10 diciembre 2019

El indigenismo de Jesús Lara. Estelle Tarica


Jesús Lara (1898-1980)


El indigenismo de Jesús Lara


Estelle Tarica



El escritor boliviano Jesús Lara solía calificarse como “retoño de la cholada”, auto-denominación cuya veracidad es poco fiable: también se hacía pasar, de vez en cuando, por “indio puro”. ¿Cómo interpretar esta llamativa confusión? Diríamos que refleja la diversidad histórica de determinadas coyunturas políticas que incitan a acentuar algunas formas de identificación a la vez que limitan otras. Pero esta confusión también podría considerarse propia de toda literatura indigenista que surge de la realidad “abigarrada” de las sociedades andinas, e instarnos a repensar el esquema binario propuesto por Mariátegui: que la literatura indigenista se diferencia de la literatura propiamente indígena por ser obra de mestizos. No obstante la “tesis dualista” que tantas obras del corpus indigenista plantean, el estatus del mestizo como productor y protagonista literario sigue siendo una suerte de talón de Aquiles que propicia el total desmantelamiento ideológico del indigenismo, a la vez que apunta hacia su condición fascinante de “literatura heterogénea”, en la célebre frase  de Antonio Cornejo Polar. De ahí que lo que sigue no será un intento de establecer de una vez por todas la ‘verdadera’ identidad socioétnica de Lara. Su mismo origen de provinciano cochabambino, región marcada por la fluidez histórica de las identidades socioculturales, haría de ésta una tarea imposible.


A pesar del calificativo de “Novela quechua” con el cual Lara subtitulaba la mayoría de sus ficciones (todas escritas en castellano), su obra procede claramente de la trayectoria histórica llamada “la ciudad letrada” por Ángel Rama, ciudad a la vez efímera y real en la cual se ha concentrado el poder de la escritura en América Latina, poder ligado casi siempre al estado. Si bien los modelos de Mariátegui y Rama siguen siendo instrumentos fundamentales para entender la sociología de la producción literaria en los Andes, echan poca luz a la hora de interpretar el paisaje cambiante de una geografía social tan profundamente marcada por la permanencia de luchas campesinas y por los procesos de migración, asimilación y bilingüismo. Estos fenómenos complican irremediablemente cualquier intento de delinear una separación entre campo y ciudad, indio y no-indio.


Dos textos de Lara, su novela Surumi (1943) y su ensayo y antología La poesía quechua (1947), ambos de la época anterior a la revolución y reforma agraria de 1952-53, permiten elaborar una nueva mirada hacia la producción indigenista de este autor, ubicándola en el espacio de la “heteróclita pluralidad” andina (Cornejo Polar). Estas obras indigenistas tempranas de Lara están marcadas por un intento de representar el proceso de migración y asimilación por el cual tuvo que pasar todo provinciano quechua, tanto indio como cholo, que quería hacerse letrado, proceso por el cual el autor mismo pasó, y a duras penas.


