Ello explica que el boxeo, aunque se desprende de la vida, no es una metáfora de ésta sino un mundo único, cerrado y autorreferencial, oblicuamente afín a esas severas religiones para las cuales el individuo es a la vez «libre» y «determinado»: en un sentido poseído por una voluntad equivalente a la de Dios, y en otro totalmente indefenso. La sensibilidad puritana habría entendido una boca que se llena de sangre, un ojo expulsado de su órbita: el castigo a un instante de negligencia. 


Se dice que la tarea más difícil de un entrenador de boxeo es convencer a un boxeador joven de que se levante y siga peleando después de haber sido derribado. Y si el boxeador ha sido derribado por un golpe que no vio venir —lo cual suele ocurrir—, ¿cómo puede abrigar la esperanza de evitar que lo derriben una y otra vez? El golpe invisible es, al fin y al cabo, invisible. 


Resultaría insoportable, profundamente vergonzoso, contemplar una conducta «normal» en el ring, pues los seres «normales» comparten con todas las criaturas vivientes el instinto de perseverar, como decía Spinoza, en su propio ser. El boxeador ha de aprender de algún modo, mediante algún esfuerzo de voluntad que los no-boxeadores seguramente no podrían intuir, a inhibir su propio instinto de supervivencia; debe aprender a ejercer su «voluntad» sobre los impulsos meramente humanos y animales, no sólo a eludir el dolor sino también a eludir lo desconocido. En términos psíquicos esto suena a magia. Levitación. La cordura puesta del revés, la «locura» revelada como una forma más elevada y pragmática de la cordura. 


En el cuadrilátero los luchadores están sujetos al tiempo —nada debe de ser tan dolorosamente largo como un asalto de tres minutos ferozmente disputado— pero la lucha en sí es atemporal. En cierto sentido se convierte en todas las luchas, del mismo modo en que los boxeadores son todos los boxeadores. A través de películas, grabaciones y fotografías todo se torna rápidamente en historia a nuestros ojos, incluso, a veces, en arte. El tiempo, al igual que la posibilidad de muerte, es el adversario invisible del cual los boxeadores —y el árbitro, los ayudantes, los espectadores— son profundamente conscientes. Cuando un boxeador es noqueado no significa, como suele pensarse, que haya quedado sin sentido, o incluso incapacitado; significa, más poéticamente, que ha sido sacado del tiempo. (La dramática cuenta hasta diez que entona el árbitro constituye una especie de paréntesis metafísico en el que el boxeador debe penetrar si pretende continuar en el tiempo.) Hay, de alguna manera, dos dimensiones del tiempo que operan abruptamente: mientras el boxeador que permanece en pie está en el tiempo, el boxeador caído está fuera del tiempo. Concluida la cuenta hasta diez, se le da «por muerto», en simbólico remedo de la antigua tradición deportiva según la cual el combatiente estaría con toda probabilidad muerto. 


Si el boxeo es un deporte, es el más trágico de todos, pues consume, más que cualquier otra actividad humana, la mismísima excelencia que saca a relucir: su drama es justamente esta consunción. Consumirse librando la pelea más grande de la carrera es iniciar, por necesidad, la curva de descenso que podría la próxima vez ser un hundimiento, una abrupta caída en el abismo. Soy el más grande, dice Muhammad Ali. Soy el más grande, dice Marvin Hagler. «Siempre piensas que vas a ganar», señaló irónicamente Jack Dempsey en su vejez, «de otro modo no podrías pelear.» El castigo —al cuerpo, al cerebro, al espíritu— que un hombre debe soportar para llegar a ser un boxeador moderadamente bueno es inconcebible para la mayoría de los que asociamos la idea del riesgo personal con el ego o lo emocional. Pero cuando el castigo empieza a revelarse, incluso en un boxeador joven, es atentamente observado por sus rivales, que esperan su descuido. 


En el ring, los boxeadores viven una extraña especie de tiempo «lento» —los aficionados nunca pelean más de tres asaltos, y para la mayoría esos nueve minutos son agotadores—, mientras que fuera del cuadrilátero viven en un tiempo alarmantemente acelerado. Un boxeador de veintitrés años de edad ya no es joven en la medida en que un hombre de treinta y tres años lo es; uno de treinta y cinco años es francamente viejo. (Y es por eso que Muhammad Ali cometió un trágico error al proseguir su carrera después de haber perdido su título por segunda vez, saliendo de su retiro, a los treinta y ocho, para pelear con Larry Holmes; y por ese mismo motivo Holmes cometió un error parecido, años después, exponiéndose innecesariamente a graves lesiones, y a situaciones profesionalmente embarazosas, al enfrentarse con el campeón de los pesos semipesados Michael Spinks. La victoria de Jersey Joe Walcott, de treinta y siete años, sobre Ezzard Charles, de treinta, por el título de los pesos pesados en 1951, es sui generis. Y Archie Moore es sui generis.) Todos los atletas envejecen rápidamente, pero ninguno lo hace tan veloz y tan visiblemente como el boxeador. 


