07 febrero 2013

Tortura. David Le Breton



Tortura

David Le Breton


Infligir el dolor para castigar un despropósito, una infracción o imponer el orden es desde hace mucho tiempo un principio de intimidación y de poder, una manera de dominio del otro proporcionada a su impotencia para defenderse. El poder de un hombre o de un Estado se mide por la suma de dolores que es susceptible de prodigar sin que ninguna de sus prerrogativas resulte amenazada por la resistencia de las víctimas o el rigor de la ley. La autorización para hacer sufrir es el rostro sombrío del poder: desde la bofetada, pasando por e! apaleamiento, los latigazos, la quebradura de huesos y el desmembramiento, hasta el desollado metódico, el único límite es el de la muerte de la víctima. La tortura es la práctica del horror. Cree convertir el sufrimiento en modo de control político. Por la imposición de un dolor que no tiene otros limites que la imaginación de los torturadores, apunta a quebrar el sentimiento de identidad de la víctima para conducirlo a revelar secretos importantes, provocar la admisión de una culpa, de un compromiso politico o moral, o simplemente doblegarla a la voluntad de los verdugos. A veces traduce una pura voluntad de aniquilación del otro, martirizándolo, mancillándolo, reduciéndolo a un objeto. La imposición del dolor y de la humillación persigue una lógica de anulación de la víctima. El dominio sobre el cuerpo es el dominio sobre el hombre, su condición, sus valores más queridos. Otorga al Estado o a un grupo los beneficios políticos de un instrumento de terror sobre la población. El ejercicio absoluto del poder contra los representantes de la sociedad civil es una metáfora de la extensión del poder sobre el cuerpo social en su conjunto, Fuera del campo de la palabra y de los principios compartidos, erige la ley del más fuerte despreciando el vínculo social.


Tortura y abuso de prisioneros 
en Abu Ghraib, 2003.


La libre facultad de provocar el dolor es un medio arquetípico del poder sobre una sociedad o sobre una persona. Somete a la víctima sin tener que matarla necesariamente, pero dejándola en la memoria la cicatriz de sus sevicias y de la suerte que le espera en caso de reincidencia o de "mala" conducta. Pero la tortura no apunta sólo a arrancar la confesión o hacer daño, también procura al verdugo el goce sutil de tener a la víctima a su merced, de ejercer un absoluto dominio sobre su cuerpo, intimidad, dignidad, si no sobre sus convicciones. La tortura despierta una fantasía de omnipotencia elemental en sus manifestaciones, puesto que es una manera inmediata de alcanzar al otro en profundidad. La tortura lleva al infinito el arte de hacer sufrir al hombre incapaz de defenderse pero inmerso en mil formas de dolor. Persigue la destrucción de la personalidad de la víctima atada de pies y manos, sometida a las fantasías de los verdugos. Por definición es una negación del rostro, indiferente a la "culpabilidad" del prisionero que suele estar determinado por su pertenencia social, cultural o política, o como elemento simbólico de una evocación despiadada de las facultades del poder contra sus opositores. No hay inocencia para el torturador cuando pesa una sospecha sobre su víctima. La tortura es una especie de triunfo del rumor.


El dolor infligido sanciona una opinión política, una manera de ser, una condición social o cultural, unas relaciones percibidas como "culpables". Se opone a la falta un sufrimiento dilatado durante días, semanas o meses. Al dolor inagotable, que se reproduce a diario se suma la angustia de la espera, la incertidumbre, la  humillación, el horror de estar sometido a una imaginación sádica sin control exterior, a voluntad de los torturadores. La intensidad del dolor físico, la desnudez, la privación sensorial (oscuridad, "capucha" que impide la visión), la ruptura de todo vínculo afectivo con el mundo personal siempre amado, que desemboca en la constancia única del propio cuerpo dolorido, sufriente, deshecho, y sometido por completo a la voluntad del torturador que hace desaparecer del mundo toda presencia que no esté en el centro de la experiencia actual. 


El hombre torturado vive su cuerpo como la forma permanente del tormento; está pegado a él como el caparazón de Gregario Samsa, materia en la que se encarnizan los verdugos, estructura de carne convertida en otra distinta mediante la aberración del suplicio y del dolor, pero que sigue formando un solo cuerpo con la víctima. Los componentes físicos y sensoriales de la víctima se vuelven en contra de ésta, ofreciendo al torturador otros tantos puntos vulnerables donde administrar el tormento. "Todas las fuentes de fuerza y de placer -escribió Elaine Scurry-, todos los medios de moverse en el mundo o de mover el mundo en uno mismo se convierten en medios [...] de forzar al cuerpo a alimentarse del cuerpo: los ojos reciben una luz que lastima, los oídos perciben ruidos brutales, comer [...] es reemplazado por la privación que incluye, ya la ausencia de alimentos, ya la comida nauseabunda; el gusto y el olfato [...] son sistemáticamente engañados con quemaduras o cortes en el interior de la boca o la nariz, o con sustancias infectas; exigencias naturales como la excreción o necesidades como la sexualidad se transforman en fuente de ultrajes y de repulsión"