Al igual que en la ideología del movimiento revolucionario que surge en este periodo antes de asumir el poder, la propuesta nacional elaborada por Lara toma como base al mestizo a la vez que reivindica a los sectores indios, posición contradictoria característica de todo nacionalismo integracionista. Subyace sin embargo en estos textos una conciencia dispar de las rupturas y pérdidas que implicaban la migración del campo a la ciudad. Las dos obras narran la violencia invisible del cambio cultural auto-impuesto, haciendo uso de una matriz autobiográfica que, a pesar de ser esquiva, nos obliga a repensar la definición de la literatura indigenista, matizándola de tal forma que da cuenta de los espacios divergentes de los cuales surge. Sería posible, por ejemplo, calificar estas obras de Lara como ejemplos de un “indigenismo íntimo”, puesto que ya no se trata solamente de una visión hacia el ‘otro’, el indio, que testimonia inconscientemente las fracturas insondables de las sociedades andinas, sino también de registrar los senderos por los cuales los protagonistas logran cruzar y reconfigurar las fronteras internas de la sociedad boliviana pre-revolucionaria. En Surumi, esto fue un propósito claro del autor, quien cuenta que quiso escribir una novela de tesis que demostrara que la cultura iguala a los hombres y borra las fronteras que hay entre las clases sociales. Si bien la novela presenta rasgos de esta índole idealista (sobretodo en su trayectoria romántica), deja claro que la movilidad social de su protagonista no basta para acabar con estas fronteras, pues Surumi termina con una mirada hacia el panorama de la lucha que se extiende inmenso y arduo como el suelo boliviano, un horizonte de cambio social que sólo se conquistará mediante la lucha revolucionaria. Se trata, entonces, de una novela consciente de lo que Silvia Rivera llama “la paradoja de la oferta liberal de ciudadanía”, cuyos “mecanismos integradores por excelencia –el mercado, la escuela, el cuartel, el sindicato– han generado nuevas y más sutiles formas de exclusión, y es en torno a ellas que se recomponen las identidades cholas e indígenas como demanda y desafío de coherencia hacia la sociedad”. Surumi se elabora en torno a estos “mecanismos integradores” para narrar la trayectoria de un indio que se transforma en ciudadano al entrar en la ciudad letrada, que se asimila a la cultura dominante sin por ello abandonar una conciencia histórica de carácter indiocampesino.


La poesía quechua también demuestra esta precaria y contradictoria integración del campo a la ciudad letrada, pero toma otro punto de partida: la desvalorización del idioma y la cultura quechuas. Contra este fondo social el texto trata no sólo de revalorizar el idioma y la literatura indígena sino también de asentar las bases para el fortalecimiento de una conciencia mestiza bilingüe. Lara perteneció a una generación de intelectuales cuya voz emergió en los años 30 y 40, después de la guerra del Chaco. Muchos de estos letrados lucharon en la guerra, y sus experiencias en el frente dieron mayores impulsos a la creciente denuncia de la oligarquía nacional y de los gobiernos militares de estos años; denuncia que también se manifestaba en fuertes movilizaciones campesinas. Aparte de ser un texto sumamente académico, La poesía quechua es una intervención directa en los debates políticos de esta época, sobre todo en lo que concierne a la posible contribución del campesinado quechua en la modernización del país. A pesar de sus metas aparentemente divergentes, se verá que ambos textos, Surumi y La poesía quechua, tratan de reestablecer la conexión negada entre lo indio y lo cholo, y fusionar, en una sola historia continua, nacional y letrada, dos historias conflictivas:  la historia indígena y chola, por una parte, y la historia criolla letrada, por otra. 




Surumi (1943) y La poesía quechua (1947)
 definen el indigenismo transculturador de J. Lara.



La poesía quechua: la vindicación del ‘mestizo letrado’.


Es precisamente esta conciencia histórica continua la que Lara trata de recomponer en La poesía quechua, mediante el recurso muy paradójico de pretender fijar un canon letrado quechua. La gran parte del ensayo que constituye el grueso de La poesía quechua contiene un esbozo histórico –de la época pre-hispánica al periodo republicano– y una explicación de las formas literarias quechuas, evaluadas según criterios propiamente literarios y no folklóricos o etnohistóricos, como anteriormente había sido el caso. El propósito principal de La poesía quechua fue revalorizar y rehabilitar la cultura indígena de origen incaico. Esto fue sin duda su propósito más explícito y lo que más reconocimientos le mereció. 