Muhammad Ali vs. Ringo Bonavena


No hay deporte más físico, más directo que el boxeo. Ningún deporte despliega tan poderoso homoerotismo: la confrontación en el cuadrilátero —desnudarse—, el combate acalorado y sudoroso que es en parte danza, cortejo, apareamiento... la persecución frecuente, urgente de un boxeador al otro en el violento y natural movimiento del combate hacia el knockout: sin duda gran parte del atractivo del boxeo deriva de su imitación de una especie de amor erótico en el que un hombre se impone al otro en una exhibición de fuerza y voluntad superiores. El pregonado celibato del boxeador en entrenamiento constituye, con mucho, parte de la tradición pugilística: en lugar de centrar sus energías y fantasías en una mujer, el boxeador las enfoca en un adversario. Donde ha sido la Mujer, ha de ser el contrincante. 


La mayoría de los combates, como quiera que se libren, terminan con un abrazo entre boxeadores una vez que ha sonado la última campana: es un gesto de respeto mutuo y aparente afecto que al observador se le antoja más que mecánico. Rocky Marciano a veces besaba a sus contrincantes en agradecimiento por el combate. Podríamos preguntarnos si el combate de boxeo conduce irresistiblemente a ese momento: el abrazo público de dos hombres que, en otras circunstancias, jamás se acercarían el uno al otro con semejante pasión. Si bien es cierto que muchos hombres se muestran profundamente despectivos con la debilidad (como urgidos a disociarse de ella: como en un combate en el que uno o ambos luchadores se niegan a pelear), la mujer se siente impresionada por la admiración —a veces elevada a temor reverente— que experimenta por el hombre que mostrara un gran coraje a pesar de estar perdiendo el combate. Y expresarán ternura por los boxeadores lesionados, aunque se limite a un comentario sobre las fotografías: la imagen de Ray Mancini tras su segunda derrota frente a Livinsgstone Bramble, por ejemplo, en la que el rostro de Mancini aparecía odiosamente golpeado (las fotos aparecidas en Sports Illustrated y en otras publicaciones eran sangrientas, casi pornográficas); la fotografía repetidamente impresa del derrotado Thomas Hearns siendo llevado hasta su rincón en brazos de un negro enorme (un guardaespaldas, es de suponer) en atuendo solemnemente formal: Hearns, el «Hombre Golpe», ahora indefenso, semi-inconsciente, con aspecto de Cristo negro bajado de la Cruz. Estas son imágenes poderosas, acuciantes, inquietantes, cruelmente hermosas, intrincadamente ligadas al atractivo primordial del boxeo. 


Con todo, sugerir que los hombres pudieran amarse y respetarse en un sentido directo, sin el violento ritual del combate, es malinterpretar la pasión más grande del hombre: por la guerra, y no la paz. El amor, si ha de haberlo, viene después. 


Sueño o pesadilla en tiempo lento.


En esos momentos uno se pregunta: ¿Qué está sucediendo?, ¿por qué estamos aquí?, ¿qué significa esto?, ¿puede alguien detener esto? Mi terror al ver cómo Floyd Patterson quedaba grogui por los golpes de Sonny Liston no se vio mitigado por mi comprensión racional de que había ocurrido hacía mucho tiempo y que, en realidad, Patterson se encuentra actualmente en perfecto estado de salud, entrenando para el boxeo a un hijo adoptivo. (Liston, naturalmente, hace años que está muerto: murió por sobredosis de heroína, a los treinta y ocho años de edad y en circunstancias «sospechosas».) Tal vez más justificada estuvo mi desagradable sensación de que el boxeo es sencillamente algo malo, un error, una actividad ilegal por alguna razón bajo la protección de la ley, cuando, hace algunas semanas, en marzo de 1986, sentada entre un público de salón de las afueras de Trenton que miraba, en súbito silencio y en circuito cerrado de televisión, al peso gallo Richie Sandoval tumbado boca arriba e inmóvil... con toda probabilidad muerto a consecuencia de una paliza salvaje que el árbitro, por alguna razón, no había detenido a tiempo. Mi convicción me decía que cualquier cosa era preferible al boxeo, cualquier cosa era preferible a contemplarlo siquiera un minuto; por ejemplo, salir al estacionamiento y pasar allí el resto de la velada mirando el asfalto manchado... 


Un amigo que es periodista deportivo quedó horrorizado por el mismo combate. En una carta habló del intermitente asco que sentía por el deporte que había estado observando la mayor parte de su vida, y del que había escrito durante años: «Es un poco como un mal amor: soportar el dolor, esperando sus secuelas hasta el último buen momento. Y como en el mal amor, llega el punto del desgaste, cuando la recompensa del buen momento no parece valer la pena...». Sin embargo no renunciamos al boxeo; no es así de fácil. Quizás sea como probar la sangre. O, en términos más discretos, como el amor mezclado con el odio es más fuerte que el amor. O como el odio. 