La totalidad de la relación con el mundo de la víctima está bajo la égida del dolor y el horror. Y ésta ignora si la tortura cesará mañana o dentro de seis meses, o si acaso morirá en las horas siguientes. Ante lo arbitrario absoluto del rostro humano, que se expresa en el secreto, la víctima esta sujeta a su cuerpo, sin otra salida para escapar al torturador que desprenderse de éste. Marcelo Vinar relata la historia asombrosa de Pepe, largamente torturado, sometido al hambre, a la sed, a un largo período de pie. Después de dos semanas, cuando ya no era más que heridas y dolores, Pepe sintió que su cuerpo se alejaba de él. En la oscuridad de su celda vio de pronto, de una manera eminentemente real, acercarse a sus compañeros que lo animaron a resistir, a tener noticias suyas a diario, y darle ánimos. "Pepe se proveyó de un espacio lúdico que daría a su terror el sentido de una lucha y le permitiría mantenerse invencible ante la técnica sofisticada de sus torturadores" El horror reiterado en cada momento condujo a ese caso extremo de elaboración de un universo alucinatorio que desarraiga el dolor de la carne y ofrece un camino de sueño para afrontar la adversidad, restaurar una significación y un rostro amistoso en el mundo. Este imaginario no es tanto una técnica de salvaguarda como una intuición que supera su entendimiento, nacida del propio seno de la identidad en vías de deshacerse, y que acude para salvarlo del desmantelamiento. La única salida consiste en derivar el dolor hacia un mundo diferente, sin relación consigo mismo. Al separarse de su cuerpo arraigando su conciencia en una imagen feliz que resiste los intentos de fractura de los verdugos, la víctima se crea un mundo alternativo que la preserva del agobio que salvaguarda un núcleo de su identidad. 

De la serie Brotes del grupo Escombros

La tortura es una experiencia en los limites que hunde sus raíces en el seno de lo insostenible, a veces durante largos períodos. Con frecuenta quebranta las convicciones del hombre, lo empuja a la locura o a la elección deliberada de la muerte. No deja indemne, aunque las cicatrices sean sobre todo interiores. El "sufrimiento mental agudo" (Amnesty lnternational) que producen los malos tratos físicos prolonga sus efectos en la existencia durante largo tiempo, e impide recuperar el lugar en el mundo. Si el dolor altera los fundamentos de la identidad, como ya se ha visto, peor es todavía el traumatismo cuando es infligido con cabal conocimiento de causa por seres humanos, contra una víctima indefensa, desnuda y humillada. La tortura supone algo peor que la muerte, vuelve deseable el suicidio para escapar del potro de tormento moral y físico, Al abrir dentro del cuerpo la brecha permanente del horror provoca la implosión del sentimiento de identidad, la fractura de la personalidad que conduce a veces al torturador al éxito: denuncias, renunciamiento, traición, vergüenza, locura. Las secuelas de la tortura imponen atenciones particulares y una larga convalecencia. La admisión del sufrimiento es difícil de enunciar porque comporta reconocer el éxito del torturador. Es como una concesión a la intención de anular a su víctima. Todo recuerdo del acontecimiento despierta el dolor padecido. No obstante, la liberación pasa necesariamente por una palabra que avive un momento el recuerdo, pero que suponga el primer paso de una recuperación de la existencia. Enquistadas en la memoria, las torturas deben ser expulsadas mediante un trabajo que mine su agudeza. La verbalización del sufrimiento tiene valor de liberación, rompe el cerrojo que retiene al sujeto en la repetición del traumatismo. Durante largo tiempo la víctima no soporta las situaciones asociadas con la tortura: desnudez, contactos corporales, sonidos, olores... La serie de heridas siguen horadando la carne  acompañadas por otros sufrimientos: depresión, úlceras gástricas, dolores de cabeza, problemas dermatológicos, respiratorios, insomnios, etc." Se necesita un largo aprendizaje para reconstituir un cuerpo continente de la identidad personal que esté perforado por las líneas de fuga de un sufrimiento siempre amenazante, incluso cuando los torturadores están lejos. El dolor infligido de esta manera abre una brecha entre el yo de la víctima y el mundo. Lento, y en ocasiones imposible, es el retorno del sentimiento de seguridad ontológica necesario para la existencia y para la confianza hacia los demás.





Tomado de:
LE BRETON, David (1999): Antropología del dolor. Barcelona, Seix Barral, pp. 247-252.