Aunque quizás la naturaleza radical de su propuesta pase inadvertida hoy en día, basta recordar lo difícil que fue admitir la existencia anterior –y la posibilidad futura– de una cultura letrada de corte campesino e indio. Al afirmar que la literatura quechua existía, que fue de alta calidad y muy bien desarrollada, y que además podría otra vez renacer si las condiciones de enseñanza en quechua fueran dadas, Lara apostaba a favor de una identidad indígena letrada. Tal posibilidad –o imposibilidad– se presentó para Lara en un momento histórico en el cual la interpelación del indio por el estado y por otros discursos de poder sufría cambios importantes. Como lo han demostrado varias historiadoras, es precisamente en esa época, tanto en el Perú como en Bolivia, cuando muchos intelectuales hacen de “lo indio” la encarnación de lo ajeno a la modernidad. Según Marisol de la Cadena, por ejemplo, la compleja dinámica en la cual se formaban las identidades andinas se ve reducida en esta época, por los discursos de poder, a una simple dualidad entre dos fuerzas opositoras: por un lado, el campesinado indígena analfabeto e inocente y, por otro, los sectores oligárquicos y mestizos, ambos tachados de corruptos. Esta simplificación corresponde al auge de gobiernos progresistas y populistas que, sin embargo, mantuvieron fuertes alianzas con sectores conservadores oligárquicos y, en el caso boliviano, mineros. Dentro de esta coyuntura histórica se redefinió la identidad indígena de una forma rígida, para convertirla en algo inherentemente incompatible con los procesos políticos racionales. 


Por eso, según Laura Gotkowitz, la presencia de líderes indígenas educados, que en Bolivia en esa época formaron alianzas provisionales e inestables con los gobiernos militares, dio lugar en el seno de las clases hacendadas al surgimiento y la difusión de la premisa de la inocencia primitiva de los indios y la consecuente imposibilidad de que éstos se defendieran mediante el uso de las letras. Esta premisa fue nada menos que una estrategia política para descalificar las demandas campesinas contra el sector oligárquico, atribuyéndolas a fuerzas supuestamente ajenas al campesinado: mestizos, comunistas, líderes sindicales, gente de la ciudad, etc. Es así que la escritura llega a constituirse en una especie de frontera sociocultural, cuya naturaleza, en lo que se refiere a la identidad indígena, es absoluta: los indios que cruzan esta frontera dejan de ser lo que eran antes. Por eso Luis Valcárcel se vio con derecho a declarar, en 1927, que los indios que se educaban ya no eran indios, sino “tinterillos” y “mestizos degenerados”.


Es precisamente este paradigma el que Lara tuvo que enfrentar y reformular al construir un canon de letras quechuas. Su argumento se dirige principalmente a los pensadores bolivianos que siguen creyendo, al igual que la mayoría de los primeros españoles, que el indio es un ser sin historia, abyecto y reacio a todo impulso de progreso, y en posesión de un feísimo dialecto. La respuesta de Lara a esta clase de juicios es clara y directa: todas estas valoraciones negativas se basan en el mismo enjambre de intereses, prejuicios y pasiones”que actuaba en la antigua sociedad colonial. 


“En tal situación”, dice Lara, “ha permanecido el indio hasta los tiempos que corren, pues no forma parte todavía de la familia boliviana”. Pero el giro más importante que tomará su argumento para combatir estos prejuicios radica en otro planteamiento central del ensayo, esto es, que la mayoría de los que han estudiado las formas quechuas no poseen el conocimiento suficiente de la lengua para hacer tales afirmaciones. Así Lara descalifica a todos los que sostienen, desde la época colonial hasta sus días, que el idioma quechua, por ser “rudo” y “primitivo”, es un vehículo inapropiado a la expresión de la belleza. Lara se empeña en demostrar que la lengua quechua está dotada de una fluidez y sutileza extraordinaria. Pero sólo los que tienen un conocimiento profundo de la lengua están conscientes de sus riquezas expresivas:


"Es verdad que la esencia de la poesía –sutil en extremo– sólo puede ser valorada y gustada, en muchos casos, por aquellos que poseen por herencia el genio del idioma [...] La ignorancia del idioma ha sido en todo tiempo un serio obstáculo para el enjuiciamiento razonable del pueblo incaico, principalmente de su cultura. A esta causa no sólo ha resultado difícil captar las prestancias de su espíritu y de su obra, sino que casi siempre se ha traducido e interpretado mal lo que hay escrito en quechua". 