El espectáculo de dos seres humanos que luchan entre sí por la razón que sea, incluyendo, en ciertas ocasiones bien publicitadas, insólitas cantidades de dinero, resulta sumamente inquietante porque viola un tabú de nuestra civilización. Muchos hombres y mujeres, por mucho que se endurezcan, no soportan ver un combate de boxeo porque no pueden permitirse ver qué es lo que están viendo. Se piensa, irremediablemente, que eso no puede estar sucediendo, aun cuando, y por lo general muy rutinariamente, está sucediendo. En este sentido, el boxeo como espectáculo público, es pariente de la pornografía: en ambos casos el espectador se convierte en voyeur, distanciado y sin embargo, se supone, íntimamente involucrado en un acontecimiento que no debería estar ocurriendo tal como está ocurriendo. El «drama» pornográfico —aunque tan fraudulento como la lucha libre profesional—pretende ocuparse de algo absolutamente serio, cuando no humanamente profundo: no trata tanto de sí mismo como de la violación de un tabú. Seguramente en el núcleo de la pasión de nuestra cultura por la pornografía subyace que el tabú sea espiritual más que físico o sexual, que el amor —nuestra experiencia humana más valiosa— esté siendo execrado, parodiado, burlado. En otra cultura, no definida por valores espirituales y emocionales, la pornografía no podría existir: ¿quién pagaría por verla? 


La diferencia obvia entre el boxeo y la pornografía es que el boxeo, a diferencia de la pornografía, no es teatral. No es —salvo en ocasiones tan poco frecuentes que no son relevantes— ni ensayado ni simulado. Su violación del tabú contra la violencia («No matarás» en su forma primigenia) es abierta, explícita, ritualizada y, como he dicho, costumbre, lo cual confiere al boxeo ese aire sobrenatural. A diferencia de la pornografía (y la lucha libre profesional) es por completo real: la sangre derramada, los daños sufridos, el dolor (usualmente suprimido o sublimado), no son fingidos. Desaconsejable para hemofóbicos, el boxeo es un deporte en el que la sangre se torna rápidamente insignificante. El observador experimentado entiende que el rostro sangrante del boxeador es probablemente la menor de sus preocupaciones y puede, de hecho, no significar nada; basta pensar en el rostro escandalosamente ensangrentado pero siempre triunfal de Rocky Marciano, en la frente de Marvin Hagler chorreando sangre aun cuando venció a Thomas Hearns. El boxeador profusamente sangrante y sus asistentes no están preocupados por su cara cortada sino por la posibilidad de que se suspenda el combate, lo cual implica para el adversario la victoria por K.O. técnico. Recordemos a Ray «Boom Boom» Mancini en su segundo combate contra Livingstone Bramble, cuando trataba desesperadamente de quitarse con los guantes la sangre que brotaba a chorros de los largos cortes de sus párpados: fueron necesarios veintisiete puntos de sutura. (Bramble, pragmático como todo boxeador, castigó los sufridos ojos de Mancini tanto como le fue posible. De los 674 golpes dados por Bramble, 255 fueron a la cara.) 


Del mismo modo en que el boxeador es entrenado para luchar hasta que no pueda más, también es entrenado —o está por naturaleza dotado— para pelear de pie aun inconsciente. En mi recuerdo permanece indeleble la imagen del desventurado surcoreano peso ligero Duk Koo-Kim esforzándose por levantarse de la lona después de que un golpe de Mancini le reventara un vaso sanguíneo del cerebro, como si su cuerpo poseyera su propia voluntad demoníaca incluso en el umbral de la muerte. Se dice que Joe Louis, sumamente aturdido por Max Schmeling en su primer combate, boxeó varios asaltos en estado de inconsciencia: su cuerpo, bellamente acondicionado, ejecutó los movimientos aprendidos como un reloj mecánico. (Y fue durante ese asalto perdido cuando quedó de manifiesto el prodigioso talento de Louis para la resistencia, y por ende para el gran boxeo.) Es tan habitual esta especie de boxeo «desconocedor del miedo» que la conducta del peso pesado Jesse Ferguson en su combate contra Mike Tyson en febrero de 1986 —aferrándose, sujetando los guantes de Tyson, negándose realmente a luchar— llamó la atención como algo anormal, cuando de hecho era del todo natural, la forma en que se comportaría el hombre medio en tan desesperada situación. Pero el boxeo es contrario a la naturaleza. 


Una de las paradojas del boxeo es que el espectador habita una conciencia tan distinta a la del boxeador que sugiere un antimundo. La «libre» voluntad, la «cordura», la «racionalidad» —nuestros modos de conciencia característicos— son irrelevantes, cuando no perjudiciales, para el boxeo en sus momentos más extraordinarios. Incluso cuando se desviste ceremoniosamente en el cuadrilátero, el gran boxeador debe despojarse tanto de la razón como del instinto de precaución mientras se prepara para luchar.








Tomado de:
 OATES, Joyce Carol (2012): Del boxeo. Madrid, Alfaguara, pp.16-20, 33-35, 92-97.

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