Para los que conocen “por herencia” el idioma, no hay duda alguna de que el quechua alcanza las mismas alturas estéticas que cualquier idioma europeo. Estos idiomas, prosigue Lara, se consideran la expresión cultural más alta de sus pueblos, obras de arte en sí. Y luego pregunta retóricamente: “¿Pero seríanos permitido aventurarnos a decir otro tanto de la lengua general del Perú llamada comúnmente quechua? ¿No sería una herejía pretender colocar junto a las perfecciones del altivo occidente un dialecto de los atrasados pueblos de América?”. Poniendo el énfasis retórico en la palabra “dialecto”, Lara subraya que el asignar el quechua como tal puede considerarse la suma de todas las injusticias sufridas.


Cabe señalar que esta estrategia no es un mero gesto retórico. El lenguaje es la base de la jerarquía colonial que Lara propone atacar, desequilibrando esta estructura para derrumbarla. Lara plantea que, al negar los alcances lingüísticos de los Incas, los españoles podían justificar con mayor facilidad la explotación económica de los indios en el trabajo forzado: “La lengua aborigen despertó en la conciencia del resto de los conquistadores una concepción que guarda armonía con la servidumbre a que había quedado sometida la raza que la creó”. 


Dos argumentos, entonces, sostienen la trayectoria polémica de la parte ensayística de La poesía quechua: establecer la conexión instrumental entre el sojuzgamiento histórico del indio y la desvalorización del idioma quechua –un argumento que se maneja todavía hoy en día– y descalificar a los responsables de esta desvalorización atribuyéndoles un conocimiento deficiente del idioma que pretenden juzgar. Lara plantea que sólo los que poseen por herencia el dominio del quechua están en condiciones de apreciarlo. Cualquier investigador de la realidad socio-lingüística de Bolivia, sobretodo en lo que concierne a los valles cochabambinos, entiende lo difícil que es medir las identidades socio-culturales mediante el recurso de la lengua. No cabe duda de que la mayoría de los cochabambinos hablan y hablaban el quechua de una forma u otra, y de que este fenómeno se extendía, y todavía se extiende, no sólo a sectores indios y campesinos, sino a todos los sectores articulados en la producción y el mercado agrícolas.


¿Quiénes son, entonces, los que poseen por herencia el quechua? En primer plano habría que señalar a los indios mismos, el objeto aparente de su labor de reivindicación. Pero la referencia de Lara a los que poseen por herencia el quechua es también una referencia al propio autor –quien no era indio, cabe recordar, sino mestizo–, pues de esa manera Lara ha podido autorizar su propio discurso. Aunque es cierto que a lo largo del ensayo Lara nunca se confiesa directamente hablante nativo (aunque sí por inferencia, como se verá), no hace falta tal designación. Lara afirma que sólo el hablante nativo puede interpretar la poesía quechua debidamente. Las interpretaciones literarias que se ofrecen a lo largo del ensayo, entonces, no pueden ser otra cosa que el fruto del conocimiento íntimo del idioma quechua del autor mismo. De ahí que, en el segundo plano, Lara autoriza el conocimiento no sólo de los indios, sino también de los mestizos quechua-hablantes. Cornejo Polar plantea que una característica de todo texto indigenista es que opera una singular operación mediante la cual el objeto de su discurso –el indio– se desplaza hacia el sujeto que enuncia la queja contra el régimen oligárquico. Este sujeto, el autor mismo del texto, viene a ocupar el centro del escenario nacional, a pesar de su ausencia formal del texto mismo y el aparente protagonismo del indio. Tal sería el caso de La poesía quechua de Lara. Aunque el protagonista central de la obra es el idioma y la cultura india, el texto se dirige a otro sector social representado por un sujeto que Lara llamaba el “mestizo letrado”:


"El idioma de la raza madre es un estigma para la clase dirigente de Bolivia. El mestizo letrado imita al español de la colonia, ocultando además su origen bajo imaginarios blasones de nobleza y el indio enriquecido – también él– no vacila en seguir el ejemplo del mestizo. Nadie que se precia de civilizado, nadie que se siente capaz de hacerse entender en castellano se resigna a emplear el lenguaje materno, cada vez más desdeñado y relegado".


La figura del “mestizo letrado” merece sólo esta única y breve referencia. Aún así, posibilita la operación retórica señalada por Cornejo Polar mediante la cual el enunciador desplaza al objeto de su discurso. De tal forma, se nos hace patente otro propósito del ensayo, propósito esquivo pero no por ello menos importante: abogar por una manera de ser mestizo y letrado que no implique una enajenación profunda de la cultura indígena. Tal mensaje subterráneo se verá confirmado en las últimas páginas del ensayo, dedicadas a la poesía quechua del periodo republicano (o sea, el periodo contemporáneo). Esta sección consiste sólo de tres páginas, signo de la escasez de la poesía quechua de este periodo relativo a las épocas anteriores –escasez que prueba hasta qué grado fueron exitosas las campañas para eliminar el quechua en el siglo XIX, por considerarlo “un agente de retrogradación”. Encontramos aquí las siguientes líneas:


"El lenguaje indígena manchaba igual que un delito a quienes lo empleaban. Se lo abominaba en la tertulia y se lo prohibía en la escuela. Aquella prohibición todavía existía a principios del siglo actual. No olvidamos que en la escuela, allá en una provincia de los valles de Cochabamba, el maestro nos castigaba toda vez que éramos acusados de haber utilizado el quechua. Y la verdad era que no conocíamos otro idioma".


Sólo aquí la voz impersonal del escritor que se encuentra a lo largo del ensayo –la voz incorpórea del “nosotros” común a todo discurso académico– se convierte ahora en otro “nosotros”, portavoz de la memoria colectiva de una comunidad que se niega a reconocerse como tal y cuya emergencia ha sido resueltamente suprimida. Aunque esta comunidad ya no se podía considerar una comunidad indígena, era una comunidad unida sobre todo por un lazo lingüístico, en este caso el quechua. ¿Cuál es la diferencia entre un nativo y un hablante nativo? Según Lara, los dos comparten el mismo patrimonio cultural, el mismo idioma materno, y por ende pertenecen a la misma nación imaginada. Por eso vemos en la antología a poetas tan dispares como los compositores ahora anónimos de los grandes jaillis sagrados inca, y la única poetisa boliviana reconocida de fines del siglo XIX, Adela Zamudio. A pesar de que ella, nos dice Lara, “se enorgullecía de rancio abolengo español”  


Lara propone soldar la brecha entre los sujetos del primer propósito de su ensayo –el indio y la cultura indígena– y los sujetos del segundo –los mestizos letrados– uniendo a estos dos grupos en un solo patrimonio cultural que parta del quechua. Es así que el verdadero protagonista del ensayo no es ni la poesía ni la cultura india, sino el lenguaje quechua, que a Lara le gustaba calificar de “obra maestra”. Y es alrededor de esta “obra maestra” que Lara propone reconstruir una comunidad nacional fracturada por la auto-enajenación que acompaña a los procesos de inmigración y ascenso social. El ensayo y la antología pretenden de tal manera soldar la escisión entre la oralidad indígena y la cultura letrada del occidente, inaugurada por la conquista cuando Atahualpa arrojó la Biblia a los pies del padre Valverde y desencadenó la violencia que pondría fin a su imperio. El fin del imperio inca, comenta Cornejo Polar, “comienza con el poderoso misterio de la escritura”. Según Lara, la restitución de la herencia grandiosa de este imperio se hará también mediante las letras, pero dentro de los límites de la nación moderna.


El canon quechua de Lara no es, entonces, un intento de autorizar la existencia de una identidad quechua nacional al margen de la nación actual. Lo que sí hace, junto con Surumi, es autorizar la toma de poder de unos nuevos sujetos indios y cholos, librando a los dos de las manchas delictivas de la raza y la lengua. Ambos textos reconfiguran el espacio ambiguo entre el campo y la ciudad letrada, borrando sólo parcialmente la huella de las rupturas que marcaron su naturaleza conflictiva y contradictoria, para convertirla en la base de una conciencia nacional aún por nacer. 









Tomado de: 
TARICA, Estelle (2008): "El indigenismo de Jesús Lara: entre el campo y la ciudad letrada" En: Revista de crítica latinoamericana. Año XXXIV, N°67. Lima Hanover pp. 237-254.

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